Skip to main content

Autor: Administrador

Capítulo II: Poética

Personalidad

Cosmovisión filosófica

Concepción religiosa

Percepción del paisaje

Claves de su mundo poético

Características líricas

Símbolos

 

 

    Jesús Delgado Valhondo es un caso excepcional en la historia de la poesía española por el carácter existencial de su obra lírica desde el principio al fin de su larga trayectoria. Nacido en 1909, pertenece por edad a la generación de 1936 y al grupo de los fundadores de la llamada «generación escindida» (Luis Felipe Vivanco, Luis Rosales, Leopoldo y Juan Panero). Con ellos coincide en tratar una temática centrada en el sentimiento, el amor y el paisaje con un tono vivencial de fuertes preocupaciones religiosas. También concuerda con ellos en su tendencia a la rehumanización y a la solidaridad, al empleo equilibrado de los recursos formales y al interés simultáneo por la tradición clásica y la renovación vanguardista.

    En el ámbito de la lírica extremeña, Jesús Delgado Valhondo también coincide con las peculiaridades de los poetas coetáneos extremeños, principalmente Eugenio Frutos, Alfonso Albalá y José María Valverde.

    A la vez, Jesús Delgado Valhondo se sitúa en la generación de 1940, junto a José Hierro, Rafael Morales y Leopoldo de Luis por su primera publicación (Hojas húmedas y verdes, 1944), y participa al mismo tiempo de sus dos tendencias por su enraizada concepción religiosa (poesía arraigada) y por su tono crítico contra una realidad con la que no estaba de acuerdo (poesía desarraigada).

    Es decir, es un poeta situado plenamente en la corriente existencial que aparece en la segunda mitad de los años 30, se acentúa por las nefastas consecuencias de la guerra civil en la década de los 40 y pervive hasta comienzos de los años 50 del siglo XX. Es más, Jesús Delgado Valhondo ya era existencial cuando surge esta corriente en el panorama literario español, pues sus primeros versos, escritos a comienzos de los años 30, así lo confirman, y seguirá siendo existencial cuando esta tendencia lírica desaparezca del panorama literario español (comienzo de los años 50) hasta el final de su obra poética (1993).

    PERSONALIDAD

    Jesús Delgado Valhondo fue, en la superficie, una persona sensible, apasionada, sincera y entrañable: «Es el corazón asombrosamente juvenil de la poesía extremeña, siempre pronto a repartir sus versos en recitales, generosísimo con cuantos se le aproximan, alentador lúcido de las voces recién estrenadas, tierno y delicado hasta la ingenuidad»[1]. Además, disfrutó de un extraordinario don de gente y cultivó sobremanera las relaciones humanas, convencido de que la amistad era uno de los regalos más preciados que podía disfrutar el ser humano y un medio gozoso de enriquecimiento personal cuando se comparten vivencias humanas y espirituales: «El amor es lo más importante en la vida para mí. Mi afición es mi manera de ser: la poesía, la lectura, la amistad, es decir, el conocimiento del hombre»[2].

    Profundamente, Jesús Delgado Valhondo fue un ser consciente de su condición humana, de su dependencia de la divinidad y de vivir en un entorno determinado, Extremadura. Aunque le gustaba definirse como «un hombre cualquiera», es decir, como un ser humano con los mismos anhelos y pesares que cualquier persona corriente, era dueño de una rica vida interior que, paradójicamente, lo arrastró a una enconada lucha espiritual entre su fe y su razón. Los detalles de esa pelea anímica los plasmó en una unitaria, coherente, extensa, trascendente y evolucionada obra poética, que alcanzó una calidad humana, anímica y literaria fuera de lo común:

 

    Mi corazón y yo [3]

   

 

Todos los días pongo mi corazón delante

para que vaya abriéndome caminos y contentos,

lo espabilo temprano, lo levanto en palabras,

anda -digo-, vete por nubes y momentos.

    Humano –bueno y qué–, mi corazón humano

con sus fiestas de sueños y de bondad a cuentos

marcha buscando siempre lo que jamás encuentra,

ama gozando siempre lo que jamás entiendo.

    Yo me enredo en asuntos, la cuenta y la aspirina,

el mundo día a día, tan bien y tan maltrecho,

este mundo por donde vamos a nuestras cosas

y que nunca acabamos de vivir y entenderlo.

    Cuando de noche vuelvo, rendida carne amarga,

cuando a mi casa vengo,

tanta ilusión me vuela tristezas a montones,

la amarillenta muerte del consumido tiempo.

    Luego, detrás, humilde, mi sangre en un puñado,

desbaratado ovillo de sombras y silencios

en un rincón oscuro, quinto espacio a la izquierda,

se me queda cansado como si fuese un perro.

    La adquisición de este nivel humano, espiritual y literario fue posible al acopio de una sólida formación intelectual, que le reportaron sus relaciones sociales, sus numerosas y variadas lecturas, su tendencia a la indagación reflexiva y, en definitiva, su docta curiosidad con la que saciaba sus deseos de autoconocimiento e intentaba desentrañar los enigmas del ser humano, de la realidad y del mundo.

    Luego, Jesús Delgado Valhondo fue una persona que tuvo la dignidad de aceptar su compromiso de poeta con la sinceridad y la honradez de quien lo concibe como un modo de expresión de sus sentires y, a la vez, con la responsabilidad que conlleva la comunicación con los demás. Al mismo tiempo aceptó su compromiso como espíritu intentando averiguar las razones de su condición imperfecta e indagando en su dependencia de la divinidad, a pesar de que esa búsqueda sólo le reportó angustia y decepción, porque Dios no se le manifestó. El mismo desencanto sufrió con sus semejantes cuando comprobó que estaban más atentos a sus intereses materiales que al cuidado del espíritu. Este descubrimiento le produjo un profundo pesar, pues llegó a la conclusión de que el ser humano no tenía capacidad siquiera para resolver sus problemas cotidianos y menos para acceder a la divinidad.

    De ahí que fuera un ser extremadamente sensible y vulnerable, se refugiara con frecuencia en la melancolía y viviera en un estado emocional cercano a la hipocondría. Sin embargo, también fue un ser vitalista, que buscó denodadamente respuestas a sus intranquilidades espirituales y recabó explicación a sus propias contradicciones durante toda su existencia: «Conocerme a mí mismo es harto difícil por variable prodigio de mi tiempo»[4]. Aunque el fracaso de su búsqueda lo arrastró a sufrir numerosas decepciones, que lo hicieron caer frecuentemente en el desencanto, sus vivencias recogidas en el caudal del verso son el resultado de una extraordinaria vitalidad humana, espiritual y lírica.

    Y, lo más importante de todo, Jesús Delgado Valhondo, más que un hombre y poeta, fue un espíritu contradictorio: «El hombre que no tiene preocupaciones, que no lucha en la vida, que no es movido por una intranquilidad […] está completamente acabado, ha jubilado su corazón»[5]. Su conciencia soportó una pelea constante entre el idealismo ciego y la negación racional, los anhelos de Dios y sus limitaciones, sus ansias de eternidad y su finitud.

    Estas vacilaciones espirituales se encuentran recogidas en su obra poética con una expresión humana y lírica, cuya interpretación no necesita de filósofos ni filólogos a pesar de su fondo trascendente y su elaboración intelectual. Su profunda significación puede ser desentrañada por cualquier lector que esté predispuesto a captar la reflexión, la hondura y la pasión de su autor, un hombre cotidiano. De ahí que en la obra lírica de Jesús Delgado Valhondo se encuentren los mismos pensamientos, esperanzas y dudas que invaden a todos los seres humanos:

 

«Nos buscamos ávidamente

desde la piel a lo más dentro

y nunca conseguimos, nunca,

el descifrarnos los misterios.

Desconocemos dónde estamos

(no tenemos remedio)”[6].

    De esta cotidianeidad surge el humanismo y, a la vez, el carácter universal de Jesús Delgado Valhondo, un hombre cualquiera, cuya grandeza radica en que, pudiendo eludir esas interrogantes y vivir en un cómodo escepticismo, aceptó su compromiso de ser humano con la conciencia de que debía hallar respuestas a esos preocupantes enigmas. Y a esta humanísima tarea dedicó toda la energía de su espíritu hasta caer agotado física y espiritualmente: «Soy hombre / [..] / Voy y vengo de casa al trabajo. / Vivo. Muero. / Me acerco. Me distancio. / Juego. Me canso»[7].

    Luego, con su extremada sensibilidad, supo dejar escritas en verso esas intranquilidades existenciales que él sintió con una forma cálida, confidencial y cercana, de tal manera que el lector enseguida las hace propias pues se convierte en cómplice del poeta, que experimenta lo que él mismo siente cuando reflexiona sobre su identidad, su posición en el mundo y su relación con Dios: «¡Señor! ¡Dios mío! Tengo miedo / y no me colma tu esperanza, / me sujeto cobardemente / a la tierra que nos separa. // Acorralado por la vida / entre la pared y la espada»[8].

    Por cumplir estas características, la figura de Jesús Delgado Valhondo toma hoy relevancia espiritual porque, aunque al final su búsqueda culminó en un monumental fracaso (su entorno no quiso saber nada de sus preocupaciones trascendentes, Dios no le respondió, el mundo se encaminó por un materialismo vacuo), no dejó de intentar, hasta la extenuación más sobrecogedora, la obtención de respuestas sobre estas grandes interrogantes que a todo ser humano preocupa. Además, no se cansó de advertir que el alejamiento del espíritu influía negativamente en las relaciones humanas y que este hecho afectaba fatalmente al bien común: «Quejas y gritos por el suelo, / bajos fondos, altos desastres. / Todo tan a mano que dudas / dónde está el mundo que pensaste. // Preguntamos: ¿dónde está el hombre / entero, vero y responsable? / Ninguno quiere saber nada / y no contesta nadie»[9].

    Valhondo dedicó toda su vida a reflexionar sobre estos humanos asuntos y a dejarlos plasmados en una magna obra poética, que es a la vez crónica espiritual de su existencia y esencia destilada de su atención al espíritu. Y, aunque no la escribió para lucirse sino como desahogo de sus intranquilidades espirituales y por compromiso con su condición humana, su lírica fue alabada por dos Premios Nobel (Juan Ramón Jiménez y Vicente Aleixandre) y su personalidad ensalzada por Fernando Lázaro Carreter, que lo consideró uno de los mejores poetas del siglo XX por su emoción, sinceridad, compromiso y calidad poética.

   La razón de este aprecio se encuentra en que Jesús Delgado Valhondo no fue un poeta de intuición ni de nacimiento sino un intelectual que creó una obra lírica para proporcionar un marco adecuado a su mundo poético, que sostuvo en unos contenidos concretos y unas formas determinadas hasta constituir una Poética.

 

    COSMOVISIÓN FILOSÓFICA

    Jesús Delgado Valhondo fue un hombre cotidiano, pero con una poderosa capacidad de asombro, que lo llevó a mostrar un gran interés por conocerse, entender a sus semejantes e indagar en la existencia. Esta avidez por el conocimiento lo empujó a ahondar en su conciencia, a indagar en los valores y deficiencias del ser humano y a traducir los enigmas de la realidad. De esta manera intentaba, por un lado, descubrir la magnitud de la creación para acceder al conocimiento de su creador y, por otro, entablar una estrecha y necesaria relación con la divinidad pues, aunque consciente de su insignificancia en la infinitud del universo, sentía que participaba en la grandeza de su obra.

    Este asombro ante la vida, la naturaleza y el poder de Dios fueron el motivo de que sus percepciones de la realidad las hiciera trascendentes en su espíritu y la razón que lo hizo poetizarla en un primer momento, cuando pensaba que el paisaje y el hombre eran manifestaciones materiales de la divinidad:

 

“Respiro este aire limpio

sin peso y sin heridas.

¿Será tan solo el hombre

un trozo más del día?

[…]

¿Firmemente finito?

¿El amor se limita?

Se nos queda en las manos

las más grandes medidas”[10].

    Pero esta concepción ideal del mundo pronto se rompe cuando en su indagación descubre que naturaleza y hombre están llenos de abundantes imperfecciones y él mismo (recordando la amarga experiencia de su enfermedad infantil) es frágil y caduco. Este convencimiento lo arrastra a la necesidad de saber y a formarse una concepción filosófica del mundo con la que hallar una explicación racional a este hecho preocupante. Desde entonces dirige incesantes preguntas a Dios, cuyo silencio le provoca que sean cada vez más angustiosas: ¿para qué nacemos si somos extremadamente imperfectos? ¿cómo somos imperfectos si procedemos de la suprema perfección? ¿qué desea conseguir Dios con la incesante muerte/resurrección a que somete al ser humano? y, sobre todo, ¿por qué el hombre ha sido condenado a estar solo? Estas preguntas y su consiguiente necesidad de respuestas, que Jesús Delgado Valhondo encauzará a través de su voz lírica, conforman el sentido filosófico de su obra poética.

    Su preocupación existencial fue siempre tan acentuada que lo indujo a buscar respuestas, aún joven, en la filosofía clásica, convenientemente orientado por Pedro Caba y Eugenio Frutos. Por esta razón en su concepción filosófica confluyen la imagen del río de Heráclito, el estoicismo de Séneca, el idealismo de Platón y el racionalismo de Aristóteles[11] con la adaptación de estos planteamientos paganos a la concepción cristiana de San Agustín y Santo Tomás[12] y al enfoque ascético-místico de San Juan de la Cruz, Fray Luis de León y Santa Teresa de Jesús[13].

    Además, localizó en la literatura española a escritores con una visión existencial del mundo y asimiló la relación establecida por Quevedo entre amor y muerte, la concepción de la vida como sueño y como teatro de Calderón, la melancolía de Bécquer, la angustia modernista de Rubén Darío, la intrahistoria y el sentimiento trágico de la vida de Unamuno, la nostalgia de Antonio Machado, la búsqueda de la palabra esencial de Juan Ramón, la presentida tragedia personal de Lorca, la honda tristeza de Alberti, el drama universal de Aleixandre, la rabia contenida de Dámaso Alonso, la preocupación vital de Miguel Hernández y el desencanto personal y social que impregna, en general, la lírica de los poetas españoles a partir de la guerra civil[14].

    Sus intranquilidades lo arrastraron también a indagar tanto en el existencialismo desencantado de Kierkegaard como en el enfoque esperanzado de poetas cristianos como Francis Jammes y Paul Claudel, que lo atrajeron por su extraordinaria sensibilidad para poetizar sobre el ser humano, la naturaleza y Dios con versos transparentes, intensos y fervorosos.

    Esta indagación lo induce a convertirse, primero, en un estoico porque estaba seguro de que todo sucedía necesariamente y, ante la realidad, sólo cabía adoptar una postura serena. Pero la realidad que perciben sus sentidos no es inmutable y entonces se produce una fuerte conmoción en su espíritu ante la imposibilidad de obtener respuestas racionales a sus enigmáticas alteraciones. Este descubrimiento le resulta estremecedor porque le descubre su deficiencia intelectual y su incapacidad para traducir los misterios con los que continuamente se topa y, especialmente, con el problema de comprenderse que es su punto de partida para alcanzar a Dios y, posteriormente, entender el mundo.

    Sin embargo, su espíritu impetuoso y desconforme con las actitudes resignadas no pudo aceptar convertirse espiritual y socialmente en un ser insensible y, durante un tiempo, persevera en la esperanza de alcanzar sus anhelos adoptando una actitud raciovitalista. En la adopción de esta perspectiva mental se vio influido por la concepción autónoma del ser humano de Ortega y Gasset, cuya idea central aseguraba que el hombre puede influir de alguna forma en su existencia filosofando y actuando ante cuestiones que, por aparentemente inamovibles o por estar sujetas teóricamente a la razón, otros aceptan resignadamente.

    Pero la fracasada, aunque activa y comprometida, indagación de Jesús Delgado Valhondo provoca que adopte una postura agónica no exenta de angustia y recoja en su obra poética ese sentimiento trágico de ser humano perdido en la infinitud del universo y abrumado por una realidad enigmática. Tal misterio le provoca abundantes dudas que no logra desvelar sólo con su conciencia ni tampoco con la indiferencia de los demás ni con el mutismo de Dios.

    Esta situación lleva a Jesús Delgado Valhondo, hombre de un tiempo convulso que vivió apasionadamente, a participar de la corriente filosófica existencialista que, arrancando de Kierkegaard, impera en Europa durante el siglo XX y, en España, arraiga en Miguel de Unamuno, precursor del existencialismo filosófico. Tal hecho explica que Valhondo lo tome como guía para encaminar su obra poética, cuyo norte se encuentra en idénticas preocupaciones a las que plantea el rector salmantino en Del sentimiento trágico de la vida: la existencia es una lucha (agonía) que parte de la duda para llegar a la creencia. Pero este proceso no es lineal pues se encuentra lleno de altibajos emocionales, que producen una dolorosa angustia en quien indaga y lo obligan a reiniciar la lucha cíclicamente, convencido de que existe un ser superior que finalmente lo escuchará para recompensarlo por su empeño en comprender su condición humana y desentrañar su conexión divina.

    Sin embargo, Jesús Delgado Valhondo, a pesar de las coincidencias, se distingue de Unamuno en que centra sus reflexiones filosóficas no en el hombre teórico del rector («hombre de carne y hueso”, lo denominaba), sino en el hombre común de la existencia cotidiana que experimenta el dolor, la tristeza y la melancolía, que comprueba en sí mismo la arrasadora acción del tiempo y siente una necesidad imperiosa de encontrar a Dios como medio de calmar estas dolorosas sensaciones y atenuar el temor a la muerte con el consuelo de la inmortalidad.

    Pero además la filosofía de Valhondo, que se desarrolla principalmente a partir de su decepción en La montaña, tiene unos planteamientos relacionados estrechamente con la realidad social en la que se encontraba inmerso: la vida es una cárcel donde el ser humano está prisionero del misterio de la existencia por falta de capacidad intelectual y, lo que es aún peor, por la preocupante insensibilidad de sus semejantes ante la trascendencia de la vida o la necesidad de hallar a Dios para resolver los enigmas de la existencia o la erradicación de la violencia humana en el mundo. No es extraño que, ante esta nefasta actitud, Valhondo fuera adoptando gradualmente una concepción de la vida y del ser humano cada vez más triste y desencantada:

 

«Porque somos un tiempo a montones de siglos

con el dolor ganado a tropezón con Dios,

encerrado en la piel, como en la jaula el canto,

esperamos que un día nos deshaga la luz»[15].

    Así Valhondo, espoleado por la falta de atención al espíritu, primero busca a Dios dentro de su conciencia. Pero Dios se mantiene mudo y elude el contacto, a pesar de que el poeta es un ser humano que forma parte de su esencia divina: «Y Dios parece que no quiere / hablar conmigo o se le olvida»[16]. Mientras, se encuentra inmerso en el río de la vida, aparentemente siempre el mismo y, sin embargo, siempre distinto en un proceso incesante de vida-destrucción que le resulta angustiosamente paradójico, pues la vida nace de la muerte y ésta, a su vez, genera de nuevo vida y así sucesiva e infinitamente en un imparable pasar y renovarse. O también se siente pasajero de un fatídico tren que va dejando a los seres humanos abandonados en sórdidas estaciones, una vez que el tiempo los ha convertido en despojos y los entrega a la muerte: «Somos nosotros: simplemente. / -¡Pasajeros al tren!-. / Un tren que siempre marcha / dejando inquietas estaciones / al lado del camino»[17]. Finalmente, atrapado en esta realidad desgarradora, sólo le queda huir hacia sus orígenes donde espera encontrar el refugio y el descanso tantas veces anhelado: «Voy porque hay alguien / que me está esperando. / No sé quién es, / pero me está esperando»[18].

    En fin, aunque los fundamentos de las ideas filosóficas de Jesús Delgado Valhondo se encuentran en la tradición cultural, su profunda indagación consigue dotar de estos valores personales el contenido filosófico de su obra poética: Su capacidad de aglutinar todas las preocupaciones existenciales de la tradición filosófica occidental. La originalidad de exponerla a través de la expresión lírica, a pesar de la dificultad intelectual que, en su misma esencia, guarda la explicación de los pensamientos filosóficos. La forma de presentar sus preocupaciones existenciales por medio de una expresión cálida, natural y trascendente con una marcada capacidad implicadora, aunque los razonamientos filosóficos se caracterizan por su dificultad intelectual, rigidez expositiva y escasa creatividad. El protagonismo que adquiere en su obra poética el hombre cotidiano y no el metafísico de los grandes pensadores, un ser artificial y moldeable que, en ocasiones, les ha servido para encajar sus ideas eludiendo grandes interrogantes. Y su perseverancia en tratar el tema existencial desde el principio al fin de su obra poética y en ser uno de los pocos casos en la historia literaria española de obra centrada en un tema unitario, que es tratado de una forma coherente, constante y profusa.

 

    CONCEPCIÓN RELIGIOSA

    El mismo Jesús Delgado Valhondo declaró sin ambages su fuerte concepción religiosa, cuando le preguntaron sobre este asunto: “Soy muy religioso y mi familia también. Mi madre era terciaria franciscana y mi hermana murió a los 40 años con una fe tremenda. Yo he tenido temporadas alejado de la Iglesia […], pero siempre he sido profundamente religioso, cuando se proclamó la República, me encontraba en Santa María la Mayor de Cáceres. Todo hombre es religioso y todo el que medita se hace creyente; en esto me pudo influir mi enfermedad infantil. Yo he sido siempre un cristiano-base con una postura crítica»[19].

    La concepción religiosa de Valhondo (al contrario de su cosmovisión filosófica) se encontraba apoyada en los sencillos razonamientos de un hombre cualquiera: «Siempre me he fijado en la creación del hombre, que es un soplo de Dios, no cabe duda. Es parte de Dios. Todo hombre es Dios, porque le dio el espíritu, su soplo de vida, una parte suya. Dios es la historia de mi vida. Lo busco como busco a mi vida»[20]. Esta relación ideal con la divinidad fue su guía mientras creyó que todos los enigmas debían tener un sentido universal. Pero pronto se convertirá en una tabla de salvación cuando el mundo y el ser humano dejan de ser puntos de referencia válidos para entender los misterios de la existencia y comprenderse él mismo. Este cambio de perspectiva lo obligó a dirigir sus preguntas a Dios, cuando sintió la necesidad de buscar respuestas a su estremecedora fragilidad y a las múltiples interrogantes que le planteaba la presión de la existencia.

    En un principio, el medio que Valhondo empleó para plantear sus preguntas a Dios fue la religión oficial. Pero poco a poco se fue decepcionando, porque las soluciones ideales de la institución eclesiástica y de sus representantes no sólo no calmaban su espíritu, sino que aumentaban su angustia. Por este motivo, su religiosidad empezó a no coincidir esencialmente con la institucionalizada y de ahí que no intentara acceder a Dios a través de ritos instituidos sino directamente por medio de su conciencia, sin intermediarios, porque había llegado a la conclusión de que Dios estaba dentro de cada ser humano:

    «Cada uno tiene un dios particular. Dios puede ser un amigo y puede ser un hombre que viene del trabajo. En la Biblia se dice que el hombre es Dios hecho a su imagen y semejanza»[21].

    Además, la falta de eficacia de la institución eclesial en sus respuestas a preguntas esenciales y su propensión a la apariencia lo hicieron adoptar una postura crítica cercana al erasmismo, que exigía menos boato y más sinceridad en las prácticas religiosas. El ser humano para Jesús Delgado Valhondo debía adoptar una actitud comprometida ante la existencia como Jesucristo que, aunque pudo eludir su responsabilidad, tuvo el valor de enfrentarse a su doloroso sacrificio. El hombre debía aceptar su compromiso humano y espiritual y no refugiarse en la apatía religiosa ni en la intrascendencia del materialismo, porque nunca logrará conocerse ni hallará respuestas ni sentirá la satisfacción de la lucha por su dignidad.

    No obstante, la religiosidad de Jesús Delgado Valhondo, aunque natural y sencilla, tuvo unos soportes intelectuales. El primero se sitúa en la tradición ascética española donde encontró respuestas a sus deseos de perfección, cuyo interés se centraba en la limpieza y el fortalecimiento del espíritu en un ambiente presidido por el silencio, la soledad y la meditación desde donde acceder a Dios: «En Semana Santa, cuando hay una procesión en la calle, se realiza una representación del drama íntimo y profundo de la humanidad. Y hay que entrar en escena. Que estamos invitados a coger la cruz. Porque estamos viviendo más que nunca en Dios para crecer espiritualmente, que es una hermosa manera de crecer»[22].

    De ahí que, en su vida cotidiana, asistiera a cursillos de cristiandad y a ejercicios espirituales y, en su poesía, se materialicen sus deseos de perfección ascética en su libro Las siete palabras del Señor o en la forma de montaña que tiene su obra poética. Su concepción de la existencia tenía el perfil gráfico de una empinada cuesta que debía subir trabajosamente hasta alcanzar la cima, en la que esperaba encontrar a Dios para calmar sus dudas terrenas y colmar sus anhelos eternos.

    El otro soporte de su religiosidad se localiza en la mística española y en su objetivo de entrar en contacto con la divinidad. Así, en un primer momento, buscó a Dios anhelantemente. Después, de una forma angustiosa. Y, con el paso de los años, más equilibrada y reposadamente. Aunque esta actitud no estuvo exenta de un sutil escepticismo, pues la última etapa mística, la vía unitiva, le resultó frustrante porque Dios se le escapaba cuando creía tenerlo al alcance de la mano: «Después, abro la puerta, / me suelta Dios, se marcha. / Yo ando por las calles / buscándolo. Son vanas / las vueltas que le doy / a la ciudad soñada. / Si alguna vez lo veo / va lejos, se me escapa»[23]. Esta situación lo llena de tristeza y desesperanza, porque Dios no le proporciona respuestas a sus preguntas ni solución a su desamparo ni calma a sus temores, que cada vez se le hacen más agudos en su soledad espiritual.

    Además, esta frustración lo lleva a padecer frecuentes incertidumbres religiosas y a establecer una relación tempestuosa con Dios, cuyos silencios lo obligan a entablar una angustiosa relación unidireccional en la que su compromiso cristiano de hombre trascendente lo arrastra a debatirse constantemente entre la fe y la razón:

    «Yo tengo un soneto titulado precisamente así ‘La duda’, donde se habla de esos pasos que vas a dar y no sabes si hay un escalón o un abismo, o tienes que levantar el pie porque el escalón es alto»[24].

    A su tremenda desorientación contribuyeron contradicciones que le resultaron insufribles como saberse parte de la divinidad y, sin embargo, tener una naturaleza mortal, estar situado en el mundo y no disponer de capacidad intelectual para entenderlo, anhelar el contacto con Dios y empecinarse en su silencio. Como comprueba que no existe solución posible, su búsqueda de respuestas concluye en un estremecedor fracaso, que lo convierte en un solitario incapaz de comprenderse y, en consecuencia, de llegar a la divinidad. Ante esta certeza sus preocupaciones sobre el paso del tiempo y la muerte se convierten en angustiosas.

    Por tanto, la religiosidad de Jesús Delgado Valhondo es el resultado de la meditación y la reflexión en sus circunstancias espirituales, con las que teje un conglomerado de vida y poesía que conforma la profundidad de su Poética: «Yo soy un hombre religioso, sí. Creo que cada poema es una especie de oración»[25]. De ahí que en su poesía exista una religiosidad arraigada y realmente sentida:

    «Poesía es lo que destila un corazón cuando la mano de Dios lo aprieta»[26].

 

    PERCEPCIÓN DEL PAISAJE

    La mejor muestra de la espiritualidad de Jesús Delgado Valhondo es su concepción sobre el paisaje de su tierra, porque en ella se reúnen, traducidos líricamente, los aspectos fundamentales de su cosmovisión filosófica (ya comentados) y de su concepción religiosa (observación, silencio, meditación, asombro, religión): «Mi pasión por la tierra es y fue tal que la he visto hacerse hombre y a la tierra hombre en el hombre, en el campesino»[27].

    El paisaje tuvo un sentido trascendente para Valhondo, porque es el lugar donde nace el ser humano, enraíza su existencia y descansa finalmente[28]. Además, sintió una especial atracción por el paisaje, porque era el medio donde establecía su relación espiritual con Dios a través de la contemplación de la naturaleza y de los seres que la habitaban: «Al cronista le gusta sentarse en el suelo, escuchar su llamada, meter las manos entre la tierra, entre la arena, para sentirla más cerca. Es una atracción, más que de fuerzas físicas o gravitatorias, de sentido espiritual. Es que recuerda uno que allá, a lo lejos, en el principio del tiempo en la sangre, nos hicieron de barro, de arcilla, vasija para contener el alma. El soplo de Dios»[29]. Así el paisaje era para Valhondo el alma de la tierra y el mejor ladrón del corazón humano. Por eso iba con frecuencia al campo, a contemplarlo y escucharlo, a sentirlo física y espiritualmente, a oír crecer la hierba e incluso a observarlo con prismáticos y lupa. Además, el campo era un lugar de reflexión donde se encontraba más profundamente a sí mismo y la soledad se le hacía coloquial. No es de extrañar, por tanto, que su lápida tenga esculpida esta leyenda: «Ya soy tierra extremeña».

    A través de la contemplación de su paisaje, Jesús Delgado Valhondo entendió que el cuerpo del ser humano es tierra de un determinado lugar, del que es dependiente porque influye con fuerza en su carácter y en su ánimo a través del colorido, el clima y sus transformaciones. El paisaje sin avisar se apodera de su espíritu, al que moldea, alimenta, da vida y atrapa para siempre en ese lugar donde tiene sus raíces. De tal forma que, cuando se aleja de él, experimenta un nostálgico destierro y un imperioso deseo de regresar a su paisaje cuando se siente morir para que lo entierren en él:

    «La vuelta a la naturaleza es una vuelta también del hombre que vivimos cotidianamente, hacia lo que fue. Se huye de la ciudad para ganar la gran batalla de sus instintos»[30].

    Tanto preocupó a Jesús Delgado Valhondo conocer su tierra, que indagó con avidez para descubrir su esencia, su idiosincrasia, hasta llegar a la siguiente conclusión: Extremadura es una unidad de tierras, una personalidad, una hermosa nación, una mentalidad, una filosofía, una manera de ver la vida y el mundo: «Extremadura es un espíritu que sólo se aprehende cuando se ha leído a sus autores y se ha escuchado a los hombres y mujeres de los pueblos»[31]. Por esta razón se sintió preocupado porque no hubiera suficientes libros de escritores extremeños en las bibliotecas de la región y consideró al pueblo una fuente de inspiración de primera mano, porque de él había surgido la danza y la canción y de éstas el arte y la ciencia, de tal manera que el pueblo es el único lugar donde se puede encontrar la Extremadura auténtica.

    Este conocimiento profundo de su tierra lo llevó a recomendar el paisaje a padres y maestros como libro en el que el niño podía cimentar su cultura, amar a su tierra y conocerse. También invitaba a que la enseñanza de Extremadura se rociara con una buena dosis de poesía, que suscitara la atracción por la tierra hasta el punto de vivificar el espíritu del extremeño: «Nuestro campo es panacea espiritual» afirmó. De ahí la mezcla de realidad y lirismo, que se detecta en la descripción de su paisaje, y el hecho de que él mismo encontrara su máxima inspiración en medio del paisaje sentado debajo de una encina en pleno mes de agosto, mientras meditaba observándolo.

    La Extremadura clásica, castiza y eterna, para Jesús Delgado Valhondo, era la que se situaba entre el Tajo y el Guadiana, los dos ríos que ejercen una notable influencia sobre la tierra y sobre el extremeño. No en vano el hombre tiene un nacimiento, un recorrido y un final como el río, es decir, entre ambos existe un parentesco espiritual. Además, los ríos inciden materialmente sobre la tierra, porque su agua le da vida, la hace fructificar y la ayuda a renacer cada año.

    El Tajo fue para Valhondo «un río cargado de secreta nostalgia. Templa su agua -acero, a veces; otras, cielo hondo- entre canchales agudos donde canta -y se silencia- y se virtualiza»[32]. El Guadiana era su contrapunto y, a la vez, su complemento pues «ya demuestra su coquetería femenina en ese aparecer y desaparecer, en ese asomarse y ver y esconderse para reír, trae historias y leyendas a Extremadura de lagunas y de huertos, de margaritas y pies desnudos entre juncos, de culebras al calor»[33]. Fortaleza y placidez, características de los dos ríos de Extremadura, son precisamente los dos extremos del espíritu del extremeño, que moldean su carácter rudo y afable, árido y humano como la tierra extremeña, unas veces, dura y, otras, generosa.

    La Extremadura auténtica para Jesús Delgado Valhondo era la de la encina, el olivo, el trigo, las dehesas, el clima «que besa o castiga denodadamente»[34] y la del tiempo que pasa lentamente en silencios palpables, donde el ser humano encuentra más lúcidamente su soledad, cuando se siente en comunión con el paisaje:

    «Extremadura es una ‘soledad sonora’ que hay que oírla, pasarla por el corazón y transcribirla con sangre»[35].

    Pero Extremadura no era sólo tierra porque, habitando su paisaje, se hallaba el hombre extremeño, curtido por su clima extremo de fríos inviernos y sofocantes veranos que, paradójicamente, le ha aportado fortaleza espiritual: «Hecho el cuerpo de tierra extremeña, el alma impregnada y presionada por paisaje extremeño, su sangre de historia fecunda y madura, dan un hombre de recia personalidad y de pura varonía»[36]. Y, al lado de la hombría del extremeño, Valhondo situaba la feminidad de la mujer extremeña, contraste del hombre y, a la vez, complemento lírico, tierno y virtuoso, en la que encontraba «una inagotable cantera espiritual»: «La mujer es, ante todo, casa con luz encendida, madre desde que nace, suspiro hondo de la tierra, manantío de vida, oración y flor, sueño lírico del hombre, oído del mundo, corazón fecundo de la Humanidad»[37].

    La concepción, que Jesús Delgado Valhondo tenía del paisaje al final de su vida, conformaba una idea física y espiritual denominada Extremadura en cuyo ámbito se sentía hermanado con el resto de los extremeños en un todo donde se confundía paisaje y ser humano:

    «Extremadura está en mí más que nunca, cuando paso a paso más me vuelvo tierra extremeña para hacer verdad aquello de que ‘Extremadura soy yo’ y soy Extremadura en cada uno de vosotros, porque Extremadura somos nosotros, sus habitantes, sus hombres y sus mujeres»[38].

    El paisaje para Jesús Delgado Valhondo, por tanto, no era un tema sobre el que poetizar sino el marco sentimental sobre el que se afianzaba su origen, sus sentimientos más íntimos y sus preocupaciones más inmediatas. Esta es la razón de que el paisaje más sentido fuera el más enraizado en su origen y tuviera como orgullo ser extremeño y nacer en Mérida y de que experimentara una honda intranquilidad por la alteración que su fisonomía iba sufriendo ante el empuje del progreso: «Mérida tiene un padecimiento gravísimo, que se muere de joven»[39]. Además, el sentido trascendente de su concepción del paisaje lo llevó a insistir en la necesidad de cuidarlo con mimo, adelantándose de esta manera varias décadas a los sentimientos ecologistas[40].

    Esta enraizada concepción explica que muchos de los títulos de sus poemarios sean pinceladas del paisaje: Hojas húmedas y verdes, Canas de Dios en el almendro, La vara de avellano … Además, su observación y comunión con el paisaje la recogió en un largo poema, “Canto a Extremadura”, que es una exaltación de la naturaleza extremeña plasmada no sólo en el contenido de sus poemas sino también en sus títulos («Castillo», “Olivar”, «Encinas», “Trigal”, “Viñas”, «Guadiana» …).

    “Canto a Extremadura”

El origen de este poema jubiloso se halla en la preocupación que Jesús Delgado Valhondo tuvo por el atraso de su región pues, a pesar del esfuerzo realizado por los extremeños, no progresaba por la falta de agua: «Se nos iba la sangre del alma tan temprano, / se nos iba la vida sin darnos casi cuenta / y moría de sed la tierra y era vano / el esfuerzo del hombre con nervios de tormenta»[41]. Pero esta penuria se convierte en esperanza de redención de su tierra y de su gente, cuando el Plan Badajoz (1956) convierte el agua en una realidad milagrosa y ve a los extremeños dignificados por medio del trabajo: «Ya el campo tiene agua, nacen pueblos hermanos, / suenan campanas en el cielo extremeño / los hombres han sabido dónde tienen las manos / para hacer nueva patria en un gigante empeño»[42].

En 1956, el ayuntamiento de Badajoz convoca unos Juegos Florales y Jesús Delgado Valhondo se anima a elaborar este poema como medio de difusión de unos sentimientos que, sobre su tierra, tenía en mente desde hacía años esperando el momento oportuno de darlos a conocer. Con esas emociones maduras conforma la primera parte (desde el comienzo al poema «Ciudades», incluido) y, por este motivo, esta parte se nota más elaborada, sin apenas tópicos y con extraordinarios hallazgos líricos:

 

«El jabalí es la roca que su fuerza desvela.

El conejo es el pálpito de la hierba mojada.

El águila es montaña que se desprende y vuela.

El lobo es el ladrido de noche a madrugadas»[43].

    Luego compone la segunda parte (desde el poema «Nueva Extremadura» hasta el final) atendiendo a los condicionantes y a los plazos del concurso. De ahí que esta parte tenga un tono circunstancial, se note menos elaborada, sea más prosaica y contenga alguna concesión a la ideología de la época: «Cuando la Patria dijo, ‘Necesito tus hombres, / necesito tu sangre, necesito tu entraña’, / todos fueron a una sin conocer sus nombres / a colocar el hombro para elevar a España»[44]. Finalmente, Valhondo presenta el poema con el título de «Cantando a Extremadura. Cielo y tierra» al certamen mencionado y gana el primer premio[45].

    El «Canto» es un poema circunstancial, cuya protagonista es Extremadura. No se encuentra formalmente estructurado en partes, pero en su configuración se distinguen dos planos complementarios: El temporal, que oscila entre el pasado histórico de Extremadura y su presente alentador[46], y el espacial que se bifurca en la descripción de la realidad física (paisaje) y de la humana (gente). Además, ambos planos se enfocan desde una doble perspectiva con dos vertientes: religiosa y guerrera, mística y mítica.

    Atendiendo a su pulso lírico, el «Canto» se puede dividir en tres partes: 1ª) Desde el comienzo hasta el poema «Cuadros», donde predomina un contenido místico. 2ª) Desde «Tajo» a «Ciudades», donde se agrupan los poemas con sentido mítico. 3ª) Desde «Nueva Extremadura» al poema final, donde se concentran los lugares comunes.

    El «Canto a Extremadura» consta de ciento ochenta y cuatro versos distribuidos en quince poemas de doce versos cada uno (excepto el primero que tiene dieciséis), que se agrupan en tres estrofas (en cuatro el primero), cuya medida (catorce sílabas) y rima (ABAB, consonante[47]) dan como resultado tres serventesios alejandrinos (en el primero, cuatro) divididos en dos hemistiquios de siete sílabas cada uno.

    Estas características formales, unidas a su tono lírico y elevado, hacen que el «Canto a Extremadura» adopte una configuración de oda, caracterizada por el ritmo marcial de los hemistiquios isosilábicos de los extensos alejandrinos, la rima alterna de los serventesios, la frecuencia repetitiva de la misma estrofa y el ímpetu esperanzado del poeta, que se muestra a través de imágenes sensoriales:

 

“Álamos, pinos, robles. Y jaras y tomillos

y hueco de la roca y el agua desatada

y la sencilla hierba y los berros sencillos

y soledad sonora en la tierra labrada “[48].

    Además, el «Canto a Extremadura» no es una simple descripción plástica, pues el poeta utiliza una técnica cinematográfica que imprime a las secuencias una dinámica continuidad. Comienza con una toma panorámica desde un castillo, después baja a las tierras de labor, enfoca la lejanía, toma un primer plano de los ríos, entra en los núcleos urbanos, realiza una vista general de la nueva tierra transformada por el agua, describe a su gente y termina con un primer plano de la Virgen de la Soledad como queriendo insinuar que todo existe en función de un sentido divino, cuya trascendencia le imprime una profunda emotividad a la reflexión del poeta: «Cielo y tierra: Paisaje. Mi corazón mendiga / el surco del otoño como grano de trigo, / quiero quedarme toda esta enorme fatiga / en el milagro hermoso de morirme contigo»[49].

    Los recursos estilísticos empleados son una de las virtudes del «Canto». Se materializan en imágenes creativas («niña / que vive de la sangre de un corazón de tierra»), metáforas sugerentes («Ciudades que son sueños de siglos en la historia»), símiles sugestivos («como si fuese sangre sin encontrar sus venas»), construcciones de carácter épico (“Este Tajo extremeño que tiene a Garcilaso / metido entre su alma») y, sobre todo, en la abundancia de anáforas («o ha nacido del polvo […] / o ha nacido de tierra […] / o ha brotado […]»), polisíndetos («y la luz de unas manos […] / y amarguras de sombras») y asíndetos («Álamos, pinos, robles») como recursos intensificadores.

    Formalmente, el «Canto» tiene modelos lejanos en los alejandrinos del Mester de Clerecía y en el Rubén Darío de Azul y el soneto «Caupolicán». También tiene ecos cercanos en el tono impetuoso del poema “Compuerta” de El miajón de los castúos de Luis Chamizo.

    Aunque el «Canto» se hace tópico en los cuatro últimos poemas, el resto contiene un ímpetu sostenido, original, sin lugares comunes y con auténticos aciertos líricos, donde Jesús Delgado Valhondo se presenta con un sincero sentimiento y una extraordinaria creatividad, que es resultado del conocimiento profundo del paisaje y del alma extremeña:

 

«Yo no sé si la encina ha nacido de roca

o ha nacido del polvo que levanta el rebaño

o ha nacido de tierra seca, caliente y loca,

o ha brotado en la siesta o es un dolor extraño»[50].

 

    CLAVES DE SU MUNDO POÉTICO

   La visión lírica del mundo que tenía Jesús Delgado Valhondo se encontraba íntimamente conexionada con una serie de conceptos existenciales, que se localizan en la base de la trascendencia humana, espiritual y literaria de su obra poética y se relacionan con la actitud que adoptó ante la realidad y los acontecimientos vividos.

    El dolor

    Es el primer concepto fundamental que arraiga en su ánimo por su temprano encuentro con él: «A los siete años sufrí mucho. Una huella imborrable»[51]. No obstante, superada su enfermedad, aprende a encontrar su lado positivo y piensa que el dolor es necesario para el alma y para el cuerpo, porque no hay hombre completo si no ha experimentado la amargura de la pena y la dulzura de la melancolía:

 

«‘El dolor se hizo placer

el placer se hizo dolor,

se fundieron en mi pecho

en forma de corazón'»[52].

    Por tanto, el dolor adquiere en Valhondo un sentido trascendente, pues lo concibe como un medio de fortalecimiento espiritual: «El hombre que no ha pasado por el sutilísimo tamiz del dolor, es hombre que tiene su espíritu sin cultivar»[53].

    Sobre el sentimiento opuesto, la felicidad, pensaba que sólo era una ilusión y, como el hombre vivía de ilusiones, el hombre vivía de felicidad incluso dentro del dolor. No obstante, en la práctica sus múltiples intranquilidades lo convirtieron en una persona espiritualmente dolorida: «A quien no se le puede pedir que hable de alegría es a los poetas […] andan mal enterados del bolsillo donde está la alegría […] Quien no la tiene es porque no quiere. O porque el bolsillo no está en el espíritu, sino en el dolor de la chaqueta […] La alegría quita preocupaciones ¿Qué sería un mundo sin preocupaciones?»[54]. De ahí que estuviera convencido de que la felicidad no existía ni siquiera teóricamente y, por este motivo, la poesía sólo podía tratar temas tristes.

 

    El silencio, la soledad y la meditación

    Son tres conceptos, que aparecen juntos en la época de dolor sufrida por Jesús Delgado Valhondo: «Amo el silencio desde el día que me quedé solo», declaró[55]. Desde ese instante, cuando necesitaba estar en silencio, se apartaba del bullicio a un lugar recogido donde, instalado en su soledad interior, meditaba con mejor perspectiva sobre los hechos y se acercaba más a la comprensión del mundo, de los demás y de las cosas para poetizarlas e imprimirles personalidad y vida.

    Por esta razón se vio conmovido por los muebles viejos, entre cuyas grietas encontraba gestos, miradas y palabras de las personas que cohabitaron con ellos y en ellos dejaron trozos de su existencia y de su espíritu. También Valhondo se sintió atraído por el ambiente silencioso y enigmático de las ruinas, donde veía impresa una herencia histórica que les imprime la solera de siglos, de sus orígenes y de sus antepasados (el artista, el místico y el guerrero):

 

«Alguien estuvo en este mismo sitio

que ahora ocupo.

Noto su vacío suceso rodeándome.

Acaricio lo que todavía queda

del cuerpo del hombre de la historia.

Tiene peculiar forma y manera de existir»[56].

    A tanto llegó su atracción por el silencio que se atrevió a asegurar: «Lo más bonito que hay en Madrid son los cementerios, que tienen un silencio especial»[57]. No obstante, Valhondo advertía que era necesario aprender a escucharlo porque había silencios distintos: «Quedarse uno en la catedral. Solo. Rasgar las sombras. Fuera sentir un caos de seres humanos que se arrastran por la ciudad. […] El circo. Redondo silencio. El trapecio descansa sobre brazos invisibles de miradas llenas de angustias y ansiedades»[58].

    La soledad para Jesús Delgado Valhondo fue un medio de independencia, porque lo ayudaba a aislarse de las circunstancias, y de autoconocimiento, pues le permitía ahondar en su conciencia. Pero también fue un motivo de preocupación, cuando pensaba en la dramática soledad que iba a sentir en el momento de su muerte, y de lucha porque desde su soledad podía defender su autonomía personal: «Todo hombre que sea un verdadero hombre debe aprender a quedarse solo en medio de todos, a pensar en él sólo por todos; y a estar, en caso necesario, contra todos»[59]. Además, con la soledad fortalecía su alma para no encontrarse indefenso ante la muerte pues, de lo contrario, sólo podía concebirla como finitud y destrucción: “la soledad es la fuente de todos mis bienes […]. Como consecuencia he sentido siempre un gran interés por conocerme a mí mismo”[60].

    La meditación fue consecuencia de la atracción que Valhondo sintió por el silencio y la soledad. Por medio de la meditación dialogaba consigo mismo y, en el silencio proporcionado por la soledad, aprendía a desentrañar los misterios de la condición humana, a encontrar la palabra justa cuando necesitaba difundir sus emociones y a observar la realidad para aclarar sus enigmas: «Sin observación, sin conversación, sin amistad con las cosas, no solamente no hubiera habido progreso, ni siquiera conocimiento, ni siquiera razón»[61].

    No obstante, la meditación también fue un ejercicio mental con el que Jesús Delgado Valhondo sufrió fuertes intranquilidades, porque ese viaje al centro de su propio ser le descubrió sus imperfecciones y le indicó lo lejos que se encontraba de conocerse a sí mismo y de alcanzar su anhelo de llegar a Dios y a los demás.

   

    La pena, la tristeza y la melancolía

    Son el resultado del sentimiento de fragilidad sentido cuando niño, que lo arrastró a la tristeza y a que incluso sus buenos momentos estuvieran impregnados de la penosa provisionalidad de quien se sabe fugaz y caduco. Tal estado se manifiesta en Valhondo a través de una perenne melancolía, cuya latente turbación lo convirtió en un hipocondríaco y motivó que, a veces, deseara la pena: «… ¿Acaso será … ¡Dios mío! / que yo quiera hacerme eterno?, / porque yo noto que estoy / con tanta pena, contento»[62].

    Con el paso del tiempo estos conceptos se encontraron tan arraigados en él, que llegó a concebir una teoría sobre la conexión espiritual entre la tristeza y la pena: “La tristeza […] se alimenta de resignaciones, pereza, heridas, recuerdos de tiempo pasado, del atardecer, del llanto contenido y hasta de renuncias. […] La pena es comunitaria. La tristeza, no. La pena pasa o se cura. La tristeza queda. Es como una enfermedad crónica. Se llama hipocondría»[63].

    La tristeza, por tanto, es un revulsivo necesario para el ser humano, pues con ella forja su espíritu y traduce la voz de su conciencia, mientras que la pena se puede olvidar con el paso del tiempo. De ahí que Valhondo, experto en sentir ambas emociones, recomiende evitar la pena y, sin embargo, aliarse con la tristeza para fortalecer el espíritu: «[…] Cantemos nuestras penas para que se nos vayan volando como palomas al pinar. Y a la tristeza conllevémosla para que nos mueva el ánimo y nos ayude a los trabajos del alma»[64].

    Sin embargo, la mezcla de estos trastornos emocionales con su creatividad poética será clave para comprender su concepción vital y su poesía. Como poeta melancólico se hallaba más aferrado a la existencia que una persona común, porque sentía con más intensidad su peso y alcanzaba más fácilmente la sensibilidad lírica y el decir inefable que lo distinguió del hombre cotidiano:

 

“Nos encontramos con quien nos esperaba

en la puerta de la melancolía

velando el ritmo

donde no sabemos cuándo estuvimos

solos. Sencillamente unidos”[65].

 

    El asombro ante el misterio

    Jesús Delgado Valhondo era consciente de que, a pesar de sentirse insignificante en el concierto del universo, formaba parte de la grandiosidad con que Dios lo había creado. Esta certeza lo convierte en un ávido observador de su entorno, cuya contemplación lo nutre espiritualmente y lo hace vivir en una continua sorpresa ante el misterio de la existencia: «El hombre necesita del misterio y del milagro cotidiano para poder seguir viviendo de rentas espirituales»[66]. La búsqueda de asombros sostuvo su esperanza, porque el misterio bien asumido lo confortaba ayudándole a descifrar pequeños secretos. Por esta razón, pensaba que el poeta cumple una función clarividente cuando le pone nombre a lo que no lo tiene y, sobre todo, cuando trata de comprender al ser humano, que es el mayor misterio.

    Para Valhondo, el asombro fue la emoción de su vida, porque le otorgaba la capacidad de ir construyendo su existencia conforme su perspicacia intelectual le permitía resolver enigmas, descubrir día a día algo nuevo del mundo y explorar su espíritu como si se tratara de un terreno virgen, donde degustar los hallazgos como un moderno descubridor. Además, concibió estos descubrimientos con un sentido trascendente, porque entendía que por ellos el hombre medía su profundidad de vida, ponía a prueba su compromiso de ser humano y mostraba que estaba vivo, que era.

    Tanto fue su interés por el misterio que incluso la vida de los minerales y de las piedras atrajo poderosamente su atención: «‘Vive’ la piedra. Se mueve en un proceso de cristalización», aseguró[67]. Sin embargo, aunque su afán por desentrañar misterios aumentó su capacidad de asombro y su poesía ganó en lirismo, llega un momento en que le resultan enigmas insondables porque, en un principio, su búsqueda de asombros la encaminó a convivir con los misterios de la realidad, pero más tarde también intentó resolver racionalmente tres grandes misterios (Dios, tiempo y muerte). Como le resultaron irresolubles, se vio invadido por una profunda decepción:

 

«Todas las cosas se quedan,

de pronto, tras de la esquina.

Dios en la noche se duerme

como un mar de agua limpia»[68].

 

    El tiempo y la muerte

    Son dos conceptos íntimamente relacionados en Jesús Delgado Valhondo, porque es consciente de que el primero lo arrastra inevitablemente hacia el fin no sólo de su vida física sino también espiritual. Por tanto, la muerte no supone únicamente la destrucción de su cuerpo sino además (y es el hecho que más le preocupaba) la extinción de su conciencia y, por tanto, de la esperanza de inmortalidad.

    Además, el tiempo le provoca la necesidad urgente de desentrañar misterios antes de que se le agote y, como sufre constantes fracasos, se angustia con frecuencia pues cada uno de ellos le resta un tiempo del que no volverá a disponer. De ahí que en la poesía de Jesús Delgado Valhondo la angustia vaya creciendo conforme menos tiempo le quede y se haga especialmente dramática cuando sea consciente de que, por edad y achaques físicos, realmente se le estaba agotando sin posibilidad alguna de alargarlo, mientras los grandes misterios le resultaban tan patentes como al principio de su búsqueda.

    También, el tiempo no sólo agota su vida, sino que, paralelamente, va borrando su pasado y logra que sus recuerdos queden cada vez más lejanos, de tal forma que llega a un punto donde se siente sin referencias de su identidad original. La existencia vista así supone, para Valhondo, una realidad angustiosa sobre todo cuando advierte que la vida debe generar más vida y, sin embargo, se traduce en un simple descuento de tiempo que supone destrucción, porque para que otros existan él tiene que extinguirse. De ahí que titulara el poemario que consideraba su primer libro, El año cero, es decir, el punto de partida de un tiempo que se le empezaba a descontar.

    Por esta razón, aunque intenta llegar a Dios por varios caminos (su conciencia, el paisaje, el hombre) para obtener una respuesta al enigma del tiempo, siempre se topa con su silencio y el misterio de la muerte lo desorienta hasta el punto de adoptar una postura escéptica, que lo lleva a dudar de que fuera un paso hacia la inmortalidad pues, sin la esperanza de Dios, suponía un salto a la nada:

 

“Hombre que solo soy

cuerpo de no sé dónde

olvidado y atrás.

Y como todos voy

a una luz que me esconde

para siempre jamás”[69].

    Finalmente, Valhondo encuentra como solución ante la muerte la fortaleza de su espíritu para aprender a degustar cada instante y llegar fortalecido a ese momento crucial que, así planteado, no tenía por qué ser un paso traumático sino una liberación para acceder a la inmortalidad: “Morir (pensad que delante tenemos al Cristo de la Buena Muerte) es el acto más importante y definitivo que hacemos los hombres. Sólo, para ganar esta muerte, esta gran muerte, con dignidad, deberíamos estar preparándonos toda la vida»[70].

 

    La educación

    La trascendencia con que Jesús Delgado Valhondo concibió la educación es una muestra más del enfoque espiritual que imprimió a su existencia. En una época cuya pedagogía era la rigidez de «la letra con sangre entra», pensaba que la educación debía tener mucho de poesía, de gentileza, de respeto, de meditación y de cuidado extremo con el espíritu de los niños, los futuros hombres.

    Para Valhondo la primera norma que debía figurar en un programa de educación era que el niño se familiarizara con su entorno natural. Por este motivo el niño debía conocer su pueblo, su provincia, su región, su país y, como consecuencia, el mundo a través de una vivencia sensorial y emotiva, que lo llevara a apreciar el silencio del campo, sentir su soledad, conocer los elementos de la naturaleza y amar la tierra a la que pertenece:

    «Cuando el hombre que ha vivido en un determinado lugar sale de él por primera vez, se siente desterrado. Algo está tirando de él. Algo ha quedado atrás que no es precisamente la familia, la finca o el ganado. Eso que cuando niño se le metió en el alma y ahora está precisamente señalando: el paisaje»[71].

    La educación así concebida tendría, a través de la enseñanza, una importancia capital en la formación del niño por ensanchar su espíritu y transformarlo en un ser más culto, libre y digno. Por este motivo Valhondo pensaba que la enseñanza debía ir dirigida más al espíritu que al cerebro, porque el deseo de enseñar y aprender surge en el ser humano por la necesidad de conocerse y ensanchar sus límites anímicos. Es decir, un buen programa educativo debía educar para la vida creadora del ser y no para la existencia artificial del tener.

    Estas ideas avanzadas (las expuso en los años 60) hoy gozan de una fresca vigencia, porque en ellas intervino el alma de un poeta, que puso el espíritu por delante de fines estrictamente académicos, ideológicos o crematísticos: «Bien pudiera ser el libro un medio eficaz de solidaridad entre los hombres. Por lo pronto es un medio bueno para dialogar. Y cuando el hombre empieza a dialogar, se humaniza. Y cuando el hombre se humaniza, ama. Y está salvado»[72].

    La palabra

    Fue un concepto con el que Jesús Delgado Valhondo libró una dura batalla, porque era el único medio reflexivo del que disponía para descifrar el misterio de la realidad. De ahí que le preocupara sobremanera encontrar el término justo para descubrir recursos lingüísticos que lo ayudaran a decir exactamente lo que captaban sus sentidos: «[La palabra] Me ha preocupado siempre mucho. He querido arrancarle al silencio el sonido justo, cabal, castizo que me diese la palabra. […] Expresar la idea escrita con sangre en el cerebro […], con palabra inteligente, con palabra luminosa, genial, con palabra-espíritu. Las palabras del corazón»[73].

    A Valhondo le intrigó la palabra porque deseaba conocer lo que hay «tras su cáscara de letras», donde se guardan pensamientos, ideas y concepciones del mundo que existen vírgenes en el alma. También necesitaba la palabra para trascender la muerte en la inmortalidad de su voz:

    «El día que encuentre las dos o tres definiciones que busco […] me importaría menos morirme. Porque sería yo mi palabra. Y la palabra queda siempre latiendo en el cielo como estrella invisible y sonora. Y dentro de ella mi mundo»[74].

    La búsqueda de la palabra, sin embargo, requiere ser poeta, es decir, ser humano con capacidad espiritual para escucharla en el silencio, donde la poesía de Dios se manifiesta en sutiles tonos, melodías y ritmos. Así la palabra, unida al silencio, da como resultado la poesía que es una indagación reflexiva para desentrañar los enigmas de la realidad y alcanzar los deseos imperantes de realización propia: «Me ha entusiasmado la palabra en sí. La palabra como fruto. La palabra como sonido. La palabra como función social. La palabra como creación de mundos. La palabra como creación poética. La palabra como oración, … como testimonio, … como dios. El Verbo»[75].

 

    La poesía

    Fue concebida por Jesús Delgado Valhondo como un medio necesario para que el ser humano ensanchara su espíritu a través de los sentidos y se afianzara como hombre por medio de los sentimientos:

    «Si no hay poesía no hay atardecer, ni amor, ni oración, ni nada. La nada es la carencia absoluta de poesía»[76].

    La poesía auténtica para Valhondo era aquella que perdura en el tiempo, aguanta numerosas lecturas, se mantiene siempre como recién creada y se eterniza a la vez que hace lo propio con su autor. De ahí que el componente genuino de la poesía sea la sinceridad, porque la lírica verdadera se elabora con los sentimientos del poeta, cuya emotividad origina el lirismo en el espíritu del receptor, que goza de la sensibilidad del poeta a través de la creación lírica.

    Para Valhondo, la poesía como las demás artes era, desde el origen del ser humano, un legado extraordinario de la expresión universal de sus sentimientos. Este hecho permite sentirla (aunque a veces no se comprenda) al establecerse entre poesía y lector una dependencia y, a la vez, un diálogo con el pasado cuando interpreta un cuadro, lee un poema o contempla un vestigio arqueológico, donde se recoge la voz de los hombres.

    Finalmente, Jesús Delgado Valhondo definió la poesía como “la palabra encantada” y explicó su origen con una interpretación mítica: “Antes que la palabra existió el silencio y el olor y la mirada. La primera palabra nació del asombro y el asombro no es otra cosa que el sobresalto ante un hecho físico natural, sobrenatural”[77]. Como es necesario tener una sensibilidad especial para captar esas sensaciones, el poeta se convierte en intermediario entre el mundo y sus semejantes, a los que traduce las sensaciones inefables que capta su espíritu: «La poesía se refleja en la belleza de las cosas y el poeta se encarga de traducir esa hermosura para entregarla a los demás»[78].

 

    Los poetas

Los poetas también resultaban necesarios a Valhondo porque «son a la poesía lo que la palabra es a la voz, lo que el sueño al amor, lo que la fantasía a la rosa»[79], representaban el sentir del ser humano «[para] decir lo de uno interpretando a todos»[80] y traducían el lenguaje oscuro que existe en los misterios con los cuales se enfrenta y convive ser humano cotidianamente.

El hombre se hace poeta, cuando siente una necesidad espiritual de expresar un sentimiento que lucha en su interior por convertirse en palabra, en comunicación y en comunión con los demás. Esto es debido a que el dolor y la alegría del poeta es común a la de los demás hombres, porque el poeta es un ser universal, cuya alma necesita liberarse de misterios (amor, muerte, alegría, paisaje) y contactar con otros corazones que intuyen la existencia en su espíritu de esos sentimientos universales (sufrimientos, intranquilidades, amarguras):

«El poeta, es un ser que sublima, perfecciona y eleva, lo que ama. Y es que ve belleza, donde no la hay; ve lo que no ve nadie»[81].

El poeta auténtico es el que goza de una rica vida interior, que lo arrastra a conocerse a sí mismo, al hombre, a su entorno y al mundo. Este talante agónico de poeta verdadero enriquece al receptor y lo lleva a gozar cuando se comunican y se hacen cómplices de sentimientos comunes. Por medio de este acto de comunión poética, que supone una forma de caridad lírica para Valhondo, el poeta realiza una extraordinaria función humana y social cuando crea a través de su imaginación, «el don más bello del hombre», pues sin ella no hay progreso ni cultura ni acercamiento a Dios, el supremo creador. Como consecuencia el poema auténtico es el que nace en el corazón, sugiere más que dice, contiene una intranquilidad que preocupa o enamora y abre las puertas de la inspiración: «Sugerir es lo más esencial de toda obra bien hecha. Una obra tiene que decir, enseñar, fantasear, educar»[82].

 

    CARACTERÍSTICAS LÍRICAS

    La poesía de Jesús Delgado Valhondo goza de una voz lírica con detalles peculiares, que lo distinguen de los poetas coetáneos por su «resonancia valhondiana»[83]. Es decir, por su modo característico de expresar sus sentimientos con un talante donde se mezclan rasgos propios de su personalidad de hombre situado en su tiempo, de espíritu consciente de su compromiso de ser humano y de poeta que entiende la trascendencia del hecho poético.

 

    Autenticidad

    Es la virtud que constituye el primer valor de la poesía de Jesús Delgado Valhondo, porque es un poeta que se expresa del modo más natural y sincero: «Pocas voces extremeñas hay más auténticas que la de Jesús Delgado Valhondo. Pocos poetas tan imprevisibles en su trayectoria, tan variados, tan fieles a la emoción del momento»[84]. Valhondo es un poeta auténtico porque su poesía refleja su verdadero modo de ser, cuya emoción la impregna de sincero afecto. Así lo supo deducir el mismo Juan Ramón Jiménez cuando destacó la autenticidad de Valhondo como el valor más propio de su poesía, porque sintió que emanaba de la misma naturalidad de su palabra sincera[85].

    La autenticidad para Valhondo era su seña de identidad como ser consciente y comprometido y la muestra de que estaba vivo, de que sentía y, como consecuencia, de que participaba de las preocupaciones del hombre cotidiano y, por extensión, de las inquietudes del ser humano universal: «El poeta vive en su tiempo, o no es poeta y, por lo tanto, está dentro e impregnado de las mismas intranquilidades de todos. El poeta es o no lo es», aseguró con firmeza[86].

    Sus deseos de autenticidad lo llevaron a contar exactamente sus vivencias (incluidos sus fracasos), seguro de que la dignidad mostrada en buscar respuestas, justificaba sus continuos altibajos emocionales y sus frecuentes vacilaciones. Su autenticidad también procedía de su concepción responsable de la tarea poética, pues siempre la concibió como una labor trascendente, acorde con sus circunstancias existenciales de hombre y su dignidad espiritual de poeta que, antes de nada, se sentía conciencia.

   Así este compromiso de autenticidad produjo un poeta apasionado con personalidad propia que actuó y se mostró como fue, sin aditamentos de ningún tipo y sin doblegarse ante circunstancias artificiales u honores:

    «Jesús fue un ser que se dejó llevar por la pasión, esa emoción fortísima que trasfigura a la persona; Jesús fue un ser trasfigurado»[87].

    Además, esta virtud se acentuó en Jesús Delgado Valhondo por su concepción comprometida de la función que debía realizar la poesía en una sociedad cada vez más artificial y menos sincera: “Ser poeta implica, hoy por hoy, estar en la sociedad señalando, enseñando y, sobre todo, sintiendo en carne viva»[88]. De ahí que, más que como manifestación estética, concibiera la poesía como un revulsivo contra la desidia y la falta de espiritualidad, de pasión, de dialéctica en una sociedad anodina que vivía en la inconsciencia su existencia trascendente.

 

    Humanidad

   Es otro valor de la poesía de Jesús Delgado Valhondo, cuya base son los sentimientos producidos por las emociones que, como ser humano, sintió en su experiencia de hombre que cuenta su vida en comunión con los demás. De ahí que sus registros afectivos sean enriquecedores e impriman carácter humano a su experiencia vital y calidez a su expresión lírica: «Sigue usted siendo el poeta claro y profundo de siempre, con humanidad que rebosa en cada línea. […] Hay un porcentaje notabilísimo […] de emoción limpia»[89].

   Además, el fondo humano de la poesía de Jesús Delgado Valhondo procede de la compasión que sintió ante la insignificancia y la soledad del ser humano en el contexto de una obra grandiosa y enigmática, cuyo dominio y explicación se encontraba en Dios. Esa conmiseración también provenía del momento en que comprueba personalmente su dependencia del mutismo divino, mientras el tiempo lo arrastraba irremisiblemente a la nada. De ahí ese lamento tan humano, tan de ser finito que invade su poesía.

    Humanidad, por tanto, en Valhondo, es sinónimo de humildad, de saberse naturaleza caduca y dependiente («humilde servidumbre / nuestro oficio de hombre»[90]), que siente la necesidad vital de transmitir sus emociones tal como las reflexiona:

   «Soy un pensador. Estoy lleno de preocupaciones y de sorpresas. Observo todo lo que me rodea. Soy sincero. Escribo porque es algo que no lo puedo remediar, ni intento remediarlo»[91].

    Su poesía es, como consecuencia, el resultado de una meditación que intenta dilucidar su condición humana y, por eso mismo, sus sentimientos afloran de una forma natural y transparente que, a veces, suena a primitiva y espontánea, pero que siempre se manifiesta con una carga humana que Pedro Caba calificó de inocencia[92].

    No obstante, su tono unas veces es cálido, sereno, equilibrado y, otras, melancólico, angustioso, desgarrador porque su humanidad lo hace sentir los vaivenes de su alma apesadumbrada, aunque nunca perdiera el control de su pulso poético: “Su tono es duro, patético, desgarrador que anuncia una angustiosa soledad. Aunque Delgado Valhondo lo envuelve con el celofán amable de una poesía tan delicada, tan bien construida, que deja, junto a una indecible emoción estética, una suave, inefable y amortiguada melancolía»[93].

    En resumen, la humanidad de Jesús Delgado Valhondo no fue resultado de un proceso artificial, porque su alma se encontraba impregnada de esa virtud desde su mismo origen y, por tanto, no fue adquirida posteriormente con su labor lírica. Al contrario, Valhondo primero indagó en la naturaleza del ser humano y en la propia, después asimiló los anhelos y pesares surgidos de esa reflexión y, por último, transcribió esas emociones en versos. Este proceso natural destaca la humanidad de Valhondo por auténtica y lo hace más genuino, porque se manifiesta antes como hombre que como poeta.

 

    Independencia

   Es otra característica de Jesús Delgado Valhondo, pues su objetivo fue conocer la naturaleza del ser humano, como persona, desde posturas liberales alejadas de ataduras ideológicas y, como espíritu, desde una perspectiva existencial que no varió en toda su obra poética. Luego, para realizar ese deseo, se dejó llevar por los sentimientos sinceros, que siempre son independientes: «Vd. se ha ganado desde sus primeros poemas, esa libertad, esa independencia, respecto a las fórmulas expresivas de modas, escuelas, novedismos y falsos tradicionalismos»[94].

    Sin embargo, la independencia en Valhondo no supone aislamiento porque su poesía, a pesar de ser un diálogo íntimo con su espíritu, se abrió también a los demás y participó de su dolor y su esperanza, precisamente porque su autonomía le permitía cumplir con sus deseos de comunicación.

    Este equilibrio le permitió ser independiente a la vez que propició la renovación de su poesía, pues la convertirá en un medio aglutinador de los planteamientos estéticos y literarios del siglo XX tanto en el contenido, donde consigue engarzarlos y darles unidad, como en la forma donde siguió una línea evolutiva con base en la tradición, que fue adaptando gradualmente a la modernidad:

    «Sin estridencias, con seguro instinto, Jesús Delgado Valhondo ha ido construyendo a solas, impulsado por los manes lejanos de Machado y Juan Ramón, una obra lírica de acusada personalidad, no sometidas a modas ni regida por otros vaivenes que los movimientos de su corazón»[95].

    Además, aunque Jesús Delgado Valhondo sintió preocupaciones semejantes a los poetas de su generación, se distinguió en que logró construir toda una poética en torno a un tema único (la soledad humana) y lo convirtió en el anhelo preferente del ser humano universal con tal hondura y perseverancia que esta necesidad vital llega a erigirse en centro espiritual no sólo de su poesía sino también de su existencia.

    Sus dos adscripciones conocidas a Intimidad poética y Ángaro son simples posicionamientos estratégicos en momentos que necesitaba editar y coincidió con los intereses de sus componentes. Por lo demás, Jesús Delgado Valhondo igualmente publicaba en una revista de corte tradicional como en otra de tendencia más moderna: «yo era de los pocos poetas que publicaban en Espadaña y Garcilaso«[96]. Lo mismo leía a escritores cultos como se empapaba de literatura popular. De la misma manera se sentía atraído por los clásicos que por la literatura experimental. Y, en fin, de idéntico modo se interesaba por los místicos españoles que por los poetas franceses.

    Valhondo gozó de un espíritu abierto a toda creación sincera, viniera de donde viniera; luego, unas manifestaciones le influían y otras simplemente pasaban a formar parte de su bagaje cultural y lírico contribuyendo, convenientemente reelaboradas y adaptadas a su poética, a subrayar su independencia.

 

    Cotidianeidad

    Es otro mérito de la poesía de Jesús Delgado Valhondo, porque la cercanía de sus versos es un reflejo del sentir del hombre cotidiano que protagoniza su obra poética y soporta sus circunstancias en la existencia real: “Cinco horas entre números, / periódicos y aspirina. / Vuelta otra vez. Bendición / sobre garbanzos. Ironía. / Disgustos, inconveniencias / haber y debe de hormiga”[97].

   Estas vivencias angustiosas, que cada ser humano siente en mayor o menor grado y suele resolver con la indiferencia o la resignación, provocaron en Valhondo, sin embargo, una reacción agónica cuyo desarrollo contó en su obra poética con una expresión de hablante común, con la calidez de una persona cercana, con la complicidad de un confidente y con el tono inteligible de un hombre cotidiano.

   Además, su búsqueda de respuestas siguió el mismo proceso que inconscientemente desarrolla cualquier ser cotidiano en su particular peregrinaje por la existencia. Primero se muestra esperanzado mientras cree las verdades establecidas, hasta que comprueba que no sirven para solucionar sus interrogantes vitales. Después se angustia cuando nadie le resuelve sus dudas. Y, por último, acaba en el desencanto cuando comprueba la imposibilidad de obtener respuestas y nota su soledad ante el misterio del tiempo y la muerte: “Desconocemos dónde estamos / (no tenemos remedio) / nuestras ansias son devoradas, / cada latido, por el tiempo”[98].

   Este paralelismo entre vida y poesía es el que hace cotidiana la lírica de Jesús Delgado Valhondo, porque en su contexto el poeta es un hombre cualquiera, no un filósofo en su cátedra. La existencia es real, no un concepto metafísico. Y las preocupaciones son auténticas no un tema literario sobre el que versificar:

 

“Hombre que estás delante de nosotros

rumiando pensamientos y conflictos

de salario, del hijo enfermo, de la

hija que regresa, cansada y rara”[99].

    Además, a este ámbito cotidiano el poeta le imprime trascendencia a través del lirismo que enaltece su voz y la hace representativa no de un hombre concreto sino del ser humano universal. Para conseguirlo utiliza recursos intensificadores que, aunque catalogados en los manuales de retórica, provienen del lenguaje que usa cotidianamente el hombre común: “Hay quien se come muertos o los borra del mapa / o los tira al huerto en montones confusos. / Y, luego, ya se sabe, rezando se consuelan / y se ponen de luto”[100].

    Esa mezcla de poesía y cotidianeidad produce una relación de complicidad entre poeta y lector, porque la extrañeza resultante crea una especie de atracción mágica, que eleva el discurso común a palabra literaria sin que deje de ser comprensible para el hombre cotidiano: «[Delgado Valhondo] transfigura las cosas cotidianas dotándolas de misterio y descubriéndolas en su entraña viva»[101].

 

    Particularidad y universalidad

   La particularidad es una característica de la voz lírica de Valhondo, porque está basada en su propia experiencia de hombre cotidiano, y la universalidad también lo es porque el contenido de su discurso afecta a cualquier otro ser humano: “La muchedumbre vaga sin remedio / tiene los instantes contados. / Los momentos a gotas / de rostros olvidados / de perdidos momentos eternos / y dudados”[102].

    Este sentimiento universal no fue adquirido por Jesús Delgado Valhondo artificialmente, sino que lo tenía impreso en su particularidad, pues siempre creyó que era hombre antes que poeta y que la poesía es una voz común a todos los hombres: «No creo en poetas regionales, pues el poeta -dentro de sus limitaciones- es universal. Por eso, Gabriel y Galán, Pemán, Pepe Hierro … pasan todas las fronteras»[103].

    Este hecho explica que, a pesar de la presión recibida para que siguiese los pasos de la poesía arraigada a la tierra, no cayó en el regionalismo vano del atraso ni en el tópico de la encina, aunque fuera consciente de que pertenecía a un entorno determinado. En la poesía de Valhondo se encuentra la huella del terruño, pero incardinada de una forma tan sutil en su discurso que trasciende las fronteras locales a través del idioma universal de la poesía: «nada más universal que lo pura y limpiamente humano»[104].

    El mejor ejemplo de la particularidad y, a la vez, de la universalidad de Valhondo en su lírica es el «Canto a Extremadura» donde, a pesar de hablar explícitamente de su tierra, la voz del poeta adquiere un carácter genérico que se puede entender fuera de los límites regionales. Lo mismo sucede con su idea trascendente de la subida a la montaña, donde su experiencia particular se convierte en la vivencia de cada uno de los seres humanos que lo acompañan en la peregrinación universal del ser humano a la búsqueda de Dios:

 

“Me llevan con ellos,

humanamente me arropan y cobijan,

vamos camino adelante,

arrastrando los pies, hollando tiempo,

avanzando fijos en una idea”[105].

    Sin embargo, la lírica de Valhondo paga su obligado tributo a la tradición cuando toca los temas de siempre, y en este punto lógicamente no es personal. Sin embargo, consigue serlo, cuando lo que dice sobre esos asuntos es producto de sus reflexiones íntimas y sus vivencias junto a personas de carne y hueso. Y también logra ser peculiar en su forma de exponer el contenido a través de un lenguaje directo, natural o desgarrado, pero siempre realmente sentido, consciente de la trascendencia del hecho poético y de su responsabilidad comunicativa ante el lector: «La poesía va dirigida al hombre. Es, ya lo dijimos ‘la distancia más corta que hay entre dos hombres’. Es ‘comunicación’ y ‘comunión’ entre hombres, de ideas y sentimientos”[106].

    Esta preocupación tanto emocional como literaria explica que la poesía de Jesús Delgado se basara en una voz cada vez más profunda y que se fuera paulatinamente personalizando. Además, su insistencia en el tema existencial no se hace repetitiva porque adquiere tonalidades que oscilan entre la esperanza y la angustia, entre la búsqueda de la palabra exacta y la decepción de no encontrarla, entre la aceptación y la ironía. Construye Valhondo de este modo tan peculiar un caleidoscopio de emociones, cuya diversidad desemboca magistralmente en una poesía única: “Acaso [su poesía] sea un juego divino de contrastes y firmezas que, unas veces, se suavizan en candores de soñado cromo pastoril y otras se ensombrecen en duros tonos de aguafuerte»[107].

    Luego, su desinterés por el lucimiento personal impregnó de calidez una expresión, cuyo objetivo era transmitir esencialmente las intranquilidades que bullían en su intimidad. Esta singularidad consiguió que su mensaje apasionado sonara a confidencia e implicara al receptor con el afán didáctico que mostraba en su profesión de maestro: «La poesía de Delgado Valhondo no es de brillantes sonoridades, sino íntima, recatada y como susurrante. Trata de conquistar la individualidad fraterna»[108].

 

    Sencillez

    Es un valor enraizado en la obra poética de Jesús Delgado Valhondo, porque su concepción didáctica la hace girar en torno a un tema unitario, la lleva a tener una continuidad y la sintetiza en dos momentos claves (Un árbol solo y Huir). A esta configuración docente contribuye también su voluntad de elaborar una poesía caracterizada por la sencillez expresiva, el lenguaje común y el estilo antirretórico, con el fin de que su mensaje llegara traslúcido al receptor: «Su poesía es de las más limpias, hondas y transparentes que hoy se pueden leer»[109].

    Esta sencillez significativa se complementa formalmente con la preferencia por la métrica y la rima de corte popular, que imprimen levedad y fluidez a un discurso desprovisto de excesos artificiales. Incluso, cuando su lengua tiende hacia la dificultad, su expresión se libera de ataduras formales para ser más asequible a la comprensión:

 

“Hemos hablado de muchas cosas

que carecían de importancia:

de mujeres que pisaban

caídas palabras otoñales

que deseaban ser recogidas

como todo lo que cae y no siembra”[110].

    También su poesía se muestra sencilla por la conciencia de su insignificancia en el universo, de la imperfección de su condición humana y de su dependencia de la divinidad. Además, su facilidad se relaciona con su concepción natural de la vida y con su anhelo de interpretar los misterios de la realidad para hacer más inteligible y llevadera la existencia cotidiana: “Sabe Jesús que el auténtico sentido trágico de la vida está en lo sencillo, en lo más aparentemente fácil; en una gota de agua, en una brizna de hierba […]. Al fin y al cabo todo es así de sencillo, hasta lo más sublime»[111]. Por abrigar en su ánimo esta concepción afectiva de la realidad, Valhondo tuvo como referencia moral la transparencia llevada a sus máximos extremos («Valhondo es directo, llano, de una claridad casi ofensiva»[112]), que solía calibrar reflexionando sobre la opinión limpia de los niños.

    Sin embargo, por tratarse de un aspecto muy elaborado, la sencillez de la poesía de Valhondo no ha sido correctamente interpretada, porque en algún momento se ha calificado a la ligera de “sencilla” y, como consecuencia, se ha entendido que es “simple”. Sin embargo, como agudamente aprecia Antonio Bellido, «Jesús tiene una endiablada manera de escribir que engaña. Parece fácil y no puedes evitarlo»[113]. Es la “difícil facilidad” de Jesús Delgado Valhondo que, Juan María Robles, interpretó como una trampa tendida por el poeta para implicar y comprometer al receptor con todo lo que lo rodea.

    Ciertamente su poesía es sencilla porque es antirretórica. Pero sencillez en Valhondo es reflexión, elaboración, lima, lucha con la palabra, selección expresiva, que no siempre da como resultado una poesía fácil como supo detectar Alarcos Llorach cuando afirmó que se trataba de una poesía “aparentemente sencilla”.

    La poesía de Jesús Delgado Valhondo es la expresión literaria de sus vivencias íntimas profundamente meditadas, por tanto, no puede resultar sencilla. De ahí que haya que hablar de “sencillez elaborada” cuando se analiza la composición de la poesía de Jesús Delgado Valhondo, pues su nivel expresivo se sitúa en la frontera que existe entre la dicción común y la elaboración culta, es decir, en el justo medio donde se halla la virtud poética.

    Trascendencia

    Es otro de los rasgos característicos de la poesía de Jesús Delgado Valhondo, porque la descripción lírica de su estado espiritual se basa en un cimentado planteamiento de la existencia, cuya consistencia erudita sostiene toda su obra poética y le imprime un sentido trascendente, que va más allá de la simple experiencia cotidiana: “La bondad extraordinaria –la poética y la otra– de Jesús Delgado Valhondo le sobrevienen no solamente de ser así sino de pensar el mundo hondamente»[114].

    Ese deseo de traspasar la realidad convierte a Valhondo en uno de los máximos representantes del existencialismo lírico por ahondar en el conocimiento del espíritu humano y persistir en el análisis de la vida y el mundo sin darse respiros. Y también por haber dudado incansablemente buscando dilucidar el secreto que nubla la realidad al intelecto humano hasta el punto de convertirla en un puro misterio con un final dramático.

    Además, esta base existencial se consolida cuando la sostiene en una sólida concepción religiosa, donde él mismo se inserta como parte desgajada de la divinidad. Luego, conforma esta simbiosis de existencia y religión a una dimensión filosófica que, ante la contemplación del mundo, le suscita asombros y dudas para, finalmente, convertirla en el motor de su búsqueda de respuestas y, por extensión, de su obra poética:

 

“Mi gente que va y nunca viene.

Mi gente es un río que pasa y siempre pasa.

Siempre pasa la misma gente el mismo agua”[115].

    Valhondo, convencido de sus planteamientos humanos y líricos, no se dio nunca descanso porque tampoco se lo permitió la trascendencia con que deseaba exponer las emociones de su espíritu. Así ninguno de sus poemas peca de insustancial ni se sale del tema marcado, porque ni uno solo fue escrito para rellenar sino para contribuir a la elevada meditación que caracteriza su obra poética: “Los que fueron permanecen / a mi lado, / mis padres, mis hermanos. / Creo que soy un milagro. / Recuerdos. / Me quedo / solo. / Un árbol solo / a veces, aislado. / Soy joven / me construyen. / Juego. Me canso”[116].

    En definitiva, la trascendencia de la poesía de Valhondo radica en que no tuvo pretensiones de lucimiento y, sin embargo, hoy día sigue llamando la atención por su naturalidad, su pasión, su calidez y su compromiso de hombre cualquiera, es decir, por haber logrado que sus intranquilidades particulares trascendieran a universales a través del lenguaje de la poesía, que se halla en el corazón de todos los seres humanos.

 

    Esencialidad

    Es un detalle personal de la poesía de Jesús Delgado Valhondo cuyo origen no tiene un sentido estrictamente literario, pues su tarea lírica no surgió de una necesidad estética sino de un compromiso de vida encaminado a encontrar su propio yo y el sentido de la existencia. De ahí que buscara la esencia de la palabra para disponer de un medio con el que conseguir esos objetivos. Esto explica que, desde sus primeros libros, busque un ahondamiento en su conciencia para, desde esa posición clarividente, formarse una idea exacta de todo: “Desconocido yo / en mí mismo encerrado / cadáver donde vivo / un presente que dudo / si existo solo siempre”[117].

    Así la poesía, que actúa como un soporte de la búsqueda de su esencia, convierte al poeta, un hombre cotidiano, en una conciencia superior cuyo intelecto, iluminado espiritualmente, intenta descifrar el mundo con una poesía esencial en cuya trascendencia quedara plasmado su espíritu eternamente:

 

“Nostalgias de memorias

en una claridad de encendidos

jazmines. El lenguaje es puro

verso aleteando en lo que acaba.

Donde dejamos lo mejor que fuimos”[118].

    Esta labor de síntesis elude lo superfluo e intenta llegar al justo centro de las cosas a través del concepto. Así, Jesús Delgado Valhondo alcanza el cénit de su esencialidad cuando su lenguaje se convierte en pura concisión y le añade su sorprendente capacidad de sugerencia. De tal forma que resulta más sugerente en sus poemas sintéticos con lo que deja por decir que en sus poemas extensos donde corre el riesgo de repetirse: «Esta es una poesía de lo esencial […]. Delgado Valhondo es un poeta que ahorra las palabras y concentra la emoción. Prefiere el brevísimo pomo de esencia al río. […] Es muy esquemática la expresión de este poeta. […] A veces es más lo que sugiere que lo que menciona»[119].

    También su característica espiritualidad contribuye sobremanera a condensar su poesía en lo puramente elemental, porque su espíritu es un filtro que retiene la intrascendencia y, sin embargo, deja pasar el sentimiento verdadero en forma de novedoso y sorprendente elixir meditativo.

 

    Responsabilidad

   Es un rasgo de la poesía de Jesús Delgado Valhondo que procede del compromiso establecido con su tarea lírica. Esta obligación lo llevó a sentir primero la angustia conceptual. Después, la ansiedad por la consecución de la palabra exacta. Y, finalmente, la impotencia de plasmarla en el papel con exactitud: “Tengo mudas palabras en las manos. / No sé qué hacer con ellas”[120].

   No obstante, tal exigencia se detecta en la consistencia de su creación poética, porque es producto de un arduo trabajo encaminado a desentrañar el meollo del concepto con una finalidad clarificadora: «Para lograr la sencillez y lo espontáneo se necesita mucho esfuerzo. Al fondo del poema no se llega hasta que no se topa con la palabra exacta»[121]. Esto explica que, para Valhondo, cada poema fuera un mundo que indagar y redondear, una unidad armónica con todas sus partes equilibradas, un desgarro espiritual semejante a un parto lírico y un trozo de vida transfigurada en versos apasionados:

   «Anoche me ha tenido a medio dormir un poema sobre Cáceres mío. He estado con él mucho tiempo. Me duele ese poemita y lo estoy queriendo ya. […] Me ha costado trabajo centrarlo. Trabajo y sangre ¿sabes?»[122].

    Así, su sensatez lírica enseguida fue calificada por la crítica como un rasgo singular, porque su poesía dejó siempre una sensación de discurso elaborado, de honda indagación en los entresijos del alma humana, de continua forcejeo léxico, de perseverancia en lo trascendente: “Pocos escritores tan consecuentes y tan luminosos como él […] han ido formando su mejor legado: El de una honradez literaria por encima de todo cambalache»[123].

    La actitud responsable de Jesús Delgado Valhondo tiene su origen en una fuerte vocación poética, porque entendió que la poesía se encontraba íntimamente relacionada con la superación humana y la concibió como un modo de dignificación espiritual. De ahí que su referencia moral fuera la búsqueda de respuestas a los misterios del mundo a través de la expresión lírica, pues pensaba que el ser humano sería mejor si tuviera la voluntad de salir de su intrascendencia a dilucidar el sentido de la existencia.

    En su compromiso también influyó su autoexigencia moral y técnica, su disciplina en la búsqueda de la verdad, su autocrítica y sus deseos de perfección tanto humana como poética, intentando alcanzar lo sublime. Tal fue el compromiso lírico de Valhondo que de ninguna manera se le puede achacar descuido, falta de pasión o de planteamiento: «Es exigente consigo mismo. El mayor crítico de su obra es él. Rompe mucho de lo que escribe; otras veces un folio lo deja en una línea»[124]. Esa responsabilidad fue la que lo llevó a perseverar durante más de medio siglo en los problemas trascendentales del ser humano y a convertir en única una labor literaria, que se caracterizó por la concepción responsable del hecho poético.

 

    Intimismo y solidaridad

    El intimismo es otra virtud de la poesía de Jesús Delgado Valhondo, porque la confidencia de su palabra surge de su interior donde le gustaba amasar intranquilidades y deseos. De ahí que la calidez de su mensaje anhelante o angustioso se haga familiar y suene a verdadero.

    Pero Valhondo además de íntimo es solidario, porque sus sentimientos no son propios de un egocéntrico sino de un poeta con sentido universal. Esta simbiosis de subjetivismo y objetividad se convierte en un rasgo propio desde que sale de su soledad y busca a sus semejantes, consciente de que no podía conocerse íntegramente sin su referencia:

 

“Siempre estamos esperando a alguien

porque no sabemos quiénes somos

y necesitamos revelarnos en otros.

Impresionante bodegón humano,

autopsia a la persona,

brochazo de color enaltecido,

nos funde y nos confunde”[125].

    Luego, su intimidad se acentúa con la dulce melancolía por esa triste concepción de la realidad inmediata, que impregna toda su obra de una pena latente con la influencia negativa de sus circunstancias existenciales. No obstante, su profundo desamparo subiendo la montaña, haciendo el camino, recorriendo la calle … se conjugaba con un carácter jovial y desenfadado, que solía manifestar en sus relaciones sociales con un espíritu abierto, generoso y solidario.

    Es lógico, por tanto, que su poesía adquiera tonalidades diversas y talantes aparentemente contradictorios, porque muestran una intimidad receptiva a sensibilidades dispares. Así unas veces su intimismo se acerca meditadamente a los clásicos; otras, espontáneamente a la tradición y, otras, se convierte en moderna reflexión esencial. No obstante, el rasgo que distingue el intimismo de Jesús Delgado Valhondo es que se encuentra en conexión con su pasado, no se olvida inconscientemente del futuro ni reniega del presente, aunque a veces se le haga insoportable.

    Jesús Delgado Valhondo fue un hombre que estuvo en sintonía con su tiempo, en comunicación y comunión con sus semejantes, porque nunca se olvida de compartir sus sentimientos con los demás a los que concibe, como él, prisioneros de las mismas circunstancias. Así Valhondo, sin dejar de ser íntimo, adopta una actitud solidaria, que pretende una revolución del espíritu para recuperar la parte perdida de este íntimo componente del ser humano ante el triunfo de la intrascendencia: «se abre a la solidaridad de una manera evangélica, no ‘social’, reconociendo al prójimo no a la masa. El dolor, el amor, la muerte, …, común a todos los hombres, es lo que lo hermana con los demás hombres”[126].

 

    Doble concepción del hecho poético

    Resulta característica esta perspectiva dual en Jesús Delgado Valhondo, porque se vio atraído tanto por las manifestaciones clásicas y tradicionales como por las modernas e innovadoras. Una muestra de esta dualidad es Un árbol solo, síntesis de sus libros anteriores donde confluyen formas clásicas y tradicionales que van evolucionando gradualmente hacia la modernidad.

    Por esta razón, el hecho de que se reconozca la existencia de un componente tradicional en su poesía no supone que se la pueda calificar de conservadora, pues Jesús Delgado Valhondo fue adaptándose estilística y formalmente a la tendencia característica de cada momento, de tal manera que la insistencia en el mismo tema no sólo no se hace repetitiva, sino que suena siempre a recién creada:

 

“Huye conmigo el día

y la noche me esconde

hecho ovillo de alfombra.

Nadie me dice dónde

llegué. Nadie sabía

que se murió mi alondra”[127].

    Una muestra del clasicismo y la modernidad de Valhondo es que en su obra poética resuenan ecos de modelos del pasado y contemporáneos, que indagaron en el misterio del ser humano y de la realidad. Por este motivo, en su lírica aparece la frescura de la poesía popular, la ironía del Arcipreste, la meditación sobre la muerte de Manrique, los deseos de perfección de los ascetas, los anhelos de unión con Dios de los místicos, la intranquilidad existencial de Quevedo y Calderón, las ansias de libertad de los románticos, la angustia modernista, la preocupación intrahistórica de la generación del 98, la búsqueda de la esencia de Juan Ramón, el sentimiento cálido de Machado, la mezcla de tradición y vanguardia de la generación del 27, la preocupación existencial y la búsqueda de nuevos caminos expresivos de la lírica de la segunda parte del siglo XX.

   Sin embargo, el hecho de reconocer la existencia de estas referencias en la poesía de Valhondo no supone merma en su personalidad pues, como aseguró Federico de Onís «su poesía es nueva y personal»[128]. Además, estas influencias sirven para comprobar que bebió en la tradición y se adaptó a la modernidad, a pesar de la dificultad que conlleva la tarea de congeniar contrarios y seguir siendo uno mismo.

 

    Originalidad y carácter originario

    Son dos valores propios de la poesía de Jesús Delgado Valhondo, porque la primera radica en el enfoque personal y en el tono sentido con que transmite sus preocupaciones más íntimas. Y el segundo procede de sus deseos de recuperar el mundo perdido de sus orígenes, cuando estuvo libre de preocupaciones y angustias. Por eso cuantas más intranquilidades siente y más sube la intensidad de su nostalgia, tanto más desea volver a su pasado para recuperarlo y calmar su espíritu en los dulces recuerdos de un tiempo del que ha suprimido los sucesos negativos. Y es en este punto donde la originalidad de Valhondo se relaciona con su origen.

    No obstante, en la vuelta a su génesis también se topa con la imperfección padecida durante su enfermedad infantil, que lo convierte en un ser especialmente consciente de su naturaleza finita. Esta comprobación también le permite poseer un conocimiento claro de su origen y de la verdadera realidad para más tarde poder describirla en versos con una intrínseca emoción, que se convierte en uno de sus rasgos propios:

    «La originalidad proviene de la exactitud de la visión, la capacidad de casi dibujarla con palabras, su interiorización y vivo sentimiento y la expresión directa y concisa»[129].

    Esta comprobación provoca que se pueda detectar una temprana madurez en el inicio de su poesía, donde ya plantea asuntos trascendentales que iban a formar el núcleo temático de su obra lírica. Y de esta referencia originaria parte el perseverante ahondamiento en un asunto único, la seguridad en no desviarse del camino previamente trazado, la concepción virtual de toda su obra, su expresión personalísima y ese misterio inexplicable que lo llevó a insistir líricamente en el enigma del ser humano y del mundo, a pesar de conocer previamente la inutilidad de su empresa.

    Además, originalidad y origen se encuentran íntimamente relacionados en Valhondo por esa característica nostalgia que lo lleva a crear una poesía impregnada en el sentimiento de pérdida de sus raíces y, a la vez, sostenida por el anhelo de recuperarlas al final de su vida, cuando retornara al lugar y a la esencia de la que había partido: “Alto es el monte que debes subir, Jesús. / Un insondable abismo de hombre solo. / Ahí está el origen del vientre, / la madre del sustento, / regresos a horas que nunca fueron tiempo, / donde quemas memorias de un dios / que eres tú mismo”[130].

    Esa conexión, nunca olvidada por Jesús Delgado Valhondo, es la que convierte su poesía en original pues, por un lado, lo une a su origen un hilo vital que es primitiva atracción y, por otro, lo arrastra a su fin por medio de una llamada poderosa que lo conexiona de nuevo con su origen. Esta estructuración cíclica incardinada en sus raíces sentimentales es la que hace original una lírica que gira en torno a su origen: “Cáceres, te recorro / misteriosa y lejana: / sueños, gestos, silencios cargados con mis años”[131].

 

    Tensión lírica

    Es un rasgo singular de la poesía de Jesús Delgado Valhondo, porque en toda su obra lírica se detecta una necesidad de decir que la sustenta sin altibajos. Tal perseverancia procede de su honrada concepción de la tarea poética y, al mismo tiempo, de la guerra sin cuartel que libra contra la falta de libertad de su conciencia como individuo, que se debate trágicamente con su incapacidad de entender la existencia.

    Esta actitud agónica, causada por una realidad que se empeña en anularlo, manifiesta su rebeldía trasmutando su voz serena en temperamental y convirtiendo su verso cálido en incandescente. Sin embargo, es el momento en que Valhondo alcanza su máxima capacidad implicadora, porque con esa tensión emocional es cuando logra que el receptor se haga incondicionalmente partícipe de su pasión anímica: «Ya ha llegado otra vez el cántico, otra vez la fiebre, otra vez la poesía de Jesús Delgado Valhondo»[132].

    Sin embargo, la conmoción que produce la poesía de Jesús Delgado Valhondo no procede sólo de su temperamento comprometido sino también de sus enormes deseos de vivir, cuya base es una concepción amable de la existencia, convertida con frecuencia en angustia por circunstancias adversas. También su tensión emocional surge, en buena medida, del afán por expresar sus intranquilidades para liberarse con el bálsamo confortador de la poesía:

    «Voy a porrazos con la vida, a trastazo limpio y no limpio. Quiero alcanzar algo que se me escapa constantemente. Debo ser un enfermo sin remedio. Alguna vez, querido Fernando, he llegado a gritarme: ¡Maldita sea el día que hice el primer verso! Ya ves, luego me pido perdón. Me suele dar estas satisfacciones inmensas de un no se qué cumplido»[133].

    Su tensión lírica, además, procede de su compromiso existencial, porque no se conformó con ser espectador, sino que adoptó una postura implicada en la realidad de su momento histórico. Por esta razón, aunque natural y sencilla, la poesía de Jesús Delgado Valhondo se encuentra llena de una intensa emoción, que él traduce en imágenes originales. Con ellas sorprende continuamente al lector haciéndole experimentar múltiples sensaciones que siempre resultan nuevas. Así, aliados sentimientos y creatividad con tensión lírica, se hallan numerosos momentos de una alta intensidad emocional en el fluido discurso de su poesía: «Es todo él, sin descanso, un sendero empinado de fervor. Un derroche de inspirada fiebre»[134].

 

    Sentido hondamente extremeño

    Aunque sólo aflora nítidamente en el «Canto a Extremadura» y en poemas sueltos, es otro distintivo de la poesía de Jesús Delgado Valhondo porque impregna sutilmente toda su poética. Así cuando habla del paisaje, se refiere al del Guadiana, el Tajo, los encinares, el calor del estío, el misterioso septiembre, el entorno de la cigüeña, del hombre y la mujer extremeña que habitan ese paisaje: “La mujer extremeña de «voz azul» y cálida, / de suspiro y secreto, de silla de costura; / de albas en ventanas y de la tarde pálida / esperando en sus manos la paz de la aventura”[135].

    El protagonista de su poesía es un ser común, prisionero de sus limitaciones, endurecido por el trabajo de una tierra extrema y más preocupado por el sustento material que por su estado anímico. Sin embargo, este hombre, que por estas características eligió para protagonista de su obra poética, tenía una especial atracción para Valhondo porque lo veía integrado en la tierra formando parte de su paisaje. De ahí que en su poesía haya una preocupación latente por el ser humano que vive, trabaja, se alegra o sufre en Extremadura, aunque luego, al no advertirlo explícitamente, se convierta por extensión en desasosiego por el hombre universal: “Y que yo la venero por el pan de mis hijos, / por la sombra del árbol, / porque padece y sufre su silencio de siglos / en lo que no ha ganado, / porque es la tierra misma que nos tiende en el hombre, / como amiga, la mano”[136].

    También su relación con el paisaje tiene este sentido absoluto, porque fue una concordancia espiritual y nunca ideológica. Por esta razón, el paisaje en Valhondo no tiene un enfoque regionalista sino un sentido trascendente que abarca plenamente a la naturaleza:

 

“Respiro este aire limpio

sin peso y sin heridas.

[…]

La luz está cayendo

como una inmensa firma

[…]

Se nos queda en las manos

las más grandes medidas”[137].

    Además, es patente que se refiere al paisaje extremeño por su concepción religiosa, pues Valhondo estaba convencido de que había surgido de la tierra y a ella iba a volver. De tal manera que la Extremadura física se convierte en paisaje espiritual, donde se desarrolla su existencia y su labor lírica. Por este motivo sólo en el paisaje pudo encontrar inspiración y energía para urdir una poética trascendente.

    A esta concepción contribuyó, sin duda, el hecho de que apenas saliera de ella más que en viajes esporádicos y, aunque la llamada de Madrid lo tienta en varias ocasiones, nunca se imaginó fuera de su paisaje y siempre se arrepintió a tiempo para no desenraizarse de su tierra: “Abre el día la puerta / del campo. Como sábana / el viento. Van cayendo / flores en el Guadiana, / dulcemente rendidas, / azul y verde al agua. // La llanura se acuesta / y el monte se levanta. / El cielo del canal / moja nuestras palabras”[138].

    Luego, Jesús Delgado Valhondo no se limitó a vivir por vivir, sino que se sintió solidario con la tierra donde había nacido y esa conexión espiritual se convierte en preocupación y compromiso por el presente y el futuro de su gente y sus campos. Por ese motivo, cuando el Plan Badajoz calma la sed de las yermas tierras de las riberas del Guadiana, vive la época más jubilosa de su vida.

    Por último, de su paisaje procede su modo personal de sentir, pues recoge los dos polos opuestos y complementarios del carácter de la gente y la tierra extremeña (tierno y duro, cálido e impetuoso, dulce y rebelde, sincero y humanísimo). Tales oscilaciones constituyen para Ángaro «la hondura del pensamiento del hombre de Extremadura»[139].

 

    SÍMBOLOS

    Jesús Delgado Valhondo utilizó el símbolo como un medio de aproximarse al conocimiento de los misterios que se encontraba en el camino de su búsqueda de respuestas existenciales y de traducirlos racionalmente para formarse una concepción lógica de esas realidades enigmáticas. También el símbolo le sirvió, teniendo en cuenta sus deseos de comunicación, para facilitar al lector la comprensión de sus elucubraciones intelectuales.

    Sus tres claves simbólicas fundamentales son el árbol solo, la montaña y la huida, que se encuentran situadas estratégicamente en su obra poética. El primer símbolo ya está presente en Canciúnculas, el libro que la abre; el segundo aparece desarrollado en La montaña, que es su cénit, y el tercero se manifiesta plenamente en el libro que la cierra, Huir.

    El árbol tiene un simbolismo que el mismo poeta explicó de esta manera:

    «Dentro de la naturaleza no encuentro ser material o idea que más semejanza tenga con el ser humano. Como el árbol, el hombre, tiene ‘plantas’ que se fijan en el suelo, que están en contacto con la madre tierra. Enhiesto, sube hacia el cielo, busca las alturas, el sol y, en lugar de tener las raíces (cabellos) hacia el suelo, las tiene hacia el cielo, a donde tiende todo hombre»[140].

    El árbol solo es el concepto que representa simbólicamente la soledad humana, que Valhondo conoce cuando se ve afectado por la poliomielitis y comprende que, en los momentos claves de la existencia, el ser humano se encuentra solo, aunque esté rodeado de gente: «En medio del paisaje, / en la llanura, / trémulo de emoción / un árbol solo»[141].

    La montaña es el símbolo que muestra el interés de Valhondo por el fortalecimiento de su espíritu para superar el camino a Dios que, en su conciencia, estaba en pendiente como un obstáculo que debía subir y culminar con tesón. La superación de esos escollos constituía el medio purificador, que le permitía acercarse a la cima donde se encontraba la divinidad, esperando a que una de sus criaturas, después de un camino de perfección ascética, llegara a su presencia para recoger el premio correspondiente a su fortaleza espiritual:

 

“Cuántas ansias de alcanzar el monte mío,

lo que me vence. Subo enloquecido,

lleno de impaciencias

parezco un suicida enamorado,

lleno de confusiones,

no puedo ver los pies que me pisaron”[142].

    Jesús Delgado Valhondo abrigaba la idea de la montaña desde que leyó en la Biblia la subida de Moisés al Sinaí para recoger los Diez Mandamientos y su encuentro con el Dios de tormenta. Después esta idea se afianza en su concepción ascética con la atracción que ejerce en su espíritu el lugar de Cáceres denominado la Montaña, la impresión producida por la figura de San Pedro de Alcántara[143], que clavaba una cruz en los lugares elevados por donde pasaba, y la influencia de la glosa «La subida al Monte Carmelo», que San Juan de la Cruz realiza de su poema «Noche oscura del alma» donde relata el camino seguido por su alma hasta encontrarse con Dios.

    Y la huida es un símbolo que Valhondo expone en Huir, pero que anuncia mucho antes en El secreto de los árboles. La huida representa el capítulo final de su búsqueda de Dios, que compone cuando la vida y el mundo comienzan a resultarle insufribles. De ahí que la huida sea un símbolo negativo porque es el resultado del fracaso estrepitoso en que termina su búsqueda y, aunque suponía el reencuentro con sus orígenes y por consiguiente con Dios, su culminación lo obligaba a sufrir el trance espeluznante de la muerte. Por tanto, la huida es la paradoja más acentuada que sufre Valhondo en su existencia porque, visto así, el ansiado encuentro con Dios no supone una victoria sino una lamentable derrota:

 

“Huyo para librarme

de este largo cansancio.

Todos juntos, en mí mismo

vencidos, a mi lado.

‘La huida victoriosa’

se consuela de encargo”[144].

    Otros conceptos completan las claves simbólicas empleadas por Jesús Delgado Valhondo para dar sentido literario a su obra poética:

    La alameda es un símbolo relacionado con el del árbol solo. El ser humano vive en la vida abocado a la soledad. Después de la muerte, va a reunirse con otros árboles en la alameda que se va formando junto a Dios, donde conocen los misterios de la existencia y los ocultan a los seres que aún viven. La alameda también representa la solidaridad de seres solitarios, porque es una reunión de árboles solos que se acompañan mutuamente para hacer más llevadera su soledad. Además, la alameda contiene el valor espiritual y religioso que tenía para los clásicos, un lugar de concentración, recogimiento y reflexión donde los seres humanos, unas veces en solitario (árbol solo) y otras junto a sus semejantes (árboles solos), se reúnen para dirigirse a Dios e intentar la obtención de respuestas:

 

“Tendremos que averiguar

quiénes somos, quién nos busca,

qué hacemos en la alameda

crucificando preguntas”[145].

    El cadáver y el ahogado son dos conceptos que simbolizan el estado definitivo de soledad reservado al ser humano por un Dios que no se manifiesta ni le da esperanza alguna de inmortalidad, pues sin esa ilusión el alma muere y el cadáver queda desamparado, abandonado y solo como un ahogado: «Profundo y misterioso / mundo del todavía: / algas y ese cadáver / incapaz de la orilla»[146].

    Este concepto con valor simbólico aparece en El año cero y es utilizado varias veces en El secreto de los árboles, cuando Valhondo pierde definitivamente la esperanza de alcanzar a Dios: «Un olor casi a mar / que nos invita a ahogarnos / ya sin cuerpo en sus aguas»[147]. El cadáver simboliza también el traje con el que viste Dios al espíritu humano («Somos objetos olvidados / en mágico desván de algún cadáver»[148]) y la cárcel donde se encuentra encerrado el poeta por su condición mortal:

 

«Desconocido yo

en mí mismo encerrado

cadáver donde vivo

un presente que dudo

si existo solo siempre»[149].

    La calle aparece en la poesía de Jesús Delgado Valhondo cuando abandona el pueblo y va a la ciudad. En un primer momento, la calle es un lugar de encuentro, relación y hallazgos: «Una de las diversiones más profundas del cronista es recorrer las calles de una capital de provincia. […] La calle es algo así como la personalidad de la ciudad. La parte más humana de la ciudad. La sangre latiendo de la ciudad”[150]. Sin embargo, cuando le invade la decepción de la urbe, la calle se convierte en una prisión donde se halla atrapado a merced de la muerte como un autómata sin norte junto a sus semejantes: «Se cerró la calle. El muro / se alzó sobre lo vivido. / Nos condenamos, dolor, /en la cárcel del camino»[151]. Finalmente, el poeta comprende que el bullicio, la actividad y las relaciones humanas que se producen en la calle no son más que una pantalla para hacer olvidar momentáneamente al ser humano, que forma parte de una tragedia ineludible:

 

«En esta calle de la nada solos

nos quedamos para siempre jamás”[152].

    El camino es un símbolo que ya se localiza en Canciúnculas y procede de la tradición, pues en la concepción existencial de Jesús Delgado Valhondo representa la vida, aunque adopta gráficamente la forma de montaña. El camino es el medio físico por donde se alcanza la meta de la existencia, que el ser humano debe ir descubriendo a través de su capacidad de asombro y tiene que llenar espiritualmente de contenido por medio de un sincero anhelo de perfección espiritual: «La ambición más digna del hombre es el anhelo por subir […]. Subir para ganar la cúspide que le pertenece. Subir como el árbol para llegar al primero y al último rayo de sol. […] Elevarse es ganar. […] El alma busca la altura […]. Subir, aunque sea por desprendernos del barro, de la miseria, de los reptiles. Subir para engrandecernos, para dilatarnos, para poder respirar mejor»[153].

    Sin embargo, Valhondo se decepciona cuando en la realidad no puede acceder a Dios con la facilidad que esperaba, pues esa unión especial se reserva a unos pocos elegidos. Desde entonces su vida cae en el desencanto donde naufragan los seres espiritualmente vacíos por el silencio de Dios: «Alcé los brazos sobre / unas supuestas albas. / Quise la nueva luz / y la nueva palabra. / Y sólo conseguía / ver mis manos mojadas, / hechas pájaros tristes, / deshojadas en agua»[154]. En esta penosa situación emocional el camino toma una inclinación descendente que no supone un alivio para el poeta, porque es el tramo que debe recorrer desamparado y sin esperanza alguna:

 

«Debía haber llegado al final del camino

[…]

Debía haber llegado al final de mí mismo,

[…]

Haber llegado ya, pero ando perdido

en sabe Dios qué mundo turbulento y distante”[155].

    La cima se trata de un concepto simbólico íntimamente relacionado en Valhondo con la Montaña. Representa la meta anhelada por el ser humano que vive la vida conscientemente: «Desde la cima de la voz primera, / del claro día o de la luz pisada, / de peregrinos en la primavera, / vuelvo a pedir a Dios hoy su mirada»[156]. Supone, además, el descanso y el encuentro gozoso con Dios al final del duro camino de la existencia. La cima también tiene en Valhondo un sentido ascético, pues resulta el punto de referencia de la superación humana y de sus deseos de perfección por ascender a una región superior donde se encuentra Dios, el máximo anhelo del ser humano que acepta conscientemente su imperfecta condición y quiere recuperar su componente divino reencontrándose con la divinidad: «Vamos, hermanos, subiremos juntos, / que el último escalón  casi se alcanza, / que llevamos dolor y unos asuntos / y debajo del brazo la esperanza»[157]. Sin embargo, la cima se convierte en un símbolo de sus deseos insatisfechos y del fracaso de su búsqueda cuando la culmina y Dios no se digna recibirlo:

 

«Ya van nuestras palabras ordenando:

detrás de los despojos yo distingo

a Dios sentado allí, como esperando

nuestro cansado rostro de domingo»[158].

    La ciudad simboliza un lugar creado idealmente por Jesús Delgado Valhondo en sus deseos de abandonar el pueblo, que le hicieron concebir un mundo dinámico repleto de asombros en cuyas calles, aceras y esquinas el ser humano encontraba sentido a su existencia: «Me divierte pasear las calles de Badajoz. Ir descubriendo en ellas asombros. Doblar esquinas y sorprender lo que hay en toda vuelta, en la otra cara»[159]. Pero pronto la ciudad lo decepciona, pues en ella se topa con el ser humano y sus imperfecciones. Entonces la calle se convierte en un espacio por donde el ser humano arrastra su caducidad, las aceras no significan más que un simple lugar de paso y tras las esquinas sólo se encuentran los misterios inexplicables: «Yo sé que en cada esquina / un ojo mira las pequeñas muertes, / que, cada vez que paso, siento / sus aldabazos en mis sienes”[160]. El símbolo de la ciudad aparece positivamente en Aurora. Amor. Domingo cuando Valhondo llega gozoso a este lugar soñado, pero en los libros posteriores se hace negativo, cuando su concepción de un mundo armónico se rompe y la ciudad se convierte en un monstruo, que engulle a los seres solitarios y amedrentados que la habitan:

 

«Dolor en carne viva.

Ciudad de espaldas. Lobos

del amor. Lejanías.

Sombras en abandono»[161].

    El corazón es un símbolo que para Jesús Delgado Valhondo significa el centro de su conciencia y el cofre donde el hombre guarda sus sentimientos más humanos: «Al cronista le ha parecido el corazón como una copa de sangre, como una flor en carne viva y hasta como una casa […] donde mejor se escuchan los conciertos, las palabras y la voz de Dios tan sutil y tan primorosa […] Donde leer y escribir, donde soñar ilusiones y esperanzas, melancolías y gozos; donde preparar la comida de los sentimientos»[162]. Sin embargo, a partir del poema «Doblar una esquina» de Aurora. Amor. Domingo, el corazón se convertirá en el punto donde se acumulan sus hondas preocupaciones:

 

«Yo sé que en cada esquina

alguien me espera y me detiene:

mi corazón le da su bolsa

llena de sangre, casi siempre».

    La cruz representa el sacrificio de Cristo, que es idéntico al que el hombre se ve obligado a realizar en el camino de la vida, subiendo su Gólgota particular para cumplir con el papel que le ha tocado representar dolorosamente: “Alto es el monte que debes subir, Jesús. / Un insondable abismo de hombre solo”[163]. Este símbolo también representa los deseos de superación ascética que sintió Jesús Delgado Valhondo a imitación de San Pedro de Alcántara que, clavando cruces en los puntos más elevados de su peregrinar, quedaba patente su esperanza en el encuentro con Dios. No obstante, cuando se decepcione, esa idea de superación adopta un tono desencantado:

 

«Subo a la cima azul de la mañana,

paso a paso mi cuerpo, buen anciano,

hasta dar con mis huesos en la desgana

y tirar la mirada sobre el llano»[164]

    El espejo se refiere al lugar donde el ser humano toma conciencia de sí mismo, cuando su reflejo le devuelve su imagen, lo obliga a reflexionar y conoce el estado de su propio espíritu. Pero llega un momento en que el espejo se rompe, el poeta constata que es tan imperfecto como sus semejantes, no recibe con nitidez la imagen de sí mismo y pierde la posibilidad de conocerse:

 

“Un río, espejo del revés,

suena a lata de carnaval

solanesco»[165].

    Por tanto, el espejo simboliza la falta de identidad del ser humano, porque es incapaz de saber quién es y, como consecuencia, de conocer a los demás que, hasta el momento, eran su punto de referencia. Este símbolo aparece en la poesía de Valhondo cuando se rompe definitivamente su concepción de un mundo armónico, se desorienta, busca apoyo en los otros y descubre que comparten idénticas limitaciones.

   La esquina resulta un símbolo que tiene en Jesús Delgado Valhondo dos significados. Primero, cuando su concepción de la ciudad es idílica, la esquina representa la posibilidad de hallar asombros. Volver una esquina era encontrarse con lo nuevo, con el mundo recién hecho y presto a ser recreado por el que busca emociones. Pero después, cuando su concepción se torna en desencanto, la esquina simboliza la inseguridad de toparse con hallazgos que no siempre resultan gratificantes, porque significan el encuentro con el dolor y con los seres imperfectos que, como autómatas, habitan la ciudad:

 

«Y sé que en cada esquina

el tiempo roto y triste duerme,

y un viento frío, que me queda

el alma llena de dobleces»[166].

    El fondo y el abismo son dos conceptos semejantes, que aparecen ya en Canciúnculas. Ambos símbolos representan el pozo negro donde el ser humano cae cuando, abandonado y solo, no tiene asidero espiritual alguno para soportar unas circunstancias, que continuamente están empujándolo a la destrucción. El fondo y el abismo representan por tanto la anulación total de la conciencia del ser humano:

 

«Oscuras manos andan

el fondo de la fría

memoria de las cosas

que fueron tierra, mina.

La cara boca abajo,

apretada agonía

del silencio»[167].

    La guitarra y la canción son dos símbolos que expresan la pena del poeta y la forma de mitigarla cantándola: «Con una guitarra atada al cuello / por esas calles de Dios, / ¿adónde vas? / –No lo sé, soy ciego / y he perdido el corazón»[168]. La guitarra y la canción, que ya aparecen en la etapa iniciática de Jesús Delgado Valhondo, proceden de influencias populares, Antonio Machado y Juan Ramón Jiménez, para quienes la canción era un modo de conjurar la tristeza y el sufrimiento:

 

“La soledad

en un rincón

hila que hila que hila

trocitos de mi canción;

hila que hila que hila

las fibras de mi dolor …”[169].

    La luz y las sombras son dos términos simbólicos contrapuestos en Jesús Delgado Valhondo. El primero es el concepto con que expresa la llegada del día (la luz), después de una noche llena de intranquilidades y angustias (sombras). La luz reanima su espíritu vapuleado por las sombras intranquilizadoras y lo vivifica consiguiendo que su esperanza se reactive: «esta noche eterna y mía / bajo la entraña latente, / quiere echarme hecho simiente / sólo de melancolía. / ¡Que venga, que venga el día!»[170]. En cambio, las sombras son sinónimo de las intranquilidades que martillean y acosan su débil espíritu en la noche, donde se hacen más patentes los misterios y la presencia de la muerte:

 

«Sombra de sombras, mis fantasmas,

mis vivas sombras en el altar.

Ando con sombras en abismos

por esta noche de penar”[171].

    El mar representa los deseos insatisfechos de Jesús Delgado Valhondo, el horizonte inalcanzable que ve desde la ciudad-prisión que habita anhelando un espacio sin fronteras donde calmar sus ansias de libertad e infinito: «¡Oh, pobre hombre que piensa, quiere y grita: / mar!»[172]. También el mar simboliza su convicción de hallarse en un mundo convulso donde se encuentra desorientado y sin capacidad de reacción por sus limitaciones:

 

«Somos la roca que no crece,

somos la arista tenebrosa,

el sacramento de la tierra

en una mar devastadora»[173].

    El museo es un símbolo del pasado, donde se exponen restos que recuerdan la caducidad del ser humano y la acción demoledora del tiempo: «Voy al museo / cuento cadáveres y santos. / Marcos sin cuadros. / ¡Cuántos cadáveres flotando!»[174]. Este símbolo aparece bastante tarde en la poesía de Valhondo, concretamente en Ruiseñor perdido en el lenguaje, cuando su decepción es irrevocable y se siente invadido por el desencanto:

 

«Una pena se queda como dudando

y ponen música alegre

y todo se queda temblando

de miedo

de historia,

de sangre que han derramado”[175].

    La niebla y la tarde del domingo son dos conceptos simbólicos íntimamente relacionados en la poesía de Jesús Delgado Valhondo. La niebla es un símbolo propio de su etapa de decepción, cuando su idea de un mundo armónico y transparente ha sido sustituida por otro envuelto en la bruma de la desesperanza y la idea de un final inevitable, inminente y triste. La tarde de domingo es un símbolo que representa metafóricamente la concepción que tiene del mundo en su etapa crepuscular: desangelado, triste y gris como su ánimo, antes apasionado y, ahora, melancólico:

 

«Puede ser que tú seas

en los ratos perdidos

esta tristeza absurda

de tarde de domingo.

[…]

La calle queda sola

como un cerrado libro

y yo amueblo mi vida

con la vieja tristeza

de la tarde de domingo»[176].

    La noche y el sueño simbolizan para Jesús Delgado Valhondo el abandono cuando Dios cierra los ojos, duerme y no lo atiende. Por eso en la noche se siente angustiado hasta el punto de considerarla un abismo en un espacio sin tiempo, donde la vida se paraliza y queda en manos de la muerte: «Se van apagando nubes, / pisa la noche mi cuerpo / y yo no sé de mí nada / sino que me estoy muriendo»[177]. También la noche es un enigma que lo induce a descifrar misterios en un ambiente de recogimiento donde las cosas se ven en su estado original, exentas de circunstancias, y su espíritu llega a un nivel de iluminación que lo acerca a su esencia:

 

«Tengo el mundo de la noche

hecho una flor en la mano.

Noche en ti.

¡Ya ves si te estoy amando!

¡Qué poco trabajo cuesta

consumir tanta distancia,

tener esta noche abierta

de par en par en el alma!»[178].

    El retrato aparece en la poesía de Jesús Delgado Valhondo simbolizando el recuerdo triste del pasado, pues lleva impresa la forma de personas que como fantasmas muestran, fotografiados, enmarcados y colgados en la pared, su condición mortal: «Me está pesando su cadáver / que aún lo llevo en la mirada al mediodía. / De su retrato a mí hay un momento de compás»[179]. También el retrato (o fotografía) es una especie de espejo que denuncia la consecuencia nefasta del paso del tiempo en el ser humano:

 

«Miro mi fotografía

y me echo a temblar

como si resucitase en invierno”[180].

    El río es un símbolo con que Jesús Delgado Valhondo representa la paradoja del discurrir continuo de la vida humana que, aunque parezca la misma, siempre es distinta. La existencia es un trágico proceso de creación/destrucción, pues el río de la vida siempre está corriendo porque unos seres mueren para que otros vivan:

 

«Mi gente que va y nunca viene.

Mi gente es un río que pasa y siempre pasa.

Siempre pasa la misma gente el mismo agua»[181].

    El río es un símbolo utilizado por Valhondo en sus libros de la etapa crepuscular, cuando se siente arrastrado por la corriente incontenible de la vida y advierte que está próximo su final.

    Y, por último, el tren es un concepto que aparece tempranamente en la poesía de Jesús Delgado Valhondo simbolizando sus deseos insatisfechos de libertad y la necesidad de descubrir mundos desconocidos y los enigmas que se ocultan tras el horizonte: «Pasan trenes. Me gustaría irme en ellos, a cualquier sitio de cualquier parte. El caso es ir. Cada tren: un montón de misterios»[182]. Pero, poco a poco, este símbolo se irá llenando de angustia pues el tren pasa a ser la vida (aliada con el tiempo), que deja a los seres humanos en las estaciones del camino a merced de la muerte: «–¡Pasajeros al tren!– / Un tren que siempre marcha / dejando inquietas estaciones / al lado del camino»[183]. Este símbolo es propio de la etapa crepuscular de la poesía de Jesús Delgado Valhondo desde La vara de avellano, cuando advierte que la vida es un tren que sólo realiza el viaje de ida:

 

«El tren debe estar lejos,

ajeno a nuestro oído,

camino de algún túnel

haciéndose murmullo de ciudad»[184].

 

 

[1] Manuel Pecellín Lancharro, Literatura en Extremadura, tomo III, Badajoz, Universitas, 1983.

[2] Marciano Rivero Breña, entrevista a JDV, Seis y siete (Badajoz), 17-6-78.

[3] JDV envió este poema por carta a su amigo Fernando Bravo, Zarza de Alange, 23-4-51. Se encuentra editado en Poesía completa de Jesús Delgado Valhondo, tomo III, Mérida, ERE, 2003, p. 92.

[4] Marciano Rivero Breña, entrevista a JDV, Seis y siete (Badajoz), 17-6-78.

[5] JDV, «Definición y Poesía», Hoy (Badajoz), 22-2-58.

[6] “Morir habemos”, La muerte del momento.

[7] «Jesús Delgado», Ruiseñor perdido en el lenguaje.

[8] «Oración del enfermo», La esquina y el viento.

[9] «El mundo-gente», La vara de avellano.

[10] “Vendimia”, La muerte del momento.

[11] La vida está en continuo cambio, la mejor postura ante esta mutabilidad es su aceptación y todo es reflejo de una idea superior, que se manifiesta en la creación.

[12] El ser humano es un reflejo de Dios y todos los seres tienden instintivamente a la búsqueda de su creador.

[13] Para llegar a la unión con Dios es necesario una preparación laboriosa del espíritu basada en el sacrificio y la entrega incondicional.

[14] Estas referencias dan idea de la indagación llevada a cabo por JDV y de su capacidad de aglutinar ideas barrocas, románticas y contemporáneas con un objetivo: hallar respuestas a sus múltiples interrogantes existenciales.

[15] «Porque somos de tiempo”, ¿Dónde ponemos los asombros?

[16] «Álamos», La vara de avellano.

[17] «Gente», Un árbol solo.

[18] «Y dieciséis”, Huir.

[19] Antonio Salguero Carvajal, “Conversaciones con Jesús Delgado Valhondo”, Badajoz, cassettes, 1991-1993.

[20] Entrevista de Pilar Mateos a JDV, mecanografiada, APJDV.

[21] Alfonso Cortés, «La duda es la creencia. Una conversación con Jesús Delgado Valhondo», en monográfico «Jesús Delgado Valhondo», Hoy (Badajoz), 28-11-93

[22] JDV, pregón de Semana Santa, Don Benito (Badajoz), 1973.

[23] «La prisa», Aurora. Amor. Domingo.

[24] Alfonso Cortés, op. cit.

[25] José Joaquín R. de Lara, entrevista a JDV, Hoy (Badajoz), 17-12-82.

[26] Jesús de la Peña [Jesús Delgado Valhondo], «Notas breves de dentro y de fuera», Alcántara (Cáceres), nº 72-74, 1953.

[27] JDV, palabras de agradecimiento por la entrega de la medalla de Extremadura, Mérida, teatro romano, 1988.

[28] JDV, «Sobre todo el paisaje», Alcántara (Cáceres), nº 4, 1946.

[29] JDV, «Una lección», Hoy (Badajoz), 10-7-60.

[30] JDV, «La vuelta a la naturaleza», Hoy (Badajoz), [s.f.].

[31] JDV, «Cimas extremeñas», [s.l.], [s.f.].

[32] JDV, «Tierra entre ríos», Extremadura (Cáceres), 6-1-48.

[33] ibidem.

[34] ibidem.

[35] Santander de la Croix, entrevista a JDV, Hoy (Badajoz), 18-2-67.

[36] JDV, «Elogio del Guadiana», Mérida (Mérida), septiembre 1950.

[37] JDV, «Yo no puedo explicarme», Hoy (Badajoz), 31-10-57.

[38] JDV, palabras de agradecimiento por la entrega de la medalla de Extremadura, Mérida, teatro romano, 1988.

[39] Esta idea la tradujo en estos versos: «Mérida, ¿dónde has ido / que no te siento? / Contrarias nuestras vidas / se nos están perdiendo. / (Duerme la estatua, frío, / sobre su tiempo; / arco de puente y río, / dolor de sueño). / Tú te mueres de joven / y yo de viejo. / Mérida, yo te piso / y tú ¡qué lejos!», «Mérida», El año cero.

[40] JDV, «Una lección», Hoy (Badajoz), 10-7-60.

[41] «Nueva Extremadura».

[42] ibidem. La esperanza de JDV también se localiza en artículos periodísticos de esta época como, por ejemplo, en los titulados «Volver sobre nuestros pasos» (Hoy, 31-12-57) y «Crear paisajes» (Hoy, junio 1962), donde muestra su euforia no sólo por los beneficios económicos sino también culturales que está reportando el Plan Badajoz a su tierra.

[43] «Montes».

[44] «Hombre extremeño».

[45] El poema es editado el 29 de junio de 1956 en el periódico Hoy (Badajoz). JDV lo denominará generalmente “Canto a Extremadura”.

[46] «Nueva Extremadura».

[47] Menos dos rimas en asonante: «mojada-madrugadas» en «Montes» y «Mérida-América» en «Ciudades».

[48] «Cuadros».

[49] «Castillo».

[50] «Encinas».

[51] Marciano Rivero Breña, entrevista a JDV, Seis y siete (Badajoz), 17-6-78.

[52] «Para mi consolación», Canciúnculas.

[53] JDV, «El dolor», Hoy (Badajoz), 13-9-60.

[54] JDV, «La alegría», Hoy (Badajoz), 1-9-63.

[55] JDV, “El silencio”, Hoy (Badajoz), 9-3-78.

[56] «Desde antes», Los anónimos del coro.

[57] Antonio Salguero Carvajal, “Conversaciones con Jesús Delgado Valhondo”, Badajoz, cassettes, 1991-1993.

[58] JDV, «Ser el último para recoger silencios», [s.l.], [s.f.].

[59] Es el texto de una nota manuscrita de JDV, basada en un pensamiento de Romain Rolland, APJDV.

[60] JDV, palabras de agradecimiento por el nombramiento de hijo predilecto, Mérida, 9-7-93.

[61] JDV, «Las cosas», Hoy (Badajoz), 11-4-59.

[62] «La penita», Pulsaciones.

[63] JDV, «La pena y la tristeza», Hoy (Badajoz), 4-4-63.

[64] ibidem.

[65] “Perfil de noche”, Inefable …

[66] JDV, «Drogas mágicas”, Hoy (Badajoz), 8-2-64.

[67] JDV, “Vicente Sos Baynat”, Hoy (Badajoz), 2-2-91.

[68] «Dios en la noche», ¿Dónde ponemos los asombros?

[69] “Siete”, Huir.

[70] JDV, pregón de Semana Santa, Don Benito. 1973.

[71] JDV, «El niño y el paisaje», Hoy (Badajoz), 8-2-64.

[72] JDV, «Necesitan un libro», Hoy (Badajoz), 11-4-67.

[73] JDV, «La palabra que necesitamos», Hoy (Badajoz), 14-5-58.

[74] JDV, «Educación», Hoy (Badajoz), 17-4-58.

[75] JDV, «Divagaciones en torno a Jesús Delgado Valhondo», Cáceres, Aguas Vivas, 1989.

[76] JDV, «¿Es necesaria la poesía?», Hoy (Badajoz), 14-9-63.

[77] JDV, «Cuando la palabra es hermosa», Hoy (Badajoz), 14-6-64.

[78] Declaraciones de JDV, Hoy (Badajoz), 21-1-90.

[79] JDV, «¿Es necesaria la poesía?», Hoy (Badajoz), 14-9-63.

[80] ibidem.

[81] JDV, «Eso que se llama amor», Hoy (Badajoz), 25-3-61.

[82] JDV, “Sugerir”, Hoy (Badajoz), 24-1-64.

[83] Carta de Juan Ruiz Peña a JDV, Salamanca, 31-10-69.

[84] Ricardo Senabre, «Jesús Delgado Valhondo en su lírica esencial», en Escritores de Extremadura, Badajoz, Diputación Provincial, 1988.

[85] Carta a JDV, Río Piedras (Puerto Rico), 22-2-54.

[86] Antonio Salguero Carvajal, “Conversaciones con Jesús Delgado Valhondo”, Badajoz, cassettes, 1991-1993.

[87] Manuel Pecellín Lancharro, presentación de A Jesús Delgado Valhondo. Homenaje, Badajoz, Hotel Zurbarán, 1994.

[88] Respuesta de JDV a una pregunta que, por carta, le hizo Mari Carmen de Celis, Madrid, 1974.

[89] Carta de Antonio Rodríguez-Moñino a JDV, Madrid, 12-8-62.

[90] “Rincón de bosque”, Inefable …

[91] Entrevista de Pilar Mateos a JDV, mecanografiada, APJDV.

[92] Pedro Caba, «Un gran poeta», Hoy (Badajoz), 26-1-58 y 15-2-62.

[93] Fernando Pérez Marqués, «Carta a Jesús Delgado Valhondo», Hoy (Badajoz), 7-3-64.

[94] Carta de Arturo Benet a JDV, Arenys de Mar (Barcelona), 16-1-53.

[95] Ricardo Senabre, «Sentir y decir», en «Jesús Delgado Valhondo», Hoy (Badajoz), 28-11-93.

[96] Antonio Salguero Carvajal, “Conversaciones con Jesús Delgado Valhondo”, Badajoz, cassettes, 1991-1993.

[97] “Un día cualquiera”, La muerte del momento.

[98] “Morir habemos”, La muerte del momento.

[99] “Ese espejo”, El secreto de los árboles.

[100] “Calle de los vivos muertos”, El secreto de los árboles.

[101] José María Bermejo, «La vara de avellano», Hoy (Badajoz), 28-4-74 y en La estafeta literaria (Madrid), 15-6-74. Hugo Emilio Pedemonte también calificó a JDV de “transfigurador” en «Cinco poetas extremeños», REEx (Badajoz), nº III, 1992.

[102] “Jesús Delgado”, Ruiseñor perdido en el lenguaje.

[103] JDV, entrevista en Radio Nacional, Badajoz, 1974.

[104] José María Osuna, «Jesús Delgado Valhondo, claridad y misterio», ABC (Sevilla), 29-9-68.

[105] “Gente”, Un árbol solo.

[106] JDV, “Poesía social”, Hoy (Badajoz), 22-2-61.

[107] Miguel Muñoz de San Pedro, «¡Hemos oído a un poeta!», Extremadura (Cáceres), 22-2-50.

[108] Arturo Gazul, «Poesía de otoño y juventud», Hoy (Badajoz), 20-10-55.

[109] Carta de José Manuel Blecua a JDV, Barcelona, 18-6-62.

[110] “Todo cae”, Inefable …

[111] Miguel Pérez Reviriego, «Jesús Delgado Valhondo», Conocer (Madrid), 1978.

[112] Tomás Martín Tamayo, entrevista a JDV, Hoy (Badajoz), 17-10-76.

[113] Antonio Bellido Almeida, «Jesús Delgado Valhondo, ¿político?», Hoy (Badajoz), 15-7-79.

[114] José María Fernández Nieto, Presentación de El secreto de los árboles, Palencia, Rocamador, 1963.

[115] “Gente”, Un árbol solo.

[116] “Jesús Delgado”, Ruiseñor perdido en el lenguaje.

[117] “Los pronombres personales. Yo”, Los anónimos del coro.

[118] “Las traseras del tiempo”, Inefable …

[119] Bartolomé Mostaza, «Primera antología«, Ya (Madrid), 26-9-62.

[120] “Rosas en el ocaso”, Ruiseñor perdido en el lenguaje. Este título es una confesión de que ha agotado todos los recursos lingüísticos para exponer sus intranquilidades y encontrar respuestas a sus dudas.

[121] Ángel Sánchez Pascual, «Jesús Delgado Valhondo, un poeta en Extremadura», Alcántara (Cáceres), nº 15, 1982.

[122] Carta de JDV a Fernando Bravo, Zarza de Alange (Badajoz), 7-8-58.

[123] José Miguel Santiago Castelo, «Delgado Valhondo», ABC (Madrid), 29-5-79.

[124] Teresiano Rodríguez Núñez, entrevista a Joaquina Oncins Hipólita, Seis y siete (Badajoz), 10-4-76.

[125] “Todo cae”, Inefable …

[126] Hugo Emilio Pedemonte, «Cinco poetas extremeños», REEx (Badajoz), nº 3, 1992.

[127] “Cuatro”, Huir.

[128] Carta a JDV, Río Piedras (Puerto Rico), 13-10-62.

[129] Eugenio Frutos, «Jesús Delgado Valhondo o la poesía de un poeta sincero», introducción a Entre la hierba pisada queda noche por pisar, Badajoz, Universitas, 1979.

[130] “Desnuda soledad”, Un árbol solo.

[131] “Cáceres”, Aurora. Amor, Domingo.

[132] Ramón González-Alegre, «Delgado Valhondo en su Extremadura», El faro de Vigo (Vigo), 7-10-62.

[133] Carta de JDV a Fernando Bravo, Zarza de Alange, 15-11-61.

[134] Carta de Antonio Zoido a JDV, Hoy (Badajoz), 29-1-53.

[135] “Mujer extremeña”, “Canto a Extremadura”.

[136] “Esa mano de tierra”, en “Poemas de Extremadura” de Poesía completa de Jesús Delgado Valhondo, tomo III, Mérida, ERE, 2003.

[137] “Vendimia”, La muerte del momento.

[138] “Amanecer”, “Poemas de Extremadura” en Poesía completa de Jesús Delgado Valhondo, Mérida, ERE, 2003.

[139] Grupo Ángaro, «La vara de avellano«, ABC (Sevilla), 24-8-74.

[140] Manuela Trenado, Aproximación a la poesía de Jesús Delgado Valhondo, Badajoz, ERE, 1995.

[141] Últimos versos de Un árbol solo.

[142] “Soledad habitada”, Un árbol solo.

[143] La comenta en su poema “Montánchez: Cielo de Extremadura”, que JDV incluyó en su pregón de las fiestas patronales de Montánchez (1981).

[144] “Nueve”, Huir.

[145] “Alameda”, El secreto de los árboles.

[146] «El fondo» de Aurora. Amor. Domingo.

[147] «Acaso» de El secreto de los árboles.

[148] «El vuelo busca cuerpo» de Inefable …

[149] «Los pronombres personales (Yo)» de Los anónimos del coro.

[150] JDV, «Calles (Badajoz, capital de provincia)», Hoy (Badajoz), 24-6-70.

[151] «Callejón sin salida», El secreto de los árboles.

[152] «Calle de la nada», ¿Dónde ponemos los asombros?

[153] JDV, «Subir», Hoy (Badajoz), 9-11-63.

[154] «Niebla». Dedicado a los hermanos Bedia.

[155] «Final del camino», ¿Dónde ponemos los asombros?

[156] «Cima», Aurora. Amor. Domingo.

[157] ibidem.

[158] ibidem.

[159] JDV, «Calles (Badajoz, capital de provincia)», Hoy (Badajoz), 24-6-70.

[160] «Doblar una esquina», Aurora. Amor. Domingo.

[161] «Solo», El secreto de los árboles.

[162] JDV, «El corazón», Hoy (Badajoz), 15-2-63.

[163] “Desnuda soledad”, Un árbol solo.

[164] «Cima», Aurora. Amor. Domingo.

[165] «Las traseras del tiempo», Inefable …

[166] «Doblar una esquina», Aurora. Amor. Domingo.

[167] «El fondo», op. cit.

[168] «Amor», Canciúnculas.

[169] “Noche cocida”, op. cit.

[170] «Noche», La esquina y el viento.

[171] «Sombras», El secreto de los árboles.

[172] «Mar», El secreto de los árboles.

[173] «Somos la roca que no crece», La esquina y el viento.

[174] «Jesús Delgado», Ruiseñor perdido en el lenguaje.

[175] ibidem.

[176] «Tarde de domingo», La vara de avellano.

[177] «Atardecer», La esquina y el viento.

[178] «Noche y alba», El secreto de los árboles.

[179] «Retrato de muchacha en una casa de huésped», La vara de avellano.

[180] «Palacio de sentidos», Los anónimos del coro.

[181] «Gente», Un árbol solo.

[182] JDV, «La estación de mi pueblo», Hoy (Badajoz), 26-12-82.

[183] «Gente», Un árbol solo.

[184] «El vuelo busca cuerpo», Inefable …

 

Fotografía cabecera:Vista de La Zarza

Capítulo IV: Libro de Poemas

 

Canciúnculas

Las siete palabras del Señor

Pulsaciones

Hojas húmedas y verdes

El año cero

La esquina y el viento

La muerte del momento

La montaña

Aurora. Amor. Domingo

El secreto de los árboles

¿Dónde ponemos los asombros?

La vara de avellano

Un árbol solo

Inefable domingo de noviembre e Inefable noviembre

Ruiseñor perdido en el lenguaje

Los anónimos del coroLos anónimos del coro

Huir

 

    Después de analizar aspectos comunes de los libros que constituyen la obra poética de Jesús Delgado Valhondo, se hace necesario realizar un estudio particular de cada libro que permita obtener una perspectiva sincrónica de su contenido y llegar a un conocimiento más detallado y profundo de los medios que lo exponen y lo sustentan.

 

    CANCIÚNCULAS

     (1930-1935)

    El título de este libro procede del ritmo de la cancioncilla popular, que el poeta imprime a los poemas de la primera parte cuya denominación es idéntica a la del libro («Canciúnculas»). También muestra la fuente de la que bebió el Valhondo novel y el interés que tuvo desde el comienzo de su obra poética por las manifestaciones (cancioneros y romanceros), recursos (metros cortos, rimas asonantes, estrofas de arte menor) y características (agilidad, espontaneidad, frescura) de la lírica popular, especialmente de la andaluza por su contenido apasionado y sus lamentos desgarradores:

 

«Te tocaré un fandanguillo

con las rejas del balcón.

‘La guitarra tiene un hoyo

dentro del hoyo mi amor'»[1].

 

    Canciúnculas fue encuadernado artesanalmente por el autor con pastas duras de libro de contabilidad de la época. El título se encuentra escrito a máquina en la portada y también en una portada interior, donde va acompañado por el nombre y los dos apellidos del autor. A continuación, aparecen en las caras de los folios los poemas mecanografiados e ilustrados por Leocadio Mejías con dibujos alusivos a sus contenidos respectivos[2]. Canciúnculas es un libro que recoge los poemas escritos por Jesús Delgado Valhondo de 1930 a 1935. Ha permanecido inédito hasta la publicación de su Poesía completa (2003), aunque intentó editarlo al final de la década de los años 30, pero desistió por la crítica negativa que Pedro Caba realizó del libro. Sin embargo, no lo repudia y, posteriormente, incluye los poemas que más apreciaba en Hojas húmedas y verdes y en El año cero, sus dos primeros libros editados.

    Canciúnculas es un poemario juvenil, impetuoso y variado, en el que Jesús Delgado Valhondo mezcla sentimientos de un joven prematuramente maduro con múltiples influencias, donde se hace patente su anarquía lectora y, al mismo tiempo, se manifiesta su atracción por la sencillez expresiva, el tono natural y la forma espontánea pero nunca por el embellecimiento gratuito. La temática resulta una mezcla de asuntos, donde aún no se distinguen con nitidez los predominantes, pues Canciúnculas es el cajón de sastre donde Valhondo trata todos los temas que lo atraen o preocupan en aquel momento. No obstante, entre esa variedad temática se localizan conceptos trascendentes, que muestran la base existencial y la naturaleza anímica de la obra poética de Jesús Delgado Valhondo. Muchos de ellos, con leves variaciones en su exposición, serán los asuntos característicos de su poesía futura.

    El dolor aparece como un medio de conseguir fortaleza espiritual y mantener la conciencia de su naturaleza humana («Pintor: / píntame el pensamiento / de este crítico momento / de dolor, / y hazlo eterno»[3]). El abismo es una metáfora del miedo, que siente el poeta a caer en el fondo de su conciencia sin posibilidad de rearmarse espiritualmente y, por tanto, de salir de la nada, del no ser («¿Qué me separa de ti? / ¿El odio?, … ¿El amor? … ¿La verdad? / Me separa de ti, (escúchalo bien), / la amargura del abismo del mar»[4]). La angustia se halla latente en todo el libro indicando la existencia de una lacerante preocupación existencial en su primera poesía, que luego impregnará toda su obra lírica:

 

«¡Apaga la luz!,

que todo su color rojo / se ha metido en mis ojos.

… ¡Ay! …

Escaleras tan pendientes

y yo rodando por ellas!

[…]

Mañana,

(¿ay! … cuándo será mañana)»[5].

    El misterio del barrio de San Mateo de Cáceres en un principio indica la preocupación por los enigmas existentes en un lugar que fue el entorno de su infancia y su juventud. Pero en realidad es un tema de mayor calado pues, más tarde, lo hará extensivo a los enigmas de la existencia, cuyo desciframiento lo preocupará sobremanera. Los asombros serán el contrapunto de los misterios y la muestra de que Valhondo también supo leer en su entorno aquello que le ofrecía algo nuevo y le hablaba en múltiples formas por medio de la luz, las sombras o el silencio:

 

«Un torreón da respeto

de siglos a su misma sombra.

Un secreto que se asoma

tras el quicio de una puerta

deja abierta

una leyenda

de ……….»[6].

    El espejo es presentado con un enfoque jocoso en la superficie, pero preocupante en el fondo, porque refleja su imagen física pero no su ser consciente situado ya dolorosamente en la existencia («Cuando río, / ríes. / Cuando lloro, / lloras. / Cuando sufro, / no sufres. / Cuando pienso, / no piensas. / ¡IDIOTA!!»[7]). Después de esta referencia, el espejo es un tema que Valhondo mantendrá oculto hasta bien avanzada su obra poética.

    Y la soledad es un asunto relacionado íntimamente con el símbolo de un árbol solo[8], sobre el que Jesús Delgado Valhondo hará girar toda su obra poética con un único y trascendental objetivo: la búsqueda de razones de ese sino trágico:

 

«La soledad

en un rincón

hila que hila que hila

trocitos de mi canción;

hila que hila que hila

las fibras de mi dolor»[9].

    Todos estos temas, sin embargo, se unifican en torno a un asunto central: las preocupaciones espirituales que impregnan el ambiente del conjunto, incluso en los más insospechados momentos («como tu medida zurcida, / tengo de zurcidos yo / llena la vida»[10]).

    Las influencias en Canciúnculas recogen los ecos de escritores tanto clásicos como contemporáneos, que aparecen en la lista de las primeras lecturas del joven Valhondo. Cervantes y don Quijote se encuentran en la referencia a las víctimas de dos de los más celebrados incidentes que tuvo el caballero de la Triste Figura: el ataque a los frailes benitos y la aventura de los molinos («Los olivos, / los castaños / y los pinos, / son ejércitos de frailes capuchinos. / […] / Giran que giran / como molinos de vientos / del diablo / que en el centro / de la tierra / haga pan»[11]). Quevedo está presente en la relación que el poeta establece con el soneto «A una nariz» («Líneas propias de mujer / y por pechos las pirámides de Egipto»[12]). Juan Ramón Jiménez, en el recuerdo de su Platero y yo: «(Mi Platero va mascando / su dulce filosofía)[13]. Unamuno, en la descripción que destaca la austera espiritualidad de Castilla («Llanuras …… / Sequedad en mi garganta y en la tierra. / […] / Un hormiguero / despide una lengüita de fuego»[14]). Antonio Machado, en la semejanza establecida con su prototipo de enamorado («Con una guitarra atada al cuello / por esas calles de Dios, / ¿dónde vas? / No lo sé, soy ciego / y he perdido el corazón»[15]). Alberti, en los requiebros expresivos de su poesía popular («Cantaré los caracoles / por ver si puedo convencerte. / ¡Y olé! / Carmen Romero / te diré lo que te quiero / y hasta donde puedo quererte»[16]). Lorca, en la atracción por los personajes trágicos («Eran cuatro cirios muertos, / cuatro ojos sin luz clara. / Eran cuatro penas grandes / por las cuatro puñaladas»[17]. Emilio Prados, en la angustia por la pérdida de su mundo:  «¡Que el sonar del río / que llevo dentro / calle, / quiero suspenderme sin peso / en el aire»[18]). Y de Miguel Hernández, en su drama vital:

 

«Entran

salen

y vuelven a entrar

abejas

en mi cerebro,

[…]

¡Y vuelven a entrar!,

para traerme libado

el seco sabor del mar¡»[19].

    Además, Jesús Delgado Valhondo se vio influido por los ismos, que concebían el arte (y, por tanto, la poesía) como juego, aunque siempre le inyectó directa o sutilmente una dosis de su característica intranquilidad espiritual. Así el cubismo aparece en la descripción de varios cuadros, donde establece asociaciones subconscientes entre objetos diversos («Una botella partida; / detrás una cara rota / de hombre, monstruo o mujer. / […] / La mitad de una guitarra / suspira por dar la nota»[20]). El creacionismo está presente en la reproducción onomatopéyica de los sonidos de un reloj («Tic, tac, tic, tac, / tic, tac, tic, tac, / ………………. / ¡Ciento veinte pulsaciones!, / ni una menos ni una más. / Rrrrrrrrrrrrrasssssss / Un quejido. / Dan, dan. dan, / Tres suspiros»[21]). El futurismo se halla en el asombro del poeta ante el avión («En una vuelta / de campana / te he visto otra vez / palmera, / parecías el ventilador del cielo»[22]). El impresionismo se encuentra en su deseo de plasmar el instante efímero («píntame el pensamiento / de este crítico momento / de dolor,»[23]). Y el surrealismo se localiza cuando no puede expresar directamente sus inefables emociones:

 

«Otra vez las sombras pardas,

de un perro que llora,

(a un gato la cola

se le eriza sola),

y una vieja cabra

desriza la barba

y la alarga

por la estancia toda»[24].

    La métrica y la rima se distinguen por sus acentuadas vacilaciones pues, aunque basadas en una forma tradicional de metros cortos y asonancias, el poeta mezcla con los componentes de esa base rima consonante, metros extensos y versos sueltos como en el poema «Castilla en siesta». Esta mezcla anárquica provoca que aparezcan en el libro escasos poemas con métrica y rima regular como “Esperé”, un romance octosílabo en la primera parte y una redondilla con rima asonante y consonante en la segunda. En cambio, lo normal es localizar poemas de libre configuración como el titulado “2º cuadro. Suicidio”, que tiene forma de romance, pero intercala dos decasílabos con los octosílabos y rima consonante con la asonante.

    Sin embargo, estos titubeos de Valhondo fueron una práctica necesaria para llegar con el tiempo a su madurez formal y un aviso de que sus mezclas de versos y ritmos significaban un rechazo a encorsetar totalmente la forma de su poesía con una métrica y una rima espartana.

    La decidida voluntad de Jesús Delgado Valhondo por componer una poesía transparente explica que, en Canciúnculas, aparezcan conceptos con valor simbólico que le proporcionan el ambiente lírico adecuado con el fin de hacerse comprensible: la luna y las estrellas para expresar la magia y el misterio de la noche. La guitarra y la canción para difundir sus preocupaciones anímicas. El mar, el viaje y el camino para transmitir sus anhelos de libertad e infinito:

 

«¡Espera caminante!;

me marcharé contigo»[25].

    En Canciúnculas sorprende la capacidad creadora y el empleo de recursos literarios, que nunca desbordan el caudal del verso y contribuyen a que la expresión se adapte a los objetivos perseguidos por el poeta. Así los símiles infunden movimiento a una realidad estática y las metáforas imprimen plasticidad a la expresión, («El río / como un tornillo / se clava en su nacimiento. […] / El camino, / (Alfiler / de la corbata del pueblo)»[26]), las sinestesias transmiten simultáneamente sensaciones dispares («La máquina da un silbido / agudo, estrecho y sombrío»[27]), las personificaciones dan vida a conceptos inanimados («El sol se dormía en mis botas»[28]) y las imágenes expresan visiones difíciles de describir:

 

«¿Quién me empuja por los hombros

para meterme en la tierra

y taparme con escombros?»[29].

    No obstante, como Canciúnculas es un libro juvenil, prevalecen los recursos dinámicos. Así, las anáforas aportan movimiento reiterando conceptos («Rodando / siempre rodando, / como el Sol, / la luna / y yo»[30]), las hipérboles exageran apreciaciones de los sentidos («Así voy dando / mil siete vueltas / en esta tarde de mayo / al paseo»[31]), los signos gráficos imprimen plasticidad a la expresión («¡¡¡Agárrate de mi mano / iremos sobre el río!!! / ……..–¿Dónde?– …….. / Donde la corriente quiera / llevarme contigo»[32]), el monólogo y el diálogo aproximan el mensaje («Caminante ¿Dónde vas? / –Voy en busca del corazón del camino–»[33]), los juegos de palabras aportan un tono lúdico («[…] la sombra me aterra, / […] la sombra es secreto, / […] el secreto me pesa»[34]), los paralelismos insisten en conceptos parejos («La mitad llena de luna, / la mitad llena de sol»[35]) y los estribillos suscitan frescura y musicalidad:

 

«La guitarra tiene un hoyo

dentro del hoyo mi amor»[36].

    Además, llama la atención que, en este libro primerizo, se hallen versos («En los hilos del telégrafo / escribe música Dios»[37]) e ideas claves de su obra poética («Un solo árbol, consuelo / de la gran pasión del campo»[38]) y, como contrapunto, que se localicen símbolos como la guitarra o la canción que no volverán a aparecer en su obra poética.

    Canciúnculas, a pesar de ser un libro novel, presenta una clara estructuración en cuatro apartados: «Canciúnculas», «4 cuadros cubistas», «Viajes» e «Incorpóreas». La primera parte es la más extensa con 18 poemas, que tienen desigual factura tanto en la forma como en el contenido («Tres instantes»: «1º Instante. Amor». «2º Instante. Dolor». «3º Instante, «Olvido», «Novia», «¿Recuerdas?», «Luna llena», «Esperé», «Entre las zarzas», «Crimen» «Carmen Romero», «Río», «Para mi consolación», «Poeta torero», «Media zurcida», «Castilla en siesta», «Una tarde de mayo me saqué yo de paseo», «Noche cocida», «El reloj de mi abuelo», «Fiesta» y «Espejo»). En ellos predomina la sensualidad del poeta que se encuentra en la etapa romántica, propia de un joven que ha descubierto el amor.

    La segunda parte está compuesta por los poemas «1º cuadro. Descarrilamiento», «2º cuadro. Suicidio», «3º cuadro. Caos» y «4º cuadro. Bronca», cuyos contenidos se refieren a la descripción de cuadros vanguardistas (“El ojo turbio de un puente. / Una rueda de la máquina / del tren. Un asiento de primera. / Unas gafas con dos lágrimas / y un libro. / Verde pintado con brocha, / azul y verde de un río, / por donde van siete peces /descoloridos»).

    La tercera parte, formada con los poemas «Vente», «Caminante» (I y II), «Viaje de Platero y yo», «Viaje en tren» y «Viaje en avión», propone cinco formas de hacer camino: la idílica del amor («Agárrate de mi mano / iremos por el camino»); la filosófica del caminante que imprime un hondo sentido a su caminar («Caminante ¿adónde vas? / –Voy en busca del corazón del camino»); la poética de un amable paseo junto a Platero («(Mi Platero va mascando / su dulce filosofía)»; la colorista de un viaje festivo en tren («El tren se toma una copa, –se calienta–, / y sale de allí despacito, / despacito y regañando, / ¡Ay, qué bueno está ese vino, / ay, qué rico!») y la trascendente de sentirse divino («Mitad águila / mitad Dios, / me voy creyendo / cuando paso por / encima de los pueblos»). Aunque estas formas placenteras de viajar no están exentas de preocupación ante los enigmas del camino («El camino / nació blanco, nació muerto, nació frío. / Su corazón está podrido») o por la sensación de tener un destino prefijado:

 

«Rodando

siempre rodando,

como el Sol,

la Luna

y yo».

    Y la cuarta parte, «Incorpóreas», está constituida por «Noche de calentura», «Dejadme morir» y «Duerme que viene el halcón», cuyo contenido se distingue por el tono delirante que las intranquilidades provocan al poeta («Una congoja / absurdamente querida, / se ha enroscado en mi garganta. / […] / Una congoja que me trae / ansias de morir») y el deseo de ser sólo espíritu (de ahí el título de esta parte).

    Estos poemas suponen un avance con respecto a los anteriores, pues recogen un aumento de la tensión lírica producido por la aparición de la angustia que, desde ahora, irá creciendo en Valhondo conforme avance su obra poética. También se detecta un ritmo y un pulso más afianzado, que se manifiesta en la calidad del último poema, “Duerme que viene el halcón»:

 

«Entran,

salen

y vuelven a entrar

abejas

en mi cerebro

[…]

¡Y vuelven a entrar!,

para traerme un zumbido

balbuciente ……..,

(es la nana del demente),

que me deja adormecido».

 

 

LAS SIETE PALABRAS DEL SEÑOR

(1935)

     Este librito es un desahogo espiritual de Jesús Delgado Valhondo, donde muestra la necesidad imperiosa de transmitir líricamente las fuertes preocupaciones religiosas de una crisis de conciencia que sufrió en 1935, angustiado por las vacilaciones experimentadas en su deseo ascético de perfección moral.

Las siete palabras del Señor tiene un contenido exclusivamente religioso, pues Valhondo sólo expone el anhelo de restablecer la conexión perdida con Dios a causa del pecado. Es, por tanto, un libro circunstancial que no tuvo la finalidad de continuar la tarea lírica comenzada en Canciúnculas sino conjurar sus dudas, mostrar su arrepentimiento sincero y obtener el perdón. De ahí que Las siete palabras del Señor sea la trascripción lírica de un acto de contrición personal.

    No obstante, este poemario también es la muestra del carácter agónico del joven poeta y un anuncio de la postura comprometida, que adoptará el poeta maduro en su búsqueda de Dios a lo largo de su obra lírica. Este deseo por llegar a la divinidad directamente a través del conocimiento de sí mismo fue característico en Valhondo, porque lo entendía como una forma de dignificación con la que lograba vencer la desidia espiritual y de humilde aceptación de su condición imperfecta, a pesar de ser parte de la divinidad.

La clave del libro se encuentra en los últimos versos del primer poema, donde el poeta relata las vivencias de su búsqueda, en un principio, desesperada por no encontrar a Dios y, después, sorprendida por hallarlo en su interior («(Te he buscado, / por todos sitios te he buscado / como loco, / allí, / más allá, / aún más allá; / no sé dónde estuve de tanto y tanto andar). / Y ahora, arrodillado y llorando, al fin / te encuentro / dentro / de mí / ¡en mí!»[39]). De este encuentro con la divinidad nace la conciencia pecadora del poeta, que se lamenta de no actuar de acuerdo con su compromiso cristiano, pues no da al necesitado, es frágil en su fe y, en definitiva, se comporta mal[40]. Y como consecuencia de ese sentimiento de culpa nace Las siete palabras del Señor, testimonio escrito de su arrepentimiento y de sus anhelos de perfección moral

 

«Tengo ansias de amor y de verdad,

de algo infinitamente bondadoso,

de virtud,

de caridad,

de beatitud»[41].

    El título del libro procede de la actitud sumisa que adopta el poeta para obtener el perdón tomando como modelo el sacrificio de Cristo. De ahí que siga la línea discursiva de las palabras pronunciadas por el Redentor en la cruz comenzando por una invocación («¡Dios mío! / En pleno campo de rodillas ante ti / con los brazos desnudos, / con los hombros desnudos, con el pecho desnudo. / ¡En pleno campo de rodillas ante ti!»[42]).

    Las siete palabras del Señor ha estado inédito hasta la publicación de la Poesía completa de Valhondo (2003), porque el objetivo de su composición no fue editarlo sino únicamente calmar su espíritu atormentado por la conciencia de encontrarse en pecado. El libro fue encuadernado por su autor con el mismo material, idénticas medidas y al mismo tiempo que Canciúnculas. En la portada lleva el título escrito a máquina con letras mayúsculas. Las páginas están escritas por la cara y no llevan numeración.

    En la página [3], se encuentra una estampa de Cristo crucificado que mira al cielo, aún vivo[43]. En la página [5], se puede leer la dedicatoria («A Eugenio Frutos con todo el cariño que merece a un aficionado a la poesía un poeta como él»[44]) y, debajo, la firma del autor escrita a pluma con su nombre y sus dos apellidos.

    La página [7] es una portada interior que lleva el título del libro escrito a máquina en mayúsculas. La página [9] contiene otra estampa de Cristo crucificado que, aunque distinta a la anterior, vuelve a presentar a Cristo aún vivo y mirando al cielo. Varias estampas más seguirán apareciendo en el interior del libro, ilustrando los poemas de la 1ª [p. 15], 4ª [p. 21], 5ª [p. 23] y 6ª [p. 25] palabra y la página posterior a la 7ª palabra [p. 29]: el primer Cristo está en la cruz con la misma postura que los anteriores [p. 15]; de los otros dos sólo aparece el busto con la corona de espinas sobre la cabeza sangrante y la vista dirigida a lo alto [p. 21 y 23]. En el poema referido a la 6ª Palabra [p. 25] y en la página siguiente a la última [p. 29], aparecen dos Cristos en la cruz, pero ya con la cabeza inclinada, muerto[45].

    Jesús Delgado Valhondo debió intercalar estas imágenes con el fin de ilustrar el libro y ayudar al lector a seguir su contenido sin dificultad, porque las posturas distintas de los Cristos en la cruz se corresponden con las fases del arrepentimiento del poeta: 1º) Durante el tiempo que Cristo está en la cruz mirando al cielo, el poeta eleva sus súplicas a lo alto. 2º) Mientras Cristo aparece con gesto meditativo, el poeta confiesa su estado anímico. 3º) Cuando Cristo ha dejado de padecer porque ha expirado, el poeta se siente invadido por la calma, pues ha conseguido la tranquilidad espiritual que necesitaba.

    Seguidamente, aparecen los nueve poemas que componen el libro, escritos a máquina en la cara de las hojas. El primero es un poema-prólogo titulado «Oración al Señor crucificado» y le siguen los demás cuyos títulos son el enunciado de una de las palabras que Cristo pronunció antes de morir (a la 3ª palabra le dedica dos poemas). Debajo entre paréntesis, cada poema lleva un subtítulo que informa de su contenido y de cómo evoluciona la enmienda del poeta a la par que Cristo va pronunciando sus palabras. El último poema del libro lleva al final la firma de Valhondo con su nombre completo y, debajo, una nota a máquina: «En el crítico momento que quise saciarme de vida», cuyo contenido es una declaración del poeta sobre sus deseos de eternidad, que anhela conseguir como Cristo por medio del sacrificio.

    No se puede ocultar que Las siete palabras del Señor, por su carácter circunstancial y puramente emotivo, es un libro impetuoso que descuida el estilo. Sin embargo, este librito contiene cualidades que resultan apreciables, porque ayudan a conocer la personalidad espiritual del poeta en el inicio de su obra lírica. La principal es el profundo sentimiento religioso que lo impregna, porque Valhondo no se muestra como un cristiano cualquiera que desea alcanzar el perdón por miedo al castigo divino, sino como un ser consciente de su doble condición (divina y humana), que desea encontrarse con Dios para llenarse de su perfección y de su inmortalidad. Por esta razón toma conciencia de sus pecados, solicita el perdón sinceramente y se predispone a seguir un camino ascético imitando a Jesucristo.

    En Las siete palabras del Señor, Jesús Delgado Valhondo se desahoga, suelta el lastre de sus intranquilidades espirituales, encuentra el sentido de la palabra amor (donde piensa que se halla la solución a los problemas del ser humano) y calma su espíritu, cuando capta el verdadero significado del sacrificio de Cristo: llegar a Dios y alcanzar la inmortalidad como premio a su entrega incondicional. De ahí que el poeta, al principio, como Cristo en la cruz, se sienta escarnecido y manifieste un estremecimiento sincero ante su extraordinario sacrificio:

    «Clavadas las rodillas en la tierra, lamido por la tierra, sorbido por la tierra todo el cuerpo … y, martirizado por ser insaciable, por la sed insaciable del amor, como tú!»[46].

    Otro de los aciertos de este librito es el empleo de una lengua confidencial que confiere al proceso un tono cercano al que emplea un hijo para hablar con su padre. Sin embargo, esa primera entonación natural gradualmente se convierte en pasión impetuosa, cuanto más se acerca el poeta al sentido real del sacrificio de Cristo crucificado («Tengo ansias de sufrir más y más, / lo mismo que sufriste tú en la cruz»[47]). Al final, después de la tormenta espiritual experimentada, llega la calma a través de la liberación que supone la muerte:

 

«quedar en una anulación completa,

por no vivir, por no pensar, por no ser»[48].

    En Las siete palabras del Señor escasean las imágenes, porque al poeta ahora no le interesa la forma sino el mensaje con el que trata de convencer a Dios de su sincera rectificación y obtener su gracia. Sólo en las contadas ocasiones que el poeta desea aumentar su desgarro, utiliza alguna imagen con el fin de intensificar el dramatismo de su situación espiritual y conseguir el objetivo propuesto («Llueve azul. / Me envuelve, / me abraza / y me acaricia lluvia azul. / Azul del cielo caído solamente para mí»[49]) o bien cuando desea ser tierno y convincente («No ves como en la noche / se va durmiendo la tarde / cariñosa!»[50]) o cuando quiere expresar la tranquilidad de su espíritu, una vez calmado:

 

«Saciado de vida

y la balanza en su nivel perfecto,

en un platillo el alma

y en el otro el cuerpo»[51].

    Existe también en Las siete palabras del Señor una economía en el empleo de recursos poéticos pues, como corresponde a un tipo de expresión tan llana, son escasos y acordes con el tono del contenido. Esto explica que la rima y la métrica sean irregulares, los poemas mezclen generalmente versos medidos con sueltos y rimados con blancos. De ahí que aparezcan como medios rítmicos la anáfora, las formas no personales del verbo y las reiteraciones de estructuras sintácticas, que imprimen más ímpetu a las súplicas del poeta y verdad a su arrepentimiento («Crucificado en el aire. Insultado por el silencio purpúreo del campo. Blasfemado por una flor temprana»[52]).

    La disposición rítmica y métrica de los versos y los poemas no responde a ningún tipo de estrofa ni de poema tradicional. El poeta dispone los versos de una forma libre, da rienda suelta a sus sentimientos que pugnan por salir de su alma y evita ese freno, porque hubiera hecho más artificial sus súplicas y menos eficaz su mensaje («Tengo ansias de amor y de verdad, / de algo infinitamente bondadoso, / de virtud, / de caridad, / de beatitud»[53]). No obstante, compensa su falta de apoyo en medio formales con la reiteración de elementos que su espíritu, a golpes de sentimientos, dicta a su cerebro:

 

«’Acuérdate de mí

¡Señor!,

cuando vengas a tu reino’.

¡Acuérdate de mí!

Acuérdate de mí.

(Acuérdate de mí)»[54].

    La depuración de la forma llega a tal extremo que, a veces, el verso pierde su ritmo característico y se convierte en un monólogo angustioso que peca de prosaico («Tengo ansias de sufrir más y más / lo mismo que sufriste tú en la cruz / que sabiendo que no podías beber, / en tu boca se encendió la luz / de la palabra, cuando con toda tu bondad / dijiste a tus verdugos: ‘Tengo sed’ «[55]). Y, otras, los versos se alargan de manera exagerada y forman textos próximos a una exposición cualquiera («Clavadas las rodillas en la tierra, lamido por la tierra, sorbido por la tierra todo el cuerpo … y, martirizado por sed insaciable, por la sed insaciable del amor, como tú!»[56]).

    En varias ocasiones se detecta una preocupación solidaria por la dignidad de las madres y los niños («¿Ves a esa mujer triste y sola? / Consuélala como a madre»[57]. «¿Ves a esa niña triste, escuálida, andrajosa? / ¿A ese niño pobre pedir sin obtener / caridad?»[58]). Y también se localiza un interés por vislumbrar en las palabras de Cristo una defensa de la mujer que, en la década de los años 30 cuando Valhondo compone el poemario, resulta sorprendente:

 

«¡Mujer, dijo! Mujer y no madre.

A ti, a ésa y a aquélla, y a todas

os dijo Jesús, mujer!»[59].

    En cuanto a los influjos, se hallan coincidencias con la ascética en el contenido y la estructuración del libro, cuyo primer poema «Prólogo a Las siete palabras del Señor» es una descripción del camino místico seguido por el poeta hasta llegar al encuentro deseado para conseguir su benevolencia. Primero, el poeta públicamente se reconoce pecador, se arrepiente y pide perdón (vía purgativa) («¡Dios mío!: / En pleno campo de rodillas ante ti / con los brazos desnudos, / con los hombros desnudos, / con el pecho desnudo. / ¡En pleno campo de rodillas ante ti!», versos del 1 al 6). Segundo, el poeta libre de pecados se purifica y una luz guía su camino a Dios (vía iluminativa) («Llueve azul. / Me envuelve, / me abraza / y me acaricia lluvia azul. / Azul del cielo caído solamente para mí!», versos del 7 al 27). Y tercero, el poeta encuentra a Dios en sí mismo (vía unitiva) («Y ahora, arrodillado y llorando, / al fin / te encuentro / dentro / de mí, / ¡en mí!», versos del 28 al 41).

    A la vez, el libro significativamente se estructura en tres partes, que coinciden en conjunto con la descripción del proceso místico seguido por el poeta en su búsqueda de Dios: vía purgativa, primer poema; vía iluminativa, del segundo al séptimo, y vía unitiva, octavo y noveno. No obstante, teniendo en cuenta la línea discursiva que sigue el contenido del libro de acuerdo con las palabras pronunciadas por Jesucristo en la cruz, se pueden distinguir cinco partes:

    La primera está formada por el poema-prólogo, donde el poeta cuenta a Dios la búsqueda desesperada y el sacrificio realizado hasta llegar a su presencia, apoyándose en medios reiterativos:

 

«(Te he buscado,

por todos sitios te he buscado

como loco

allí,

más allá,

aún más allá;

no sé dónde estuve de tanto y tanto andar».

    La segunda parte acoge los poemas «¡Padre, perdónalos! porque no saben lo que hacen (Arrepentimiento)» y «En verdad te digo que hoy estarás conmigo en el Paraíso (Aún más arrepentimiento)»), en los que el poeta declara su contrición empleando recursos intensificadores:

 

«Perdóname

que yo soy igual que aquéllos

que no supieron …………………

Perdóname

¡Señor!

y mátame

¡Dios mío!

después»[60].

    La tercera parte está integrada por los poemas «Mujer he ahí a tu hijo (Amor)» y «Hijo, he ahí a tu madre (Más amor)», que son una muestra de la solidaridad del poeta con los que se encuentran en la indefensión y en la soledad:

 

«¿Ves a esa mujer triste y sola?

Consuélala como a madre.

-¿Y a ésa desgraciada y a  ésa loca?-

¡Consuélala como a madre¡»[61]).

    La cuarta parte incluye los poemas «Padre mío, ¿por qué me has abandonado? (Intranquilidad)», «Tengo sed (Deseo)» y «Consummatum est (Tranquilidad)», que recogen la honda preocupación del poeta cuando recuerda el vacío emocional que sintió Cristo a la hora de su muerte, solo en la cruz («No tener agonía, / entregarme sin luchar, / decir como el Señor a última hora, / [¿]para qué vivir si la obra / ha terminado ya?»). En esta imagen se encuentra el origen de su idea capital, un árbol solo, pues Valhondo pronto descubre que el ser humano estaba abocado a la soledad, pero podía mitigarla relacionándose con sus semejantes y abrigando la esperanza de encontrar a Dios. Pero más tarde advierte que la verdadera soledad era la que sentiría en el instante de su muerte, pues no tendría posibilidad alguna de consolarse en los demás ni recibiría ayuda de Dios:

 

«¿Por qué, Señor, Dios mío, en tu misma agonía,

(que a ti mismo te hubieses con tu poder consolado).

A ti mismo te mirabas y angustioso te decías;

‘Padre mío, ¡por qué me has abandonado?’

¡DIOS MÍO! ………………. (¿POR QUÉ?)»[62].

    Y la quinta parte está formada por el poema «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu. (Inmortalidad)», donde el poeta desea fervientemente imitar la entrega incondicional de Cristo que, por su sacrificio, ganó la vida eterna:

 

«Sentir

que en tus manos me envolviera la inmensa eternidad»[63].

 

    Las siete palabras del Señor, aunque propio de un poeta novel, muestra ya la existencia de un ser humanísimo, consciente de su condición caduca, que vive y lucha con todos sus recursos espirituales buscando la perfección para ser digno de Dios y poder participar de la vida eterna. Esta postura dignificadora, propia de un ser íntegro que no se conforma con vivir inconscientemente, tiene una importancia fundamental para comprender la poesía de Valhondo: el compromiso religioso que muestra en Las siete palabras del Señor no es producto de un impulso pasajero sino la columna vertebral de toda su poética, porque se sostiene en la conciencia de su finitud y su soledad y, como consecuencia, en la férrea voluntad de buscar a Dios, que será el motor que infunda energía espiritual a su obra poética.

    La conclusión a la que llega Jesús Delgado Valhondo en Las siete palabras del Señor es que el ser humano debe tener conciencia de su condición finita y, a partir de ese autoconocimiento, llegar a la perfección moral para contribuir a la construcción de un mundo de seres solidarios que conecte fácilmente con Dios en beneficio de todos.


    PULSACIONES

    (1935-1940)

    Es un poemario que supone un mayor ahondamiento en las inquietudes espirituales de Jesús Delgado Valhondo donde se mezclan, sin orden aparente, traumas acentuados con otras preocupaciones relacionadas con la difícil tarea de sortear los misterios de la existencia, soportar la nostalgia por el pasado y combinar todo con sus anhelos de infinito y de eternidad. Sin embargo, aunque se observa un aumento de la angustia, el poeta logra exponerlos en un tono más sereno y personal, sin desgarros ni influencias tan palpables como en sus libros anteriores.

    En el original, el título “Pulsaciones” no aparece en la portada sino en otra interior, que además pone «POESÍAS» y, debajo, la firma escrita a pluma con el nombre y los dos apellidos del autor. Los poemas aparecen a continuación, escritos a máquina por Leocadio Mejías[64] y distribuidos en cuatro partes: 1ª)»Musiquillas»: «¡Ay, quién fuese corazón!», «Cántaro», «Lagarto», «Canción», «Cuando te pusiste medias», «El loco», «Pozo», «De la noche a la mañana», «Campo» y «Para ti las margaritas». 2ª)»Atardecer del gitano»: «La penita», «Entre la pena y el consuelo», «El consuelo» y «Cante jondo». 3ª)»Angustia hecha flor»: «Angustia», «Flor», «Soledad», «Florecer», «Canción a la eternidad», «Meditación», «¿Dónde pondré el corazón?», «Oración», «¿Ser?», «El silencio levanta un altar», «Camposanto» y «El sepulturero». 4ª)»Barrio de San Mateo»: «Plazuela de San Mateo» («Torreón». «Campanario del convento». «Convento»), «Calleja oscura», «Arco de Santa Ana», «Salida de luna», «La bruja» y «Amanecer».

    Pulsaciones es un libro elaborado entre 1935 y 1940 y encuadernado por Jesús Delgado Valhondo con idéntico diseño y al mismo tiempo que los poemarios anteriores. No tuvo interés en publicarlo quizás por la crítica adversa de Caba sobre Canciúnculas, que lo llevaría a considerar ambos libros poco maduros y a pensar que, si de uno había recibido una opinión desfavorable, del otro no la obtendría mejor. Esta suposición explicaría también que los poemas de Pulsaciones en general se encuentren muy reelaborados y que usara la vuelta de las hojas de este libro como borrador de El año cero.

    De cualquier forma, tras un análisis de Pulsaciones se nota que es un libro posterior a Canciúnculas porque tiene una mayor madurez en el pulso poético, menos vacilaciones rítmicas, más equilibrio en el estilo, mayor dominio del lenguaje poético (más calidad de las imágenes, menos prosaísmos, ripios y desajustes), un tono más grave y maduro por la desaparición de la espontaneidad y los juegos líricos (aunque, por esto mismo, Pulsaciones es menos vitalista), un aumento de las preocupaciones existenciales, que muestra una evolución hacia una poesía más trascendente, y un mayor número de poemas de Pulsaciones en Hojas húmedas y verdes y El año cero.

    Los poemas de Pulsaciones presentan una cierta regularidad en torno al octosílabo, que se suele combinar con otros metros, aunque sin formar apenas estrofas o poemas. Sólo presentan regularidad en la medida y la rima algunos poemas como «La penita», «Meditación» y «La bruja» (romances octosílabos), «Campanario del convento» (un pareado endecasílabo) y «Salida de luna» (tres cuartetas asonantadas o tiranas). El resto son regulares en la métrica o en la rima como, por ejemplo, «El loco», un poema de 18 octosílabos, que dispone de rima asonante en los pares hasta el verso 12 y luego la cambia a los impares (vv. 13, 15 y 17) y «Lagarto», que tiene rima asonante en los pares, pero sus versos son heptasílabos, octosílabos, eneasílabos y decasílabos.

    Por tanto, en Pulsaciones, Valhondo sigue interesándose poco por encorsetar su expresión. Aunque se observa una tendencia hacia la contención emocional con el empleo del octosílabo y la reducción de las estructuras reiterativas.

    El contenido de los poemas sigue siendo muy variado, porque el objetivo de Jesús Delgado Valhondo fue trasmitir las sensaciones de asombro o temor, que le provocaban ciertos hechos. Sin embargo, las agrupa en cuatro partes y las hace girar en torno a un tema predominante, excepto la primera donde mezcla la sensualidad («Canción»), el paso del tiempo («Cuando te pusiste medias»), la preocupación por los seres marginados («El loco»), la imagen del ahogado («Pozo») o la melancolía («Para ti las margaritas») sin preocuparse mucho por la unidad de esta agrupación.

    Por este motivo, la primera parte del libro es la más variopinta como corresponde a la aparente intrascendencia de la canción popular, que el poeta toma como punto de referencia y manifiesta en el título (“Musiquillas”). Conecta así con la línea tradicional iniciada en Canciúnculas, que fue interrumpida por Las siete palabras del Señor. No obstante, los contenidos en esta parte no coinciden generalmente con la frescura de esta manifestación tradicional, pues en Valhondo se hacen profundos y preocupantes por esa tendencia innata al ahondamiento en conceptos que él provee arbitrariamente de circunstancias existenciales («Para ti las margaritas, / para mí los pensamientos. / Para ti todo el cantar, / para mí su sentimiento»[65]) o a la insistente preocupación por los seres marginales:

 

«El loco, el locooooooooooo

[…]

Y, el hombre triste y escuálido,

por esos campos de Dios

sigue como o rodando

temiendo que alguna vez

quede por una o ahorcado»[66].

    El tema central de la segunda parte de Pulsaciones («Atardecer del gitano») es la pena, que el poeta ambienta con un tono de tragedia lorquiana y manifiesta en su acentuada preocupación por la muerte y en su impotencia de conseguir la inmortalidad («Allá en las cumbres más altas / todas las noches me duermo / […] / ….. ¿Acaso será? …… ¡Dios mío!, / que yo quiera hacerme eterno?»[67]). En el fondo, impregnando ese ambiente trágico, se oye la queja desgarradora del cante jondo:

 

«Espiral del cante jondo

taládrame el corazón.

‘Porque me veo en decadencia’.

Espiral del cante jondo

ya me has roto el corazón»[68].

    El título de la tercera parte, «Angustia hecha flor», adelanta un aumento de la preocupación que invade sus poemas, cuyo núcleo temático es la angustia («¡Suéltame!, no me aprisiones el cuerpo, / ni el alma, / ni el corazón. / […] / ¡Suéltame, / desátame, / déjame!, / que me devora el ansia de marchar»[69]). Múltiples motivos explican que el poeta sienta numerosas preocupaciones: la contradicción de sentirse parte de Dios como espíritu y, a la vez, imperfecto como ser humano («Siento / allá lejos, en las cumbres más altas / de mis pensamientos, / florecer mi alma, / y aquí en este trozo de tierra mi cuerpo»[70]), la presencia constante del dolor («Dios mío. / Atenúame la luz del alma / que tiene mucho dolor / el corazón»[71]), el recuerdo del miedo sentido en su infancia y ahora en su conciencia de hombre maduro («tener la vida en un hilo, / sentir el miedo que un día / sentí siendo niño. // Sentirme hombre. / […] / No»[72]), la necesidad del silencio y la reflexión para rearmarse anímicamente («El silencio levanta un altar / donde oficia / su / misa / el alma mía»[73]) y el temor a la muerte que trata de conjurar con la ironía:

 

«Quien dijo mal del sepulturero,

no supo bien lo que dijo.

[…]

Yo ya le tengo encargado

que me cante un fandanguillo»[74].

    Los poemas de la cuarta parte, titulada «Barrio de San Mateo», tienen en común el misterio que envuelve la atmósfera de este lugar, donde el ánimo del poeta sufre un fuerte contraste pues se engrandece por la perfecta comunión que consigue con su entorno y, al mismo tiempo, se empequeñece porque allí nota con más nitidez su imperfecta condición:

 

 

«Calleja: mi cuerpo

se está convirtiendo en alma

atada en tu oscuridad,

en tu calma,

[…]

Casi no me encuentro de tanto

miedo! …..»[75].

 

El enigma de la existencia es, por tanto, el aglutinador de las sensaciones opuestas que el poeta experimenta. Así la paz espiritual, que sentía desprenderse del recogimiento de las monjas del convento situado en aquel barrio, aparece mezclada con fuertes preocupaciones como la oscuridad que se llena de secretos amenazadores, el amor que termina trágicamente y la necesidad de la luz del día para recomponer su ánimo:

 

«Manto negro de la noche

has perdido ya el color,

y, se ha borrado lo escrito

por mí, con trozos de corazón.

¡¡¡SOL!!!

Como una flor se va abriendo la mañana»[76].

    Entre los asuntos tratados se encuentran algunos de los aparecidos en Canciúnculas pero, como se puede comprobar, se han excluido los más positivos como la avidez de asombros buscando experiencias nuevas o el gusto por el viaje placentero. A cambio, se insiste en el dolor, la angustia y la soledad.

    En Pulsaciones vuelve a aparecer la sensualidad, que ya se localizó en Canciúnculas, envuelta en el ritmo de la canción flamenca («Si quieres que yo te quiera / tienes que salir desnuda / para que pueda yo verte / a la luz de la luna»[77]). También se detecta la preocupación de Valhondo por los seres más débiles como muestra de la solidaridad del que no sólo está preocupado por sus tormentas anímicas sino también por los seres humanos más necesitados de amparo:

 

«¡Qué dolor cuando te miro,

pozo de dolor cargado!

[…]

Hoy he visto un niño

en la cama de tu agua

aprisionado»[78].

    En Pulsaciones, se confirma la madurez prematura del joven poeta en el uso reiterado de temas como el suicidio, que pasa por su mente como solución a los desgarros de su espíritu, unas veces sutilmente a través de sus personajes («Aquí hay un hombre entero, / éntrate [puñal] por mi costado / que te haré flor en mi pecho»[79]) otras, directa y claramente («Cerca de mí un árbol seco / me está invitando al suicidio»[80]). Esta atrevida franqueza, que ignoró un tabú de la época, descubre la independencia de una personalidad poética con un gran interés por mostrarse sincero y por actuar de acuerdo con su compromiso humano y su responsabilidad lírica.

    La insistencia en la pena y la tristeza provocan la aparición de un tono angustiado porque el poeta, que ya tomó conciencia de su origen divino al sentirse parte del paisaje, comienza a notar sus limitaciones y su finitud. Tal contrasentido desemboca en una patente desorientación. Así, por un lado, su sentimiento se atrofia hasta desear la pena («–¿Para una pena?–. / ¡Quererla! / eternamente quererla»[81]) y, por otro, sus anhelos de Dios y de eternidad terminan, por los fracasos sufridos, en un deseo de insensibilizarse para eludir el sufrimiento:

 

«Dios mío,

[…]

Núblame la inteligencia

y embálame en algodón

el corazón»[82].

    Los últimos poemas de Pulsaciones tratan dos conceptos muy arraigados desde antiguo en el espíritu de Valhondo: el silencio y la soledad que, en esta ocasión, surgen de la espiritualidad del barrio de San Mateo de Cáceres. Pero ese lugar, que hasta ahora le había evocado momentos inolvidables, se encuentra invadido por misterios que le provocan fuertes intranquilidades como su conciencia de sentirse físicamente imperfecto:

 

«¡¡¡COMO SE AGRANDA MI ALMA!!!

(¡Cómo se me achica el cuerpo!)»[83].

    En Pulsaciones, aparte de la influencia popular, se sigue detectando una leve referencia a Juan Ramón Jiménez en la atracción mostrada por Platero y yo («Un coro de niños pone / un horizonte de cantos. / El loco, el locooooooooooo»[84]) y a El romancero gitano en su vertiente trágica, cuando el poeta elige a un calé como protagonista de un ambiente impregnado de tristeza y muerte lorquiana:

 

«No quiero que a mí me entierre

con pena el sepulturero.

Ni que se diga que yo

no soy del todo flamenco»[85].

 

    Además, se descubren influjos del Modernismo en sus dos épocas claves: una, en el interés por la sensación, la musicalidad, la melancolía de los ambientes crepusculares («Un crepúsculo otoñal que traiga silencio y sombra, / para mí. / Un amanecer de campanillas de plata y cantos de alondra, / para ti. / La humedad y la tristeza de todos los lamentos / para mí. / Los olores y canciones de todos los huertos / para ti»[86]). Y, otra, en la semejanza con el poema “Lo fatal” de Rubén Darío que, pasada su etapa colorista y despreocupada, creyó encontrar solución a sus intranquilidades en la anulación de su sensibilidad:

 

«Quién pudiese sentirse fiera

en un bosque, entre árboles,

entre jarales, entre piedras,

en una cueva profunda y sentir,

¡Quién pudiera sentir / ser tierra!»[87].

    También se observa la influencia del inefable Ramón Gómez de la Serna en versos que son una especie de greguerías («Mira que alegre va el río / sonando buenos dineros»[88]), donde Valhondo se interesa por los nuevos caminos artísticos y por este sorprendente escritor para conseguir una expresión lírica más rica y creativa[89].

    Y, por último, se localiza una influencia del poeta colombiano José Asunción Silva[90] en la honda melancolía de algunos poemas y en el gusto por las repeticiones anafóricas, que dejan en el aire una pena latente («¡¡¡COMO SE AGRANDA MI ALMA!!! / (¡Cómo se seca mi cuerpo!) / (¡Cómo se seca mi cuerpo!) / (¡Cómo se seca mi cuerpo!)»[91]). En cuanto a la influencia vanguardista de Canciúnculas, sólo queda un caligrama, «Arco de Santa Ana»[92], recuerdo de aquella reminiscencia que caló hondo en el ánimo abierto de Valhondo, para desaparecer después en cuanto tomó el pulso de su poesía personal, que se encontraba lejos de estas experiencias juveniles.

    Hay en Pulsaciones abundantes imágenes, que presentan a un poeta más creativo y evolucionado hacia una expresión más rica en matices que en sus libros anteriores, buscando la expresión exacta y una forma más lírica sin perder capacidad de comunicación («Se cayó la luna al pozo / y está nadando dormida»[93]). Esto explica que las imágenes y recursos literarios en Pulsaciones destaquen por estar más ajustados a la expresión que en Canciúnculas, porque ahora el poeta se ha desprendido de ímpetu espontáneo igual que de medios formales. Por este motivo es fácil localizar en ellos una espiritualidad más equilibrada con el lirismo al que gradualmente va tendiendo el poeta, aleccionado por sus deseos de crear una poesía trascendente y desprovista de elementos innecesarios sin olvidar su carácter literario.

    Esta es la razón de que se puedan localizar metáforas («La luna parece un signo»[94]), imágenes («Atenúame la luz del alma. […] Hazme una arruga en la frente. […] Arráncame con tenazas la espina. […] Núblame la inteligencia […] embálame en algodón»[95]), sinestesias («mis oídos sueñan música, / mis ojos sueñan calvarios»[96]), paralelismos («Ay, quién fuese pescador / […] / ¡Ay, quién fuese corazón!»[97]), anáforas («Para ti … / para mí … / para ti … / para mí»[98]), símiles («Me rodea tu espíritu / como atmósfera de lana»[99]) y personificaciones:

 

«Una rosa bebe olor de tierra.

Un ciprés pincha su encanto

que sangra. Una cruz

pide caricia a una mano

de madre.

Un ángel se hace de mármol»[100].

 

    Pulsaciones es el libro que cierra la etapa iniciática de Jesús Delgado Valhondo, donde terminan los tanteos realizados durante una década que lo han llevado a marcarse un objetivo: crear una poesía que exprese sus intranquilidades para mitigarlas y, a la vez, que las comunique de una forma cálida, trascendente y directa.

 

     HOJAS HÚMEDAS Y VERDES

    (1944)

   Hojas húmedas y verdes es el primer libro de poemas publicado por Jesús Delgado Valhondo. Tiene una importancia capital porque es la continuación, conexión y síntesis de su primera poesía y el punto de partida donde se encuentra recogido el germen de su lírica madura.

    Es un libro compuesto con poemas de Canciúnculas («Amor» y «Amanecer en la catedral»), Pulsaciones («Meditación»), su borrador («Notas del viaje», «Dolor», «A la orilla del mar», «Castillo» y «Mañana vieja») y once poemas nuevos («Semana Santa», «Día nuevo», «Paseo», «Otro amanecer», «La venta», «Apuntes», «Fecundidad», «Árbol nuevo», «Árbol viejo», «La manzana» y «El membrillo»).

    Hojas … mantiene, amplía y perfecciona características de los libros de la primera parte de la obra poética de Jesús Delgado Valhondo. Así los poemas seleccionados de Canciúnculas y Pulsaciones muestran que el poeta ya tiene conciencia de la calidad, pues son producto de una ardua labor de lima y muestran su responsabilidad a la hora de dar a conocer sus primeros versos en un libro editado. Además, su autoexigencia lo arrastra a reelaborar versos y poemas constantemente hasta el punto de estropear alguno por su afán perfeccionista e, incluso, a desechar otros que sólo se conocen por referencias documentales y debió destruir en arrebatos de perfección.

    También se observa que los poemas nuevos de Hojas … están construidos con un cuidado exquisito. Unos se enmarcan en la disciplina del soneto y el resto se sustentan en una labor creativa que tiende a una expresión esencial, suprimiendo los elementos superfluos y espontáneos de su primera poesía. Además, se observa que el poeta no sólo sabe lo que quiere sino también cómo conseguirlo por medio de un estilo personal presidido por la sinceridad expresiva, el tono familiar, la sencillez elaborada y la seriedad lírica. Este hecho lleva a pensar que Jesús Delgado Valhondo ha dado por concluida su etapa iniciática y es consciente de que en Hojas … debe cimentar su obra poética de acuerdo con un contenido trascendente, una forma cuidada, un estilo propio y un esquema formal caracterizado por la unidad y la coherencia.

    Hojas … fue un libro que Jesús Delgado Valhondo no tuvo en mente hasta poco antes de su publicación, porque el proyecto que llevaba abrigando largos años era publicar «un libro grande» (El año cero). Pero sus planes se vieron alterados por el ofrecimiento de edición de la Colección Leila y el ferviente deseo de conocer la opinión de la crítica sobre su poesía de la que, hasta el momento, sólo había editado algunos poemas sueltos en revistas.

    El libro se encuentra dividido en dos partes descompensadas, pues la primera (dedicada a A. Rodríguez Rebollo) tiene 12 poemas y 14 «Apuntes» y la segunda (ofrecida a Eugenio Frutos) sólo cinco poemas. Sin embargo esta descompensación está calculada, porque la doble división tiene la finalidad de distinguir un antes y un después. La primera parte ofrece una antología de poemas anteriores y la segunda acoge los poemas nuevos.

    Además, un análisis detenido de la estructura detecta un equilibrio formal basado en la simetría. La parte inicial tiene un soneto más dos poemas con títulos formados por sustantivos semejantes (día-mañana) y adjetivos opuestos (nuevo/vieja) más dos poemas dedicados a elementos del paisaje («Castillo» y «A la orilla del mar»). La parte central se compone de siete poemas más catorce «Apuntes», que tratan contenidos diversos. Y la parte final está integrada por un soneto más dos poemas con títulos formados por sustantivos semejantes (árbol-árbol) y adjetivos opuestos (nuevo/viejo) más dos poemas dedicados a elementos del paisaje («La manzana» y «El membrillo»). Es decir, la parte central está construida con siete poemas más el doble de «Apuntes» y las partes periféricas con la reunión de cinco poemas en cada una que, además, están repartidos de una manera idéntica en ambas partes.

    No obstante, el libro gira en torno a la descripción del estado espiritual del poeta proyectado en el paisaje, que sostiene en contenidos distintos. En la primera, los poemas correspondientes a la parte inicial, el argumento se centra en el paisaje y, en los poemas de la parte central, se observa que este asunto progresa desde el interés por el entorno al recogimiento de la meditación y, por tanto, al ahondamiento en intranquilidades que cada vez le resultan más preocupantes (el paso del tiempo y la muerte). En la segunda parte, formada por los poemas del apartado final, vuelven a centrarse en el paisaje y en las sensaciones diversas que despierta en su espíritu (fecundidad –naturaleza-, soledad –árbol-, sensualidad –manzana-, recuerdos –membrillo-). Esas emociones, sin embargo, están impregnadas por una suave melancolía que le provocan sus deseos insatisfechos de libertad como al árbol solo, que se encuentra prisionero del paisaje. Por tanto, Hojas … es un libro estructurado formal y significativamente, que indica el interés de Valhondo por seguir presentando sus libros nítidamente distribuidos para facilitar la comunicación con el lector y mostrar su conciencia de autoría.

    Aunque los temas de Hojas … no son nuevos, se observan varios cambios en su uso y en su enfoque. El poeta ha desechado los influidos por la angustia de tono lorquiano y la idea machadiana del camino, los asuntos se concretan y el tratamiento presenta mayor madurez, porque ha desaparecido los detalles de espontaneidad e intrascendencia de su poesía novel. Ahora, todo gira en torno al tema central del paisaje, cuya consolidación resulta patente pues no se trata de una simple descripción plástica sino de una profunda contemplación espiritual. De ahí que el poeta no se limite a relacionar los elementos del paisaje, sino que, por el contrario, los use como espejo donde se refleja el estado de su espíritu, que se deduce melancólico porque el paisaje se desvanece, las montañas no son nítidas, la primavera es fría y el árbol lo incita a la autodestrucción:

 

«A las montañas lejanas

alguien da con difumino.

Cerca de mí un árbol seco

me está invitando al suicidio”[101].

    Como el paisaje es la obra de Dios, el poeta entabla una relación unidireccional con la divinidad en la que, de momento, encuentra consuelo a sus intranquilidades («Mientras los dedos de Dios / están secando mis lágrimas»[102]). Sin embargo, no es suficiente esa conexión unilateral con Dios, pues también impregnando el entorno natural aparece el tema del tiempo y de su implacable aliada, la muerte, que le producen una acentuada angustia («Me está doliendo el tiempo / en las primeras canas de la cabeza. // Como una compañera / fuerte me aprieta del brazo / una cinta negra»[103]). Por tanto, el paisaje, la muerte, el tiempo y Dios se perfilan como los temas fundamentales de la obra poética de Jesús Delgado Valhondo. Esta concentración de asuntos claves indica que en Hojas … quiso cimentar la base temática de toda su obra lírica.

    Otros temas complementarios se mezclan con estos asuntos centrales como la preocupación religiosa («Semana Santa»), la tristeza («Mañana vieja»), los anhelos de infinito («La estación»), la melancolía («Paseo»), el dolor («Dolor»), la espiritualidad («Amanecer en la catedral»), las intranquilidades («Apunte VI»), la aceptación de su condición imperfecta («Apunte VII»), el miedo a la muerte («Apunte VIII») y la comunión con el paisaje («Apunte XIV»). Es decir, han perdurado de los libros anteriores aquellos temas que congenian con los asuntos elegidos por el poeta cuidadosamente, para que sean el núcleo de su obra poética.

    Esta concreción temática indica que ahora el poeta se encuentra en el camino de la madurez y justifica que haya desaparecido el ímpetu arrollador e inconsciente de sus primeros libros, los temas intrascendentes y el desbordamiento por alguno de sus extremos. El tono se equilibra y adopta una solemne gravedad como se detecta llamativamente en el soneto que abre el libro, donde Valhondo recoge el profundo sentido religioso con que capta e interpreta la realidad, quizás queriendo advertir este cambio de actitud lírica:

 

“La primavera enciende velas largas

cuya almena de luz son las estrellas

que en la noche temblando se retrasan.

Son semillas las lágrimas amargas

esperando que alguno beba en ellas

el dolor de los Cristos que aquí pasan”[104].

 

    Hojas húmedas y verdes es el punto de partida del recorrido vital y lírico iniciado por el poeta, que se sabe y se siente paisaje, no sólo por ser su primer libro conocido sino, sobre todo, porque su contenido se relaciona con este asunto omnipresente. Hojas … es el nacimiento del poeta y el paisaje, el origen del hombre que representa. Es lógico, por tanto, que la naturaleza se haya convertido en el termómetro que indica su estado espiritual. Este asunto predominante se localiza en el mismo título del libro y en el de poemas como «Día nuevo», «A la orilla del mar», «Otro amanecer» o «Árbol viejo». Incluso hay referencias directas al paisaje en poemas cuyos títulos no se refieren a él como, por ejemplo, «Semana Santa» y «Apuntes».

    Dentro del paisaje aparece el hombre, los animales (la paloma, el toro, la perdiz, la golondrina, la cigüeña), las plantas (el árbol, elemento primordial, y las frutas -la manzana y el membrillo-), donde el poeta encuentra el paisaje sintetizado («He mordido la manzana / la lluvia fresca, mi cuerpo / y una fuerte mañana»[105]), y también se muestra el poeta que mimetiza su ánimo con el paisaje hasta el punto de verse afectado por los contrastes de sombra y luz. Así la noche lo incita a la destrucción, angustiado en su soledad por esa lacerante melancolía en que suele vivir («Si llego a matarme anoche / hoy no respiro este alba / que sabe a fruta madura / que sabe a fresca manzana»[106]). El amanecer, en cambio, lo libera de los temores nocturnos con la luz que ahuyenta las sombras, porque su espíritu con el día se rearma anímicamente:

 

«Una nube se quiere hacer gusano,

el aire todo negro bulle y crece

y se extiende gozoso por el llano

derrumbando a la sombra que perece»[107].

    En el centro del paisaje se sitúa el árbol que, de esta forma destacado, representa al poeta y, por extensión, al hombre. El árbol es el elemento primordial del paisaje por su estrecha semejanza con la posición del ser humano en el mundo. El árbol, por tanto, es un símbolo con que el poeta explica su concepción sobre la existencia. Cuando es joven, el árbol se enraíza en la tierra sintiéndose parte del paisaje, sin embargo, las mismas raíces que lo unen a él lo mantienen prisionero y coartan su libertad. El árbol quiere ser paisaje, pero no es libre y, por tanto, no puede alcanzar sus anhelos. Cuando es mayor, el árbol renuncia a sus deseos después de intentar alcanzarlos en repetidas ocasiones, se siente frustrado y se encuentra solo.

    Idénticos planteamientos vitales tiene el poeta que siente en su conciencia de ser independiente y libre cómo forma parte del paisaje, pero, sin embargo, la realidad encadena sus deseos. Es, por tanto, en la primera parte de su vida, una especie de Tántalo que desea y no puede, prisionero del paisaje del que ha surgido:

 

“Ante el temor del daño, ¡qué andaderas

de niño le colocan! Él se agarra,

intenta dar un paso y todo en vano.

¡Está el campo tan cerca! si pudieras …

Pero su raíz como una enorme garra

le sujeta en esfuerzo sobre humano!”[108].

    Luego, el poeta intuye que, cuando sea mayor, tendrá que olvidar sus anhelos por inalcanzables y se encontrará involuntariamente en el abandono de su aislamiento («No viene un perro amargo que le ladre / al deslizar cabellos poco a poco / y quedar convertido en un buen padre[109]). Es decir, la vida del ser humano es una constante frustración, porque no puede ser libre cuando en su juventud tiene ímpetu vital («Árbol nuevo»), y también resulta una tragedia, porque cuando es mayor todo concluye en la soledad más absoluta («Árbol viejo»).

   De las influencias localizadas en sus primeros libros sólo quedan leves y escasos recuerdos de Antonio Machado («(Temprana luna de enero / quién te pudiera besar / en el claro azul del cielo!)»[110]), de Juan Ramón (de su primera etapa, en el título del libro), de Lorca («El olor de verde seco / en el heno conmovido / y verde oscuro en el eco. / Y verde claro en el llanto»[111]), de Alberti («(¡Hermosa y linda está el agua / con sus banderas de pinos / y puntillas en la enagua!)»[112]) y Miguel Hernández, que suscita su preocupación por la gente que habita el paisaje:

 

«Exhalan los hormigueros

de la franciscana tierra

cansancio de jornaleros»[113].

    No se encuentra ya ninguna influencia vanguardista palpable, excepto la del surrealismo en algunas de las numerosas imágenes, que se hallan diseminadas por todo el libro: «(es una nube gris / la hoja de una navaja)»[114]. De todas formas, en ningún momento se trata de una influencia en toda regla sino más bien de restos de esquemas mentales que todavía afloran inconscientemente de sus abundantes lecturas.

    El estilo empleado por Valhondo en Hojas … es el que hará, salvo leves variaciones, característico de su personalidad poética: natural, sencillo, sincero y humano, sustentado en una lengua confidencial y sutilmente velada por imágenes que le imprimen misterio y un tono melancólico, cercano a la hipocondría (a veces habitada por visiones fantasmales: «Cuando creo que están quietas [las calaveras] / de serenidad ambiciosas, / por las órbitas despiertan / las arañas silenciosas»[115]). No obstante, en Hojas húmedas y verdes, el estilo es más equilibrado y contenido que en sus libros anteriores por la selección realizada, la aceptación de su responsabilidad literaria y la conciencia de que está iniciando su obra poética y debe seguir una evolución coherente. Ejemplos de estas afirmaciones son dos poemas antológicos «La manzana» y «El membrillo», extraordinarias muestras de la perfecta exposición de un tema común por medio de un fino y esencial lirismo:

 

«Adán, toma … Adán, prueba …

¡Gózame! ¿No ves que soy fruta

madura, que soy Eva?»[116].

    La autodisciplina temática y estilística, que se ha impuesto el poeta, también se hace extensiva a la métrica y la rima donde es patente que las vacilaciones, características en sus libros anteriores, se han reducido. Así en Hojas húmedas y verdes se pueden localizar sonetos («Semana Santa», “Árbol viejo”), romances (”Mañana vieja”, “La estación»), tercerillas (“Apuntes II, V, X») y una cuarteta asonantada («Apuntes IX»). El resto de los poemas presentan combinaciones multimétricas («Castillo», “Paseo”), multirrítmicas («A la orilla del mar», “Apuntes X”) o multiestróficas (“La venta”, “Apuntes”).

    Estas muestras de inestabilidad en la forma indican que la tendencia a la regularidad iniciada por Valhondo es más un ejercicio premeditado de contención, acorde con la evolución del poeta hacia la madurez, que una decisión firme hacia el uso regular de las formas tradicionales.

    En cuanto a los recursos empleados, sorprende su elevada calidad y su acumulación en el primer poema del libro, donde se combina una honda espiritualidad con un delicado lirismo (“Exactas, la Semana Santa miden / con triángulo y compás de golondrinas, / y la tarde de abril por las colinas / las cigüeñas, midiéndolas, despiden”[117]). En el resto del poema, además, se localizan metáforas («Son semillas las lágrimas amargas»), personificaciones («cierna el olivar cenizas finas»), imágenes («miden / con triángulo y compás las golondrinas») e, incluso, greguerías:

 

“(¡Si las sardinas volaran

qué tremendas puñaladas

tendría que sufrir la tarde”.

    Sin embargo, esta acumulación de medios llama la atención porque no es típico en la técnica de Jesús Delgado Valhondo, sino el empleo natural de recursos que van surgiendo del mismo discurrir sincero con que cuenta sus emociones. Esto lleva a pensar que su objetivo, teniendo en cuenta que Hojas … es el escaparate de su poesía, fue atraer el interés del lector de una forma impactante e instantánea.

    En el resto del libro, los recursos empleados cumplen la función de imprimir un sentido lírico a la expresión de sus sentimientos sin que se desvirtúen por su elaboración literaria y, a la vez, ganen poder de sugerencia como sucede en esta descripción del amanecer («Todavía tiene el cielo / una luna limpia y clara / cuando un ruido de colmena / empieza a mover las casas»[118]) o de esta mañana triste («Todo el aire está arrugado / y el tiempo lleno de canas»[119]). Otros recursos son el uso del subjetivismo (“Me está doliendo la primavera»[120]) o del vocativo para conseguir un tono cercano y confidencial («¡Parece, Señor, mentira¡»), metáforas («El espejo nevado; / tu pañuelo»[121]), personificaciones («Tienen los cuatro rincones / olor a sangre del agua. / las paredes se desprenden / de las sombras que guardaban»[122]) y encabalgamientos:

 

«Un son

de campanas matinales»[123].

    En estos ejemplos se puede observar cómo la frescura y la originalidad de estos medios formales surgen de la meditación y del sentimiento del poeta y no de un trabajo artificioso sobre el papel.

    La edición de Hojas húmedas y verdes no produjo mucha satisfacción a Jesús Delgado Valhondo por sus abundantes erratas. Sin embargo, con este librito consiguió llamar la atención de los lectores y, especialmente, de Vicente Aleixandre.

 

    EL AÑO CERO

    (1950)

    El año cero es el libro de poemas con el que Jesús Delgado Valhondo hace realidad el proyecto largamente aplazado de publicar «un libro grande», que recogiera los mejores poemas escritos hasta el momento para hacer su presentación en el mundo de la poesía[124], aunque luego las circunstancias se encargarían de alterar sus planes.

    El año cero está formado con poemas de Canciúnculas («Noche de calentura», «Amanecer en la catedral», «Dolor», «Noche cocida» y «El reloj de mi abuelo»), Pulsaciones («Pozo», «Para ti las margaritas», «Soledad», «¡Ay, quién fuese corazón!», «La bruja», «Meditación», «El sepulturero», «Salida de luna», «Cante jondo» y «Camposanto»), su borrador («Enero», «Febrero», «Marzo», «Abril», «Mayo», «Junio», «Julio», «Agosto», «Septiembre», «Octubre», «Noviembre», «Diciembre», «Notas del viaje», «A la orilla del mar», «Paisaje de Castilla»), Hojas húmedas y verdes («Día nuevo», «Paseo», «La venta», «El membrillo», «Otro amanecer», «Apuntes», «La manzana» y «La estación») y veintiún poemas nuevos («Aire», «Olivos», «Autopsia», «La idea», «Nana a la primavera», «Silencio», «Otoño mío», «Sueño», «Peregrino», «Noche», «¡Señor, Señor!», «Mérida», «Tierra», «Agua», «Cáceres», «La naranja», «Uvas», «Ciruelas claudias», «Canciones», «Fiebre» y «Dolor florido»)[125]

    De esta relación se deduce que la selección realizada para componer El año cero es mucho más amplia que la llevada a cabo para Hojas … debido a que Valhondo escoge cuidadosamente los poemas más granados de su poesía anterior, sin distinguir a qué libro pertenecen, les añade otros escritos expresamente para el libro y, desde este sólido cimiento constituido por un solo libro, edifica su obra poética. No en vano, Jesús Delgado Valhondo consideraba El año cero su primer libro, porque Hojas húmedas y verdes siempre le pareció una experiencia novel con un título impreciso y errores tipográficos. Además, como advierte Robles Febré, el mismo título del libro indica un punto de partida.

    El año cero no se encuentra estructurado de una forma tan clara como sus libros anteriores, pues Jesús Delgado Valhondo no agrupa los poemas por libros ni los distribuye en partes ni distingue de alguna manera los escritos expresamente para él. Todo lo contrario, mezcla unos con otros sin orden ni concierto aparente.

    No obstante, teniendo en cuenta su afán estructurador, la distribución de El año cero debe responder a un razonamiento lógico. Pero, después de un arduo análisis, sólo se consigue deducir tres hipótesis. Primera, mezcló los poemas de una forma intuitiva de acuerdo con un tono general y con el objetivo de servir de escaparate antológico de su poesía. Segunda, quiso estructurar los poemas del libro haciéndolos girar en torno a tres series de poemas[126] y, luego, no las concluyó. Y tercera, se dejó llevar por su empeño de ofrecer una visión amplia de su poesía y mezcló los poemas de una forma no estructurada sino lineal que tuviera su punto de partida en el paisaje (poemas dedicados a los meses del año), siguiera con la exposición de sus preocupaciones espirituales (poemas seleccionados de sus libros anteriores), llegara a su culmen en la descripción de su relación con Dios (poemas extensos) y terminara de nuevo en el paisaje, donde el poeta queda lleno de intranquilidades (poemas dedicados a las frutas y últimos poemas), anunciando de esta manera sutil el contenido del libro siguiente, La esquina y el viento.

    En cuanto a la métrica de El año cero, lo primero que llama la atención es el predominio del verso octosílabo en bastantes poemas como único metro («Aire», «Febrero», «Junio», «Diciembre», «Olivos», «Tierra», «Canciones») o bien combinado con tetrasílabos («La naranja»), pentasílabos («Enero», «Ciruelas claudias»), tetrasílabos y hexasílabos («Silencio») y decasílabo («Octubre»). El heptasílabo es utilizado solo («La idea») o intercalado con pentasílabos («Otoño mío», «Mérida»), con endecasílabos («Peregrino», «¡Señor, Señor!») o alejandrinos («Noche»). El resto de los poemas suele estar compuesto de una forma libre.

    Respecto a la rima predomina la asonante, pero en muchos casos aparece combinada con la consonante en distribuciones que pocas veces consiguen coordinarse con la métrica para formar estrofas. No obstante, se puede constatar la existencia de una redondilla y una tercerilla («Febrero»), una cuarteta y una redondilla («Abril»), tres décimas («Tierra», «Agua», «Cáceres») y un terceto con una quintilla («Dolor florido»). Tampoco abundan los poemas, sin embargo, se pueden localizar romances («Olivos», «¡Señor, Señor!», «Mérida», «Canciones») y una silva («Peregrino»).

    Parece por tanto que la tendencia a la regularidad, detectada en su libro anterior, en este no ha avanzado. Tal hecho se debe a que El año cero es en buena medida una antología de poemas de libro anteriores con vacilaciones formales para librarse de ataduras métricas y rítmicas, que además muestran un interés por la experimentación («Octubre» tiene el primer verso decasílabo y los restantes octosílabos o «Noche» introduce dos heptasílabos entre sus endecasílabos y está construido con versos blancos).

    Estas oscilaciones prueban que Valhondo eludió conscientemente el uso habitual de estos medios formales para evitar la rigidez que provoca su empleo reiterado. De ahí que aparezcan frecuentes vacilaciones con el objetivo de conseguir una expresión natural y comprensible.

    El estilo de El año cero continúa siendo directo, cálido y natural, aunque ahora su expresión, ya poblada de preocupaciones, miedos e incluso visiones fantasmales, se llena de la angustia que le produce el fracaso de la búsqueda de Dios y la desorientación resultante. Este cambio de tono se detecta principalmente en los poemas extensos, donde se explaya en argumentaciones angustiosas, que suponen una alteración estilística con respecto a los poemas precedentes y posteriores. Así, mientras los poemas breves del comienzo del libro tienen una expresión esencial de contenida melancolía, los poemas extensos se desbordan en sus razonamientos hasta alcanzar en el poema «Noche» un tinte surrealista, indicativo de que el poeta ha llegado al cénit de su desorientación (“Expectación secreta de la noche en el campo, / sonidos que persiguen simientes de sonidos; / los sombríos sigilos de la espera en la rama / y sombríos sigilos para ver el infierno”[127]). Después vuelve a una expresión más esencial de trazos firmes y concisos como en los primeros poemas del libro donde, a pesar de la economía de medios, transmite múltiples y sutiles emociones:

 

«Ea, ea, ea.

Las doce, niña,

a la cuna.

¡Ay!, del aire que gotea

luna.

Ea, luna.

Me faltan dedos,

me sobran uvas.

(Doce amantes le cuento

hoy a la bruja)»[128].

    Paralelamente, el lenguaje cambia de acuerdo con el tono estilístico empleado. Así, mientras en los poemas del comienzo del libro la expresión se dulcifica con algún momento impregnado de sensualidad («Una moza rubia crece / hinchando pecho y cadera»[129]), en los poemas extensos su voz se endurece a la par que crece su amargura («¡Mi vida!, desterrada de la vida / es un cristal herido por el hacha»[130]) y llega a su mayor desgarro en imágenes alucinantes como «La roca muerta crece en voz para la noche / y un cuerpo de gigante se lo sueña la forma»[131]. Después, aunque la angustia no desaparece, la tensión del poeta se aplaca y la tonalidad se vuelve melancólica, superada momentáneamente la fase aguda de su crisis anímica:

 

«Ya sé que soy manantial

de la semilla que espera,

dolor de mi primavera

mi carne en barro filial»[132].

  También en El año cero el paisaje ocupa su centro significativo, pues como agudamente asegura Pedro Caba: «[Valhondo] Es poeta del paisaje; todo en él es retina»[133]. Es un asunto presente desde el primer poema del libro titulado «Aire», donde expresa su deseo de mimetizarse espiritualmente con su entorno natural («Ser aire, molino, aire / […] / para verterme por todo / el poema del paisaje»). Este anhelo es subrayado a continuación con otros doce poemas dedicados a los meses del año, donde el poeta describe líricamente el cambio que se produce en el paisaje y la influencia experimentada por su espíritu que se altera con él ( «Todo el viento lleva ahora / aroma de mi dolor»[134]). De ahí que estos poemas fueran definidos por Manuel Pecellín como un «magnífico calendario lírico»[135].

    Otros poemas del libro están repletos de paisaje ya desde el mismo título: «Olivos», «Nana a la primavera», «Agua» … y, sobre todo, los cinco poemas dedicados a frutas, que son exaltaciones líricas de la fecundidad del paisaje. Sin embargo, no es una simple visión plástica la que el poeta realiza del paisaje, pues en sus formas y aromas se descubren recuerdos, preocupación por el paso del tiempo, sensualidad. De este modo consigue que su descripción adquiera un alto valor emotivo:

 

«Tu falda jugando en el aire.

Tus cabellos tirados al aire.

Toda tú (más que carne

hecha espíritu puro),

desperfumándote»[136].

   En el centro del paisaje continúa el árbol solo, que ahora no incita al poeta al suicidio, sino que se convierte en modelo de soledad interior cuando logra desprenderse de las intranquilidades, que martirizan su espíritu, para quedar en pura esencia de su yo («Árbol solo, en el día / largo, de mi destino. / (Voy perdiendo todo / lo que me sobra / para ser de mí mismo). / Hoja a hoja –¡alegría!– / me estoy quedando mío»[137]). No obstante, esta gratificante soledad es efímera pues enseguida su ánimo se puebla de sentimientos negativos como la pena, la tristeza, el dolor, la duda, la melancolía y el misterio:

 

«Van las hormigas de entierro.

Al verde le salen lágrimas»[138].

    Sin embargo, la novedad temática de El año cero no es el paisaje sino la presencia de Dios. El poeta ahora siente una acusada urgencia de entablar un diálogo con Él para exponerle que, aunque es parte de su obra, no participa de su perfección y sufre múltiples interrogantes existenciales («Peregrino de mí por esta vida. / Que peregrino, Dios, cuando esté muerto, / sólo de Ti seré, que hacia Ti voy / en zumo de misterio»[139]). Pero ahora Dios no presenta la amabilidad ni la cercanía de Hojas … sino una actitud distante, que muestra su falta de predisposición para saciar sus anhelos (“Si –viento– intento olerte / como perfume por el cielo pasas. / Y yo me quedo en mis instintos solo / temblando y loco, bajo costra amarga”[140]). Ante esta situación, el poeta cada vez se siente más dependiente de Dios porque se da cuenta de que, paradójicamente al darle la vida, le exige que forme parte de su mundo finito. Ante esta situación lamentable, finalmente cae en la angustia porque, cuanto más lejos se sitúa la divinidad, mayor urgencia tiene de alcanzarla («¡Ay, cómo juega conmigo / Dios solitario y secreto!»[141]). En tal estado, piensa en la posibilidad de recurrir a sus semejantes para calmar su desazón espiritual, pero se siente más angustiado porque advierte que ellos también son caducos:

 

«Todos somos carreteros

lamidos por los caminos,

labradores, campesinos,

hombres ceros»[142].

    Otros preocupaciones invaden al poeta cuando empieza a sospechar la inutilidad de su búsqueda: la muerte que aparece como una idea obsesiva, porque sin la esperanza de Dios le resulta insufrible («Camposanto», «Autopsia», «Fiebre»), la soledad del ahogado que representa una muerte solitaria y trágica como la del hombre sin Dios (“Pozo”), la desorientación que se hace patente pues no sabe si la divinidad es real o no («Sueños”), el fracaso resultante de su trágica búsqueda de la divinidad («Peregrino”) y, finalmente, el dolor que cierra el libro mostrando su pobre estado espiritual:

 

«Si ya tengo a mi canción

herida de mi lamento.

¿A qué has venido si yo …?

… Si yo todo estoy abierto

de florecido dolor»[143].

    En los poemas de sus libros anteriores, incluidos en El año cero, se siguen encontrando influencias de Juan Ramón, Lorca, Alberti, Gerardo Diego. En los poemas nuevos, sin embargo, sólo se detecta algún recuerdo del Romancero gitano de Lorca en el ambiente trágico del poema «Olivos» o en la gracia de los requiebros de la poesía andaluza del poema «Aire», «La idea» y «Nana a la primavera» («Trae la lechuza en el pico / dormida luna de yeso / por el olivar»). Es cierto también que en algún poema como «Uvas» aparece el ritmo ágil y fresco de la poesía popular y en «Noche» se nota la presencia del surrealismo.

    Las imágenes vuelven a ser abundantes y esta realidad indica que Jesús Delgado Valhondo continúa en la línea meditativa de su creación responsable («El latín en tinta china, / volando como murciélago»[144]). Las imágenes acompañan el discurrir del contenido y, a la par que él, se endurecen en expresiones que muestran la angustia creciente del poeta, la impotencia contenida y los claroscuros de su espíritu atormentado. Sin embargo, esas fuertes emociones espirituales no desvirtúan en ningún momento su palabra, porque están dichas con la sentida contundencia de un poeta sincero que, además, va asegurando el pulso de su lírica precisamente por la conjunción que logra establecer entre estado emocional y palabra expresada:

 

«Ha dejado olor a sapo

la cola de la tormenta»[145].

    Estos ejemplos transmiten una seguridad expresiva y una riqueza de registros, que proceden sorprendentemente de sus propias vivencias espirituales y de una lengua común, a la que el poeta consigue sacarle toda su eficacia lírica curiosamente a través de un proceso inverso a como sucede normalmente: Valhondo dice su palabra con emoción y ese impulso crea la imagen, mientras que normalmente la imagen es el germen desde donde surge el poema:

 

“Para el tacto de tu baile,

para limpiar a la luna,

para pegarme en jarales,

para verterme por todo

el poema del paisaje”[146].

    En El año cero se distingue que en la parte inicial y final predominan recursos tradicionales como las anáforas («Aire», «¡Señor, Señor!»), interrogaciones e interjecciones («Sueño»), polisíndetos («Peregrino»), vocativos («Mérida»), encabalgamientos («Fiebre») y, en torno al poema «Noche», el oscurecimiento del lenguaje y los recursos bruscos como la visión irónica de la institución eclesiástica, que es incapaz de ayudarlo a encontrar respuestas a sus interrogantes, demostrando así su inutilidad para ser intermediaria entre el hombre y Dios:

 

“Catedral: las tres en punto.

Cantan canónigos lentos.

El latín en tinta china,

volando como murciélago.

Mariposea un sacristán

–centauro– de vela a viento.

Adelgazando está siglos

un Cristo flaco y moreno.

(Me explico que Carlos V

se sintiese a veces muerto)”[147].

    La edición de El año cero produjo una conmoción positiva en la crítica, que se vio sorprendida por un poeta que ya tiene definido su rumbo lírico y por su poesía que, libre de academicismos, goza de un tono personal, directo y trascendente y es distinta a la poesía de laboratorio, agarrotada, sin entrañas que, según ella, se hacía en aquel momento.


    LA ESQUINA Y EL VIENTO

     (1952)

    La edición de La esquina y el viento no se corresponde con la composición primitiva, pues José Hierro, director de la Colección Tito Hombre de Santander[148], advirtió a Jesús Delgado Valhondo que el original debía ser reducido porque «tal como es en la actualidad superaría el tamaño comercial. Comprenderás que los suscriptores nos fusilarían si hubiese que cobrar más de las 9 pts. que trabajosamente reúnen»[149]. Sin embargo, Ángel Sánchez Pascual califica de “mutilada” la edición de Tito Hombre e interpreta las palabras de Hierro como una justificación, que ocultaba la acción opresiva de la censura en aquella época[150].

    La diferencia entre la composición original y la editada es patente: la primera contiene un prólogo de Eugenio Frutos, titulado «La poesía personal de Jesús Delgado Valhondo», y 35 poemas repartidos en cuatro partes con un cierto equilibrio numérico (10, 8, 7 y 10 composiciones respectivamente). En cambio, la publicada no tiene prólogo y está compuesta con 23 poemas, que se distribuyen descompensadamente en sólo dos partes con 18 y 5 poemas respectivamente. Además de los 23 poemas editados sólo 15 (de los 35 iniciales) pertenecen a la edición original (“Madrugada”, “Los años”, “El espacio”, “Velándome sueños”, “Encinas y olivos”, “Atardecer”, “Noche”, “Mi sombra”, “Nana de la niña tonta”, “Canción de Navidad del hijo pródigo”, “Ha nevado”, “El maestro en vez de explicar las minas sueña en voz alta”, “Oración”, “Oración del enfermo” y “Muerte”). El resto son poemas nuevos (“Después de la tormenta”, “Silencio de monte”, “Momento”, “Canciones”, “Angustia”, “Tiempo”, “Somos la roca que no crece” y “Oh muerto mío”) [151].

    Jesús Delgado Valhondo debió tener varios motivos para suprimir veinte poemas de la edición original. Los sonetos «Fecundidad» y «Árbol nuevo», porque ya los había editado en Hojas … Los poemas de contenido navideño («El nacimiento», «Canción del pastor» y «El lenguaje de las flores en la Semana Santa, en la Navidad»), porque eran varios y debió pensar que sería suficiente con la muestra que dejó («Canción de Navidad del hijo pródigo»). Lo mismo sucede con los dedicados al maestro y a la escuela que de siete poemas (“El maestro explica las vías de comunicación en la escuela”, “El maestro comienza explicando las nubes y termina cerrando los ojos”, “El maestro en vez de explicar las minas piensa en voz alta», “Pasa un entierro por la puerta de la escuela”, “Primer día de clase del niño huérfano”, «Ha nevado» y “No es el sol”) sólo queda el tercero y el penúltimo. Otros poemas los debió reservar para incluirlos en libros posteriores. Así en La muerte del momento, editaría «El recuerdo», «Pasa un entierro por la puerta de la escuela», «Primer día de clase del niño huérfano» y «El lenguaje de las flores en la Semana Santa, en la Navidad»[152] y en ¿Dónde ponemos los asombros? publicaría «La cicuta».

    El dato más sorprendente de la selección realizada por Valhondo es que utilizara uno de los poemas suprimidos, «Presentimiento del día primaveral (Resurrección)», 27 años después para finalizar la segunda parte de Un árbol solo. Los demás poemas excluidos no los editaría posteriormente, porque no debieron encajar en la configuración de otro de sus libros (“Dolor”, “Ciego”, “Día de otoño”, “Coxalgia”[153], “Las estrellas impalpables que vagan por la luz”, “El maestro explica las vías de comunicación en la escuela”, “El maestro comienza explicando las nubes y termina cerrando los ojos”, “No es el sol”, “El nacimiento”, “Canción del pastor”, “Dios” y “Oración”).

    La esquina y el viento es un libro distinto a los inmediatamente anteriores, porque Jesús Delgado Valhondo se libera de su pasado lírico (ya ha realizado su presentación en el mundo de la poesía con sus dos libros antológicos), se sitúa en el presente y se muestra más uniforme al centrarse en un discurrir único, que avanza seguro a cumplir un objetivo determinado: el ahondamiento en la reflexión de sus problemas existenciales con una forma directa sin dilación ni divagaciones:

 

«(secreto de mi verdad

la dulce espina clavada),

viene haciéndome llorar»[154].

    Ahora el paisaje queda relegado a un segundo plano, pues ya no es el reflejo de Dios, y el poeta se encuentra en el atardecer que es «fruta rendida» o en la noche más sobrecogedora «no sé de dónde sacada». Es como si el silencio de Dios lo hubiera dejado espiritualmente ciego sin posibilidad de contemplar ni formar parte de su obra («Más que las rocas y el cielo, / más que polvo de camino, / sobre mis hombros y tiempo, / dueles, silencio viejísimo»[155]). La conmoción es fuerte porque la pérdida de Dios le supone, además, la falta de esperanza en la eternidad:

 

«Ya sé quién eres, conozco

esa manera de abrir

de par en par mi cansancio

muerte que vienes, al fin.

¿Que no hay nada, sólo polvo,

delante y detrás de mí …?»[156].

    Entonces, ante la constatación de que está solo y desamparado, se hace más patente su melancolía y su frustración porque sin Dios no tiene capacidad para resolver sus problemas vitales ni encontrar respuestas a sus dudas sobre la existencia. Tanto le afecta esta enigmática realidad que arrastra al lector a reflexionar estremecedoramente sobre la certeza de que el hombre es un ser para la muerte («Y, somos más, somos los muertos / que llevamos en nuestra fronda / enriqueciéndonos la sangre / y marchitándonos las horas»[157]). El resultado es el temor y la dependencia extrema de Dios:

 

“La tarde me está robando

y tierra de tierra quedo,

que yo no puedo marcharme,

yo no puedo …,

en la sangre años mirando

tan hundidos, tan inciertos,

que temblando estoy y no sé,

y yo no sé por qué tiemblo”[158].

    Es normal que en tal estado de desasosiego aparezcan las primeras dudas (“Oh cotidiano muerto, cruz soñada, / serena soledad de ti nacida, / ardiente brasa que me tiene herida / la memoria, la voz y la alborada»[159]), aumente su preocupación por las nefastas consecuencias del paso del tiempo («Hoy se me escapan los momentos. / Hoy como ayer, hoy como siempre. // (La eternidad sólo ha nacido / en el camino de la muerte))»[160] y ahora se manifiesten sus deseos de libertad materializados en el mar cuya lejanía, exotismo, magnitud y perennidad lo llevan a pensar que existe un lugar libre de circunstancias, donde el ser humano no se ve afectado por el tiempo ni por sus limitaciones («y eres el mar que en la nostalgia siento»[161]). No es de extrañar, por tanto, que La esquina y el viento, en la evolución poética de Jesús Delgado Valhondo, sea la crónica de la frustración vital que le produce el fracaso de su búsqueda de Dios, cuyo vacío desolador traduce sin pretenderlo en la búsqueda malograda del ser humano universal:

 

«Ya sé que un día moriremos

que tú si quieres nos alcanzas

en todo instante, tienes manos

llenas de luz que nos abrazan»[162].

    No se encuentran influencias en La esquina y el viento, si se exceptúa un leve recuerdo de Antonio Machado cuando dice («(Secreto de mi verdad / la dulce espina clavada), / viene haciéndome llorar»[163]), el tono semejante al de Emilio Prados en el poema «El espacio», la nostalgia albertiana de la primera estrofa de «Canciones» o el ritmo de la cancioncilla popular en los poemas de tema navideño («Nana de la niña tonta» y «Canción de Navidad del hijo pródigo»). Escasa influencia, por tanto, que se diluye en el tono personal y sentido del libro.

    En La esquina y el viento, como es lógico en un momento decisivo, la métrica se hace regular. Los poemas están compuestos en versos heptasílabos, eneasílabos, endecasílabos y diez de ellos en octosílabos que, en otros dos, se intercalan con un tetrasílabo («Atardecer») y con tetrasílabos y hexasílabos («Nana de la niña tonta»). También aparece la combinación de un pentasílabo con heptasílabos («El espacio»). Del mismo modo la rima presenta una tendencia a la regularidad con un predominio de la asonante que, con frecuencia, aparece mezclada con la consonante.

    La distribución ordenada de estos metros y ritmos da lugar a la aparición de estrofas y poemas: Tercerillas («El espacio», «Canciones», «Canción de Navidad del hijo pródigo», «Muerte»), tercetos encadenados («Mi sombra»), redondillas («Encinas y olivos», «Momento»), romances («Después de la tormenta», «Los años», «Velándome sueños», «Silencio de Monte», «Oración»)[164], sonetillo («Ha nevado») y soneto («¡Oh muerto mío!»). Sin embargo, Valhondo deja muestras de su sello personal rompiendo la regularidad del libro con poemas multimétricos (los citados) y estrofas diversas («Madrugada») o sonetos como «Oh muerto mío», que cambia la rima en el segundo cuarteto (ABBA – BAAB).

   La esquina y el viento es un libro donde el poeta realiza una descripción lineal de su estado anímico en etapas sucesivas. En la primera, expone sus intranquilidades espirituales («En la madrugada está, / no sé qué luz de llamada, / sueño en el alma arrastrada, / con lata al rabo, a ladrar»[165]). En la segunda, busca soluciones en Dios y no las encuentra («Mira el paisaje de mi vida / donde miserias atenazan. / Palpa este campo que me espera / y escucha mis palabras»[166]). En la tercera, cae en la desesperación («Entre olvidos pisados / y las frases perdidas / el asco que me duele / brutal bajo la risa»[167]). Y, en la cuarta, el poeta algo más calmado indica en un resumen final (último poema) el estado de zozobra en que queda, es decir, continúa insistiendo en su búsqueda a pesar de su fracaso:

 

«Estoy soñando a Dios

–durmiendo solamente–

debajo del dolor.

Estoy soñando amor

–durmiendo carne ausente–

quemándome de Dios»[168].

    En la redacción original, Valhondo presenta formalmente estas etapas significativas, distribuyendo el libro en cuatro partes[169], es decir, contenido y estructura aparecen perfectamente encajados. Pero, al reducir la edición, se vio obligado a dividir el libro en dos partes: la inicial acogería la primera y segunda etapa (18 poemas) y la restante, la tercera y la cuarta etapa (5 poemas), que es una especie de epílogo donde deja patente la angustia en que está inmerso su estado de ánimo («De tanta angustia soy / el fondo de mi vida, / este ir cuesta abajo / cuando me creo arriba»[170]). No obstante, se nota que Valhondo adopta la decisión de no dejarse arrastrar por su ímpetu anímico, como en sus primeros libros, y se muestra dolorido pero autocontrolado y consciente de su trabajo lírico en favor de su mensaje, pues su deseo fue que llegara al lector ordenado y claro, no por simple ejercicio literario sino por una necesidad espiritual de comunicación sincera con los demás.

    Por esta razón no sorprende encontrarlo como un poeta sólido y maduro (aunque ha perdido espontaneidad y frescura), que ya ha tomado definitivamente el pulso de su estilo personal, que se caracteriza por el uso de un lenguaje común, humano y directo, envuelto en un tono cercano, confidencial y sentido («Ya gozamos el agua pura / en la copa de la alborada / y el aire limpio y luminoso / abre a los ojos nuevas páginas»[171]). Aunque, con respecto a sus libros anteriores, se muestra más endurecido y repleto de preocupaciones hasta el punto de hacerse fúnebre conforme aumenta su angustia y se reducen al mínimo sus esperanzas, en un proceso que se detecta en los mismos títulos de los poemas («Madrugada», «Los años», «Velándome sueños», «Noche», «Mi sombra», «Oración del enfermo», «Angustia», «Muerte»), que son premonitorios del contenido desgarrador que los invade:

 

«Somos la roca que no crece,

somos la arista tenebrosa,

el sacramento de la tierra

en una mar devastadora»[172].

    Sin embargo, a pesar de su desamparo, el poeta mantiene esa forma transparente de transmitir sus sentimientos más íntimos, incluso en las numerosas y originales imágenes repartidas por todo el libro, que no empañan en ningún momento su discurrir con un oscurecimiento de la expresión:

 

«De la alcoba al despacho, siempre incierto,

arrastrando mi sombra, amarga bruma,

insoportable compañero muerto»[173].

    Lo mismo sucede con los recursos literarios, que surgen eficazmente de los medios sencillos del lenguaje común empleado. De ahí que el primer detalle llamativo en el estilo de La esquina y el viento es la facilidad que tiene Jesús Delgado Valhondo para implicar a los demás en su desazón usando el plural mayestático («Ya gozamos el agua pura …», «Tan cerca a Dios lo tenemos …»), encabalgamientos que suspenden la emoción del poema o queda abierto por sus costados en múltiples sugerencias («Sobre mi frente el cristal; / detrás, abierta mañana / que tiene dentro una cana / de Dios, la nieve y la cal»[174]), metáforas que descubren su concepción nefasta de la existencia («La flor, mi melancolía; / hoja de acero, mi aliento»[175]), anáforas que, con su insistencia, subrayan la angustia que le causa la preocupación por el tiempo («Hoy sólo tengo un alma triste / […] / Hoy se me escapan los momentos. / Hoy como ayer, hoy como siempre»[176]), hipérbatos que muestran su desequilibrio espiritual («De tanta angustia soy / el fondo de mi vida»[177]), interrogaciones, exclamaciones e imprecaciones, que continuamente mantienen en ascuas al lector («¿Que no hay nada, sólo polvo, / delante y detrás de mí …? / ¿Que sólo sueños y sueños …? / ¡Y yo sin poder dormir!»[178]) y signos de puntuación que, aliados con los metros cortos y las pausas, acentúan la agilidad de los versos haciendo más patente la angustia:

 

«Pero, están los olivares

más allá. Jesús tenía

las manos blancas y frías.

¿Cara o cruz?: ¡Moneda al aire!»[179].

    A estos recursos, habría que añadir una sorprendente economía de medios y de elementos, que muestran una gran capacidad para transmitir en breves trazos su angustioso estado espiritual («Estoy soñando a Dios / –durmiendo solamente– / debajo del dolor»[180]) y su dominio de la técnica del «in media res», con la que consigue el ahorro de explicaciones preliminares. Además, provoca un impacto inmediato en el espíritu del receptor como se puede observar en los primeros versos del libro, donde el poeta anuncia un rearme emocional presentándose como un hombre nuevo sin las preocupaciones de su anterior tormenta espiritual:

 

«Hemos nacido nuevamente

por el paisaje que nos alza

en resurgir de bautizados

con la raíz de la palabra»[181].

  Esto añadido a la plasticidad de algunos momentos («Un chiquillo / pone en la nieve una cinta / de orín caliente, amarillo»[182]), las construcciones originales y creativas («Que si el caballo se va / y el gallo tiene alborada / entre la yerba pisada / queda noche por pisar»[183]) y el susurro cómplice en que se convierten muchas veces sus cálidas palabras («Espera un poco, partiremos, / espera un poco que mañana …»[184]) consiguen que la expresión suene a confidencial sin buscarla a conciencia el poeta.

    La conmoción, que produjo La esquina y el viento, en la crítica aún fue mayor que la de El año cero, porque detectó que Jesús Delgado Valhondo había conseguido consolidar los cimientos de su poesía madura, iniciaba un camino nuevo e, incluso, afianzaba su personalidad, a la que calificó sin ambages de honda, personal, sentida y evolucionada, con sólo tres libros editados.

 

    LA MUERTE DEL MOMENTO

     (1955)

    La muerte del momento es la exposición que realiza Jesús Delgado Valhondo de su estado espiritual en un día cualquiera de su vida en Zarza de Alange, fuertemente influido por el peso de la existencia. No es de extrañar, por tanto, que, perdida su esperanza de encontrar a Dios en el poemario anterior, el tiempo sobre todo y, como consecuencia, la muerte ocupen el núcleo temático de este libro estremecedor.

    Tal hecho y la soledad que padece en el aislamiento del pueblo lo llenan de pesadumbres que, lejos de calmar sus intranquilidades, lo arrastran a ahondar en ellas («Frío y yerto / el cadáver es montaña / que se nos mete en la escuela / llenando todo de muerto»[185]). Esta es la causa de que La muerte del momento sea también la descripción descarnada de su triste vida cotidiana («Pasan hombres, van al trabajo / -el colmenar- la vida empieza»[186]), donde los sucesos cotidianos, relacionados normalmente con el drama de la existencia, asfixian su espíritu ya bastante apesadumbrado por la desesperanza de comprobar que el tiempo pasa, la muerte se acerca y no tiene esperanzas de encontrar a Dios, para que lo ayude a superarla con la certeza de la inmortalidad. Por tal motivo, el silencio divino se hace cada vez más patente, la angustia existencial aumenta y el tono se torna grave y lúgubre. De ahí que Enrique Segura definiera La muerte del momento como un «manojo de camposanto»[187].

   A pesar de todo, Valhondo consigue realizar una descripción de su situación emocional siguiendo ordenadamente unos pasos. Comienza el libro con el poeta meditando en su casa sobre su situación existencial («En el umbral sentado / de par en par la puerta / humilde franciscano / de mi paz y mi hacienda / […] / Buscando, el pan diario, / como los hombres-fieras, / voy, vengo, lucho, mato / aunque el alma me duela»[188]). Después camina hacia la escuela, sintiendo en su ánimo la naturaleza que inunda la mañana («Ha llegado en flor el día / de nacida caridad, / y el Señor en su destino / que va buscando camino / dentro de mi soledad»[189]). Entra en la escuela, pasa un entierro (al día siguiente se incorporará a clase un niño huérfano) y el poeta reflexiona sobre la tragedia de la existencia, mientras nota más patente el poder de Dios, al que ahora ve como el señor todopoderoso de la vida y la muerte:

 

«‘Tu padre ha muerto y yo soy

tu padre ahora’. Voz y lira,

dulcemente, dicen: ‘No’.

En el libro abierto tira

la mirada. Solo Dios

en la escuela es quien respira»[190].

    Sale al campo, donde consigue serenarse por un momento contemplando el paisaje, lejos del ambiente mortecino del pueblo. Pero enseguida vuelve a sus meditaciones trascendentes («Respiro este aire limpio / sin peso y sin heridas. / […] / y nada y nos vendimian / la sangre cuando quieren / venir por nuestra vida»[191]). Vuelve al pueblo, entra en la iglesia, profundiza en su espíritu y siente la necesidad imperante de hablar con Dios, al que suplica que se manifieste, pero su llamada queda en un monólogo desesperante («Acaba de decirme tu palabra / que se me llena el alma de quejidos / que vagamos en noche todavía / y estamos, Señor, solos y hace frío»[192]). El poeta se angustia, sueña con Dios «en la mentira más hermosa» y siente, cada vez con más intensidad, la muerte de su tiempo, momento a momento, como si de un refinado martirio anímico se tratara («Nuestras ansias son devoradas / cada latido, por el tiempo»[193]). Y en tal estado angustioso termina el libro, que se cierra significativamente con el poema titulado «La muerte del momento», donde se hace más nítida la cercanía de la muerte en cuyos brazos lo va depositando el tiempo:

 

«Corazón en que me mueve

por única verdad en que te siento,

la muerte que me llueve,

la muerte del momento

besarme como el árbol besa al viento».

    La búsqueda del poeta (desde un principio condenada al fracaso) se ha convertido en dramática pues le resulta una quimera encontrar soluciones razonables a cuestiones irracionales con los pobres recursos de la mente humana. No obstante, el poeta se niega a aceptar lo evidente para no caer en el más profundo de los abismos perdiendo definitivamente la esperanza en la inmortalidad, que le resulta una idea aterradora porque lo aboca a la nada:

 

“Que eres altar y yo, vigilia:

que eres horizonte que goza

el más allá de las montañas

en la mentira más hermosa.

Yo velaré tu sueño, amigo,

tú no temas, duerme y reposa,

que nadie vendrá ¿sabes?, ¡nadie!

a deshojarte en tu persona”[194].

    Además, La muerte del momento es la presentación de la realidad cruda y dura, en la que el poeta tiene que luchar «como los hombres-fieras», pasar estrecheces, sufrir enfermedades y estar siempre con la espada de la muerte pendiendo sobre su cabeza. Esta situación, que se repite cada instante, se hace inaguantable para su frágil espíritu, que ahora soporta no sólo la carga agobiante de su drama sino también el peso de la imperfección de los demás («La cena. Otra bendición. / Bendición sobre sardinas. / Esquelas de defunciones. / Sucesos y más sucesos, / deportes y habladurías»[195]). Sin embargo, el poeta tiene la valentía de enfrentarse a la vida («Dame, mujer, que es tarde / gabardina y cartera»[196]), aunque siempre acompañado de una profunda melancolía de soledad y desamparo («y Dios va siempre delante / y sólo soy caminante / de mi vida y mi dolor»[197]). De ahí que su camino sea un simple andar sin esperanza y ya no sienta el deseo de disfrutar del descanso merecido en el regazo de Dios:

 

«Sólo nos queda el dulce aliento,

su mirada furtiva,

y la amargura de que lleva

de que lleva la alegría»[198].

    El desencanto del poeta está justificado, además, porque advierte que el tiempo no es elástico sino una reducción de la cuenta particular que Dios le concedió cuando recibió la vida y, por tanto, el tiempo no lo aleja de la muerte sino lo aproxima a ella («Siempre tengo las mismas dudas / las dudas que todos tenemos; / yo sólo sé que andamos / y que morir habemos»[199]). Esta certeza se hace insufrible cuando advierte la existencia de sus hijos, seres indefensos a quienes ha arrojado inconscientemente en manos del tiempo y de la muerte cuando les dio la vida:

 

«Mucho he pensado, mucho,

en estas vidas nuevas,

en esta sangre mía

creciendo en mi presencia,

de tanto mirar tengo

que llorarlos con pena»[200].

    En cuanto a la métrica, La muerte del momento presenta más variantes que el libro anterior. Los poemas están medidos en heptasílabos («Yo estaba allí sentado», «Ofrenda», «Vendimia»), octosílabos («Canciones del caminante», «El lenguaje de las flores en la Navidad», «Manos en silencio»), eneasílabos («Velándole sueños al hombre dormido en el camino»), endecasílabos («Noche en el alma», «Cuando quieras, Señor»), alejandrinos («Troncos talados»). Además, hay poemas compuestos con eneasílabos, pentasílabos y un endecasílabo («La iglesia») o con heptasílabos y endecasílabos («Habla, estamos solos», «La muerte del momento»). Respecto a la rima, sigue predominando la asonante, que se mezcla frecuentemente con la consonante.

    La combinación de estos metros y rimas producen estrofas (quintillas -«Canciones del caminante»-, liras -«La muerte del momento»- y décimas -«El lenguaje de las flores en la Navidad»-) y poemas con predominio del romance («Yo estaba allí sentado», «Ofrenda», «Vendimia», romances-endechas. «Habla, estamos solos»[201], «Noche en el alma», «Cuando quieras, Señor», romances heroicos). Además, se encuentran sonetillos («Pasa un entierro por la puerta de la escuela», «Primer día de clase del niño huérfano») y una especie de silva («El recuerdo»).

    También se localizan en La muerte del momento varias muestras de irregularidad consciente, que ya son típicas en Valhondo. «Un día cualquiera», por ejemplo, está escrito en octosílabos con rima asonante en los versos impares hasta el 21; a partir del 24, se pasa a los pares. Este tipo de poemas demuestra que sigue con sus experimentos buscando formas más novedosas y menos encorsetadas, que le permitan decir lo que realmente quiere sin dejar de ser natural.

    La muerte del momento no aparece distribuido por el poeta en la superficie, pues consta de 22 poemas que forman un bloque único: “Yo estaba allí sentado”, “Canciones de caminantes”, “El lenguaje de las flores en la Navidad”, “Manos en silencio”, “Pasa un entierro por la puerta de la escuela”, “Primer día de clase del niño huérfano”, “Un día cualquiera”, “Ofrenda”, “Vendimia”, “La iglesia”, “Momento de vida”, “Habla, estamos solos”, “Noche en el alma”, “El corazón en la vida”, “Troncos talados”, “Como una piedra al mar”, “Siempre hay alguien”, “El recuerdo”, “Velándole el sueño al hombre dormido en el camino”, “Morir habemos”, “Cuando quieras, Señor” y “La muerte del momento”.

    Pero el análisis significativo de estos poemas descubre que la estructura del poemario tiene una doble división con once poemas cada parte. De un análisis formal también se deduce lo mismo. En la primera parte (de “Yo estaba allí sentado» a «Momento de vida») predominan los versos de arte menor (pentasílabos, heptasílabos y octosílabos) y en la segunda (de «Habla, estamos solos» a «La muerte del momento») destacan los versos de arte mayor (eneasílabos, endecasílabos y alejandrinos). Además, en esta parte se concentran la mayoría de las combinaciones métricas y rítmicas, debido al aumento de la tensión dramática y a que el pulso emocional del poeta se desequilibra en determinados momentos.

    Esta doble partición, sin embargo, contribuye a que el poemario no sea una monótona exposición de preocupaciones sino el resultado de una sabia dosificación de la intensidad dramática, que va creciendo a lo largo del libro en dos fases. En la primera parte, el poeta reflexiona melancólicamente sobre el peso de la mediocridad y la tragedia de la vida cotidiana en él y en los demás, situándose en el paisaje que refleja su estado de ánimo siempre vacilando entre la imposibilidad de cumplir con su deseo inalcanzable de encontrar a Dios y la tristeza de sentirse insignificante ante la grandeza de la creación:

 

“la llamada espero

que me diga en la noche:

‘¡Levanta, estás despierto!’

Pero el grito no llega

y abismos voy venciendo

furtiva piedra sola,

bajando por el mar,

en Dios latiendo”[202].

    Esta parte se encuentra graduada por medio de dos respiros espirituales (uno en «El lenguaje de las flores en la Navidad» y otro en «Vendimia”) donde el poeta se llena de naturaleza y de sugestiones esperanzadoras por medio de las cuales logra sentir a Dios. Aunque finalmente su redescubrimiento del paisaje lo reafirma en su idea de que es un elemento frágil y finito, cuyo sino es preguntar continuamente sobre su origen y su destino y no obtener respuesta:

 

«Nosotros parecemos

casualidad bendita.

¿Somos? Eso parece

porque el cuerpo respira,

porque bajo este cielo

tenemos voz pasiva

y una cuarta de mundo

que, a veces, nos lastima»[203].

 

    En cuanto a las influencias, se detecta la presencia de Antonio Machado en el segundo poema donde aparece la idea recurrente del camino («–Caminante, ¿adónde vas? / –Voy siempre buscando a Dios / y Dios va siempre delante / y sólo soy caminante / de mi vida y mi dolor»[204]). También se localiza algún recuerdo de Cántico de Jorge de Guillén en la visión serena del mundo que presentan poemas como «El lenguaje de las flores en la Navidad» y «Vendimia» («Respiro este aire limpio / sin peso y sin heridas. / […] / Va recorriendo venas / la tremenda alegría / de estar todo cercano / a paso, a ojos vista»).  La rabia impetuosa de Blas de Otero en expresiones del tipo («Cómo estrujas, Señor / […] / Cómo apuñas, Señor / […] / revolcándome en tierra»[205]). Y el misticismo de San Juan de la Cruz en la espiritualidad de las liras del último poema del libro.

    Los recursos literarios se encuentran tan llanamente integrados en la calidez de la expresión que lenguaje común y medios formales corren a la par en beneficio del contenido, contribuyendo a crear el clímax afligido de este libro. Entre los recursos empleados destacan las imágenes, que adquieren el sello inconfundible de la personalidad creativa de Jesús Delgado Valhondo:

 

«Disgustos, inconveniencias

haber y debe de hormigas»[206].

    También resalta el uso de medios reiterativos, que muestran el aumento de la angustia cuanto más tardan las respuestas de Dios y más se agota la esperanza del poeta. Así los vocativos, repartidos por todo el libro («Mujer», «Caminante», «Alma», «Señor», «Dios mío» …), indican la conciencia que toma el poeta de los demás y también el anhelo imperante de que Dios lo atienda («Vengo para que digas / lo que quieras, Dios mío, / […] / Estoy contigo y estamos, Señor, solos»[207]). Los encabalgamientos advierten la congoja del poeta ante la presencia de la muerte («Lejos ladra triste un perro / invisible amargo mal. / […] El cencerro / del murmullo por la cal. / […] / el cadáver es montaña / que se nos mete en la escuela»[208]). El uso repetido de estructuras sintácticas, como «Cuando quieras, Dios mío» y «de estar aquí» en «Cuando quieras, Señor» o «del tiempo» y «la muerte» en «La muerte del momento», indican la insistencia del poeta en llamar la atención de la divinidad.

    El empleo de la primera persona reafirma la presencia del poeta («Yo temblaba», «Te traigo», «Respiro este aire limpio» …) y su diálogo con Dios («Vengo para que digas», «Yo te espero, Señor», «El alma tengo herida» …) y el de la primera persona del plural implica a los demás en sus inquietudes («tenemos voz pasiva», «Desconocemos dónde estamos» …). Las anáforas («si son tus labios […] si, luego, nos enciendes […] si los dos somos uno») y los polinsíndetos («y he reído y llorado muchas veces / y existo vivo») marcan el crecimiento de su angustia.

    No obstante, todo en La muerte del momento contribuye a crear una tonalidad uniforme por la melancolía que impregna el libro. De ahí que el estilo continúe siendo directo, la lengua natural (que se mantiene así, incluso, cuando la mezcla con imágenes angustiosas) y el tono apesadumbrado y trágico, que llega a tomar un tinte fúnebre y naturalista, aunque sin estridencias:

 

“Yo te espero, Señor, humildemente,

como paloma herida bajo el águila.

Arráncame de mi cansancio y penas;

dame tu mano ya, tu mano amada,

y vámonos por el camino viejo,

amigo mío, a despertar el alba”[209].

    La muerte del momento es el poemario más uniforme de los comentados hasta ahora, porque es el primer libro que Jesús Delgado Valhondo concibió independiente y donde aparecen interrelacionados sus grandes temas: paisaje, tiempo, muerte, hombre, soledad y Dios. Además, en la esencialidad de este libro se hace patente su poesía característica, en la que no se halla ninguna concesión a la palabra vana, pues todo resulta muy meditado y sentido, pura esencia espiritual:

 

«Vuelta otra vez. Bendición

sobre garbanzos. Ironía.

Disgustos, inconveniencias

haber y debe de hormiga.

Sueño nublado. Café.

Arañas en las pupilas.

Crucigrama. Más y amén»[210].

    La muerte del momento supone otro paso más en la evolución espiritual y lírica de Jesús Delgado Valhondo que, al tomar conciencia de la realidad y de sus semejantes, amplía sus preocupaciones en un gesto humanamente consciente, comprometido y solidario. En La muerte del momento se produce un cambio del yo al nosotros, pues el descubrimiento de los demás provoca una reacción solidaria en su alma hasta ese momento solitaria.

    Es lamentable que este libro tan sustancioso y fundamental en la evolución lírica de Jesús Delgado Valhondo fuera tan escasamente difundido por publicarlo en Gévora que, si bien constituyó un proyecto editorial digno de elogio, no tenía capacidad de difusión para suscitar la atención de la crítica que, sin duda, lo hubiera recibido con júbilo y le hubiera dedicado comentarios adecuados a su contenido y su calidad.

 

    LA MONTAÑA

     (1957) 

    La montaña es la consecuencia del impacto emocional que produce en el ánimo del poeta las características especiales del paisaje santanderino tan distinto al de su tierra: alturas vertiginosas, profundos precipicios, vegetación exuberante, verde intenso, niebla y llovizna perenne, mar y montaña juntos:

 

«Montañas

que nacen de la pluma

del día. Sueñan cuevas,

donde tiempos acunan,

noches eternas. Suda

verdes el monte. Ríos

y adiós. Piedras desnudas …

Acaricia las vacas

Santander en la bruma»[211].

   Aunque este poemario no es una simple visión geográfica, resultado de un mero ejercicio lírico, sino una percepción eminentemente reflexiva, producto de una conmoción espiritual que abarca y abraza de sentimientos un accidente geográfico con un lirismo que, en más de una ocasión, se convierte en un desgarrador estremecimiento («Llevo la sangre recogida / en una cárcel de esperanza. / En corazón toda una tarde, / gris y tremenda, atravesada»[212]). Desde esa perspectiva, La montaña se convierte en la crónica del momento cumbre de la evolución espiritual de Jesús Delgado Valhondo, cuyo centro simbólicamente sitúa por unos días en la montaña cántabra donde, aplicando su idea ascendente del camino de la vida, creía que en la cima se iba a producir el encuentro tan deseado con la divinidad:

 

«Manos azules de Dios.

Manos de Dios sobre Cristo.

Tus manos que van nevando

dedo a dedo en el vacío.

Cara de Dios –¡qué cercano

tengo ya tu aliento vivo!–»[213].

    Esta percepción de Valhondo se produce porque el poeta se aferra a su idea de religión en el sentido estricto de religación, de volver a reunir dos partes separadas que antes se encontraban unidas: el ser humano y la divinidad. De ahí que abrigue la esperanza de que se va a producir el encuentro con Dios y de que sus dudas existenciales sobre el tiempo, la muerte y la inmortalidad van a ser resueltas como recompensa a la superación de los obstáculos, que se ha encontrado en el camino a la cumbre de la montaña:

 

“Así, sin alma estoy,

vértigo de simiente

para ir cuesta abajo

si mi alma se pierde.

Estoy vacío y, luego,

me llaman desde siempre

allí abajo, en las sombras

un sueño, una vertiente.

No tengo ni una estrella

donde poder cogerme”[214].

   Pero en la cima no encuentra al Dios amigo y confidente de sus libros anteriores, sino a un Dios de tormenta inaccesible en la cumbre, que se aísla en un lugar inexpugnable donde se halla protegido por la fuerza y las dimensiones impresionantes de su obra, cuyas defensas (altura, pendientes, abismos) obligan al poeta a quedarse lejos de su creador:

 

“Quisiera ser una roca

para quedarme contigo

en estos Picos de Europa

dentro de tu rostro lívido,

ser el alma de estos montes

acurrucada en tu nido,

dejarme la vida aquí

en vez de darla al camino”[215].

    La montaña no resulta, por tanto, el final del camino para el poeta, sino el descubrimiento traumático del poder de Dios. Entonces se siente solo y perdido en las medidas colosales de la montaña cántabra y sus precipicios que amenazan con tragárselo:

 

«Miro las cumbres; piedras

altas, horas en vuelos.

Intento yo encontrarme

a mí mismo en el cuerpo.

Me palpo con las manos

y casi no me encuentro.

Me voy cerrando sombra

por el desfiladero.

La tierra de mi carne

se me va deshaciendo»[216].

    Una profunda melancolía invade el espíritu del poeta, que ha sufrido una tremenda frustración cuando comprueba que Dios es inalcanzable, porque una enorme distancia lo separa del ser humano, que no tiene capacidad física ni intelectual para superarla. Y lo peor de todo, también constata que la divinidad va a continuar en su silencio y, como consecuencia, la soledad se confirma como el destino trágico del ser humano («Suspiro. Son las seis. Escombros / en los recuerdos. Hace frío. / Penas de Dios me quedan solo. / Hombre solo en el mundo. Sombra / sola de un vuelo misterioso»[217]). Esta es la razón de que La montaña en la evolución espiritual y, como consecuencia, poética de Jesús Delgado Valhondo marque un antes esperanzado y un después angustioso, donde lo irá hundiendo su triste concepción de la existencia, solo, sin Dios:

 

«Yo me noto pequeña

criatura. Yo me siento

vencido ya. La sangre,

que de prisa despierto

en corazón, me llena

de temor y misterio.

Al lado de estas piedras

se me alejan los cielos

soñando pesadillas

de abismos en el tiempo»[218].

    Desde este momento una zozobra descorazonadora impregna la poesía de Jesús Delgado Valhondo. Hasta ahora las dificultades de su búsqueda se habían atenuado con la esperanza, pero después, con su esquema espiritual hecho añicos, pierde toda ilusión y sin ella no puede llegar al conocimiento de la verdad ni alcanzar la vida eterna que es, en definitiva, lo que buscaba:

 

«Ángeles grises: agua.

Palabras ya caídas

sobre la hierba. Viento

mojado. Con la vida

va vertiéndose el cielo

casi tierra»[219].

    Repuesto aparentemente, aunque aún conmocionado, parece que el poeta vuelve a la realidad cuando baja de la montaña y contempla la Playa del sardinero que le sugiere con su luz, su brisa y su aroma a manzana, una sensualidad que de nuevo le recuerda a Eva, prototipo de la mujer ofreciendo eternamente placer al hombre (“De carne y viento azul, / de viento y baile. / Arcos iris caídos: / arena y tarde. // Tarde de cualquier Eva / que el mar alhaje. / La costilla, una ola. / Y ya tú naces. // Playa del Sardinero: / manzana al aire”[220]). Sigue la dura imprecación al inquisidor Corro, ayer poderoso y hoy insignificante como el poeta («No puedes ser ya más, ni más ni menos, / tu carne caramelo de alabastro / te ha gastado una broma, cebo y duelo, / de punto muerto en confortado año»[221]). Finalmente, el libro termina en un tono equilibrado con que el poeta vuelve a recuperar su pulso anímico y lírico, ebrio del paisaje montañés que ha invadido su espíritu con múltiples sensaciones placenteras y, a la vez, con la estremecedora experiencia de su fracaso irreversible:

 

«Vámonos, alza el alma.

Dios está amaneciendo.

Santander a la espalda,

como cruz, me la llevo»[222].

    Además, el poeta reproduce otras emociones vividas. El silencio que le ayuda a reflexionar sobre la grandeza del paisaje santanderino y a adoptar una actitud más calmada ante una experiencia única («Las horas cierran silencios / en Santillana del mar»[223]). La amargura del rápido paso del tiempo («Un calendario de paisaje, donde el momento se nos muere»[224]). El misterio que le sugiere la contemplación de la huella del hombre primitivo y la permanencia de su espíritu («Un hombre estuvo aquí –trece mil años– / mi primitivo hombre de misterio»[225]). El asombro sentido ante el entorno grandioso y nuevo («Campos verdes. Y montes / y nubes. Piedra vieja. / Fábrica roja. Luz / en caminos abierta»[226]). Y el deseo de enraizarse en aquella tierra como un elemento más en la soledad del paisaje:

 

«… Y me estaré constantemente

en esta axila de la tierra

como si fuese un árbol solo,

clavada cruz, entre las piedras»[227].

    Este abanico de sensaciones es un ejemplo de la riqueza espiritual, de la atenta observación y de la extremada sensibilidad con que Jesús Delgado Valhondo expresa sus sentimientos y trata de implicar al receptor creando sin proponérselo una poesía personal especialmente sentida. De tal manera que con él sube la montaña, siente cansancio, se impresiona ante tanta grandeza, palpa la niebla o se llena de esa nostalgia que invade también su espíritu a la par del poeta:

 

«He de vivir en adelante,

llena de montes, a mi alma;

llena de nubes que me besan

alzando sólo la mirada»[228].

    Con esta capacidad mimética, Jesús Delgado Valhondo convierte en consustancial paisaje y poesía, de tal manera que no se distingue frontera alguna entre su estado anímico y su visión poética: «Con él [La montaña] he paseado nuevamente por Santillana, el puerto, las calles de Santander y sus islas. También he descubierto cosas nuevas como ese delicioso pueblecito de Potes»[229] le dice Dora Isella Russell, una escritora costarricense. En su carta transmitía a Valhondo la emoción sentida con la lectura del libro, que había conseguido transportarla espiritualmente a las tierras santanderinas visitadas por ella con anterioridad.

    El libro consta de 19 poemas que se encuentran distribuidos métrica y rítmicamente de una forma casi regular. Están medidos en heptasílabos («Santander», «Niebla», «Desde el mirador del cable», «Desfiladero de la Hermida», «Torrelavega», «Besando el trozo de la cruz del Señor en Santo Toribio de Liébana», «Puerto de Santander»), octosílabos («Subiendo la montaña», «Picos de Europa», «Santillana del mar»), eneasílabos («Recordando la colegiata de Santillana del Mar», «Caminos de la montaña», «En el pueblo de Potes», «San Vicente de la barquera»), endecasílabos («Cuevas de Altamira», «Taberna del riojano», «Sepulcro del inquisidor Corro») o combinan pentasílabos con heptasílabos («Shiri-miri», «Playa del sardinero»).

    En cuanto a la rima, existe un predominio de la asonante, que se suele mezclar con la consonante para formar con los metros citados estrofas y poemas: Tercetos encadenados («Taberna del riojano»), redondillas («Subiendo la montaña»), cuartetas asonantadas («Niebla»), romances-endecha («Desde el mirador del cable», «Desfiladero de la Hermida», «Torrelavega», «Puerto de Santander»), romances octosílabos (“Picos de Europa”, “Santillana del mar”) y romances heroicos («Cuevas de Altamira», «Sepulcro del inquisidor Corro»).

    Sólo algún poema, que es ejemplo de la aversión de Valhondo por la rigidez de la métrica y la rima, rompe esta regularidad: El romance-endecha «Santander», por ejemplo, cambia su rima asonante de los pares a los impares a partir del verso noveno.

    Tampoco divide el poeta formalmente este libro por lo que parece una simple sucesión de poemas. Pero, atendiendo al contenido, La montaña se encuentra estructurado en tres partes, que responden a una distribución cíclica, cuyo principio y fin se sitúa en la capital cántabra: «Santander» (primer poema) y «Puerto de Santander» (último poema). La primera parte va desde «Santander» a «Shiri-miri» y es una introducción donde el poeta describe el impacto emocional que produce en su ánimo el clima santanderino:

 

«Quise coger la niebla

–ángel de telaraña–

[…]

Quería coger nieblas …

Eran nubes cansadas

de volar que en la tierra

vertían sus nostalgias.

Como yo cuando vengo

de mi trabajo al alma

y me noto en la sangre

suelo de una mañana»[230].

    La segunda parte acoge desde «Subiendo a la montaña» a «Desfiladero de la Hermida», que es el núcleo donde se expone la impresión sentida ante las proporciones magníficas de la montaña cántabra y el fracaso de su encuentro con Dios («Ojos de Dios –¡qué cercanos / están de mí!– dentro miro / la transparencia del cielo / alto del escalofrío»[231]). Y la tercera parte ocupa desde «Santillana del Mar» a «Puerto de Santander», donde el poeta ahonda en el alma de las tierras santanderinas de las que extrae su esencia de siglos y en cuyo paisaje natural encuentra impreso el origen de la vida, que compensa su decepción ofreciéndole su honda espiritualidad:

 

«Rincones, sombras, esquinas

y piedras, siglo a sembrar.

Por las calles y callejas

almas puestas a secar.

Las horas cierran silencios

en Santillana del mar»[232].

    En cuanto al estilo, la expresión se convierte en esencial por medio de una economía de palabras y recursos, que lleva sin disquisiciones al fondo del asombro espiritual ejercido por aquellas tierras en el ánimo del poeta. Trazos impresionistas, pinceladas magistrales, originalidad en las imágenes, ritmo ágil y directo, tono cercano y cálido, facilidad elaborada y sinceridad extraída de su espíritu palpitante son las características enunciadas a través de un leve soporte rítmico y recursos como los encabalgamientos que indican la afectación espiritual sufrida (“Ángeles grises: agua. / Palabras ya caídas / sobre la hierba. Viento / mojado. Con la vida / va vertiéndose el cielo / casi tierra. Con alma / temblando. Por la herida / sólo Dios. Cierra el libro / que tiene abierto el mar / de madrugada. Día / que no nos ve”[233]). Con este medio, que es el más usado en La montaña, el poeta indica formalmente no sólo el asombro extraordinario que experimenta delante de tamañas medidas, sino también la dramática sensación de sentirse minimizado. De ahí que muchos poemas estén formados por frases breves y cortadas por pausas que convierten la expresión en una mezcla de balbuceo y esencia lírica:

 

«Campos verdes. Y montes

y nubes. Piedra vieja.

Fábrica roja. Luz

en caminos abierta»[234].

    Además, se localizan otros recursos adecuados a la economía de medios característica de la poesía esencial que, además, quiere ser eficazmente lírica. Así las metáforas definen las sensaciones que siente el poeta ante la contemplación de los lugares que visita («Playa del sardinero: / manzana al aire»[235]). Las imágenes indican el asombro producido en su espíritu por la belleza del paisaje santanderino (“En cielos vibra el arpa azul. / La luz se vierte por la hierba»[236]). Los símiles trasmiten el alto grado de conmoción experimentado en aquellas tierras («Santander a la espalda / como cruz, me la llevo»[237]). Las anáforas insisten en remarcar la intensidad de las emociones vividas («He de vivir en adelante, / llena de montes, a mi alma; / llena de nubes»[238]) y, a veces, se combinan con polisíndetos para subrayar la angustia («Cuántas veces yo me digo / […] / y me pego y me maldigo. / Y cuántas veces / […] y yo a la tierra / […] / Y cuántas veces consigo lo que en el alma sospecho»[239]). Las interrogaciones advierten el misterio sentido en aquella especie de sobrerrealidad («¿Quiénes viven de mí? ¿Quiénes de sombra / me van llenando el alma que sospecho / a fuerza de vivir siglos y siglos? / ¿Viejas historias? ¿Bíblicos lamentos?»[240]). El uso del yo muestra la cercanía a la realidad del poeta y presenta sus sentimientos de una forma más sincera: «Quise coger», «yo me digo», «Estoy vacío». Y la técnica fotográfica consigue que cada poema sea independiente, aunque todos se relacionen por la unidad temática, el estilo melancólico y la conmoción que invade el poemario.

    La crítica definió La montaña como un ejemplo del lirismo, la sensibilidad, el ímpetu anímico y la equilibrada elegancia alcanzada por Jesús Delgado Valhondo en el justo medio de su obra poética, donde se produce un cambio emocional y, a la vez, una decidida tendencia hacia una poesía de configuración más moderna sin perder la referencia de la tradición.

 

    AURORA. AMOR. DOMINGO

      (1961)

    Jesús Delgado Valhondo presenta formalmente Aurora. Amor. Domingo en un bloque, pero en realidad son dos libros (Ciudades y Pequeña angustia). Por esta razón, se distinguen dos partes perfectamente diferenciadas: “Ciudades-palabras”, “Doblar una esquina”, “Ciudad de siempre”, “La ciudad de los hombres”, “Ciudad de piedra”, “La prisa”, “Amanecer en Badajoz”, “Cáceres” y “Meditación ante un amigo muerto” (primera) y “Como si fueses una flor”, “Paisaje del sur”, “Levántate y anda”, “El fondo”, “Motivos de sobra para que Picasso me pinte un cuadro”, “El silencio” y “Cima” (segunda).

    La elaboración de la primera parte del libro estuvo condicionada por las circunstancias que envolvieron a su autor. Cuando Jesús Delgado Valhondo, maestro de Primera Enseñanza, compone el libro, lleva destinado veinticuatro años en pueblecitos y su ánimo padece los males del aislamiento en un entorno mediocre y la lejanía de un ambiente cultural atractivo. Por tanto, es fácil entender que su espíritu, abrumado por la soledad, la incomunicación y los problemas cotidianos, añore fervientemente la ciudad:

 

«Tantos años, ciudad, por ti muriendo,

por ti rezando solo mi agonía,

por ti dejando lo mejor que tengo,

de calle a plaza, de rincón a esquina»[241].

    Esta situación emocional lo lleva a concebir la ciudad como un bálsamo revitalizante para su espíritu decaído y a crear en su mente una utopía con recuerdos nostálgicos de sus vivencias en Cáceres, la ciudad de su adolescencia y de su juventud. Contribuyen también a construir esta ciudad ideal en su memoria las visitas que, por estas fechas, realiza a Madrid y a Salamanca, donde fue especialmente recibido en ambientes culturales que acentuaron su pesadumbre pueblerina y su añoranza urbana.

    Es, por tanto, esta postura una inversión del tema de la alabanza de aldea horaciana, que supone una ruptura con ese asunto tópico en la poesía clásica, pues Valhondo añora la ciudad y quiere abandonar el campo. En el fondo, el deseo de volver a la ciudad se debe a que se encuentra en el momento crucial de su existencia y de su obra poética debido al reciente fracaso de su búsqueda de Dios, que acaba de experimentar en la Montaña. Por tanto, la naturaleza ya no es el reflejo de la divinidad, ni tampoco su silencio ni su soledad propician que sea un lugar adecuado para la reflexión, pues antes era la fuente de su espiritualidad y ahora es la causa de su angustia.

    En este momento el poeta necesita la actividad urbana para olvidar sus fuertes preocupaciones, pero, como no puede cumplir enseguida este urgente deseo, crea una ciudad en su mente («Vamos a inventar un mundo / con sólo decir palabras. / Un mundo que cante y gire / en una nueva alborada. / […] / Después bastará decir / cualquier cosa, y ya lograda / tendremos a la ciudad / con sus calles, con sus plazas, / con la gente que va y viene»[242]). Sin embargo, a pesar de su génesis, Aurora. Amor. Domingo es la crónica lírica de un ideal frustrado, porque el poeta quiere crear teóricamente una ciudad perfecta, libre de la presencia humana, pero, cuando la habite, enseguida advertirá que abrigaba una ilusión porque la ciudad real estaba ocupada por seres imperfectos y finitos. De ahí que la esperanza del primer poema desaparezca inmediatamente en el siguiente y el libro se convierta en una desgarradora exposición de su visión desencantada de la ciudad:

 

«Y sé que en cada esquina

el tiempo roto y triste duerme,

y un viento frío, que me queda

el alma llena de dobleces»[243].

 

   Luego la misma ciudad, de lejos tan amable, con esquinas a cuya vuelta en otro tiempo encontraba la sorpresa de los asombros, de lo nuevo y de lo inesperado, que convertían su recorrido en un auténtico descubrimiento, ahora le resulta un lugar inseguro y lleno de obstáculos. Además, aunque tiene el propósito de incorporarse a la ciudad con su espíritu inmaculado para empezar una nueva vida en su mundo flamante, llega a ella cargado de sus sempiternas preocupaciones espirituales y su voz se convierte en un doloroso grito de angustia:

 

«Estoy, ciudad, en ti, sobre tu mano,

que introduce los dedos en mi herida,

y vas oyendo los latidos locos

a latigazos de melancolías»[244].

    Esta herida emocional se agranda con la nefasta opinión que tiene el poeta del ser humano al que concibe como prisionero de unas circunstancias, que no es capaz de resolver ni dominar, y un autómata nostálgico, pesaroso y lleno de limitaciones, que vaga sin rumbo ni esperanza y sobrevive acobardado mientras espera que la muerte lo alcance pues, definitivamente, es incapaz de entender el misterio que envuelve su condición («-Somos hombres, somos nada-«. / Lo del hombre para Dios, / por ser un hecho de magia»[245]). Esta triste concepción de la naturaleza humana lo martiriza aún más cuando siente que él mismo es reflejo de ese hombre vulnerable y finito, que se ve acosado por la existencia y se encuentra impotente ante la necesidad de comprenderse y entender el mundo que lo rodea.

    Además, la negativa de Valhondo a idear una ciudad con seres humanos tiene otras razones: su deseo de no ser uno más de la masa humana en una época donde agoniza la conciencia del individuo ante el avance del urbanismo impersonal y masificador. Y también la pasividad ante los temas trascendentes que provoca en el ser humano la cultura urbana: «Y a la puerta de la tertulia la calle que nace de nuevo, lo anodino, lo de siempre»[246]. Ayuda a completar esta idea desengañada el hecho de que sus anhelos por marcharse a la ciudad coincidan sociológicamente con el trasvase masivo de gente del campo a la ciudad y con los problemas que conlleva la lucha por ocupar puestos de trabajo o de poder. Estos hechos provocan la existencia de un ambiente enrarecido por personas mediocres, que no tienen capacidad para asumir la cultura de la ciudad, se entregan al materialismo urbano y adoptan actitudes insolidarias para escalar la pirámide social, recurriendo a la inmoralidad y a la obstaculización de iniciativas creadoras.

    Desalentado por esta lamentable realidad, el poeta recurre a sus sentimientos religiosos (como ha hecho hasta ahora cuando ha necesitado calmar sus preocupaciones existenciales) y entona una letanía dirigida a la ciudad deshabitada, perfecta, que materializa en la ciudad antigua de Cáceres cuyas piedras resisten el paso del tiempo, un enigma que reactiva su capacidad de asombro:

 

«PRIMER misterio: la luna.

Un Padre Nuestro a los pasos

de nadie por el silencio,

de nadie por el espacio»[247].

    De ahí que en la “ciudad de piedra”, el poeta encuentre su refugio espiritual y, también, que adopte un tono místico y lo transmita por medio de este rosario de sensaciones impresionistas, contundentes y vigorosas, ejemplo de esencia lírica que se ha desprendido momentáneamente de preocupaciones. Se trata, por tanto, de un tipo de poesía destilada directamente de su espíritu, sintética y sugerente, con la que consigue implicar al receptor de tal manera que su espíritu se mimetiza a la par del poeta con el entorno de piedra:

 

«Segundo misterio: sombra.

Tercer misterio: el legajo.

Cuarto misterio: el convento.

El quinto: ventana y rapto»[248].

    Después de conectar espiritualmente con la ciudad deshabitada, el poeta encuentra a Dios, pero enseguida se le pierde en la actividad agobiante de la ciudad («Después, abro la puerta, / me suelta Dios, se marcha. / Yo ando por las calles / buscándolo. Son vanas / las vueltas que le doy / a la ciudad soñada. / Si alguna vez lo veo / va lejos, se me escapa»[249]). Perdido Dios, el poeta gasta su último recurso para rescatar su ideal de ciudad y lo materializa en lugares conocidos como Badajoz, cuya visión lírica le supone un respiro espiritual donde vuelve a intuir la presencia de Dios. Pero, en cambio, Cáceres sólo le proporciona recuerdos nostálgicos, que lo llenan de una profunda melancolía por culpa del tiempo que lo ha trastocado todo:

 

«Cáceres vuela y vuelve

conmigo. A mi nostalgia

un niño cojo viene y alcanza la tristeza

al borde de mis lágrimas»[250].

    La conclusión, como siempre que pierde la esperanza, no es otra que el encuentro con la muerte que está latente en el fondo de la ciudad. Aunque en esta ocasión el poeta la trata con un tono más equilibrado y sereno, sin patetismos, como si de una acompañante cotidiana se tratara, intentando habituarse a vivir con ella:

 

«Oh, muerto mío, te pienso y te medito

y te vuelvo a llamar. Yo te confieso

que todo me es igual cuando te lloro,

que todo me es indiferente y bueno»[251].

 

    A partir del poema «Como si fueses una flor» se produce un cambio formal en la métrica y en el tipo de poemas empleados. En la primera parte se localizan desde versos heptasílabos («La ciudad de los hombres», «La prisa») a alejandrinos («Amanecer en Badajoz»), que se agrupan formando exclusivamente romances-endecha («La ciudad de los hombres»), romances octosílabos («Ciudad de piedra») o romances heroicos («Meditación ante un amigo muerto»).

    Por el contrario, en la segunda, los versos reducen su medida a trisílabos («El fondo»), hexasílabos («Paisaje del sur»), heptasílabos («Motivos de sobra para que Picasso me pinte un cuadro») y octosílabos («Levántate y anda»). Sólo “El silencio» y «Cima» están construidos con versos de arte mayor. Además en esta parte existe una mayor variedad formal: tercerillas (“Paisaje del sur”), serventesios (“Cima”), romances (“Levántate y anda”, “Motivos de sobra para que Picasso me pinte un cuadro”) y versículos (“Como si fueses una flor”). También se localizan más vacilaciones métricas. «El fondo» es la mezcla de un trisílabo y heptasílabos con rima asonante en los pares hasta el verso 6 y de ahí en adelante en los impares. «El silencio» está formado con versos heptasílabos, eneasílabos y endecasílabos, que presentan una rima como la del romance.

    Además, se localiza una diferencia en la temática de una y otra parte. En la primera, existe una unidad semántica en torno a la idea de ciudad, que arrastra al poeta a ahondar en sus preocupaciones existenciales («Más cigüeñas y más / azul. Hundo miradas / en el fondo del aire, en la sangre vivida, / en las viejas palabras»[252]). En cambio, en la segunda parte, el sueño de crear una ciudad ideal desaparece, porque ha fracasado en su intento, y el poeta queda decepcionado rumiando sus grandes interrogantes sobre el tiempo, la muerte y Dios («El mar es una lágrima / y, Dios mío, me baño / en ella tan desnudo / que sólo nos quedamos / la bendita tristeza, / los años que he gastado / y el hombro donde llevo / la cruz de los relámpagos»[253]). El culmen de la angustia del poeta llega a su punto más profundo en el poema «El fondo», donde muestra el abismo en el que ha caído a través de imágenes surrealistas y alucinantes:

 

«Oscuras manos andan

el fondo de la fría

memoria de las cosas

que fueron tierra, mina.

La cara boca abajo,

apretada agonía

del silencio»[254].

    La exasperación, que le causa su amor imposible por Dios, continúa in crescendo en “Motivos de sobra para que Picasso me pinte un cuadro», un poema circunstancial que, aunque pedido por la revista Gévora para el número 63-67 dedicado al pintor malagueño, aprovecha para incidir en la condición imperfecta del hombre y el abandono de Dios («Nosotros en la tierra / clavados como el árbol, / hundiendo la raíz / en el mismo cansancio. / […] / Y luego los bolsillos / de carne, mientras vamos / a pintar en la nieve / a Dios entresoñando»[255]). Ahora se observa, por tanto, una vuelta al hombre cuando entiende que su aflicción forma parte de la angustia humana universal y advierte que el ser humano no es responsable de ser un conformista y un mediocre, porque Dios no lo ha dotado de capacidad para comprender el misterio de la realidad. Así el libro termina con una completa decepción que se traduce en una cínica ironía:

 

“Está Dios escuchándonos, amigo,

pidamos que al final tengamos suerte,

un paso más y estamos al abrigo,

en lo alto del sueño con la muerte»[256].

    En Aurora. Amor. Domingo se localiza el estilo personal de Jesús Delgado Valhondo: lengua directa y transparente que aparece expresada en un tono sincero y confidencial, cuyo contenido está velado por una melancólica angustia. Las palabras fluyen con la naturalidad del que trata de ordenar sus ideas en el momento crítico que comprueba una dura realidad, para después adoptar un tono afligido ante la situación dramática que se le ha planteado:

 

«Nosotros en la tierra

clavados como el árbol,

hundiendo la raíz

en el mismo cansancio»[257].

    No se encuentran influencias palpables en este libro salvo la presencia de la lírica popular en el uso predominante del romance; una posible referencia al poema «A la ascensión» de Fray Luis de León en «Como si fueses una flor», donde el poeta se queja del abandono de Dios; un leve recuerdo de Miguel Hernández, cuando utiliza el verbo libar en el poema «Cima», y una actitud optimista semejante a la de Guillén en el poema «Amanecer en  Badajoz» o el tono desencantado y trágico de la poesía existencial.

    Las imágenes fluyen espontáneamente de la expresión sentida que marca la angustia del poeta. De ahí que, en Aurora. Amor. Domingo, sean más que nunca un termómetro indicativo del estado anímico del poeta. Así, en el poema que abre el libro, se localizan imágenes esperanzadas («Plantaremos muchos árboles / en el viento y en la entraña / de la luz»[258]), para pasar enseguida a otras caracterizadas por la intranquilidad a que le lleva su desencanto y su indefensión:

 

«siento

sus aldabonazos en mis sienes.

[…]

Mi corazón le da su bolsa

llena de sangre casi siempre»[259].

    Además, se detectan otros recursos: metáforas de una extraordinaria calidad, cuando define sucintamente las características de las regiones españolas en el primer poema («Galicia: yerba mojada. / Cataluña y Aragón, / piedra y río en las espaldas. / Valencia, jarra de flores»[260]). Símiles que tienen por misión indicar plásticamente el paso del tiempo («estos hombres que pasan, / como los ríos vidas»[261]). Frecuentes construcciones anafóricas, que hacen referencia al alto grado de angustia padecida por el poeta («Yo sé que en cada esquina / un ojo mira las pequeñas muertes, / […] / Yo / sé que en cada esquina / el tiempo roto y triste duerme, / […] / Yo sé que, en cada esquina, / […]»[262]). Polisíndetos y asíndetos, que indican la tensión espiritual sufrida («El huracán por cima … / Y también por debajo. / Y dentro de la sombra / nos vamos conjugando. / […] / Inventemos la rosa, / las tardes, el gusano, / el azul que se sube / a la mirada andando»[263]). Recursos intensificadores como el uso del alejandrino, cuando momentáneamente se siente esperanzado en el poema «Amanecer en Badajoz» o el empleo del versículo cuando aumenta su angustia en el poema «Como si fueses una flor». O la economía de medios, que se halla en los poemas «Ciudad de piedra», principalmente, y en «Cáceres», «Paisaje del sur» y «Levántate y anda», que se convierten en muestra de la poesía esencial de Jesús Delgado Valhondo, caracterizada por leves pero vigorosos trazos que descubren un tremendo esfuerzo lírico a la par del espiritual:

 

«Olivos y viñas,

el trigal. Amor

de tierra. Campiña»[264].

  Sin embargo, el recurso más sutil y novedoso utilizado por Valhondo en Aurora. Amor. Domingo es la acumulación de significados en las tres palabras del título, pues aparentemente sugieren ideas placenteras y, sin embargo (no se debe olvidar que pensó titular el libro «Aurora. Dolor. Sábado»), contienen significados negativos. La aurora es un medio necesario para desprenderse de la angustia padecida en la noche. El amor no es recíproco porque no es correspondido por la divinidad y, por tanto, es desamor. Y el domingo es la metáfora del final de su camino a la Montaña que no le ha proporcionado descanso sino una tremenda decepción vital:

 

«Ya van nuestras palabras ordenando:

detrás de los despojos yo distingo

a Dios sentado allí, como esperando

nuestro cansado rostro de domingo»[265].

    De Aurora. Amor Domingo apenas recibió Jesús Delgado Valhondo opiniones por ser editado dentro de la Primera antología y pasar desapercibido como una parte más de ella. Este hecho resulta penoso pues, como sucede con La muerte del momento, constituye otro momento clave en su evolución espiritual y en su obra poética. Al no ser conocidos estos poemarios debidamente, ni una ni otra han podido ser entendidas en un sentido global hasta 1999, año en que se editó La poesía de Jesús Delgado Valhondo[266], donde se realiza el análisis detenido de ambos libros y se les sitúa en su lugar correspondiente como dos poemarios independientes y, a la vez, fundamentales en su obra poética.

 

    EL SECRETO DE LOS ÁRBOLES

     (1963)

 

    El secreto de los árboles es la exposición del desencanto vital al que llega el poeta, después de fracasar en la creación de una ciudad ideal y de comprobar que no tiene capacidad divina para crear ni recursos intelectuales para mitigar sus limitaciones. El poeta ahora advierte que la calle (la vida) está habitada no por seres independientes con capacidad de decisión sobre sus propios actos, sino por autómatas abocados a la muerte, que se encuentran prisioneros del destino y a merced de las circunstancias como mediocres actores de la comedia universal de Dios:

 

«Tendremos que averiguar

quiénes somos, quién nos busca,

qué hacemos en la alameda

crucificando preguntas»[267].

    No obstante, percibe que el secreto de este jeroglífico existencial es guardado celosamente por los árboles que flanquean el camino de la calle y son testigos mudos de las circunstancias del hombre en la vida y, por tanto, cómplices de Dios, quien ha montado este enorme teatro del mundo donde al ser humano, sin pedirlo ni explicárselo nadie, le ha tocado representar un papel que lo angustia («Árboles puestos de pie / en la orilla de la sangre. / ¡Puestos de pie! ¡Qué secreto / están guardando los árboles!»[268]). El poeta intuye que los árboles no son simples objetos decorativos de la naturaleza, sino que tienen alma con capacidad de guardar secretos porque los hombres, árboles solos en vida, cuando mueren se reencarnan en espíritu de árboles y entonces conocen el secreto sobre la vida y la muerte, que tanto angustian al poeta y, sin embargo, ellos guardan celosamente.

    El secreto de los árboles, cuyo origen se localiza en Aurora. Amor. Domingo, significativamente es también su continuación y su conclusión pues conecta con él desde el primer poema, «La calle», donde el poeta sigue situado en la ciudad. Pero ahora no se trata de una urbe utópica sino de una ciudad real, que le hace salir del refugio de su espíritu e incorporarse a la calle con los otros, dando un giro radical desde un yo intimista a un nosotros solidario.

    El libro consta de veintiún poemas distribuidos en dos partes: “La calle”, “La caricia”, “Callejón sin salida”, “Nombre”, “La gran ciudad dormida”, “Acaso”, “Calle de los vivos muertos”, “Mar”, “Alameda”, “El poeta se muere en el momento”, “Las siete de la tarde”, “Sombras” y “Ventana” (primera, dedicada a Juan Antonio Cansinos), «Noche y alba», “Solo”, “Ese espejo”, “Mirada de Dios”, “Algo no anda bien”, “Dorada mediocridad”, “Sé que estás esperándome” y «Tierra y amor para el olvido» (segunda, dedicada a José María Fernández Nieto).

    Esta distribución no se manifiesta sólo formalmente sino también a través del estilo que evoluciona conforme avanza el libro hacia una consciente dificultad en la expresión que, aunque en apariencia sigue siendo sencilla y directa, resulta a veces difícil de interpretar, porque el poeta adopta un lenguaje surrealista (más patente en la segunda parte) que advierte un aumento de la tensión causada por la pérdida de Dios y el hundimiento de su espíritu en el abismo del desencanto. Tal hecho llama la atención porque en los últimos libros hubo un predominio del equilibrio formal y de la transparencia expresiva y, sin embargo, en El secreto de los árboles el poeta fuerza la irregularidad métrica y rítmica en la mitad de los poemas y vela la comprensión con imágenes alucinantes, secuencias oníricas y rupturas sintácticas, que muestran un profundo desequilibrio emocional:

 

«Y entonces me entristezco

sin poder remediarlo

pensando en la muchacha

que se quedó en la calle

con el muerto en la boca

y la sangre filtrándola»[269].

    De todas formas, este giro es lógico si se tiene en cuenta que El secreto de los árboles es una exposición de la desesperanza, que la realidad descarnada produce en el espíritu del poeta, y de su rebeldía ante lo inexplicable. Por este motivo, junto a momentos desencantados, se hallan otros donde el poeta saca fuerzas de flaqueza de su despecho y muestra un tono irónico, incluso cuando se dirige a Dios («(Con tu permiso, Señor. / Claro está, con tu permiso)»[270]), consciente de que es un «vivo-muerto» más y tiene que enfrentarse solo y desprotegido a los hechos de la vida diaria como los demás hombres.

     Esta es la razón de que, en El secreto de los árboles, el poeta sienta la imperante necesidad de salir a bocajarro a la calle y confundirse solidariamente con los demás para sentir el calor colectivo y hacer soportable con ellos la pesada carga de las imperfecciones, la finitud y la desorientación humana universal. Ahora el ser social en que se ha convertido el poeta necesita angustiosamente del amor fraterno y solidario:

 

«Eres animal en busca

de la mano azul del alma.

(Te suenan los cascabeles

dentro del cofre del agua)»[271].

    Pero la calle se convierte para el poeta en un callejón sin salida, que es imagen de la vida llena de obstáculos donde la libertad no existe, no sólo por las limitaciones que le impone al hombre su imperfecta condición y sus circunstancias, sino también (y esto es lo más grave para el poeta) por el egoísmo de algunos de sus semejantes, que se la quitan a la fuerza («Están gritando a mi oído: / ‘¡Por aquí no pasa nadie!'»[272]). Desde este momento se apodera del poeta una fuerte angustia que afecta incluso a su palabra con la que no es capaz de expresar exactamente lo que desea y, como no encuentra el medio para explicar su desencanto, interpone como alternativa el valor del silencio («No puedo pronunciarte / porque la voz me duele. / […] / A veces, se me olvida / todo lo que aprendimos / mirándonos tan solo / las manos, las palabras»[273]). Su desamparo lo lleva a reiterar la imagen del ahogado como metáfora del triste final de la existencia humana y del nulo valor de la vida, cuya certeza arrastra al poeta a pensar en el suicidio como solución drástica para calmar definitivamente su desencanto.

    Ahora la nostalgia se presenta como revulsivo a la angustia para rescatar recuerdos que vivifiquen momentáneamente su espíritu. Pero el poeta se percata de que el tiempo implacable se los va borrando y el presente es desalentador, porque la ciudad en la que vive no tiene nada que ver con la que quiso crear libre de dolor humano ni es la ciudad amable de su adolescencia. Ahora es una urbe que, de noche, se asemeja a un monstruo dormido donde, en el silencio y la tranquilidad aparente, subyacen los sucesos de la vida cotidiana (mediocridad, dolor, preocupaciones) protagonizados por seres temerosos que, en la calma de la noche, se sienten víctimas acosadas por la ciudad amenazadora:

 

“Cuando las calles cierran

sus puertas por la noche

creo que mucha gente

andará bajo el mundo

buscándose las muecas,

el dinero olvidado,

a perros vagabundos,

a novias perseguidas,

a gritos que quedaron

naufragando el anuncio”[274].

    Ésta es la razón de que en el significativo poema «Calle de los vivos muertos» el poeta explique su dolorosa visión de la calle (la vida), comenzando con una imagen alucinante («En esta calle viven cuarenta y tres mil muertos»), que simboliza a los habitantes de la ciudad no como seres humanos dueños de su destino sino como autómatas sin voluntad, que están a merced de explotadores y genocidas. Entonces el poeta se solidariza con los habitantes de ese enorme cementerio que es la ciudad (el mundo), ahora habitada por seres condenados a morir, no sólo por Dios sino también por otros hombres que, hipócritamente, justifican sus acciones insolidarias con una religiosidad ficticia:

 

«Y, luego, ya se sabe, rezando se consuelan

y se ponen de luto».

    No obstante, su rebeldía lo arrastra a desmitificar la idea de la dorada mediocridad clásica, porque no se conforma con actuar como un autómata ante lo que sucede ni con vivir la realidad como un mediocre, que nada se pregunta ni indaga. Por ese motivo, su espíritu comprometido de ser consciente de la realidad y de los seres que habitan su entorno lo hace reflexionar sobre su situación cotidiana e incita a los otros, por medio de la ironía, a que tomen conciencia de su condición de seres humanos y de la vida mediocre, que llevan sin preguntarse nada. Esta situación le resulta inaguantable al poeta, porque el ambiente anodino lo arrastra a ser un conformista como los demás, que no abriga ilusiones ni sueños por culpa de un Dios que no lo tiene en cuenta y no le da respuestas que le permitan dilucidar el enigma de la eternidad:

 

«Dios que, a veces,

habla conmigo por pasar el rato

Ya ves que uno es feliz siendo un mediocre

que hasta puede llorar de vez en cuando.

[…]

Después, cualquiera sabe lo que viene»[275].

    No obstante, los altibajos emocionales sufridos por el poeta explican que el penúltimo poema del libro, «Sé que estás esperándome»[276], sea una reafirmación de su esperanza en la divinidad y lo que hasta ahora eran quejas se convierta en una confesión y una justificación de sus dudas («Yo pensaré que acaso / el perdón es la culpa de estar tiranizado / en el combate duro de un dios y un animal / en los que me he movido y, a veces, me he matado / sin saber dónde empieza ni dónde acaba el mal»). Sin embargo, esa esperanza desaparece en el poema final, «Tierra y amor para el olvido», que es un epílogo donde recoge su desgarradora concepción existencial: la ciudad es una prisión de la que no se puede escapar, el hombre le resulta “como una hormiga», el mundo es un «fruto amargo», la tierra emite «un grito agudo», la cima pertenece a un «monte de agonía» y el amor es “lúgubre perdido en una gota de mar».

    Termina el libro con la idea de que Dios es una simple tapadera de los misterios que envuelven al hombre para desorientarlo y no una solución a los enigmas que debería clarificarle para calmar la angustia que lo invade, una vez que le exige el cumplimiento de su papel en el abandono y la soledad más absoluta:

 

«Hasta el labio que pusimos ayer mañana al amor,

para la voz que se arrastra por el barro amado y tibio,

por esa lluvia abrazada a los troncos de mi noche,

hasta lo que yo tenía guardado bajo mis ojos

me dejan abandonado»[277].

    En El secreto de los árboles, el poeta indica sus intranquilidades anímicas por medio de dos recursos formales. Uno, a través de la variedad métrica y rítmica. Los metros empleados son el heptasílabo («Nombre», «La gran ciudad dormida», «Acaso»), octosílabo («La calle», «La caricia», «Callejón sin salida», «Alameda»), eneasílabo («Sombras»), endecasílabo («Mirada de Dios», «Dorada mediocridad») y alejandrino («Sé que estás esperándome»). No obstante, sólo la mitad de los poemas están compuestos con un metro de los citados, el resto presenta combinaciones de dos medidas («Calle de los vivos muertos», «Ventana», «Solo», «Algo no anda bien»), de tres («El poeta se muere en el momento», «Las siete de la tarde», «Ese espejo») e incluso de más metros («Mar», «Noche y alba», «Tierra y amor para el olvido»).

    El otro recurso formal es la extensión de los versos y de los poemas. En la primera parte predominan los metros de arte menor y los poemas de mediana extensión. Mientras que, en la segunda, destacan los metros de arte mayor y los poemas extensos.

   En cuanto a la rima continúa imperando la asonante, que se mezcla con la consonante sin orden aparente. Tal inestabilidad métrica y rítmica provoca que sólo unos cuantos títulos lleguen a constituirse en poemas (romances octosílabos, «La caricia», «Alameda»; romance eneasílabo, «Sombras», y romance heroico, «Dorada mediocridad») o estén elaborados en estrofas (tres quintetos, «Ventana»; cuatro serventesios, «Mirada de Dios», once serventesios, «Sé que estás esperándome»). En otros poemas, como en «Las siete de la tarde» y «Algo no anda bien», existe regularidad rítmica (los versos pares riman como en el romance), pero no métrica (mezclan versos de dos o tres medidas).

    Esta predisposición hacia el desequilibrio gradual de la forma es una muestra de que Valhondo tiene su ánimo muy afectado y necesita liberarla para oxigenar su agobiado espíritu. Así en la primera parte muestra un tono más sereno y lo manifiesta a través de metros cortos y leves alteraciones rítmicas. En la segunda, sin embargo, se concentran las vacilaciones formales más evidentes, porque se siente más afligido y necesita una mayor flexibilidad en los medios usados para difundir su conmovedor mensaje.

    Sin embargo, esta parte resulta más sustancial al ser la conclusión de todo un proceso donde el poeta expone su desencanto, cuyo dolor resultante hace que los versos sean más sentidos al conseguir una expresión justa y verdadera, libre de artificialidad y repleta, por el contrario, de emoción natural y sentida:

«Hay quien come muertos o los borra del mapa»[278].

 

    Tal intensidad emotiva hizo que a Pedro Caba esta poesía le resultara novísima sin dejar de ser personal o que Aleixandre destacara el valor vivencial de este libro y lo interpretase como el resultado de la «emoción de un hombre puesto en trance de comunicarse»[279] o que Lázaro Carreter advirtiera el cúmulo de cualidades humanas y poéticas que encierran estos versos, asegurando a Valhondo que «ahora, has alcanzado la madurez, que sólo se logra así: con casta sencillez formal, y sentimientos auténticos, vividos, no tomados a préstamo»[280]. Estas críticas son un indicio de que Jesús Delgado Valhondo se encuentra en la cumbre de su creación poética, después de haber conseguido una voz donde se aúnan virtudes de la lírica popular y culta, de la clásica y la moderna, de la tradicional y la renovadora, sin apartarse de su línea personal e independiente.

    No minimiza este hecho constatable las influencias detectadas de Machado («Te diré que en el alma tengo una aguda espina / y que no logro nunca el poderla arrancar»[281]), de Dámaso Alonso en el poema «Calle de los vivos muertos» por su semejanza con Hijos de la ira, de Lorca en el poema «Las siete de la tarde» por remitir a la angustia de una hora exacta parecida a la de «Llanto por la muerte de Ignacio Sánchez Mejías”, de la poesía existencial desarraigada y del Realismo social (especialmente de Blas de Otero) o los recuerdos de la poesía de los 60 en la forma narrativo-descriptiva adoptada en los poemas extensos y, sobre todo, en los escritos en versículos que, sin embargo, se trata de una inteligente adaptación a la nueva tendencia poética.

    En cuanto a las imágenes utilizadas, destacan aquellas que concuerdan con su estado angustioso y las que expresan rabia contenida ante su impotencia («de echar el alma a los dientes / del primer perro que pase»[282]). Las metáforas, entre las que sobresalen las citadas del poema «Tierra y amor para el olvido», trasmiten su trágica concepción de la realidad. Los símiles explican vivencias altamente angustiosas de un modo lírico:

 

«cierran

sus puertas esos hombres

como si fuesen páginas

del libro de sus días»[283].

    Las anáforas indican su angustia y desencanto («tanto como a borrachos, / tanto como a la ahogada, tanto como al absurdo»[284]). La supresión del pronombre personal de primera persona convierte en más cercano e implicador lo que cuenta («Me sembré, me deshice … estuve … Dormí … Estaba a gusto …»[285]). Los encabalgamientos transmiten su desconcierto («Lobos / del amor», «Hombre de soledad / que pasa silencioso»[286]). Las paradojas presentan sus continuas contradicciones ante una realidad enigmática («Si muero es porque vivo»[287]). Las vacilaciones muestran su estado emocional inseguro («sombras / unas vienen y otras van»[288]). El prosaísmo es producto del ímpetu anímico, que le crea las limitaciones del verso («A veces la tierra es dura y nos duele en las entrañas, / hecha monte de agonía cuya cumbre ya se sabe / adónde nos va a llevar»[289]). Y el uso abundante de admiraciones y paréntesis expresa su asombro ante una realidad, que se le hace inverosímil:

 

«Consumiendo luz a gotas

le debo al viento la sangre.

(¡Cuántos sueños van nadando

en nuestro recuerdo, mares!)»[290].

 

   El secreto de los árboles es un libro maduro, que se sitúa en el cénit de la obra poética de Jesús Delgado Valhondo con una importancia capital pues anuncia y plantea Un árbol solo, su libro cumbre, y contiene el germen de su último libro, Huir, que escribiría treinta años después. El secreto de los árboles es una muestra, por tanto, de la concepción global y coherente que Jesús Delgado Valhondo tenía de su obra poética y, además, un ejemplo de adaptación formal de su estado anímico a la lírica del momento.

 

    ¿DÓNDE PONEMOS LOS ASOMBROS?

     (1969)

    ¿Dónde ponemos los asombros? es un recorrido radiográfico de constantes idas y vueltas, que realiza Jesús Delgado Valhondo por los entresijos de su espíritu continuamente interrogando a Dios sobre las razones de su profunda desorientación y su preocupante desencanto. De ahí la pregunta angustiada del título, que expresa la soledad y el vacío espiritual en el que naufraga lleno de dudas:

 

“¿A quién contamos los asombros?

¿Dónde ponemos los fracasos?

¿A quién que mañana es domingo

y no lo sepa?”[291].

    El origen de ¿Dónde ponemos los asombros? se halla en el poema «Dorada mediocridad» de El secreto de los árboles, donde el poeta comprueba, definitivamente, que su papel en el gran teatro del mundo («Debe de haber un día / que no tenga escenario / ni nosotros caretas / de risas de payaso»[292]) es aceptar que la vida es así y que él no tiene capacidad para cambiarla. El único remedio es la resignación y la mediocridad sin deseos de ser independiente y digno («un futuro donde todos / nos sintamos mejor y, desde luego, hombres»[293]), un pobre espiritual, en definitiva. Por esta razón, ahora el poeta camina desorientado (no tiene norte) y vive sólo por vivir, una vez que se han disipado sus sueños de alcanzar a Dios y conseguir junto a sus semejantes un mundo más humano y justo:

 

«Donde se gana el llanto el desdichado hombre

que navega en la calle bajo cualquier asunto

de religión sonámbula y solitarias cuentas

para vivir tirando como bestia del mundo»[294].

    En esta irónica situación de mediocridad, el poeta se debate entre el desencanto y la esperanza («Para el asombro nuestro / para nuestro descanso / debe haber un día / que no hemos estrenado»[295]). Tal estado se manifiesta en unos vaivenes emocionales que no sólo se observan en el contenido, sino también en la forma (mezcla de versos y poemas regulares y libres), en la expresión (unas veces directa y transparente y, otras, de difícil comprensión) o en su espíritu (que le provoca una profunda tristeza o bien una rebelde ironía). Así no es extraño encontrarse con expresiones vulgares, que muestran su desinterés por los temas que antes le preocupaban sobremanera («Se nos pasó de rosca el tiempo»[296]. «Hay quien se encoge de hombros / importándole un bledo»[297]. «Pecado capital de tomo y lomo»[298]…), junto a poemas de marcado tinte surrealista:

 

“Unos ojos vigilan tras las persianas de tigres,

pasos de ramas secas, olor de hojas quemadas,

una mujer tendida en la pradera verde

busca un limón perdido entre siesta y cigarra”[299].

    Ahora únicamente le queda el triste soporte de su nostalgia, a la que recurre para iniciar una búsqueda del tiempo perdido intentando rescatar el pasado a través de sus recuerdos. Pero tampoco calma su tristeza este recurso, porque sus vivencias se encuentran demasiado lejanas para poder recuperarlas en su mente con la nitidez que desea («Ando buscando un niño en mi desvelo / […] No lo encuentro en mi calle y estoy seguro / de que está todavía»[300]). O bien porque se da cuenta de que el tiempo ido es irrecuperable:

 

«Hemos perdido tanta vida

a generosas manos llenas

que locos andamos preguntando

si alguien lo tiene la devuelva»[301].

 

    Ante estas comprobaciones, en el poema «Términos medios», el poeta sufre un vaivén espiritual donde critica contundentemente la pasividad del hombre común para que sea consciente de la realidad, remueva su conciencia y medite sobre su lamentable condición («No vale ignorar que nacimos hombres / que no querer saberlo / es cruzarse de brazos y palabras / en la tragedia que está viendo»[302]). También aprovecha para denunciar el oportunismo de los que se valen de su desamparo, justificándose en Dios («El mundo es de unos cuantos / […] / que aseguran tener / a Dios de su parte y su cuento»[303]). Pero el ser humano, que debía ser el más interesado en desvelar los misterios que lo acucian, se desentiende poniendo como justificación la falta de tiempo para ocuparse de los temas trascendentes y, en cambio, lo pierde en asuntos sin valor espiritual arrastrados por la sociedad del progreso deshumanizado:

 

«Todos vuelven la espalda.

Ponen en marcha el tiempo.

Dicen: ‘la vida que llevamos

no es para más ni para menos’ «[304].

    Después de un momento de cierta esperanza cuando el poeta se autoconvence de que el hecho de soportar el tiempo y su búsqueda de Dios debe tener como recompensa la eternidad («Esperamos que un día nos deshaga la luz. / Y ponga en libertad nuestras ansias de tiempo, / nuestras horas ganadas en buena lid un día»[305]), sufre otra oscilación espiritual en el poema «Algo olvidado y oscuro», donde realiza un recorrido por el paisaje de su geografía anímica usando la metáfora del árbol y el resultado es descorazonador: primero fue un «árbol de montaña lejana / […] cuyo vértigo en la raíz estaba», después «simple tronco rodando amarga vida» y, ahora, es «sombra pisada de aquella rama huida». Una descripción significativa que marca los tres momentos claves de su vivencia espiritual y, como consecuencia, de su obra lírica: en un principio, anhelante a pesar de su soledad; posteriormente, abatido ante la realidad vivida y, por último, desorientado en un mundo sin sentido.

    Esta valoración negativa de su existencia lleva al poeta a exponer su desencanto existencial en «Calle de la nada», donde indica desde el título su concepción de la vida (calle) que, ahora para él, no tiene valor alguno porque ha quedado vacío y su búsqueda de apoyo en los otros le ha producido una profunda insatisfacción, al comprobar que sobreviven como pueden abandonados a su suerte:

 

“En esta calle de la nada solos

nos quedamos para siempre jamás.

Sin raíz y sin cielo […]

Nadie nos escucha […]

por donde no se va a ninguna plaza,

a ningún sitio que sepamos”).

    Esta fuerte decepción culmina en «Catedral», último poema de la primera parte del libro, cuyo contenido indica el alto grado de decepción al que ha llegado, pues este lugar sagrado antes le sugería múltiples sensaciones positivas y ahora es un lugar aburrido y triste, pura ironía de la trascendencia que representaba cuando tenía sus esperanzas intactas. La razón de este cambio de actitud se debe a que la catedral ha perdido la espiritualidad que la hacía un lugar lleno de riqueza para el alma, cuando Dios la habitaba:

 

«El órgano despierta a cinco viejas

y se asustan los sueños y los ángeles.

Suspira una beata y se confiesa

el tiempo que no supo enamorarse».

    Tal desencanto induce al poeta a tener una visión crítica («Bostezan los canónigos, obispo, / en sociedad de cantos y balances»), irónica («Un tiempo mueble de sepulcros reza / responso y letanía en los altares») e, incluso, irreverente («Se irrita un sacristán, se duerme un cura, / se aburre un santo de su misma imagen, / se preguntan los muertos cuatro cosas:») que recoge, en pinceladas plásticas de efecto demoledor, una burla maliciosa y deformadora, próxima al esperpento de Valle-Inclán:

 

“Miles de ratas, en la sacristía

del más allá, royendo se deshacen

en busca de un infierno de ironía

en trapos sucios de cloaca y hambre”[306].

 

    ¿Dónde ponemos los asombros? está formalmente dividido en dos partes, que constan de once poemas cada una: “Asombros”, “Buscando mi infancia en la ciudad donde nací”, “Tiempo perdido”, “Términos medios”, “Porque somos de tiempo”, “La cicuta”, “Algo olvidado y oscuro”, “Calle de la nada”, “La cuerda del reloj”, “Pobre espiritual” y “Catedral” (primera). “La novela”, “Figura”, “El loco”, “Dios en la noche”, “El fantasma”, “Cualquier día sucederá”, “Dentro del alma vivo al hombre”, “Final del camino”, “Anécdota”, “Comunión” y “Selva virgen” (segunda). Este equilibrio significa que las intranquilidades halladas no influyen en su elaboración y el poeta, por tanto, tiene en todo momento conciencia de lo que escribe y de cómo lo expresa sin verse influido negativamente por sus emociones.

    Además, entre ambas partes existe una diferencia de tono por el aumento del desencanto que hace la expresión enrevesada, debido a que el poeta cada vez más confundido comprueba que el recuerdo no es solución a su nostalgia, porque el tiempo perdido no lo puede recuperar («Tiempo encerrado entre paredes / que se le da la libertad / del pájaro. Ya no puedo alcanzarlo. / Soy como un niño sin juguetes»[307]). También advierte que su obcecación por rescatar el tiempo lo ha llevado a perderlo, al ocuparse más de resolver sus dudas existenciales que de vivir. Y, por si fuera poco, no ha logrado descifrar ningún misterio ni atender convenientemente a sus seres queridos en vida, a los que ahora muertos no puede recuperar:

 

«y sólo he conseguido en un camino incierto

un tiempo de recuerdos donde no habita nadie»[308].

    Entonces, como el poeta se da cuenta de que hasta el momento sólo se ha ocupado de sí mismo, mira la realidad y experimenta un sentimiento de ternura por un semejante desvalido, el loco, ejemplo de ser humano donde los demás suelen descargar sus propias culpas y su maldad innata (“Confesaremos para estar tranquilos / y pasar por la vida carne y cómodos / hay que echarle la culpa a quien se pueda / y torearle a salario y modo”). Ahora piensa que, como poeta, debe adoptar una actitud de denuncia («Alguien como el poeta ha de encargarse / de sacudir con su plumero el polvo») y critica la hipocresía humana que lo margina o lo explota:

 

«A lo mejor los buenos lo recluyen

o lo clavan en cruz como a aquél otro.

En la cruz del andamio o del pupitre,

del barrio de absorción lejano y solo»[309].

    El libro termina con una referencia a la naturaleza, su antigua aliada en la búsqueda de la divinidad. Ahora es una «Selva virgen»[310], espacio desordenado sin la presencia divina («Hay en el cielo un campo lleno de flores rotas, / de atardeceres muertos y de llaves en llamas») a través de la cual no puede reiniciar el camino a Dios, aunque a su nostalgia llegan aromas de aquélla más gratificante de Hojas húmedas y verdes:

 

“Hay gozos que desprende el bosque […]

por donde viene altiva la muchacha del mundo

mordiendo alegremente la tarde y la manzana”.

    Las múltiples vacilaciones espirituales, detectadas en el contenido, se hacen también evidentes en la forma por la variedad de metros utilizados: octosílabos («La cicuta», «Dios en la noche»), eneasílabos («La cuerda del reloj», «Pobre espiritual»), endecasílabos («Buscando mi infancia en la ciudad donde nací», «Calle de la nada», «El loco») y alejandrinos («Algo olvidado y oscuro», «El fantasma», «Anécdota», «Selva virgen»). Igual se detectan en las mezclas empleadas como la de heptasílabos y eneasílabos en el poema «Asombros», la de heptasílabos, eneasílabos y endecasílabos en los titulados “Términos medios” y «Dentro del alma vivo al hombre» o de más metros en “Catedral”.

    No obstante, a pesar de esta variedad formal, se encuentran estrofas y poemas (serventesios, “Final del camino”; décimas, «La cicuta»; romances –que de nuevo vuelven a predominar-, «Asombros», «Tiempo perdido», «Selva virgen», y sonetos, «Buscando mi infancia en la ciudad donde nací»).

    Sin embargo, tal hecho no significa que el poeta se haya impuesto una disciplina formal, pues existen poemas que sólo son regulares en la métrica («Porque somos de tiempo») o en la rima («Dentro del alma vivo al hombre»). Otros poemas cambian la rima en la segunda parte del poema («Tiempo perdido») o intercalan algunos versos heptasílabos entre eneasílabos («La cuerda del reloj») o están construidos con versos blancos («Calle de la nada», “La novela”, “Figura”) o en versículos («Cualquier día sucederá», “Comunión”).

    El resultado de este análisis indica que de nuevo Valhondo no ha mostrado interés por configurar la forma de un modo totalmente regular, porque se encuentra más atento al contenido de su mensaje que al modo de transmitirlo. Además, es patente que no quiere verse encorsetado por la métrica ni la rima en un momento que necesita evitar en lo posible las normas formales para expresar sin frenos sus hondas preocupaciones.

    Jesús Delgado Valhondo en ¿Dónde ponemos los asombros? se muestra más desnudo de retórica que en sus libros anteriores pues, perdido definitivamente Dios, deja de contenerse en la expresión y da largas a sus sentimientos sin mucho interés en dominarlos que, más de lo que es frecuente en él, se desbordan en composiciones libres. También se nota un aumento de la ironía y del empleo de frases vulgares que indican un desinterés por el estilo, marcan el grado de desencanto en que se halla y ofrecen una exposición de su tono decepcionado:

 

«Todos tendrán razón.

Hasta aquél que me ponga

como un trapo de pobre»[311].    

    También, la expresión se encuentra repleta de recursos literarios como símiles acentuados que indican soledad («como perro perdido en noche fría / sin amo, sin cobijo, sin consuelo»[312]) y desamparo («puse las manos sobre el día / se me quedó como la nieve»[313]). Metáforas con las que describe su triste estado intentando calmarse y, a la vez, lanzar una petición desesperada de auxilio («somos una copa de vino / puesta en la mesa del milagro»[314]). Interrogaciones que muestran sus múltiples dudas («¿No habrá quién nos aguante / para pasar un rato / bebiendo con nosotros / canciones, vino y llanto?[315]). Exclamaciones que señalan la acentuación de su angustia («¡Cualquiera sabe quién vendrá. / Ni quién será amo del llanto¡»[316]). Frases colocadas entre comillas para dar mayor énfasis a su contenido (» ‘Buscamos tiempo que perdimos / en no sabemos qué contiendas’ «[317]). Paréntesis que recogen las paradojas que vive: «(Que no andamos, anda el camino. / Huimos para quedarnos)»[318]. Anáforas y polisíndetos que insisten en acciones penosas para el poeta («Ando buscando […] / Ando por los recuerdos […]»[319]. «y, después, […] / y, ahora, […]»[320]). Hipérbatos con los que coloca circunstancias que desea destacar al comienzo del verso (“En esta calle de la nada solos / nos quedamos para siempre jamás»[321]). E intensificaciones que aumentan la dureza de las imágenes conforme crece su angustia:

 

“Hay en el cielo un campo lleno de flores rotas,

de atardeceres muertos y de llaves en llamas”[322].

    Las influencias no son palpables en ¿Dónde ponemos los asombros? Sin embargo, en el primer vaivén espiritual sufrido por el poeta se observa que busca la solidaridad para remover conciencias. Así utiliza un tono exaltado semejante al del Modernismo (sobre todo de Rubén Darío en su última época –es significativo el uso del alejandrino y del serventesio–) y denuncia actitudes insolidarias, de una forma parecida a Blas de Otero. Y, en el segundo, decepcionado por la falta de respuesta de los otros, tiende a refugiarse en su intimismo como sucedió a los poetas de la poesía existencial más característica.

    Pero, a pesar de estas referencias, quizás ¿Dónde ponemos los asombros? sea el libro más personal y auténtico de Jesús Delgado Valhondo, por su unidad temática, espontaneidad y estilo desgarrado sin concesiones, que no es el de la poesía modernista ni el del Realismo social. Ahora más que nunca el poeta se confunde con el hombre y sus ironías, acusaciones y salidas de tono se hacen más atractivas, porque se notan comprometidas sin dejar de ser líricas.

    En ¿Dónde ponemos los asombros?, Jesús Delgado Valhondo toca el fondo de su abismo espiritual y se muestra más desolado que en su libro anterior. No obstante, no pierde su pulso lírico y aparece como un poeta maduro que se ha dignificado humana y líricamente con su indagación trascendente en esas realidades impenetrables sobre la condición humana y su relación con la divinidad.

 

    LA VARA DE AVELLANO

     (1974)

    La vara de avellano está dividido en dos partes. La primera va precedida por una cita de Juan Ramón Jiménez («La soledad era eterna / y el silencio interminable. / Me detuve como un árbol / y oí hablar a los árboles»[323]). Contiene las claves para entender el estado espiritual, en que Jesús Delgado Valhondo aborda la elaboración del libro, que consta de diecinueve poemas: “La vara de avellano”, “Álamos”, “El pinar”, “Viaje”, “El tonto del pozo”, “Guadiana”, “Y pobre y triste”, “Tribulación”, “Crucificada sangre”, “De esta calle nunca jamás saldré”, “Abre en el aire un hueco”, “Tarde de domingo”, “Retrato de muchacha en una casa de huéspedes”, “Mujer de vida fácil (fábula con moraleja)”, “El olvido”, “Espíritu de árboles”, “Tirar de la manta”, “El mundo-gente” y “Letanía de la culpa”.

    En esta parte de libro, el poeta es un pobre espiritual sin capacidad de idealizar el paisaje ni agudeza intelectual para comprenderse. Además, una vez que sus recuerdos placenteros del paisaje desaparecen, el camino se hace más incierto y pierde la conciencia de los demás («Un buen día saqué la vara / y azoté el aire de la alcoba, / sonaban lámparas vacías, / caían cristales de la sombra. / […] // Atravesábamos espejos. / Yo nunca supe donde fuimos»[324]). Esto es debido a que el espejo hasta el momento reflejaba la medida de su personalidad y de su relación con los otros, pero ahora este medio de identidad se rompe y camina totalmente desorientado.

    El libro es, por tanto, la descripción del caminar melancólico y triste del poeta por la naturaleza de su entorno, donde ve reflejada la frustración total del ser humano y la suya propia. La causa es que, una vez perdido Dios, va a desechar la esperanza de recuperarlo a través del paisaje y del hombre, medios indirectos por los que quiso llegar a la divinidad cuando aún tenía esperanzas de alcanzarla. A pesar de todo, La vara de avellano es un libro que discurre, salvo determinados momentos angustiosos, en medio de un suave desencanto, pues el poeta se limita a describir las razones de su desazón en un tono melancólico exento de exabruptos, aunque esto no evita que critique contundentemente actitudes apáticas o egoístas.

    No obstante, La vara de avellano comienza con un intento de recuperar el paisaje ideal de sus comienzos porque, a pesar de que el poeta es consciente de sus limitaciones, no acepta el hecho de ser un fracasado («Guardé una vara de avellano / en el cajón de la memoria; / trozo de sierra no perdida, / la mano amiga del aroma»[325]). Pero esta pretensión le resulta vana, porque se da cuenta de que el paisaje sin la esperanza de encontrar a Dios, es tan melancólico como su misma búsqueda y sólo se encuentra con la desolación de la muerte, cuando pierde la referencia de la realidad que, hasta el momento bien o mal, veía reflejada en el espejo del paisaje:

 

«El pinar […]

Estampa caída boca abajo

y allí nosotros»[326].

 

   Entonces, el poeta intenta la evasión a través del sueño para recuperar nuevos horizontes por medio del viaje en tren. Pero ahora no se trata de una experiencia placentera porque su finalidad es la huida de un mundo ingrato buscando la libertad ansiada. Además, tampoco le resulta una experiencia positiva, porque el viaje discurre a través de un paisaje desvirtuado, que sólo le proporciona desorientación y angustia. Su intento, por tanto, ha terminado en fracaso; el poeta no encuentra el paisaje soñado ni, como consecuencia, las respuestas a sus interrogantes que deben esconderse detrás de la nebulosa en que vive:

 

“En el costado de Dios

árboles recién llorados se pierden.

Palabras nunca dichas

flotan en la alameda

que debe haber detrás de todo esto”[327].

    Ante esta situación sólo tiene el triste recurso de andar sin rumbo fijo junto a sus semejantes como forzado del camino de la vida. Pero el camino le resulta más lleno de obstáculos y la cumbre se ha convertido en un lugar desolado sin Dios. En este ambiente impregnado de tristeza, el atardecer ya no es un tiempo de riqueza espiritual donde antes contemplaba el día durmiéndose en el regazo de la noche, sino un momento doloroso en el cual se hunde espiritualmente:

 

«confuso monte cuesta arriba y roto,

cima para un cadáver de mirada

sin enterrar, absurda y sin nosotros

[…]

Suena la tarde al caer

en la tierra […].

Voy a caer también

y todavía»[328].

    En este punto, destruido el paisaje, roto el camino y hecho añicos el espejo de su conciencia, el poeta ya no tiene ningún medio espiritual ni físico para llegar a Dios y cae en la más penosa angustia. Está seguro de que ha perdido el tiempo dedicado a su búsqueda de la divinidad, intentando conseguir respuestas sobre la condición humana que se le ocultan detrás de los misterios. Es como si se tratara de un juego macabro que lo hubiera desorientado con la justificación de que su angustia y su soledad son productos de sus dudas, porque es un incrédulo que se ha apartado del redil de la fe por recurrir a la razón:

 

“[…] andar por esta sangre,

como un hombre cualquiera arrinconado al muro

del anuncio que grita que pensar es pecado

del hombre que va solo. Del hombre solo. Culpa

del hombre.

Siempre solo”[329].

    Sin embargo, el poeta no se considera todavía derrotado y lucha espiritualmente como un ser agónico, que intenta resolver racionalmente dogmas de fe combatiendo con su conciencia. Es decir, con su otro yo que siempre está en desacuerdo con él, aumenta su inseguridad y hace más difícil su agonía, como el prójimo (próximo) que, protegido por su creencia sin fisuras, lo martiriza con su seguridad y lo hace vivir en una continua sensación de culpa:

 

«¿Quién nos liberará del miedo

a nosotros mismos?»[330].

   Por tanto, como sus semejantes lo empequeñecen y lo abruman, la soledad se convierte en un tema reiterado y el poeta la materializa en un momento concreto, la tarde de domingo[331], cuando la actividad y el bullicio de la semana se paraliza, la calle está inmersa en un melancólico vacío y siente que se encuentra más solo y desorientado por la falta de respuestas:

 

“¿Quién quedará en nosotros

si cobardes huimos?

¿Quién quedará esta tarde

en lo desconocido?

[…] ¿Qué será

lo que llaman destino?”[332].

    Mientras, su tiempo va desapareciendo detrás de él en cuanto acaba de vivirlo y el que le queda se ha detenido por falta de esperanza, es decir, es un muerto en vida (“Me está pesando tu cadáver / que aún lo llevo en la mirada al mediodía”[333]). En contraste, como si de un exorcismo purificador se tratara, el poeta dedica un poema al Guadiana, el río de la vida, la permanencia imperturbable, el sempiterno discurrir; siempre pasando y siempre el mismo:

 

«agua que vuelve y que va entre la yerba del aire.

[…] Aguadiós, antigua luz; agua escrita»[334].

    Este fuerte desaliento lo lleva a realizar una evocación del pasado buscando algún resquicio de esperanza, pero sólo halla destrucción y muerte cuando recuerda los efectos devastadores de la guerra civil, cuyas nefastas consecuencias lo convencen de que el hombre es el peor enemigo del hombre. Un pasado ignominioso, ejemplo de la maldad humana, que los responsables aún no han logrado borrar de la memoria colectiva de su entorno («Después de la batalla / barrieron el paisaje / muchas veces. Jamás / lo barrerán bastante»[335]) como tampoco el dolor provocado por los múltiples conflictos que han asolado siempre el mundo:

“La historia de la Humanidad,

abierta llaga de paisajes:”[336].

 

    Por esta razón, el poeta dirige sus críticas contra los genocidas que provocan los enfrentamientos armados para su provecho sin importarles el dolor que causan en sus semejantes y el odio incurable que las guerras engendran. De tal manera que el poeta no entiende cómo el hombre con esa violencia gratuita niega continuamente a Dios sin importarle la trascendencia de este hecho provocando más desolación. El resultado será la pérdida de confianza en el ser humano («¿Dónde está el hombre / entero, vero y responsable?»[337]) con lo que agota el último recurso que le quedaba para recuperarlo y reemprender juntos el camino hacia Dios.

    Esta reflexión sobre la agresividad de la condición humana suscita en el poeta la urgencia de criticar la deshumanización que observa en su entorno («Voy a tirar de la manta / para ver lo que debajo vive. / Hay que deshacer entuertos / para que reine la hermosa vergüenza / del cansancio»[338]). Pero, cuando llega el momento de actuar, se comporta como un conformista y aprueba lo que tanto critica con su actitud servil que elude, a conciencia y por comodidad, no sólo las agresiones que sufre el ser humano en la vida cotidiana, sino también los grandes problemas universales.

    Sin embargo, en medio del discurrir de su melancolía, no se rinde del todo pues encuentra a otros semejantes, que sufren una situación más lamentable que la suya. Este encuentro lo lleva a sentir una tierna compasión por seres marginados (no es la primera vez) como el tonto y la prostituta que, a pesar de las apariencias, es un ser humano con pasado y sentimientos:

 

«Y la mujer de vida fácil

tiene la amargura y la vergüenza

de su alcoba saliéndose a la calle.

[…] bajo el aliento de tratantes

se muere más difícil

que cualquiera»[339]).

    La segunda parte del libro se encuentra encabezada por dos citas de José Luis Hidalgo, el poeta cántabro cuyos versos, impregnados de un hondo sentimiento existencial y de marcados presagios de muerte, estremecieron a Jesús Delgado Valhondo («Has bajado a la tierra cuando nadie te oía / y has mirado a los vivos y contado a los muertos […]”. «Soy el poeta. Me pregunto: / ¿qué es lo que anoche sentí arder? […]”). Estos versos desolados sirven de introducción al único poema de esta parte, la elegía “Mi hermano Juan”, donde Valhondo muestra una profunda desolación ante la acción demoledora de la muerte en el último miembro de su familia directa y la consecuencia nefasta del silencio y el abandono divino.

    La división de La vara de avellano en dos partes obedece a la intención de aislar del resto del libro esta sentida muestra de amor y dolor fraternal para indicar la angustiosa soledad que domina al poeta, conectar el final de la segunda parte de su obra poética (que termina en la soledad) con la tercera que se inicia con Un árbol solo y advertir que la muerte es el destino final e inevitable del ser humano. Sin embargo, la tristeza que rezuma este poema no impide que se pueda hallar momentos de un alto valor lírico, cuando describe la acción nefasta de la muerte y del tiempo, la soledad, los recuerdos o el valor del silencio:

 

«Nosotros que supimos entenderlo

cuántas cosas nos dijo, cuántas cosas

supimos de nosotros en silencio».

    Esta desolación espiritual del poeta también se detecta en la forma, pues su inestabilidad en La vara de avellano es evidente. Pocos poemas del libro están compuestos en un único metro: heptasílabos («Tarde de domingo», «El olvido», «Espíritu de árboles», «Letanía de la culpa»), eneasílabos («La vara de avellano», «Álamos») y endecasílabos («Mi hermano Juan») -es significativa la desaparición del octosílabo-. Los demás poemas tienden a la irregularidad parcial combinando varios metros («Y pobre y triste», “Crucificada sangre”) o total formando poemas donde predominan los versos blancos («De esta calle nunca jamás saldré», “Abre en el aire un hueco”, «Espíritu de árboles», «Letanía de la culpa») o versículos, que son frecuentes en el libro (“El pinar”, “Viaje”, “El tonto del pozo”, “Tirar de la manta”).

    La rima que predomina es la asonante, incluso en la elegía a su hermano Juan, donde también aparecen la rima consonante y los versos sueltos. Rara vez la rima se distribuye de una forma regular formando estrofas (diversas -«Y pobre y triste»-, serventesios -«Mi hermano Juan»-) o romances («La vara de avellano», «Álamos», «Tarde de domingo», «El olvido», «El mundo-gente»). Casi siempre aparece en ella algún rasgo de irregularidad como en el antepenúltimo y penúltimo serventesio de la elegía, que presentan rimas en los versos pares y tienen sueltos los impares.

    Es patente, por tanto, que Valhondo, acorde con su desencanto anímico y su evolución espiritual, no ha querido componer un poemario ateniéndose en todo momento a los cánones métricos y rítmicos. Por este motivo, formalmente, La vara de avellano es el libro más vacilante desde que en Aurora. Amor. Domingo sufre una fuerte e irreversible decepción emocional. También se deduce que esta tendencia a los versos no regulados métrica y rítmicamente es premeditada, pues esa inestabilidad prepara la aparición del libro siguiente, Un árbol solo, que compondrá totalmente en versículos.

    Por tanto, la irregularidad se adueña de la forma en consonancia con la desolación sentida por el poeta y con el hecho de que el siguiente libro de poemas, Un árbol solo, esté elaborado en versículos. También la irregularidad va paralela al proceso sintético («influencia del simbolismo francés», según Pecellín), que se está produciendo en el estilo. Al poeta le faltan las palabras y quiere condensar sus ideas en aquéllas que están llenas de contenido con la supresión de elementos que obstaculizan la expresión (adjetivos, artículos, preposiciones, conjunciones …) y con el emparejamiento de sustantivos en rápidas pinceladas. Busca así respuestas a través de la esencia de la palabra de una forma pareja a la búsqueda de su propia esencia como hombre y como espíritu («agua amiga», «agua puente», «agua milagro», «agua rostro», «carta promesa», «aguadiós», «Sanchovientre”, «boca fértil»).

    Este esfuerzo estilístico también se extiende al ritmo, donde el poeta muestra su intranquilidad por medio de una expresión formada con sustantivos, adjetivos y verbos y entrecortada con pausas que dividen el verso en hemistiquios asimétricos o con juegos de palabras y construcciones binarias que imprimen más fuerza a la expresión, ya de por sí impregnada de una irracional, misteriosa y alucinante angustia surrealista:

 

“Calle adelante. Vuelves.

Calle adelante. Mientes.

Calle cerrada. Muro.

Calleja muerta. Punto

y aparte: Campos. Árboles.

Cumbre. Abismos”[340].

    También utiliza reiteraciones anafóricas como la del estribillo «la culpa es sólo mía» y acumulaciones de encabalgamientos en «Letanía de la culpa»: «Vives del cuento. Debes / tantos engaños. ¡Tantos / a tantos! que no sabes / a quién pagar primero». Además, finaliza el libro con un poema de candente emoción como la elegía a su hermano Juan. Estos recursos, que consiguen una sentida verdad poética, imprimen fuerza creativa y vigorosa introspección a lo que el poeta cuenta.

    A la vez las imágenes reflejan la angustiosa desolación del poeta, a través de construcciones de una alta calidad creativa. De tal forma ambas crecen a la par y generan múltiples recursos, que afectan al contenido multiplicando el valor semántico de las palabras en imágenes (“Ángeles vuelan por los álamos / en jilgueros de avemaría»[341]), metáforas («La Historia de la Humanidad, / abierta llaga de paisaje»[342]), encabalgamientos (“Cayeron desangrados / muchos hombres. Podridos / de mundo. Las rodillas / rotas.”[343]) y símiles («[calle] … / larga como la muerte en el camino»[344]), que muchas veces adoptan un tono descarnado («nos tapia las salidas / al verso, a la palabra»[345]…) o un cariz surrealista («Ojos vertidos / en cerebro de luz. / Las palabras cortadas, / carnaval en astillas»[346]) e indican la melancolía que siente el poeta a través del paisaje («Por el río abajo la tarde / incomprensible se marchita»[347]) o su preocupación por el tiempo:

«Hemos robado días. Hemos tirado días»[348].

 

    En cuanto a las influencias, aparece una referencia directa a la melancolía de Antonio Machado en los poemas «Álamos» y «Y pobre y triste», que es consciente pues el poeta trata de encontrar un paradigma con el que confrontar su estado anímico y lo encuentra en el mejor modelo poético de la melancolía humana (“Cuán ancha y larga la palabra campo / con álamos en las orillas. / Bello paseo por un hombre [Machado]. / Simple paseo por la vida”[349]). Por lo demás, en el resto del libro, se encuentra la adscripción a la poesía existencial y social de posguerra en la mezcla de sentimientos espirituales con preocupaciones solidarias.

    La vara de avellano es el epílogo de la segunda parte de la obra lírica de Jesús Delgado Valhondo, que termina aquí con un poeta, antes vitalista y, ahora, postrado en una fuerte melancolía. Además se ha convencido de su destino final porque ha comprobado, después de una larga y agotadora lucha espiritual en busca de respuestas, que la realidad es inmutable y el ser humano no tiene capacidad para cambiarla ni desentrañar su misterio. Y él tampoco.

 

    UN ÁRBOL SOLO

     (1979)

    Un árbol solo es el culmen de la obra poética de Jesús Delgado Valhondo por las múltiples lecturas que se deducen de su magnitud humana, espiritual, filosófica y lírica que, en conjunto, supone la síntesis de sus libros anteriores. Por esta razón, Un árbol solo es la queja honda, el lamento angustiado y la denuncia del poeta por su desorientación, su frustrado anhelo de llegar a la divinidad y la destrucción a que lo lleva el tiempo sin permitirle resolver sus interrogantes sobre la existencia.

    Además, Un árbol solo es una parábola de la epopeya en la que el frágil y desamparado ser humano se ve obligado a embarcarse para alcanzar a Dios y obtener respuestas a sus problemas trascendentes. Y, también, es una muestra fehaciente de que la divinidad ha exigido demasiado a una criatura excesivamente imperfecta, cuya soledad le resulta una carga desmedida.

    Formalmente Un árbol solo es un compendio descriptivo de los tres estados de soledad por los que el poeta ha pasado en el proceso espiritual que ha ido experimentando en su búsqueda de Dios. De ahí que este libro sea una justificación del poeta, que achaca el lamentable estado de su espíritu a un determinismo fatalista que, impreso en la misma esencia de la condición humana, lo aboca irremisiblemente al desamparo.

    La idea central de Un árbol solo, un hombre solo, una conciencia sola, que es el símbolo sobre el que gira toda su obra poética, aparece ya en su primer libro, Canciúnculas, en el poema «Castilla en siesta» cuando dice: «Un solo árbol, / consuelo de la gran pasión del campo».

    Un árbol solo es un extenso poema de casi mil versos, escrito en versículos y expuesto por medio de una complicada expresión surrealista. Está dividido en tres partes diferenciadas por títulos correlativos, que resumen su contenido y sirven de guía para el análisis y la lectura comprensiva del texto: 1ª)»Desnuda soledad» (vv. 1-217). 2ª)»Soledad habitada»(vv. 218-504). 3ª)»Gente» (vv. 505-946). Cada parte, además, se halla jalonada por citas que parcelan el largo discurso y ayudan al lector a dilucidar su significado.

    La primera parte, titulada «Soledad desnuda», aparece encabezada por una cita de Juan Ramón Jiménez («Eres tú y no lo sabes / tu corazón te late y no lo sientes … / ¡Qué plenitud de soledad, mar solo!»[350]), cuyo momento más significativo indica que la reflexión se inicia en un ambiente propicio («¡Qué plenitud de soledad!»). Luego, en los primeros versos del poema, el poeta indica que además comienza su meditación en un momento adecuado: el crepúsculo del atardecer, cuando la luz da paso a las sombras y el paisaje queda oculto por el velo misterioso de la noche:

 

«en esta hora del día que deja caer

frutas entre los labios del paisaje».

    En este ambiente meditativo el poeta comienza la subida a la Montaña con la certeza de que se trata de una ascensión llena de dificultades para afrontarla en soledad, pero se anima cuando una poderosa llamada en su conciencia le recuerda que en la cima se encuentra su génesis, Dios. Sin embargo, la realidad se impone y lo primero que viene a su mente es la nostalgia por su pasado donde hubo personas y vivencias, que se han diluido en la memoria del tiempo y con ellas la referencia de su identidad:

 

“recuerdos y lágrimas,

paisaje que volando la memoria

trae tragedias de inmensas alegrías,

[…]

de casa que perdimos”.

    La cita, que aparece a continuación («A donde me esperabas»), es del poema «Noche oscura del alma» de San Juan de la Cruz que, en el místico carmelita, tiene un sentido de seguridad porque el Amado espera ciertamente a la Amada, pero, para Jesús Delgado Valhondo, encierra el recuerdo de su fracaso, pues Dios no lo estaba esperando en la cima de la Montaña. De ahí que el contenido de este grupo de versículos exponga este episodio, mientras soporta sus imperfecciones entre presagios de muerte, circunstancias, recuerdos y deseos insatisfechos en medio de una naturaleza desvirtuada e inarmónica («En la ladera un lagarto devora grillos, / relámpagos, […] / playas insultadas / meditando sol, arañas). No obstante, la soledad ahora es concebida paradójicamente como un componente indispensable en la existencia del ser humano:

«misteriosa e inagotable esencia

de la vida».

 

    La siguiente cita es de nuevo de San Juan de la Cruz: «La música callada»[351], en la que el poeta materializa esa paradoja universal, a la que responde subiendo a la Montaña una y otra vez sin conseguir nunca el encuentro con Dios. De ahí que llegue a pensar que la cumbre debe de estar situada en un punto distinto y más próximo que el que ha pensado hasta ahora («Quizás la cima esté aquí, / en cada uno de nosotros»). Por esta razón, cuando se refugia en sí mismo, comprueba que existe y, desde dentro de su soledad, intenta conseguir su deseado sueño, descansar junto a Dios. Pero tal pensamiento le provoca dudas porque no se manifiesta y lo deja desorientado:

«voy buscando solo

nadas de mi soledad».

    La cita que va a continuación es de Luis Cernuda: «¿Cómo llenarte soledad sino contigo misma?»[352], que muestra la dramática realidad del ser humano atrapado en su conciencia. Por este motivo al poeta le resulta imposible llenar su soledad con el hombre ni con él mismo ni con su entorno, pues se encuentra repleto de despojos, desolación y muerte (“Me asomo a ver la calle / y vuelan mariposas amarillas. / En todas las ventanas / agoniza un enfermo / que llena las aceras de lepra / y cera virgen”). Esta imperfección provoca que la cima cada vez se encuentre más lejos y aumente su ansiedad espiritual tanto que su anhelo místico avanza más rápidamente («La fiebre sube la montaña, / sólo mi fiebre delante de mí, / alcanza la montaña») que su cuerpo, convertido ahora en pesada carga ante la indiferencia del cielo, que no se compadece por su desorientación. Ante esta indiferencia el poeta se refugia en la soledad de su espíritu, donde halla protección para aislarse del mundo exterior que lo angustia.

    La segunda parte, «Soledad habitada», se encuentra presidida por una cita de Antonio Machado: «Al borde del sendero / un día nos sentamos»[353], que justifica la postura adoptada por Jesús Delgado Valhondo, cuando sale de su soledad a buscar la compañía de los otros. En los primeros versículos, el poeta comienza a sentir el efecto demoledor que le causa la soledad y la necesidad de ir en busca de sus semejantes. Pero se muestra inseguro ante esta decisión porque, primero, los otros son seres solitarios en sus mundos particulares. Segundo, puebla sus recuerdos de ilusiones, pero sabe que están sostenidas en mentiras, mientras Dios sigue inalterable en su silencio. Y tercero, su pasado está lleno de los despojos abandonados en el camino de la vida por los seres humanos cuando mueren (escombros, ruinas[354]), que siguen perviviendo en la sobrerrealidad del lugar que habitaron, donde Valhondo oye una sinfonía familiar que lo conecta con sus antepasados a través de esa pervivencia anímica. Pero finalmente no es posible mantener esta conexión, porque el hombre moderno del progreso deshumanizado no dispone de la sensibilidad necesaria:

 

“Nadie escucha a los escombros,

las dolidas preguntas

de su soledad arropada».

    Luego, su indecisión de salir al exterior se acentúa, porque en su soledad se encuentra con enigmas que no puede explicar racionalmente como el hecho de que Dios es una especie de devorador de seres humanos que ahondan en su conciencia. Por esta razón, rompe con su pasado y se esperanza de nuevo con la ilusión de volver a un paisaje ideal, donde no existan circunstancias:

 

“Dios besando todo para lucir el día

primaveral y largo, ancho y granado de brindis.

Mi soledad anida en tristeza que se hace alegría”.

    La tercera parte, «Gente», va encabezada por una cita de Jorge Luis Borges: «Junto a aquel otro río de noches y de días / corre el tuyo que aclaman amigos y alegrías»[355], que viene a justificar el encuentro del poeta con sus semejantes, pues recuerda que el hombre es un ser social y, por tanto, está abocado a vivir junto a los demás. Esta postura vitalista de Borges se enraíza en la idea aristotélica de que todas las criaturas individualmente confluyen en la búsqueda de su esencia común, obedeciendo a una llamada enigmática que las atrae poderosamente (“Me llevan con ellos, / humanamente me arropan y cobijan, / vamos camino adelante, / arrastrando los pies, hollando tiempo, / avanzando fijos en una idea / que nadie conoce”). Sin embargo, el poeta siente una doble intranquilidad porque se nota empujado por la masa y, a la vez, preocupado por la mutabilidad de los seres que pasan y no vuelven. No obstante, la emoción del encuentro con los demás contribuye a que el poeta olvide vivencias dolorosas y participe de su delirio solidario, mientras suben montes intentando localizar la cima donde Dios los espera.

    Sin embargo, los seres intrahistóricos (los que sufren la historia), que forman esta masa esperanzada, se estremecen cuando comprueban que unos pocos, ignorando la voz humana universal, planean sus grandes decisiones y provocan terribles tragedias, que destruyen la esperanza común de hallar a Dios, imposible meta para una humanidad dividida («Hacen historia y todos nos ponemos a llorar / al mismo tiempo»). La euforia ha pasado y aparecen las dudas, pero está decidido a continuar su peregrinación junto a los otros y a no volver a su soledad. Esta firme voluntad es la que lo aleja de sus intranquilidades y lo lleva a recuperar la esperanza en la humanidad que, unida por el amor, salva todos los obstáculos. Aunque también le preocupa la inconsciencia con que se vive esta experiencia solidaria:

 

«Todos bailamos al son de lo que nos tocan.

Vamos unidos,

a no sabemos qué”.

    La cita siguiente de Omar Khaiame («¿Qué adelanta el hombre saciar en este mundo sus deseos, ver realizadas sus esperanzas?»[356]) viene a incidir en que la duda sobre la inmortalidad pervivirá aun en el caso de que el ser humano consiga ser feliz. El espíritu solidario logra que todos se desprendan de sus preocupaciones con esa manifestación de amor universal, como corresponde a una humanidad con una voz y un objetivo común (“Juntos […] / […] / repartiremos alegría / felizmente lograda / para todos”). Pero, como siempre, al final aparecen los egoístas que no actúan de acuerdo con el interés común.

    Y la última cita, que es de Juan Ramón Jiménez («Hablan las aguas y lloran / lloran las almas y cantan»), indica el efecto negativo de la realidad sobre el espíritu humano. De ahí que el poeta invite a todos los seres, compañeros de camino, a participar en el latido del corazón universal para que Dios, ante tanta solidaridad, acabe manifestándose. Pero esta ilusión es un espejismo, pues el ser humano se ve obligado, como si de un capricho divino se tratara, a subir incesantemente a la Montaña para encontrarse vacía la cumbre.

    De ahí que ese peregrinar acabe pareciendo al poeta una comedia, donde el hombre debe representar el papel asignado con buena cara, aunque por dentro se desgarre para no destruir la ilusión de los demás, que aún no se han cerciorado del dramático final de esa marcha inútil (“Seguimos eternamente subiendo / juntos la montaña, / humana masa de pan que a Dios mantiene. / La cima está tan cerca / como esa soledad que mana de nosotros, / cuando pasamos la gente, / los que vamos andando tierras, / silencios, noches, días, tiempo, / sin regreso posible. / Los que vamos. / El destino es así. / Nuestro destino. / Y de nuevo a cantar en el coro. / Danzar en la armonía / de la arboleda de los pájaros. / Y un llorar hacia adentro / para que nadie sepa / que una espina pequeña / se nos clavó en el pie / y anoche no dormimos”). Por tanto, la única verdad es que el hombre se encuentra solo y abandonado en la tierra por designio del cielo, cuyos motivos no conoce.

    En cuanto a las influencias en Un árbol solo, se detectan referencias a las circunstancias, lecturas y entorno de Jesús Delgado Valhondo. La imagen de un árbol solo tiene su origen en su soledad infantil. Después toma cuerpo con la lectura de la poesía de Juan Ramón Jiménez y la de Antonio Machado. Finalmente, se instala en su concepción existencial por la vivencia negativa de su comentada enfermedad.

    Las ideas filosóficas se asientan en el neoplatonismo de San Agustín, el neoaristotelismo de Santo Tomás y la versión realizada por Vicente Aleixandre sobre estos planteamientos de la realidad en su Historia del corazón[357]. La concepción existencialista angustiada y trágica, pero llena de acción (y, por este motivo, de dudas y esperanzas), es propia de la concepción filosófica de Unamuno, que expuso en Del sentimiento trágico de la vida.

    La subida a la Montaña tiene una clara influencia de la Mística y, concretamente, de la «Subida al Monte Carmelo” de San Juan de la Cruz (todo el libro) y de su «Noche oscura del alma» (“Soledad desnuda” y “Soledad habitada”), de donde también Jesús Delgado Valhondo tomó la idea del camino hacia la unión con Dios pasando por tres vías (purgativa, iluminativa y unitiva). La influencia de la Ascética se detecta en el deseo de subir a la Montaña continuamente para purificarse hasta alcanzar el estado de perfección moral necesario para contemplar a Dios. La división de los versículos en apartados, precedidos de citas, quizás proceda de Las moradas o Castillo interior (“Soledad desnuda” y “Soledad habitada”) de Santa Teresa de Jesús.

    Además, Un árbol solo se ve muy influido por la realidad inmediata, pues en su discurrir se encuentran insistentes referencias a la indefensión del ser humano común, al poder del hombre sobre el hombre, a la guerra, a la historia oficial y al olvido de la intrahistoria:

 

“Hacen planos: todos nos reímos.

Hacen proyectos y todos no reímos.

[…]

Tormentosa amenaza: la guerra”.

    También este libro es influido por la poesía del conocimiento de los años 60 en la forma de expresión surrealista empleada, en el cambio radical detectado en la métrica del verso medido al versículo y en la técnica que ahora es una extensa reflexión narrativo-descriptiva a modo de soliloquio.

    La realidad extremeña también está presente, según Antonio Zoido, en la «honda preocupación por el hombre y por el mundo en que vive, conectada con la soledad y el abandono de su tierra extremeña, paisaje también abrumado de soledades»[358]. Incluso María López Ollero asegura la procedencia extremeña de la figura del árbol («Los árboles probablemente son reflejo del paisaje extremeño, telón de fondo de toda la vida de Jesús. El árbol solo es el poeta Jesús, plantado en medio del paisaje extremeño»[359]). Esta idea, posteriormente, fue certificada por el mismo poeta con esta afirmación rotunda:

«Soy una encina a la que ya no podrán transplantar”.

 

    Un árbol solo es el fin del cambio gradual que Valhondo venía imprimiendo a la forma desde Aurora. Amor. Domingo. Tal evolución comenzó a manifestarse en la extensión de los poemas, que se fueron haciendo paulatinamente más largos, y en el número progresivo de versos y poemas que eludían la rigidez métrica y rítmica. Estos hechos sucedieron a la vez que el poeta iba acumulando en su ánimo un fuerte desencanto hasta que llega a la decepción, que lógicamente muestra a través de una forma inestable.

    En ese momento Valhondo necesita expresar libremente sus sentimientos, porque se encuentra en el momento crucial de su obra poética y (todavía más importante para él) de su vida espiritual. Luego, como su objetivo no era el lucimiento sino la denuncia de la dramática soledad del ser humano, no necesita el control de la métrica ni de la rima. De esta forma logra imprimir a su discurso una sincera naturalidad que llega e implica al receptor, porque la emoción con que la cuenta suena a verdadera.

    El empleo del versículo en Un árbol solo advierte que Valhondo ha conseguido la madurez lírica, pues lo usa con éxito en un libro completo por primera vez. También muestra su capacidad de evolución al pasar gradualmente del verso medido al versículo. Y además destaca su versatilidad, pues consigue una expresión auténtica sin recurrir a apoyos marcados.

    El estilo de Un árbol solo, por ser la confluencia de sus libros anteriores, coincide como es lógico con características que ya resultan familiares: voz personal, trascendente, directa, sentida. Lengua común, cercana, confidencial. A éstas se unen otras nuevas, que llaman la atención por la sorpresa que produce su nueva forma expresiva, el asombro de su lenguaje surrealista, onírico, deformado, rompedor. El uso del versículo que imprime al verso un carácter de abierta confesión trascendente, desligado el poeta de ataduras formales. El tono de epopeya existencial que describe magnamente la dimensión física y espiritual de la soledad universal del ser humano. La unidad y coherencia de un discurso extenso, enjundioso, especialmente maduro y creativo. El encuentro con un poeta renovado, moderno, evolucionado, capaz de urdir una trama extensa, que convierte en teoría y experiencia de la soledad individual y, a la vez, de la soledad colectiva del ser humano. El múltiple significado que, sin embargo, el poeta sabe exponer de una forma unitaria, coherente y sintetizada en un único poema. La tensión dramática que se mantiene sin altibajos. La sabia dosificación de la variedad de registros afectivos. La síntesis que se detecta en la precisión lírica, fruto de un exigente esfuerzo creador. El intimismo que surge del yo más enraizado en su propia esencia. Y la simbiosis de modernidad y tradición que se cimenta en la sólida base de su experiencia existencial.

    Un árbol solo es producto de una evolución coherente y meditada, donde Jesús Delgado Valhondo se muestra más que poeta como un ser humano que cuenta con naturalidad su desencanto definitivo a través de una forma sin ataduras. La falta de medios rítmicos tradicionales es suplida a golpes de emoción, donde se mezclan susurros, denuncias, melancolías y euforias que imprimen una profunda e intensa humanidad a su mensaje:

    «Lo primero que quise hacer con este libro fue romper con mi vida anterior. Es el primer libro que hago en verso blanco. Pude hacerlo con rima e, incluso, lo empecé así, pero no me gustó. Busqué entonces esa rima interior, que me resultó más intensa y mucho más profunda»[360].

    Quizás sea en el comienzo del libro, donde comparativamente se concentren más recursos para situar al lector en el espacio y en el tiempo e imprimir movimiento al proceso estático de la meditación con el uso reiterativo del hipérbaton y del gerundio («Subiendo está mi cuerpo … brotando donde no se duerme jamás … depositando larvas estelares … enterrando flores»), la anáfora («caen sobre los árboles, sobre la yerba, sobre piedras»), la metáfora («silencio, cadáver del sonido») y las imágenes sugestivas como «humanas huellas enterrando flores, / debajo de la piel del universo”. Desde el principio, el poeta se sitúa en un presente que no abandona en todo el libro a través del yo autobiográfico, que lo hace protagonista de lo que cuenta y de lo que sucede, de tal forma que consigue acercar al lector sus reflexiones, imprimir verdad a los hechos narrados y autoridad a sus argumentos reflexivos («Cuando os encuentro desaparecéis, / quedo vacío, roto en mil pedazos»). Otros tiempos verbales mantienen el dinamismo de la expresión como los infinitivos que indican un tiempo presente ampliado dentro del movimiento (“Vivir es, simplemente, / andar en uno mismo»), pretéritos que muestran la nebulosa mental en que se ha convertido su pasado («–Nunca supe dónde estuve–»), formas verbales en función anafórica, que indican un aumento de su angustia («Hacen planos […]. / Hacen proyectos […]. / Hacen historia […]») o de su euforia («Vuelvo a bailar. / Vuelvo a gritar. Vuelvo a cantar»), formas verbales en función asindética, que imprimen más agilidad al movimiento en el momento más álgido de su relación con los demás («Canto, bailo, grito»), formas impersonales con las que indica su conciencia de estar dominado por fuerzas incontrolables:

«Se cubren muertes, muertos,

se ordenan, se abandonan”.

 

    Es también frecuente el empleo de imágenes para aportar nitidez al contenido sin que el poema pierda su tono lírico por medio del símil creativo («Es como un juego que inventan sabios»), la metáfora tradicional («El sueño es una pregunta» o con el segundo término en aposición: «[yo], féretro de momentos, / camposanto de puertas derrumbadas»), los encabalgamientos («intento subir a la ambición / de mi impaciencia». «incapaz de encontrar pentagrama / que lo salve»), las paradojas (“Vosotros me diréis quién soy / que yo me desconozco hasta el punto fatídico de estar siempre esperándome») y la imagen sugerente (la más llamativa es la de la marcha de la humanidad en busca de Dios como la corriente impetuosa de un río interminable):

 

“Cantamos a coro.

Ardemos en una sola llama.

[…]

descubrimos paraísos.

Inventamos frutas de esperanzas

para aliento común de tantos hombres”.

    A pesar de su extensión, la coherencia del poema es perfecta. La primera parte comienza en el crepúsculo de la tarde que enseguida da paso a la noche. La segunda sigue en la noche y termina en el crepúsculo de la mañana. Y la tercera transcurre durante el día. Por tanto, la estructuración quedaría así dividida en dos partes, de acuerdo con el contraste de sombra y luz: crepúsculo-noche / noche-crepúsculo // día. Además, los crepúsculos cumplen una función delimitadora entre la soledad / noche y la compañía / día y diferencian el cambio de ánimo en el poeta: crepúsculo del atardecer / tristeza y crepúsculo de la mañana / alegría. Además, el poeta muestra su voluntad docente de estructurar el poema apoyándose en citas, que cumplen una función referencial y significativa.

    Un árbol solo es una muestra de que Jesús Delgado Valhondo no era un poeta anclado en su mundo, sino un lírico que evolucionó sin abandonar la tradición, manteniéndose atento a las nuevas corrientes líricas y, a la vez, en la independencia que le dictaba su personalidad y su rico mundo espiritual. Además, se trata de un libro clave porque, expresivamente, supone la confluencia de un cambio gradual hacia posiciones más adaptadas a su tiempo. Significativamente, resulta la conclusión de un proceso de búsqueda, «un canto de cisne». Y, formalmente, es el resultado de una evolución.

    Se trata, en definitiva, de la cúspide de su obra poética donde aparece como un poeta seguro de su pulso lírico, que es capaz de adaptarse y evolucionar sin perder los rasgos esenciales de su voz personal. No en vano el mismo poeta declaró que Un árbol solo era el poema más limpio, sincero y verdadero que había escrito.

 

    INEFABLE DOMINGO DE NOVIEMBRE E INEFABLE NOVIEMBRE

      (1982)

    Inefable[361] es la descripción del estado espiritual de tristeza y melancolía en que se hunde el poeta, después de comprobar definitivamente que el destino del ser humano es la soledad (“Nadie conocerá la verdadera tragedia / y encenderán inmensas luces / para que nadie vea y sepa / que la noche está encima, / inexorable. Y duele”[362]). Inefable … es, también, la justificación del estado escéptico en que ha caído el poeta, después de comprobar que se halla inmerso en el trágico proceso de renovación de la vida humana, que lo arrastra a su destrucción.

    La creación de Inefable … coincide con una crisis emocional del poeta, debido a la frustración que siente por el malogrado intento de hallar a Dios, a la angustia por su avanzada edad que lo situaba muy cerca de la muerte, a la imposibilidad de recuperar el pasado y al fracaso en su intento de poetizar la política. De ahí que este poemario pueda ser definido como el “libro de la melancolía”. Su tono procede de la conjunción del ánimo vencido del poeta con el ambiente desangelado del otoño («El otoño es la estación más variada del año. Cuando el hombre piensa y siembra. Y es la tierra más sombría y el cielo está más en la mano»[363]). Ese triste ambiente se le hace al poeta más cierto en el mes de noviembre («Me agrada extraordinariamente el mes de noviembre. Su tristeza. Su silencio. El viento en las esquinas. Las murallas de nieblas. […] La humana pena de noviembre»[364]). Esta tristeza se manifiesta especialmente en la melancolía de la tarde del domingo, solitaria y sin alma, donde el poeta sitúa el espacio temporal de sus reflexiones:

  «Da gusto recorrer este cementerio. […] Hay la misma hermosa tristeza […]. Tristeza de tarde de domingo. Cóncavo. Hueco. Inmenso hueco de la mano de Dios»[365].

 

    Inefable …  es el resultado de una larga meditación espiritual que el poeta manifiesta en poemas anteriores: «Día de otoño» de la edición original de La esquina y el viento (1952), «Cima» de Aurora. Amor. Domingo (1961) y «Tarde de domingo» de La vara de avellano (1974).

    El libro tuvo dos ediciones casi simultáneas en 1982: Inefable domingo de noviembre por la Institución Cultural El Brocense de la Diputación Provincial de Cáceres e Inefable noviembre por la Colección Bahía de Algeciras. Este hecho insólito se debe a que meses antes el poeta, respondiendo a la petición urgente de Ángel Sánchez Pascual que vio la oportunidad de editarlo en ese momento, le remite precipitadamente el original en borrador. Pero ante la paralización del proyecto en Cáceres, Sánchez Pascual lo envía al premio Bahía de Algeciras buscando otra oportunidad de publicación. Mientras se falla este certamen, se retoma el proyecto en Cáceres e Inefable domingo de noviembre es editado, después de corregir Jesús Delgado Valhondo las pruebas de la primera redacción (de ahí que considerara esta edición la auténtica). A la vez, la colección Bahía le concede un accésit y, cuando conoce la edición del poemario, protesta ante la I. C. El Brocense. Valhondo para evitar una polémica, aprueba que fuera editado en Algeciras con una redacción sintetizada, que respetaba las correcciones del original en borrador donde la denominación del libro es reducida, varios poemas cambian el título o son omitidos, tiene variantes y la expresión es más concisa[366].

    El primer impacto, que produce la lectura de Inefable …, es la fuerte presión del tiempo en el ánimo del poeta, cuya denuncia aparece en la cita de Jorge Luis Borges («Hoy es ayer») que preside el primer poema del libro. Por este motivo, hay en Inefable … una acentuación de los recuerdos y, a la vez, de la melancolía del poeta, que es consciente de encontrarse en el crepúsculo de su vida. También aumenta su angustia la certeza de no haber aprovechado suficientemente la existencia, que ahora se encuentra lastrada con los reveses sufridos y el escepticismo.

    Esta es la razón de que Dios sea mencionado en el transcurso del poemario con un doloroso resquemor por notar su presencia y, sin embargo, sentirse abandonado a su suerte en una universal paradoja que mantiene a la divinidad siempre placentera, mientras el ser humano se ve obligado a luchar contra el tiempo en una desigual batalla (“Dios invade con su presencia / el candor del jazmín / mientras el hombre sigue / deshojando calendarios / de su estancia en el mundo”). Al poeta, vulnerable y solitario, únicamente le queda la posibilidad de ver cómo el tiempo borra su pasado, trastoca su presente, le crea un futuro lleno de incertidumbre y al final lo elimina. Como consecuencia, la angustia llega a límites insufribles y de ahí la petición de auxilio que supone este libro donde un hombre, parábola del ser humano universal, grita desde su intimidad más humana que es incapaz de resolver su lamentable situación, que su espíritu se encuentra derrotado y que no dispone de recursos para soportar su angustia:

 

“Polvos de estrellas

en los cristales de las añoranzas,

existencias ganadas a la muerte,

extrañas verdades nos asombran,

se aviva el ansia

de haber tenido sed

y ser saciada donde se ahogaba

el mismo rostro nuestro

de ahora y de antes.

Nos recordábamos quizás

para morirnos”.

    Sin embargo, aunque el poeta comienza agradeciendo su despertar a un nuevo día, la primera parte (“Hospedaje de luz”) se ambienta en un amanecer melancólico de un día otoñal, desencantado como su alma («Cautivos estamos, noche aún, / maitines, frío recogido / en rincones de plazuelas, / penumbras de nostalgias”). El poeta, en el primer poema titulado “Perfil de noche”, aún no se ha recuperado de los sueños y temores con presagios de muerte que lo han invadido en la noche.

    Por este motivo, en el poema “Rincón de bosque”, este amanecer aparece lleno de premoniciones donde se mezcla una preocupante desorientación con recuerdos insufribles que le advierten su insignificancia («Humilde servidumbre / nuestro oficio de hombre») y el error de haber abrigado objetivos inalcanzables porque, desde un principio, estaban abocados al fracaso:

 

“Pueblo que solo va,

suplicatorio de lo desconocido,

en busca de contagios.

Nunca logran llegar.

Nunca pueden.

Y siempre el mismo pueblo.

Y siempre otro”.

 

    Pasión imposible, por tanto, la del ser humano que busca y fracasa aprisionado en el ciclo imperturbable de la vida. Esta es la historia de la humanidad (“Abres un libro y lees con emoción / donde te encuentras: / salón de espectadores, / trozos desparramados de niños / para arqueólogos ambiciosos”) y es también la historia del poeta que, distraído de la verdadera realidad, ahora en el poema “Plenitud de sol”, advierte que cuanto más anda más se acerca no a la salvación sino a la muerte. Mientras, la luz va apoderándose de la mañana, pero el ánimo del poeta está lleno de angustia por los recuerdos de dolorosas vivencias, que se traducen en el surrealismo de imágenes oníricas:

 

“Se duerme una muñeca

en la nostalgia de una madre.

Cuerpo de regresos lleno.

El patio, cada vez más profundo,

sostenía columnas y se cansaba”.

    La segunda parte, «Donde el otro», comienza con un poema denominado «Sombra de pie», donde el poeta expone su preocupación porque el ser humano es incapaz de conocerse ni de conocer a los demás ni de saber lo que busca, pero necesita engañarse para tener un soporte anímico que mantenga su ánimo. Esta función es desempeñada por el amor cuando el hombre cree encontrar en otro corazón el afecto que no puede hallar en el suyo y se entrega ciega e incondicionalmente a la pasión que, momentáneamente, lo engaña aislándolo de la cruda realidad. Pero ni siquiera este sentimiento placentero es capaz de apartar al poeta de su preocupación acuciante por el tiempo y, de nuevo, vuelve a la nostalgia del pasado paradójicamente cuando llega la mañana (de ahí el título del siguiente poema «Duele ya la mañana”). Y, como siempre, que se hunde en el pasado, el poeta se encuentra con fantasmas que lo desorientan y lo contradicen, enredándolo en visiones que atormentan su mente y descubren su caótico estado. Entretanto, Dios contribuye a acentuar su angustia con su enigmático proceder y el ambiente fúnebre de la mañana de noviembre lo lleva al recuerdo de la muerte:

«Huele a procesión de sol,

a aurora de viático».

 

    El poeta para justificarse recuerda, en el poema “Las traseras del tiempo”, que el hombre se ve obligado a comprometerse continuamente para buscar la esperanza unas veces exponiendo la vida y, otras, por medio del recogimiento como el de las monjas de clausura del barrio de San Mateo de Cáceres cuyos cantos, aún vivos en su mente, le traen recuerdos de un pasado feliz del cual el tiempo lo ha alejado dolorosamente. Luego, cuando el poeta intenta salir de su interior y buscar a los otros, se encuentra con la sensación de tener, física y espiritualmente, su voluntad a merced de los demás pues les resultan unos extraños que lo hacen refugiarse en su soledad, vivir en una perenne melancolía e incluso abrigar deseos de autodestrucción:

 

«Tanta que no nos importaría

morir en el olvido

de nuestro nombre».

    Y, de esta manera, se llega a los versos que resumen el contenido del libro en el poema «Todo cae»: el hombre necesita de los otros para identificarse porque en soledad se desconoce a sí mismo por no tener puntos de referencia. Pero los demás están llenos de imperfecciones y él no tiene capacidad intelectual para proporcionar referencias de identidad al resto. De tal forma que todos se encuentran inmersos en una preocupante desorientación vital:

 

“Hemos visto pasar hombres

que iban o venían

con cuentas en la boca

y cánceres rondándoles los sueños”[367].

    Mientras, en el poema «Volver es no llegar», el ser humano continúa con su búsqueda infructuosa de Dios, inmerso en un proceso cíclico que no tiene fin, donde el hombre acompaña a otros, consciente de su soledad, en un viaje en tren donde es abandonado en una estación cualquiera a merced de la muerte («donde dormitan los pobres del mundo / y ancas sudosas de mulas fatigadas”). Esto provoca que, en el poema “Manto azul”, haya un reproche a Dios por ocultar al ser humano común el misterio de la renovación de la vida con historias de seres inmortales cuando en la realidad no existen los héroes, la creación no supone vida sino destrucción y la eternidad es una paradoja porque nace de la muerte:

 

«Dios incesante.

Años para regalo de Dios

en su creación incesante.

En su incesante destrucción».

    La tercera parte de Inefable …lleva el título de «Incesante misterio», pues insiste en el enigma anterior que se hace más patente a la caída de la tarde, cuando las sombras acechan y el poeta, poco a poco, cae en la melancolía conforme se va apagando la luz de la tarde y la oscuridad comienza a invadir todo para quedar en el silencio insondable, donde paradójicamente se manifiesta la presencia de Dios. Pero muchos seres humanos no saben verlo y se enzarzan en una violenta relación con sus semejantes, ayudando así al ciclo mortal que, aliado con el tiempo, calladamente los convierte en despojos. El resto muestra su indiferencia alejándose del espíritu y calma sus traumas con quien menos culpa tiene:

 

«Entonces es cuando escribimos,

niños de recreos castigados,

cien veces la palabra silencio

en el cuaderno».

    Ante la seguridad de que la solución a los males del mundo no puede venir de una unión colectiva, el poeta piensa que el ser humano conseguirá su salvación cuando cada uno en su conciencia se proponga lograr un mundo más solidario. Pero su experiencia le dice que esa idea es una quimera, porque el hombre es incapaz de conocerse a sí mismo. Por tanto, en el poema «El vuelo busca cuerpo”, se imagina definitivamente en la sala de espera de una estación maloliente, lleno de recuerdos nostálgicos, desorientado y solo a merced de la muerte (“La posada del día nos cobija, / limita nuestro cuerpo a tanta huida. / Somos objetos olvidados / en mágico desván de algún cadáver”). El hombre no es, por tanto, un personaje de leyenda, sino un ser imperfecto lleno de «sangrantes heridas», cuya marcha esperanzada a Dios se ha reducido a un anhelo fracasado. Ante esta comprobación estremecedora, la realidad le parece al poeta un caos desolado que se acentúa en las tardes de los domingos otoñales.

    Por tanto, es lógico que llegue, en el último poema «Algo hemos quedado ahí», a un claro escepticismo que le hace entonar una especie de credo del desencanto. Con él culpa al hombre de ser el responsable de no encontrar a Dios y a unos cuantos egoístas de convertir la esperanza colectiva en decepción y en masa amorfa las individualidades. De esta manera cada uno pierde su personalidad y se convierte en un ser sumiso, cuya esperanza se centra en una solución milagrosa que venga del cielo y lo salve, porque en la tierra no la encuentra. De ahí que el poeta considere una liberación el fin de este domingo interminable y una esperanza la llegada del nuevo día:

 

“En la mano que extendemos

un gigantesco lunes

amanece”[368].

   En Inefable …, la influencia más evidente es la de la poesía narrativo-descriptiva, aunque ahora el desarrollo del discurso se encuentra estructurado en partes y éstas en poemas, que hacen más localizables los saltos mentales del contenido por seguir el poemario una trayectoria temporal. Y también insiste en el uso de la imagen del río de Heráclito y de la imagen del tren, que es una referencia a «Mujer con alcuza» de Hijos de la ira de Dámaso Alonso.

    Sin embargo, a pesar del fracaso definitivo, el poeta expresa sus intranquilidades con un estilo basado en un tono exento de exabruptos, aunque no se encuentra libre de acusaciones (“Dios nos llena de biografías / de mágicas leyendas / e inmensos panoramas / que ya fueron») y momentos de ironía donde denuncia que el ser humano es destruido por el tiempo mientras Dios siempre se mantiene intacto: «Sorprendente eternidad / en la muerte que nos acompaña». No obstante, la melancolía y la nostalgia son los sentimientos predominantes, que impregnan de dolor la densidad de las reflexiones sobre el tiempo ido y las nefastas experiencias vividas, dejando un poso de amargura en el espíritu ya muy herido del desencantado poeta que, sin embargo, intensifica su lirismo y logra implicar al receptor.

    También la fuerza de la lengua surrealista, la sugerencia de las visiones oníricas, los recursos líricos y los versículos contribuyen a crear una tensión con efecto multiplicador, que traduce sus reflexiones a una forma expresiva de difícil comprensión ante la imposibilidad de transmitir claramente los sentimientos contradictorios, pues se encuentra desorientado:

 

«Vamos sin saber adónde

[…]

Nos encontramos […]

donde no sabemos cuándo estuvimos solos

[…]

y no supimos nada más».

    Quizás Inefable … peque de una cierta monotonía por la reiteración de temas en un vano y desgarrador intento de entender la realidad y justificar el desencanto sufrido. Pero también esta insistencia mantiene la tensión dramática de su meditación y evita la uniformidad por medio de versos muy vigorosos. Por el mismo motivo, la expresión toma un carácter esencial desde la cita que abre el libro y el comienzo abrupto con que el poeta sitúa al lector enseguida en la acción («Es de agradecer haber despertado / una vez más, siempre única, / a Dios») hasta los últimos versos del poemario. También se observa este esfuerzo de concisión en el interés por sólo sugerir el tiempo, como si pretendiera resumir la reflexión del libro, que es la de toda una vida, en un momento que no estuviera afectado por su acción destructiva.

    La imaginería de Inefable … es el fiel reflejo de la desorientada situación emocional del poeta a través de visiones oníricas y subconscientes, que insisten en el misterio de la realidad («navegando contenido de secretos»), personificaciones con las que da vida a conceptos sólo animados en su imaginación («Una vara de nardo se imagina / fantasía de cielo no estrenado»), hipérboles que recuerdan la lacra de la guerra («estallan paredones / que circundan camposantos»), metáforas con las que trata de traducir sensaciones difíciles de interpretar (“Sobre el tiempo intacto / pergamino de Dios, escribe cartas»), hipérbatos que alteran el orden del discurso para destacar sus preocupaciones («Dentro de ti nos observa, / de incógnito, / indiferente y distante, / a sus vivencias, / otra mujer»), anáforas que describen gráficamente acciones, donde el poeta ha participado angustiosamente («Corría Dios, corría el hombre, / corríamos nosotros»), aposiciones con las que explica líricamente sensaciones inefables que desea hacer inteligibles («Trapera figura pensativa / –sótano habitado del espíritu–») y símiles que aclaran situaciones difíciles de explicar o de entender:

 

«Sombras vagan las estancias

como letras rotas que danzan

en los razonamientos».

    También emplea recursos morfológicos y sintácticos como el uso mayestático de la primera persona del plural para evitar el empleo repetitivo del «yo» y, a la vez, infundir un sentido más universal a sus sentimientos, la supresión del pronombre personal para implicar al lector en sus intranquilidades («Abres un libro y lees con emoción / donde te encuentras». «Contagiamos sorpresas y misterios»), la colocación del verbo en primer lugar del verso para introducir enseguida la acción («Surgen tapices, arboledas, / […] / Se mixtifican soledades / […] / Se perdía para caer de nuevo / y volver a surgir»; a veces con sentido impersonal: «Se alzó por dentro para alcanzar / estatura de deseo»), las construcciones del tipo sustantivo más sustantivo («suelo manuscrito»), adjetivo y sustantivo («inagotables mañanas»), sustantivo y adjetivo («Fosa común»), sustantivo y complemento del nombre («mañana de domingo»), sustantivo más adjetivo y complemento del adjetivo («Barranco herido de sombra») e infinitivo sustantivado («el sentir mineral»), con las que el poeta intenta atrapar el concepto en un esfuerzo sintético por precisar significados y, a la vez, por completarlos añadiéndoles una cualidad.

    Quizás el recurso más llamativo sea las extraordinarias descripciones líricas del momento del día en que se encuentra su meditación, a través de personificaciones que convierten el tiempo en protagonista del discurrir del poemario: amanecer («Las cosas reclaman la mirada. / Cosen pañales de alborada»), mañana («Súbita viene una vieja mañana»), mediodía («Dios pone sobre la mesa / pan caliente de sol / […] / Piel de madre. Mañana de domingo»), tarde («Plaza pública de la tarde: / […] / Comulga el sol con hombres del pueblo), atardecer («Baja hasta nosotros / la habitación del campo / donde dormitan las tardes / de domingo»), crepúsculo («Niebla, momia velatoria»), noche («Insistencia inacabable / de esas tardes que ves / y ya la noche») y amanecer:

«un gigantesco lunes

amanece».

 

    Formalmente, Inefable …, que está escrito en versículos[369], continúa con el modo discursivo iniciado en el libro anterior. Era la mejor manera para Valhondo de exponer detalladamente su lamentable estado anímico en forma de reflexión trascendente. Por esta razón se desembaraza de las limitaciones métricas y rítmicas, adopta la libertad del versículo y sigue los dictados de la mente.

    No obstante, pone títulos que identifican a los versículos para que sirvan de guía al lector y como medio de contención personal. Luego completa esa sujeción con el uso de versos de mediana extensión (de ocho a diez sílabas) para no sentirse desbordado por la angustia que, si llega a usar versos largos, lo hubiera arrastrado a la verborrea. Además, es evidente que se contiene en la extensión de los versículos pues, aparte de no ser larga en general, intercala con frecuencia espacios en blanco entre sus apartados e, incluso, uno, dos o tres versos entre los más extensos.

    Este hecho, que muestra el equilibrio formal conseguido por Valhondo en un momento clave de su obra poética, se hace extensivo a su nivel emocional porque, aunque esa forma controlada contiene sentimientos que desean salir a borbotones, logra sabiamente contenerlos porque era consciente de que, desbordados, nunca lograrían transmitir sus hondas preocupaciones ni conseguirían un efecto lírico.

    Inefable … divide sus 876 versos en tres partes, cuya unidad y coherencia se basan en la fácil localización del espacio temporal en que se desarrollan (desde el amanecer de un día al amanecer del siguiente), la situación en un día determinado de la semana (domingo) y la referencia a un mes preciso (noviembre) donde transcurre la reflexión del poeta. Además, cada parte tiene un significado muy definido. La primera plantea los temas y las intranquilidades en tres planos temporales: recuerdos, guerra civil y marcha universal del ser humano a la búsqueda de Dios (el pasado). Falta de identidad, desorientación, contradicción Dios joven / hombre viejo y la paradoja creación / destrucción (el presente). Muerte e inmortalidad (el futuro). La segunda parte trata sobre todo el desencanto que le produce la insolidaridad entre los seres humanos. Y la tercera se centra casi exclusivamente en este tema.

    Temporalmente, también, existe una clara estructuración. La primera parte comienza en la noche (el poeta ha despertado muy temprano), después viene el crepúsculo del amanecer, sumido en las sombras típicas de las últimas horas de la madrugada de los días grises de otoño y, seguidamente, llega el alba envuelta en niebla. La segunda transcurre en la mañana y el mediodía. Y la tercera, en el crepúsculo del atardecer y la noche. Por tanto, Inefable … es un poema cíclico, estructurado en tres espacios temporales, que se distribuyen equilibradamente en tres (1ª parte), seis (2ª parte) y tres (3ª parte) poemas o momentos reflexivos, que recogen los estados emocionales por los que pasa el poeta, influido por la luz. En la primera, melancólico / niebla del crepúsculo y de las primeras horas de la mañana. En la segunda, anhelante / luz del día. Y en la tercera, entristecido / crepúsculo del atardecer y oscuridad de la noche.

    Por otra parte, la forma de indicar el transcurso del tiempo es un ejemplo de la capacidad de sugerencia del poeta, pues lo menciona levemente por medio de pinceladas que indican su paso irremisible y sigiloso. Además, añade subrepticiamente a estos rápidos trazos unos datos sobre el estado meteorológico y la luminosidad de las distintas partes del día conforme avanza el poema: «Cautivos estamos, / noche aún / […] / Filo del amanecer / Las cosas reclaman la mirada. / Cosen pañales de alborada» (1ª parte). «Súbita viene una vieja mañana / […] / Dios pone sobre la mesa / pan caliente de sol” (2ª parte). «Bebe el sol, alondra en los trigales / […] / La tarde ornamenta / con inmensas columnas / el templo de la vida / Insistencia inacabable / de esas tardes que ves / y ya la noche» (3ª parte).

    En fin, el análisis de Inefable … muestra fehacientemente la poesía esencial que Jesús Delgado Valhondo ha conseguido por seguir una trayectoria lírica basada en la responsabilidad, en la coherencia y en un trabajo incesante de síntesis y de lima:

    «La poesía de Jesús Delgado Valhondo remonta la maduración y coronamiento de su obra en este poema, que exige ser leído con intención de breviario»[370].


    RUISEÑOR PERDIDO EN EL LENGUAJE

       (1987)

    Ruiseñor perdido en el lenguaje es la evocación nostálgica que realiza Jesús Delgado Valhondo sobre su existencia (primera parte) y un intento de usar el amor como último recurso para superar la muerte (segunda parte). Sin embargo, ambas partes suponen en conjunto un nuevo ahondamiento en sus problemas existenciales porque, como no dispone de medios para detener el tiempo ni esperanza en la inmortalidad para superar la muerte, se encuentra desorientado, escéptico, indefenso y solo.

    El libro, que fue publicado en 1987 por Juan María Robles Febré en sus Cuadernos Poéticos Kylix (nº 2), tiene un título significativo porque contiene una doble metáfora donde Jesús Delgado Valhondo indica, como ser humano, que se encuentra perdido en la existencia y, como poeta, que no encuentra las palabras adecuadas para expresar sus inefables intranquilidades. Los títulos de las partes son igualmente enjundiosos pues el de la primera, «Jesús Delgado», es el nombre y primer apellido del poeta[371] que anuncia un retrato de sus señas de identidad existencial a modo de radiografía retrospectiva, en la que van a aparecer todas sus preocupaciones vitales. El título de la segunda parte, «Poemas de amor para la muerte», expresa que todo se encuentra impregnado de amor y muerte, alfa y omega de su vida donde ahora confluyen un pasado perdido y un futuro descorazonador.

    Ya el primer verso de “Jesús Delgado” muestra la urgencia del poeta por realizar un repaso de su existencia a modo de exorcismo purificador de intranquilidades que, al mismo tiempo, le sirviera para justificar su desorientación, aunque este descontrol emocional no es obstáculo para que presente esta revisión vital con sus etapas perfectamente marcadas. Así su niñez se materializa con una borrosa visión, que le provoca la lejanía de sus recuerdos hasta el punto de no acordarse bien de cómo era. La adolescencia se manifiesta en el recuerdo del encuentro con el amor, su incipiente religiosidad y su madurez prematura. La juventud le recuerda la pérdida de sus seres queridos y la soledad en que lo dejaron acompañado únicamente por sus recuerdos y por unas circunstancias en las que, demasiado joven, comienza a sentirse extremadamente frágil en manos de Dios y del hombre, que a su antojo lo dominan. Y la madurez le rememora la dureza de la realidad cotidiana para un ser común:

 

«Tengo mujer e hijos.

[…]

Cuentas y cuentos.

[…]

Voy y vengo de casa al trabajo.

Vivo. Muero».

    Así, en esta sesión autoanalítica que es la primera parte de Ruiseñor perdido en el lenguaje, resulta lógico que aparezcan desgranados los misterios que siguen preocupando al poeta. El pasado que se parece a un museo, donde se guardan recuerdos de vivencias perdidas en el tiempo que la muerte se ha encargado de convertir en simples restos arqueológicos. La existencia de una sobrerrealidad que es ocupada por el espíritu de los antepasados y permanece en los lugares donde habitaron. El dolor que ha soportado el ser humano a lo largo de la historia, acosado y perseguido por sus semejantes. La decepción ante el fracaso de las relaciones humanas, que ha provocado demasiado sufrimiento gratuito. El temor a una realidad preocupante y a un futuro incierto a manos de un destino caprichoso e incontrolable para el ser humano, que se ve arrastrado a la sumisión de pedir al cielo un auxilio que nunca llega. La desorientación a que está abocada la humanidad entera, acosada por el tiempo. La realidad de una vida extremadamente corta:

«Me falta tiempo.

Lo he perdido hablando.

[…]

Se resume la vida

y cabe en un pequeño espacio».

 

    Y al final de cada versículo, donde recoge estas preocupaciones, aparece el estribillo «Juego. Me canso”. El primer concepto se refiere al recuerdo de sus juegos infantiles, cuando correteaba sin preocupaciones por el barrio de San Mateo de Cáceres. También traduce la ironía de la vida que aparentemente es un juego, pero en realidad se trata de un drama porque siempre finaliza con una derrota ante la muerte. Además, la existencia es un juego patético donde el ser humano se ve forzado a participar, aunque sea consciente de que se trata de una actividad macabra con un final trágico. Y «Me canso» alude al cansancio físico, que le ha provocado el peso del tiempo, su lucha espiritual por encontrar respuestas y el fracaso que lo invade.

    Los catorce «Poemas de amor para la muerte” también suponen una insistencia en los temas trascendentes que impregnan toda la poesía de Jesús Delgado Valhondo, aunque ahora están enmarcados con la forma clásica del soneto y en la tradición lírica más representativa en congeniar contrarios (vida – amor – esperanza / muerte – dolor – desencanto), que recuerda a la concepción quevediana del amor más allá de la muerte. El amor, que aparece en los sonetos, distingue las dos vertientes de este poderoso sentimiento humano: la divina y la humana. Así el primer soneto, «Esta mañana», es la exposición de los deseos místicos de volver a Dios, desde la falta de pasión por la divinidad que le provoca su actual escepticismo («Busco el ayer para volver contigo / y comulgar de nuevo con tu aliento. / Estar varado en la pasión me siento»). En cambio, el soneto «Te conocí cuando olvidé nombrarte» es el recuerdo de la pasión amorosa («cabalgadura / de noches desbocadas») que quiere rescatar del olvido para recuperar su vida sentimental y soportar su soledad, en el soneto ”Temo al mendigo que bendice”, llenando su espíritu de esperanza en el amor («Amor que de labios me llenas / la vida entera del almario»). Sin embargo, en el soneto «Libro mi corazón para la duda», la solución filosófica del amor que vence a la muerte le resulta pura teoría, porque no logra tranquilizarlo cuando se enfrenta a sus dudas («morirme / y no saber la pena de quién era») y a su desorientación:

«he de irme

sin saber dónde está la primavera».

 

    La conclusión, a la que llega el poeta en el soneto «Cima de la libertad», es que el amor no logra superar la muerte porque antes es destruido por el tiempo, que ya ha hecho desaparecer a los receptores de su pasión amorosa, su amada y Dios (“Almas, ahora, cayendo del cielo de la vida, / el aire las recoge en un rincón perdido / de la tierra hacia dentro, allá donde la herida // sangra y es tan profundo como el primer olvido”). Así la muerte no sólo consigue destruir al amor sino también enamorar al poeta hasta el punto de que la desaparición de su amada, en el soneto «Me enamoró la muerte de manera», lo lleva a desear la muerte arrastrado por el dolor que sintió al perderla («Me enamoró la muerte de manera / que nada yo veía sino muerte. / Un motivo especial para quererte.»). Por esta razón, en el soneto «Ortigal oscuro», el poeta piensa que el final de su existencia es como una despedida amorosa definitiva, sin posibilidad alguna de trascender su amor más allá de ese fatal y triste momento, tras el cual será un simple espíritu errante caminando con la carga de sus anhelos insatisfechos:

 

«Al despedirme al borde del sendero

levantaré mirada sollozante

para decirte adiós y que te quiero».

    Como consecuencia, en el soneto «Rosas en el ocaso», reaparece la melancolía agravada en el otoño (soneto «Órgano de otoño»), que metafóricamente se refiere a la etapa crepuscular de su existencia, el paso previo a su extinción. De ahí que este arraigo melancólico se observe más nítidamente en el soneto «Noviembre otra vez», donde el poeta sufre más el peso de su triste papel en la existencia en este mes tan negativo para su ánimo:

«su voz cabe

en mi amarga dramática careta».

 

    Esta melancolía aumenta un grado más cuando la vuelta al pasado trae a su mente, en el soneto «Árbol solo», recuerdos dulces de su niñez y de una época feliz («subiendo por mis años, / lejos, despacio y amorosamente»), que desapareció con su enfermedad infantil y logró convertirlo en un ser solitario y escéptico. Al final, el poeta desemboca en un determinismo fatalista, pues todo queda como estaba: el amor no es solución alguna para vencer al tiempo ni a la muerte, ni existe forma humana de explicar el misterio de la existencia. Así lo expone el poeta desorientado y melancólico en el soneto «Me están llamando desde África”:

«y siempre igual, distinto, fiel, incierto

misterioso poema de mi vida».

 

    La influencia de la poesía de la época, en la primera parte de Ruiseñor perdido en el lenguaje, se observa en la forma de expresión narrativo-descriptiva, que usa el poeta para realizar el repaso de su vida. No obstante, presenta una diferencia con el modo expresivo del libro anterior, pues su largo discurso es parcelado con un recurso tradicional, el estribillo, en una sucesión de versículos y, en la segunda, con el soneto que es un poema culto y breve. Así consigue congeniar las influencias de la tradición tanto culta como popular y, a la vez, de la modernidad.

    En la segunda parte, existe una influencia consciente de Quevedo en el mismo título («Poemas de amor para la muerte») y en otros dos momentos («loca pasión del ser donde quisiera / consumirte en la muerte a que me induces» y «Pronto clamor de campo en el invierno / me cubrirá de ahogados los sentidos, / me llevará el otoño hacia la muerte»[372]). Además, se localiza una influencia de Miguel Hernández en el uso del infinitivo con enclítico («sostenerte, contenerte»[373]) y de la imagen del toro:

 

«en una niebla absurda de toro y poderío»[374]

«Oh toro, estopa y son, oh triste duelo

en la alcoba de un triste hospedaje»[375].

    En cuanto al estilo de Ruiseñor perdido en el lenguaje, «Jesús Delgado» rescata de su pasado la expresión directa y el tono confidencial, después de dos libros de lenguaje surrealista. Esa proximidad se observa en el uso de expresiones comunes cuando desea reafirmar su condición de hombre cualquiera («Me levanto temprano … Bebo vino … […] Soy un hombre bueno del pueblo llano”) o en el empleo de otras frases del juego de cartas con las que denuncia la sujeción de su vida a un destino caprichoso («Barajan … vuelven a trabajar las cartas … de nuevo barajan”). Pero, a pesar de esta vuelta a un lenguaje llano, no retorna con la misma decisión al significado diáfano de sus primeros libros, pues su discurrir en los momentos más angustiosos se puebla de imágenes oníricas:

 

“Encuentro un muerto a media altura

[…]

El muerto puede ser

un ángel que se quedó volando.

Un insecto gigante, una gris porcelana,

un vino santificado,”.

    En esta parte destaca el esfuerzo de síntesis realizado por el poeta empleando simples sustantivos («Vitrinas. Urnas. / […] / Voces. Palabras»), adjetivos («Muy triste. Muy lejano») y verbos unioracionales («Vivo. Muero. / Me acerco. Me distancio») que indican, por un lado, el afianzamiento de la poesía esencial en su lírica y, por otro, una forma de recuperar su pasado a través de un lenguaje parecido al de su niñez. El empeño de concisión también es patente en el comienzo abrupto («Estuve en otro sitio. / Otra manera de vivir […]»), la expresión entrecortada por signos de puntuación, estructuras binarias y terciarias («Fantasmas. Espejos. / Retratos. / […] / Entro en mi celosía. / Salgo. Me libero») y las pausas acusadas que cortan el verso para dejar por un momento aislados conceptos sugerentes («Me divierto. Me entristezco»). La pausa más contundente, por su repetición, es la del estribillo que marca el final de cada reflexión aislándola del resto, invita a la meditación cada cierto tiempo e incide repetidamente en la idea del juego y del cansancio:

 

“Vivo. Muero.

Me acerco. Me distancio.

Juego. Me canso”.

   Como corresponde a un repaso vital, la primera parte del libro, «Jesús Delgado», está expuesta en forma autobiográfica, que se hace más directa por la supresión del pronombre personal de primera persona y por el uso exhaustivo de verbos (generalmente en presente) que soportan la acción del poema («Estuve … he visto … Paso … Salgo … me quedo … pienso … Juego. Me canso») . De este modo sitúa al lector en un presente actualísimo como si el libro se estuviera escribiendo a la par que lo lee. También es muy abundante el empleo de gerundios («Contando no doy abasto / de aquí para allá en otra sala / y en otra, vagando»), que imprimen dinamismo al discurso, y el uso de participios en función de adjetivos que remarcan la tristeza por el tiempo ido:

 

«con llanto evaporado.

[…]

Rezos amontonados

[…]

Piedras dormidas».

    Los «Sonetos de amor para la muerte» presentan, en un principio, un tono místico que poco a poco se va impregnando de melancolía y termina por convertirse en angustia, cuando el poeta no consigue trascender la muerte con el amor. Los sonetos tienen una expresión intelectual, que los hacen menos comprensibles. Sin embargo, son el resultado del equilibrio entre humanidad y lirismo que consigue el poeta, a pesar de su angustia, controlando su impulso anímico a base de la evocación y la sugerencia:

 

«Torpe mi niño. Ingenuos desengaños.

Piso caídos tiempos. Mi inocente.

Pobrecito. Vive y está yacente.

Cambia dolor por juguetes extraños»[376].

    La primera parte de Ruiseñor perdido en el lenguaje está compuesta en versos libres con rima asonante a-o (unas veces, en los pares como el romance y, otras, a gusto del poeta) y con el citado estribillo («Juego. Me canso»). Los versos de la primera parte tienen una extensión breve (bisílabos … pentasílabos) o media (hexasílabos … decasílabos) y predominan los trisílabos, pentasílabos y heptasílabos. Únicamente emplea los metros extensos, cuando necesita expresar fuertes emociones: nostalgia del pasado («a oscuras, a medias, en las fotografías»), angustia («Se multiplican y crecen los cadáveres»), anhelos («Lo he soñado. Cuando venga el nuevo día»), ternura («Me mira y me pregunta si me duele algo») o preocupación por el tiempo:

«Me muero a chorros, Jesús Delgado».

 

    La segunda parte son catorce sonetos en endecasílabos, excepto el segundo, «Temo al mendigo que bendice», que se encuentra medido en eneasílabos y, el séptimo «Cima de libertad», en alejandrinos. Estos poemas presentan cuatro formas distintas de distribución en la rima: 1)ABBA / ABBA / CDE / CDE («Te conocí cuando olvidé nombrarte»). 2)ABBA / ABBA / CDE / DCE («Me enamoró la muerte de manera»). 3)ABBA / BAAB / CDE / CDE («Libro mi corazón para la duda», «Rosas en el ocaso», «Órgano de otoño» y «Noviembre otra vez»). 4)ABBA / BAAB / CDC / DCD («Esta mañana», «Temo al mendigo que bendice», «Tu nombre», «Cima de libertad», «Árbol solo», «Ortigal oscuro», «Noche con mujer dormida en el paisaje, y no llegar» y «Me están llamando desde África»).

    A pesar de la tendencia hacia la contención, resulta fácil encontrar imágenes como «Paso páginas del libro de mi historia», «Estreno juventud» o «Es una nube negra que se mueve / hacia un inagotable ocaso», donde el poeta muestra el cúmulo de intranquilidades, que invaden sus recuerdos. También emplea metáforas para definir sutilmente apreciaciones de los sentidos («Mi novia, primavera, / abril y mayo»), anáforas con el fin de subrayar sus anhelos («Otra manera de vivir, acaso / otra forma, / otro corazón soñado,»), símiles acumulados que indican el paso fugaz del tiempo («Transcurren días / como si fuesen años. / Pasan años como si fuesen siglos alados»), hipérboles que muestran su visión negativa de la existencia («Miles y miles de pájaros») y estructuras binarias («Tengo mujer. Tengo hijos. / […] / Hago versos. Amo. / […] / Juego. Me canso») y terciarias («manos / blancas, finas, frías». «labios / rojos, dulces, frutales») que imprimen contundencia.

    En los sonetos, las imágenes y recursos literarios no son empleados para crear naturalidad sino para producir lirismo. Así se hallan imágenes que transmiten su desorientación (“Estar varado en la pasión me siento / oculto barco mar de mi castigo»), metáforas que materializan conceptos difíciles de explicar («fuiste calentura / de la imaginación […] / tu cintura, / callada vocación») y encabalgamientos que contribuyen a conseguir una mayor sugerencia, dividiendo el sintagma formado por sustantivo más complemento del nombre, en todas sus formas posibles desde el encabalgamiento suave («posa el ave / de la imagen palabra,») al branquistiquio («y muere el cielo / del mar.»), pasando por el encabalgamiento abrupto («los peldaños / de luz a luz,»). Se localizan también otros tipos de sirremas que dividen el sintagma adjetivo más sustantivo o viceversa («en una quieta / rama de luna y huertos, […] / […] en la llama como vino / tinto a la sombra»), y el encabalgamiento oracional:

«una azucena

que huele a ti».

 

    Las dos partes en que se divide Ruiseñor perdido en el lenguaje tienen una estructura interna, pues en la primera el hilo discursivo trata la niñez, adolescencia, juventud y madurez y, en la segunda, los sonetos se encuentran distribuidos en tres momentos significativos: Nostalgia de aquel tiempo cuando sintió amor a Dios y amor humano (primer soneto). Constatación de la imposibilidad de conseguirlo por el tiempo y la muerte (desde el segundo al undécimo soneto). Y decepción, desorientación y soledad (los tres últimos sonetos). La presencia del amor y de la muerte relaciona ambas partes y confiere unidad al conjunto.

    Ruiseñor perdido en el lenguaje es una mezcla de tradición (popular y culta) y renovación (modernidad), donde Jesús Delgado Valhondo ha llegado a un punto de su evolución desde el que domina todas las variantes de la técnica lírica y puede permitirse el lujo de mezclarlas a placer, sin que la humanidad del conjunto se resienta y, además, gane en altura lírica: «Tu obra, en cambio, es ejemplar en muchos sentidos, y la has ido haciendo sin necesidad de corifeos y sin tener que buscarte apoyos interesados en los cenáculos madrileños»[377].

 

     LOS ANÓNIMOS DEL CORO

      (1988)

    Este libro de poemas es la reivindicación que realiza Jesús Delgado Valhondo de la importancia que cada ser humano, a pesar de su imperfección y su caducidad, debía tener en el concierto de la historia que, en teoría, contribuye a formar con su trágica experiencia y, sin embargo, en la práctica, sólo supone una insignificante contribución a su discurrir temporal. También este poemario contiene una denuncia del triste papel que el hombre común se ve obligado a representar en el teatro del mundo no como protagonista sino como parte de la masa de seres solitarios y sin identidad que forman su coro.

    El origen de Los anónimos del coro se encuentra en la estrecha relación que el poeta establece con el espacio histórico del teatro romano de Mérida en el lustro de 1960 a 1965, cuando reside en su ciudad natal, y en la importancia que tuvieron las ruinas para un alma sensible y trascendente como la suya:

    «Cuando el hombre siente bajo sus pies y sobre su espíritu ruinas históricas […] Siente con toda intensidad una emoción histórica […] una evocación sublime. Un sentimiento religioso que le capacita para ver y escuchar el tiempo que se marchó»[378].

    La imagen de los anónimos del coro arraiga en la mente de Valhondo cuando, en su época de madurez, se produce un aumento de su nostalgia por el pasado y siente deseos de conectar con sus orígenes a través de una frecuencia especial. De esta manera creía sintonizar con el espíritu de sus antepasados, que en el crepúsculo vespertino deambulaban entre las ruinas del teatro romano:

    «[…] un atardecer de septiembre descubre el cronista, que intentaba ser el poeta de su vida temblando una inefable luz en el fondo de la escena. Allí, donde Mérida, mansión de historia, arde y es consumida lentamente por la caída de la tarde y el inicio del anochecer»[379].

 

    Los anónimos del coro, que fue editado entre las páginas 315 y 346 de Poesía, se abre con la dedicatoria del autor a Fernando Lázaro Carreter y Ricardo Senabre, en agradecimiento al aprecio que, como poeta, estos profesores le manifestaban y a la entrañable amistad que mantenían. Debajo aparecen dos citas: una de Antonio Machado (“He vuelto a ver los álamos dorados / […] / Estos chopos del río, que acompañan / con el sonido de sus hojas secas») y otra de Juan Ramón Jiménez («entre las quietas hojas amarillas, / a una música inmensa, / como un incendio de pesar sin fin»), que contienen resonancias de la sobrerrealidad captadas por la sensibilidad lírica de estos poetas. Lo mismo sucede en Los anónimos del coro, donde Valhondo escucha en las ruinas una especie de melodía que recoge en el mismo título del libro y en el de la primera parte («El otoño es un órgano que toca, solemnemente, Dios»), donde la divinidad marca el ritmo de la naturaleza, representada ahora en el otoño.

    La primera parte comienza con un poema titulado «Desde antes», donde el poeta logra captar el espíritu de las personas que existieron entre aquellas piedras milenarias y ahora, cuando la luz del día es oscurecida lentamente por las sombras de la noche, vuelven a poblar los lugares que habitaron como anónimos del coro (“Muchos vuelven en busca de sus bocas / […] / Otros escudriñan notas que perdieron”). En el segundo poema, que no tiene título[380], el poeta continúa con su visión en este tiempo único de comienzos del otoño cuando se produce el prodigio («los dioses vuelven la cara / […] / caminan torsos lumínicos / […] / Bajan hasta el renunciamiento / las sagradas estampas del relámpago. / El crepúsculo proyecta su película»[381]). El tercer poema, «El túnel», se basa en el hecho real de cuando Jesús Delgado Valhondo se atrevió a entrar el primero en una alcantarilla romana recién abierta para respirar su atmósfera de siglos y reencontrarse con su pasado. De este modo intentaba conocerse a sí mismo pues creía que el hombre sin historia era un ser incompleto:

 

“Entramos en nuestro menesteroso

y dramático misterio al contemplarnos.

Vagamos en un cauce que nos lleva

a la peregrina ambición, de día festivo,

que estrenar en fiesta inverosímil”.

    Sin embargo, su deseo de encontrarse con la resolución de algún enigma resulta frustrado porque, como miembro de una sociedad que vive de espaldas a la historia, se ha mantenido ignorante de su pasado. Esta ceguera le impide alumbrar su conciencia que ni siquiera le permite entender el enigma de su propia existencia, pero, finalmente por no caer en el abandono, se autoconvence de que es posible que un día encuentre respuestas:

 

«Cuando consiga desentrañar asuntos,

que me preocupan contemplándome,

me sentaré a la orilla de la celebración

a escuchar el órgano del otoño

mientras el incienso

va dorando un retablo

de palabras antiguas”.

    En el poema «Palacio de sentidos», el poeta comunica su estremecimiento ante el cambio sufrido por su cuerpo ante la influencia negativa del tiempo, que se hace preocupante en los últimos años de su vida («Miro mi fotografía / y me echo a temblar / como si resucitase en invierno»), y las vacilaciones soportadas en su espíritu por emociones inconfesables, que lo convierten en un desconocido ante los demás. Por esta causa, se siente más seguro refugiado en su conciencia donde se halla más cerca de la divinidad, aunque sólo sea por un momento. Pero, cuando sale de ese instante ideal, se topa con la cruda realidad que, tras su esplendor, guarda trampas y no muestra su verdadera cara, porque en realidad no es un ser trascendente, sino un anónimo más, inseguro y desorientado, que se encuentra a merced de la muerte constantemente angustiado:

 

«Belleza muerta y sin aristas,

cuerpo resplandeciente,

donde me ahogo todos los días

[…] para llevarme

no sé bien a qué sitio

donde todo está a punto

según dicen”.

    En el «Dolor del jardín», el poema siguiente, la tristeza que le produce el día se acentúa porque su anhelo de buscar nuevos horizontes ha desaparecido. Este es el motivo de que todo en el jardín se puebla de angustia y de mendigantes anónimos del coro que preguntan por su identidad, pero nadie sabe responder. Ante esta desorientación general, se produce un doloroso estremecimiento que se observa incluso en el silencio del jilguero, símbolo de la alegría y la libertad, que ha sufrido el trágico efecto de la muerte:

«Tiembla el canto de un jilguero

como lámpara mágica”.

 

    El título de la segunda parte, «Se funden siglos en un solo día», que se explica en el primer poema denominado «¿Adónde?», indica la preocupación del poeta por el paso del tiempo, que nota su existencia comprimida en un momento. Por si fuera poco, la muerte continúa siendo un enigma indescifrable, pues ve cómo personas a punto de morir afrontan este paso tan dramático como si fueran a un lugar conocido («Hay quien dice: ‘Me voy’ «[382]) y otras se marchan como si se tratara de un paso intrascendente (“Y quien se va con el que tiene / que dar un recado a la mujer del otro”). Estas actitudes hacen recapacitar al poeta sobre el hecho de que la muerte puede ser una circunstancia natural como la misma vida y entonces no existe motivo para temerla, porque es la puerta de la verdadera existencia. Sin embargo, el ser humano quiere ser eterno, pero pasando por ese trago amargo sin sentirlo, y se deja llevar por interpretaciones que responden a intereses particulares y no sirven para orientarlo.

    El poema «La escena» se refiere metafóricamente a la del teatro, pero en realidad trata de la escena en que se desarrolla la vida del poeta, donde continúa con su tremenda preocupación porque su sensibilidad lo hace sentir en exceso el paso del tiempo y el peso de la muerte, mientras los demás no entienden, inconscientes, sus hondas preocupaciones que parecen ser sólo suyas. La única solución que halla es evadirse de la tensión acumulada: “(Me voy conmigo mismo / a beberme un vaso de vino / a la taberna del Apóstol»). Pero después no puede eludir la contemplación de la muchedumbre vagando desorientada y concluye en la estremecedora realidad de que el hombre es un ser para la muerte:

 

“Haciéndose de sí mismo

solitario refugio de recuerdos

[…]

hasta dar con el límite

escandaloso de su vida

en la mentira del tiempo

(Y del fin)”.

    La tercera parte, titulada «La escalera de la palabra», analiza los aspectos que intervienen en la configuración de la palabra. Para ello sigue una progresión inversa comenzando por el peldaño superior de la escalera hasta llegar al más bajo, donde se encuentran las palabras más simples y primitivas (los pronombres personales). La finalidad que persigue el poeta con este análisis es la búsqueda del significado justo de la palabra para conseguir la transmisión de sus sentimientos con la misma sutileza y exactitud que los capta en su conciencia.

    La idea central se resume en el primer poema, «La vocación de la palabra», título que debe ser entendido como “la llamada de la palabra”, esa atracción irresistible que lo arrastra a buscar el concepto exacto para transmitir ciertos sentimientos, porque se han perdido en el tiempo o no sabe si es una imposibilidad del presente, porque la vida se le ha pasado en un instante o es simplemente la necesidad de traer al momento actual recuerdos pretéritos (“O estoy construyendo / una nueva vivienda / donde habitar futuros del pasado”).

    En el resto de los poemas, aparecen otros aspectos que le preocupan de la palabra como su capacidad para crear ilusiones y el misterio con que domina al poeta, o bien le resultan atrayentes como el pasado perdido en el tiempo, la certeza de que hubo un momento “Cuando no hacía falta / palabra alguna para deducirse» o el enigma de «Los pronombres personales» y su deseo de definirlos. «Yo» es la soledad, el aislamiento y el desconcierto de encontrarse a sí mismo. «Tú» es abrirse a otro, vivir a su compás, notar su presencia y su silencio. Y «Él» es el tercero en discordia, el que no conocemos, el anónimo a quien cargamos nuestros traumas:

«La culpa es siempre suya.

La novela y el humo».

 

    La cuarta parte se titula «Jaula de atardecer» y está presidida por la cita de San Lucas 7, 38 que cuenta el episodio de Jesucristo perdonando a la Magdalena. Contiene una reivindicación de la dignidad de las prostitutas, pues el poeta las concibe como seres plenos con anhelos, circunstancias, conciencia y un cuerpo que cumple una función social ayudando a calmar el deseo humano (una especie de dolor) con la entrega amorosa, ante el desprecio de los demás. Esta reivindicación tiene un sentido espiritual, pues las prostitutas alivian el dolor humano en un acto que es ejemplo de la caridad que se debe dar entre los humanos, porque con él consuelan a los hombres necesitados de amor y le ofrecen comprensión como Jesucristo a la Magdalena.

    El origen de esta actitud solidaria se encuentra en la antigua preocupación de Jesús Delgado Valhondo por los seres marginales (el loco, el tonto, la beata)[383] que se acentúa, en el caso de la prostituta, en aquella época que pasa junto a su hijo Fernando en el hospital y recibe el apoyo moral de estas mujeres, que se apostaban en las calles aledañas para ejercer su oficio. Esta circunstancia lo lleva a advertir que también son personas con deseos e intranquilidades, anónimos del coro, en definitiva, que ofrecen consuelo y, a cambio, sólo reciben el desprecio de sus semejantes. Sin embargo, la prostituta responde a un misterioso destino cumpliendo una voluntad divina, que la mantiene prisionera en esa espera inacabable del atardecer, cuando se sitúa en su lugar habitual para ejercer la venta de su cuerpo y repartir compasión entre los necesitados de amor:

 

«Y fue nueva Verónica en los caminos

de hombres perseguidos,

de hombres indignos».

 

    Pero, a pesar de calmar el deseo y de contribuir decididamente a mitigar el dolor del mundo, la prostituta sólo encuentra el abandono y la soledad, que se le hace más patente y angustioso cuando el tiempo la va minando y su cuerpo termina sirviendo sólo para calmar a menesterosos. Es entonces cuando se siente más vulnerable, comienza a sufrir las consecuencias de un oficio moralmente miserable y nota físicamente que nadie requiere su servicio. La niña que fue desaparece en la memoria del tiempo y la prostituta queda sola para terminar, finalmente, en una tumba olvidada de cualquier cementerio (“A Carmen le pusieron un clavel de tela. / A José una corona de crisantemos. / Y a ella, una prostituta, / un manojo de olvidos amarillos”). Este es el epílogo de la existencia de la prostituta, que el poeta recoge en tres poemas cortos al final de esta parte: «Fábula del recuerdo», «Fábula olvidada» y «En este pequeño cementerio de aldea».

    En Los anónimos del coro Jesús Delgado Valhondo se reinstala en el surrealismo y rinde tributo a tres destacados poetas de la generación del 27: a Lorca, en la creatividad y elegancia de las imágenes; a Alberti, en el tono desgarrador de los momentos de desencanto y a Dámaso Alonso, en el discurso lento y misterioso de la última parte, sobre todo;

 

“Bajó el amanecer a verla.

Había envilecido su piel

y le cubría un purísimo azul

en jaula de alborada.

Liberándose nacía virginal.

Nuevos deseos.

Permanente ascensión”.

    También se encuentran referencias de la poesía narrativo-descriptiva (excepto en la tercera parte) en la exposición reflexiva que sigue el discurso, unas veces, narrando lo que sucede y, otras, descubriendo el estado de ánimo de sus protagonistas o el propio. Además, sorprendentemente se halla un parecido con el estilo narrativo que Bécquer hizo característico de sus leyendas en el poema sin título de la primera parte, cuando el espacio del teatro romano comienza a llenarse de anónimos del coro.

    Se detecta también una influencia modernista en la melancolía otoñal, los jardines inmaculados (pero tristes) y el crepúsculo que se lleva los colores del día. También se observa una preocupación cercana a la generación del 98 por la intrahistoria cuando elige como protagonistas del libro a los seres anónimos que ayudan con su propia vida a construir la historia. Y, en la cuarta parte «Jaula del atardecer», aparece una influencia del naturalismo en la forma de ahondar, por un lado, en la cruda realidad de la prostitución y, por otro, en la soledad de una prostituta anónima.

    En Los anónimos del coro, el estilo vuelve a ser el característico de Jesús Delgado Valhondo en esta penúltima etapa de su obra poética, aunque resulta difícil entenderlo en ciertos momentos porque, al profundizar en el mundo de la irrealidad, su lenguaje se acerca a la escritura automática. El tono sigue siendo confidencial, implicador e intimista, de tal manera que continúa haciendo a los lectores partícipes de sus preocupaciones y anhelos. El vocabulario empleado es el propio del lenguaje común, que hace cierta la afirmación de que para entender su poesía no hace falta el diccionario. No obstante, el rasgo más característico del estilo de Los anónimos del coro es el empleo profuso de formas verbales, cuya finalidad es advertir el estado desconcertante en que se encuentra el poeta en esta etapa final de su vida:

    «Ocupo … Entramos … No sé desde cuándo … Nunca encuentro la salida … Si pudiera correr la cortina … Se manifiesta y se sucede … Se sentó … No sabía … Ella siempre esperaba …».

    En Los anónimos del coro, que está escrito en versículos, Valhondo emplea la extensión de sus versos para indicar los distintos momentos emocionales que vive. Así, en la primera parte que tiene versos muy extensos de hasta dieciséis sílabas, reduce su medida cuando se encuentra más afligido por el discurrir del tiempo y esta preocupante realidad le obliga a imprimir un ritmo más dinámico a su meditación («Palacio de sentidos»). La segunda parte baja la medida de sus versos hasta los alejandrinos y sitúa la media entre los heptasílabos y los eneasílabos, porque contiene una reflexión sobre la nefasta influencia que el tiempo ejerce en la tragedia humana.

    La tercera parte se conforma con versos cortos en torno a los heptasílabos, porque Valhondo olvida el tiempo y se centra en una meditación serena sobre la palabra intentando desentrañar el enigma de los tres conceptos básicos de la comunicación («Yo», «Tú», «Él») para comenzar desde el principio. Ese equilibrio emocional se manifiesta en la forma con la regularidad métrica de los tres poemas titulados «Los pronombres personales», que se encuentran escritos en heptasílabos y, además, cuentan con catorce, once y catorce versos respectivamente. En cambio, la cuarta parte mezcla versos de distintas medidas que se combinan para equilibrar la expresión unas veces siendo dulce con metros cortos, otras, anhelante con versos de extensión media y, otras, angustiado con metros extensos.

    Por tanto, Valhondo emplea el versículo porque le permite expresar su desconcierto espiritual sin la necesidad de la disciplina ni la calidez del principio de su obra. También muestra su capacidad de adaptación y evolución a una nueva forma que, carente de métrica y rima, debía sostenerla con ritmo interior y emoción sentida.

    En Los anónimos del coro los recursos literarios van encaminados a crear la atmósfera misteriosa de ese mundo mental indeterminado, donde se produce la reflexión del poeta: pronombres indefinidos para designar a los anónimos del coro, paradojas, expresiones inquietantes, imágenes creativas, símiles, metáforas, personificaciones, anáforas, encabalgamientos y frases entre paréntesis. Éste es el recurso más llamativo de Los anónimos del coro, pues aparecen a lo largo del poema como flashes mentales para indicar una vuelta del poeta a la realidad, y al final del libro, para expresar el deseo de instalarse en otra dimensión:

 

«(Al poeta le gustaría sumergirse

en un anochecer

confundido en el alba)».

    La estructuración de Los anónimos del coro es el aspecto más deficiente del libro porque se detectan desajustes en la composición, el contenido y la extensión de las partes. La causa de este desconcierto, inusual en Valhondo, se halla en que tenía sueltas e inéditas las cuatro partes y las reunió para aprovechar la ocasión de publicarlas en Poesía, bajo un título que les proporcionara la unidad que les faltaba.

    El mejor ejemplo del grado evolutivo al que llega Jesús Delgado Valhondo en Los anónimos del coro es la naturalidad y el dominio que muestra, tanto formal como significativamente, en el manejo del versículo y el lenguaje surrealista, mostrándose tan seguro y cómodo como en sus libros de corte más tradicional. Este hecho resulta paradójico porque su ánimo debía haberse resquebrajado ante tantas intranquilidades, pero sin embargo toma nuevos bríos y se presenta intacto, salvando las distancias, con la misma frescura y sentimiento de siempre.

 

    HUIR

    (1994)

    Huir es el testamento espiritual y lírico de Jesús Delgado Valhondo, donde recoge la justificación del escepticismo que lo invade en los últimos momentos de su existencia, un adiós a la vida, al ser humano y al mundo y la exposición de los motivos que lo empujan a huir. También Huir es la síntesis del contenido de su obra poética y, por tanto, de su experiencia como ser humano y como espíritu desde un punto de vista terminal.

    El título es un infinitivo que alarga la acción expresada y contiene ese fluir misterioso, que lo lleva de vuelta a su origen respondiendo a una poderosa atracción, instalada en su conciencia por el ser superior que le dio la vida. Sin embargo, tal vivencia le resulta contradictoria porque, en teoría, esa fuerza lo lleva a un final esperanzado (en el sentido cristiano de la existencia, la muerte es el comienzo de la vida eterna) y, sin embargo, en la práctica (después de tantos fracasos en su intento de llegar a Dios) siente que lo conduce directamente a la nada.

    El origen de Huir, humana y espiritualmente, se encuentra en el inicio de la existencia de Jesús Delgado Valhondo cuando comprueba su caducidad al sufrir aquella grave enfermedad que, durante varios años de su infancia, lo sitúa a las puertas de la muerte. Es, precisamente, en ese momento cuando comienza a gestarse en su conciencia la necesidad de huir de esa ingrata realidad para despojarse de la imperfección que soporta tan patentemente. Aunque en realidad, comienza su huida cuando baja de la Montaña (1957) solo, desorientado y convencido de que no hay otra solución posible que huir, y se manifiesta patentemente en sus libros posteriores[384].

     Huir, que siguió un largo proceso de maduración y de elaboración (la redacción definitiva presenta tachaduras y correcciones), fue publicado póstumamente el día 23 de abril de 1994 (diez meses exactos después de la muerte del poeta) por la editorial pacense Del oeste ediciones, en su Colección de Poesía Los libros del oeste, que inició su andadura con este significativo libro de poemas. La tirada fue de 1000 ejemplares[385].

    El prólogo de Santiago Castelo destaca la arrolladora personalidad de Jesús Delgado Valhondo y la trascendencia de Huir en su obra poética. A continuación, se incluye la dedicatoria al editor, Ángel Campos, y a su esposa y dos citas (“Me llevo lo que dejo” de Juan Ramón Jiménez y “Huir no es escapar. Pero solamente huyendo se escapa” de José Bergamín), que son la avanzadilla de otras que van a encabezar el 50% de los poemas del libro para orientar al lector sobre su contenido. Y, finalmente, aparecen las dieciséis composiciones del poemario[386], cuyos títulos son números que terminan con el denominado «Y dieciséis», punto final no sólo de una obra poética sino también de una intensa vida que, en aquel momento, se apagaba.

    Comienza Huir con el poeta intentando recuperar sus recuerdos, que se le han extraviado en la lejanía del tiempo y con ellos sus señas de identidad (“Me busco y me confundo, / aurora de mi infancia / de la que soy perdido[387]). No obstante, en alguna ocasión consigue recuperar un leve y fugaz recuerdo de aquellas vivencias que, sin embargo, le dejan una tristísima nostalgia por el tiempo ido, ya irrecuperable (“Desnudo otoño era / habitación de infancia / que asombro todavía. // Ay de aquella pantera / que vuelve a la fragancia / pasajera del día”[388]). Después, experiencias adversas como la desaparición de seres queridos, el contacto cercano con el sufrimiento de la gente, el materialismo y la pérdida del espíritu provocan que, en su madurez, fuera abrigando una idea desencantada de la condición humana, por su imperfección, y de la vida, por su velado misterio:

 

“Me parece la vida

un desdichado encuentro,

tormenta entre los árboles

el hombre y sus espejos”[389].

    Estos motivos explican que la existencia de Jesús Delgado Valhondo fuera una huida hacia adelante con el objetivo de aclarar las razones de tantas interrogantes. De tal manera que sus elucubraciones líricas se convierten en el relato de una búsqueda vacilante del ser superior, que guardaba las claves del dolor humano. La ocasión de materializar esta idea se le presenta en su viaje a Santander, pero la experiencia acaba en un rotundo fracaso:

 

“Lejos queda la cumbre,

monte que alegre arde

en cielo rojo, alarde

de inmensa muchedumbre”[390].

    Desde entonces irá acumulando razones para acometer la huida y justificar su necesidad de escapar de la vida: La realidad ingrata y desangelada. La inexistencia de una solución razonable a la tragedia humana. La desorientación, la soledad y la certeza de que nadie comprende su naufragio espiritual. La imposibilidad de autoconocerse en el laberinto del mundo y, por tanto, de descifrar razonadamente la realidad enigmática. La concepción de la existencia como una búsqueda de respuestas abocada al fracaso. El cansancio físico y espiritual, producido por la lucha entre su fe y su razón. El descubrimiento estremecedor de ser un hombre más, cuyas preocupaciones sólo le han servido para perder su tiempo. La insignificante huella que deja el ser humano común en la historia. Y la convicción de que, a pesar del fracaso de su búsqueda, el ser superior que le dio la vida lo está esperando y lo llama con una voz inefable que lo arrastra hacia su origen como si la huida estuviera impresa en la misma condición humana que, desde el principio, tiende misteriosamente a volver a su origen:

“No sé quién es,

pero me está esperando”[391].

 

    Estas consideraciones se acentúan con la conmoción sufrida en la Montaña, porque comprueba que en su pasado hay demasiados recuerdos dolorosos y nostalgias incurables y no puede volver atrás. Entonces únicamente le queda caminar en la otra dirección, hacia adelante, pero desesperanzado y solo (“Hombre que solo soy / cuerpo de no sé dónde / olvidado y atrás. // Y como todos voy / a una luz que me esconde / para siempre jamás”[392]). Ante esta dura realidad, el poeta se angustia porque advierte una verdad estremecedora: el hombre no tiene capacidad para resolver el misterio que envuelve la existencia humana, y él tampoco:

 

“NUNCA sabré quién soy

perdido en no sé dónde

que siempre está de más”[393].

    La existencia, por tanto, sólo le ofrece ser un mediocre sin identidad en un mundo incomprensible donde se ve obligado a cumplir el papel, que le ha tocado representar en la comedia universal de Dios, arrastrando la indignidad del sumiso que se limita a sobrevivir sin preguntarse nada (“Nunca jamás ahondes. / Nunca es siempre jamás”[394]). Pero ni siquiera contemporizando, la existencia deja de ser una pesadilla dolorosa, donde se encuentra atrapado a merced de la muerte (“Crepúsculo. Me hundo. / No tengo escapatoria”[395]). Finalmente, el poeta acaba desorientado por la incertidumbre sobre la inmortalidad (“Nadie contesta. Todos / dudan. Y yo también”[396]) y con la sensación de que es arrastrado irremisiblemente hacia el vacío:

“Uno más. No comprendo

en absoluto nada”[397].

 

    De esta preocupante ignorancia surge la necesidad de huir, porque no le queda más que hacer en la vida (“Huyo para escapar de lo que debo / a la vida que no fue ni acaso importa / que merezca la pena”[398]). No obstante, resulta alentador que no vaya de vacío, pues el poeta lleva en su espíritu un humilde (aunque sustancioso) bagaje, que contiene la impresión emocional producida por la obra de Dios, su cuerpo que es el soporte físico de su espíritu (una muestra de autoestima, pues lo aprecia a pesar de su deficiencia física y su condición mortal) y la satisfacción de regresar a un lugar que intuye ya conocido, aunque lo encuentre velado por el misterio:

 

“La emoción del paisaje me la llevo

y al hombre que me implanta y me soporta

y al milagro de huir donde volvía”[399].

    Sin embargo, esta sensación gratificante es pasajera y el poeta se ve empujado a huir, no sólo por los continuos reveses sufridos en su lucha espiritual sino por los deseos imperantes de alejarse de los despojos de su derrota (“Palabras del espejo / reflejaban fracaso / de vida y flor desnuda / de un tal Jesús Delgado”[400]). No obstante, esa fuerza misteriosa e incontenible que lo empuja irremisiblemente hasta la muerte, también lo anima a que fuera sin temor hacia algo (Dios, la Idea, un Ser supremo) que lo esperaba para cerrar el círculo de la vida (“Me reflejo en el agua. / Me lleva la corriente. / El mar está esperando, / sed de agua, a que llegue”[401]). Así se apartaba también de la realidad que sentía invadida por la desolación: “Río de sombras cruza la huerta, / mieles de menta y de avefría, / beso la seda de esquina incierta”[402]. Finalmente, Jesús Delgado Valhondo, aunque duda, responde a esa poderosa llamada y huye sin dramatismos a reintegrarse al núcleo del que se desgajó:

 

“No sé quién es

ni lo que quiere,

pero me está esperando.

[…]

Por eso voy,

porque me está esperando”[403].

   Después del último poema Valhondo incluye, a modo de epílogo, una despedida donde cita a varias personas y unas circunstancias ligadas a ellas que, de algún modo, resumen sus sentimientos más preocupantes y tiernos:

    «Al terminar este poemario, esta huida, yo quiero recordar a mi amigo el poeta y escritor José María Osuna, que se me murió casi sin darme cuenta; a Jaime Álvarez Buiza a quien, ni él sabe que lo quiero como a un hijo; a Ángel Sánchez Pascual que le pasó lo que a mí, quiso poetizar la política y lo echaron; a Pecellín a quien me hubiera gustado darle clases de lo que no sé de poesía, y a ese dios, más o menos pequeño, que somos cada uno de los hombres, y a don Nadie, que es un tío que siempre está en candelero y que a mí me hace mucha gracia y mucho bien».

    Las influencias que se encuentran en Huir proceden de la tradición. Concretamente del deseo de unión con Dios que, a través de las vías místicas, San Juan de la Cruz describe en su poesía y de la necesidad de alejarse de los problemas de la existencia cotidiana, que Fray Luis de León expone en su poema “A la vida retirada”.

    El estilo de Huir resulta sorprendente porque, en su último libro, Jesús Delgado Valhondo usa toda la experiencia que había acumulado con el lenguaje. Continúa siendo directo, sincero, sentido y natural y, a la vez, sugiere más que dice, insinúa, insiste, crea con una expresión cercana al surrealismo. Huir es un compendio de su poesía esencial, plagada de sintagmas cortos muy sugerentes; encabalgamientos que suspenden la acción dejando pausas pronunciadas; formas verbales empleadas libre y variadamente; metros y ritmos que imprimen dinamismo a la expresión y fórmulas implicadoras traducidas en un lenguaje inquietante que, sin embargo, nunca deja de ser lírico:

«Se me va de las manos

la cruz del universo»[404].

 

    El primer detalle que se advierte cuando se analiza la métrica de Huir, es la vuelta de Jesús Delgado Valhondo a las formas tradicionales y cultas de la métrica regular. Los poemas de Huir están escritos en heptasílabos (13 poemas), eneasílabos («Ocho»), endecasílabos («Once») y en una mezcla de pentasílabos a eneasílabos («Y dieciséis»). La rima es consonante en los poemas con forma culta y asonante en los dispuestos tradicionalmente. Esta regularidad métrica y rítmica produce estrofas (tercerillas -”Seis”-) y poemas conocidos: sonetillos («Uno», «Dos», «Tres», «Cuatro», «Cinco», «Siete); soneto (“Ocho» en eneasílabos, “Once”, en endecasílabos) y romance endecha («Nueve”, “Diez», «Trece», «Catorce», «Quince»). Sin embargo, Valhondo intercala varias muestras de su independencia como en el poema «Nueve» que tiene rima “a-o” en la primera parte y “-é” en la segunda y tercera o el “Doce” que está medido, pero la rima sólo aparece en el verso final de cada estrofa.

    No obstante, en Huir hay un predominio de la regularidad y de sus formas más dinámicas para transmitir clara y disciplinadamente la verdad de su emoción y la sutileza del que se prepara para morir, apoyándose en formas tradicionales y cultas. A la vez se observa que Valhondo quiere aparecer en el último libro de su obra poética como un poeta innovador y seguro del manejo de su palabra y de su técnica.

    Jesús Delgado Valhondo, en Huir, emplea abundantes medios líricos pues, a pesar del momento delicado que vive, es consciente de que se está expresando en forma poética. El libro tiene un comienzo abrupto marcado con un hipérbaton que sin dilación introduce en el tema («Es mi vida …») y muestra el intimismo que va a presidir el libro y el presente actualísimo en que se encuentra. Estas características se acentúan en el resto del poemario con el uso preferente de la primera persona sin pronombre personal («Busco … Me busco y me confundo … Beso … Huyo … Uso … me abriga … Voy …»), la omisión del verbo («Cuántas colmenas. Hueca voz de espanto. / […] / Niño. Mujer extraña”), las formas impersonales («hizo estación celada». «Se perdió la partida»), los polisíndetos («en un árbol de hiel y miel y canto / […] / y al hombre que me implanta y me soporta / y al milagro»), las anáforas («Nunca jamás ahondes. / Nunca es siempre jamás»), las paradojas («Un nadie siempre es alguien»), las metáforas («el hombre, musical nota pálida») y los encabalgamientos:

 

«Una circunferencia

de sueños la jornada

[…]

jardín de mi memoria

que silencio envolvía».

    Y, por último, llama la atención el uso insistente de citas (“Me llevo lo que dejo”, J.R.J. “Huir no es escapar. Pero solamente huyendo se escapa”, José Bergamín -ambas presiden el libro-. «Formas de huir …», J.R.J., “Dos”. “Todavía es tarde para huir”, Luis Landero, “Seis”. «La huida victoriosa», José Bergamín, “Nueve”. “Huye, que sólo el que huye escapa”, Fray Luis de León, “Once”) y notas (“Y ellos, ¿dónde están? / Los de la fotografía, claro, / ¿dónde ríen, lloran, gozan, penan, / duelen, y comen y aman y juegan / y se cansan? / Los de la fotografía ¿Adónde han ido?», “Tres”. «Huye el fuego, avanzando …», “Cuatro”. » ‘Me voy’, me decía Luis Álvarez Lencero, antes de morir. Y se fue. ¿Adónde habrá ido?», «Cinco». «Me dijo: ‘Te dejo, me voy a un ballet’ «, “Doce”. “En la encina del monte a mí mismo me espero”, “Trece”. “Se está haciendo tarde”, “Y dieciséis”). El empleo de estos medios tiene el objetivo de crear una atmósfera cargada de angustia y, como consecuencia, una opinión favorable a su decisión de huir. Ciertamente el poeta consigue esta finalidad pues Huir es un poemario tan intenso que ha llevado a Jaime Álvarez Buiza a definirlo como un «libro estremecedor que pesa 84 años”.

    Aunque estructuralmente Huir se divide en dieciséis poemas, donde el poeta va desgranando vivencias desde su infancia al momento de la huida, significativamente su contenido está distribuido en tres partes: 1ª)Insiste con tristeza en la lejanía de sus recuerdos y padece la melancolía causada por la imposibilidad de rescatarlos («Uno», «Dos», «Tres»). 2ª)Describe la evolución espiritual seguida desde su fracaso de la Montaña («Cuatro»), que lo lleva al intento de resolver sin éxito el misterio del destino humano («Cinco») y, como consecuencia, a la falta de identidad («Seis»), la desorientación («Siete»), el desencanto («Ocho»), la duda («Nueve»), el enigma de la existencia («Diez») y la angustia vital («Once»), que lo hacen tener en el presente una triste concepción de la vida («Doce» y «Trece»), lo arrastran irremisiblemente a su final («Catorce») y a concebir su existencia como un fracaso («Quince»). 3ª)Por último, el poeta se decide a no demorar más su huida (“Y dieciséis”).

    Huir, por tanto, supone el cierre perfecto de la obra poética de Jesús Delgado Valhondo, porque es el punto y final de su estructuración coherente y de una evolución significativa que está de acuerdo con unas etapas espirituales, donde se debatió entre la esperanza y la angustia hasta desembocar en su huida:

    «Mucha angustia existencial se curaría poniendo a cada hombre en su sitio. A cada hombre en su centro. Para que desde su sitio vea al mundo, ni grande ni pequeño. Y no ande como huyendo»[405].

 

 

[1] «Novia».

[2] El libro no lleva dedicatoria ni prólogo, sus medidas son de 24’50 x 20 cms. y las páginas están sin numerar.

[3] «Dolor».

[4] «Olvido».

[5] «Noche de calentura».

[6] «Noche cocida».

[7] «Espejo».

[8] «(Un solo árbol, consuelo / de la gran pasión del campo)”, «Castilla en siesta».

[9] «Noche cocida».

[10] «Media zurcida».

[11] «Viaje en avión».

[12] «2º. Suicidio».

[13] «Viaje de Platero y yo».

[14] «Castilla en siesta».

[15] «Amor».

[16] «Carmen Romero».

[17] «Crimen».

[18] «Dejadme morir!». Estos versos recuerdan al poema «Alba rápida» de Cuerpo perseguido de Emilio Prados.

[19] «Duerme que viene el halcón».

[20]  «4º cuadro. Bronca».

[21] «El reloj de mi abuelo».

[22] «Viaje en avión».

[23] «Dolor».

[24] «Noche de calentura».

[25] «Caminante».

[26] “Viaje en avión”

[27] «Viaje en tren».

[28] «Fiesta».

[29] «Noche de calentura».

[30] «Viaje de Platero y yo».

[31] «Una tarde me saqué yo de paseo».

[32] «Vente».

[33] «Caminante».

[34] «Para mi consolación».

[35] «Poeta torero».

[36] «Novia».

[37] «Viaje en tren».

[38] «Castilla en siesta».

[39] «Prólogo a Las siete palabras del Señor. Oración al Señor crucificado».

[40] «¡Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen!».

[41] «Tengo sed».

[42] «Prólogo a Las siete palabras del Señor. Oración al Señor crucificado».

[43] La estampa pertenece a la portada de un número del periódico ABC (Madrid) de 1939.

[44] Frutos, en aquel momento, sufría una crisis idéntica y le corresponde con la dedicatoria de un librito de contenido religioso, titulado Retablo de la pasión de nuestro Señor: «A Jesús Delgado Valhondo aguda sensibilidad poética y poeta amigo».

[45] Estas estampas son del Cristo de Limpias (Santander), Ecce homo de Alonso Cano, Cristo de Murillo y Cristo de Velázquez respectivamente.

[46] «Prólogo a Las siete palabras del Señor. Oración al Señor crucificado».

[47] «Tengo sed».

[48] «Consummatum est».

[49] «Prólogo a Las siete palabras del Señor. Oración al Señor crucificado».

[50] «Hijo he ahí a tu madre».

[51] «Consummatum est».

[52] “Prólogo a Las siete palabras del Señor. Oración al Señor crucificado».

[53] idem.

[54] “En verdad te digo que hoy estarás conmigo en el Paraíso (Aún más arrepentimiento)”.

[55] «Tengo sed».

[56] «Prólogo a Las siete palabras del Señor. Oración al Señor crucificado».

[57] «Hijo he ahí a tu madre».

[58] «Mujer he ahí a tu hijo».

[59] idem.

[60] «¡Padre, perdónalos! porque no saben lo que hacen (Arrepentimiento)».

[61] Versos del segundo poema mencionado.

[62] «Padre mío, ¿por qué me has abandonado?».

[63] «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu».

[64] Aunque no los ilustró con dibujos como hizo con los poemas de Canciúnculas.

[65] «Para ti las margaritas».

[66] «El loco”.

[67] «La penita».

[68] «Cante jondo».

[69] «Angustia».

[70] «Florecer».

[71] «Oración».

[72] «¿Ser?».

[73] «El silencio levanta un altar».

[74] «El sepulturero».

[75] «Calleja oscura».

[76] «Amanecer».

[77] «Canción».

[78] «Pozo».

[79] «Entre la pena y el consuelo».

[80] «Meditación».

[81] «Canción a la eternidad».

[82] «Oración».

[83] «Calleja oscura».

[84] «El loco».

[85] «Entre la pena y el consuelo».

[86] «Para ti las margaritas».

[87] «¿Ser?».

[88] «El consuelo».

[89] JDV en varios números del semanario Mérida editó «Llamas de candil», que eran frases cortas e ingeniosas como las greguerías: «La libélula es el alfiler de corbata liberado», «El caracol tiene el ruido del mar al revés».

[90] Confesada por el mismo JDV, que conoció sus versos en la Antología de la poesía española e hispanoamericana (1882-1932) de Federico de Onís, Madrid, Centro de Estudios Históricos, 1934.

[91] «Calleja oscura». JDV recitaba de memoria con un profundo sentimiento un poema titulado “Nocturno” de José Asunción Silva y, en especial, sus repeticiones anafóricas que recuerdan a éstas.

[92] Ver en tomo I de Poesía completa de Jesús Delgado Valhondo, Mérida, ERE, 2003.

[93] «¡Ay quién fuese corazón!».

[94] «Salida de luna».

[95] «Oración».

[96] «Arco de Santa Ana».

[97] «¡Ay, quién fuese corazón!».

[98] «Para ti las margaritas».

[99] «¿Dónde pondré el corazón?».

[100] «Camposanto».

[101] «Meditación».

[102] «Día nuevo».

[103] «Dolor».

[104] «Semana Santa».

[105] «La manzana».

[106] «Día nuevo».

[107] «Fecundidad».

[108] «Árbol nuevo».

[109] idem.

[110] «A la orilla del mar».

[111] «Apuntes (X)».

[112] «A la orilla del mar».

[113] «Apuntes (I)».

[114] «Día nuevo».

[115] «Apuntes (VIII)».

[116] «La manzana».

[117] «Semana Santa”.

[118] «Día nuevo».

[119] «Mañana vieja».

[120] «Dolor».

[121] «El membrillo».

[122] «Mañana vieja».

[123] «Amanecer en la catedral”.

[124] En la página anterior a la introducción de Hojas húmedas y verdes pone «Del mismo autor AÑO CERO», es decir, JDV lo anuncia seis años antes de su publicación.

[125] Muchos de estos poemas presentan modificaciones con respeto a su primera redacción como “Noche de calentura”; cambian el título como “Dolor” (por “Septiembre”); aparecen reelaborados como “Cante jondo”, “Camposanto” y “La manzana”; sólo conservan el título como «Enero» y «Diciembre» o lo amplían como “La estación” que pasa a “Estación de ferrocarril”. Estas variantes indican el esforzado trabajo de lima que realiza el poeta para su libro-presentación.

[126] La serie de los meses del año («Enero» … «Diciembre»), la formada por tres poemas extensos («Peregrino», «Noche» y «¡Señor, Señor!») y la integrada por cinco poemas dedicados a frutas («La manzana», «La naranja», «Uvas», «El membrillo» y «Ciruelas claudias”).

[127] «Noche».

[128] «Uvas».

[129] «Julio».

[130] «¡Señor, Señor!».

[131] «Noche».

[132] «Tierra».

[133] Prólogo de El año cero.

[134] «Febrero».

[135] En Literatura en Extremadura, Badajoz, Universitas, 1983.

[136] «Marzo».

[137] «Otoño mío».

[138] «Mayo».

[139] «Peregrino».

[140] «¡Señor, Señor!».

[141] «Sueño».

[142] «La venta». Aquí el cero es una metáfora que representa la nimiedad de la condición humana.

[143] «Dolor florido».

[144] «Canciones».

[145] «Julio».

[146] “Aire”.

[147] «Canciones».

[148] JDV entró en contacto con Tito Hombre a través de José Luis Hidalgo, poeta cántabro, que fue amigo de José Hierro. JDV conoció a Hidalgo por medio de Manuel Molina y Pedro Caba (cuando estuvo destinado en Valencia).

[149] Carta de José Hierro a JDV, Santander, febrero 1952.

[150] Introducción de Poesía, Mérida, Diputación y ERE, 1988.

[151] En Poesía fue editada la redacción original (pp. 85-113) y la “mutilada” (pp. 405-426).

[152] Aunque con el título reducido: «El lenguaje de las flores en la Navidad».

[153] Resulta extraño que JDV suprimiera este poema fundamental y no lo volviera a editar, pues contiene la razón que le empuja a la búsqueda desesperada de Dios.

[154] «Madrugada».

[155] «Silencio de monte». Dedicado a José Hierro.

[156] «Velándome sueños».

[157] «Somos la roca que no crece».

[158] «Atardecer». Dedicado a Ramón González-Alegre Bálgoma.

[159] «Oh muerto mío».

[160] «Tiempo».

[161] «Oh muerto mío».

[162] «Oración del enfermo».

[163] «Madrugada”.

[164] Es la forma poemática más empleada.

[165] «Madrugada».

[166] «Oración del enfermo».

[167] «Angustia».

[168] «Muerte». Este poemilla ilustró la esquela mortuoria de JDV, editada en el periódico Hoy por la Asociación de Escritores Extremeños.

[169] Dedicadas a su hermano Juan (1ª), a Magdalena Leroux (en la p. 6 aparece un dibujo suyo representando a la muerte en una noche nevada y lúgubre) y a Enrique Pérez Comendador (marido de la anterior) (2ª), a Pedro Caba (3ª; la portada de esta parte lleva, además de la dedicatoria, una cita de Pemán: «El ‘existencialismo’, por lo menos el literario, no significa otra cosa sino esa ansia de retorno hacia lo puramente vital») y a Antonio Rodríguez-Moñino (4ª).

[170] «Angustia».

[171] «Después de la tormenta». Dedicado a Eugenio Frutos.

[172] «Somos la roca que no crece».

[173] «Mi sombra».

[174] «Ha nevado».

[175] «Momento». Dedicado a Víctor F. Corugedo.

[176] «Tiempo».

[177] «Angustia».

[178] «Velándome sueños».

[179] «Encinas y olivos».

[180] «Muerte».

[181] No en vano el título del primer poema es «Después de la tormenta».

[182] «Ha nevado».

[183] «Madrugada». El tercer y cuarto verso serán el título de su tercera antología.

[184] «Oración del enfermo».

[185] «Pasa un entierro por la puerta de la escuela». Dedicado a Santos Díaz Santillana.

[186] «La iglesia».

[187] Enrique Segura Otaño, «Jesús Delgado Valhondo», prólogo de La muerte del momento, Gévora (Badajoz), nº 32, 30-6-55.

[188] «Yo estaba allí sentado».

[189] «El lenguaje de las flores en la Navidad».

[190] «Primer día de clase del niño huérfano».

[191] «Vendimia».

[192] «Momento de vida».

[193] «Morir habemos». Dedicado a Leopoldo de Luis.

[194] «Velándole el sueño al hombre dormido en el camino».

[195] «Un día cualquiera».

[196] «Yo estaba allí sentado».

[197] «Canciones de caminantes».

[198] «Momento de vida».

[199] «Morir habemos».

[200] «Yo estaba allí sentado».

[201] En su segunda parte (la primera es un romance en octosílabos).

[202] «Como una piedra al mar».

[203] «Vendimia».

[204] «Canciones del caminante».

[205] «El corazón en la vida».

[206] «Un día cualquiera».

[207] «Habla, estamos solos».

[208] «Pasa un entierro por la puerta de la escuela».

[209] «Noche en el alma».

[210] «Un día cualquiera».

[211] «Santander». Dedicado a Alejandro Gago.

[212] «En el pueblo de Potes».

[213] «Picos de Europa». Dedicado a Fernando Lázaro Carreter.

[214] “Desde el mirador del cable (Vértigo)”.

[215] «Picos de Europa».

[216] «Desfiladero de la Hermida».

[217] «Caminos de la montaña».

[218] «Desfiladero de la Hermida”.

[219] «Niebla».

[220] «Playa del sardinero». El aroma de la manzana en el aire recuerda el del poema «La manzana» de Hojas … y El año cero.

[221] «Sepulcro del Inquisidor Corro».

[222] «Puerto de Santander».

[223]  «Santillana del mar».

[224] «Recordando la colegiata de Santillana del mar»; subtitulado «Luz del sueño». Dedicado a José Jurado Morales.

[225] «Cuevas de Altamira (Trece mil años en la sangre)».

[226] «Torrelavega».

[227] «En el pueblo de Potes».

[228] idem.

[229] Carta a JDV, San José de Costa Rica, 17-5-57.

[230] «Niebla».

[231] «Picos de Europa».

[232] «Santillana del mar». Dedicado a A. Fernández Pacheco.

[233] «Shiri-miri”.

[234] «Torrelavega».

[235] «Playa del sardinero».

[236] «San Vicente de la barquera».

[237] «Puerto de Santander». Dedicado a A. F. Carrasco.

[238] «En el pueblo de Potes».

[239] «Subiendo la montaña». Dedicado a Leopoldo Rodríguez Alcalde.

[240] «Cuevas de Altamira (Trece mil años en la sangre)».

[241] «Ciudad de siempre».

[242] «Ciudades-palabras».

[243] «Doblar una esquina».

[244] «Ciudad de siempre».

[245] «Ciudades-palabras».

[246] JDV, «Tertulias», Hoy (Badajoz), 19-1-61.

[247] “Ciudad de piedra”.

[248] ibidem.

[249] «La prisa (Fiebre de ciudad)».

[250] «Cáceres».

[251] «Meditación ante un amigo muerto (Fondo de ciudad)».

[252] «Cáceres».

[253] «Motivos de sobra para que Picasso me pinte un cuadro».

[254] «El fondo».

[255] «Motivos de sobra para que Picasso me pinte un cuadro».

[256] «Cima».

[257] «Motivos de sobra para que Picasso me pinte un cuadro».

[258] «Ciudades-palabras».

[259] «Doblar una esquina».

[260] «Ciudades-palabras».

[261] «La ciudad de los hombres».

[262] «Doblar una esquina».

[263] «Motivos de sobra para que Picasso me pinte un cuadro».

[264] «Paisaje del sur».

[265] «Cima».

[266] De Antonio Salguero Carvajal. Cáceres, UEX, 1999.

[267] «Alameda». Dedicado a Moríñigo del Barco.

[268] «Noche y alba».

[269] «La gran ciudad dormida». Dedicado a Juan José Poblador.

[270] «La calle». Dedicado a Federico Carlos Sainz de Robles.

[271] «La caricia».

[272] «Callejón sin salida».

[273] «Nombre».

[274] «La gran ciudad dormida».

[275] «Dorada mediocridad».

[276] Este poema adelanta el último poema de Huir (1994) y de su obra poética, donde el poeta repite insistentemente la seguridad de que alguien lo está esperando.

[277] «Tierra y amor para el olvido».

[278] «Calle de los vivos muertos».

[279] Carta a JDV, Madrid, 11-11-63.

[280] Carta a JDV, Salamanca, 11-11-63.

[281] «Sé que estás esperándome».

[282] «La calle».

[283] «Acaso».

[284] «Calle de los vivos muertos».

[285] «El poeta se muere en el momento».

[286] «Solo».

[287] «La siete de la tarde».

[288] «Sombras».

[289] «Tierra y amor para el olvido».

[290] «La calle».

[291] «Asombros».

[292] idem.

[293] «Cualquier día sucederá».

[294] «Algo olvidado y oscuro».

[295] «Asombros».

[296] «Tiempo perdido».

[297] «Términos medios».

[298] «El loco”.

[299] «Selva virgen».

[300] «Buscando mi infancia en la ciudad donde nací». Dedicado a José María Pemán.

[301] «Tiempo perdido».

[302] “Términos medios”.

[303] ibidem.

[304] ibidem.

[305] «Porque somos de tiempo». Dedicado a Manolo y a Paqui (Manuel Martínez-Mediero y su esposa).

[306] «La catedral». Dedicado a Juan Ruiz Peña, director de la Colección Álamo, donde JDV publicó ¿Dónde ponemos los asombros?

[307] «La novela», dedicado a José Ledesma Criado (codirector del grupo Álamo de Salamanca con Juan Ruiz Peña).

[308] «Final del camino».

[309] Los textos citados en esta estrofa y en el párrafo anterior pertenecen al poema «El loco».

[310] Título del último poema del libro.

[311] «Cualquier día sucederá».

[312] «Buscando mi infancia en la ciudad donde nací».

[313] «Tiempo perdido».

[314] «La cuerda del reloj”.

[315] «Asombros».

[316] «La cuerda en el reloj».

[317] «Tiempo perdido».

[318] «La cuerda en el reloj».

[319] «Buscando mi infancia en la ciudad donde nací».

[320] «Algo olvidado y oscuro».

[321] «Calle de la nada».

[322] «Selva virgen».

[323] Es la segunda estrofa de «Árboles hombres», poema de «Romances de Coral Gables» de Juan Ramón Jiménez, que anuncia indirectamente Un árbol solo, siguiente libro de poemas de JDV.

[324] «La vara de avellano».

[325] ibidem.

[326] «El pinar».

[327] “Viaje”.

[328] «Y pobre y triste».

[329] «Tribulación».

[330] «Abre en el aire un hueco».

[331] Aquí se encuentra el germen de Inefable domingo de noviembre e Inefable noviembre.

[332] «Tarde de domingo».

[333] «Retrato de muchacha en una casa de huéspedes».

[334] «Guadiana». Este poema lleva una cita de Juan Ramón: «Viene una música lánguida, / no sé de dónde en el aire».

[335] «Espíritu de árboles».

[336] “El mundo-gente”

[337] ibidem.

[338] «Tirar de la manta”.

[339] «Mujer de vida fácil». Tiene un subtítulo: «(Fábula con moraleja)».

[340] «Letanía de la culpa».

[341] «La vara de avellano”.

[342] «El mundo-gente». Dedicado a José María Rodríguez Méndez.

[343] «Espíritu de árboles».

[344] «De esta calle nunca jamás saldré».

[345] «Abre en el aire un hueco».

[346] «Espíritu de árboles».

[347] «Álamos».

[348] «Tribulación».

[349] «Álamos”.

[350] Son los últimos versos del poema «Soledad» de Diario de un poeta recién casado.

[351] Verso de “Cántico espiritual”.

[352] Versos del poema “Soliloquio del farero”, que pertenecen a Invocaciones de Luis Cernuda.

[353] Versos del poema “XXXV” de “Del camino”, apartado de Soledades (1899-1907).

[354] “En los escombros suena / una sinfonía familiar” es una cita anónima, que encabeza los siguientes versículos.

[355] Versos del poema “Al vino” del libro El otro, el mismo de Jorge Luis Borges.

[356] Omar Khaiame fue un matemático y astrónomo persa (1050-1122), que escribió uno de los poemas más afamados de la poesía universal, “Rubaiyyat”, que trata sobre la armonía que debe existir entre la naturaleza y el ser humano.

[357] En los poemas titulados «En la plaza», «A la salida del pueblo», «El poeta canta por todos», el comienzo de «Vagabundo continuo», «Ascensión del vivir» y «Mirada final».

[358] Antonio Zoido, «Un árbol solo de Jesús Delgado Valhondo», Hoy (Badajoz), 23-12-79.

[359] María López Ollero, «Religiosidad en Un árbol solo de Jesús Delgado Valhondo», comunicación presentada en el II Congreso de Escritores Extremeños, Badajoz, 1982.

[360] José María Pagador, entrevista a JDV, Hoy (Badajoz), 28-12-79.

[361] Cuando el poemario aparezca citado así, el comentario se refiere a las dos ediciones.

[362] [“Plaza pública de la tarde”]. Este título va entre paréntesis porque es el primer verso del versículo, al que JDV no puso título, quizá por olvido.

[363] JDV, «Otoño», Hoy (Badajoz), 5-12-59.

[364] ibidem.

[365] JDV, «Domingo», Hoy (Badajoz), 29-3-70.

[366] Las diferencias pueden ser consultadas en Poesía completa de Jesús Delgado Valhondo (Mérida, ERE, 2003).

[367] Estos versos tienen una elaboración parecida en «Ciudades-palabras» de Aurora. Amor. Domingo: «Y el hombre -fracaso eterno- / […] / que va leyendo y leyendo / cada día, cuando pasa / con su pan y su trabajo, / su cáncer creciendo entrañas / de este lado para el otro:».

[368] Inefable noviembre se cierra con una reflexión («Todo es / sólo un día / apenas un rato»), que reafirma la idea central de su contenido: la preocupación por el tiempo y la muerte

[369] Gregorio Torres Nebrera ha llamado la atención sobre la existencia de un verso medido en el poema: el título, que es un endecasílabo, «Leyendo Inefable domingo de noviembre«, en monográfico «Jesús Delgado Valhondo», Hoy (Badajoz), 28-11-93.

[370] Antonio Zoido, «Inefable domingo de noviembre … (La esencia despojada del poema)», Hoy (Badajoz), 27-2-83.

[371] Con los que firmó sus primeros libros. Ahora omite también el segundo apellido por sonoro en un momento en que, más que nunca, desea aparecer como un hombre cualquiera.

[372] Sonetos “Te conocí cuando olvidé nombrarte” y «Órgano de otoño” respectivamente.

[373] «Me enamoró la muerte de manera».

[374] «Cima de libertad».

[375] «Noche con mujer dormida en el paisaje. Y no llegar».

[376] «Árbol solo», vv. 5-8.

[377] Carta de Ricardo Senabre a JDV, Cáceres, 25-5-87.

[378] JDV, «Ruinas», Hoy (Badajoz), 5-4-62.

[379] JDV, «Atardecer en el teatro romano de Mérida», en «Monografías de teatro», comunicación de la XXXIX Edición del Festival de Teatro Clásico de Mérida, Badajoz, Universitas, 1991-1993.

[380] Aunque seguramente sí lo tuviera en el original y bien pudiera ser, por su contenido, el mismo que el del libro: «Los anónimos del coro».

[381] Poema sin título, vv. 16-27.

[382] Este verso es una trascripción de las palabras que dijo Luis Álvarez Lencero a JDV antes de morir y le sorprendieron sobremanera, porque parecía que sabía adónde iba a ir.

[383] JDV ya se había preocupado por las prostitutas en el poema «Mujer de vida fácil», subtitulado «(Fábula con moraleja)», de La vara de avellano.

[384] Aparecerá en los poemas “Sé que estás esperándome” (vv. 1 y 33) y “Tierra y amor para el olvido” (vv. 38-40) de El secreto de los árboles, “La cuerda del reloj” (vv. 5-8) de ¿Dónde ponemos los asombros?, “El viaje” (vv. 1-7) de La vara de avellano, “Desnuda soledad” (vv. 43-49) de Un árbol solo, “El vuelo busca cuerpo” (vv. 27-30) de Inefable … y “¿Adónde?” (vv. 7-13) de Los anónimos de coro.

[385] La misma editorial reeditó Huir en el año 2002.

[386] Sólo el poema “Siete” aparece dedicado a una persona, Jaime Naranjo, amigo del poeta. Fernando Delgado, hijo de Valhondo, cuenta la relación que existió entre ambos en su artículo «Jaime Naranjo», Extremadura (Cáceres), 17-3-94.

[387] «Uno».

[388] «Tres».

[389] «Trece».

[390] «Cuatro».

[391] «Sin darme cuenta huyo / de no sé qué, de algo», «QUINCE».

[392] «Siete».

[393] «Seis».

[394] «Cinco».

[395] «Dos».

[396] «Nueve».

[397] «Diez».

[398] «Once».

[399]  op. cit.

[400] «Quince».

[401] «Catorce».

[402] «Ocho».

[403] «Y dieciséis”.

[404] «Trece».

[405] Este texto aparece en la solapa de Huir y procede de «El sitio», artículo de JDV, Hoy (Badajoz), 12-8-61.

 

 

Fotografía cabecera:Vista de La Zarza

Capítulo III: Poesía

 

Obra poética

Representación gráfica

Distribución y contenido

    1.- Poesía de la intranquilidad permanente

    2.- Poesía de la búsqueda y la desorientación

        2.1.- Etapa de conexión y planteamiento

        2.2.- Etapa de esperanza

        2.3.- Etapa de conmoción

        2.4.- Etapa de angustia

        2.5.- Etapa de desencanto

    3.- Poesía de la decepción

    4.- Poesía del místico escepticismo

Desarrollo

    Influencias

    Estilo

    Métrica

    Estructura

    Recursos literarios

    Evolución

 

    La poesía de Jesús Delgado Valhondo se encuentra recogida en:

    Dieciocho libros de poemas: Canciúnculas (elaborado de 1930 a 1935), Las siete palabras del Señor (compuesto en 1935), Pulsaciones (escrito entre 1935 y 1940)[1], Hojas húmedas y verdes (Alicante, Col. Leila, nº 6, 1944), El año cero (San Sebastián, Col. Cuadernos de Poesía Norte, nº 13, 1950), La esquina y el viento (Santander, Col. Tito Hombre, nº 11, 1952), La muerte del momento (Gévora, Badajoz, nº 32, 1955), La montaña (Santander, Col. La cigarra, nº 2, 1957), Aurora. Amor. Domingo (en Primera antología, Badajoz, Diputación Provincial, 1961, pp. 115-154), El secreto de los árboles (Palencia, Col. Rocamador, nº 31, 1963), ¿Dónde ponemos los asombros? (Salamanca, Col. Álamo, nº 9, 1969), La vara de avellano (Sevilla, Col. Ángaro, nº 40, 1974), Un árbol solo (Badajoz, Diputación Provincial, I. C. Pedro de Valencia, 1979 –1ª ed.–, 1982 –2ª ed.–), Inefable domingo de noviembre (Cáceres, I. C. El Brocense, 1982), Inefable noviembre (Algeciras, Col. Bahía, nº 16, 1982), Ruiseñor perdido en el lenguaje (Sevilla, Cuadernos Poéticos Kylix, nº 2, 1987), Los anónimos del coro (en Poesía, Badajoz, Diputación Provincial y ERE, 1988, pp. 315-346) y Huir (Badajoz, Del oeste ediciones, Col. Los libros del oeste, nº 1, 1994 –1ª ed.–, 2002 –2ª ed.–)[2].

    Cuatro antologías: Primera antología (Badajoz, Diputación, 1961), Canas de Dios en el almendro (Sevilla, Ángaro, 1971), Entre la hierba pisada queda noche por pisar (Badajoz, Universitas, 1979 –1ª ed.–, 1993, –2ª ed.–) y Segunda antología (2ª parte de Entre la yerba pisada queda noche por pisar).

    Poesía (Badajoz, Diputación y ERE, 1988), una recopilación de sus libros de poemas desde Hojas húmedas y verdes a Los anónimos del coro.

    Poesía completa (Mérida, ERE, 2003), publicación que reunió por primera vez toda su obra poética (tomos I y II) y doscientos poemas no incluidos en ella (tomo III).

    Un extenso poema titulado “Cantando a Extremadura. Cielo y tierra”[3] (Hoy, Badajoz, 28-6-56).

    Poemas publicados en revistas líricas y periódicos con apartados literarios: ABC (Madrid), Ágora (Madrid), Álamo (Salamanca), Alba (Vigo), Alcántara (Cáceres), Alminar (Badajoz), Alor (Badajoz), Alor novísimo (Badajoz), Anaconda (Cáceres), Ángelus (Zafra), Arcilla y pájaro (Cáceres), Arrecife (Cádiz), Arriba (Madrid), Azor (Barcelona), Boletín del militante (Badajoz), Capela (Almendral), Cauce (Huelva), Corcel (Alicante), Cristal (Cáceres), Dabo (Palma de Mallorca), Diario extremeño (Madrid), El correo literario (Madrid),  El pozo de la comunidad (Mérida), Espadaña (León), Espiga (Buenos Aires), Euterpe (Buenos Aires), Extremadura (Cáceres), Garcilaso (Madrid), Gaudeamus (Zaragoza), Gemma (Vizcaya), Gévora (Badajoz), Hojas sergas (Almendralejo), Hoy (Badajoz), Humano (Valencia), Índice (Madrid), Intimidad poética (Alicante), Intus (Salamanca), Jara (Badajoz), La isla de los ratones (Santander), Las provincias (Madrid), Lecturas Roger (Barcelona), Litoral (Málaga), Malvarrosa (Valencia), Manxa (Ciudad Real), Mérida (Mérida), Nueva España (Madrid), Nuevo Alor (Badajoz), Olalla (Mérida), Poesía española (Madrid), Poesía hispánica (Madrid), Portus albus (Algeciras), Revista de estudios extremeños (Badajoz), Rocamador (Palencia) y Verbo (Alicante).

    Y, en general, su poesía también se encuentra en el resto de su obra literaria, porque Jesús Delgado Valhondo siempre impregnaba sus escritos con un personal, sutil y hondo lirismo: libros de relatos (Yo soy el otoño[4], Cuentos y narraciones[5], Ayer y ahora[6], Cuentos[7] y El otro día[8]), obras de teatro[9], novela (Isaac), artículos periodísticos, pregones de Feria y Semana Santa, críticas de libros, crónicas, ensayos, cartas, letras de himnos y canciones, prólogos y semblanzas[10].

 

    OBRA POÉTICA

    La obra poética de Jesús Delgado Valhondo, que está formada por los poemas recogidos en sus libros, es en la historia de la poesía española uno de los pocos corpus líricos preconcebidos de una forma unitaria, coherente y evolucionada. La mayor parte de las obras poéticas, que suelen definirse como tales, no fueron escritas de acuerdo con un plan originario sino respondiendo a circunstancias puntuales o movimientos de épocas concretas, cuyas características particulares marcan una frontera entre los libros que las componen y eliminan toda posibilidad de unidad, coherencia y evolución, características fundamentales que, en primer lugar, debe reunir una obra poética.

    Ciertamente la obra poética de Jesús Delgado Valhondo gira en torno al tema único de la soledad humana, se encuentra construida de acuerdo con una estructura donde los poemarios se distribuyen en cuatro partes perfectamente conexionadas tanto desde el punto de vista del significado como de la forma, responde a una evolución espiritual que parte de la esperanza, pasa a la angustia y desemboca en el escepticismo y se encuentra adaptada a cada momento literario. De ahí que en ella se pueda seguir el rastro evolutivo de la lírica española de la segunda mitad del siglo XX, desde la poesía existencial de los años 30 y 40 a la poesía del final del milenio.

    Además, la obra poética de Jesús Delgado Valhondo cumple otras dos características fundamentales para que pueda ser definida como tal, su extensión y su trascendencia, pues la componen dieciocho libros de poemas elaborados a lo largo de sesenta años y contiene una honda reflexión que afecta al ser humano universal.

 

    REPRESENTACIÓN GRÁFICA

    Fue tal el cuidado con que Jesús Delgado Valhondo construyó su obra poética que la llegó a configurar con forma de montaña[11], conjugando su concepción cristiana de la existencia (la vida es una cuesta empinada que el ser humano debe ascender con esfuerzo para conseguir como premio el contacto con Dios) con la vertebración de sus libros en un punto ascendente (la primera parte de su obra poética desde Canciúnculas a La muerte del momento), una cima en el vértice (La montaña) y un acusado descenso (la segunda mitad de su obra poética, que va desde Aurora. Amor. Domingo a Los anónimos del coro) hasta concluir en el libro que la cierra a conciencia (Huir).

GRAFICO OBRA JDVVPP

 

    DISTRIBUCIÓN Y CONTENIDO

    La obra poética de Jesús Delgado Valhondo se estructura en cuatro partes, que coinciden con los momentos claves de su vida espiritual y marcan los pasos de la evolución que sigue lineal y coherentemente desde el comienzo hasta el final.

    1ª) Poesía de la intranquilidad permanente

    En los libros que integran la primera parte de la obra poética de Jesús Delgado Valhondo (Canciúnculas, Las siete palabras del Señor y Pulsaciones) ya se manifiestan con nitidez las inquietudes religiosas, filosóficas y existenciales de un poeta prematuramente maduro, que irán invadiendo progresivamente su poesía hasta constituir la columna vertebral de su obra lírica.

    Aunque esta parte contiene los resultados de los experimentos iniciales realizados por el joven Valhondo, el origen de su poesía se localiza mucho antes de escribir un solo poema, cuando comienza a fraguar sus sentimientos líricos en la época de su enfermedad infantil:

 

«Cuando apenas siete años sostenía

sólo dolor y podredumbre ahogaba

mi despertar doliente a la alegría»[12].

    Es en este momento de su existencia cuando empieza a conformar una especial sensibilidad con su tendencia a la observación y su natural capacidad meditativa. Tales virtudes le permiten captar el sentido trascendente de lo que vive y lo induce a indagar en los detalles, escuchar silencios, descubrir asombros y desentrañar misterios que serán, posteriormente, las emociones que lo inciten a escribir versos.

     Varias vivencias serán claves para la formación de la base lírica sobre la que Valhondo sostiene sus primeros libros y se asienta, más tarde, su poesía madura: sus primeros años en Mérida, las emociones sentidas en el entorno singular de Cáceres, la amistad con Pedro Caba y Eugenio Frutos, sus abundantes y ávidas lecturas, las relaciones sociales establecidas con sus amigos, el contacto con grupos poéticos, el encuentro con la soledad en su primer destino de maestro y la convivencia con seres comunes, que irá convirtiendo en protagonistas de su obra poética.

    Todas estas experiencias tuvieron en común unas fuertes preocupaciones espirituales, surgidas de su empeño en conocer la esencia del ser humano y del mundo, y dieron lugar a que Jesús Delgado Valhondo sintiera la necesidad de recoger coherentemente estas vivencias trascendentes en el caudal del verso y se vieran materializadas en la elaboración de sus tres primeros libros.

    Su temprana conciencia de ser limitado que vive en un mundo inexplicable provoca que inicie su lírica con una inusual madurez, en la que ha desterrado casi toda concesión a la sensualidad y al amor juvenil y su poesía, desde el primer momento, trate temas impregnados de una pena latente, que se irá convirtiendo en una endémica melancólica. Y así sucederá hasta el final de su obra poética, porque Jesús Delgado Valhondo no se dio nunca descanso espiritual. Por tanto, en los tres libros que conforman sus comienzos líricos se encuentra el punto de partida de su evolución y, como consecuencia, la base y el soporte de su obra poética.

    Como es normal en un primer libro, los temas tratados en Canciúnculas son múltiples y están expuestos anárquicamente (desencuentros amorosos, deseos insatisfechos de infinito, vivencias eufóricas finalmente frustradas), aunque en conjunto responden a las intranquilidades de un poeta que, aún joven, siente una fuerte angustia existencial: «Una congoja / absurdamente querida, / se ha enroscado en mi garganta»[13]. La continuación temática de Canciúnculas sucede en su tercer libro, Pulsaciones, donde Valhondo se centra, después de suprimir los asuntos triviales de su primer poemario, en los temas más significativos: asombro ante lo nuevo, efectos de la luz y de los contrastes, acentuación de su inseguridad, preocupación por los seres desvalidos[14] e intranquilidad frente al misterio:

 

«El callejón está oscuro

y tiene miedo mi alma,

de no sé yo qué secreto

de rejas de tus ventanas»[15].

    El tema religioso es el único asunto sobre el que gira Las siete palabras del Señor. El joven Valhondo se muestra consciente de su dependencia divina y manifiesta su atracción por Jesucristo como modelo donde aprender la aceptación de su destino y conseguir la inmortalidad. También expone la necesidad de mantener una relación con Dios sin intermediarios, cuando necesita calmar las intranquilidades producidas por sus frecuentes dudas: “Con tus brazos abiertos, / con los brazos de mi alma abiertos, / con el corazón abierto / a la lejanía, / a lo infinito, / me asocio a ti”[16].

    A pesar de su bisoñez, la importancia de estos tres poemarios en el conjunto de la obra poética de Jesús Delgado Valhondo es incuestionable. Canciúnculas es la espontaneidad natural, el reconocimiento de la importancia de la tradición, la amable despreocupación de la juventud, la confluencia de influjos que se resuelven muchas veces con originalidad, la mezcla de tonos variados y la exposición de los sentimientos más transparentes. Las siete palabras del Señor es la constatación de la existencia de una temprana preocupación religiosa en un poeta eminentemente reflexivo y, como consecuencia, consciente de formar parte de la obra de Dios y de estar subordinado a su creador. Pulsaciones es un libro más creativo, donde Valhondo presenta mayor dominio de su pulso lírico, se interesa por depurar sus versos noveles y evoluciona de acuerdo con un plan previo. Por tanto, se puede decir que es un libro donde Jesús Delgado Valhondo concluye su etapa de tanteos y está listo para iniciar la configuración de su poesía personal.

    Más tarde, estos tres libros adquieren una importancia indiscutible en el contexto de la obra poética de Jesús Delgado Valhondo cuando los encuaderna, indica su conciencia de autoría firmándolos y advierte de esta manera que ya tiene una idea de conjunto. Además, estos poemarios iniciales, a pesar de sus vacilaciones, influencias, lugares comunes y reiteraciones, presentan formas y contenidos característicos, que llevan el marchamo de un poeta personal desde sus mismos comienzos. También poseen una carga humana, espiritual y lírica incontenible, que indica la conciencia de su tarea lírica y un tremendo deseo de comunicación y superación.

 

    2ª) Poesía de la búsqueda y la desorientación

    En esta parte de su poesía, Jesús Delgado Valhondo inicia esperanzado la búsqueda de Dios pero paulatinamente ese anhelo se convertirá en desorientación cuando la divinidad no responda a sus llamadas. Se trata de una fase extensa que abarca nueve libros y se estructura en cinco etapas, donde expone las fases emocionales por las que pasa el estado de su espíritu.

    2.1.-Etapa de conexión y planteamiento

    Hojas húmedas y verdes y El año cero son dos libros antológicos, que constituyen la base de la poesía conocida de Jesús Delgado Valhondo[17], donde se halla recogida una selección de poemas de su etapa iniciática. Por tanto, ambos libros tienen una importancia capital pues, por un lado, sirven de conexión con su primera poesía y, por otro, de planteamiento de su obra lírica porque incluyen poemas nuevos, donde comienza a perfilar los grandes temas sobre los que girará su obra poética: la soledad humana y la búsqueda de Dios.

    En la selección de los poemas de estos libros, influyeron varias circunstancias: el hecho de que Hojas húmedas y verdes fuera una selección antológica preparada para darse a conocer a través de una modesta colección de poesía. El interés de que El año cero fuera el libro con el que deseaba tantear la opinión de críticos cualificados. Su deseo de exponer líricamente los motivos humanos y espirituales que lo arrastraban a escribir poesía y a su pretensión de difundirla no como mero acto estético sino como medio de comunión con sus semejantes, a los que veía con sus mismas preocupaciones y anhelos. Y la crisis anímica con que inicia la década de los años 40 por la experiencia negativa de la guerra civil, la sanción impuesta, el aislamiento y la soledad padecida en su destierro.

    En Hojas húmedas y verdes, Valhondo se desprende de influencias, elimina asuntos que no le interesan y trata de llegar a Dios a través de su obra, el paisaje. Pero, desde sus mismos comienzos, su búsqueda está abocada al fracaso porque el ser humano no tiene capacidad intelectual para entender su relación con Dios ni su manifestación en el mundo y el poeta, por tanto, no logra desentrañar tal misterio formulando preguntas racionales. El resultado será el silencio de Dios y la angustia del que interroga.

    Desde entonces Jesús Delgado Valhondo entenderá que la soledad es el destino dramático del ser humano, pues no se refiere a una soledad física sino a la que sentirá su conciencia espiritual en momentos claves de su vida y, sobre todo, en el instante supremo de su muerte:

 

“Me está doliendo la primavera,

el verde del ciprés

y el reloj de pulsera.

Me está doliendo el tiempo

en las primeras canas de la cabeza”[18].

 

    El año cero, temáticamente, es una continuación de Hojas húmedas y verdes en cuanto que el paisaje continúa siendo el tema central, aunque poco a poco es sustituido paulatinamente por el tema de Dios, que ahora aparece con nitidez igual que el tema del tiempo y la muerte. Por tanto, se puede decir que es en este libro cuando comienza realmente la obra poética de Jesús Delgado Valhondo, después de cuatro libros de tanteos, con el inicio de la búsqueda directa de Dios, la aparición de la angustia y el encuentro con el hombre, único asunto que faltaba en el núcleo significativo de su poesía, donde ya se encontraban el tiempo, la muerte, la soledad, el paisaje y Dios.

    Por otra parte, la visión de la divinidad en El año cero ha cambiado. El poeta ya no tiene una concepción positiva de Dios, porque lo siente muy lejos para poder alcanzarlo, le exige más de lo que como ser humano puede lograr, se muestra con la arrogancia del que se sabe superior y no se digna responder a una criatura imperfecta y frágil que lo necesita desesperada y urgentemente.

    También en El año cero, Valhondo vuelve sobre el tema de la soledad, pero con un cambio de enfoque. Ahora la soledad, que lo arrastraba incluso a pensar en el suicidio como liberación de su angustia, se convierte en un medio primordial para rearmarse anímicamente, equilibrar su espíritu y reiniciar la búsqueda de Dios con garantía desde la intimidad de su refugio interior donde se siente seguro, una vez que se ha alejado del paisaje porque le recordaba su fragilidad y coartaba sus anhelos:

 

“Cabezas de viejas muertas

parecen las nubes blancas.

Un ángel se despereza

y tiende al aire sus alas.

Van las hormigas de entierro.

Al verde le salen lágrimas”[19].

    2.2.-Etapa de esperanza

La esquina y el viento y La muerte del momento son los primeros libros de Jesús Delgado Valhondo que se pueden definir concretamente, porque en ambos supera las vacilaciones de su poesía inicial y los tanteos temáticos posteriores. En ellos aparece claramente la angustia por el fracaso de la búsqueda de Dios y, como consecuencia, se hace obsesiva la preocupación por el paso del tiempo y la presencia de la muerte: “Más que la sombra y la llama, / más que viento bajo y frío, / pesas, silencio de monte, / en el alma donde vivo. // Silencio de cal y canto, / losa que tapa el abismo / donde apretado de sangre / mi corazón ha caído”[20]. No obstante, el poeta guarda en su espíritu la esperanza de que Dios lo atienda a pesar de su silencio, pues vive una época gozosa con la edición de estos libros y la opinión positiva que tiene la crítica de su poesía, a la que califica de humana, sincera y original con sólo dos libros publicados.

Sin embargo, su profesión de maestro lo mantiene demasiado cerca de la pobreza física y cultural de la gente común y, como practicante, de su dolor e imperfecciones. De ahí que, hasta ese momento ensimismado en sus intranquilidades espirituales, se sienta muy afectado por este doble contacto con sus semejantes cuando ahora descubre la existencia de los demás y, sobre todo, la de sus hijos, los seres más cercanos y frágiles:

 

“Después tuve mujer

hijos que me dijeran

¡padre!, a voces, a gritos

para que yo lo oyera.

Mucho he pensado, mucho,

en estas vidas nuevas,

en esta sangre mía

creciendo en mi presencia,

de tanto mirar tengo

que llorarlos con pena”[21].

   Un tremendo sentimiento de culpabilidad invadirá al poeta, que siente el peso de haber sido dios al darles la vida y, sin embargo, igual que la divinidad actúa con el hombre, arrojarlos a un mundo sin sentido y abocarlos a la destrucción del tiempo y de la muerte. Ante esto, su angustia aumenta considerablemente porque no encuentra razón alguna a este problema ni posibilidad de hallarle remedio.

    Estas experiencias existenciales provocan que, a mediados de la década de los años 50, Jesús Delgado Valhondo ya tenga perfilada su concepción desencantada de la vida y del ser humano, en la que ahondará buscando convencerse de lo contrario. Sin embargo, cuanto más profundiza en los entresijos de la condición humana, más angustiosa se hace su visión por sufrir la intrascendencia en que sobreviven sus semejantes sin interés alguno por fortalecer su espíritu ni por hacer más gratas sus vidas mortales.

    Como consecuencia, se ve invadido por un aumento de la melancolía cuando comprueba en sí mismo las imperfecciones de los demás y no encuentra apoyos físicos ni espirituales en el aislamiento del pueblo, cuyas insufribles vivencias expone en La muerte del momento.

    2.3.-Etapa de conmoción

    Es un tramo de la obra lírica de Valhondo constituido por un solo libro La montaña, fruto de la experiencia vivida en el curso de verano de la universidad de Santander (1956), que influyó fuertemente en su ánimo de tres maneras. Humanamente, midió su capacidad de relación y amplió sus contactos entablando una amistad enriquecedora con personas de gran prestigio en la cultura del momento. Intelectualmente, se enriqueció oyendo opiniones, exponiendo sus ideas estéticas y difundiendo su poesía que, como pudo comprobar, llegaba con facilidad a críticos de la calidad de sus contertulios. Y espiritualmente, el lugar geográfico (la Montaña) lo impresionó por sus proporciones extraordinarias, produjo un fortísimo impacto en su alma de poeta y provocó una conmoción en su concepción religiosa, que posteriormente contó en su libro La montaña, visión espiritual de aquellas tierras altas donde se encontró más cerca de Dios, creyó llegar al final de su búsqueda y, sin embargo, sufrió un tremendo desengaño.

    De ahí que el tema central de La montaña sea la comprobación traumática del poder ilimitado de Dios, la certeza de que una insuperable distancia separa al ser humano de la divinidad y el descubrimiento estremecedor y definitivo de la finitud, imperfección y caducidad del hombre, cuyo destino inmutable es la soledad.

    Pero el impacto mayor que le produjo a Jesús Delgado Valhondo aquella experiencia fue comprobar su fuerte dependencia de Dios, no sólo porque entendió que no tenía intención de escucharlo sino también por la fuerza que en cualquier momento podía usar a capricho contra él después de obligarlo a pasar por el sufrimiento de su imperfección y la angustia de su soledad:

 

“Crisantemos difuntos. Poco

a poco se desnudan árboles.

Muere una golondrina. Noto

abrir sus alas en mi pecho.

Suspiro. Son las seis. Escombros

en los recuerdos. Hace frío.

Penas de Dios me quedan solo”[22].

    El desconcierto del poeta está más que justificado, pues hasta ahora había pensado que la religión era el único medio válido para llegar a la divinidad y ella misma lo había convencido de lo contrario. Ante esto ya no le queda esperanza alguna, porque comprueba que el ser humano se encuentra solo en un mundo enigmático y, por tanto, la existencia, la naturaleza humana y la inmortalidad seguirán siendo un enigma irresoluble para un pobre ser desamparado como él. La conmoción que sufre el poeta explica que este libro marque una frontera en su cosmovisión religiosa pues, una vez que comprueba la imposibilidad de llegar a Dios, su poesía se divide en dos partes con un antes esperanzado y un después angustioso.

    El espíritu del poeta ha quedado mortalmente herido. El resto de su vida será una larga agonía desde que baja de la Montaña hasta que resume su recorrido espiritual y expone su visión desencantada del ser humano, de la existencia y del mundo en Huir, que es la síntesis de la desgarradora decepción vital sufrida, de la que no logrará recuperarse.

    2.4.-Etapa de angustia

    Es el momento más amplio de esta parte de la poesía de Jesús Delgado Valhondo, pues se desarrolla en Aurora. Amor. Domingo, El secreto de los árboles y ¿Dónde ponemos los asombros? Esta etapa estuvo marcada por la decepción espiritual sufrida en su experiencia montañesa, la dificultad que encontró para publicar su siguiente libro de poemas, Aurora. Amor. Domingo, el cansancio de su larga estancia en pueblos y su deseo largamente aplazado de trasladarse a la ciudad que, ahora, se le hace más urgente por la necesidad de salir de su aislamiento y por la falta de reconocimiento social del maestro y del practicante.

    Aurora. Amor. Domingo es el resultado de una presión física (por el cansancio de vivir en contacto con el dolor y la triste mediocridad de seres elementales), existencial (por el deseo de apartarse de la imperfección humana) y espiritual (por la tremenda soledad en que se encuentra como ser humano respecto a la divinidad). Su génesis se localiza en el deseo de Jesús Delgado Valhondo de situarse en el bullicio vitalista de la ciudad, un lugar más dinámico donde olvidar sus preocupaciones.

    Con esta predisposición se traslada a su ciudad natal, pero enseguida su idealismo urbano se disipa cuando en ella se encuentra al hombre arrastrando la misma imperfección, soledad y desorientación que el que acababa de dejar atrás. Además, aunque a veces logra intuir a Dios, se le pierde en cuanto la ciudad recobra su actividad frenética y es absorbido por el materialismo irreflexivo y la idea de la muerte:

 

“Alguien anda la noche oscura,

noche crecida en la distancia;

escucho acobardado donde

vivo los misterios del alma.

Y miro dentro de mis ojos

a unas estrellas que se apagan:

caigo profundamente

dentro del mundo de la nada”[23].

 

    El secreto de los árboles gira en torno a la necesidad de volver al hombre del que quiso apartarse para hacerlo también de su dolor e imperfección. Pero este anhelo del poeta también fracasa, porque hay semejantes que, por intereses particulares, no están dispuestos a contribuir a sus deseos solidarios. El hombre de la ciudad tiene vacío su espíritu por estar cómodamente instalado en el individualismo y se conforma con sobrevivir en medio del misterio que lo envuelve, inmerso en la dorada mediocridad que le marca una tendencia ideológica determinada sin preguntarse nada.

   La ciudad ahora es un monstruo que se traga a sus habitantes y la calle es un cementerio viviente y un lugar agresivo donde unos cuantos, incluso escudándose en posturas religiosas, anteponen sus intereses a los de la mayoría, aumentan su dolor y destruyen las propuestas solidarias para mejorar esta triste situación en medio del silencio desesperante de Dios: “Compañero de penas y de lágrimas / dándole vueltas a la vida, broma / pesada que explicarse quiere como / sea: por qué la gente se suicida, / por qué el hombre enloquece o se acobarda / y por qué las prostitutas saltaban / a la comba de madrugada en parques / cantando soledades del barquero”[24].

    ¿Dónde ponemos los asombros? es la comprobación de que el ser humano nunca descubrirá el misterio de su naturaleza ni del mundo sin la ayuda de Dios, pues le falta capacidad intelectual para desentrañarlo solo. Esta realidad provoca en el poeta una enorme desorientación porque acaba de recurrir a sus recuerdos y ha comprobado estremecedoramente que se han perdido en la nebulosa del tiempo. Por tanto, se ha convertido contra su voluntad en un ser vacío e intrascendente, en un mediocre extraviado en el ambiente anodino de la ciudad a la que no hacía mucho se había trasladado con enorme ilusión buscando nuevos horizontes.

    Pero sus últimos resquicios de dignidad lo hacen reaccionar ante tal situación y arremete, por un lado, contra la pasividad de sus semejantes tratando de concienciarlos para que se rebelen contra su lamentable situación, o denuncia el ataque que padecen por parte de unos pocos insolidarios. Y, por otro, critica a los representantes de esa religiosidad de apariencias y de boato que en nada ayudan al espíritu, adoptando un tono deformante que raya en el esperpento:

 

“Miles de ratas, en la sacristía

del más allá, royendo se deshacen

en busca de un infierno de ironía

en trapos sucios de cloaca y hambre”[25].

 

    2.5.-Etapa de desencanto

    Este último momento de la segunda parte de la obra poética de Jesús Delgado Valhondo está constituida sólo por La vara de avellano, donde se observa que la mediocridad en que vive el poeta lo lleva a una mayor dependencia del pasado, de los recuerdos, de sus semejantes y de Dios, mientras es acosado por la premura del tiempo y la cercanía de la muerte. Un dramático desencanto invadirá su espíritu que, ahora, no guarda resquicio alguno de esperanza sino de una indiferente apatía ante la conciencia de su soledad, pues en La vara de avellano el poeta se ha convertido espiritualmente en un ser vacío, sin Dios y, en la vida cotidiana, está a punto de transformarse en un siervo de un ambiente social mediocre y sin horizontes.

    Tal pesadumbre se hace más patente por dos vivencias que contribuyen a que su ánimo desemboque en el desencanto. Una, la muerte de su hermano Juan, que le resulta muy dolorosa porque no se trataba sólo de la muerte de un ser próximo, sino de la desaparición de su soporte y del único eslabón familiar que lo unía con su pasado. Y otra, la concepción negativa que tiene de la gente de la ciudad, porque carece de bagaje anímico, y se encuentra más atenta a sus intereses particulares que a la atención de su espíritu y de los demás.

    Por tanto, ya no le queda sostén alguno para soportar su angustia ni evitar la caída en el más triste de los desencantos: Dios sigue sin responderle, su hermano-padre ha muerto y los semejantes que lo rodean no tienen voluntad alguna para entender la realidad ni indagar en su condición imperfecta ni colaborar en una acción solidaria que conmoviera a la divinidad, para que se la explicara. Sin embargo, se ve obligado a continuar representando su papel en la comedia del mundo para un Dios enigmático, que no se digna explicarle para qué sirve y qué pretende; a convivir con seres anodinos e intrascendentes, que lo arrastran a participar con ellos en sus hipocresías sin atreverse a denunciarlas, y a ser espectador impasible de los sucesos diarios del mundo (guerra, violencia, injusticia, odio por doquier), que atentan contra la dignidad del ser humano y agrandan sus imperfecciones aliados con el tiempo y la muerte.

    Así, La vara de avellano es el término del proceso de degradación emocional, que comienza en La montaña, lo arrastra después a la angustia y, por último, lo lleva a la desolación. Este es el motivo de que La vara de avellano sea la crónica espiritual de un ser desencantado que no pudo conseguir aquello que tan anhelantemente había buscado para quedar, después de tanta lucha, espiritualmente agotado y solo en medio de una naturaleza desvirtuada y un pobre ambiente social:

 

“Profundo. Más hundido

todavía. No sepas

quién eres. Ser el suelo

que pisan. Hombre-nombre.

Te llaman y respondes

por tu nombre. Vas y vienes.

Cumples. No sabes más.

La culpa es sólo mía”[26].

    3ª) Poesía de la decepción

    Esta fase de la obra poética de Jesús Delgado Valhondo es el tramo donde el desencanto ha dado paso a la decepción, porque comprueba que la soledad trae aparejada tristeza, melancolía y angustia, y que tal situación emocional no tiene solución posible en la tierra ni en el cielo. El ser humano se encuentra a merced de una fuerza misteriosa e incontenible que lo arrastra a la nada porque, sin Dios, no puede existir la salvación ni la inmortalidad.

    Como consecuencia Un árbol solo, Inefable domingo de noviembre, Inefable noviembre, Ruiseñor perdido en el lenguaje y Los anónimos del coro resultan un alegato del desencanto en el que ha desembocado el poeta, contienen duros reproches contra el inmovilismo del entorno e, incluso, plantean reivindicaciones sobre la condición humana.

    Esta etapa, que se inicia con Un árbol solo (libro considerado por Jesús Delgado Valhondo el fundamental de su obra lírica), se verá fuertemente influida por varias experiencias dolorosas: la muerte de su entrañable amigo y maestro Eugenio Frutos (1979), que lo hizo cerciorarse más nítidamente de la trágica realidad del tiempo y de la muerte; el desencanto emocional sufrido en su etapa política, que le mostró el vacío espiritual de la clase dirigente, cuyos intereses particulares estaban muy lejos de las necesidades de la gente común, y la llegada de su jubilación que le supuso un duro golpe anímico, pues entendió que lo apartaban de su trabajo por carecer de facultades intelectuales debido a la edad, cuando él se sentía lúcido y animoso.

    Así en Un árbol solo, libro de la soledad, el poeta realiza un repaso de su vida espiritual queriendo disculpar su triste concepción de un ser superior que deja a sus criaturas desamparadas en la indefensión y la soledad más absoluta, de un mundo extremadamente enigmático para ser entendido por la pobre mente humana y de un ser humano incapaz de ordenarlo para su propio beneficio y demasiado imperfecto para desempeñar el papel que, sin pedirlo, le ha tocado representar en la comedia universal de Dios:

 

“Siglos hace que voy buscando solo,

nadas de mi soledad,

infinita pobreza, deshojadas distancias,

fosa del ser que está ya dentro.

A solas peno, a solas voy

con bagaje de cuentos y poemas

intentando encontrarme,”[27].

 

    Inefable …, libro de la melancolía, supone una justificación del desengaño sufrido por Valhondo después de advertir que el destino del ser humano es deambular solo en un mundo desangelado, donde no existe lugar para la esperanza sino la resignación y la entrega incondicional a la muerte que, sin posibilidad de salvación, supone la anulación eterna: “rincones ambiguos del salón, / piano cuyas notas / suenan en el aljibe / de luna verde disuelta en el espejo. / Arca esperando guardar / la soledad del verso / con olor de gastadas palabras. / Hojas de nieblas caen / en otoño perdido”[28].

    Ruiseñor perdido en el lenguaje, libro de la búsqueda nostálgica del tiempo perdido, en su primera parte es un repaso de su vida donde los buenos recuerdos se han perdido en la desmemoria y sólo tiene conciencia de hechos nefastos, que le dejaron una amarga sensación de fracaso. En su segunda parte, es el último intento de superar la muerte (esta vez a través del amor) que termina en otro rotundo revés. En conjunto, el libro es también una excusa, porque en ambas partes el poeta intenta explicar que no existe fuerza humana que la contenga: “Paso páginas del libro de mi historia / lleno de estampas y veranos. / Entro en mi celosía. / Salgo. Me libero. / En la calle me quedo retazos / de hechos, biografías. / Universos soñados. / Una levísima sonrisa, / un gesto, el tacto, / una alameda en el paisaje de la calle / que da al campo. / Muy triste. Muy lejano”[29].

    Y Los anónimos del coro, libro de la reivindicación de la dignidad del ser humano, es una justificación del triste papel que se ve obligado a representar sin ningún objetivo trascendente. Los anónimos del coro, protagonistas del libro, no logran realizarse dignamente como seres humanos sino sólo sobrevivir en un mundo que, una vez desaparecidos, enseguida olvida su existencia, a pesar de que cada uno ha contribuido a construir la historia, representando trágica y dolorosamente el complicado cometido que Dios les asignó sin explicarles el fin y sin dotarlos de medios para desempeñarlo, abandonándolos a su suerte en un mundo problemático:

 

“Cuando pudo apenas levantarse

se encontró entre sus manos.

Dolida. Engañada. Tenebrosa.

Intentaba detenerse

y caía de bruces.

El silencio,

como si fuese un hombre,

la golpeaba sin piedad.

Y volvía al fin,

aturdida y maldita,

donde antes”[30].

    En conjunto, estos libros son una valerosa denuncia contra la injusticia universal de Dios que, aliado con las circunstancias, el tiempo, la muerte y algunos seres humanos, que no quieren contribuir a la creación de un mundo más habitable por intereses particulares, mantiene a los seres comunes en una angustia permanente, que ni siquiera puede calmarle la esperanza de salvación porque no existe.

    4ª) Poesía del místico escepticismo

    En esta parte que sólo consta de un libro (Huir), Jesús Delgado Valhondo muestra un profundo desconcierto ante el misterio universal y su indefensión frente a la muerte que no obstante, en esta recta final, deja de tener connotaciones trágicas pues se convence de que es un paso necesario para huir hacia sus orígenes, aunque no sabe adónde va ni quién lo va a recibir ni qué es lo que realmente hay detrás de esa frontera enigmática que cierra el libro de su existencia.

   En Huir Valhondo, desde su desencanto irreversible, realiza un repaso de su vida a modo de testamento lírico-espiritual, donde hace una relación de las razones que lo llevan a desear la vuelta al lugar del que partió. Para tomar una adecuada perspectiva, se aleja de la realidad, centra su mente en un ser superior indefinido, que no identifica con Dios en ningún momento, y se deja arrastrar por una poderosa llamada interior que lo reclama desde su origen. No obstante, su estado espiritual es puramente escéptico, porque ha dedicado toda su existencia a buscar una quimera cuyo resultado resulta extremadamente corto y desalentador: soledad y fracaso vital.

    Este pobre balance es la consecuencia del agotamiento humano, espiritual y lírico soportado por Valhondo en la lucha mantenida por su fe y su razón durante toda su existencia y la amplitud de su obra poética, que lo había llevado a indagar insistentemente en sus últimos libros sobre el ser humano, el mundo y su relación con Dios sin que consiguiera avanzar un ápice en su comprensión. Además, su estado físico que se deterioraba por momentos y su experiencia como practicante le indicaban que su existencia tocaba a su fin:

 

“Huyo para escapar de lo que debo

a la vida que no fue ni acaso importa

que merezca la pena. Me moría”[31].

    Así, Jesús Delgado Valhondo concibe Huir como una despedida de su existencia y de su obra poética, dando a entender que ambos conceptos estaban desde el comienzo hasta ahora íntimamente relacionados en un todo armónico que nunca tuvo fisuras. De ahí que conciba Huir exclusivamente como la última declaración sobre el dolor que le produce el estremecimiento de su finitud espiritual, pues no podía haber sufrimiento mayor para él que la extinción de su conciencia y que ésta, antes de caer en la nada, siguiera soportando la incertidumbre sobre Dios y la eternidad.

    Huir es una conclusión sintética de todos sus libros anteriores y, por tanto, el poemario más largamente elaborado por Jesús Delgado Valhondo, pues lo compuso desde la visión privilegiada que ahora tiene de su vida y su poesía. Ciertamente, como dijo Álvarez Buiza, «Huir pesa 84 años», porque en este poemario están recogidos los momentos más importantes de su existencia, que ahora pasan por su mente (como si se tratara de una película) haciendo un repaso descorazonador de su vida. También recoge las razones para acometer la huida, que son numerosas y abrumadoras: la necesidad de escapar de la realidad ingrata, la inexistencia de una solución razonable a la tragedia humana, la seguridad de que nadie comprende su naufragio espiritual y la fuerte preocupación por determinados misterios que ahora lo angustian (el destino de las personas que mueren, el enigma de un mundo regido por Dios, los misterios de la condición humana, la pérdida del pasado y los recuerdos).

 

    DESARROLLO

    En la formación de la obra poética de Jesús Delgado Valhondo intervienen de una manera patente las referencias que toma como guías, el modo particular de incardinarlas en su personalidad lírica, el apoyo formal en que sostiene su mensaje, la urdimbre con que la materializa, los medios literarios empleados para expresar sus sentimientos trascendentemente y el cambio evolutivo experimentado a lo largo de su amplia exposición de preocupaciones existenciales.

 

    Influencias

Las primeras influencias, que aparecen en la obra poética de Jesús Delgado Valhondo, son numerosas y anárquicas acordes con su avidez lectora. No obstante, advierten que sus tempranos gustos se sitúan en una línea clásica caracterizada por la trascendencia, pues en sus primeros poemas se encuentran desde el Cervantes del Quijote idealista al Miguel Hernández más sensible. No obstante, estas influencias, que en conjunto representan la lírica del sentimiento, se localizan junto a recuerdos de la canción tradicional y a experimentos vanguardistas. Mostraba así Valhondo que era consciente de encontrarse dentro de una rica tradición tanto culta como popular, cuya referencia era imprescindible para un iniciado.

    Esta variedad de adscripciones garantiza que conocía a los mejores líricos y gozaba de un espíritu abierto, donde no cabía la exclusión de autores ni tendencias, pues de todos quiso aprender. Este hecho que podría interpretarse como propio de un poeta dependiente es, por el contrario, característico de un lírico cimentado en la tradición, hecho que explica su capacidad posterior para construir una obra poética consistente:

 

“Eran cuatro puñaladas

que dieron las cuatro torres

con sus veletas de plata,

clavadas en todo el cielo,

para sacar cuatro estrellas

de la oscuridad amarga”[32].

    La influencia de la tradición culta aparece en su segundo libro cuando se apoya en los planteamientos espirituales de la ascética y la mística española, a los que recurre en un momento de enorme preocupación espiritual. Así lo hará a lo largo de su obra poética cuando necesite rearmarse anímicamente o cuando su angustia lo lleve a reintentar el encuentro con Dios desde la soledad de su conciencia, antes de buscar la ayuda de sus semejantes e intentarlo solidariamente: “¡Señor!: / Aquí / mistificándome, / beatificándome, / santificándome, / es como mejor te veo en mí”[33].

    En su tercer libro, reduce bastante las influencias y las que persisten se insertan en su poesía de una forma más sutil. Estos datos indican que Valhondo fue soltando gradualmente el lastre de sus dependencias conforme se sintió más experimentado, para seguir una rápida evolución hacia una poesía más personal que apuntaba ya características de su sólida lírica futura.

    No obstante, todavía se localizan referencias a corrientes y poetas, de los que no quiere apartarse conscientemente, y el empleo de metros cortos y asonancias que ahora tiende a formar algunas estrofas y poemas como la cuarteta y el romance. También se detecta aún la sensibilidad de Juan Ramón, la pena del cante jondo, el existencialismo modernista de Rubén Darío, la creatividad del inefable Ramón (Gómez de la Serna), el presentimiento trágico de Lorca e, incluso, la poesía hispanoamericana de tono existencial: “¡¡¡CÓMO SE AGRANDA MI ALMA!!! / (¡Cómo se seca mi cuerpo!). / (Cómo se seca mi cuerpo). / ((Cómo se seca mi cuerpo))”[34]. Es decir, Jesús Delgado Valhondo se aleja de unas influencias y selecciona las que cuadran con su estado anímico y con la evolución que deseaba imprimir a su obra poética.

    Después en su primer libro editado y en su “libro grande”, se observa la desaparición de las influencias vanguardistas (excepto las del surrealismo) y la reducción de las restantes, a pesar del carácter antológico de ambos poemarios. Por este motivo, en los poemas nuevos de estos libros, aunque todavía se hallan ecos de poetas contemporáneos muy admirados por Valhondo (Machado, Juan Ramón, Lorca, Alberti, Miguel Hernández), se nota que intenta convertirlos en interpretaciones originales: “Abril juega con mis ojos / como juega con los pinos. // La tierra se está sorbiendo / poco a poco los sentidos”[35]. Sin embargo, no se desprende de la poesía popular que se manifiesta en el uso de metros cortos y rimas asonantes y en la formación de estrofas (redondillas, cuartetas, romances y décimas), que antes quedaban abortadas en la mayoría de los casos como muestra de espontaneidad y libertad lírica:

 

“Tu falda jugando en el aire.

Tus cabellos tirados al aire.

Toda tú (más que carne

hecha espíritu puro),

desperfumándote”[36].

    Estos restos de influencias advierten que Jesús Delgado Valhondo, a pesar del esfuerzo de originalidad e independencia que viene realizando, todavía no se encuentra plenamente seguro y se apoya en la tradición y en los poetas más cercanos en el tiempo para expresar sus propias sensaciones, mientras toma el pulso de su lírica y encuentra un camino propio. Sin embargo, esta etapa de tanteos justifica que, con el tiempo, su poesía no sea producto del azar y de unas aptitudes innatas sino de la cimentación intelectual, el experimento técnico, la lima y la evolución.

    Poco después sólo quedan leves recuerdos de algún poeta del que Valhondo no quiere desprenderse todavía. Así se siguen encontrando sutiles influencias del Antonio Machado más esencial en el tono melancólico y el uso de la imagen del camino, como metáfora de la senda que el poeta ha emprendido espiritualmente en busca de Dios. También se hallan recuerdos de varios poetas de la Generación del 27 (Prados, Guillén, Aleixandre), unas veces para regenerar su ánimo y otras para justificar su angustia: “No tanto espacio, no. / (Estoy cansado). / Me sobra ya dolor. // La muerte del espacio / es cuando no sea yo / y esté todo en mis brazos. // No tanto espacio, no, / me sobra con las manos / para mi corazón”[37]. Además, se localiza la huella de la lírica popular, sobre todo a través de los metros y ritmos empleados, y de Alberti, un poeta que hizo de la poesía tradicional la base de su lírica culta y que atraía a Valhondo por la mezcla de su nostalgia con el ritmo ágil, que lo alejaba y lo liberaba de preocupaciones con su frescura y espontaneidad.

    También se encuentra un ímpetu imprecatorio dirigido a la divinidad, parecido al que Blas de Otero hizo característico cuando en su poesía más existencial reprendió a la divinidad su silencio y su abandono del ser humano: “Señor, si son tus labios / los que nos van bebiendo / la vida que dejamos, / si, luego, nos enciendes / la vida con tu cántico, / si los dos somos uno / en el Amor amado. / Tú sigue, Señor mío, / día a día apretando / como si fuese un mundo / mi corazón amargo”[38].

    Por tanto, Jesús Delgado Valhondo sigue con la tendencia de olvidar influencias lejanas y centrarse en otras contemporáneas, para dilucidar soluciones más cercanas en el tiempo con las que calmar sus preocupaciones espirituales.

    En el justo medio de su obra poética, hay una desaparición casi total de las influencias precedentes pues Valhondo desvía su atención hacia el fortalecimiento espiritual que le proporciona la ascética y la mística, como paso previo y estrictamente necesario para conseguir el estado de gracia que le ilumine el camino a la divinidad antes de iniciar la subida a la cima de la montaña: “Quería coger nieblas … / Eran nubes cansadas / de volar que en la tierra / vertían sus nostalgias. // Como yo cuando vengo / de mi trabajo al alma / y me noto en la sangre / suelo de una mañana”[39]. Es un momento emocional donde existe una referencia indirecta a la idea de la Montaña de la tradición bíblica y al ejemplo de Cristo y San Pedro de Alcántara de la tradición cristiana que, durante mucho tiempo, venía madurando en su espíritu y finalmente materializó con ocasión del viaje a la capital cántabra:

 

“Quisiera ser una roca

para quedarme contigo

en estos Picos de Europa

dentro de tu rostro lívido,

ser el alma de estos montes

acurrucada en tu nido,

dejarme la vida aquí

en vez de darla al camino”[40].

     Luego, en los libros de su etapa de angustia, comienza a observarse la pervivencia de la tradición y la modernidad en la poesía de Jesús Delgado Valhondo. El romance es el poema más empleado y los temas responden a las preocupaciones existenciales y sociales, que son características en la lírica de la primera mitad del siglo XX hasta el momento en que escribe estos libros, editados en plena década de los años 60.

    El Modernismo está presente en los momentos de mayor angustia con una referencia al Rubén Darío existencial y en el empleo, inusual hasta ahora en Valhondo, del alejandrino y del serventesio. La Generación del 98 se localiza en los deseos de regeneración espiritual, que expresa cuando intenta remover las conciencias de los demás para que recuperen la dignidad que han perdido. También se detectan paradojas semejantes a las que plantea Unamuno, cuando el poeta se enfrenta a las contradicciones de la trágica lucha entre su fe y su razón, y se localiza la melancolía machadiana cuando el poeta cae en el desencanto.

    Además, se halla la ironía deformadora de los esperpentos de Valle-Inclán, cuando el poeta arremete contra los valores religiosos de la época que, ahora, le resultan superficialmente encaminados a la apariencia y no al fortalecimiento espiritual para desentrañar los grandes enigmas trascendentes que preocupan al ser humano.

    La generación del 27 está presente en la convivencia de la tradición y la renovación, el uso predominante del romance, la angustia trágica de tinte lorquiano, el optimismo de Guillén en algún instante fugaz y un recuerdo de Miguel Hernández, cuando utiliza un tono esencialmente trágico.

    La poesía existencial de posguerra se localiza principalmente en el desencanto y la desorientación causada por el abandono de Dios y su silencio, que se acentúa con las consecuencias nefastas de la contienda civil y la triste situación de posguerra:

 

“Sobre la alfombra de la tierra el hombre

que viene y va de su misterio a cosas,

buscando el pan y deseando un nombre

que ponerle a la hormiga y a las rosas”[41].

     El realismo social está presente en los deseos de Valhondo de compartir con los demás sus íntimas preocupaciones, que son comunes a seres humanos prisioneros de unas estructuras construidas para usarlos en beneficios de unos cuantos, y de concienciarlos sobre la situación en que viven para que salgan de su apatía y de su resignación y proclamen el respeto que se merecen como seres humanos independientes, iguales y libres: “Borracheras que desperezo en penas / y desespero en alma trago a trago. / Sombra que vas delante; luego, cuerpo / de atardecer que pasas a mi lado / en una vida que a nadie ha de importarle / un bledo y a mí me importa tanto”[42]. De ahí que el tono impetuoso e indignado de Blas de Otero se haga familiar en determinados momentos, sobre todo cuando Valhondo se encuentra abatido por la derrota y la indignidad y se resiste a ser un mediocre [43].

    La poesía a partir de los 60 se localiza en la forma narrativo-descriptiva de metros extensos y poemas libres que en la poesía de Valhondo comienza a ser frecuente, a la vez que va desprendiéndose del metro corto y de la rima asonante tradicional. También la expresión va a tender hacia el prosaísmo reflexivo y las elucubraciones mentales (aparentemente desordenadas por seguir el dictado anárquico de la mente) de la poesía novísima.

    A pesar de esta amplia y variada gama de influencias, la poesía de Jesús Delgado Valhondo no resulta perjudicada, sino que obtiene un beneficio porque hace gala de una sabia capacidad para extraer los asuntos fundamentales, reelaborarlos y exponerlos de una forma original y, al mismo tiempo, de actualizar y reafirmar su personalidad lírica.

    Además estas preocupaciones, que siempre han estado vigentes en el pensamiento universal y que sin embargo en literatura fueron efímeras, las recupera para revitalizarlas como asuntos trascendentes que el ser humano no debe olvidar por mucho que evolucione el arte y la poesía, pues el misterio de su imperfección continúa siendo un enigma insondable: “Porque somos un tiempo a montones de siglos / con el dolor ganado a tropezón con Dios, / encerrado en la piel, como en la jaula el canto, / esperamos que un día nos deshaga la luz”[44].

    Más tarde, cuando Jesús Delgado Valhondo cae en el desencanto, aparece una influencia de la melancolía de Antonio Machado, al que el poeta recurre conscientemente pues, ahora más que nunca, encuentra un paralelismo entre su cansado y triste caminar y el del poeta sevillano por el paisaje de Castilla. Aunque Machado halla un soporte espiritual de su melancolía en la naturaleza y en cambio Valhondo, roto el vínculo con su entorno físico, se ve obligado a sostener el peso de la suya.

    También se encuentra una dependencia del surrealismo en los momentos de mayor desorientación, cuando el poeta describe el caos anímico que capta en el paisaje y la desesperanza del ser humano que lo habita, a través de imágenes subconscientes que llegan a ser alucinantes y estremecedoras como la de aquella mujer, que representa al ser humano universal corriendo inútilmente de la muerte:

 

“Una muchacha se desnuda y corre

pinar adentro, sombra adentro.

Entra y sale como agua que se juega

la alegría.

Se confunde con todo lo perdido.

Huye, muchacha, que pronto no volverás a nacer”[45].

    Es normal, por tanto, que el recuerdo de la poesía existencial se halle en la influencia negativa del peso de la vida en seres mediocres, que se ven obligados a aceptar indignidades para seguir sobreviviendo, y en seres desvalidos que son más vulnerables que los comunes.

    Los libros de la tercera parte de la obra poética de Jesús Delgado Valhondo, por ser la revisión de los libros anteriores, recogen muchas de las influencias ya conocidas de las tendencias y poetas más significativos del panorama lírico español del siglo XX. No obstante, en estos libros se nota muy influido por la realidad de su entorno y de los seres que lo habitan, cuya imperfección lo estremece unas veces porque comprende que está impresa en la misma esencia humana y, otras, porque descubre que el ser humano se encuentra espiritualmente vacío y, por tanto, no tiene capacidad para superar sus propias limitaciones ni para construir un mundo más solidario. De ahí las continuas referencias en estos libros a la historia, donde únicamente logra ver la destrucción y la muerte provocada por trágicos enfrentamientos, reflejos de la pobreza intelectual y espiritual del ser humano: “Una pena se queda como dudando / y ponen música alegre / y todo se queda temblando / de miedo, / de historia, / de sangre que han derramado, / incorpóreo, invisible, / desnudos sacrificados”[46].

    Luego, las abundantes lecturas que realiza para encontrar explicación a lo que no comprende, lo llevan a afianzar su idea central de la soledad humana en poetas admirados o busca una explicación de la vida y el mundo en razonamientos filosóficos y literarios desde la antigüedad hasta su momento histórico.

    No obstante, estas influencias no son meras copias de sus modelos, pues la adaptación que gradualmente realiza de la forma narrativo-descriptiva en estos libros presenta diferencias originales con respecto a sus referentes. Así el extenso poema que es Un árbol solo aparece fragmentado en tiradas de versos, que van encabezadas por una cita de uno de sus autores preferidos, o el largo poema “Jesús Delgado” de Ruiseñor perdido en el lenguaje tiene marcado el final de cada versículo con el estribillo “Juego. Me canso”. Estos son recursos que permiten al lector seguir y asimilar las reflexiones con más facilidad, pues le indica el final de cada parte de la meditación lírica y le concede un descanso reflexivo. A la vez, emplea el soneto en la segunda parte del último libro citado como anuncio de que no olvida la tradición, a pesar de haber adoptado una forma moderna.

    Estos detalles indican que Jesús Delgado Valhondo no fue un simple imitador sino un transformador creativo, que aglutina corrientes y crea una poesía personalísima, tradicional y moderna a la vez con la garantía de continuar la estela de los grandes poetas y la madurez de un vate forjado líricamente en el sentir del pueblo que, además, se encuentra capacitado no sólo para la adaptación sino (y esto es lo primordial) para elaborar una poesía madura, honda y personal.

    En su libro terminal, debido a su carácter de fuga sin retorno, Jesús Delgado Valhondo trasciende la realidad, se eleva por encima de las circunstancias cotidianas en un plano intermedio entre el ser humano y la divinidad (como los místicos) y se sitúa en un mundo propio como el creado por Juan Ramón Jiménez, para apartarse de una realidad que le resulta poco grata y trascendente. Sin embargo, a pesar de parecerse en algún momento a algún poeta concreto, también se detecta una personalidad muy acusada, que lo distingue de sus modelos. Así es personal con respecto a los místicos en que parte de una experiencia cotidiana y su enfoque religioso no es un fin sino un medio para entender la realidad enigmática en la que vive como un ser común.

    Respecto a otros poetas como el Nobel citado, Valhondo se distingue claramente en el tono natural y verdaderamente sentido que consigue a través de su irreductible sinceridad y el lenguaje estrictamente común que emplea incluso para transmitir sus preocupaciones más inefables, aunque sus versos nunca son tan esencialmente líricos como para verse desprovistos de toda referencia a la realidad, de la que nunca se aparta:

 

“Sin darme cuenta elijo

beata que rezaba,

cuando se descalzaba

era madre sin hijo”[47].

    Sin embargo, resulta lógico que el tema existencial tan largamente tratado por Jesús Delgado Valhondo, se apoye en modelos con el fin de continuar el camino iniciado y completar globalmente una extensa obra poética de un modo coherente.

 

    Estilo

    En sus comienzos, Jesús Delgado Valhondo presenta un estilo caracterizado por la dependencia de corrientes y autores, que tiñe su voz de ritmos típicos del cancionero, el romancero y la canción popular, donde sobresale el acento de la copla andaluza y del cante jondo en la forma ágil, directa y natural, el sentimiento trágico y el tono desgarrador.

 Mezclado con esta referencia popular, se localiza también el sentido trascendente de la lírica culta, que congeniaba con sus deseos de encontrar una guía anímica en los poetas de mayor espiritualidad (conocidos a través de su variada experiencia lectora) y ahora encajaba a la perfección con su estado anímico:

 

“Ese clavo ha dado en piedra

y no entra más

a pesar

del martilleo constante de mis miradas.

¡Cómo se retuerce el clavo en la pared y en mi alma!”[48].

    No obstante, también se hallan en su estilo inicial características propias, que se hacen singulares conforme su obra poética va tomando consistencia: ímpetu emocional, naturalidad, transparencia, sencillez y rechazo de todo obstáculo formal que pudiera hacer su expresión artificial, enrevesada, prisionera o falsa. Además, al lado de la inexperiencia de un poeta novel (rima pobre, ripios, falta de estructuración en algunos momentos, dificultad para construir estrofas y poemas), conviven detalles que indican la existencia de una gran capacidad creadora en imágenes audaces y originales, ritmos naturales, poemillas especialmente frescos e ideas enjundiosas. Y, también, se localiza una preocupación temprana por el trabajo de lima, que indica la conciencia de su labor lírica a la que, por esos deseos de superación, imprime un sello personal de autoría desde el primer momento.

    Su segundo libro será un ejemplo del estilo más directo, claro y espontáneo, pues Valhondo se desnuda de todo artificio en su deseo de hacerse transparente, para que nada empañara su mensaje y llegara nítidamente a la divinidad. No se volverá a encontrar en toda su obra poética otra expresión más desnuda de artificios: “Perdón, porque soy débil / y no sé bien lo que hago, / hasta recuerdo que he dudado / de ti ………………………”[49]. Sin embargo, esta despreocupación por la forma y esa atención casi exclusiva al contenido produce, en determinados momentos, versos prosaicos, cacofonías y desajustes rítmicos, que Valhondo reajustará cuando logre liberarse de los tópicos y la inconsciencia que sobran en este libro, una vez que atempere sus preocupaciones religiosas y tome el pulso de su lírica.

    Luego el estilo se hará más transparente en el tratamiento de los temas, seguro en la materialización de la forma, contenido en la exposición de los sentimientos y evolucionado en general: “El pueblo dormía soñando, / no sé qué cosas lejanas. / Un ojo abierto y con luz / dolor de madre anunciaba, / quejas de niños enfermos, / rezos de abuela enlutada. / ¡Qué dolor tiene la luz / que mira por la ventana!”[50]. De tal forma que, ya en su primer libro editado, se pueden localizar unas características personales definidas: espontaneidad elaborada, lengua común selectiva, naturalidad, transparencia y sencillez. El equilibrio conseguido logra no empañar la expresión con las abundantes imágenes utilizadas, la melancolía e, incluso, las visiones alucinantes que descubren un espíritu en continua ebullición creativa. No obstante, este ímpetu queda compensado con una íntima esencialidad que produce un cálido, cercano y eficaz lirismo:

 

“El espejo nevado;

tu pañuelo.

El barroco hecho espuma;

tu pañuelo.

Donde tus dedos escriben / tus dedos”[51].

    El estilo sufre una alteración en El año cero cuando, en los poemas más extensos, la síntesis de los que abren el libro (cortos, impresionistas y esenciales) se convierte en desbordamiento formal y significativo cuando tratan angustiosamente el tema de Dios y la búsqueda en la que el poeta se siente fracasado nada más comenzar. El tono del lenguaje se vuelve áspero, desgarrado y dramático, indicando por unos momentos la pérdida de su pulso anímico: “Verdad la luna llena con música de sapos / robada entre los juncos de la orilla del día. / Amanecen los cuerpos bautizados de noche / por el ala del ángel ganada en el abismo”[52]. Sin embargo, pasado ese momento crítico, se detecta una consistencia lírica en tres virtudes, que serán desde este momento los pilares del estilo personal de Jesús Delgado Valhondo: economía de medios, capacidad de síntesis y poder de sugerencia.

    No obstante, a pesar de la angustia se detecta un poeta sólido, cálido y sincero que, sin embargo, ha perdido la fresca naturalidad de sus inicios por la presión anímica: “en la sangre años mirando / tan hundidos, tan inciertos, / que temblando estoy y no sé, / y yo no sé por qué tiemblo”[53]. Después se localiza un aumento patente de la angustia y en correspondencia el estilo se hace más intimista y su expresión se torna más auténtica y hondamente sentida. La lengua, a pesar de la fuerte conmoción, se transparenta y adopta un tono melancólico que llega a tocar fondo cuando el poeta sólo se muestra interesado por su mensaje descorazonador, como solicitando ayuda para resolver su situación lamentable.

    Pero, finalmente, no puede controlar que su expresión tome un tono fúnebre con la acumulación de poemas referidos a la muerte y con el uso del romance-endecha y que abandone la forma regular para expresarse libremente e implicar al receptor en su desazón:

 

“Que somos tierra, lo sabíamos,

y que soñamos, lo sabemos,

y que sembramos nuestros días

en nuestros campos de recuerdos;

nieve caída de Dios Padre

del mismo Dios de nuestros juegos

en el cadáver que convoca

en su desnudo los silencios”[54].

    El momento central de la obra poética de Jesús Delgado Valhondo contiene un mayor lirismo al hallarse inmerso en el encuentro místico con la divinidad y, por tanto, en la frontera entre la realidad y el éxtasis que lo lleva expresivamente a ser menos existencial y más creativo. El poeta diversifica su entendimiento por el entorno sorprendente que lo rodea y capta una variedad de sensaciones, que convierte en originales, sinceras y, por eso mismo, compartidas. En el estilo de La montaña, por tanto, Valhondo consigue ser descarnado y austero y, a la vez, esencial y moderno en cuanto que logra exponer los sentimientos de siempre, pero adaptados a una nueva realidad y a una forma novedosa de expresión sin dejar de ser sincero y humano.

    En este momento es cuando se descubre una faceta del estilo personal de Jesús Delgado Valhondo: la emoción lo hace más intenso y no se ve obligado a recurrir al oscurecimiento para alcanzar cotas de una elevada calidad lírica, en buena medida porque lo pasa por el filtro del proceso místico: “Cómo se tiende el alma, / cómo el alma se vierte, / comienza siendo un río / de vida en la corriente / y, después, se desborda / fresca de vientos verdes”[55]. Consigue de esta forma que su mensaje tenga un valor perdurable en el tiempo y que no quede difuminado en una simple visión geográfica, producto de una emoción temporal y pasajera. A esto contribuye sobremanera la técnica fotográfica empleada con un fin didáctico. Los poemas aparecen como las fotografías de un acontecimiento en un álbum familiar expuestas con su estilo docente característico, cuyo fin es la comunicación y la comunión con el receptor, pues era consciente de que su mensaje sólo tendría sentido si conseguía establecer esa interconexión. Todos estos detalles contribuyen a que Jesús Delgado Valhondo, justo en la mitad de su obra poética, presente un talante más literario y goce también de una sorprendente modernidad.

    Después, el estilo más característico se encuentra en aquellos momentos en que el poeta muestra su dominio de la síntesis y de la sugerencia pues, a la vez que se desprende de elementos innecesarios tanto formales como de contenido y reduce la expresión a pinceladas impresionistas, deja al lector abierta la posibilidad de completar ideas para que se sienta implicado. Esta poesía esencial, por un lado, es producto del mayor ahondamiento espiritual del poeta en un momento delicado que necesita ajustar su reflexión a una situación existencial concreta y, por otro, de un esforzado trabajo de lima.

    Además, aquí aparece el recurso de la ironía a modo de mecanismo de defensa ante una realidad incomprensible, que obliga al poeta a remover principios inamovibles cuando comprueba que se encuentra desamparado, a pesar de que los razonamientos religiosos y filosóficos creían proporcionarle una explicación válida a sus problemas trascendentes. Pero la realidad le muestra que el hombre, aunque sea parte de Dios, no es más que imperfección y caducidad, la fe sólo produce angustia y la vida eterna resulta una quimera: “Subo a la cima azul de la mañana, / paso a paso mi cuerpo, buen anciano, / hasta dar con mis huesos en la desgana / y tirar la mirada sobre el llano”[56]. Esta comprobación explica que el estilo se oscurezca con una expresión surrealista y se haga patente el tono irónico en la aparición de expresiones vulgares, como tratando de desmitificar la realidad y hasta el mismo hecho poético, que tampoco lo ayuda a superar su desencanto.

    No obstante, el estilo personal de Jesús Delgado Valhondo sigue presente incluso en estos momentos más angustiosos, materializado en esa humana sinceridad con la que presenta descarnadamente sus preocupaciones existenciales y también las de sus semejantes:

 

“Pero yo los aprecio tanto como a borrachos,

tanto como a la ahogada, tanto como al absurdo.

Tienen los vivos muertos mi cordial simpatía.

Yo los aprecio mucho”[57].

    El estilo, como consecuencia, tiende al desequilibrio formal y emotivo que aumenta conforme avanza en su discurrir y se manifiesta a través del uso de metros y poemas tendentes a la irregularidad y de una expresión que deja de ser traslúcida para convertirse en irónica nostalgia, cuanto más desequilibrado se encuentra y más ahonda en la idea de la muerte contra la que definitivamente no tiene nada que oponer: “Se nos quedó el camino incierto, / en la amargura de repente. / Notamos vida tan vacía / que más que vida era una muerte”[58]. Esta desazón es la causante de que el estilo haya cambiado gradualmente desde el equilibrio melancólico al desbordamiento emocional, desde la forma regular a la libertad métrica y rítmica, desde el respeto a la ironía, desde el lirismo a la expresión vulgar, desde la transparencia al oscurecimiento, desde la dignidad a la mediocridad. No obstante, el estilo ha ganado en intensidad emotiva, en espontaneidad calculada y en fuerza creadora.

    Después la expresión se equilibra y discurre en un tono eminentemente melancólico, incluso en los momentos de mayor tensión emocional, porque el poeta está agotado y llega a la conclusión de que no sirve de nada angustiarse. Sin embargo, a pesar de esa melancolía, que lógicamente debía producir un tono lineal en todo el libro, se encuentran alteraciones emocionales en los poemas libres, donde el poeta da largas a su desencanto, y una tendencia a lo esencial cuando profundiza en su reflexión y elude los elementos innecesarios para quedarla en pura síntesis[59].

    Esta derivación hacia lo esencial se debe a que el poeta trata de encontrar las palabras justas para transmitir sus sentimientos sin elementos superfluos que los desvirtúen en un último intento de expresar con la mayor fidelidad sus preocupaciones que, expuestas hasta ahora en su estilo característico, estaban cayendo en la ineficacia de la repetición y de la insistencia vana. Por este motivo, en esta concisión expresiva se encuentra la duda del poeta sobre si ha empleado el lenguaje adecuadamente o se ha enzarzado en meras reiteraciones de palabras sin valor conceptual.

    De ahí que en poemas determinados reduzca el contenido a su mínima expresión y cree palabras nuevas para dar un sentido más exacto a sus lamentaciones: “Vierte y convierte. Siente. / Siente y simiente. Vientre. / El mundo es ancho vientre / redondo. Sanchovientre”[60]. Por tanto, el poeta acentúa la sobriedad en el tono y la parquedad en el uso de medios intentando menos rodeos y mayor precisión. Sin embargo, especialmente en los poemas de versos libres, emplea múltiples recursos (juegos de palabras, construcciones binarias, interrogaciones, anáforas o encabalgamientos) cuando desea explayarse en razonamientos que lo desahoguen emocionalmente, imprimiendo una verdadera y poderosa emoción a sus palabras desencantadas.

    Esta es la razón de que el estilo en la tercera parte de la obra poética de Jesús Delgado Valhondo tienda hacia un tono surrealista adecuado a la desorientación experimentada, pues no consigue explicar su desconcierto con un significado directamente traducible, aunque se sustente en una lengua común y directa que llena de un profundo sentimiento sus reflexiones.

    Ese carácter dual del estilo evita la monotonía, porque melancolía y angustia aparecen íntimamente relacionadas por medio de un dinamismo, que convierte en nuevos unos versos muchas veces intuidos por sus insistentes reiteraciones. Luego, ese espíritu irreductible, de luchador nato, de reivindicador de la dignidad humana, mantiene tenso un modo de decir, que siempre resulta novedoso por los aumentos de la angustia en momentos muy medidos. También, el discurrir lineal del discurso, que generalmente sigue el proceso de la estructuración común (planteamiento, nudo y desenlace) con un fin docente y orientador, adopta un carácter cíclico que es a la vez guía para el lector y metáfora de la existencia humana.

    Además, Jesús Delgado Valhondo no sólo cuida la envoltura de su poesía sino también su significado, que siempre tiene una profundidad enriquecedora de trascendencia filosófica y religiosa, donde se aúnan tradición y coetaneidad en una simbiosis extraordinaria de la angustia de antes, que ahora hace presente y extensiva al receptor:

 

“Quizás la cima esté aquí,

en cada uno de nosotros

donde no pusieron bandera,

ni mirada, ni pie,

y no nos atrevemos a encontrar

nuestra propia destrucción”[61].

    De esta manera el estilo se convierte paulatinamente en más melancólico y el poeta, como medio de protesta, adopta la ironía, que es el rasgo más característico de los libros de esta parte, porque se le hace insufrible la incoherencia que se establece entre su origen divino y su condición humana: “Trapera figura pensativa / –sótano habitado del espíritu– / melancolía recóndita. / Ropa vieja amontonada, / tacto de grises olorosos, / gozosamente consentidos, / curiosa felicidad”[62].

    Todo este enigma indescifrable es transmitido en forma de ensoñación, de irrealidad, de alucinaciones para advertir un fuerte desconcierto espiritual, que se acompaña con una ruptura del lenguaje indicativa de que tal desbarajuste anímico invade incluso el medio lingüístico empleado. La causa es que el poeta no acierta a expresar tanto misterio con el único recurso de la palabra, que se va haciendo más esencial para clarificar el lenguaje (de ahí el título de “Ruiseñor perdido en el lenguaje”) y reordenar sus ideas tendiendo a lo más elemental, que es el concepto y, desde ahí, intentar una explicación más racional de la existencia: “Cuentas y cuentos. / Me divierto. Me entristezco. / Canto. / Voy y vengo de casa al trabajo. / Vivo. Muero. / Me acerco. Me distancio. / Juego. Me canso”[63].

    Pero finalmente la expresión se hace más difícil y automática cuando el poeta se instala en una sobrerrealidad, donde le resulta imposible encontrar una referencia lógica de la realidad perdida, pues ahora se siente como los seres sin identidad que lo acompañan. De ahí que el tono misterioso sea el elemento paradójicamente unificador del libro y la característica del estilo esa incertidumbre emocional que embarga al poeta y a los seres que la habitan: “Polvos de cenizas se acumulan / en pliegues de figuras convocadas / por el tiempo olvidado entre las piedras. / Bajan hasta el renunciamiento / las sagradas estampas del relámpago”[64]. Por la misma razón, el estilo peca de reiterativo en algunos momentos, pero no por agotamiento argumental sino porque el poeta no puede o no quiere creer que las paradojas sufridas sean ciertas y necesita provocar la reacción de sus semejantes, que asisten inconscientes a la tragedia universal en la que todos participan. Sin embargo, a pesar del momento emocionalmente delicado en que se encuentra el poeta, su poesía gana en reflexión, vigor y creatividad.

    Finalmente, el estilo de toda la obra lírica de Jesús Delgado Valhondo se sintetiza en Huir, pues en este libro se puede hallar la transparencia más nítida, la sencillez más patente, la sinceridad más extrema y la humanidad más estremecedora y, al mismo tiempo (nunca por separado), la poesía esencial más sugerente y el tono surrealista más desgarrador. Es decir, mezcla el estilo de los libros de la primera mitad de su obra poética con el del resto de sus poemarios. Luego esta mixtura se encuentra envuelta en un suave tono surrealista que, paradójicamente, sólo con la sugerencia logra explicar las preocupaciones espirituales más recónditas de su conciencia. De tal manera que lo que no se entiende por medio de la transparencia, se comprende por deducción lógica[65].

    El tono resultante produce un modo de expresión, que es una síntesis de poesía esencial, transparente y surrealista tan sabiamente dosificada que no se detectan tres tipos de poesía sino uno solo y, sin embargo, tiene las características fundamentales de las tres: la concisión selectiva de la poesía esencial, el intimismo de la poesía transparente y la creatividad alucinante de la poesía surrealista:

 

“Libre yo, vagabundo,

jardín de mi memoria

que silencio envolvía.

Crepúsculo. Me hundo.

No tengo escapatoria.

Sobre el alba llovía”[66].

    Los tres estilos se encuentran tan magistralmente dosificados que ninguno prevalece sobre los otros e, incluso, equilibran la combinación de los tonos (descorazonado y lírico) que confluyen en este libro terminal. Tal dominio de la técnica poética hizo posible que Jesús Delgado Valhondo no se dejara llevar por la emoción del momento y se mantuviera en unos límites humanos y estéticos, que le permitieron no convertir el poemario en una lacrimógena retahíla de justificaciones.

 

    Métrica

   En el comienzo de su obra poética, Jesús Delgado Valhondo utiliza la métrica para afianzar sus pasos inseguros, conseguir frescura y agilidad, evitar el desbordamiento pasional y dotar a su mensaje de un leve soporte discursivo que no lo desvirtuara.

    No obstante, junto a esta forma de guiarse por la tradición, también se localizan en Valhondo unos patentes deseos de libertad formal, que se manifiestan en frecuentes alteraciones métricas y rítmicas (incluso en los momentos de mayor regularidad). Por este motivo ninguno de sus libros presenta en esta primera etapa la totalidad de sus poemas medidos y rimados e, incluso, aquéllos que aparentemente lo están siempre introducen algún rasgo de irregularidad alterando una rima o intercalando un verso cuya medida no se corresponde con la del resto. Además, Valhondo muestra un gran interés por no encorsetar la expresión en medidas que crearan un tono repetitivo, indicaran falta de recursos o desvirtuaran lo más mínimo el discurrir de sus sentimientos líricos.

    De aquí procede su preferencia inicial por los metros populares y por la experimentación vanguardista buscando nuevos efectos líricos a través de combinaciones multirrítmicas, cuya irregularidad en muchas ocasiones la usó como recurso para zafarse de la forma temiendo perder espontaneidad y, como consecuencia, identidad personal. Es cierto que esta pretensión le supuso a Valhondo desequilibrios y alguna reelaboración desafortunada, pero fueron vacilaciones lógicas en un poeta novel que, ya en su etapa de tanteo, comienza a presentar menos indecisiones, efectos líricos más patentes y un modo personal de expresión:

 

“Se escondía entre las zarzas

y entre la arena.

Se escondía y de pinchos,

y de lágrimas y de penas

me llenaba.

Se escondía y no la encontraba,

y no la encontraba”[67].

    No resulta extraño, por tanto, que elabore su segundo libro en versículos con algunos momentos cercanos a la prosa poética. Así comienza a configurarse como un poeta espontáneo, que es capaz de desprenderse de todo corsé formal para hacer creíble su arrepentimiento y dar la máxima preferencia a su necesidad de perdón, y como un poeta independiente que no duda en abandonar la línea neopopular (seguida en el libro precedente) cuando su emoción necesita expresar sus sentimientos en un registro distinto (Las siete palabras del Señor).

    Sin embargo, como advierte que en este libro su tono se había desbocado sin la contención del metro y de la rima, en Pulsaciones vuelve a una cierta regularidad formal mezclando el octosílabo con otros metros de arte menor, aunque se trata de una contención limitada porque estas combinaciones no suelen formar estrofas ni poemas regulares. Sin embargo, este leve soporte fue suficiente para que el libro tuviera una modulación lírica en la que se halla al poeta, dentro de su angustia, menos impetuoso y más sereno (Pulsaciones).

    También esta mayor regularidad en la métrica significa que Jesús Delgado Valhondo fue consciente de que su presentación en el mundo lírico debía hacerla de una forma más contenida. Por tanto, se olvida del verso libre y busca el equilibrio que proporcionan los medios métricos y rítmicos tanto de la tradición popular como culta. No obstante, como la regularidad en la forma no se producirá de un modo instantáneo sino por medio de un proceso paulatino, no siempre los versos se agrupan en estrofas y poemas regulares:

 

“Entre la mula y la vaca

la carne tierna hecha flor.

(Caperucita y el lobo,

los enanitos y yo).

Ea, ea, ea …

¡Ay, que no!

Tengo a mi hermana llorando,

bruja de mi corazón”[68].

    Estos detalles indican una búsqueda de nuevos caminos formales, cuyo objetivo es disponer de un margen de maniobra para que su expresión continuara gozando de su característica espontaneidad (Hojas húmedas y verdes, El año cero, La esquina y el viento y La muerte del momento).

    La regularidad culmina justamente en el punto medio de su obra poética, que es la cúspide de un proceso espiritual eminentemente reflexivo y, por eso mismo, necesitado de estabilidad formal. Este equilibrio, que muestra la servidumbre de la forma con respecto al contenido, se observa en que todos los versos aparecen medidos, la rima es asonante en general y la mayor parte de los poemas se agrupan en estrofas (cuartetas y redondillas) y poemas (romance y tercetos encadenados). Incluso se puede cuantificar la evolución seguida hacia esta formalidad tomando como punto de referencia el uso del romance: en La esquina y el viento, de 23 poemas 11 son romances, 47%; en La muerte del momento, de 22 poemas 14 son romances, 63% y, en La montaña, de 19 poemas también 14 son romances, 73%.

    No obstante, se mantiene la diversidad de metros y la existencia de algún poema irregular, que es una muestra más de que Jesús Delgado Valhondo continúa con su aversión a ser totalmente regular, pues se observa que conscientemente introduce vacilaciones formales con el fin de hallar un alivio al esfuerzo exigido por la regularidad y, al mismo tiempo, sentirse más libre a la hora de continuar con su tarea creativa:

 

“en la tarde. Montañas

que nacen de la pluma

del día. Sueñan cuevas,

donde tiempos acunan,

noches eternas. Suda

verdes el monte. Ríos

y adiós. Piedras desnudas …”[69]

    Conforme avanza su obra poética y su descontrol espiritual se hace patente, los metros y ritmos tradicionales van desapareciendo paulatinamente para dar paso a los versos blancos, el verso libre y el versículo. De tal forma que la métrica y la rima se convierten en un termómetro de su estado espiritual, pues se observa que el aumento de su descontrol emocional se corresponde con una elevación de la irregularidad en ambas hasta desembocar en su desaparición.

    Así la primera parte de Aurora. Amor. Domingo está formada sólo por romances, cuando Valhondo tiene el anhelo de crear una ciudad ideal, y la segunda por poemas de métrica y rima irregular, cuando su utopía fracasa. En El secreto de los árboles, muestra sus intranquilidades espirituales combinando metros y ritmos, alargando los versos y desvirtuando los poemas medidos y rimados con versos sueltos, blancos, libres y versículos. Sin embargo, este paso evolutivo, que podría ser motivo de mengua en su tensión lírica, supone un aumento de su carga emotiva, de tal manera que la crítica valoró más la intensidad de la segunda parte de este libro a pesar de su descontrol.

    Estas alteraciones formales, que son reflejo de los vaivenes anímicos de Jesús Delgado Valhondo y de su necesidad de usar una forma sin ataduras para la expresión de sus hondas preocupaciones, también advierten la adaptación, que por estas fechas está llevando a cabo, al nuevo rumbo seguido por la lírica en los años 60. No obstante, se localiza un aprecio por la tradición en determinados momentos que vuelve a la métrica y a la rima, como indicando que nunca se olvida de ella porque se trata de una referencia originaria, donde es consciente de estar inserto:

 

“La cicuta por las venas

a Sócrates lo lamía,

era una serpiente fría

entre calientes arenas.

Hoy las cosas están llenas

de saber, sólo se inmuta

la planta cuando conmuta

veneno gris por un nombre

y Sócrates es hecho hombre

soñado de la cicuta”[70].

    El momento de mayores vacilaciones métricas y rítmicas coincide con el punto más alto del descontrol espiritual de Valhondo, que se produce en La vara de avellano. La irregularidad de este libro, sin embargo, tiene el objetivo de conectar con los libros de la tercera parte de su obra poética, que fueron escritos en versículos (una forma de rechazar las ataduras métricas tradicionales y crear ritmos propios a base de reiteraciones léxicas y estructurales).

    No obstante, en algunos momentos como la segunda parte de Ruiseñor perdido en el lenguaje o en la tercera de Los anónimos del coro, el poeta vuelve a la regularidad métrica con un doble objetivo: uno, autodisciplinarse para no caer en el descontrol al que el uso reiterado del versículo lo arrastraba y, otro, advertir que no se olvida de la tradición a pesar de su apuesta por una forma métrica más adecuada a los tiempos y al momento emocional en que se encuentra. Y, en general, las irregularidades muestran que le interesa más transmitir sus sentimientos que actuar como lírico, porque las preocupaciones espirituales, ahora acentuadas, lo tenían humana y sinceramente angustiado y sus intranquilidades en estos momentos más que un tema lírico son una realidad preocupante, que trata de conjurar usando la poesía como válvula de escape.

    La adopción del versículo, sin embargo, no es un remedo exacto del de la época, pues Valhondo, que siempre hizo un esfuerzo de originalidad, desde Un árbol solo evita el largo discurso de la lírica narrativo-descriptiva parcelando el contenido único en versículos cortos (Inefable …) o de mediana extensión con un estribillo final (Ruiseñor perdido en el lenguaje). Además, la medida de los versos se encuentra entre las ocho y las diez sílabas y sólo sobrepasa estos límites cuando aumenta su desesperanza (Inefable …):

 

“Ejercemos destinos de esperanzas

sin conocer la sentencia a la alegría,

la sentencia al dolor,

presente y ya futuro

y ya la espalda de cada día

mirándonos ayer”[71].

    Por tanto, la forma métrica de los libros de esta parte no es sólo una adaptación a los tiempos, sino más bien un medio que Valhondo acomoda a su nueva necesidad expresiva, mostrando sin pretenderlo su palpable madurez, su capacidad de evolución y su maestría que, a estas alturas, consigue usar indistintamente el metro tradicional y el versículo sin que su discurso poético se resienta lo más mínimo.

    Finalmente, la métrica de Huir con respecto a los libros de la parte anterior es radicalmente distinta. Sin embargo, a pesar de las diferencias, es una consecuencia directa de la tendencia hacia la regularidad que se inicia en Ruiseñor perdido en el lenguaje con los sonetos de la segunda parte (“Poemas de amor para la muerte”) y con los poemas en heptasílabos blancos de Los anónimos del coro («Los pronombres personales»).

    Esta inclinación hacia la formalidad va paralela a la tendencia que Valhondo viene mostrando hacia una poesía esencial en el uso de poemas con metros breves y un número reducido de versos y en el empleo de estrofas y poemas que no utilizaba desde hacía varios libros (heptasílabos, endecasílabos, romances y sonetillos). Esta recuperación supone, además, un rescate de sus preferencias métricas (lo único que consiguió recuperar de su pasado), una vez pasada la fuerte angustia que lo encaminó por los senderos de una expresión más libre.

    Formalmente Huir no sólo supone una vuelta a la tradición sino también una confluencia de metros cultos y ritmos contemporáneos, que indican fehacientemente la adaptación de Jesús Delgado Valhondo a cualquier tipo de forma lírica y su interés en hacer coherente el final de su obra poética conectándolo con sus libros anteriores. De ahí que en Huir convivan en perfecta armonía las formas populares y cultas, la tradición y la renovación, el pasado y el presente.

 

    Estructura

    El interés de Jesús Delgado Valhondo por estructurar su obra poética se hace extensivo a cada uno de sus libros como un medio de organizar la exposición de sus sentimientos, de contener el ímpetu de su espíritu y de advertir la sensatez con que desde sus comienzos se tomó la tarea poética, consciente de que se trataba de un trabajo trascendental con el que trasvasaba al papel las emociones de su espíritu.

    En estos deseos de estructuración también influyó su profesión docente, pues lo indujo a entablar con el lector una comunicación fluida y transparente, cuya base era su presentación organizada buscando una forma didáctica de hacer comprensible el mensaje, para que el lector no perdiera nunca el hilo emocional de sus preocupaciones.

    Sus tres primeros libros se encuentran estructurados en cuatro, siete y cuatro partes respectivamente. Esta simetría presenta una clara voluntad de ordenación no sólo circunscrita a cada libro sino a una concepción global, cuyo objetivo era contribuir a que sus libros iniciáticos no dieran sensación de inexperiencia. Este detalle indica que, desde el principio, Jesús Delgado Valhondo tuvo una idea preconcebida de su tarea poética y un firme deseo de presentarla con extrema coherencia. Tal postura induce a pensar que, desde sus comienzos, Valhondo dispuso de una visión profética del conjunto de su obra lírica y, por tanto, su estructuración no es una casualidad[72].

    Su primer libro editado presenta una cuidada construcción, pues no sólo está dividido en dos partes sino que la distribución de los poemas es simétrica. Sin embargo, ese afán estructurador no continúa en El año cero, porque no se encuentra de ninguna forma un reparto lógico. Quizás esto se deba a que el «libro grande» (que tantos años tuvo en mente) quiso ser una muestra espontánea de su actividad lírica, alentado por la buena acogida que tuvo el libro anterior. Pero finalmente resultó una simple y extensa sucesión de poemas (en concreto 57, mientras Hojas húmedas y verdes contaba con sólo 18 poemas).

    La edición original de La esquina y el viento, que Jesús Delgado Valhondo envió a José Hierro para editarlo en su Colección Tito Hombre, estaba dividida en cuatro partes que contenían diez, ocho, siete y diez poemas respectivamente. Como Hierro le indicó la imposibilidad de editarla por su extensión, Valhondo se vio obligado a reducirla a dos partes con dieciocho y cinco poemas respectivamente. El libro, aunque reducido y desequilibrado formalmente, no perdió la clara exposición de su contenido. Tal hecho indicaba la firme voluntad del poeta de exponer sus sentimientos de una forma ordenada, que contribuyera a su transparencia y a ese deseo de comunicación que venía presidiendo su tarea lírica.

    El libro siguiente aparentemente no se encuentra dividido, pues los poemas se presentan en un bloque único. Pero, indagando en el contenido, se detecta una estructuración semántica y formal, pareja a la intensificación del tono que divide al libro en dos partes: la primera se caracteriza por la melancolía, que aparece expuesta con una expresión esencial en versos de arte menor, y la segunda destaca por la angustia, que el poeta presenta con una expresión desbordada en versos extensos. No obstante, el hecho de que Valhondo no dividiera formalmente La muerte del momento posiblemente sea una aguda manera de indicar la presión síquica que ejercía en su ánimo la monotonía de la vida diaria, descrita en el libro con una exasperante linealidad:

 

“Hijos que ríen, que lloran

que duelen sus alegrías.

La paz del hogar. ¡La paz!

Latín y filosofía.

El más pequeño se queja;

termómetro, manos frías,

-¿Por qué se piensa en desgracias?-

Médico y penicilina.

Matemáticas al canto

sobre las economías”[73].

    En el poemario que marca la mitad de su obra poética, continúa Jesús Delgado Valhondo con el deseo de no estructurar patentemente sus últimos libros sino de presentarlo de una forma unitaria sin interrupciones que pudieran fragmentar su discurrir. Sin embargo, esto no significa que el contenido sea una simple sucesión de poemas sin más, porque La montaña es un proceso cíclico estructurado en tres partes. Este hecho supone un cambio formal en la organización de sus poemarios, pues antes la marcaba claramente dividiéndolos en partes y, ahora, sin embargo, lo hace subrepticiamente de acuerdo con el contenido y la emoción que le imprime. Quizás este cambio se encuentre relacionado con la tendencia a la esencialidad que impregna la poesía de sus últimos libros y con el deseo de ser más literario. Así, después de conseguir una poesía eminentemente comunicativa con una marcada estructuración, ahora quiere que también sea lírica y se sustente en la intuición para exigir al lector un esfuerzo estético e intelectual suplementario.

    La distribución de los libros de su etapa de angustia, como consecuencia de la conmoción sufrida en La montaña, presenta una disposición encadenada: el origen de El secreto de los árboles se localiza en el poema «El fondo»[74] de Aurora. Amor. Domingo y el de ¿Dónde ponemos los asombros? se halla en el poema «Dorada mediocridad» de El secreto de los árboles:

 

«¡Dorada mediocridad! Doradas

uvas para gozar el vino humano

de la sangre. Mi vino, tinto y loco,

tan sólo como el hombre en que me engaño.

Mi dorada mediocridad. […]

Ya ves si uno es feliz siendo un mediocre

que hasta puede llorar de vez en cuando

y morirse queriendo o sin quererlo

a plazos cortos o a desprecios largos».

    Esta organización encadenada también tiene un sentido global, que se manifiesta en la división formal de cada libro en dos partes (Aurora. Amor. Domingo no está estructurado superficialmente, pero se sabe que son dos libros en uno[75]).

    Su siguiente poemario también presenta una doble estructuración. Sin embargo, resulta llamativa porque la primera parte cuenta con diecinueve poemas y la segunda sólo con la elegía a su hermano Juan. Este desequilibrio lleva a pensar que este poema elegíaco fue circunstancial y el poeta se limitó a colocarlo al final como epílogo. Sin embargo, la ubicación de la elegía en ese punto cumple unos objetivos fundamentales: Concluir con ella no sólo el poemario sino también una parte de su obra poética y conexionarla con la siguiente preparando la aparición de Un árbol solo cuyo tema es la soledad, es decir, el mismo contenido que prevalece en la elegía. Por tanto, la doble división de La vara de avellano es otra muestra más de la coherencia de la obra poética de Valhondo y de que siempre conoció su concepción global.

    En la presentación de los libros de la tercera parte de su obra poética, Jesús Delgado Valhondo continúa con su preocupación docente de estructurarlos de una forma nítida. Incluso, en el caso del extenso poema que es Un árbol solo, advierte su disposición con citas intercaladas, consciente de que sus tres partes pecaban de extensas y el lector podía perderse en su complicado discurrir. Por ese motivo, la triple división queda parcelada a su vez en cuatro, dos y tres etapas respectivamente, coincidiendo con el número de citas introducidas. De esta forma las extensas partes resultan más digeribles, porque se pueden asimilar poco a poco en sucesivos y cortos versículos, cuyos finales actúan de descansos reflexivos. Además, la división en tres partes de Un árbol solo coincide formalmente con la estructuración más elemental (planteamiento, nudo y desenlace) y, significativamente, con las tres vías místicas. Estos datos descubren otra ayuda que el poeta pone a disposición del lector, para que no naufrague en la maraña de sus enjundiosas reflexiones.

    La estructura de Inefable …, que está dividido en tres partes, se vio condicionada directamente por la de Un árbol solo, pues Jesús Delgado Valhondo evita la larga extensión de sus partes distribuyéndolas en poemas independientes de pequeña y mediana extensión, que responden a una simetría: la primera parte está formada por tres poemas; la segunda por seis y, la tercera, por tres. De esta manera no se tiene la sensación de que Inefable … sea un largo poema, cuando realmente lo es:

 

“Alguien está rezando

con nosotros.

No sabemos quién es,

él tampoco lo sabe,

ni siquiera un nombre necesita.

Estuvo y no volvió

dejó su voz temblando

hasta apagarse.

Prodigio del retrato”[76].

    Además, Valhondo estructura estos libros con otros medios sutiles como el tiempo y la luz: Un árbol solo comienza en el crepúsculo de la tarde y termina en la mañana siguiente e Inefable … empieza en un amanecer y finaliza en otro. Así muestra sus estados emocionales de acuerdo con el instante del día en que se halla. Ruiseñor perdido en el lenguaje se encuentra estructurado en dos partes para separar dos contenidos formalmente distintos. A su vez, la primera que contiene el poema «Jesús Delgado» se divide en catorce versículos, cuyos finales están marcados por un estribillo, y la segunda contiene catorce sonetos con catorce versos cada uno. Los anónimos del coro se divide en cuatro partes nítidamente diferenciadas. Por tanto, no es una simple división sin más la que realiza Jesús Delgado Valhondo de cada libro, sino que va más allá utilizando todos los recursos estructurales disponibles para presentar sus sentimientos de la forma más orientativa y el lector no se pierda en la dificultad de la expresión surrealista de su largo discurso.

    A pesar de que Huir es su último libro, Jesús Delgado Valhondo lo concibió con muchos años de antelación como el final de la estructura coherente de su obra poética y, por ese motivo, se encuentra distribuido en dieciséis poemas que es una cantidad idéntica al número de libros independientes que componen su obra lírica[77]. Además, de acuerdo con el contenido, el libro se distribuye en tres núcleos temáticos que resumen los momentos cruciales de su existencia.

 

    Recursos literarios

    Los medios literarios empleados por Jesús Delgado Valhondo son producto de su pujante creatividad, proceden de una ardua elaboración lírica (aunque le surgen naturalmente), siempre están puestos al servicio de la nitidez de los contenidos tratados y nunca tienen la finalidad de conseguir su lucimiento sino la expresión sincera de sus emociones y la implicación del receptor hasta convertirlo en sujeto activo. Cumplía Valhondo de esta manera su ferviente deseo de elaborar una poesía que comunicara y comulgara con sus semejantes, pues entendía que su mensaje lírico sería tal si era compartido por el lector[78].

    De ahí que las imágenes y recursos cumplan en toda su obra poética un objetivo de atracción, relación y unión entre el poeta, que transmite sus sentimientos, y el receptor, que se predispone a compartir su mensaje. Esta conexión se establece en buena medida gracias a la utilización dinámica de recursos literarios, que mantienen siempre vivas las ascuas de su perenne intranquilidad de ser agónico que busca comprender su esencia y su destino.

    El empleo de recursos literarios es el aspecto que más llama la atención en el análisis de los libros de la primera parte de la obra poética de Jesús Delgado Valhondo, pues sorprende que, aunque sea un poeta novel, tenga ya una poderosa capacidad creadora. No es de extrañar que, en su primer libro, aparezca el símbolo del árbol solo, que es el pilar de su obra poética. También, la abundancia de recursos empleados anuncia a un poeta con medios suficientes para cimentar su poder creativo en un amplio bagaje intelectual, que adquirió por medio de una paciente labor lectora y de un esforzado trabajo de lima:

 

“Mi pensamiento

va madejando romances de amor,

el corazón

se duerme en sus sentimientos.

La soledad

en un rincón

hila que hila que hila

trocitos de mi canción;

hila que hila que hila

las fibras de mi dolor …”[79].

    El segundo libro, por el contrario, es el ejemplo de la poesía más desprovista de recursos en Jesús Delgado Valhondo, que los evita a conciencia para expresarse de la forma más directa. No obstante, utiliza imágenes para aumentar su desgarro y hacer creíble su arrepentimiento o bien para humanizar sus sentimientos hasta el punto de hacerse convincente y digno de clemencia. De ahí que emplee recursos intensificadores como las anáforas y las estructuras reiterativas para crear un soporte sobre el que sostener su angustia: “¡Dios mío!: / En pleno campo de rodillas ante ti / con los brazos desnudos, / con los hombros desnudos, / con el pecho desnudo. / ¡En pleno campo de rodillas ante ti!”[80]. En el siguiente libro, vuelve a desplegar su imaginación de tal forma que, a pesar de ser un libro iniciático, ya se localiza a un poeta formal y significativamente más innovador que en los libros anteriores: “Manto negro de la noche / has perdido ya el color, / y, se ha borrado lo escrito / por mí, con trozos del corazón”[81].

    En Hojas húmedas y verdes, el recurso que más destaca es el intimismo subjetivo con que el poeta expresa sus sentimientos dotándolos de una intensidad lírica, que le imprime trascendencia haciendo un alarde de lirismo con la acumulación de imágenes y recursos en el primer poema: “Exactas, la Semana Santa miden / con triángulo y compás las golondrinas, / y la tarde de abril por las colinas / las cigüeñas, midiéndolas, despiden”[82]. En el resto del libro, estos medios formales recobran su equilibrio al aparecer incardinados naturalmente en el discurrir del mensaje.

    En El año cero, la utilización de imágenes y recursos sufre una intensificación por el aumento de la tensión emocional, que se localiza sobre todo en los poemas centrales del libro. Esa variación se refleja en el empleo de medios que indican angustia (anáforas e imágenes surrealistas), desorientación (interjecciones e interrogaciones) o fuertes preocupaciones existenciales (visiones alucinantes y apocalípticas): “Expectación secreta de la noche en el campo, / sonidos que persiguen simientes de sonidos: / los sombríos sigilos de la espera en la rama / y sombríos sigilos para ver el infierno”[83]. Después, los medios líricos se contienen de acuerdo con el tono esencial y melancólico, que adopta el poeta en los últimos poemas del libro.

    En los poemarios siguientes, vuelve Valhondo al uso moderado de recursos literarios, de tal forma que lejos de oscurecer la expresión, incluso en los momentos más críticos, ayudan a comprenderla pues ganan poder de sugerencia al compensar la falta de transparencia con un acentuado lirismo, que deja en el lector una honda emanación traducible en su conciencia. Esto es posible porque el poeta maneja el lenguaje común con una maestría propia de un poeta sincero y muy sentido. De tal forma que las imágenes, a la vez que surgen con naturalidad, resultan creativas y en todo momento aparecen utilizadas en su justo número:

 

“Silencio de cal y canto,

losa que tapa el abismo

donde apretado de sangre

mi corazón ha caído”[84].

    También los recursos literarios se mezclan con una expresión que no necesita de grandes y complicadas construcciones sino de un sencillo pero eficaz manejo de signos de interrogación o exclamación, que marcan los requiebros modulados de las emociones, de encabalgamientos que contienen la expresión por medio de pausas sugerentes, de metáforas sorprendentes que descubren visiones nuevas de conceptos muy conocidos,  de anáforas insistentes en otros especialmente importantes y de hipérbatos, que llevan a la reflexión profunda en ciertos detalles: “En el umbral sentado / de par en par la puerta / humilde franciscano / de mi paz y mi hacienda”[85]. Además, abunda el uso de la primera persona, el vocativo, la anáfora y las estructuras reiterativas, que se hacen insistentes indicando el grado de angustia alcanzado por el poeta en su reflexión trascendental, cuyas fases emocionales las va mostrando ahora con una sabia modulación del claroscuro.

    En el centro de su obra poética, Jesús Delgado Valhondo emplea dos tipos de recursos literarios, que se corresponden con una expresión más lírica y esencial: la metáfora y el encabalgamiento. La primera es resultado del asombro producido por el entorno de proporciones magníficas, que lo llevan a expresar sus sensaciones con un mayor grado de lirismo, porque no puede traducir exactamente sus impresiones inefables cuando define los lugares visitados, que dejan en su ánimo una sensación nueva, más estética («Playa del sardinero / manzana al aire»)[86] o cuando describe su estado de ánimo que se ve asaltado por fuertes emociones («Así, sin alma estoy, / vértigo de simiente»)[87]. El encabalgamiento es el recurso donde sostiene su poesía esencial en determinados momentos y, aunque esta afirmación podría suponer una dependencia de una construcción artificial, es muestra de una poesía eminentemente reflexiva y muy elaborada, porque el uso de este medio requiere un manejo rítmico y léxico cualificado.

    El empleo de medios literarios se completa, en La montaña, con sutiles y delicadas imágenes de una plasticidad puramente estética y, a la vez, emocionalmente muy sentida («En cielos vibra el arpa azul. / La luz se vierte por la hierba»[88]) como consecuencia de la mezcla certera del lirismo con la humanidad («Santander a la espalda, / como cruz me la llevo»)[89]. También utiliza reiteradamente la primera persona con el fin de acercar sus emociones a los lectores, la anáfora para insistir en el misterio que lo angustia y las interrogaciones con el objetivo de llenarla de intensidad emocional. Este libro, por tanto, supone un avance considerable en la madurez de la poesía de Jesús Delgado Valhondo pues, si hasta el momento ha sido natural o lírico, ahora ha conseguido la mezcla de ambos aspectos.

    En los poemarios de la etapa de angustia, los recursos literarios proceden del impulso emocional que provoca esa sensación al poeta más que de un deseo de creación lírica. De ahí que indiquen con más exactitud que nunca su descontrolado estado anímico. Así, mientras primero muestran a un poeta desorientado que se esperanza para caer finalmente en la angustia, después lo presentan dispuesto a denunciar su incomprensible situación con el recurso de la ironía y a través de numerosos signos gráficos (admiraciones y paréntesis), imágenes subconscientes, despectivas e, incluso, temerarias que son ejemplo del fuerte desequilibrio espiritual sufrido, cuando el poeta descubre definitivamente que nunca conseguirá cambiar nada: “La cara boca abajo, / apretada agonía / del silencio. La vida / que se esconde. La noche / en punto de partida. / Tiempo ahogado. Tiempo / sin voz. Luz negra, antigua”[90].

    Por este motivo, en los momentos de poesía más esencial, se detecta una economía de medios en la expresión pues se sostiene únicamente en sustantivos y signos gráficos y en la supresión de elementos tan necesarios como los adjetivos y los verbos o el pronombre personal de primera persona, para agilizarla y hacer el contenido más creíble y cercano. También, en estos momentos esenciales, el encabalgamiento es un recurso muy del gusto del poeta, que indica sensorialmente su fuerte desazón convirtiendo en balbuceo una expresión continuamente entrecortada:

 

“Dolor en carne viva.

Ciudad de espaldas. Lobos

del amor. Lejanías.

Sombras en abandono”[91].

    Sin embargo, los recursos líricos más empleados son la metáfora, el símil y las imágenes subconscientes. Su fin es la exposición de su estado espiritual y la justificación de ese descontrol, que se encuentra en libros desbordados por algunos de sus extremos, porque ya no tienen la contención de la forma regular y de la esperanza donde los libros anteriores se equilibraban. Por otra parte, también usa la anáfora que indica la insistencia del poeta en mostrar su desesperanza y los puntos claves de sus preocupaciones. A veces la refuerza con el polisíndeton cuando aumenta el grado de angustia, o el asíndeton, cuando trata de contenerla. En algunas ocasiones utiliza otros recursos intensificadores como el alejandrino y las vacilaciones conscientes o alarga los versos que, también controladamente, adoptan un tono prosaico intentando atraer la atención hacia lo que dice más que hacia la forma de decirlo: “O me pierdo en el sueño de la calle que cruzo, / cuando el alba es un gesto, unas cuantas palabras / sin pronunciar un nombre, una memoria apenas,”[92].

    En La vara de avellano, la mayor parte de las imágenes son circunstanciales y no pasan a ser por sí mismas independientes ni representativas de un sentido más trascendente del que se refieren en el momento que las dice. Sin embargo, se localizan cuatro cuya simbología tiene una significación especial dentro de la obra poética de Jesús Delgado Valhondo pues reflejan su triste desolación: el tren, el ahogado, la tarde del domingo y la alameda: “En el costado de Dios / árboles recién llorados se pierden. / Palabras nunca dichas / flotan en la alameda / que debe haber detrás de todo esto”[93]. Aparte se pueden localizar otras imágenes, que acentúan su lamentable estado e indican la medida de su desconcierto anímico, cuando adoptan un tono surrealista que llega a veces a trastocar el lenguaje.

    Otros recursos como el símil y, especialmente la metáfora, completan la relación de medios empleados junto a la anáfora, los signos gráficos y el encabalgamiento, que lo llevan a suprimir elementos innecesarios (pronombre personal de primera persona, adjetivos y otros elementos complementarios, pausas y signos de puntuación) cuando la expresión se convierte en esencial.

    Los libros de la tercera parte de la obra lírica Jesús Delgado Valhondo continúan con los recursos literarios al servicio de los distintos momentos emocionales por los que pasa en la última etapa de su vida. Así el yo autobiográfico y el plural mayestático resultan los medios más empleados con la finalidad de imprimir, por una parte, más verdad a lo que cuenta (al convertirse en narrador y protagonista de sus propias reflexiones) y, por otra, de implicar al receptor en su angustiosa desorientación y arrastrarlo a reflexionar sobre los problemas trascendentes que a todos afectan:

 

“Un sapo entre la yerba

escucha, en mis oídos,

lo que no vemos,

lo que nos contempla,

lo que no somos.

Nos llenamos de cumbres

hasta perdernos en cualquier parte,”[94].

    En este punto, llama la atención el alarde en el uso de múltiples tiempos verbales e, incluso, de las formas no personales del verbo, a las que saca el máximo partido indicando con su variedad y distinta significación múltiples registros emocionales, que resultan muy originales: “La palabra es gesto / donde quisiéramos / otra manera de escuchar / contemplando ratos no poseídos / que fueron recuerdos vaciados / que otro hombre no dijo”[95].

    También emplea con soltura el símil, los símbolos, el hipérbaton, la hipérbole, la anáfora, el asíndeton, el polisíndeton, la paradoja, la ironía y la personificación para mostrar con detalle sus distintos momentos espirituales: “Me arrincono para verme distante, / hablando solo. Me engaño”[96]. Sin embargo, los recursos literarios en ninguno de estos libros aparecen con exceso, porque se detecta una economía de medios asombrosa en una expresión que se convierte paulatinamente en esencial al sustentarse únicamente en sustantivos, verbos y construcciones elementales para conseguir que su voz se ajuste más a su intelecto y, a la vez, se establezca una fluida conexión con el lector, a pesar de su significación surrealista: “Caminan torsos lumínicos / en túnicas violadas / de encendidos aromas. / Polvos de cenizas se acumulan / en pliegues de figuras convocadas / por el tiempo olvidado entre las piedras”[97].

    En su último libro, Jesús Delgado Valhondo, como quiere decir mucho con pocas palabras y no decir más de lo que desea, se vale de recursos como el comienzo abrupto («Es mi vida»)[98] que le ahorra una innecesaria introducción, la omisión del pronombre personal que acerca al lector a la acción o el uso de la segunda persona que lo implica más en lo que dice.

    Completan estos medios los gerundios que indican movimiento; las formas impersonales, sugerencia; los participios, contención; las anáforas, insistencia o las paradojas, desorientación. Entre ellos vuelve a llamar la atención el empleo especial de la metáfora para alcanzar la esencialidad lírica con su poder creativo y el encabalgamiento, por su capacidad de sugerencia:

 

“La vida es una página

del libro de otra biblia

[…]

Una bruma de ocaso

que se bebe la tarde,

lenta niebla su imagen

que intento desvelar”[99].

     Finalmente, los efectos conseguidos por estos recursos se completan con el uso de citas y notas, para que el discurso conscientemente esencial sea comprendido sin perder carácter lírico y, al mismo tiempo, su carga humana quede reforzada. Es decir, Jesús Delgado Valhondo en Huir quiere ser lírico pero sin dejar de ser humano. De ese deseo, de su maestría en congeniar contrarios y en usar recursos perfectamente engarzados en ese fluir esencial del libro, surge el equilibrio entre la humanidad y el lirismo con que pone punto final a su obra poética.

 

    Evolución

    Uno de los valores de la obra poética de Jesús Delgado Valhondo es el proceso evolutivo que sigue gradualmente desde el inicio hasta el final, de tal manera que tanto el contenido como la forma en ningún momento es un calco de lo anterior. Esto se debe a que es una obra viva y palpitante que se atiene al desarrollo espiritual del poeta y a una forma de decir que estuvo, como su espíritu, en continua ebullición. Este detalle es característico de un poeta que nunca se estancó y, por eso mismo, es garantía de que se trata de una obra poética intensamente dinámica.

    Canciúnculas es el punto de partida de la evolución de Valhondo que, pese a su bisoñez, tiene ya detalles maduros debidos a su temprano encuentro con el dolor y a su comienzo tardío en la escritura. Este hecho explica que en Las siete palabras del Señor el poeta novel tenga la capacidad de presentarse como un ser consciente de estar en el mundo y de su relación con la divinidad. Y este momento, aunque líricamente no destaca en su obra, es fundamental en su concepción religiosa y, por tanto, resulta imprescindible para comprender su obra poética, porque es aquí donde muestra la decisión de aceptar su compromiso de ser humano, que va a marcar toda su lírica imprimiéndole unidad y sentido. En Pulsaciones Valhondo se muestra más evolucionado y cercano a sus grandes preocupaciones posteriores, pues ahora toma plena conciencia de su labor de poeta y encuentra en la poesía un medio de expresión, que responde a su necesidad imperiosa de comunicación y comunión espiritual:

 

“Hazme una arruga en la frente

para esconder la razón

del corazón.

Dios mío:

Arráncame con tenazas la espina

a ver si siento mejor

el corazón”[100].

    El valor de estos libros primerizos, por consiguiente, es fundamental porque a través de ellos ya se puede definir la base de la personalidad lírica de Jesús Delgado Valhondo: preocupado por la soledad, humanamente contradictorio, agónico siempre, quimérico en su búsqueda de Dios, nostálgico de su pasado doloroso, meditador empedernido, agudo observador, amante del silencio, la melancolía y la tristeza (sazonada con pizcas de alegría), sincero y transparente.

    En Hojas húmedas y verdes y El año cero, Valhondo amplía y perfecciona características de los poemarios iniciales y, por tanto, son ejemplo del esfuerzo de superación realizado. Esto se observa en una paciente y esforzada labor de selección, estructuración y lima[101] para dar a conocer sus primeros versos en un libro, y en su capacidad de autocensura, que lo hacía reelaborar constantemente e, incluso, desechar abundantes poemas.

    En el segundo, evoluciona hacia una mayor profundización espiritual, que lleva aparejada una elevación de la angustia y, como consecuencia, un aumento de la calidad, porque cuanto más se muestra en tensión tanto más humano, sincero y creativo resulta. De esta manera Valhondo certifica su idea de que el poeta es más original cuanto más se acerca al borde de su abismo espiritual, y de que es necesario macerar sus sentimientos en el dolor para conseguir que sean más verdaderos y sentidos: “¡Mi vida!, desterrada de la vida, / es un cristal herido por el hacha, / de soles se ilumina, falsos soles / que ciegan, sin querer, mis esperanzas”[102]. Así la crítica con sólo dos libros editados comenzó a reconocerlo como un poeta auténtico por su contenido profundo, su expresión directa y su vibrante sensibilidad. Pero, lejos de engolarse, en un gesto de honradez poética, continuó incesante su creación lírica y se hizo más consciente de su labor.

    La esquina y el viento, después de su etapa de tanteo, es su primer libro nítidamente definido, unitario y compacto, que se encuentra conectado con los libros anteriores y está, por tanto, integrado en la coherencia que ya es característica en la obra lírica de Jesús Delgado Valhondo. La muerte del momento es otro libro concebido unitaria e independientemente sin lastres del pasado y conexionado con el libro anterior, pues continúa su línea angustiosa y supone el punto más tenso de sus preocupaciones trascendentales. Pero Valhondo es más personal y sentido si cabe que en el libro precedente, porque se sitúa en la cruda realidad y sus preocupaciones crecen en el contacto con el dolor ajeno y la imperfección propia: “Barco varado –el viento pasa– / las mujeres llorando rezan. / Ha muerto el alba allá en el campo / en los árboles y en la yerba. / Barco de roca –el norte muerto– / entre azules que se lamentan. / Para embarcarnos es buen día / si Dios gobierna”[103].

    Este hecho supone un avance en la evolución espiritual del poeta, que pasa del yo egocéntrico al nosotros solidario por medio de un golpe de timón lírico, que se sostiene en una personalidad, una seguridad y una hondura ya definidas. Esto vino a suponer una superación con respecto a la poesía de sus libros anteriores y una muestra de la madurez lírica alcanzada, por su profundidad humana y su concepción moderna, que fue destacada como propia de un poeta incardinado en su tiempo.

    La montaña es un libro fundamental en la evolución poética de Jesús Delgado Valhondo, porque significativamente es el culmen de su evolución espiritual y la exposición del fracaso estrepitoso de su búsqueda de Dios. Formalmente es el resultado de los continuos experimentos métricos, que había realizado en sus libros anteriores buscando un soporte nuevo para una poesía que ahora se hace más esencial y, como consecuencia, más lírica. Pero es desde el punto de vista estilístico, donde más se nota esta evolución en un mayor grado de equilibrio, pues el poeta logra congeniar la espontaneidad con la reflexión, la frescura con la estética y el contenido con un esencial lirismo a la vez que se hace más regular en la forma:

 

“Se reventó la cuba: sangre o vino

eran lo mismo: cuadro y carabela.

Taberna del Riojano en el camino.

Sobre la mesa la botella vela

el ser del hombre triste y sin destino”[104].

    En Aurora. Amor. Domingo, El secreto de los árboles y ¿Dónde ponemos los asombros?, la evolución poética de Jesús Delgado Valhondo presenta un aumento de la tensión emocional y una tendencia hacia la poesía surrealista sustentada en el versículo. Este cambio se debe a la angustia padecida por el poeta, que se olvida temporalmente de la poesía esencial, pues necesita más espacio para transmitir sus inquietudes. También responde a la alteración que observa en la poesía nacional, donde se está derivando hacia la poesía del conocimiento, tendencia acorde con su búsqueda de nuevos caminos expresivos.

    En estos libros, el vitalismo de Valhondo consigue mostrar los últimos coletazos de una dignidad espiritual, que se agota por momentos ante los continuos atentados contra su integridad humana. No obstante, estas experiencias negativas producen una mayor madurez en su poesía y, si crece en angustia, también lo hace en sentimiento y verdad poética, pues el lirismo de su etapa anterior se atenúa y su poesía se hace más descarnada para exponer una estremecedora visión del misterio que envuelve la existencia humana: “Hasta el hombre del hombre alguna vez se cansa / o vas a decirle algo y te vuelve la espalda. / Una historia nos hace y nos nace un fantasma / que nos llena la sangre de una inmensa nostalgia”[105]. Sin embargo, no pierde su control y, situado en el cénit de su obra poética donde dispone de una visión panorámica de ella, plantea Un árbol solo y adelanta el germen de su último libro, Huir, que escribiría muchos años después.

    En La vara de avellano, Jesús Delgado Valhondo finaliza su búsqueda, sumido en el desencanto. Esta evolución espiritual y poética, que ha pasado por diversas etapas, consecuencias de las anteriores, se caracteriza por un descontrol emocional creciente que, sin embargo, no afecta al dominio de su técnica, pues Valhondo es temperamental, idealista e, incluso, utópico en sus planteamientos emocionales, pero siempre muestra una marcada lucidez intelectual: “¿Qué dirán si nos miran / las hormigas, las zorras, los caimanes, / el fuego, el viento, el mar / o aquello que aplastaste? / ¿O seres invisibles / que cavan en la vida instantes tras instantes / o el ángel de la guarda / para que Dios nos guarde?”[106].

    Además, es un poeta con capacidad de organización para mantener su coherencia, pues el núcleo de toda su obra lírica sigue girando en torno a los problemas fundamentales del ser humano, aunque la poesía del momento vaya por rumbos distintos. También logra sostener su compromiso independiente y sincero, porque su perseverancia indica que no se ajustaba a modas poéticas y que el objetivo de su lírica no fue su lucimiento sino la búsqueda de respuestas existenciales.

    En Un árbol solo, Inefable domingo de noviembre, Inefable noviembre, Ruiseñor perdido en el lenguaje y Los anónimos del coro, el primer dato que indica la evolución experimentada por Jesús Delgado Valhondo es la consolidación del cambio hacia una poesía más adaptada a los tiempos. Pero esta alteración formal no es sólo aparente ni significa la renuncia de sus principios ni de su poesía anterior, pues sigue teniendo presente la tradición, aunque ahora se instale en la modernidad, y continúa siendo independiente, aunque tenga en cuenta el camino marcado por las nuevas corrientes líricas. Era su modo de buscar una forma distinta que se adaptara a su nuevo estado emocional y lo ayudara a expresar los mismos sentimientos, pero con un enfoque distinto. También suponía una manera de conseguir el efecto de concienciación, justificación y reivindicación que deseaba:

 

“Despertaré creyendo

y volveré a olvidarme de que he creído.

Buscaré mil pretextos

para tener la fe en algo que me sostenga.

Cuando consiga desentrañar asuntos,

que me preocupan contemplándome,”[107].

    En estos libros se detecta la madurez de un poeta que es dueño de su lírica, pues ha demostrado fehacientemente su capacidad no sólo de adaptación sino también de evolución sin que haya tenido que pagar tributo alguno ni a una ni a otra, pues sus rasgos personales continúan intactos, incluso, cuando era lógico que sufrieran alteraciones en los momentos de mayor angustia. Su perseverante labor de lima, su búsqueda de la palabra justa y su sincero apasionamiento siguen presidiendo su evolución y asegurando que, a pesar del cambio formal experimentado, continúa siendo el mismo porque no ha renunciado a la humanidad por el lirismo, sino que ha conseguido relacionar ambos conceptos de tal manera que en él no se dan por separado sino formando un todo inseparable.

    Huir es una despedida anunciada ya en libros anteriores, pues Jesús Delgado Valhondo no era partidario de alterar bruscamente su coherente discurrir, sino que evolucionaba cambiando gradualmente lo que deseaba con mucha antelación. Por este motivo, Huir es producto de su propia evolución espiritual, que lo lleva a deducir muchos años antes la necesidad de marcharse del mundo. También es el resultado de una evolución formal desde los poemas extensos a los breves, de una evolución significativa desde la pérdida de la esperanza a la huida y de una evolución de estilo desde el tono surrealista al esencial. Es decir, Huir es el fin de una múltiple evolución, que resulta la mejor muestra de la capacidad de adaptación a nuevos modos de decir y del dinamismo de la lírica de Jesús Delgado Valhondo, cuya fuerza motriz fue una inquietante y rica vida espiritual y el empeño en transmitirla a través de una poesía meditada y honda. También Huir es un ejemplo de la conciencia lírica de Jesús Delgado Valhondo, que mantuvo una evolución inalterable siguiendo el mismo camino durante toda su larga existencia, aunque pasara por múltiples experiencias líricas y soportara angustiosas vivencias espirituales, que podían haberlo apartado del camino hacia su origen.

    Además, Valhondo aparece en su último libro como un ser humano cuya fortaleza de espíritu lo hace consecuente con su vida y con su obra pues tuvo la entereza, a pesar de saber próximo su final, de conservar el equilibrio emotivo después de una vida espiritual en conflicto permanente y de realizar un compendio con el que cerraba no sólo una extensa obra poética sino una larga existencia, cuyo fin era inminente:

 

“Libre yo, vagabundo,

jardín de mi memoria

que silencio envolvía.

Crepúsculo. Me hundo.

No tengo escapatoria.

Sobre el alba llovía”[108].

    Jesús Delgado Valhondo, en Huir, se presenta por tanto con su condición humana intacta, consciente de que todo lo que nace tiene impreso en su esencia un final, alfa y omega del ciclo de la vida cuyo principio y fin se encuentran en el mismo punto. Además, se le siente tan dueño de su palabra y tan seguro de su deseo de huir que, a pesar de su fracaso, el final de su obra poética se convierte en un ejemplo de clarividencia espiritual, fortaleza humana y magisterio permanente.

 

[1] Estos tres libros se encontraban inéditos hasta que fueron editados en Poesía completa de Jesús Delgado Valhondo, 3 tomos, Mérida, ERE, 2003.

[2] Además, JDV escribió otros libros que se quedaron en proyecto, fueron refundidos o retitulados: Le dijo la arena al viento, Campos, ramas y azul, Hombre entre tierra y mar, Capital de provincias, Ciudades, Abriendo mi ventana, Pequeña angustia, Misterio de lo incesante, La habitación del rato, El hombre monte y Canciones extremeñas.

[3] Comentado en el capítulo anterior.

[4] Cáceres, Cuadernos Alcántara, 1953.

[5] Cáceres, Extremadura, 1975.

[6] Badajoz, Universitas, 1978.

[7] Badajoz, Diputación, 1986.

[8] Badajoz, Menfis, 1990.

[9] JDV aseguraba haber escrito varias piezas teatrales, pero se le perdieron y sólo recordaba el título de una, La vida en los muebles.

[10] Los datos de estos documentos se hallan recogidos en la bibliografía de la tesis doctoral, La poesía de Jesús Delgado Valhondo de Antonio Salguero Carvajal, Cáceres, UEX, 1999.

[11] Ver “Gráfico de la obra poética de Jesús Delgado Valhondo” al final del libro.

[12] «Coxalgia», poema de la edición original de La esquina y el viento.

[13] «Dejadme morir», [p. 87].

[14] Antes, en Las siete palabras del Señor, había mostrado una tierna preocupación por los niños y una reivindicación de la dignidad de las madres y, en general, de las mujeres.

[15] «Salida de luna», [p. 75].

[16] “Oración al Señor crucificado”.

[17] Hasta la edición de Poesía completa de Jesús Delgado Valhondo (Mérida, ERE, 2003), donde se dieron a conocer sus primeros libros.

[18] “Dolor”.

[19] “Mayo”.

[20] “Silencio de monte”, La esquina y el viento.

[21] “Yo estaba allí sentado”, La muerte del momento.

[22] “Caminos de la montaña”, La montaña.

[23] “El silencio”, Aurora. Amor. Domingo.

[24] “Ese espejo”, El secreto de los árboles.

[25] “Catedral”, ¿Dónde ponemos los asombros?

[26] “Letanía de la culpa”, La vara de avellano.

[27] “Desnuda soledad”, Un árbol solo.

[28] “Plenitud de sol”, Inefable …

[29] “Jesús Delgado”, Ruiseñor perdido en el lenguaje.

[30] “Jaula de atardecer”, Los anónimos del coro.

[31] “Once”, Huir. Una muestra de que era consciente de encontrarse al final de su vida son estas opiniones decepcionantes sobre su estado físico y espiritual («Yo ya soy viejo»), la existencia («La vida es algo horrible») y la falta de libertad del ser humano («A mí me han construido como a todos vosotros. Los de arriba nos dicen lo que tenemos que hacer»), que vertió en una de sus últimas intervenciones públicas (Mérida, Fiesta de la Poesía de la Escuela Permanente de Adultos, 1992).

[32] “Crimen”, Canciúnculas. Las cuatro puñaladas recuerdan a las cuatro navajas del poema “Reyerta” del Romancero gitano de Lorca.

[33] “Oración al Señor crucificado”, Las siete palabras del Señor.

[34] “Calleja oscura”, Pulsaciones. Este tipo de reiteraciones anafóricas, según el mismo JDV, eran influencias del poeta hispanoamericano José Asunción Silva.

[35] “Apuntes XIII”, Hojas húmedas y verdes.

[36] “Marzo”, El año cero.

[37] “El espacio”, La esquina y el viento.

[38] “El corazón en la vida”, La muerte del momento.

[39] “Niebla”, La montaña.

[40] “Picos de Europa”, La montaña.

[41] “Cima”, Aurora. Amor. Domingo.

[42] “Dorada mediocridad”, El secreto de los árboles.

[43] No obstante, es necesario aclarar que el enfoque de JDV es distinto al del Realismo social, pues JDV no pretendía una revolución social de los desfavorecidos, sino provocar una conmoción espiritual en cada ser humano, que moviera sus conciencias individuales hacia un análisis de la condición humana y buscara una solución a la situación lamentable que soportaban como individuos.

[44] “Porque somos de tiempo”, ¿Dónde ponemos los asombros?

[45] “El pinar”, La vara de avellano.

[46] “Jesús Delgado”, Ruiseñor perdido en el lenguaje.

[47] “Tres”, Huir. Los protagonistas de la poesía de JDV son gente común que, como la beata, padecen realmente el peso de la existencia.

[48] “Noche de calentura”, Canciúnculas.

[49] “¡Padre, perdónalos! porque no saben lo que hacen”, Las siete palabras del Señor.

[50] “De la noche a la mañana”, Pulsaciones.

[51] “El membrillo”, Hojas húmedas y verdes.

[52] “Noche”, El año cero.

[53] “Atardecer”, La esquina y el viento.

[54] “Morir habemos”, La muerte del momento.

[55] “Desde el mirador del cable”, La montaña.

[56] “Cima”, Aurora. Amor. Domingo.

[57] “Calle de los vivos muertos”, El secreto de los árboles.

[58] “Tiempo perdido”, ¿Dónde ponemos los asombros?

[59] Como sucede en el poema «Crucificada sangre», La vara de avellano.

[60] “Letanía de la culpa”, op. cit.

[61] “Desnuda soledad”, Un árbol solo.

[62] “Plenitud de sol”, Inefable …

[63] “Jesús Delgado”, Ruiseñor perdido en el lenguaje..

[64] Poema sin título de Los anónimos del coro.

[65] «HUYO para esconderme. [Sencillez transparente] / Uso mortal bufanda / que me abriga del tiempo / frío de madrugada. [Imágenes creativas de tono surrealista]. / Huyo para perderme. [Sencillez transparente] / Dentro de la palabra / verso moraba el hombre. / Musical nota pálida [Imágenes creativas de tono surrealista]», «Diez», Huir, [p. 37].

[66] “Dos”, Huir.

[67] “Entre las zarzas”, Canciúnculas.

[68] “Nana de la niña tonta”, La esquina y el viento.

[69] Son versos del poema “Santander” de La montaña, que es un romance con rima asonante en los versos pares, pero luego la cambia a los impares.

[70] Décima titulada “La cicuta” de ¿Dónde ponemos los asombros?

[71] “Rincón de bosque”, Inefable

[72] Este interés estructural de Jesús Delgado Valhondo coincide con el que llevó a la práctica Jorge Guillén en su obra poética.

[73] “Un día cualquiera”, La muerte del momento.

[74] «[…]. La vida / que se esconde. La noche / en punto de partida. / Tiempo ahogado. Tiempo / sin voz. Luz negra, antigua».

[75] Ciudades y Pequeña angustia.

[76] Primer versículo del poema “Sombra de pie” de Inefable

[77] Exceptuando Las siete palabras del Señor, que JDV consideraba circunstancial, y contando como un libro Inefable domingo de noviembre e Inefable noviembre, que se pueden considerar el mismo poemario.

[78] «Se comunica –poesía es comunicación– con el ser que le contempla e, incluso, se da en ‘comunión’ –poesía es comunión– en ideas, meditaciones y sentimientos», JDV, prólogo de Yo, el árbol de Juan Bautista Rodríguez Arias, Badajoz, Caja de Ahorros, 1977.

[79] “Noche cocida”, Canciúnculas.

[80] “Oración al Señor crucificado”, Las siete palabras del Señor.

[81] “Amanecer”, Pulsaciones.

[82] “Semana Santa”, Hojas húmedas y verdes.

[83] “Noche”, El año cero.

[84] “Silencio de monte”, La esquina y el viento.

[85] “Yo estaba allí sentado”, La muerte del momento.

[86] «Playa del sardinero», La montaña.

[87] «Desde el mirador del cable», op. cit.

[88] «San Vicente de la barquera», op. cit.

[89] «Puerto de Santander», último poema de La montaña.

[90] “El fondo”, Aurora. Amor. Domingo.

[91] “Solo”, El secreto de los árboles.

[92] “Figura”, ¿Dónde ponemos los asombros?

[93] “Viaje”, La vara de avellano.

[94] “Soledad habitada”, Un árbol solo.

[95] “Perfil de noche”, Inefable …

[96] “Jesús Delgado”, Ruiseñor perdido en el lenguaje.

[97] Poema sin título, Los anónimos del coro.

[98] Nótese también el uso del hipérbaton.

[99] “Doce”, Huir.

[100] “Oración”, Pulsaciones.

[101] Canciúnculas y Pulsaciones suman 67 poemas, Hojas húmedas y verdes sólo 13. Ocho de sus poemas, que aparecieron en libros anteriores, presentan reelaboraciones que, generalmente, los perfeccionan.

[102] “¡Señor! ¡¡Señor!!”, El año cero.

[103] ”La iglesia”, La muerte del momento.

[104] “Taberna del riojano”, La montaña.

[105] “El fantasma”, ¿Dónde ponemos los asombros?

[106] “El mundo-gente”, La vara de avellano.

[107] “El túnel”, Los anónimos del coro.

[108] “Dos”, Huir.

 

 

Fotografía cabecera:Vista de La Zarza

Jesús Delgado Valhondo: Vida, Poética, Poesía (manual)

JDVVPP

PÁGINA EN CONSTRUCCIÓN

     Antonio Salguero Carvajal

A la memoria de Jesús Delgado Valhondo

    ÍNDICE

    CAPÍTULO I.- VIDA

Vida

Cáceres, la ciudad de los asombros

Trevejo, a solas con la soledad

Gata, contacto con el exterior

Zarza de Alange, fuertes vivencias existenciales

Mérida, reencuentro con su ciudad natal

Badajoz, búsqueda de nuevos horizontes

    CAPÍTULO II.- POÉTICA

Personalidad

Cosmovisión filosófica

Concepción religiosa

Percepción del paisaje

Claves de su mundo poético

Características líricas

Símbolos

    CAPÍTULO III.- POESÍA

Obra poética

Representación gráfica

Distribución y contenido

    1.- Poesía de la intranquilidad permanente

    2.- Poesía de la búsqueda y la desorientación

        2.1.- Etapa de conexión y planteamiento

        2.2.- Etapa de esperanza

        2.3.- Etapa de conmoción

        2.4.- Etapa de angustia

        2.5.- Etapa de desencanto

    3.- Poesía de la decepción

    4.- Poesía del místico escepticismo

Desarrollo

    Influencias

    Estilo

    Métrica

    Estructura

    Recursos literarios

    Evolución

    CAPÍTULO IV.- POEMAS

Canciúnculas

Las siete palabras del Señor

Pulsaciones

Hojas húmedas y verdes

El año cero

La esquina y el viento

La muerte del momento

La montaña

Aurora. Amor. Domingo

El secreto de los árboles

¿Dónde ponemos los asombros?

La vara de avellano

Un árbol solo

Inefable domingo de noviembre e Inefable noviembre

Ruiseñor perdido en el lenguaje

Los anónimos del coroLos anónimos del coro

Huir

 

    OTROS POEMAS

Poemas de carácter existencial.

Poemas de circunstancias

.           

    DOCUMENTACIÓN  

Fotografía cabecera:Vista de La Zarza

Capítulo I: Vida

Vida 

Cáceres, la ciudad de los asombros

Trevejo, a solas con la soledad

Gata, contacto con el exterior

Zarza de Alange, fuertes vivencias existenciales

Mérida, reencuentro con su ciudad natal

Badajoz, búsqueda de nuevos horizontes

    VIDA

    Jesús José Delgado de la Peña Valhondo nació el día 19 de febrero de 1909 en la calle Bastimentos de Mérida (Badajoz), lugar donde su padre, José María Delgado de la Peña Merino (natural de Zarza de Alange) ejercía de notario. Su madre se llamaba Sofía Valhondo Carvajal y procedía de Montánchez (Cáceres).

    Jesús era el menor de diez hermanos y fue un niño muy querido pero, con seis años de edad, sufre la poliomielitis, una grave enfermedad que le afecta la cabeza del fémur de la pierna derecha, lo mantiene entre la vida y la muerte durante cinco años y lo marca física[1] y espiritualmente[2] para toda su existencia.

    Desde entonces recordará aquella triste etapa con emocionadas palabras, que rememoraban no sólo el sufrimiento padecido sino también el encuentro, por medio del dolor, con la naturaleza, Dios y consigo mismo: «La enfermedad te da con creces fortaleza de ánimo, esfuerzo sobrehumano por algo que hay más allá y necesitas cogerlo. La vida interior crece. […] La vida le nace al enfermo de la meditación. Yo aprendí a estar solo cuando apenas tenía diez años de edad. Por eso he amado tanto a la soledad, al silencio»[3].

   No obstante el sentimiento que más lo afectó fue comprobar la indefensión, la insignificancia y la soledad del ser humano: “Todos somos carreteros / lamidos por los caminos, / labradores, campesinos, / hombres ceros”[4]. Estas adversas vivencias, experimentadas en su más tierna infancia, impregnarán más tarde su obra poética de un sino trágico y de la necesidad angustiosa de hallar a Dios, para que le explicara la razón de la imperfección humana y el misterio de la existencia.

     CÁCERES, LA CIUDAD DE LOS ASOMBROS

    En 1918, muere su padre y, al año siguiente, su madre decide trasladarse con sus hijos[5] a Cáceres donde tenía familia. La primera impresión de la capital cacereña, en el alma infantil de Jesús Delgado Valhondo, fue muy triste pero se adapta pronto a la ciudad y enseguida consigue entablar amistad con Leocadio Mejías y Antonino Rodríguez. Esta rapidez en establecer relaciones sociales muestra la facilidad que tuvo desde pequeño para cultivar la amistad, valor que mantendrá vigente toda su vida a través de una estrecha conexión personal y epistolar con amigos, intelectuales y escritores que iba conociendo conforme ampliaba sus relaciones humanas y literarias.

    En Cáceres sufre una recaída de su enfermedad, que le obliga a usar muletas durante varios meses. Pero, superado este contratiempo, fue un niño extrovertido, simpático y desenvuelto[6], al que su defecto físico no le impedía participar en todos los juegos e, incluso, subir y bajar con su bota de alza las cuestas del barrio de San Mateo a la carrera[7].

    Este barrio, situado en la parte antigua de Cáceres, fue para el joven Valhondo un lugar de entrañables vivencias porque configuró sus fantasías infantiles, ayudó a perfilar su formación adolescente y, en su juventud, le sirvió como retiro espiritual por su paz y su silencio. Allí se extasiaba oyendo el dulce sonido de la campana, que llamaba a la oración a las monjas del convento de clausura ubicado en el barrio, y el suave canto de sus maitines, que seguirá escuchando en sus recuerdos y dejará plasmado en poemas y artículos, donde recoge estas experiencias espirituales: «Instituto viejo de Cáceres, mano derecha del barrio de San Mateo que te cogía y te metía en sus calles, en sus callejas, en sus rincones, en sus entrañas y, sin darte cuenta, te mantenías de su sangre y sin darte cuenta sigues comiendo el corazón del silencio de la ciudad»[8].

    El enraizado apego de Jesús Delgado Valhondo por el barrio de San Mateo, al que denominaba “el corazón palpitante de Cáceres», también lo hizo extensivo a la Montaña[9]. Este lugar elevado, que se levanta sobre la ciudad como un vigía majestuoso y enigmático, ejerció en su ánimo una fuerte atracción que convertirá en punto de referencia anímica para la concepción de la existencia que entonces estaba configurando en su espíritu con forma de montaña. Además, Valhondo manifestó un profundo afecto por Cáceres, el lugar donde vivió feliz su infancia, disfrutó su adolescencia y se enamoró en su juventud. El aprecio que sintió por su ciudad adoptiva lo dejó patente en nostálgicas y líricas evocaciones tanto en verso como en prosa: «Cáceres tiene un cielo alto, azulean miradas, el aire es limpio como una página sin escribir para que en ella dibujen atardeceres de sábado los vencejos. Cáceres estrena cielo todos los días»[10].

    Valhondo, ya había olvidado el dolor de su enfermedad infantil, cuando viene a conmover su vida un hecho luctuoso que lo afectará anímicamente. Su hermano Fernando, de 20 años de edad, muere en la guerra de Marruecos. Fernando era el hermano con el que más relación mantenía por entonces y su muerte deja un recuerdo dramático en su alma joven («En mi casa hubo algo que se hundió definitivamente»[11]). Este lamentable suceso reaviva su triste experiencia de la infancia y provoca que, desde muy joven, vaya formando en su espíritu una concepción trágica de la existencia y que su angustia se acentúe progresivamente ante la preocupante caducidad de la condición humana.

    Primeras lecturas. Contacto con el ambiente cultural

    En 1921, Jesús Delgado Valhondo comienza el Bachillerato en el Instituto de Segunda Enseñanza de Cáceres, donde se hace de un amplio grupo de amigos entre los que se encuentran Pedro de Lorenzo y José Canal con los que comparte el gusto por la lectura.

    Valhondo recordaba haber leído en aquella época El buscón de Quevedo y otras novelas del Siglo de Oro, a Bécquer, Unamuno, Valle Inclán, Azorín, Pío Baroja, Gabriel Miró, Jacinto Benavente, Blasco Ibáñez, Muñoz Seca, Eduardo Zamacois, Rubén Darío, Francisco Villaespesa, Manuel Machado, Emilio Carrere, Fernando Villalón, Pedro de Répide, Álvaro Retama, Felipe Trigo, León Felipe, Wenceslao Fernández Flores y Ramón Pérez de Ayala.

     Esta variada lista de escritores, que recoge sus primeras lecturas, resulta muy significativa pues va a justificar que, a lo largo de su obra lírica, aparezcan el desencanto barroco, la sutileza romántica, el naturalismo realista, los altibajos emocionales de los modernistas, las preocupaciones de los autores del 98 y la esencialidad de los escritores de la Generación del 14.

    También, cuando se produce la efervescencia de los Ismos en la década de los años 20, el Vanguardismo deja en el joven Valhondo su impronta teórica, pues ya mayor seguía pensando que «en la vida hay dos cosas importantes: El oficio y el juego. El Arte es juego, la Arquitectura, las Matemáticas los conjuntos … El oficio es para subsistir y dedicarnos al juego»[12]. Sin embargo, la influencia práctica se produce a comienzos de los años 30 cuando escribe numerosos poemas vanguardistas, incluye alguna muestra en Canciúnculas y Pulsaciones y destruye el resto porque no se atreve a publicarlos[13].

    Además, leyó ensayos de Filosofía y Estética como los de Sánchez Muniaín, que explican el origen de sus conocimientos sobre la naturaleza espiritual del ser humano y la existencia de una base intelectual sobre la que irá apoyando su discurrir lírico y la consistencia de su poesía trascendente. También se interesó por la poesía francesa simbolista de Georges Rodenbach y sus seguidores Maurice Maeterlink, Pierre Louijs, Francis Jammes y Paul Claudel[14], poetas católicos cuya expresión tierna y sugerente lo acercaba a Dios casi sin mencionarlo. Con el tiempo, Valhondo impregnará su lírica de esa misma dulzura espiritual cuando necesitaba expresar sus anhelos de Dios.

    También el joven Valhondo leyó a los grandes narradores de la novela de ficción y aventuras (Walter Scott, Víctor Hugo, Fiódor Dostoyevski, León Tolstoi, Julio Verne, Anatole France, Emilio Salgari), que infunden en su alma adolescente los deseos de libertad detectados en sus primeros libros. Y, por último, lee a escritores menos conocidos como Luis de Oteyza, novelista nacido en Zafra, que marcan en su espíritu sensible una honda huella.

    Esta avidez lectora estuvo acompañada por una inquietud cultural inaudita en un joven de su edad. A los 12 años ya era socio del Ateneo cacereño, centro de intelectuales y amantes de la Cultura donde se celebraban conferencias, exposiciones y conciertos a los que asistía animado. Incluso llegó a impartir una exitosa charla sobre la situación del cristianismo en la Roma imperial con tan sólo 14 años. En este ambiente apropiado a sus inquietudes culturales, el joven Valhondo conoce a eruditos de la talla de Publio Hurtado, presidente de este lugar de élite, y a poetas como Luis Chamizo cuando ofreció allí una conferencia.

   Las lecturas y la relación con intelectuales de prestigio fueron el cimiento de su formación intelectual, que se completará con las experiencias compartidas con sus compañeros de Instituto, cuyas ideas eran muy dispares pues, junto a futuros anarquistas, se encontraban otros de ideas conservadoras. La relación con jóvenes de tan distantes y marcadas ideologías llevó a que Jesús Delgado Valhondo fuera adquiriendo un talante abierto, liberal, comprometido y tempranamente maduro, que se completaba con su comentada tendencia hacia la reflexión y la espiritualidad.

    La adolescencia, por tanto, supuso para el poeta en cierne la adquisición de una amplia base de relaciones amistosas, vivencias espirituales y experiencias formativas que, unidas a su afán por la lectura, engrosaron su bagaje humano, anímico y cultural. No es extraño, por tanto, que Valhondo dispusiera de una sensibilidad fuera de lo común y que esa susceptibilidad se manifestara desde sus primeros versos con una cimentada sabiduría.

    Hallazgo de la poesía. Juan Ramón Jiménez y Antonio Machado

    Hacia 1930 se comienza a despertar en Jesús Delgado Valhondo el gusto por la escritura y la necesidad de expresar sus emociones en forma de poemas que, de momento, no se atreve a publicar. Al mismo tiempo, sigue con su pasión por la lectura aunque comienza a realizarla de una forma selectiva y sistemática. Esta decisión provoca que comience a sentir preferencia por la poesía frente a la novela y por poetas concretos que ya conocía y lo habían seducido desde el primer momento como fue el caso de Juan Ramón Jiménez, cuya obra lírica será la primera que lea a conciencia, comenzando por Platero y yo que lo emocionó.

    Sin embargo, Valhondo aseguraba que el Nobel no lo influyó fuertemente, aunque reconocía la existencia de coincidencias emocionales pues, desde el primer momento, se había visto atrapado por la «honda emanación” espiritual de su lírica y su capacidad para crear un mundo propio y trascendente por medio de la esencia de la palabra: «Juan Ramón Jiménez, el portentoso poeta, el creador, por medio de la palabra, por arte y magia de la palabra, del mundo poético más generoso y espléndido de nuestro tiempo. […] Juan Ramón estrena siempre las palabras. Hay algunas que hasta que no las usó él parece que no hubiesen existido»[15].

    Después Jesús Delgado Valhondo conoció a fondo la poesía de Antonio Machado, que le atrajo por su esencialidad, intimismo y el uso de palabras cargadas de significado. Sin embargo, Machado nunca fue para Valhondo un modelo al que imitar sino un guía donde apoyarse para cimentar su incipiente estilo. La supuesta dependencia de estos poetas será un asunto que, posteriormente, se vería obligado a desmentir: «Sin estridencias, con seguro instinto, Jesús Delgado Valhondo ha ido construyendo a solas, impulsado por los manes lejanos de Machado y Juan Ramón, una obra poética de acusada personalidad, no sometida a modas ni regida por otros vaivenes que los movimientos de su corazón»[16].

    Lo mismo le sucedió con la semejanza de su concepción filosófica y la de Unamuno, pues Valhondo coincidió en tener idéntico carácter agónico sobre el que la existencia cargaba abrumadoramente su peso. Sin embargo, aunque haya que reconocer esta influencia, también se debe admitir que Jesús Delgado Valhondo tuvo una concepción filosófica más amplia porque aglutinó todas las preocupaciones existenciales, planteadas desde la antigüedad hasta su presente y, además, fue capaz de expresarlas líricamente en una extensa obra con una naturalidad no conseguida por otros pensadores que, por su dificultad, eludieron emplear el soporte poético para difundirlas.

    Además, entre Jesús Delgado Valhondo y sus modelos existen patentes diferencias, pues nunca entendió la poesía como una forma de vida al modo de Juan Ramón, ni como un refugio inactivo de su melancolía a la manera de Machado ni tampoco concibió la filosofía como un modo de crear al ser humano a la medida del que filosofa igual que sucedió con Unamuno. Y, en el caso de que exista algún paralelismo, siempre supone una garantía de que bebió en la fuente segura de la tradición culta.

    También por estas fechas, Valhondo conoce a través de la lectura a Rabindranat Tagore, poeta que le impresiona por su sensibilidad, su calidez, su concepción panteísta del mundo y su nostalgia por el tiempo pasado[17]. Paralelo a este encuentro, lee la antología editada por Federico de Onís[18], donde halla sorprendido la poesía hispanoamericana de Alfonsina Storni, Juana Ibarbouru, César Vallejo, Benjamín Taborga, Amado Nervo, Luisa del Valle y José Asunción Silva, cuyo poema «Nocturno» lo impresiona. Desde aquel momento, sentirá poderosamente la atracción de la palabra nueva y mágica de estos poetas hermanos.

    Pedro Caba y Eugenio Frutos

    A pesar de vivir en una ciudad provinciana de comienzos de los años 30, Jesús Delgado Valhondo entabla amistad con dos intelectuales, que influirán en su formación humana, intelectual y poética. Uno es Eugenio Frutos Cortés, escritor, poeta y catedrático de Filosofía del Instituto de Segunda Enseñanza de la capital cacereña que, más tarde, consiguió la cátedra de esta disciplina en la Universidad de Zaragoza. Y el otro era Pedro Caba, licenciado en Filosofía y Letras, filósofo y escritor, aunque su actividad laboral era la de policía. Durante la guerra civil, Caba fue encarcelado por sus ideas de izquierda y la familia de Valhondo lo ayudó económicamente hasta que logró salir del trance. Desde entonces mantuvieron una relación personal muy afectuosa y será Pedro Caba el que abra a su amigo las puertas a la publicación, cuando se encuentre destinado en Valencia.

    Jesús Delgado Valhondo los presentó en la tertulia de la farmacia de su hermano Juan y, desde entonces, se profesaron un aprecio mutuo y mantuvieron un fructífero contacto mientras coincidieron en Cáceres. Los tres solían entablar charlas animadas y formativas, en las que el joven Valhondo asimiló sus razonamientos filosóficos. Con ellos comenzó a indagar en el misterio de la naturaleza humana y fue adquiriendo la base existencial sobre la que asentaría más tarde su obra poética.

    Las inquietudes filosóficas de Frutos se identificaron con las preocupaciones existenciales de Husserl, Heidegger, Jasper y Unamuno, que se centraban en el problema entre la esencia y la existencia humana, la fugacidad del tiempo presente, el enigma de la vida que termina en la muerte y la contradicción entre temporalidad y eternidad.

    Pedro Caba, paralelamente, influyó en la concepción filosófica del joven Valhondo con estas ideas: el hombre debe realizarse personal y espiritualmente; el ser humano necesita buscar a sus semejantes, porque sólo a través de ellos logra comprenderse a sí mismo; el hombre necesita sentir la dignidad de ser humano; el conocimiento es la fuente de la felicidad y los seres humanos deben comulgar ideales, proyectos y recuerdos[19]. Pedro Caba fue admirador, como Frutos, de los existencialistas europeos y de Unamuno y, además, discípulo de Ortega, del que adoptó el deseo de mostrar los razonamientos filosóficos con un lenguaje más cercano al hombre común de la calle, aunque sin descuidarlo pues también se sintió seducido por las sorprendentes y ultramodernas imágenes de Ramón Gómez de la Serna.

    Frutos y Caba, profundos conocedores de la Literatura española, también orientaron a Valhondo sobre tendencias, autores y lecturas. Así conoció la tradición literaria española y, sobre todo, las corrientes vanguardistas, la Generación del 14 que Caba admiraba, y la Generación del 27 de la que Frutos formó parte. Ambos, además, descubrieron su valor como poeta, lo protegieron de los que pensaban que debía seguir la estela de la poesía regionalista[20], lo orientaron en sus comienzos líricos hacia una poesía personal que no se viera influida por las corrientes oficiales y fueron sus críticos más severos.

    Desde que Frutos se marche a Zaragoza y Caba a Valencia hasta bien entrados los años 70, Valhondo seguirá manteniendo relación con ellos a través de una intensa conexión epistolar, en la que frecuentemente le daban recomendaciones sobre la elaboración de un poema, lo orientaban en la edición de un libro, le escribían prólogos o le llamaban la atención cuando se salía de su camino personal. Valhondo reconoció este magisterio docente e intelectual asegurando que ambos lo había enseñado mucho, incluso a saber leer y pensar.

    TREVEJO, A SOLAS CON LA SOLEDAD

    En 1932, Jesús Delgado Valhondo se matricula en la Facultad de Farmacia de la Universidad Central de Madrid como alumno libre y aprueba el primer curso. Pero por entonces se promulga un decreto, que daba la posibilidad de conseguir el título de Maestro de Primera Enseñanza aprobando unas asignaturas. Valhondo las supera, obtiene el citado título el 8 de septiembre de 1933, después aprueba las oposiciones y el 12 de noviembre de 1934 toma posesión de su primer destino en Trevejo, un pueblecito situado al noroeste de la provincia de Cáceres.

    Con veinticinco años el nuevo maestro llega al pueblo y se entrega de lleno a su labor docente. En su tiempo libre recurre, como medio de evasión para soportar su soledad, a la lectura que, aunque más selectiva, sigue siendo muy variada: Fray Luis de León, San Juan de la Cruz, Santa Teresa de Jesús, Cervantes, Quevedo, Bécquer, Rubén Darío, Antonio Machado, Unamuno, Azorín, Valle Inclán, Benavente, Gómez de la Serna, Gabriel Miró, Pérez de Ayala, Juan Ramón Jiménez, Lorca, Alberti, Salinas, Prados, Dámaso Alonso, Miguel Hernández. Además leyó detenidamente Imitación de Cristo de Tomás de Kempis, conoció abundantes vidas de santos como la de San Pedro de Alcántara y profundizó en la obra de los poetas franceses citados.

    Otro de sus entretenimientos era pasear por los bellos alrededores del pueblo durante los que medita y contempla el paisaje, que se convertirá en su primera fuente de inspiración y en el responsable de que comience sistemáticamente a expresar en forma lírica pensamientos y emociones. También mitiga su soledad con una intensa relación epistolar, que lo mantiene conectado con sus amigos de Cáceres y grupos poéticos del país.

    De tarde en tarde, cuando sus obligaciones docentes se lo permiten y en vacaciones, Valhondo viaja a Cáceres y se mezcla con escritores y poetas, participa en actividades culturales como por ejemplo en la revista Cristal23 e interviene en tertulias (sobre todo en la que se celebra en la rebotica de la farmacia de su hermano Juan).

    Sin embargo, como ningún recurso mitiga plenamente su soledad, intensifica la escritura de poemas y el diálogo que entabla con su conciencia produce un beneficio lírico indudable, pues de ese ejercicio mental surge la imagen de un árbol solo [21], que será la base de su inspiración y la idea central de su obra poética. Es, por tanto, en este momento emocional cuando Valhondo comienza de hecho y conscientemente su creación lírica, aunque antes hubiera escrito poemas sueltos, incitado por sus lecturas poéticas y por el ambiente cultural en el que se había movido durante su adolescencia y su juventud.

    Canciúnculas. Conciencia de autoría

    Jesús Delgado Valhondo recoge los poemas de esta época en Canciúnculas, un muestrario de su primera poesía que, aunque vacilante, sirve para conocer su punto de partida y realizar un seguimiento de su evolución posterior hacia una expresión madura tanto en la forma como en el contenido, pues algunos de ellos tratan temas fundamentales en su poesía futura y contienen ya el timbre personal de su voz lírica.

    Paralelamente a las circunstancias que envuelven sus comienzos líricos, la cruda realidad de una época miserable como la de mediados de los años 30 deja secuelas en su espíritu. Así la situación de la escuela, la pobreza de sus alumnos y la falta de medios sanitarios y económicos de los habitantes de Trevejo fueron temas preocupantes para el joven maestro, que intenta paliar en la medida de sus posibilidades. Como consecuencia de la relación afectiva que entabla con la gente del lugar, siente una gran tristeza cuando se ve obligado a abandonar el pueblo.

    Hacia 1935, Valhondo compone un librito de circunstancia, titulado Las siete palabras del Señor, que fue producto de una crisis religiosa. El libro se lo dedica a Eugenio Frutos que, en correspondencia, le regala un poemario propio también resultado de intranquilidades religiosas parecidas a las de su amigo[22].

   GATA, CONTACTO CON EL EXTERIOR

    El 4 de abril de 1936 Jesús Delgado Valhondo contrae matrimonio con María Rodríguez Domínguez. Por entonces es un republicano convencido[23], que lleva la secretaría de la Enseñanza en la UGT de Cáceres. La guerra civil comienza. Valhondo no es movilizado por su lesión en la pierna pero, cuando la ciudad es controlada por el bando nacional, será detenido y depurado por profesar ideas republicanas. No obstante, aunque en un principio se le quiso condenar a veinte meses de suspensión de empleo y sueldo, al final fue sancionado con un traslado forzoso a Gata, donde ocupó una plaza de maestro el 1 de marzo de 1940.

    En este pueblo cacereño, sigue leyendo insistentemente y continúa reflexionando en su extraordinario entorno, donde se siente más cerca de sí mismo y de Dios a través del contacto y la contemplación de la naturaleza. No obstante su carácter melancólico cuando estaba solo, le produce una continua y profunda melancolía. Aunque este carácter fue consustancial a su personalidad, será esta sensación negativa la que lo llevó, para calmar sus intranquilidades y soportar su soledad, a continuar escribiendo poemas que reunirá en un libro titulado Pulsaciones[24], donde se desprende de influencias y va tomando el pulso personal que hará característico en libros sucesivos, no sólo porque adquiere mayor experiencia lírica, sino también por el ambiente apropiado que encuentra en su nuevo destino para la creación poética.

    A la vez, en Gata, continúa su labor educativa ejerciendo una especie de docencia poética con sus alumnos, que iba encaminada a suscitarles el gusto por la lectura. También participa en su ambiente cultural como un modo de superar el aislamiento y de aprovechar el tiempo: «Mi estancia en los pueblos donde he ejercido mi magisterio ha sido siempre un ‘centro’ cultural […]. En Gata, tuve tertulias literarias. Estábamos suscritos un grupo de personas, médicos, maestros, propietarios, veterinarios … a revistas como Novelas y cuentos«[25].

    Intensificación de las relaciones con el exterior

    Desde Gata, animado por su entorno propicio, Valhondo aumenta las conexiones epistolares iniciadas en Trevejo con el exterior, lee revistas literarias que, desde Cáceres, le envía su hermano Juan (Intus de Salamanca, Intimidad poética de Alicante, Odiel de Huelva, Proel de Santander, Bernia de Valencia …), se atreve a colaborar en algunas y, a través de ellas, se mantiene al día sobre las tendencias líricas del momento. Estas referencias de primera mano le sirven para adecuar su estilo a la poesía más cercana a sus intranquilidades, imprimiéndole un tono cada vez más seguro, personal e independiente.

    Mientras, completaba su tiempo libre con frecuentes lecturas y alguna esporádica colaboración en el periódico Extremadura de Cáceres que, además de ampliar sus contactos con el mundo exterior, lo enriquecían humana, espiritual y familiarmente: «Cuando he regresado, he pensado en la trascendencia espiritual de mi visita. Tu casa, cálida y acogedora; tus libros queridos […]; tu doncella de cuento de Zohengrín, con una risa en sus ojos esquimales; tu hijo mayor[26] pensativo como un ángel, tu esposa digna de ti, y tu charla ¿Qué más puedo traer de la visita a un poeta que esos recuerdos imborrables, de poesía?»[27].

    Sin embargo, cuando pasa una época de equilibrio emocional, su tranquilidad es alterada por la muerte de su madre el 11 de septiembre de 1938 y, cinco meses después, de su hermana Luisa. Estos hechos, que le impresionan fuertemente, lo hacen refugiarse más en sí mismo y sufrir frecuentes depresiones, que logra superar con sus viajes a Cáceres en cuyo ambiente literario se relaciona con Pedro de Lorenzo, Leocadio Mejías, Eugenio Frutos, Juan Fernández Figueroa, Pedro Caba, Tomás Martín Gil, Pedro Romero Mendoza, José Canal y Fernando Bravo. Con ellos, sin importarle sus tendencias ideológicas, comparte lecturas e inquietudes, organiza actividades y asiste a tertulias en casa de Pedro de Lorenzo o del conde de Canilleros, Miguel Muñoz de San Pedro.

    No obstante, a pesar de sus buenas relaciones, al final de la década de los años 30, sólo había difundido sus poemas entre sus allegados y a través de alguna colaboración en revistas como la madrileña Nueva España, donde publica dos poemas de Pulsaciones[28]. Por esta razón, comienza a sentir la necesidad de tantear la opinión de personas con prestigio sobre su poesía y se atreve a confiar Canciúnculas, libro terminado, y El año cero, en elaboración, a Pedro Caba, pero éste le responde que «los poemas de El año cero me gustan extraordinariamente. Las Canciúnculas no tienen tanto acierto en las imágenes y en los juegos de ritmos»[29].

    Desanimado por este juicio sobre los poemas de su primer libro, Jesús Delgado Valhondo entiende que necesita elaborar más sus reflexiones líricas y pasa un tiempo durante el que su preocupación primera es limar sus versos hasta la saciedad. Esto explica que los poemas originales de Canciúnculas y Pulsaciones estén repletos de correcciones y que no mostrara interés en difundir este último libro, pues utilizó sus páginas en blanco como borrador de El año cero que, más tarde, incluiría en su edición definitiva.

    A comienzos de la década de los años 40, Valhondo comienza a notar los beneficios de sus relaciones epistolares con el exterior, pues conecta con focos literarios, culturales e intelectuales de Madrid, Valencia, Alicante, Zaragoza, Huelva, San Sebastián, Cádiz y Badajoz. Se relaciona con poetas y escritores representativos de estos focos: Vicente Aleixandre, José Luis Cano, José María Valverde, Jorge Campos y Juan Aparicio (Madrid). Pedro Caba y José Luis Hidalgo (Valencia). Eugenio Frutos (Zaragoza). Francisco Garfias (Huelva). Manuel Molina (Alicante). Gabriel Celaya (San Sebastián). Julio Mariscal Montes (Cádiz) y Manuel Monterrey (Badajoz). Es reconocido unánimemente, desde estos puntos geográficos diversos y distantes, como un poeta con voz personal. Publica un libro (Hojas húmedas y verdes) y poemas en revistas de alcance nacional. Tiene por consejeros a críticos objetivos y autorizados en los momentos que más necesita de opiniones orientadoras. Y se gana el aprecio humano y lírico de personas que únicamente lo conocen por sus cartas y por su poesía.

    Estas intensas y variadas relaciones establecidas por Valhondo desde su exilio provinciano, muestran la singular personalidad humana y poética que gozaba desde sus comienzos líricos. Así, animado por Pedro Caba y Eugenio Frutos, que lo consideraban un poeta auténtico ante la poesía cerebral y retórica (que, según ellos, se hacía entonces), Valhondo toma conciencia de autoría y se decide a pasar a máquina, ilustrar y encuadernar sus tres primeros libros (Canciúnculas, Las siete palabras del Señor y Pulsaciones). A la vez intensifica su capacidad de difusión y obtiene sus primeros frutos pues Ricardo Blasco, director de la revista Corcel[30] de Valencia, le publica varios poemas en el «Segundo pliego» (nº 2).

    Conexión con el grupo alicantino de Miguel Hernández. Hojas húmedas y verdes

    Jesús Delgado Valhondo, a comienzo de los años 40, lee por primera vez a Miguel Hernández a través de Lola Mejías, mujer de Eugenio Frutos, que le envía cuatro versos de «Égloga» y del mismo Frutos que, en una carta posterior, le manda la «Elegía a Ramón Sijé». Desde este momento Valhondo siente por Miguel Hernández una fuerte atracción, que lo anima a localizar a sus amigos por medio de cartas.

    Así, a finales de 1942, contacta con el grupo alicantino de Manuel Molina, Vicente Ramos y Carlos Fenoll, que habían formado con Miguel Hernández el grupo poético de Orihuela, en cuya revista Intimidad poética Valhondo publica varios poemas que dejan una buena impresión. Esta acogida positiva y la impaciencia que sentía por editar y saber qué opinaba la Crítica de un poemario suyo, provocan que a finales de 1943 se atreva a enviar a la Colección Leila, dependiente de Intimidad poética, el libro titulado Hojas húmedas y verdes sin dar cuenta del envío a Caba ni a Frutos para evitar críticas desalentadoras. Así, a mediados de 1944, Hojas húmedas y verdes se convierte en el primer libro de poemas editado por «Jesús Delgado», cuyo prólogo fue realizado por Manuel Molina.

    Hojas húmedas y verdes tiene una importancia capital en la obra poética de Valhondo pues, por un lado, es la continuación, conexión y síntesis de su primera poesía y, por otro, supone el punto de partida y el germen de su lírica madura, donde aparecen expuestos rasgos formales y de contenido que, posteriormente, conformarán su estilo personal y el núcleo temático de su obra poética, que será la soledad humana, ahora planteada con nitidez.

    Formalmente Hojas húmedas y verdes está formado por cinco poemas nuevos y una selección antológica de poemas de Canciúnculas, Pulsaciones y El año cero, libro que Valhondo deseaba publicar hacía años, mucho antes de concebir Hojas … pero que, por aquella opinión desfavorable de Caba, decidió aplazar para seguir limándolo. La edición de Hojas húmedas y verdes se realizó en forma de folleto y tenía una presentación atractiva, pero Valhondo no quedó conforme por sus erratas y la crítica que Pedro Caba le hizo del título por su tono becqueriano.

    Pero enseguida se animó cuando Manuel Molina le comunica que Vicente Aleixandre opinaba que, incluso con erratas, era un buen poeta. Este comentario, aparte de infundirle mucho vigor, fue el pretexto para iniciar una relación epistolar con Aleixandre, que siempre valorará positivamente su poesía, y para que lea con entusiasmo la poesía del futuro Nobel y se vea influido por su concepción universal del ser humano. Esta influencia consentida será paralela al cambio formal que Valhondo iniciará en Aurora. Amor. Domingo y tendrá su culminación en Un árbol solo desde una poesía de corte tradicional a otra narrativo-descriptiva como la de Aleixandre[32].

    Las restantes críticas recibidas de su primer libro editado destacaron unánimemente la frescura de su verso cálido y sentido: «Recibí sus Hojas. Estamos por aquí tan ensonetados y llenos de poesía fría, bien medida y compuesta, pero que no dice nada, que sabe bien leer algo escrito con sinceridad y vocación poética y no con arte de laboratorio o falsa artesanía», le dice Jorge Campos[33]. Esta positiva opinión anima a Valhondo a enviar El año cero en septiembre de 1944 a este crítico para que se lo editara en Índice, pero su intento resulta fallido.

    Ampliación de relaciones. Primeros artículos

    Jesús Delgado Valhondo continúa con el intento de extender sus relaciones exteriores y conecta con el grupo poético onubense de Francisco Garfias en cuya revista, Odiel, edita poemas, con el círculo literario madrileño de su amigo Leocadio Mejías, donde se encontraban Emilio Carrere y Alfredo Marqueríe, y con el grupo poético valenciano de Vicente Gaos[34] a través de Pedro Caba que estaba destinado en la capital levantina, donde califican la poesía de Valhondo como propia de un poeta con voz singular.

    Así, contento por las relaciones y críticas positivas que estaba obteniendo, Valhondo comienza en 1944 a publicar artículos en prosa. El primero fue «La risa en el niño», donde ya se detecta su concepción trágica de la vida: «El niño debe reír […] porque el tiempo-vida le traerá la tragedia en sí, penas, sufrimientos y contrariedades. […] Que rían los niños […] para que mañana sepan luchar y conservar la fortaleza contra las adversidades, pródiga la vida en ellas»[35]. El segundo artículo titulado «El monasterio de Guadalupe», muestra una prosa que sublima la realidad a través de un lirismo no exento de misterio: «El otoño tiende sus brazos hacia el invierno, el sol juega con la lluvia y salta en la cuerda del arco iris. Entre las galerías del Monasterio pasean ahora meditando los frailes franciscanos […] ¡Qué fácil es la vida desde aquí!»[36].

    Por estas fechas supera el primer curso de practicante en Medicina y Cirugía en Salamanca, donde ha entrado en contacto con el dolor humano durante las prácticas. Esta vivencia adversa lo pondrá más cerca de la caducidad humana y teñirá progresivamente su poesía de angustiados anhelos de encontrar a Dios, para que le explicara la razón de tan penosa realidad. No obstante también aprovecha para contactar primero con Emilio Salcedo y Juan Crespo y, después, con José Ledesma Criado y Juan Ruiz Peña, directores de la revista y del grupo Álamo, con los que mantendrá una fructífera relación literaria. Además edita poemas en Proel[37], animado por José Luis Hidalgo, y en Garcilaso[38] a través de su amigo Pedro de Lorenzo, director y componente del grupo fundador de la revista.

    Creación de la revista Alcántara

    En 1945, Jesús Delgado Valhondo funda, durante una tertulia en la rebotica de la farmacia de su hermano Juan, la revista Alcántara con Fernando Bravo, José Canal y Tomás Martín Gil, tres amigos íntimos con los que solía charlar sobre los temas más candentes y en especial sobre los que afectaban a Extremadura. La creación de Alcántara se debió a que «el ambiente cultural de nuestra región acusa en los tiempos presentes un tan elevado nivel de inquietudes y realizaciones en todos los órdenes, que se hace imprescindible crear el instrumento idóneo que recoja todo ese movimiento y, a la vez, actúe como su difusor eficaz»[39].

    Alcántara comenzó a publicar el 10 de octubre de 1945 con un exiguo capital de 200 pesetas, que aportaron los fundadores. La primera colaboración de Jesús Delgado Valhondo será el poema titulado «El recuerdo», al que seguirán otros poemas, narraciones, ensayos y, a partir del número 33, la sección titulada «Notas breves de dentro y de fuera», que firmará con el nombre de «José de la Peña»[40].

    Este apartado tenía un carácter informativo, pero en ocasiones levantó polémicas por los comentarios mordaces que contenía contra grupos, instituciones y personas o por las denuncias sobre la falta de suplementos literarios, científicos y artísticos en los diarios españoles o sobre la situación de abandono en que se encontraban los poetas provincianos: «[…] El tema de la discusión nos parece interesante para críticos, no para poetas. Con tanta anatomía sobre la poesía la van a disecar y no nos van a quedar nada para los pobres de provincia, los que no somos más que lo que Dios quiere»[41].

    A partir del número 37 de 1950, Valhondo aumentará su colaboración con la sección titulada «Al margen de los libros», donde comenta poemarios recibidos en la sede de Alcántara. Aparte de esta estrecha colaboración, acercó a la revista cacereña escritores de la categoría de José María Valverde y se preocupó por su situación cuando sufrió altibajos y peligró su continuidad.

    ZARZA DE ALANGE, FUERTES VIVENCIAS EXISTENCIALES

    Cansado de vivir en Gata, Jesús Delgado Valhondo pide traslado a Cáceres y a Mérida, pero no lo consigue por falta de la puntuación necesaria. Entonces solicita una plaza en Zarza de Alange, donde tenía familia, y la obtiene en septiembre de 1946.

    Desde este pueblo, situado a 25 kilómetros de Mérida, realiza esporádicas visitas a su ciudad natal para salir del anquilosado ambiente pueblerino, que le provoca agudas angustias vitales. Valhondo se desplazaba animado con sus últimas creaciones al encuentro con sus amigos emeritenses que tenían, por aquellas fechas, una tertulia y lo esperaban con especial interés o los recibía entusiasmado cuando ellos se acercaban a visitarlo[42]. Valhondo disfrutaba sobremanera con estos encuentros, pues siempre conservó con sus amistades un carácter espléndido de marcados ademanes, voz potente, sinceridad sin tapujos y una presencia singular tambaleante, atenuada con el uso de bastones que le gustaba coleccionar.

    Paralelamente, continúa con su actividad literaria y, en 1947, envía a Pedro Caba una novela para obtener su opinión, participa en Verbo[43] y poco a poco consigue abrirse camino en el panorama literario regional hasta el punto de aparecer en la relación de valores extremeños elaborada por Antonio Reyes Huertas en 1948[44].

    La II Asamblea de Estudios Extremeños. Reencuentro con Cáceres

    En 1949 se celebra en Cáceres la II Asamblea de Estudios Extremeños, donde Jesús Delgado Valhondo se relaciona con intelectuales de prestigio como José María Cossío y Joaquín Montaner, se reencuentra con amigos y escritores cacereños y conecta con el grupo de Badajoz (Antonio Zoido, Enrique Segura Otaño, Enrique Segura Covarsí, Julio Cienfuegos, Manuel Monterrey, Manuel Terrón Albarrán, Rodríguez Perera, Manuel Pacheco)[45]. Este contacto será muy fructífero, pues le abre las puertas a la colaboración en el periódico Hoy y le prepara el camino para, cuando años más tarde, se traslade a la capital pacense.

    La II Asamblea fue un acontecimiento cultural relevante, donde Valhondo no sólo amplia relaciones humanas e intelectuales sino además consigue críticas laudatorias y unánimes[46]. Incluso, José María Cossío, que le oyó recitar sus poemas, quedó tan gratamente impresionado que le ofreció introducirlo en Madrid y el puesto vacante de Miguel Hernández en su revista Los toros. Sin embargo, Valhondo rechazó el ofrecimiento y, años después en épocas de decepción, se lamentará de no haberlo aceptado.

    Por estas fechas también conoce, por medio de Tomás Martín Gil en la tertulia de la farmacia de su hermano Juan, a Antonio Rodríguez-Moñino, a Enrique Pérez-Comendador y a su mujer Magdalena Leroux, que formaban un matrimonio de artistas de renombre internacional (él era escultor y ella pintora). Entre ellos se establece una grata amistad y Valhondo dedica a la pareja la segunda parte de La esquina y el viento (cuya edición aparece ilustrada con un dibujo de la pintora), y a Moñino la cuarta parte.

    Sin embargo, el reencuentro con Cáceres le trae recuerdos nostálgicos de sus antiguos maestros ya fallecidos y de un pasado que cada vez le cuesta más aprehender mentalmente[47].

 

    El año cero

   Jesús Delgado Valhondo sigue con su empeño de publicar este libro, pero el proceso sufrirá múltiples avatares y le costará numerosas decepciones. A mediados de 1945, Juan Aparicio7 le pide un libro para publicarlo y le manda dos ( y [48] AdonaisProel Halcón

    A pesar de estas decepciones, a finales de 1948 se lo envía a Gabriel Celaya que desde un principio se interesa por El año cero, pero la edición se demora y Valhondo se impacienta. Celaya le contesta pidiéndole calma y le reitera su intención de editárselo en cuanto le fuera posible. Mientras, intenta que la organización de la II Asamblea de Estudios Extremeños, donde había llamado la atención por su voz personal, le publique el poemario pero, al final, este deseo no se cumple y tiene que seguir esperando a que le llegara el turno en Norte que, por entonces, se encontraba publicando a Cela y Leopoldo de Luis.

    Paralelamente, Valhondo se encuentra elaborando poemas para La esquina y el viento y se muestra muy sensible ante los sucesos de su entorno. Por esta causa denuncia el estado de ruina en que se encuentran monumentos históricos como el templo de San Benito de Alcántara[49].

    Por fin, a comienzos de 1950, El año cero es publicado en la Colección Norte de Celaya[50] con prólogo de Pedro Caba y la firma de «Jesús Delgado». Aunque este libro era su segundo poemario editado, Valhondo lo consideraba el primero como se puede deducir del título que indica un punto de partida. El libro está formado con poemas de Canciúnculas, Pulsaciones, su borrador y Hojas húmedas y verdes más otros poemas escritos posteriormente. Por tanto El año cero es una síntesis antológica de su primera poesía, ampliada con poemas nuevos que suponen un ahondamiento en sus preocupaciones (Dios, la soledad, el tiempo y la muerte) y un afianzamiento de los temas y el estilo que, poco a poco, va haciendo característico de su poesía.

    Gabriel Celaya se encontraba muy satisfecho con el resultado de El año cero, pues le cubrió el déficit de libros anteriores[51] y suscitó en la crítica opiniones alentadoras: «Libro primerizo lleno de auténtico sabor poético», opinó Leopoldo Panero[52]. Además, Valhondo estuvo recibiendo comentarios laudatorios en los años siguientes de amigos como Manuel López Robles o Pedro Caba, que se encargaron espontáneamente de difundirlo por Hispanoamérica, Portugal, Francia e Italia.

    Estos resultados favorables colman la satisfacción personal de Valhondo, pero al mismo tiempo le exigen profundizar en su espíritu para conseguir una expresión de sus sentimientos cada vez más fiel a su conciencia. Esta exigencia le supone tal esfuerzo anímico que lo lleva a sentirse progresivamente más intranquilo consigo mismo y a estar especialmente preocupado por la falta de espiritualidad, que observa en su entorno[53].

    La esquina y el viento

    Jesús Delgado Valhondo, mientras está pendiente de la edición de sus poemas, no deja de atender a múltiples actividades[54] intentando en buena medida olvidar las preocupaciones trascendentes, que van invadiendo su espíritu y su poesía. Esto se observa en que progresivamente elimina los aspectos más amables, como se puede comprobar en su siguiente libro de poemas, La esquina y el viento, que ya tiene preparado para publicar.

    Primero intenta su edición en Extremadura y se lo envía en abril de 1951 a Manuel Terrón Albarrán, para que se lo publique en la Colección de Poesía Alor, que acaba de ser creada en Badajoz. Ante la falta de respuesta, presenta el libro al Premio Adonais pero, aunque obtiene una mención honorífica, no consigue que se lo editen.

    No obstante, su prestigio va en aumento y se le invita a participar en actividades culturales, donde se le trata con la admiración que le reporta el éxito de sus libros y la poesía sentida y sincera que contienen[55]. Además, sus versos comienzan a ser imprescindibles en actos literarios, que tienen como centro la poesía regional como la Velada de Poesía Extremeña, organizada por el grupo «France-Poesie» en París a comienzos de 1952, donde se leen poemas suyos y otros de Rodríguez Perera, Terrón Albarrán, Manuel Monterrey, Manuel Pacheco, Eugenio Frutos, Díaz de Entresotos y Álvarez Lencero.

    Este interés por su persona y su poesía será característico a lo largo de la década de los años 50, en la que Valhondo amplía el círculo de sus relaciones literarias, recibe opiniones que coinciden en el descubrimiento de un estilo poético singular, aumenta su producción literaria a cuatro poemarios y un libro de relatos e intensifica por cartas sus relaciones.

    A la vez continúa con su propósito de publicar La esquina y el viento y centra su atención en Santander, donde en febrero de 1952 contacta con José Hierro, que dirigía junto a Víctor F. Corugedo y Aurelio G. Cantalapiedra la Colección Tito Hombre. Enseguida Valhondo recibe una respuesta positiva sobre la publicación del libro, pero con la advertencia de que sería en una edición más reducida que la enviada. En noviembre de 1952, La esquina y el viento ve la luz en la imprenta de los hermanos Bedia con dos presentaciones: una en formato folio y, otra, en tamaño cuartilla. El libro era el número 11 de la Colección y tuvo una tirada más amplia de la normal para compensar la pérdida económica sufrida con la edición del libro anterior (uno de Cernuda), que la censura había secuestrado.

    En La esquina y el viento, Jesús Delgado Valhondo comienza a sentir el fracaso de su búsqueda de Dios y a conocer que su imperfección humana lo hace depender excesivamente del tiempo y de la muerte contra la que no tiene fuerza física ni espiritual que oponer. De ahí que muestre una patente inseguridad anímica, cuando trata de calmar sus intranquilidades que ahora comienzan a angustiarlo sobremanera.

    Valhondo difunde el libro a nivel nacional y recibe críticas que insisten en destacar su poesía sencilla, transparente, verdadera y sentida: «tu filiación de poeta sencillo, limpio de fáciles retóricas y de cubiletes rítmicos. Y limpio, también, de complejos conceptuales y de complicaciones ideológicas», le dice Jacinto López Gorgé[56]. Otros elogios parecidos recibirá de Lázaro Carreter, Alarcos Llorach o Pedro Caba, que le proporcionan el reconocimiento de críticos de renombre, sin necesidad de residir en Madrid y sin haber ganado un premio importante en un concurso oficial.

    El éxito de La esquina y el viento produce a Valhondo beneficios inmediatos, pues le aceptan poemas en publicaciones literarias de prestigio como las revistas Índice y Poesía española de Madrid. Alentado por esta excelente acogida, amplía sus horizontes provincianos visitando la capital, donde conocerá personalmente el ambiente poético, las tendencias líricas vigentes y a poetas de la talla de Gerardo Diego con el que congeniará.

    Yo soy el otoño

    En 1953, Jesús Delgado Valhondo publica en el número 5 de los Cuadernos de Alcántara[57], su primer libro de cuentos que incluye varias narraciones cortas: «Yo soy el otoño» (que da título al libro), «Como pasamos la noche bajo el sueño», «Mañana vieja», «Mi suicidio», «La vida en los muebles», «El viajante» y «El matón». Estos relatos se encuentran precedidos por un prólogo, cuyo autor anónimo (¿José Canal?) titula «Poemas con ‘carne’» para advertir que se trata de narraciones con un fondo trascendente como su poesía.

    En estos relatos de Jesús Delgado Valhondo, el argumento es un mero pretexto para exponer sus preocupaciones, en general influidas por las vivencias existenciales que antes ha tratado en sus versos. Sus protagonistas son generalmente seres cotidianos que intentan realizar deseos insatisfechos o se ven afectados por el tiempo y la muerte o la imposibilidad de hallar a Dios o de conocerse a sí mismos. Algunos de ellos son seres desvalidos que, a las imperfecciones propias de su condición humana, tienen que añadir un grave problema físico o mental por el que experimentan la soledad de todo ser humano y, además, el desamparo sufrido por los seres marginales.

    Esta humana y trascendente temática se encuentra aderezada por aquella sabia mezcla de misterio y lirismo detectada en sus primeros artículos, que ahora expone con una extraordinaria capacidad de síntesis: «Estaba el Padre Pedro delgado, seco, a mejor decir; parecía hecho sólo de fibras, muy ensimismado en su murmullo interior, árbol en un desierto, manantío en un pedregal, única nube de un cielo»[58].

    Practicante en Medicina y Cirugía

    En septiembre de 1953, Jesús Delgado Valhondo comienza por libre el segundo curso de Practicante en Medicina y Cirugía en Cádiz, porque desde Zarza de Alange había menos distancia a la capital gaditana que a la salmantina, donde aprobó el primer curso cuando se encontraba en Gata. Además, Cádiz era una ciudad en la que tenía amistades y relaciones literarias desde que, en 1950, el poeta Julio Mariscal Montes, director de la revista Platero, lo invitara a participar en la publicación. A partir de este momento, Valhondo afianza su relación literaria con el grupo Platero y establece amistad con Fernando Quiñones, Sordo Lamadrid, Carlos Edmundo de Ory, Pilar Paz y José María Pemán, con los que mantiene conversaciones literarias durante sus estancias en la capital gaditana.

    Obtenido el título de practicante, Valhondo ejerce en Zarza de Alange esta segunda profesión, que lo mantiene muy cerca del dolor de la gente común, afecta negativamente su concepción vital y moldea positivamente su sentir poético. Así su lírica se va llenando de una mayor trascendencia cuando comprueba día a día la fragilidad del ser humano, que ahora siente con frecuencia en su cercana relación con enfermos y moribundos.

    No obstante, Jesús Delgado Valhondo estudió y ejerció esta profesión para compensar el sueldo mísero de los maestros de entonces[59]. Pero su sentido trascendente de la existencia convirtió enseguida esta profesión en una especie de labor humanitaria y espiritual a través de la que se acercaba al ser humano, encontraba a Dios en sus criaturas, mitigaba el dolor ajeno y atenuaba el propio compartiéndolo con los demás. No obstante, el contacto incesante con el sufrimiento humano lo afectó sobremanera y dejó de ejercer el oficio. Las causas fueron su impotencia ante la enfermedad incurable de un niño de seis años y la escasa valoración social del practicante[60].

    Todas estas preocupaciones existenciales serán la base temática del libro La muerte del momento, que está componiendo por estas fechas. No obstante, sigue participando en actividades literarias e imparte una conferencia titulada «Génesis y síntesis del poema» en el Liceo de Mérida, publica poemas en el periódico Hoy y edita en Poesía española (Madrid), Arcilla y pájaro y Anaconda (Cáceres), Mérida (semanario de su ciudad natal), Estría (Roma), Platero (Arcos de la Frontera) y Dabo (Palma de Mallorca).

    Elogios de Juan Ramón Jiménez

    En 1954 le sucede un hecho especialmente significativo. Recibe carta de Juan Ramón Jiménez, que elogia sus poemas de La esquina y el viento y destaca su voz natural, cálida y honda: «Mi querido Jesús Delgado Valhondo: Gracias, poeta, por su libro ‘La esquina y el viento’, que me ha retenido mucho. Un libro tan naturalmente escrito y con la misma hondura diaria conque jira la rueda de un carro por un camino o como entra y sale el agua como aceña de un molino, carro y agua que hacen su faena cotidiana tan cumplidamente, es un regalo para mí. Esa manera de decir su vida, me satisface; esa tensión como sin usted quererla ni saberla, a fuerza de ser corriente; igual que mirar o como oír con hondura. Que llegue usted en su dar diario a donde puede. No lo evite usted. Su amigo»[61].

    Años más tarde, Ricardo Gullón difundirá esta opinión elogiosa que, sobre la poesía de Valhondo, escuchó al poeta de Moguer: «Aquí traigo un libro, La esquina y el viento, de Jesús Delgado Valhondo nutrido de la mejor poesía moderna»[62]. También Gullón citará este otro comentario del Nobel donde mostraba aprecio por la lírica del poeta extremeño: «[…] Juan Ramón elogiaba en la intimidad poemas de Gerardo Diego y José Hierro, de Unamuno y de poetas menos conocidos, como Pilar Paz o Jesús Delgado Valhondo, de quienes me leyó versos muy hermosos»[63].

    Este reconocimiento supuso para Jesús Delgado Valhondo un aumento de su prestigio y un gran aliento moral, pues le reportó una enorme satisfacción y una sólida confianza en su capacidad lírica: «No me atrevía a utilizar la palabra ‘poeta’ hasta que me lo dijo Juan Ramón Jiménez; entonces comencé a darme ánimos y garantías», comentó humildemente.

 

    La muerte del momento

    A principios de 1953, Jesús Delgado Valhondo intenta publicar su libro de poemas La muerte del momento creando una Colección Poética para aliviar sus problemas editoriales y ayudar a otros poetas que sufrían su misma penuria, pero finalmente no conseguirá llevar a cabo este proyecto. Por esta razón se dirige a las revistas La isla de los ratones de Santander y Dabo de Palma de Mallorca y a las Colecciones Neblí y Mirto y laurel de Madrid. Pero, a mediados de 1955, el libro continúa inédito porque tenía que esperar mucho o bien porque no le interesaron las condiciones económicas que le proponen.

    Por entonces, Manuel Monterrey y Luis Álvarez Lencero, que editaban en Badajoz la revista poética Gévora[64] donde había publicado ya varios poemas, le venían insistiendo en que editara un libro en ella para darle renombre. Ante esta propuesta, cansado de intentar la publicación del libro, les envía el original de La muerte del momento, que es publicado el 30 de junio de 1955 en el nº 32 de Gévora.

    La muerte del momento es una radiografía lírica de su estado espiritual en un día cualquiera de su vida en Zarza de Alange, donde se palpa el aumento de su soledad, la certeza de su propia imperfección y la toma de conciencia de sus semejantes. Esto sucede cuando advierte que sus problemas existenciales no son exclusivos de él, sino también de seres cercanos (especialmente sus hijos) que sufren igualmente los embates del tiempo, las circunstancias de una vida sin horizontes y el acoso del dolor y la muerte. Sin embargo, a pesar del sentimiento tan sincero y conmovedor que Jesús Delgado Valhondo vierte en su nuevo libro, la corta tirada de Gévora y su pobre presentación a ciclostil contribuyeron a que el libro se difundiera deficientemente y él no recibiera comentarios dignos de mención.

    Paralelamente, continúa sus relaciones literarias publicando en las revistas Malvarrosa (Valencia), Alor y Gévora (Badajoz), Poesía española (Madrid) y Rumbos (Barcelona). Además es incluido en la Historia y antología de la poesía española por Federico Carlos Sainz de Robles, que volverá a contar con él en las sucesivas ediciones de esta obra.

    Además, el diario regional Hoy le publica otras colaboraciones, que le servirán de base para entablar estrechas relaciones con el periódico, cuando se traslade a Badajoz años más tarde. También colabora en el semanario Mérida de esta ciudad, como corresponsal de Zarza de Alange, y con una especie de greguerías tituladas «Llamas de candil», que son unas frases cortas en cuya composición intervienen el lirismo, los juegos de palabras y el ingenio: «Aquellos álamos hacían bolillos». «Las hojas del eucalipto son navajas sin madurar». «El gallo es monárquico, va dejando en sus huellas flores de lis».

    «Cantando a Extremadura. Cielo y tierra»

    A comienzos de 1956, Jesús Delgado Valhondo irradia entusiasmo cuando habla de Extremadura y su gente[65]. Esta euforia se debe a la realización del Plan Badajoz, que transforma las tierras secas de las orillas del Guadiana en una vega productiva. Tan patente realidad lo lleva a imaginar un horizonte repleto de esperanza para su atrasada región e, incluso, a detectar un resurgimiento cultural que está transformando también el espíritu y la dignidad de los extremeños[66]. Su espíritu apasionado y solidario, propio de un extremeño de corazón, se sintió gozoso cuando esta muestra de progreso le advertía que siempre quedaba la esperanza de un mundo mejor en el que Extremadura, una región secularmente atrasada, tenía la oportunidad de regenerarse como demostraba la transformación física que se había producido en el paisaje de las márgenes del Guadiana.

    Coincidiendo con este momento emotivo, su relación con Badajoz llega a su punto culminante cuando consigue el primer premio de los Juegos Florales organizados por el Ayuntamiento con un extenso poema titulado «Cantando a Extremadura. Cielo y tierra», que será publicado a mediados del año en el periódico Hoy (28-6-56).

    «Canto a Extremadura», título con que lo denominaba el poeta, es la descripción lírica de la visión espiritual, mística y mítica que tiene el poeta de su tierra, de su paisaje y de la gente que lo habitaba. El “Canto” tiene un estilo vigoroso, una lengua transparente y un cálido tono épico, que hacen ágiles los extensos alejandrinos, cercanos los insistentes serventesios y creíbles los sentimientos que expresa el poeta de una forma subjetiva.

    En el «Canto a Extremadura», resultado de la etapa animosa por la que atraviesa, aparece un hombre nuevo, entusiasta y eufórico, que se ha desprendido momentáneamente de su pesada carga de preocupaciones y siente la dignidad de ser extremeño por tener un pretérito enraizado en una profunda tradición, un presente en el que experimenta el orgullo de vivir en Extremadura y un futuro al que augura un horizonte esperanzador repleto de agua abundante y trabajo.

    Curso de verano en Santander. La montaña

   En el verano de 1956, Jesús Delgado Valhondo asiste al curso «III Conversaciones sobre Educación Primaria. Educación y Didáctica» en la Universidad Menéndez Pelayo de Santander como becario del Ministerio de Educación y Ciencia. Allí conoce y traba amistad con Emilio Alarcos Llorach, Fernando Lázaro Carreter y Adolfo Muñoz Alonso, director del curso.

    Este viaje a Santander y la experiencia universitaria resultante fue para Valhondo muy provechosa, porque conoció a personas de una alta categoría intelectual, recibió consejos poéticos, cultivó la dialéctica y amplió relaciones humanas y literarias. Además, las vivencias de su comunión con el paisaje montañés dará como resultado La montaña, libro de poemas que es editado el 1 de abril de 1957 en la imprenta de los hermanos Bedia. Es el número 2 de la Colección La cigarra, está dedicado a Adolfo Muñoz Alonso y varios poemas a personas que conoció el autor en su estancia santanderina. El libro lleva dos dibujos de Ricardo Zamorano. Uno representa la Montaña y, otro, el lugar donde se encuentra enterrado el inquisidor Corro.

    La montaña es un ejemplo del enfoque espiritual con que Jesús Delgado Valhondo impregnaba sus vivencias cotidianas. Así una experiencia docente se traduce en un libro de poemas, donde muestra la intensidad emocional, el sentido trascendente y el fondo religioso con que enfocaba cualquier acto de su vida. De ahí que, aparte de sus gratas y animosas charlas sobre la poesía y el hecho poético, su estancia en Santander afectara no sólo a su espíritu sino también a su evolución poética.

    Por este motivo su visión de la Montaña no se quedó en una mera observación plástica, sino que la tradujo en una experiencia espiritual que será el cénit de su concepción religiosa y trascendente de la existencia, pues creyó que allí se produciría el anhelado encuentro con Dios. Pero la divinidad sólo le muestra su tremendo poder a través de la fuerza impresionante de la naturaleza (su obra) y lo llega a conmocionar tan negativamente que el impacto sufrido divide su obra poética en un antes esperanzado y un después angustioso.

    Lázaro Carreter subrayó el elevado componente espiritual del libro: «El hombre de tierra adentro se ha volcado, ante el deslumbramiento de esta extraña Castilla marinera, en un cántico que es, a la vez, loor y examen de conciencia, gustosa auscultación de los propios latidos más que himno de júbilo ante la luz y el mar de la Montaña»[67].

    Cansancio del pueblo, deseos de ciudad. Primeras noticias de Aurora. Amor. Domingo

    Poco después de la edición de La montaña, Jesús Delgado Valhondo tiene preparado un libro inédito que, en un principio tituló Ciudades y posteriormente Abriendo mi ventana, y otro bastante adelantado, que denominó Pequeña angustia. Animado por el éxito y, sobre todo, por la rapidez con que le habían editado La montaña, intenta publicar el primero de ellos en Adonais. Pero recibe una respuesta negativa, que le va a afectar hasta el punto de considerarse un fracasado.

    Sin embargo, repuesto del trance, su atracción por la poesía no decae ni tampoco baja la intensidad de su actividad literaria ni de sus relaciones. Publica artículos en el periódico Hoy, trabaja en dos novelas, recibe una oferta de la Asociación Española de Practicantes Escritores y Artistas para que la represente en la provincia, atraída por su prestigio como poeta, y publica en revistas como Pleamar (Vizcaya), Ayer (Jerez de la Frontera), Olalla (Mérida), Ágora e Índice (Madrid).

    Esta hiperactividad, sin duda, supone para Valhondo un modo de soportar no sólo su aislamiento en Zarza de Alange sino también hechos negativos que afectan a su obra poética y a la cultura de su región: No se encuentra conforme con la selección que le hacen de sus poemas de La montaña en la antología de Aguilar, ni tampoco está de acuerdo con el presidente de la Diputación cacereña, que prometió reactivar Alcántara y, sin embargo, la revista languidece. También se queja de los terratenientes, a los que califica de «mecenas de borregos, de encinas, de guardas jurados».

    No obstante, recibe la medalla de la Orden de Alfonso X «El sabio»; pronuncia una conferencia titulada «El poeta frente a su obra»; participa junto a sus amigos pacenses en la página poética del Hoy, que conmemoraba la llegada de la primavera; publica poemas en Olalla (Mérida) e interviene en las I Conversaciones Nacionales sobre Educación Primaria con una ponencia titulada «Política y Educación», en la que resalta que la mejor política educativa es la que incita al niño a conocer su pueblo, su historia y su paisaje para que aprenda a amarlos.

    La Campaña de Educación Fundamental

    A mediados de 1958, Jesús Delgado Valhondo es animado por Antonio Zoido, inspector docente, a participar en la Campaña de Educación Fundamental, que organiza la Dirección General de Enseñanza Primaria y la Junta Nacional contra el Analfabetismo en la Siberia extremeña, zona deprimida del noreste de la provincia de Badajoz. Este proyecto educativo pretendía llevar información y cultura a zonas alejadas de los focos más activos. Valhondo interviene en charlas sobre la poesía y el libro y participa en recitales junto a Luis Álvarez Lencero, Manuel Pacheco, Juan José Poblador y Antonio Zoido.

    La influencia de la poesía en la gente sencilla y ruda del campo fue extraordinaria y por ese motivo se sintió contento con su participación al comprobar que los poetas habían conseguido establecer fácilmente comunicación con los sentimientos de personas que representaban al hombre cotidiano, el mismo que a estas alturas había convertido en protagonista de su obra poética[68].

    La Campaña tuvo un medio de difusión escrito, que fue la revista Jara subtitulada «Órgano de la Campaña de Educación Fundamental en la zona Montes-Siruela”. El director de Jara fue Antonio Zoido y el subdirector, Jesús Delgado Valhondo, que publica en el número 1 editado en 1958 el poema «Jaras» donde atribuye a la sangre de Cristo las manchas rojas de las flores de esta planta: «El verde herido murmura / la flor blanca que yo temo / y en ansiedades me quemo / por ver la rama en albura. / Hoy Jesucristo en su altura / blanco su vuelo y su ocaso / deja en pétalos de raso / sangre roja de humano, / (y la flor es ya la mano / que ofrece amor a su paso)».

    Sin embargo, su participación en la Campaña fue criticada y sintió tal decepción que llegó a pensar en marcharse de Extremadura.

    Viajes a Madrid y Salamanca. Claustrofobia en el pueblo

    En el verano de 1958, Jesús Delgado Valhondo visita Madrid y es recibido con afecto por personalidades de las Letras del momento que había conocido en viajes anteriores. Pocos meses después se encuentra de nuevo en la capital para intervenir en las Veladas Artísticas del Colegio de Practicantes, donde es presentado por Pedro Caba, diserta sobre el tema «El poeta ante su obra» y realiza un repaso de su obra poética intercalando comentarios y poemas con tal sinceridad, que llama la atención por su encendido carácter poético. También aprovecha este viaje para relacionarse con el mundillo literario e intervenir en el Día de la Poesía de la Semana del Hogar Extremeño.

    Meses más tarde es invitado a participar en un recital poético en la Universidad de Salamanca junto a Manuel Pacheco y es presentado por Lázaro Carreter, con el que había congeniado en el curso de Santander. Mientras tanto, sigue manteniendo vivas las relaciones con los escritores de la capital pacense (Navlet, Zoido, Cansinos, Poblador, Pacheco …) y con el periódico Hoy donde continúa publicando artículos. Tampoco olvida a sus amigos de Cáceres con los que sigue participando en actividades literarias86. Sin embargo, a comienzos de 1959, todavía continúa con sus gestiones para publicar Aurora. Amor. Domingo ahora en la Colección dirigida por Mario Ángel Marrodán en Bilbao, pero no puede asumir sus condiciones económicas.

    Por estas fechas, lleva viviendo 25 años en pueblecitos y se encuentra muy cansado de su vida anodina y sin horizontes[69]. De ahí que piense pedir traslado a Don Benito o Almendralejo, pero Antonio Zoido (entonces inspector de Enseñanza Primaria en Badajoz) le recomienda que lo solicite a la capital, pero no se lo conceden. Desde entonces la urgencia de salir del pueblo se hace patente en las alabanzas de la ciudad que vierte en artículos de esta época, donde destaca idealmente la bulliciosa actividad urbana frente al tedio de la vida rural, aunque no deja de reconocer que en el pueblo se vive más en contacto con la naturaleza y se dispone de paz para el encuentro del hombre consigo mismo[70].

    Su siguiente libro, Aurora. Amor. Domingo, recoge en su primera parte este apremiante deseo, que aumenta hasta convertirse en una necesidad vital cuando siente la indiferencia de la gente y de la Administración ante la importante labor del maestro y su lamentable situación económica[71].

    «Jaula del atardecer»

    Durante 1959, un sobresalto familiar viene a aumentar la angustia, que Jesús Delgado Valhondo ya siente por la necesidad de trasladarse. Su hijo Fernando, mientras realiza el servicio militar, sufre una perforación de estómago que lo pone al borde de la muerte durante cinco meses. Valhondo, que no se aparta en este tiempo de su hijo, vuelve a experimentar la amargura de la enfermedad y la proximidad de la muerte, ahora de un modo más cercano y angustioso.

    Fernando estuvo ingresado en el hospital militar de Badajoz, que se encontraba en la zona alta de la parte antigua de la ciudad adonde se llegaba atravesando el barrio de las prostitutas. Valhondo solía visitar una taberna instalada en una antigua iglesia que frecuentaban estas mujeres con las que congenió, pues se contaban sus pesares y se compadecían mutuamente de su triste situación. Valhondo, que siempre había sentido respeto por estas mujeres, acentuará su aprecio por ellas y, años después, les dedicará la cuarta parte de Los anónimos del coro, titulada «Jaula de atardecer», donde reivindica su dignidad humana concibiéndolas como samaritanas del amor.

    Durante esta temporada, Valhondo recibe el apoyo de los poetas de Badajoz, que iban a acompañarlo y lo informaban sobre hechos culturales, hablaban de lo que cada uno escribía y proyectaban actividades. Tales muestras de amistad no evitaron sin embargo que esta nueva prueba de la fragilidad del ser humano agrandara la brecha que, en su alma, había abierto desde mucho antes el dolor y la melancolía. Por este motivo, aunque más tarde el joven recobra la salud, los momentos de dolor y angustia vividos junto al hijo enfermo dejan una profunda huella en el espíritu herido de Valhondo, que cada vez siente más el peso de la existencia como se detecta en el desencanto progresivo que va invadiendo los poemas de esta época.

    A pesar de esta circunstancia tan dolorosa, no cede en su actividad y ofrece un recital en Madrid, presentado por Pedro Caba, que resulta un éxito. La mezcla de comentarios sobre su vida y su poesía con textos recitados sentida y hondamente consigue contagiar (como era frecuente en sus intervenciones orales) al público madrileño por su emoción sincera y espontánea. También publica en la revista Euterpe de San Martín (Buenos Aires) por medio de Manuel Pacheco, en Ritmo de Madrid y en Rocamador de Palencia, revista dirigida por el farmacéutico y poeta José María Fernández Nieto que inicia con Valhondo una rica y larga relación a través de una extensa correspondencia, que culminará con la edición de uno de sus libros de poemas.

    Nuevos intentos para publicar Aurora. Amor. Domingo

    Todavía en diciembre de 1959 Jesús Delgado Valhondo sigue intentando publicar su Aurora. Amor. Domingo y se siente decepcionado, porque sus gestiones infructuosas en la región lo obligan a probar la edición fuera. De ahí que por estas fechas entre en contacto con la revista madrileña Índice, pero no recibe respuesta. Como consecuencia decide preparar una recopilación de sus versos con el título de Primera antología e incluir su Aurora. Amor. Domingo ante la imposibilidad de editarlo por separado.

    No obstante, a pesar de la dificultad que tiene para publicar libros, consigue por otros medios difundir su poesía. Jorge Campos lo incluye en su antología Diez siglos de poesía española[72] y José Manuel Blecua le ofrece formar parte del Archivo de la poesía española. Ante estos hechos, Valhondo se anima, decide ampliar sus horizontes nacionales y entra en contacto con Europa y su Literatura a través del Comité d’ écrivains et editeurs pour une entr’aide européenne con sede en París.

    Mientras tanto continúa intentando publicar su Aurora. Amor. Domingo y lo envía con el título de Una ciudad cualquiera al premio Marina de Pontevedra, en el que resulta finalista[73]. Pero recibe el resultado como otro fracaso más, aunque es consciente de que este tipo de percances lo hacen ser más sentido.

    MÉRIDA, REENCUENTRO CON SU CIUDAD NATAL

    En 1960, por concurso de traslado, Jesús Delgado Valhondo se marcha a Mérida, su ciudad natal, donde toma posesión de su nueva plaza en el colegio público Trajano el día 15 de septiembre y fija su residencia en la calle Publio Carisio de la barriada de La Argentina.

    El traslado le resulta una liberación. Había pasado 26 años en tres pueblos y estaba hastiado del ambiente mediocre, de la falta de inquietudes y de su atmósfera cargada de penuria y dolor. Por este motivo llega a su ciudad natal con una enorme ilusión que lo anima a decir «andar a Mérida es ir dentro del alma de Extremadura» y lo incita a mantener una actividad mayor que en los pueblos, pues en Mérida por estas fechas existe un activo ambiente cultural, cuyo centro se encontraba en el Liceo[74].

    También asiste a tertulias con personas que sentían inquietudes culturales como el químico Andrés León y el catedrático de Ciencias Naturales y geólogo Vicente Sos Baynat, con quien compartió el interés por conocer científicamente los orígenes de Extremadura y los rasgos característicos que la diferenciaban de otras regiones[75].

    Valhondo recobra el ánimo en su ciudad. Ahora puede escuchar y hablar, cambiar impresiones, conectar con la gente, comunicarse y sentir intranquilidades en él y en los demás[76]. Esta nueva situación le produce una euforia que, liberado momentáneamente de su angustia, lo lleva a aumentar su actividad hasta límites extenuantes organizando y participando en conferencias, recitales poéticos, pregón de Semana Santa (abril 1960), obras de los Festivales de Teatro Clásico, ciclos cinematográficos, programas de radio, periódicos y revistas.

    Tal intensificación de su actividad lo llevan a relacionarse con los intelectuales de Mérida entre los que destacaban Félix Valverde Grimaldi, Santos Díaz Santillana, Rufino Félix Morillón, Demetrio Barrero, Tomás Rabanal Brito, Manuel Sanabria Escudero, Juan de Ávalos, Celso Galván, Francisco Baviano, Carlos María Fernández Ruano, Baldomero Díaz de Entresoto, Bolín Camacho y Alberto Oliart Saussol. Con ellos participa en actividades, comparte su atracción por la poesía y entabla una relación fructífera, que lo aleja de intranquilidades y lo acerca a un mayor conocimiento de la condición humana.

    Además realiza viajes a Cáceres para continuar los contactos con sus antiguos amigos. Visita Badajoz97, donde ya ha entablado excelentes relaciones, y también se desplaza gustoso dentro y fuera de la región a donde reclaman su presencia como, por ejemplo, a la Fiesta de la Poesía de Don Benito y a un recital poético en Madrid. Incluso completa sus relaciones inscribiéndose en la Alleanza Internazionale Giornalisti e Scrittori Latini, una asociación de periodistas y escritores europeos afincada en Roma, que lo mantendrá al tanto de lo que se escribe en Europa enviándole regularmente el periódico de la Asociación, Il Corriere Letterario Latino.

    Al mismo tiempo se relaciona a diario con personas corrientes en torno a una buena copa de vino y, entre bromas y veras, penetra en el verdadero sentir de la gente común, que le descubría las preocupaciones y anhelos del hombre cotidiano, protagonista de su obra poética.

    En este ambiente propicio para el sentir humano y lírico, Valhondo se encuentra más predispuesto para la creación poética. Así se ve influido por la cercanía del Guadiana (el mítico río Anas), con el que mantiene una relación de amor lírico, propia de la fusión con su paisaje y sus raíces reencontradas[77]. La aguda sensibilidad lírica, que ya por estas fechas muestra fehacientemente, es una prueba de que su espíritu aún tiene capacidad de asombro y de trascender líricamente la realidad cotidiana para descifrar sus misterios latentes, que sólo un alma palpitante como la suya es capaz de aprehender. Esa capacidad de sublimar la realidad y espiritualizarla, intentando captar una perspectiva distinta para encontrar nuevos caminos de conocimiento, es la que se comienza a detectar por estas fechas en su obra, que cambia la expresión directa y transparente por otra más esencial y su estilo espontáneo por otro más reflexivo, aunque sin perder su tono sentido y cálido.

    Paralelamente sigue participando en actividades99 y publica en revistas como Arrecife (Cádiz), Euterpe (Buenos Aires) y Punta Europa (Las Palmas de Gran Canaria), a pesar de que se encuentra enfermo y tiene que ser intervenido quirúrgicamente. Superado este contratiempo, aprovecha la oportunidad de difundir su poesía en inglés fuera de las fronteras nacionales en una antología de la poesía española, que prepara Joseh Luke Agneta, profesor de la Universidad de Brooklyn en Nueva York.

    Publicación de Aurora. Amor. Domingo en Primera antología

    A comienzos de los años 60, Jesús Delgado Valhondo sigue recibiendo muestras de aprecio por su poesía, que esta vez tendrán un efecto práctico pues José Díaz-Ambrona, presidente de la Diputación de Badajoz, se interesa por publicarle su Primera antología. Por fin, una institución de su tierra le reconoce su valor lírico y da frutos el contacto estrecho que venía manteniendo con los poetas de Badajoz, cuyo mecenas era Díaz-Ambrona. La edición del libro se vio beneficiada por el ambiente propicio que creó la exposición de Enrique Pérez-Comendador en la capital pacense y las actividades paralelas organizadas, que reunieron a escritores y artistas de toda Extremadura.

    La Primera antología fue editada el 2 de septiembre de 1961 por la Diputación de Badajoz con un prólogo de Eugenio Frutos titulado «Jesús Delgado Valhondo o la poesía de un poeta sincero», donde estudia sus características fundamentales tan acertadamente que, desde entonces, serán un punto de referencia obligado para conocer el mundo lírico del poeta emeritense.

    El libro está compuesto con poemas de otros anteriores (El año cero, La esquina y el viento, La muerte del momento, «Canto a Extremadura» y La montaña) y por Aurora. Amor. Domingo, su nuevo poemario que aparecía editado entre las páginas 115 y 159. Este título es el único de los que puso Valhondo a sus libros que no es original suyo. Procede del último verso del poema «Poeta» de Juan Ramón Jiménez, que forma parte de Bonanza (1911-1912), libro del Nobel incluido en su Tercera antolojía poética. Valhondo seleccionó el citado verso como homenaje y muestra de admiración del discípulo por el maestro, después de realizar una visita a la casa de Juan Ramón en Moguer[78].

    Valhondo recibe sobre la Primera antología opiniones muy elogiosas que destacan la sinceridad, la trascendencia y la unidad de su obra lírica: «Muchas gracias por esta bella ‘Primera antología’ que acabo de recibir […]. Y por estos ratos de poesía que me está proporcionando. Usted trabaja, ha trabajado, en su fecunda soledad y reúne ahora estos poemas que muestran la unidad del poeta y su fértil verdad en vida y en contemplación, en indagación», le dice Aleixandre[79].

    Tales críticas lo inducen a enviar el libro al Premio de Poesía Barcelona y se siente seguro para arremeter contundentemente contra la poesía social que, en estos momentos, da sus últimos coletazos produciendo una polémica a nivel nacional en la que, siempre atento e inquieto ante los cambios líricos, necesita intervenir[80].

    Por estas fechas su prestigio aumenta y le llegan dos propuestas para intervenir en Madrid. Una procede de José Díaz-Ambrona, quien lo invita a que participe en un recital en el Hogar Extremeño de la capital junto a Pacheco y Lencero. Y otra es la petición que le hace Pedro de Lorenzo, director de la revista Blanco y negro, para que colabore con cuentos y poemas en esta publicación. Estas muestras de aprecio lo hacen reafirmarse en su amor por Extremadura y su paisaje, pues piensa que la atención recibida desde fuera de su región, se debe a la tierra que pertenece y a su influencia espiritual que le proporciona una voz lírica propia.

    El secreto de los árboles. Hiperactividad en Mérida

    En la primavera de 1962, Jesús Delgado Valhondo termina su siguiente libro de poemas, El secreto de los árboles, e intenta su edición en la Fundación March solicitando una beca, pero no obtiene respuesta. Sin embargo un año más tarde, en mayo de 1963, el poeta palentino José María Fernández Nieto se muestra interesado en publicar el poemario en su Colección de Poesía Rocamador, pues necesita aumentar el nivel de calidad con un poeta de prestigio como Valhondo.

    Por estas fechas, es enviado por el Ministerio de Educación a participar en un Congreso en Madrid como representante de Extremadura. En este encuentro Valhondo se vio obligado a presentar una ponencia sobre el paisaje y el hombre, que resultó polémica porque aseguró metafóricamente que Franco era una página de la historia y el público, formado en su mayoría por acérrimos falangistas, no admitió que en la historia hubiera más páginas que la del general y expresaron su malestar con un barullo impresionante, que terminó cuando el doctor Yale, jefe del Frente de Juventudes de Madrid, salió en su defensa.

    Sin embargo, esta salida de su aislamiento provinciano propicia el contacto con sus amigos de la capital, que lo ponen al corriente del cambio que en estos momentos se está produciendo en la lírica de la época desde la poesía social a otra tendencia que busca caminos inexplorados y, en sus primeros pasos, se muestra oscura e incomunicativa. Valhondo muestra su desacuerdo con esta falta de transparencia, pues piensa que el lector no entiende la poesía porque el poeta la oscurece a conciencia debido a una falta patente de sinceridad y deseos de comunicación[81]. También su viaje a Madrid le reporta la corresponsalía del periódico ABC y la colaboración sistemática en la sección «Estafeta de las provincias» de La estafeta literaria.

    En Mérida, participa en la creación de la revista hablada Arco, colabora en las actividades culturales del Liceo103 y organiza la I Bienal de Pintura Extremeña, un proyecto propio que resulta un acontecimiento por su plasticidad, buena organización y excelentes resultados. El interés de Jesús Delgado Valhondo por la pintura procedía de su original concepción del cuadro, al que consideraba un libro para leer e interpretar, un mundo por el que andar y meditar, una manera de escuchar los silencios del paisaje, que en el cuadro se hacen sinfonía, y una forma de desentrañar el mundo misterioso del pintor. Es decir, un medio estético, paralelo a la poesía, para entender el mundo.

    Sin embargo, esta vitalidad de Valhondo oculta preocupaciones familiares e incomprensiones que, unidas a los cortos horizontes provincianos, aumentan el malestar en su ánimo hasta el punto de recomendar a un amigo deseoso de trasladarse a Extremadura que no lo haga. Pero, a pesar de sus decepciones, el arraigo a su tierra consigue que estos momentos decepcionantes sean pasajeros y continúe realizando una labor docente, que va dejando en sus alumnos un poso humano por su talante comprensivo y sensible en un momento que la máxima pedagógica era «la letra con sangre entra».

    Su carácter afable, soñador y poético embellecía sus comentarios y echaba a volar la imaginación de sus alumnos, que aprendían disfrutando en un ambiente acogedor. Valhondo se dejaba llevar por la naturalidad que le dictaba su convencimiento de que la educación tenía mucho de lírico idealismo y que con él se debía formar el alma virgen, receptiva y bondadosa del niño. El maestro, pensaba, tenía que ser poeta y debía hablar al niño en su propio lenguaje que, por naturaleza, es poético[82].

    Publicación de El secreto de los árboles

    En septiembre de 1963, José María Fernández Nieto le edita a Jesús Delgado Valhondo su nuevo libro El secreto de los árboles en la Colección Rocamador, que dirige en Palencia. El poemario es otro producto de la decepción sufrida por poeta emeritense cuando sus deseos imperantes por abandonar el pueblo e ir a la ciudad son pronto anulados por el encuentro en ella con la imperfección y el dolor humano. Su desencanto no logra ocultarlo ni la vuelta a su ciudad natal ni el reencuentro con sus amigos de la infancia pues, cuarenta y cinco años más tarde, percibe la acción demoledora del tiempo en el aspecto físico que presentan. Además, no encuentra en el lugar tantas veces soñado un ambiente propicio para ahondar en el espíritu, porque las personas que lo habitan sólo están atentas a intereses materiales.

    Sin embargo, las opiniones sobre su nuevo libros de poemas son muy positivas, no sólo por sus contenidos elogiosos sino también por la categoría intelectual de sus autores: «Me ha producido gran alegría tu nuevo libro poético y su lectura me ha causado honda emoción. Hace mucho tiempo que estás en el camino de la verdadera poesía», le escribe Lázaro Carreter[83].

    Al mismo tiempo, intensifica su relación con los poetas de Badajoz, adonde se desplaza con frecuencia para intervenir en recitales poéticos sobre todo junto a Luis Álvarez Lencero y Manuel Pacheco. Con ellos forma el llamado «triángulo poético extremeño» que enseguida adquiere fama porque, aparte de su calidad, los tres poetas se complementaban con sus estilos distintos: «Cruzaron aquella noche, por el aire, con sus voces, los restallantes trallazos de los látigos de menta de Lencero; los féretros con forma de guitarra de Pacheco; el hombre muerto que Valhondo ve en el fondo de todas las ciudades»[84].

    Valhondo por su parte continúa con su creación lírica para dar salida a las frecuentes intranquilidades que lo angustian y lo inducen, paradójicamente, a escribir una poesía cada vez más sentida. Esta sinceridad suscita a principios de 1964 la atención del grupo salmantino Álamo cuyos directores, el catedrático Juan Ruiz Peña y el abogado José Ledesma Criado, lo invitan a pronunciar una conferencia sobre Federico de Onís en los cursos de verano de la Universidad de Salamanca.

    Primeras noticias sobre ¿Dónde ponemos los asombros?

    En marzo de 1964, Jesús Delgado Valhondo se encuentra elaborando poemas que incluirá en su siguiente libro ¿Dónde ponemos los asombros? y publica en revistas como Azor (Barcelona) y Bahía (Algeciras), se cartea con personalidades relevantes del mundo de la cultura nacional, sigue en contacto con los niños y su mundo a través de su labor docente y se hace cargo de la página literaria del periódico Hoy de Badajoz, que denomina «Arte y Literatura».

    Esta sección se estructuraba en apartados con títulos como «Famas olvidadas», «Notas literarias de dentro y de fuera», «Concursos», “In memoriam” o “Rincón poético». A lo largo del tiempo, Valhondo le cambió el título en varias ocasiones. Uno de ellos fue «Página del Arte, las Letras y la Cultura». Esta sección del Hoy será en aquella época la única manifestación de la crítica literaria periodística en Extremadura, que Jesús Delgado Valhondo mantendrá durante años con una calidad y una perseverancia dignas de elogio.

    Pero cuando se encuentra en el cénit de su creación poética, de su vida docente y de su experiencia vital, muere repentinamente su esposa el 31 de diciembre de 1964. Valhondo se siente desolado. Esta vez la muerte se ha cebado con su ser más querido y su soledad se le hace insufrible: «Me he quedado solo. Amargamente solo. Me gustaba la soledad. Pero, ahora, sin María tengo un vacío tremendo», le confiesa a su amigo Fernando Bravo[85].

    BADAJOZ, BÚSQUEDA DE NUEVOS HORIZONTES

    En septiembre de 1965, Jesús Delgado Valhondo consigue traslado a Badajoz para alejarse de recuerdos dolorosos y buscar en la capital un ambiente cultural más activo. No obstante, como necesita justificar la marcha de su ciudad natal, trasciende este hecho cotidiano y lo considera una forma de medir la huella que el ser humano va dejando por donde ha pasado, de perpetuarse en el camino de la vida121.

    Es destinado al colegio público “Nuestra Señora de Fátima” en la barriada de la UVA (Unidad Vecinal de Absorción), una zona marginal de Badajoz donde, sin embargo, se encuentra a gusto realizando su trabajo docente entre gente humilde y próxima a ese ser cotidiano, que ha convertido en protagonista de su obra poética. Además, el contacto con las penurias de los habitantes del barrio lo va a concienciar de la falta de solidaridad y el egoísmo social imperante, que criticará poéticamente.

    No obstante, cuando se instala en el ambiente cultural de Badajoz, se siente animado pues se celebran varias tertulias (la de la Económica, el Centro Cultural, el Mesón de los castúos, la de Esperanza Segura), se organizan actividades (fiestas de la poesía, conferencias, conciertos, exposiciones, teatro), se editan la Revista de estudios extremeños, la revista hablada Alcazaba y páginas literarias en el Hoy, se ofrecen buenas bibliotecas (las de Diputación y la de la Económica), que patrocinan y organizan actos culturales, y existe una actividad editora promovida por la Diputación y las imprentas Arquero, Doncel, Mangas y Alianza. Tales actividades son promovidas por un amplio grupo de intelectuales entre los que se encontraban José Díaz-Ambrona, Ricardo Carapeto, Enrique Segura Otaño, Antonio Zoido, Luis Álvarez Lencero, Manuel Pacheco y Francisco Rodríguez Perera.

    En este dinámico ambiente, Valhondo se aclimata enseguida a la ciudad y no desperdicia ninguna ocasión para integrarse plenamente participando y colaborando en actividades literarias. Así crea y coordina la sección «Notas literarias de dentro y de fuera» en el periódico Hoy, donde realiza comentarios breves sobre la actividad cultural a nivel local, regional y nacional en un tono unas veces informativo y, otras, crítico: «En las librerías pacenses no hay libros de escritores extremeños. Hemos querido adquirir alguna obra de Víctor Chamorro y nada. Tampoco hemos encontrado libros de Caba, García Durán, Pedro de Lorenzo, etc.».

    Mientras tanto, se produce un aumento de su prestigio y del interés por difundir su poesía. Luis López Anglada lo coloca al lado de Gerardo Diego en su Panorama poético español. En Méjico le editan varios poemas en  una revista dedicada a la poesía española contemporánea. José López Martínez, bien relacionado en la prensa hispanoamericana, publica un artículo titulado «La poesía intimista y universal de Jesús Delgado Valhondo» en El informador de Méjico y, meses más tarde, consigue que Valhondo protagonice la sección «Postal de España» de El Diario de Centro América de Guatemala.

    La decepción

   A pesar de que Jesús Delgado Valhondo continúa sus actividades docentes y literarias con entusiasmo, pronto comienza a hacer mella en su ánimo el materialismo, la falta de espiritualidad, el servilismo y la hipocresía que sufre en el ambiente enrarecido de la ciudad adonde, poco antes, había llegado optimista124. También, por estas fechas, se encuentra desconforme con la intelectualidad de Madrid, a la que considera encerrada en un círculo hermético, donde un poeta de provincia no tiene cabida ni aún con méritos propios.

    No obstante, su relación con la ciudad que lo ha acogido es cordial. Igual que le había ocurrido con Cáceres y Mérida, crea en su espíritu una visión poética de Badajoz, independiente de las personas que la habitan y los sucesos cotidianos que lo preocupan y lo entristecen125. Lo mismo le sucede con el río Guadiana a su paso por la ciudad: «Guadiana, ahora, va hablando y hablando de no sabemos bien qué recuerdos de su historia. De una tarde sonámbula. El Guadiana se nos queda temblando en la sangre»126.

    Badajoz aprecia su sensibilidad y lo recompensa con un homenaje en la primavera de 1966 y con la dirección de la revista hablada Alcazaba en el I Curso de verano que organiza la Asociación de universitarios pacenses. A la vez, crea la sección «Rincón poético» en su página literaria donde presenta de una forma sucinta a un poeta con un breve comentario biobibliográfico y un poema que va a suponer la difusión a nivel popular de poetas consagrados (como, por ejemplo, Gerardo Diego y Aleixandre) de dentro y fuera de la región127.

    El día 5 de agosto de 1967 contrae matrimonio con María Joaquina Oncins Hipólita en la capilla del palacio episcopal de Badajoz128. La ceremonia fue oficiada por el vicario general de la diócesis, Aquilino Camacho, y actuó como testigo la intelectualidad de Badajoz, que así mostraba su aprecio por Valhondo.

    Su nuevo estado, sin embargo, no es obstáculo para que continúe con sus actividades y participa, junto a Pacheco y Lencero, en un recital en la Universidad de Cádiz por mediación de José María Pemán. Interviene en la I Semana de Arte, organizada por la Económica, junto a Lencero y Pacheco en un homenaje a Picasso donde diserta sobre el tema «El libro de Arte y Picasso»129.

    Además intensifica la relación con sus amigos de Cáceres influido por la muerte de Leocadio Mejías, que lo lleva a intentar el rescate de su mundo perdido y a retenerlo en los amigos que le quedaban. Esta palpable sensibilidad se manifiesta también en un hecho que indica la medida de su amplio espíritu. Un asiduo lector de sus artículos periodísticos le pide que arremeta contra Alberti, porque considera falsa la denuncia sobre la pobreza en la región que realiza en su poema «Los niños de Extremadura». Pero Valhondo, en un arranque de limpieza de espíritu y de confraternización con el poeta exiliado, defiende a Alberti asegurando que era cierta su crítica porque él la había visto en sus alumnos de Trevejo: «Usted, amigo, comunicante, no ignora que aquellos diputados, eso dicen, iban a Madrid a pedir más guardias civiles para que los hambrientos -padres y hermanos de niños descalzos- no les robasen las bellotas y la leña. Las revoluciones en el mundo no han sido por gusto»130.

     Relación con el grupo Álamo. Publicación de ¿Dónde ponemos los asombros?

    El 31 de agosto de 1968, por mediación del grupo Álamo, Jesús Delgado Valhondo interviene en un recital junto a Manuel Pacheco en la Universidad de Salamanca131, pronuncia una conferencia sobre poesía, participa en un recital poético del grupo salmantino, junto a sus directores José Ledesma Criado y Juan Ruiz Peña, y consigue que se interesen por editarle su libro ¿Dónde ponemos los asombros? en su Colección de Poesía.

    La publicación se hace realidad el 29 de junio de 1969. Es el número 9 de la Colección, tiene 68 páginas y una tirada de 300 ejemplares. Se trata de un libro desencantado en el que influye sobremanera la decepción que le produce comprobar la influencia negativa del materialismo imperante en el ser humano y la falta de solidaridad para conseguir el bien común. A pesar de su descorazonador contenido, el libro recibe críticas muy positivas: «Me parece un libro ‘muy vivido’, muy verdadero. Si en toda tu poesía hay -hubo siempre- sinceridad y biografía, creo yo que estos poemas aparecen más macerados, más adensados en su humana motivación», le asegura Leopoldo de Luis[86].

    Mientras esta densidad emocional consagra a Valhondo definitivamente como un poeta sincero con una voz lírica personal, sigue interviniendo en actividades con las que calma su angustia (cada vez más acentuada) y amplía sus relaciones humanas y literarias colaborando, por ejemplo, con Manuel Martínez-Mediero en su obra de teatro El último gallinero132 con unos cantos espirituales en verso. Un año después la obra es estrenada en el Certamen de Teatro de Sitges (Barcelona) y gana el primer premio133.

    Muerte de su hermano Juan. Contacto con el grupo Ángaro. Canas de Dios en el almendro

    El año 1970 comienza fatalmente para Jesús Delgado Valhondo. El 5 de enero muere su hermano Juan. Su ánimo se hunde y sufre una fuerte depresión porque Juan no sólo era el hermano mayor que lo había atendido como un padre sino también el último miembro de su familia directa. Valhondo se siente solo.

    A pesar de todo, con el tiempo se sobrepone a su dolor y continúa su actividad literaria. Asiste y participa en el I Centenario del nacimiento de Gabriel y Galán, celebrado en Salamanca y Frades de la Sierra como poeta representante de Extremadura. Además, conecta con el grupo Ángaro de Sevilla por mediación de su amigo Hugo Emilio Pedemonte, poeta uruguayo afincado en España desde que se casó con la poeta extremeña Eladia Morillo-Velarde.

    A finales de 1970 se detecta en Jesús Delgado Valhondo un cansancio de la vida en la capital de provincia, que le produce la artificialidad de las relaciones humanas y el anquilosamiento de su ambiente cultural. Cinco años han sido suficientes para que se le quede pequeña la ciudad, pues ahora le encuentra grandes limitaciones y se siente angustiado en su círculo vicioso de intereses, rencillas, atonía espiritual y falta de crítica objetiva: «En las capitales de provincia está prohibido pensar. Pensar por cuenta propia. Hay que pensar por cuenta del que paga o del que manda»134.

    En 1971, Ángaro le edita una antología con poemas de contenido religioso de libros anteriores, cuyo título Canas de Dios en el almendro procede de esta reflexión: «El almendro es la adelantada de la primavera. Hay cosas que me alegran extraordinariamente: Ver los almendros floridos cuando aún es invierno y la llegada de las cigüeñas (y de las golondrinas). El almendro es el árbol donde a Dios se le enredan las canas»136. Aunque se trata de un folleto con una edición limitada de cincuenta ejemplares, también Valhondo recibe críticas positivas de este librito: «¿Cómo expresarte la sensación de paz y suprema exaltación estética que me ha dejado tu libro ‘Canas de Dios en el Almendro’? Es sencillamente maravilloso», le confiesa Santiago Castelo[87].

    En marzo de 1971, se encuentra esperanzado ante el proyecto de creación de la Academia de Letras, Artes y Ciencias de Extremadura, porque cree que la región vive su mejor momento literario-artístico y que la Academia se opondrá a los atentados cometidos contra el patrimonio histórico de Extremadura, favorecerá la edición de libros y honrará a sus autores.

    Poco después, es nombrado Delegado Provincial de la Asociación de Inválidos Civiles y se dedica de lleno a conseguir condiciones de vida dignas para los minusválidos. A la vez, crea en su página literaria del Hoy, llamada ahora «Arte, Letras y Cultura”, una nueva sección titulada «¿Quién es quién en las Letras extremeñas?»137. El nuevo apartado está compuesto por un breve comentario de la vida y la obra de un escritor de la tierra y tiene el objetivo de reivindicar el orgullo de sentirse extremeño.

    Esta pretensión está relacionada con el dolor que siente en estas fechas por la apatía y la falta de unión de los extremeños, incluso para defenderse cuando vienen de fuera a interferir en sus asuntos. Por este motivo, adopta una actitud combativa que le provoca problemas hasta el punto de interrumpir la elaboración de su página literaria por diferencias con el nuevo director del periódico Hoy sobre cómo debe ser un medio escrito de difusión. La desaparición de esta página supuso un serio perjuicio para la cultura extremeña pues la crítica literaria, que mantuvo viva en la región mientras la editó, se apagó a nivel periodístico durante mucho tiempo.

   Sin embargo, Valhondo continúa con sus relaciones exteriores y su inquietud cultural. Así interviene en el Certamen Retablo 71 de Don Benito, la Fiesta de la Poesía de Almendralejo y el recital poético que el grupo Ángaro celebra en la librería Al-Andalus de Sevilla a finales de 1971.

 

   La vara de avellano

    La incómoda situación que Jesús Delgado Valhondo vive en el pobre ambiente anímico de Badajoz influye en los poemas del libro que está componiendo por esta época. La vara de avellano recoge una fuerte preocupación por la influencia negativa que en su ánimo ejerce la mediocridad de la vida provinciana, porque lo obliga a adoptar una actitud conformista: «Voy a tirar de la manta / para ver lo que debajo vive. / Hay que deshacer entuertos / para que reine la hermosa vergüenza / del cansancio […] Llegó mañana. / (será mejor callarme)»139.

    No obstante, intensifica su relación con Ángaro, entra a formar parte del grupo y participa en Cerrada claridad140, antología de los veinte poetas que lo forman. Además, a principios de 1974, edita La vara de avellano en la Colección Poética del grupo. El libro está dedicado a su director, Manuel Fernández Calvo, y suscita comentarios loables: «Lo leí con emoción creciente y con el alma como susurrada y enternecida por ese ritmo de tu verso tan entrañado y personal, en suma ¡tan auténtico!», le comunica conmovido Juan Ruiz Peña[88].

    Mientras, su capacidad de trabajo le permite continuar con su febril actividad y, además, acudir gustoso a donde lo llaman a pesar de no encontrarse bien de salud, pues se le reactiva una antigua lesión pulmonar que, años después, provocará su muerte. Además, sus amigos le están preparando un homenaje nacional y no deja de recibir reconocimientos. En Mérida la comisión organizadora de la XXII Fiesta de la Poesía le ofrece la presidencia de esta edición y acuerda dedicarle un homenaje. A su vez, la Sociedad del Liceo pone su nombre al Premio de Poesía que viene convocando en los últimos años.

    También interviene junto a Luis Álvarez Lencero, Fernando Bravo, José Canal, Pureza Canelo y Santiago Castelo en el I Recital de poetas de la región, celebrado en Cáceres, y en el I Recital de poetas extremeños, promovido por el Hogar extremeño de Madrid y la Asociación de Amigos de la Universidad de Extremadura. Valhondo, que consigue un gran éxito con sus versos sentidos y su espontánea sinceridad, aprovecha este viaje a Madrid para reunirse con sus amigos y ponerse al día sobre la actualidad literaria y el panorama cultural del momento: «Cuando iba a Madrid, generalmente, tomaba café, por ver a mis amigos en el Gijón. O con José García Nieto, Gerardo Diego, Barnatán, Garciasol, Rafael Montesinos. O con Eusebio García Luengo y Antonio Buero Vallejo»141.

    Meses después, adquiere una casa en Santo Domingo de Olivenza, aldea a 25 kilómetros de Badajoz, donde convive con la gente sencilla del campo y con varios extranjeros que se han instalado en este tranquilo lugar, después de vivir en grandes ciudades como Nueva York. Valhondo adquiere la casa para apartarse de la ciudad, cuando su entorno anodino lo ahoga, y disponer de un ambiente más propicio para la meditación, el contacto con la naturaleza y la creación poética, que ahora centra en la gestación y elaboración de su libro cumbre, Un árbol solo.

    Cuentos y narraciones. La transición

    En el verano de 1975, Jesús Delgado Valhondo publica su segundo libro de relatos, Cuentos y narraciones, en la editorial Extremadura de Cáceres. El libro, aunque tiene sólo 80 páginas, viene a potenciar la estrecha relación que existe entre su poesía y su prosa, ambas llenas de lirismo, sensibilidad, sugerencia, ternura y humanidad muy personal: «Y dice más, dice que en todos los pozos hay un tonto ahogado que se dedica a soñar la paz de los abismos y a jugar rompiendo los cubos que entran en él para que el agua salte y ría. Sonora agua que cae siempre sobre la misma cara de los tontos del mundo de los pozos»142.

    La respuesta de la crítica fue positiva porque, con las características mencionadas, Valhondo consigue conectar con el lector a través de su voz sincera y enigmática, como muestran estas palabras de Buero Vallejo: «He leído sus relatos y me gustan por su recóndita poesía, su humanidad y ese misterio que, a veces, los irrealiza y ahonda»[89].

   Cuentos y narraciones fue editado a expensas del autor para regalar a sus amigos y conocidos. Sin embargo después decidió enviarlo al Premio Nacional de Literatura en su apartado de narraciones cortas y fue seleccionado por el jurado. Por aquella época, en este certamen influía mucho que las obras presentadas fueran avaladas por editoriales de prestigio y Valhondo había editado su libro en una simple imprenta, cuyo nombre se lo había inventado. Así que, cuando los responsables del concurso le pidieron referencias de la editorial, no tuvo más remedio que confesar la verdad y perdió el premio, que se declaró desierto en aquella edición.

   El 20 de noviembre de 1975, muere el general Franco. Jesús Delgado Valhondo intuye la importancia de este momento histórico y participa en actos donde se piden libertades y cambios urgentes en el caduco sistema político del país. Así, por ejemplo, colabora en unas Jornadas Poético-Musicales que la Sociedad El Obrero Extremeño de Almendralejo organiza convocando a músicos y poetas. También participa en otras experiencias que, durante varios veranos y en los más diversos lugares de Extremadura, reivindican derechos individuales y colectivos y descubren nuevos valores, a pesar de los obstáculos interpuestos por autoridades e instituciones, que veían en aquellas manifestaciones espontáneas fantasmas revolucionarios144.

    Atracción por la política

    Los vertiginosos acontecimientos políticos, que suceden en estos años, serán claves en la historia de España y despiertan en Jesús Delgado Valhondo su antigua tendencia liberal. Por eso se afilia a Izquierda Democrática, partido de la Democracia Cristiana de Joaquín Ruiz Jiménez con quien en 1977 interviene en la campaña política para las primeras elecciones libres de la nueva democracia. Sin embargo, su campaña no es la de un político al uso, cuyo único objetivo es el partido y su medro personal, sino la de un poeta que ha hecho protagonista de su obra lírica al ser humano sin distinción de ideologías y desea fervientemente aprovechar el momento histórico para recuperar espiritualidad, progreso y cultura.

    Por esta época, Valhondo vuelve a llevar su página literaria en el periódico Hoy, desde donde revitaliza la crítica intentando clarificar el panorama cultural de Extremadura a veces por medio de la polémica. Esta actitud vitalista atrae a escritores jóvenes como Jaime Álvarez Buiza, José Antonio Zambrano, Manuel Martínez-Mediero, Tomás Martín Tamayo, Manuel Pecellín Lancharro, José Miguel Santiago Castelo o Ángel Sánchez Pascual. Así Jesús Delgado Valhondo, sin proponérselo, se convierte en el patriarca de las Letras extremeñas donde estos incipientes escritores encontraban refugio, orientación y aliento.

    Al mismo tiempo interviene en un proyecto que acariciaba desde hacía años: la creación de una colección de libros, que verá la luz en la editorial Esquina viva de Badajoz. Participa en un recital hispano-luso, celebrado en la Casa de la Cultura de Badajoz, que resultó polémico por sus denuncias contra el poder. Y proyecta, junto a Ángel Sánchez Pascual, publicar una Historia de literatura extremeña actual.

    En estas fechas, la A.N.I.C. va a desaparecer y la situación de los inválidos es preocupante, porque iban a perder el empleo. Valhondo va a Madrid, habla con el Ministro de Sanidad, el extremeño Enrique Sánchez de León, consigue que mantengan los puestos de trabajo y deja el cargo.

    En agosto de 1976, cada vez más inmerso en su paisaje y, por esta razón, más comprometido con Extremadura, lanza un lamento lírico contra la destrucción a la que está siendo sometida la encina. La causa es la tala indiscriminada que realizan los agricultores ante la desidia de la Administración: «El campo estaba lleno de encinas muertas tras una batalla cruel, a base de máquinas, que las habían arrancado de cuajo. Las raíces al viento impresionaban. Se oía un agudo, estridente, grito. A veces, parecían arañazos en un aire blando y pesado, como el que debe quedar después de una gran batalla. En el ambiente, un sordo canto de cigarra. ¡Cuánto misterio en este trozo de paisaje extremeño! Panorama asesinado. Encinas vencidas que se llevan siestas y tórtolas, lunas y filosofías de búhos, entrañas llenas de secretos, entrañas campesinas»146.

    Ayer y ahora. Premio de Poesía Hispanidad

    En 1978, la editorial Universitas de Badajoz publica a Jesús Delgado Valhondo un libro de relatos, que lleva el título de Ayer y ahora. Las nuevas narraciones despiertan admiración entre los lectores por esa mezcla original de prosa y poesía, que el autor consigue obtener naturalmente cuando describe la realidad desde el otro lado de la frontera que la separa de lo mágico y lo misterioso.

    En este mismo año Valhondo realiza un viaje a Madrid para oxigenar, en el mundo literario de la capital, su ánimo decaído por la desesperanza que le produce la mediocridad del ambiente de Badajoz. Sin embargo esta apatía no le impide publicar en una sección de su página literaria del Hoy, titulada «Encuesta sobre Extremadura», las respuestas de destacadas figuras de las Letras extremeñas a preguntas donde indaga sobre la identidad de su tierra porque, según sus palabras, “quería saber la raíz de su existencia”: 1ª) ¿Qué es Extremadura? 2ª) ¿Existe una cultura extremeña? 3ª) ¿Qué opinas sobre la autonomía extremeña en relación con la cultura? 4ª) ¿Qué harías para elevar el nivel cultural de los extremeños?

    El objetivo de esta encuesta es conseguir una definición de Extremadura, comprobar la existencia de una idiosincrasia, determinar sus necesidades culturales y decidir la forma de elevar su nivel para, más tarde desde la política, iniciar un proceso hacia un resurgir cultural que situara a la región a la altura de las más avanzadas del país.

    Antes de terminar 1978, Valhondo es homenajeado en Almendralejo. También consigue el Premio de Poesía Hispanidad con un poema extenso titulado «Canto a Santa María de Guadalupe como Reina y Madre de la Hispanidad»149. Este concurso literario fue convocado por los Caballeros de Santa María de Guadalupe con motivo del Cincuentenario de la coronación de la Virgen como Reina de la Hispanidad. El premio produce una impresión positiva en el ambiente literario extremeño por la calidad del poema, pero Valhondo se siente contrariado porque no entiende cómo, después de editar doce libros, ahora se descubren su cualidades poéticas.

    La jubilación. Entre la hierba pisada queda noche por pisar. Un árbol solo

    El año 1979 comienza para Jesús Delgado Valhondo con la cruda realidad de su jubilación, que se hace oficial el 19 de febrero cuando cumple 70 años de edad y 45 de servicio docente[90]. El paso de esta frontera artificial, impuesta por frías leyes, le resulta doloroso porque lo apartaba de su vocación y lo convertía en un estorbo: «Un mal día te dicen, / simplemente que estorbas. / Que tu mano y tu voz / ya no sirven de nada. / Que comes el pan de otro, / bebes el vino de otro. / (Y el otro está detrás / empujándote con ansias) / […]»150.

    Pero sus amigos, que lo apreciaban sinceramente, no permiten que se sienta acabado. Difunden su poesía fuera de España (Santiago Castelo, en Bulgaria; Francisco Lebrato en Suiza e Italia y José López Martínez, en Méjico) y le conceden varios reconocimientos que le ayudan a superar el trauma («Importante de Extremadura», «Carnet democrático del pueblo extremeño» y un homenaje nacional).

    Además Valhondo consigue que le publiquen dos libros de poemas. El primero será una antología titulada Entre la hierba pisada queda noche por pisar, editada por Universitas Editorial a mediados de 1979. El libro lleva un prólogo de Eugenio Frutos, que es el mismo de la Primera antología, e incluye una selección de 84 poemas de libros anteriores[91]. También de esta antología recibirá críticas gratificantes: «[…] Pero el mayor homenaje -por duradero y sin trampa- es esta preciosa antología, donde es un gozo volver a encontrarse con poemas que el tiempo no ha desustanciado», le dice Ramón de Garciasol[92].

    El segundo libro es Un árbol solo, que será publicado a final de 1979 por la Institución Cultural Pedro de Valencia de la Diputación de Badajoz. Este poemario era el más apreciado por Valhondo de todos sus libros, porque contiene una síntesis que repasa íntegramente su vida espiritual y deja constancia de su indefensión, su angustia y su soledad ante un Dios que no se manifiesta, un ser humano repleto de imperfecciones e intereses personales y una existencia incomprensible.

    Las críticas, que fueron numerosas y laudables, supieron reconocer las cualidades humanas, espirituales y líricas de este libro crucial en su obra poética: «Un árbol solo. Árbol que usted no deja a solas. Todo un mundo, el de usted -es decir, el del hombre – lo acompaña”, le asegura Jorge Guillén[93]. «[…] su poesía tiene voz muy propia, sin recursos de recetario ajeno, y esto es mucho y raras veces logrado. Hay un hondo sentir, humano, con toda la problemática e inquietudes. Por ahí, debe ir la mejor lírica», le advierte Francisco Induráin[94].

    Estos hechos y comentarios, que indican el prestigio alcanzado por Valhondo y que se encuentra en su plenitud poética, consiguen que pase de la depresión a vivir los momentos más emotivos de su vida, porque se siente reconocido humana y líricamente.

    Actividad política. El desencanto

    En el año 1979, Jesús Delgado Valhondo intervine en la campaña política para las elecciones municipales con la Unión de Centro Democrático -UCD- y es elegido teniente de alcalde y concejal de cultura del ayuntamiento de Badajoz. Sus objetivos se centran en elevar el nivel cultural de la gente común comenzando por la atención a la enseñanza de los niños: «Como concejal de Cultura me interesa muchísimo un homenaje al libro. La cultura está en leer, empezando por la Educación Primaria, donde debe enseñarse al niño no sólo a leer, sino a saborear lo que lee», aseguró por estas fechas[95].

    Pero estos humanos y loables objetivos estaban lejos de los fines políticos de sus compañeros de partido, que pronto empiezan a hacerle el vacío. Así, a final de 1979, se siente profundamente herido porque comprueba que la ambición política anula los sentimientos. Desde entonces se va apartando de esta actividad y se distrae componiendo letras de canciones para el grupo folk extremeño Adarve y confeccionando la letra de un himno para Extremadura.

    En 1980, asiste al Congreso Mundial de Poesía celebrado en Madrid, donde coincide con poetas de todo el mundo, y queda gratamente sorprendido cuando comprueba que la poesía tiene las mismas constantes en cualquier parte del planeta, porque existe una voz común que une a todos los seres humanos.

    Pero, a pesar de esta experiencia enriquecedora, este año será para Valhondo una época de decepción, pues sus objetivos humanistas y culturales se ven definitivamente truncados y presenta la dimisión de sus cargos. A partir de este momento visita con frecuencia la casa que le sirve de retiro en la aldea de Santo Domingo de Olivenza para curar sus aflicciones que, incluso, lo hacen pensar en marcharse de Badajoz.

    No obstante, cuando Valhondo se encontraba en tal estado de postración, Luis Álvarez Lencero le anuncia que, según le han informado sus contactos en Madrid, ha estado a punto de ganar el Premio Nacional de Poesía151. Además el Consejero de Cultura de la Junta de Extremadura, Tomás Martín Tamayo, lo nombra  su asesor. Entonces renace en Valhondo la ilusión de regenerar la cultura extremeña y se anima a continuar con su actividad literaria. Así crea en la revista Alminar de Badajoz la sección titulada «Al margen», donde publica una especie de greguerías: «Tradujo mal y le nació un poema». «Picasso pintó una cabra y le salió una radiografía de una prostituta que había vivido en Egipto hace cinco mil años».

    Mérida, capital de Extremadura. Retiro de la política

    A finales de 1981, los políticos extremeños se encuentran enzarzados en una violenta discusión sobre la capitalidad de la autonomía extremeña y llegan a tal punto que están dispuestos a crear una escisión repartiéndola entre las dos capitales de provincia. Ante esta crítica situación, Valhondo defiende una solución equilibrada que no perjudique a ninguna, pues desea que Extremadura deje de ser dos provincias dándose la espalda. Por este motivo, les recuerda la necesidad de lirismo que tiene la política en ocasiones como ésta, cuando atendiendo al bien común se debe ser más generoso, y apoya incondicionalmente la capitalidad autonómica en Mérida, basándose en razones históricas y geográficas158.

    A principios de 1982, su ilusión política ha desaparecido. En su nuevo destino tampoco encuentra apoyo a su proyectos y sufre frecuentes disgustos por su irreductible defensa de aquello que cree justo160. Ahora desea estar solo, alejado de experiencias que únicamente le producen insatisfacciones muy dolorosas. Su desencanto está justificado porque había creído que la búsqueda de Dios pasaba por el encuentro y la comprensión del ser humano. Pero ahora comprueba que no existe perfección alguna en el hombre y esta estremecedora constatación supone dudar de la perfección de Dios y de la propia. Su decepción es total e irreversible161.

    Inefable domingo de noviembre e Inefable noviembre

    A pesar de su desencanto, Jesús Delgado Valhondo sigue con su creación poética y en 1982 la Institución Cultural El Brocense de Cáceres le edita Inefable domingo de noviembre y la Colección Bahía de Algeciras Inefable noviembre. Ambas ediciones (Inefable …) recogen el delicado momento emocional de melancolía por el que atraviesa el poeta, arrastrado por la decepción que le producen los hechos comentados. El alejamiento de todo y de todos, la reciente jubilación, el desencanto vivido y el refugio único de su soledad, que no le satisface totalmente, lo llevan a que note con más nitidez la acción demoledora del tiempo, ahora que se encuentra en una edad avanzada y en un momento que no tiene apoyos de ningún tipo (los del cielo hace ya tiempo que los perdió y los de la tierra acaba de perderlos definitivamente).

    Inefable … será la descripción de su lamentable estado espiritual en un mundo nebuloso, triste y gris como los melancólicos días de noviembre con sus presagios de muerte. La buena impresión que produjo Inefable … se refleja en esta opinión que recibió de Ricardo Senabre: «He pasado unas horas maravillosas, leyendo y releyendo tus poemas. Si me dejara llevar, te diría que hay en ellos auténtica magia»[96].

    En julio de 1982 aparece la segunda edición de Un árbol solo, publicada por la Institución Cultural Pedro de Valencia de la Diputación de Badajoz. Valhondo entonces califica este libro como «el poema más limpio y sincero y vero que he hecho en mi vida»[97].

    Los buenos resultados de estos poemarios consiguen que vuelva a desempeñar una inusitada actividad. Es vicepresidente del II Congreso de Escritores Extremeños, donde se le dedican dos comunicaciones162. Clausura el Aula Poético-Literaria de la Institución Cultural El Brocense con una lectura en el auditorio del Complejo Cultural San Francisco de Cáceres. Publica en las revistas Litoral de Málaga y Gemma de Aranguren (Vizcaya). Y participa en el Aula Poética de Plasencia, organizada por Sánchez Pascual, junto a Pureza Canelo, Manuel Pacheco y José María Bermejo.

    El resto del año 1983, lo pasa alejado de los círculos políticos y literarios163. Aún no se ha recuperado de los resultados humanamente lamentables de su etapa política. Su desánimo se detecta incluso en un viaje que realiza a Madrid en el que se limita a conocer a su nueva nieta y a pasear a su aire por la capital sin interesarse, como en otras ocasiones, por ver a los escritores con los que le gustaba intercambiar impresiones sobre el mundo literario.

    Época de misticismo. Abanico. Cuentos

    El aislamiento de su entorno social provoca que Jesús Delgado Valhondo profundice en su interior y pase por una crisis religiosa. De ahí que se suscriba al Boletín del Militante del Secretariado Diocesano de Cursillos de Cristiandad y realice algún ejercicio espiritual para buscar a Dios con todos los medios a su alcance. Así, el año 1984 es una época de recogimiento, donde su deseo más ferviente es retirarse a la soledad de su casa de la aldea, intentando el encuentro con la divinidad. En este ambiente, termina una serie de sonetos, que incluirá en Ruiseñor perdido en el lenguaje, y también concluye Los anónimos del coro.

    En 1985, es incluido en ¿Quién es quién en Poesía? Antología poética de España e Hispanoamérica165, donde aparece junto a doscientos poetas españoles e hispanoamericanos, de los cuales ocho son extremeños. La inserción en esta antología supuso para Valhondo el reconocimiento de Juan Manuel Rozas, prestigioso catedrático de la Universidad de Extremadura, que lo calificó como «el mayor poeta que tenemos»[98].

    En marzo de 1985, se encuentra preparando la edición de Abanico, un libro donde varios poetas transmiten su visión lírica de Mérida. La confección de este libro fue el resultado de una larga elaboración, pues Valhondo la inició en 1974 enviando postales de lugares históricos de Mérida a sus amigos poetas, para que al dorso escribiesen un poema. Finalmente, en el verano de 1986, aparece Abanico editado por el Patronato de la Biblioteca Municipal de Mérida y dedicado al alcalde de la ciudad, Antonio Vélez.

    Al final del verano de 1986167, la Diputación de Badajoz le publica Cuentos, su tercer libro de narraciones, en el número 1 de la Colección Narrativa y con dibujos de Bernardo Víctor Carande. Cuentos es un librito de 70 páginas, donde el autor muestra sus excelentes condiciones para los relatos, mitad prosa mitad poesía, concisos y líricos, enternecedores y profundos: «El día era como un milagro. Y un milagro sucedió, Joselito se convirtió en un hombre entero y vero. José en un niño. Y en su nueva condición de niño se puso a jugar con un tren eléctrico que atravesaba campos y más campos y más puentes y estaciones y más estaciones. Una maravilla»[99].

    Ruiseñor perdido en el lenguaje

    En febrero de 1987, Juan María Robles Febré, editor de los Cuadernos Poéticos Kylix, le publica Ruiseñor perdido en el lenguaje en el número 2 de su Colección con una tirada de 250 ejemplares y tan sólo 32 páginas. El librito se estructura en dos partes. La primera, que lleva el título de «Jesús Delgado», es un extenso poema donde repasa su larga vida, cuyo recuerdo se encuentra lleno de pesares y algún momento fugaz de gozo. La segunda parte, titulada «Poemas de amor para la muerte», contiene catorce sonetos donde trata de superar la muerte con el amor, pero al final muestra su escepticismo entre nostalgias y presagios de muerte.

    No recibirá Valhondo opiniones destacadas de su nuevo poemario por la corta tirada de Kylix, su insuficiente difusión fuera de Extremadura y la influencia negativa del éxito de sus dos libros anteriores, que ocultó el valor de este apreciable librito. Esta circunstancia lo lleva a quejarse de que la crítica, después de Un árbol solo, no se hubiera ocupado con atención de sus libros posteriores cuando eran igualmente densos.

    No obstante, su prestigio le sigue reportando reconocimientos. En mayo de 1987, Ricardo Senabre le envía las pruebas del capítulo titulado «Jesús Delgado Valhondo en su lírica esencial», que va a incluir en su libro Escritores de Extremadura. El ensayo comienza con unas palabras rotundas de auténtico fervor y reconocimiento del crítico por el poeta: «Pocas voces extremeñas hay más auténticas que la de Jesús Delgado Valhondo. Pocos poetas tan imprevisibles en su trayectoria, tan variados, tan fieles a la emoción del momento. Y pocos -muy pocos- tan exigentes consigo mismo, tan insatisfechos, tan tenazmente perfeccionistas». Además, Valhondo en este año es presidente del IV Congreso de Escritores Extremeños celebrado en Hervás (Cáceres) y participa en otras actividades169.

    Poesía. Los anónimos del coro

    En la primavera de 1988, la Diputación de Badajoz y la Editora Regional de Extremadura editan Poesía a Jesús Delgado Valhondo con prólogo de Ángel Sánchez Pascual. Poesía es una recopilación de todos sus libros publicados hasta el momento más Los anónimos del coro, un libro inédito. Además incluye «Sueltos», que son veinticinco poemas de Valhondo editados en periódicos y revistas, «Homenaje», que reúne veintidós poemas dedicados a Valhondo por otros poetas, y la trascripción de La esquina y el viento en la edición realizada por Tito Hombre.

    Los anónimos del coro es una denuncia de la indignidad que el ser humano se ve obligado a tolerar representando el papel que Dios le ha asignado en la vida sin pedirle opinión alguna y soportando, además de la imperfección propia de todo ser humano, la ignominia de oficios despreciados como el de las prostitutas. Valhondo, en esta etapa terminal de su vida, se encuentra abatido porque, después de tanta lucha emocional, no ha conseguido dilucidar ningún enigma sobre la condición humana que, ahora, se le muestra en su lado más amargo y preocupante.

    La impresión positiva, que produjo Los anónimos del coro en la crítica, se puede resumir en esta opinión autorizada de Lázaro Carreter: «Llevo más de seis horas leyéndote, agradeciéndote tus versos todos […]. Si la comunicación lírica es un viaje con el poeta por su mundo, unido a él, llevamos viajando juntos seis maravillosas horas. Hace años que te creo uno de los mejores poetas actuales. Ahora, al leerte junto y de una vez, me confirmo en ello»[100].

    La Medalla de Extremadura. Otros reconocimientos

    El 5 de julio de 1988 la Junta Regional concede a Jesús Delgado Valhondo la Medalla de Extremadura por sus méritos humanos, profesionales y literarios, que recibe en un acto celebrado en el teatro romano de Mérida el 7 de septiembre de 1988. Valhondo percibe aquellos momentos con un sentido trascendente: «Cuando subía las escaleras, para recoger la medalla, todo aquello se me estaba viniendo encima, sobre todo porque una de las mejores cosas, que me han pasado en la vida, es nacer en Mérida, y me encontraba como en el vientre de una madre, como de regreso. Iba, no ya emocionado, porque era otro ser»170. No obstante, en sus palabras de agradecimiento, muestra desorientación espiritual y agotamiento físico: «A estas alturas uno se pone a echar cuentas y no salen nunca bien, me falta siempre algo en esta suma de tiempo; me faltan recuerdos, me sobran olvidos».

    El 27 de diciembre de 1988171 el Ayuntamiento de Badajoz lo nombra hijo adoptivo de la ciudad y se compromete a solicitar para él la concesión del título de doctor honoris causa a la Universidad de Extremadura. Aunque su alegría no es completa porque, por esta época, sufre varias operaciones quirúrgicas para extirparle un cáncer de piel del que, una vez repuesto, no vuelve a resentirse.

    Superado este contratiempo, sigue con una frenética actividad que se traduce en varios reconocimientos. En Badajoz se le pone su nombre a una plaza y, en Cáceres, a una calle. En Mérida, en el año 1989172, se le da su nombre a una avenida y a una barriada, donde su presidente, Manuel Blanco Salguero, crea el Premio de Poesía Jesús Delgado Valhondo. También, antes de terminar el año, se le dedica un homenaje en Badajoz.

 

    El otro día y Huir

    En 1990, Jesús Delgado Valhondo publica en la editorial Menfis de Badajoz su último libro de relatos titulado El otro día, que contiene varias narraciones cortas donde se observa su capacidad de síntesis, su poder de sugerencia y la característica relación entre su prosa y su poesía. También publica en el Cuaderno Kylix dedicado a San Juan de la Cruz uno de sus últimos poemas, «Un árbol. Una cruz», donde relaciona los dos símbolos más atractivos para él: el árbol que materializaba la soledad y la cruz que suponía el sacrificio de Cristo y, por extensión, el sufrimiento que él se ve obligado a soportar en su existencia.

    El 24 de marzo de 1992, realiza su última intervención en público protagonizando la Fiesta de la Poesía de la Escuela Permanente de Adultos de Mérida, en la que se muestra desencantado y decaído. En septiembre de este año tiene terminado Huir, su último libro de poemas, que él mismo define como una despedida. El libro transmite la conciencia del poeta de encontrarse no sólo al final de su vida física sino también espiritual e intelectual.

    El final

    El 16 de marzo de 1993 el ayuntamiento de Mérida lo nombra hijo predilecto de su ciudad. El día 9 de julio de 1993, herido de muerte a causa de su antigua afección pulmonar, asiste a la entrega del nombramiento honorífico en un pleno extraordinario y califica ese momento como el más feliz de su vida.

    En sus palabras de agradecimiento, aprovecha para justificar su actuación en la vida definiéndose como «un ciudadano amante de su tierra que sólo ha cumplido con el deber que le dicta su condición de hombre». También explicó su especial atracción por Mérida: «Alguien dijo que nadie ama a su tierra porque es grande sino porque es suya. Y esta tierra, este pueblo, es doblemente mío porque nadie es de ningún sitio hasta que no tiene allí a sus muertos y yo los tengo aquí, en Mérida. A mi padre, a María, a hermanos. Algo que no sé explicar me hace dependiente de este paisaje, del alma de la ciudad, de este ambiente que te rodea como un aura de gloria y de infinita felicidad. Y esta soledad que se siente en Mérida que es amante solidaria y, además, humilde».

    Por último, reafirma su conciencia de sentirse al final de su existencia orgulloso de seguir siendo un hombre cualquiera: «Mérida tiene solera y no por su romanicidad sino por pueblo. Yo me siento orgulloso de ser hijo de mi pueblo. De ser pueblo»174. Sin embargo, no oculta que se encuentra muy afectado por la proximidad de la muerte: «y, ahora, que me queda poco camino que recorrer, me angustio en una lucha contra el tiempo y contra mí mismo».

    Pero su fortaleza no pudo con la mortal enfermedad que padecía y falleció el 23 de julio de 1993 a las seis de la tarde en la clínica Clideba de Badajoz. Al día siguiente se celebró su sepelio en la iglesia de Santa María de Mérida y, posteriormente, fue enterrado en el cementerio de su ciudad.

    Con Jesús Delgado Valhondo murió un hombre comprometido con su condición humana, un extremeño de corazón y un poeta fuera de lo común. Ahora recordamos que, años antes de su muerte, le oímos decir: «Cuando muere un poeta, algo muere dentro de nosotros». Y es verdad175.

[1] Tendrá que usar permanentemente una bota de alza.

[2] Ver «Coxalgia», La esquina y el viento, en “Y otros poemas” de Poesía completa, Mérida, ERE, 2003.

[3] JDV [Jesús Delgado Valhondo], «Divagaciones en torno a Jesús Delgado Valhondo», Cáceres, Aguas vivas, 1989.

[4] «La venta (III)», El año cero.

[5] Fernando, Luisa, Juan y Jesús. Los demás habían muerto por enfermedades infantiles.

[6] De esta época procede el diminutivo cariñoso, «Chuchi», con que lo nombraban sus amigos.

[7] JDV, «Puestos de tebeo», Hoy (Badajoz), 23-1-60.

[8] JDV, «Homenaje en Cáceres», Hoy (Badajoz), 5-5-65.

[9] En su cumbre se levanta el santuario de Nuestra Señora de la Montaña, patrona de Cáceres, cuya imagen es foco de veneración y peregrinaje.

[10] JDV, «Cáceres (viejo país del alma)», Hoy (Badajoz), 17-11-61.

[11] En Antonio Salguero Carvajal , “Conversaciones con Jesús Delgado Valhondo”, Badajoz, cassettes, 1991-1993.

[12] JDV, intervención en la Fiesta de la Poesía de la Escuela Permanente de Adultos, Mérida, 1992.

[13] No obstante en la década de los 50 compone unas greguerías denominadas “Llamas de candil” y en 1980 textos con forma parecida.

[14] JDV explica las razones de su atracción por estos poetas en dos artículos: “Thomas Stearns Eliot”, [s.l.], 1948 y “Dos poetas católicos”, Hoy (Badajoz), 26-12-59.

[15] JDV, «Cuando la palabra es hermosa», Hoy (Badajoz), 14-6-64.

[16] Ricardo Senabre, «Sentir y decir», en monográfico «Jesús Delgado Valhondo», Hoy (Badajoz), 28-11-93.

[17] JDV, «Tagore», Hoy (Badajoz), 14-6-61.

[18] Federico de Onís, Antología de la poesía española e hispanoamericana, Madrid, Centro de Estudios Históricos, 1934.

[19] Manuel Pecellín Lancharro, «Pedro Caba Landa», en Literatura en Extremadura, tomo III, Badajoz, Diputación Provincial, 1983.

[20] Según parece, Tomás Martín Gil  y Pedro Romero Mendoza.

23 Dirigida por Alberto Juliá Martínez, fue editada en Cáceres desde el 1 de noviembre de 1935 al 15 de julio de 1936. Publicó 18 números. En el grupo fundador se encontraba Antonio Hernández Gil. JDV participó en el número 3 con un poemilla titulado “Podría quererte”, que firmó con el seudónimo «Jesús De-Val».

[21] Aparece por primera vez en el penúltimo verso del poema “Castilla en siesta” de Canciúnculas: “(Un solo árbol, / consuelo de la gran pasión del campo)”.

[22] Retablo de la pasión de nuestro Señor, inédito.

[23] Se había afiliado a Alianza Republicana dos años antes de proclamarse la República.

[24] Estos tres libros han sido editados por primera vez en JDV, Poesía completa, Mérida, ERE, 2003.

[25] JDV, «Divagaciones en torno a Jesús Delgado Valhondo», Cáceres, Aguas Vivas, 1989.

[26] Se refiere a su hijo José María, nacido en 1937. Después nacerían Fernando en 1939 y Gloria en 1949.

[27] Carta de Manuel López Robles a JDV, La Alquería (Huelva), 7-3-44.

[28] «Salida de luna» y «¡Ay, quién fuese corazón!», nº 37, 1-1-40.

[29] Carta a JDV, Madrid, 14-10-39.

[30] Es creada en Valencia en noviembre de 1942 y dirigida por Ricardo Juan Blasco. Se gestó en el bar Galicia, donde se reunían Pedro Caba, Pedro Sanjurjo, Juan Cots, José Luis Hidalgo y José Hierro. Corcel surgió contra el preciosismo de Escorial y publicó 16 números.

[31] «Un claro caballero de rocío / un pastor, un guerrero de relente / eterno es bajo el Tajo; bajo el río / de bronce decidido y transparente».

[32] JDV, «Vicente Aleixandre», Hoy (Badajoz), 1977.

[33] Carta a JDV, Madrid, 29-8-44.

[34] A este grupo pertenecían, además, Alejandro Gaos, José Albí, Ricardo Blasco y José Luis Hidalgo, poeta por quien JDV sintió una gran estima desde que leyó su libro Los muertos.

[35] Editado en el Boletín de la Inspección de la Escuela de Practicantes (Cáceres), 1944.

[36] Publicado en la revista Lar (San Sebastián), 1944.

[37] Revista de Santander, que fue fundada en abril de 1943 por Carlos Salomón, Sordo Lamadrid, G. Ortiz y D. Badía.

[38] Revista de Madrid, creada en mayo de 1943 por José García Nieto, Pedro de Lorenzo, Jesús Revuelta y Jesús Juan Garcés.

[39] José Canal Rosado, «Noticia del proyecto de publicación de Alcántara«, Extremadura (Cáceres), 10-9-45.

[40] Este seudónimo procede de su segundo nombre (Jesús José) y de la segunda parte de su primer apellido (Delgado de la Peña).

[41] José de la Peña [Jesús Delgado Valhondo], «Notas breves de dentro y de fuera», Alcántara (Cáceres), nº 53-54-55, 1952. El número 111-113 de Alcántara de 1956 publicará las últimas «Notas …».

[42] Rufino Félix, «El vendaval, Jesús», en A Jesús Delgado Valhondo (Homenaje), Badajoz, Kylix, 1993.

[43] Revista alicantina, fundada por José Albí y Joan Fuster con la colaboración de Manuel Molina y Vicente Ramos, que la apoyó económicamente. Esta publicación supuso un rechazo de la poesía clasista y un abrigo de la nueva lírica humanizada, en la que JDV encajaba.

[44] Antonio Reyes Huertas, «Los jóvenes», Hoy (Badajoz), 1-8-48.

[45] Con ellos realiza actividades como la elaboración de un poema a escote, cuyo tercer verso es de JDV. Fue editado en Hoja del lunes (Badajoz, 31-10-49), Norma (Cáceres, 31-10-49) y Alcántara (Cáceres, diciembre 1949).

[46] Fueron recogidas por Miguel Muñoz de San Pedro en una carta a JDV, Cáceres, 20-1-50, y en dos artículos titulados «¡Hemos oído a un poeta!», Extremadura (Cáceres), 22-2-50, y «¡Hemos leído a un gran poeta!», Hoy (Badajoz), 25-2-50.

[47] JDV, «Homenaje a don Ángel Orti Belmonte», Extremadura (Cáceres), 6-8-49.

57 Director General de Prensa, promotor de la revista Fantasía y «cazapoetas».

[48] De estos libros no se volverá a tener noticias. Posiblemente JDV, para facilitar su edición, dividió en dos El año cero, que era un poemario extenso.

[49] JDV, «La ruina y la herida. Un templo se nos muere: San Benito de Alcántara», Extremadura (Cáceres), 5-10-49.

[50] A quien JDV dedica el libro doblemente, pues se lo dedica a “Gabriel Celaya” y «Juan de Leceta», dos de sus heterónimos.

[51] Carta a JDV, San Sebastián, 13-11-50.

[52] Carta a JDV, Madrid, 31-10-50.

[53] JDV, «Hay que pensar que se vive», Hoy (Badajoz), agosto 1950.

[54] Por estas fechas publica en revistas como Espadaña (León), La isla de los ratones (Santander) y Espiga (Buenos Aires) y en periódicos como El correo literario y ABC (Madrid), imparte conferencias y participa en el Almanaque de Literatura de Jorge Campos.

[55] Por ejemplo, interviene en un ciclo de conferencias de la biblioteca de Mérida con el tema «El poema y su momento crítico» y recita varios poemas que conmueve a los presentes.

[56] Carta a JDV, Melilla, 31-12-52.

[57] Fueron creados a partir de una idea suya.

[58] De «Como pasamos la noche bajo el sueño».

[59] JDV, «Nuevos pobres», Hoy (Badajoz), 19-9-58.

[60] JDV, «Practicante», Hoy (Badajoz), noviembre 1957.

[61] Carta a JDV, Río Piedras (Puerto Rico), 22-2-54.

[62] Ricardo Gullón, Conversaciones con Juan Ramón Jiménez, Madrid, Taurus, 1958.

[63] Ricardo Gullón, prólogo de Sonetos espirituales de Juan Ramón Jiménez, Madrid, Afrodisio Aguado, 1957.

[64] Antonio Salguero Carvajal, Gévora. Estudio de una revista poética de Extremadura, Badajoz, Diputación, 2001.

[65] JDV, «Bibliotecas extremeñas», Hoy (Badajoz), 16-3-56

[66] JDV, «Volver sobre nuestros pasos», Hoy (Badajoz), 31-12-57.

[67] Carta a JDV, Salamanca, 9-7-57.

[68] JDV, “Educación fundamental”, Hoy (Badajoz), 7-5-60.

86 Por ejemplo, a finales de 1958, se presenta junto a José Canal y Juan Luis Cordero al certamen poético «Virgen de Altagracia», patrona de Garrovillas de Alconétar (Cáceres), y gana un premio.

[69] JDV, «Oposiciones», Hoy (Badajoz), 8-7-59.

[70] JDV, «Aldea y ciudad», Hoy (Badajoz), 10-9-59.

[71] JDV, «Cuando se mueren los pueblos», Hoy (Badajoz), 10-10-59.

[72] Madrid, Taurus, 1959.

[73] El primer premio lo ganó Victoriano Crémer con Tiempo de soledad.

[74] Rufino Félix Morillón, «Salvar el Liceo», en Reloj de arena, Badajoz, Menfis, 1992.

[75] Sus deducciones están recogidas en su artículo «Cimas extremeñas», [s.l.], [s.f.].

[76] JDV, «La tertulia», revista de feria de la barriada de San Fernando (Badajoz), 1960.

97 Hasta que se traslade a la capital, JDV participa en numerosas actividades con los escritores pacenses como en el acto «Las siete palabras del Señor» del Viernes Santo (1961) y en la Fiesta de la poesía navideña (1965).

[77] JDV, «El poeta y el Guadiana», Hoy (Badajoz), 5-1-61.

99 Como, por ejemplo, en la Fiesta de la Poesía de Almendralejo, dedicada a Carolina Coronado, junto a Fernando Bravo, Pacheco y Lencero el 21-3-61.

[78] JDV, «Moguer de Juan Ramón Jiménez», Hoy (Badajoz), 16-8-81.

[79] Carta a JDV, Madrid, 6-12-61.

[80] JDV, «Poesía social», Hoy (Badajoz), 22-2-61.

[81] JDV, «Oscuridad y misterio», Hoy (Badajoz), 9-8-62.

103 Por ejemplo, imparte una conferencia titulada «El poeta y su mundo» y participa en el Día emeritense de la poesía.

[82] JDV, «Instrucción y Educación», Hoy (Badajoz), 23-3-49.

[83] Carta a JDV, Salamanca, 11-11-63.

[84] Arsenio Muñoz de la Peña, «Literatura pacense», Hoy (Badajoz), 1-11-61.

[85] Carta de JDV a Fernando Bravo, Mérida, 28-4-65.

121 JDV, «El traslado», Hoy (Badajoz), 7-9-65.

124 JDV, «Vivir del cuento», Hoy (Badajoz), 12-2-66.

125 JDV, «Atardecer en Badajoz», Hoy (Badajoz), 26-5-66.

126 JDV, «El Guadiana», Hoy (Badajoz), 25-8-66.

127 En esta época interviene en un homenaje a Luis Chamizo, la revista Alcazaba, la Antología del Guadiana, el homenaje al pintor Pedraja Muñoz y la fiesta de la poesía navideña.

128 De esta unión nacerían tres hijos: Jesús en 1970; Felipe Juan en 1971 y Sofía en 1972.

129 También participa en la Semana de la Poesía de Badajoz, las Reuniones Literarias de las Lagunas de Ruidera y en un recital en la Biblioteca Pública de Cáceres, junto a José Canal y Fernando Bravo.

130 JDV, «Los niños de Extremadura», Hoy (Badajoz), 13-3-68.

131 Manuel Pacheco, «Prosema para hablar de los bastones y el humor», Hoy (Badajoz), 29-7-93.

[86] Carta a JDV, Madrid, 28-9-69.

132 Manuel Martínez-Mediero, El último gallinero, Yorick (Barcelona), nº 38, 1970.

133 Por estas fechas, también participa en la Antología de pensamientos pasionistas (Extremadura, 12-1-69) y en el homenaje a Antonio Machado, organizado por la cátedra Donoso Cortés de Badajoz.

134 JDV, «La dorada mediocridad de la vida provinciana», Nuestra ciudad (Badajoz), octubre 1970.

136 JDV, «Carta abierta a Antonio Díaz Rodríguez», mecanografiada, APJDV [archivo particular de Jesús Delgado Valhondo].

[87] Carta a JDV, Madrid, 6-4-72.

137 Destaca a escritores extremeños que viven dentro y fuera de la región. Por ejemplo, en la del 24-3-71 aparece Eugenio Frutos.

139 «Tirar de la manta» de La vara de avellano. A pesar de su desencanto participa en el XXI Ciclo de conferencias culturales y concursos de Almendralejo (agosto 1971) y en la despedida a Lencero en Badajoz (16-11-72).

140 Sevilla, Ángaro, nº 38, 1973.

[88] Carta a JDV, Salamanca, 11-3-74.

141 JDV, «Divagaciones en torno a Jesús Delgado Valhondo», Cáceres, Aguas Vivas, 1989.

142 «Celo, el tonto». Un año antes, JDV había editado en La vara de avellano el poema «El tonto del pozo», que es el origen de este relato de Cuentos y narraciones.

[89] Carta a JDV, Madrid, 2-12-75.

144 Por esta época también interviene en el I Ciclo de conferencias de Cáceres, la Feria extremeña del libro en Badajoz y en un acto literario en memoria de Francisco Rodríguez Perera (Villanueva del Fresno, 23-4-76).

146 JDV, «Después de las encinas», Hoy (Badajoz), 12-8-76.

149 JDV, Poesía, Badajoz, Diputación y ERE, 1988, pp. 371-373, y JDV, Poesía completa, tomo III, Mérida, ERE, 2003, pp. 291-294.

[90] Entonces se encontraba dando clases en el colegio público “General Navarro”. Anteriormente había sido destinado al colegio público “Nuestra Señora de Bótoa”.

150 «Estabas», en JDV, Poesía completa, tomo III, Mérida, ERE, 2003.

[91] Los poemas pertenecen a El secreto de los árboles, ¿Dónde ponemos los asombros? y La vara de avellano y van encabezados por el título «Segunda antología».

[92] Carta a JDV, Madrid, 13-6-79.

[93] Carta a JDV, Málaga, 3-10-80.

[94] Carta a JDV, Madrid, 16-12-80.

[95] Carta de JDV a Santiago Castelo, Madrid, 27-3-79.

151 Carta a JDV, Colmenar (Madrid), 12-1-81.

158 JDV, «El lirismo», Hoy (Badajoz), 8-6-76.

160 JDV, «La verdad», Hoy (Badajoz), 1-5-64.

161 Sin embargo, interviene en la inauguración de la escultura «Vietnam» de Luis Álvarez Lencero (Mérida, 1982), en el homenaje a este poeta en Badajoz (28-12-82) y en el Aula poético-literaria El Brocense (Cáceres, 26-5-82).

[96] Carta a JDV, Cáceres, 28-11-82.

[97] Carta de JDV a Santiago Castelo, Madrid, 30-7-82.

162 «Religiosidad en Un árbol solo de Jesús Delgado Valhondo» de María López Ollero y «La narrativa de Jesús Delgado Valhondo» de Ángeles Carrero.

163 Aunque acepta participar en la II Feria del Libro de Mérida, donde recitó versos de la Habitación del rato (posiblemente fuera el título anterior de “Jaula del atardecer”, cuarta parte de Los anónimos del coro, poemario que publicaría cinco años después).

165 Volumen I, Madrid, Prometeo, 1985.

[98] Carta a JDV, Cáceres, 26-3-85.

167 En este año, JDV interviene en un homenaje a Lorca, en el centenario de Federico de Onís y en la Semana cultural del Instituto de Bachillerato Rodríguez-Moñino de Badajoz (16-4-86).

[99] JDV, «José y Joselito» de Cuentos.

169  En la presentación de las Obras escogidas de Luis Álvarez Lencero (Badajoz, 12-1-87) y en el  Seminario «La situación del escritor en su Comunidad», que organiza con Santiago Corchete y Jaime Álvarez Buiza (Hervás, 1987).

[100] Carta a JDV, Madrid, 6-8-88.

170 Alfonso Cortés, «La duda es la creencia. Una conversación con Jesús Delgado Valhondo», en monográfico «Jesús Delgado Valhondo», Hoy (Badajoz), 28-11-93.

171 En este año participa en un recital de la Universidad popular de Azuaga, en actos organizados por la Asociación de Escritores Extremeños y en la inauguración de la Feria del Libro de Mérida, junto a Manuel Pacheco.

172 En este año, interviene en el Ciclo de escritores extremeños, organizado por el Colegio de Doctores y Licenciados de Cáceres y en el V Congreso de Escritores Extremeños, celebrado en Zafra.

174 Trece días después de su muerte, fue editado su último artículo titulado «El marco y el cuadro» (Hoy, 30-7-93), donde se quejaba del mal uso que a veces se hacía del teatro romano: «Si se quiere hacer del teatro romano otra cosa de lo que es, se comete un delito con Mérida y con toda Extremadura».

175 El 27 de septiembre del año 2002 fue creada la Fundación Jesús Delgado Valhondo en Badajoz para mantener viva su memoria y difundir su obra literaria.

Fotografía cabecera:Vista de La Zarza