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Capítulo II: Poética

Personalidad

Cosmovisión filosófica

Concepción religiosa

Percepción del paisaje

Claves de su mundo poético

Características líricas

Símbolos

 

 

    Jesús Delgado Valhondo es un caso excepcional en la historia de la poesía española por el carácter existencial de su obra lírica desde el principio al fin de su larga trayectoria. Nacido en 1909, pertenece por edad a la generación de 1936 y al grupo de los fundadores de la llamada «generación escindida» (Luis Felipe Vivanco, Luis Rosales, Leopoldo y Juan Panero). Con ellos coincide en tratar una temática centrada en el sentimiento, el amor y el paisaje con un tono vivencial de fuertes preocupaciones religiosas. También concuerda con ellos en su tendencia a la rehumanización y a la solidaridad, al empleo equilibrado de los recursos formales y al interés simultáneo por la tradición clásica y la renovación vanguardista.

    En el ámbito de la lírica extremeña, Jesús Delgado Valhondo también coincide con las peculiaridades de los poetas coetáneos extremeños, principalmente Eugenio Frutos, Alfonso Albalá y José María Valverde.

    A la vez, Jesús Delgado Valhondo se sitúa en la generación de 1940, junto a José Hierro, Rafael Morales y Leopoldo de Luis por su primera publicación (Hojas húmedas y verdes, 1944), y participa al mismo tiempo de sus dos tendencias por su enraizada concepción religiosa (poesía arraigada) y por su tono crítico contra una realidad con la que no estaba de acuerdo (poesía desarraigada).

    Es decir, es un poeta situado plenamente en la corriente existencial que aparece en la segunda mitad de los años 30, se acentúa por las nefastas consecuencias de la guerra civil en la década de los 40 y pervive hasta comienzos de los años 50 del siglo XX. Es más, Jesús Delgado Valhondo ya era existencial cuando surge esta corriente en el panorama literario español, pues sus primeros versos, escritos a comienzos de los años 30, así lo confirman, y seguirá siendo existencial cuando esta tendencia lírica desaparezca del panorama literario español (comienzo de los años 50) hasta el final de su obra poética (1993).

    PERSONALIDAD

    Jesús Delgado Valhondo fue, en la superficie, una persona sensible, apasionada, sincera y entrañable: «Es el corazón asombrosamente juvenil de la poesía extremeña, siempre pronto a repartir sus versos en recitales, generosísimo con cuantos se le aproximan, alentador lúcido de las voces recién estrenadas, tierno y delicado hasta la ingenuidad»[1]. Además, disfrutó de un extraordinario don de gente y cultivó sobremanera las relaciones humanas, convencido de que la amistad era uno de los regalos más preciados que podía disfrutar el ser humano y un medio gozoso de enriquecimiento personal cuando se comparten vivencias humanas y espirituales: «El amor es lo más importante en la vida para mí. Mi afición es mi manera de ser: la poesía, la lectura, la amistad, es decir, el conocimiento del hombre»[2].

    Profundamente, Jesús Delgado Valhondo fue un ser consciente de su condición humana, de su dependencia de la divinidad y de vivir en un entorno determinado, Extremadura. Aunque le gustaba definirse como «un hombre cualquiera», es decir, como un ser humano con los mismos anhelos y pesares que cualquier persona corriente, era dueño de una rica vida interior que, paradójicamente, lo arrastró a una enconada lucha espiritual entre su fe y su razón. Los detalles de esa pelea anímica los plasmó en una unitaria, coherente, extensa, trascendente y evolucionada obra poética, que alcanzó una calidad humana, anímica y literaria fuera de lo común:

 

    Mi corazón y yo [3]

   

 

Todos los días pongo mi corazón delante

para que vaya abriéndome caminos y contentos,

lo espabilo temprano, lo levanto en palabras,

anda -digo-, vete por nubes y momentos.

    Humano –bueno y qué–, mi corazón humano

con sus fiestas de sueños y de bondad a cuentos

marcha buscando siempre lo que jamás encuentra,

ama gozando siempre lo que jamás entiendo.

    Yo me enredo en asuntos, la cuenta y la aspirina,

el mundo día a día, tan bien y tan maltrecho,

este mundo por donde vamos a nuestras cosas

y que nunca acabamos de vivir y entenderlo.

    Cuando de noche vuelvo, rendida carne amarga,

cuando a mi casa vengo,

tanta ilusión me vuela tristezas a montones,

la amarillenta muerte del consumido tiempo.

    Luego, detrás, humilde, mi sangre en un puñado,

desbaratado ovillo de sombras y silencios

en un rincón oscuro, quinto espacio a la izquierda,

se me queda cansado como si fuese un perro.

    La adquisición de este nivel humano, espiritual y literario fue posible al acopio de una sólida formación intelectual, que le reportaron sus relaciones sociales, sus numerosas y variadas lecturas, su tendencia a la indagación reflexiva y, en definitiva, su docta curiosidad con la que saciaba sus deseos de autoconocimiento e intentaba desentrañar los enigmas del ser humano, de la realidad y del mundo.

    Luego, Jesús Delgado Valhondo fue una persona que tuvo la dignidad de aceptar su compromiso de poeta con la sinceridad y la honradez de quien lo concibe como un modo de expresión de sus sentires y, a la vez, con la responsabilidad que conlleva la comunicación con los demás. Al mismo tiempo aceptó su compromiso como espíritu intentando averiguar las razones de su condición imperfecta e indagando en su dependencia de la divinidad, a pesar de que esa búsqueda sólo le reportó angustia y decepción, porque Dios no se le manifestó. El mismo desencanto sufrió con sus semejantes cuando comprobó que estaban más atentos a sus intereses materiales que al cuidado del espíritu. Este descubrimiento le produjo un profundo pesar, pues llegó a la conclusión de que el ser humano no tenía capacidad siquiera para resolver sus problemas cotidianos y menos para acceder a la divinidad.

    De ahí que fuera un ser extremadamente sensible y vulnerable, se refugiara con frecuencia en la melancolía y viviera en un estado emocional cercano a la hipocondría. Sin embargo, también fue un ser vitalista, que buscó denodadamente respuestas a sus intranquilidades espirituales y recabó explicación a sus propias contradicciones durante toda su existencia: «Conocerme a mí mismo es harto difícil por variable prodigio de mi tiempo»[4]. Aunque el fracaso de su búsqueda lo arrastró a sufrir numerosas decepciones, que lo hicieron caer frecuentemente en el desencanto, sus vivencias recogidas en el caudal del verso son el resultado de una extraordinaria vitalidad humana, espiritual y lírica.

    Y, lo más importante de todo, Jesús Delgado Valhondo, más que un hombre y poeta, fue un espíritu contradictorio: «El hombre que no tiene preocupaciones, que no lucha en la vida, que no es movido por una intranquilidad […] está completamente acabado, ha jubilado su corazón»[5]. Su conciencia soportó una pelea constante entre el idealismo ciego y la negación racional, los anhelos de Dios y sus limitaciones, sus ansias de eternidad y su finitud.

    Estas vacilaciones espirituales se encuentran recogidas en su obra poética con una expresión humana y lírica, cuya interpretación no necesita de filósofos ni filólogos a pesar de su fondo trascendente y su elaboración intelectual. Su profunda significación puede ser desentrañada por cualquier lector que esté predispuesto a captar la reflexión, la hondura y la pasión de su autor, un hombre cotidiano. De ahí que en la obra lírica de Jesús Delgado Valhondo se encuentren los mismos pensamientos, esperanzas y dudas que invaden a todos los seres humanos:

 

«Nos buscamos ávidamente

desde la piel a lo más dentro

y nunca conseguimos, nunca,

el descifrarnos los misterios.

Desconocemos dónde estamos

(no tenemos remedio)”[6].

    De esta cotidianeidad surge el humanismo y, a la vez, el carácter universal de Jesús Delgado Valhondo, un hombre cualquiera, cuya grandeza radica en que, pudiendo eludir esas interrogantes y vivir en un cómodo escepticismo, aceptó su compromiso de ser humano con la conciencia de que debía hallar respuestas a esos preocupantes enigmas. Y a esta humanísima tarea dedicó toda la energía de su espíritu hasta caer agotado física y espiritualmente: «Soy hombre / [..] / Voy y vengo de casa al trabajo. / Vivo. Muero. / Me acerco. Me distancio. / Juego. Me canso»[7].

    Luego, con su extremada sensibilidad, supo dejar escritas en verso esas intranquilidades existenciales que él sintió con una forma cálida, confidencial y cercana, de tal manera que el lector enseguida las hace propias pues se convierte en cómplice del poeta, que experimenta lo que él mismo siente cuando reflexiona sobre su identidad, su posición en el mundo y su relación con Dios: «¡Señor! ¡Dios mío! Tengo miedo / y no me colma tu esperanza, / me sujeto cobardemente / a la tierra que nos separa. // Acorralado por la vida / entre la pared y la espada»[8].

    Por cumplir estas características, la figura de Jesús Delgado Valhondo toma hoy relevancia espiritual porque, aunque al final su búsqueda culminó en un monumental fracaso (su entorno no quiso saber nada de sus preocupaciones trascendentes, Dios no le respondió, el mundo se encaminó por un materialismo vacuo), no dejó de intentar, hasta la extenuación más sobrecogedora, la obtención de respuestas sobre estas grandes interrogantes que a todo ser humano preocupa. Además, no se cansó de advertir que el alejamiento del espíritu influía negativamente en las relaciones humanas y que este hecho afectaba fatalmente al bien común: «Quejas y gritos por el suelo, / bajos fondos, altos desastres. / Todo tan a mano que dudas / dónde está el mundo que pensaste. // Preguntamos: ¿dónde está el hombre / entero, vero y responsable? / Ninguno quiere saber nada / y no contesta nadie»[9].

    Valhondo dedicó toda su vida a reflexionar sobre estos humanos asuntos y a dejarlos plasmados en una magna obra poética, que es a la vez crónica espiritual de su existencia y esencia destilada de su atención al espíritu. Y, aunque no la escribió para lucirse sino como desahogo de sus intranquilidades espirituales y por compromiso con su condición humana, su lírica fue alabada por dos Premios Nobel (Juan Ramón Jiménez y Vicente Aleixandre) y su personalidad ensalzada por Fernando Lázaro Carreter, que lo consideró uno de los mejores poetas del siglo XX por su emoción, sinceridad, compromiso y calidad poética.

   La razón de este aprecio se encuentra en que Jesús Delgado Valhondo no fue un poeta de intuición ni de nacimiento sino un intelectual que creó una obra lírica para proporcionar un marco adecuado a su mundo poético, que sostuvo en unos contenidos concretos y unas formas determinadas hasta constituir una Poética.

 

    COSMOVISIÓN FILOSÓFICA

    Jesús Delgado Valhondo fue un hombre cotidiano, pero con una poderosa capacidad de asombro, que lo llevó a mostrar un gran interés por conocerse, entender a sus semejantes e indagar en la existencia. Esta avidez por el conocimiento lo empujó a ahondar en su conciencia, a indagar en los valores y deficiencias del ser humano y a traducir los enigmas de la realidad. De esta manera intentaba, por un lado, descubrir la magnitud de la creación para acceder al conocimiento de su creador y, por otro, entablar una estrecha y necesaria relación con la divinidad pues, aunque consciente de su insignificancia en la infinitud del universo, sentía que participaba en la grandeza de su obra.

    Este asombro ante la vida, la naturaleza y el poder de Dios fueron el motivo de que sus percepciones de la realidad las hiciera trascendentes en su espíritu y la razón que lo hizo poetizarla en un primer momento, cuando pensaba que el paisaje y el hombre eran manifestaciones materiales de la divinidad:

 

“Respiro este aire limpio

sin peso y sin heridas.

¿Será tan solo el hombre

un trozo más del día?

[…]

¿Firmemente finito?

¿El amor se limita?

Se nos queda en las manos

las más grandes medidas”[10].

    Pero esta concepción ideal del mundo pronto se rompe cuando en su indagación descubre que naturaleza y hombre están llenos de abundantes imperfecciones y él mismo (recordando la amarga experiencia de su enfermedad infantil) es frágil y caduco. Este convencimiento lo arrastra a la necesidad de saber y a formarse una concepción filosófica del mundo con la que hallar una explicación racional a este hecho preocupante. Desde entonces dirige incesantes preguntas a Dios, cuyo silencio le provoca que sean cada vez más angustiosas: ¿para qué nacemos si somos extremadamente imperfectos? ¿cómo somos imperfectos si procedemos de la suprema perfección? ¿qué desea conseguir Dios con la incesante muerte/resurrección a que somete al ser humano? y, sobre todo, ¿por qué el hombre ha sido condenado a estar solo? Estas preguntas y su consiguiente necesidad de respuestas, que Jesús Delgado Valhondo encauzará a través de su voz lírica, conforman el sentido filosófico de su obra poética.

    Su preocupación existencial fue siempre tan acentuada que lo indujo a buscar respuestas, aún joven, en la filosofía clásica, convenientemente orientado por Pedro Caba y Eugenio Frutos. Por esta razón en su concepción filosófica confluyen la imagen del río de Heráclito, el estoicismo de Séneca, el idealismo de Platón y el racionalismo de Aristóteles[11] con la adaptación de estos planteamientos paganos a la concepción cristiana de San Agustín y Santo Tomás[12] y al enfoque ascético-místico de San Juan de la Cruz, Fray Luis de León y Santa Teresa de Jesús[13].

    Además, localizó en la literatura española a escritores con una visión existencial del mundo y asimiló la relación establecida por Quevedo entre amor y muerte, la concepción de la vida como sueño y como teatro de Calderón, la melancolía de Bécquer, la angustia modernista de Rubén Darío, la intrahistoria y el sentimiento trágico de la vida de Unamuno, la nostalgia de Antonio Machado, la búsqueda de la palabra esencial de Juan Ramón, la presentida tragedia personal de Lorca, la honda tristeza de Alberti, el drama universal de Aleixandre, la rabia contenida de Dámaso Alonso, la preocupación vital de Miguel Hernández y el desencanto personal y social que impregna, en general, la lírica de los poetas españoles a partir de la guerra civil[14].

    Sus intranquilidades lo arrastraron también a indagar tanto en el existencialismo desencantado de Kierkegaard como en el enfoque esperanzado de poetas cristianos como Francis Jammes y Paul Claudel, que lo atrajeron por su extraordinaria sensibilidad para poetizar sobre el ser humano, la naturaleza y Dios con versos transparentes, intensos y fervorosos.

    Esta indagación lo induce a convertirse, primero, en un estoico porque estaba seguro de que todo sucedía necesariamente y, ante la realidad, sólo cabía adoptar una postura serena. Pero la realidad que perciben sus sentidos no es inmutable y entonces se produce una fuerte conmoción en su espíritu ante la imposibilidad de obtener respuestas racionales a sus enigmáticas alteraciones. Este descubrimiento le resulta estremecedor porque le descubre su deficiencia intelectual y su incapacidad para traducir los misterios con los que continuamente se topa y, especialmente, con el problema de comprenderse que es su punto de partida para alcanzar a Dios y, posteriormente, entender el mundo.

    Sin embargo, su espíritu impetuoso y desconforme con las actitudes resignadas no pudo aceptar convertirse espiritual y socialmente en un ser insensible y, durante un tiempo, persevera en la esperanza de alcanzar sus anhelos adoptando una actitud raciovitalista. En la adopción de esta perspectiva mental se vio influido por la concepción autónoma del ser humano de Ortega y Gasset, cuya idea central aseguraba que el hombre puede influir de alguna forma en su existencia filosofando y actuando ante cuestiones que, por aparentemente inamovibles o por estar sujetas teóricamente a la razón, otros aceptan resignadamente.

    Pero la fracasada, aunque activa y comprometida, indagación de Jesús Delgado Valhondo provoca que adopte una postura agónica no exenta de angustia y recoja en su obra poética ese sentimiento trágico de ser humano perdido en la infinitud del universo y abrumado por una realidad enigmática. Tal misterio le provoca abundantes dudas que no logra desvelar sólo con su conciencia ni tampoco con la indiferencia de los demás ni con el mutismo de Dios.

    Esta situación lleva a Jesús Delgado Valhondo, hombre de un tiempo convulso que vivió apasionadamente, a participar de la corriente filosófica existencialista que, arrancando de Kierkegaard, impera en Europa durante el siglo XX y, en España, arraiga en Miguel de Unamuno, precursor del existencialismo filosófico. Tal hecho explica que Valhondo lo tome como guía para encaminar su obra poética, cuyo norte se encuentra en idénticas preocupaciones a las que plantea el rector salmantino en Del sentimiento trágico de la vida: la existencia es una lucha (agonía) que parte de la duda para llegar a la creencia. Pero este proceso no es lineal pues se encuentra lleno de altibajos emocionales, que producen una dolorosa angustia en quien indaga y lo obligan a reiniciar la lucha cíclicamente, convencido de que existe un ser superior que finalmente lo escuchará para recompensarlo por su empeño en comprender su condición humana y desentrañar su conexión divina.

    Sin embargo, Jesús Delgado Valhondo, a pesar de las coincidencias, se distingue de Unamuno en que centra sus reflexiones filosóficas no en el hombre teórico del rector («hombre de carne y hueso”, lo denominaba), sino en el hombre común de la existencia cotidiana que experimenta el dolor, la tristeza y la melancolía, que comprueba en sí mismo la arrasadora acción del tiempo y siente una necesidad imperiosa de encontrar a Dios como medio de calmar estas dolorosas sensaciones y atenuar el temor a la muerte con el consuelo de la inmortalidad.

    Pero además la filosofía de Valhondo, que se desarrolla principalmente a partir de su decepción en La montaña, tiene unos planteamientos relacionados estrechamente con la realidad social en la que se encontraba inmerso: la vida es una cárcel donde el ser humano está prisionero del misterio de la existencia por falta de capacidad intelectual y, lo que es aún peor, por la preocupante insensibilidad de sus semejantes ante la trascendencia de la vida o la necesidad de hallar a Dios para resolver los enigmas de la existencia o la erradicación de la violencia humana en el mundo. No es extraño que, ante esta nefasta actitud, Valhondo fuera adoptando gradualmente una concepción de la vida y del ser humano cada vez más triste y desencantada:

 

«Porque somos un tiempo a montones de siglos

con el dolor ganado a tropezón con Dios,

encerrado en la piel, como en la jaula el canto,

esperamos que un día nos deshaga la luz»[15].

    Así Valhondo, espoleado por la falta de atención al espíritu, primero busca a Dios dentro de su conciencia. Pero Dios se mantiene mudo y elude el contacto, a pesar de que el poeta es un ser humano que forma parte de su esencia divina: «Y Dios parece que no quiere / hablar conmigo o se le olvida»[16]. Mientras, se encuentra inmerso en el río de la vida, aparentemente siempre el mismo y, sin embargo, siempre distinto en un proceso incesante de vida-destrucción que le resulta angustiosamente paradójico, pues la vida nace de la muerte y ésta, a su vez, genera de nuevo vida y así sucesiva e infinitamente en un imparable pasar y renovarse. O también se siente pasajero de un fatídico tren que va dejando a los seres humanos abandonados en sórdidas estaciones, una vez que el tiempo los ha convertido en despojos y los entrega a la muerte: «Somos nosotros: simplemente. / -¡Pasajeros al tren!-. / Un tren que siempre marcha / dejando inquietas estaciones / al lado del camino»[17]. Finalmente, atrapado en esta realidad desgarradora, sólo le queda huir hacia sus orígenes donde espera encontrar el refugio y el descanso tantas veces anhelado: «Voy porque hay alguien / que me está esperando. / No sé quién es, / pero me está esperando»[18].

    En fin, aunque los fundamentos de las ideas filosóficas de Jesús Delgado Valhondo se encuentran en la tradición cultural, su profunda indagación consigue dotar de estos valores personales el contenido filosófico de su obra poética: Su capacidad de aglutinar todas las preocupaciones existenciales de la tradición filosófica occidental. La originalidad de exponerla a través de la expresión lírica, a pesar de la dificultad intelectual que, en su misma esencia, guarda la explicación de los pensamientos filosóficos. La forma de presentar sus preocupaciones existenciales por medio de una expresión cálida, natural y trascendente con una marcada capacidad implicadora, aunque los razonamientos filosóficos se caracterizan por su dificultad intelectual, rigidez expositiva y escasa creatividad. El protagonismo que adquiere en su obra poética el hombre cotidiano y no el metafísico de los grandes pensadores, un ser artificial y moldeable que, en ocasiones, les ha servido para encajar sus ideas eludiendo grandes interrogantes. Y su perseverancia en tratar el tema existencial desde el principio al fin de su obra poética y en ser uno de los pocos casos en la historia literaria española de obra centrada en un tema unitario, que es tratado de una forma coherente, constante y profusa.

 

    CONCEPCIÓN RELIGIOSA

    El mismo Jesús Delgado Valhondo declaró sin ambages su fuerte concepción religiosa, cuando le preguntaron sobre este asunto: “Soy muy religioso y mi familia también. Mi madre era terciaria franciscana y mi hermana murió a los 40 años con una fe tremenda. Yo he tenido temporadas alejado de la Iglesia […], pero siempre he sido profundamente religioso, cuando se proclamó la República, me encontraba en Santa María la Mayor de Cáceres. Todo hombre es religioso y todo el que medita se hace creyente; en esto me pudo influir mi enfermedad infantil. Yo he sido siempre un cristiano-base con una postura crítica»[19].

    La concepción religiosa de Valhondo (al contrario de su cosmovisión filosófica) se encontraba apoyada en los sencillos razonamientos de un hombre cualquiera: «Siempre me he fijado en la creación del hombre, que es un soplo de Dios, no cabe duda. Es parte de Dios. Todo hombre es Dios, porque le dio el espíritu, su soplo de vida, una parte suya. Dios es la historia de mi vida. Lo busco como busco a mi vida»[20]. Esta relación ideal con la divinidad fue su guía mientras creyó que todos los enigmas debían tener un sentido universal. Pero pronto se convertirá en una tabla de salvación cuando el mundo y el ser humano dejan de ser puntos de referencia válidos para entender los misterios de la existencia y comprenderse él mismo. Este cambio de perspectiva lo obligó a dirigir sus preguntas a Dios, cuando sintió la necesidad de buscar respuestas a su estremecedora fragilidad y a las múltiples interrogantes que le planteaba la presión de la existencia.

    En un principio, el medio que Valhondo empleó para plantear sus preguntas a Dios fue la religión oficial. Pero poco a poco se fue decepcionando, porque las soluciones ideales de la institución eclesiástica y de sus representantes no sólo no calmaban su espíritu, sino que aumentaban su angustia. Por este motivo, su religiosidad empezó a no coincidir esencialmente con la institucionalizada y de ahí que no intentara acceder a Dios a través de ritos instituidos sino directamente por medio de su conciencia, sin intermediarios, porque había llegado a la conclusión de que Dios estaba dentro de cada ser humano:

    «Cada uno tiene un dios particular. Dios puede ser un amigo y puede ser un hombre que viene del trabajo. En la Biblia se dice que el hombre es Dios hecho a su imagen y semejanza»[21].

    Además, la falta de eficacia de la institución eclesial en sus respuestas a preguntas esenciales y su propensión a la apariencia lo hicieron adoptar una postura crítica cercana al erasmismo, que exigía menos boato y más sinceridad en las prácticas religiosas. El ser humano para Jesús Delgado Valhondo debía adoptar una actitud comprometida ante la existencia como Jesucristo que, aunque pudo eludir su responsabilidad, tuvo el valor de enfrentarse a su doloroso sacrificio. El hombre debía aceptar su compromiso humano y espiritual y no refugiarse en la apatía religiosa ni en la intrascendencia del materialismo, porque nunca logrará conocerse ni hallará respuestas ni sentirá la satisfacción de la lucha por su dignidad.

    No obstante, la religiosidad de Jesús Delgado Valhondo, aunque natural y sencilla, tuvo unos soportes intelectuales. El primero se sitúa en la tradición ascética española donde encontró respuestas a sus deseos de perfección, cuyo interés se centraba en la limpieza y el fortalecimiento del espíritu en un ambiente presidido por el silencio, la soledad y la meditación desde donde acceder a Dios: «En Semana Santa, cuando hay una procesión en la calle, se realiza una representación del drama íntimo y profundo de la humanidad. Y hay que entrar en escena. Que estamos invitados a coger la cruz. Porque estamos viviendo más que nunca en Dios para crecer espiritualmente, que es una hermosa manera de crecer»[22].

    De ahí que, en su vida cotidiana, asistiera a cursillos de cristiandad y a ejercicios espirituales y, en su poesía, se materialicen sus deseos de perfección ascética en su libro Las siete palabras del Señor o en la forma de montaña que tiene su obra poética. Su concepción de la existencia tenía el perfil gráfico de una empinada cuesta que debía subir trabajosamente hasta alcanzar la cima, en la que esperaba encontrar a Dios para calmar sus dudas terrenas y colmar sus anhelos eternos.

    El otro soporte de su religiosidad se localiza en la mística española y en su objetivo de entrar en contacto con la divinidad. Así, en un primer momento, buscó a Dios anhelantemente. Después, de una forma angustiosa. Y, con el paso de los años, más equilibrada y reposadamente. Aunque esta actitud no estuvo exenta de un sutil escepticismo, pues la última etapa mística, la vía unitiva, le resultó frustrante porque Dios se le escapaba cuando creía tenerlo al alcance de la mano: «Después, abro la puerta, / me suelta Dios, se marcha. / Yo ando por las calles / buscándolo. Son vanas / las vueltas que le doy / a la ciudad soñada. / Si alguna vez lo veo / va lejos, se me escapa»[23]. Esta situación lo llena de tristeza y desesperanza, porque Dios no le proporciona respuestas a sus preguntas ni solución a su desamparo ni calma a sus temores, que cada vez se le hacen más agudos en su soledad espiritual.

    Además, esta frustración lo lleva a padecer frecuentes incertidumbres religiosas y a establecer una relación tempestuosa con Dios, cuyos silencios lo obligan a entablar una angustiosa relación unidireccional en la que su compromiso cristiano de hombre trascendente lo arrastra a debatirse constantemente entre la fe y la razón:

    «Yo tengo un soneto titulado precisamente así ‘La duda’, donde se habla de esos pasos que vas a dar y no sabes si hay un escalón o un abismo, o tienes que levantar el pie porque el escalón es alto»[24].

    A su tremenda desorientación contribuyeron contradicciones que le resultaron insufribles como saberse parte de la divinidad y, sin embargo, tener una naturaleza mortal, estar situado en el mundo y no disponer de capacidad intelectual para entenderlo, anhelar el contacto con Dios y empecinarse en su silencio. Como comprueba que no existe solución posible, su búsqueda de respuestas concluye en un estremecedor fracaso, que lo convierte en un solitario incapaz de comprenderse y, en consecuencia, de llegar a la divinidad. Ante esta certeza sus preocupaciones sobre el paso del tiempo y la muerte se convierten en angustiosas.

    Por tanto, la religiosidad de Jesús Delgado Valhondo es el resultado de la meditación y la reflexión en sus circunstancias espirituales, con las que teje un conglomerado de vida y poesía que conforma la profundidad de su Poética: «Yo soy un hombre religioso, sí. Creo que cada poema es una especie de oración»[25]. De ahí que en su poesía exista una religiosidad arraigada y realmente sentida:

    «Poesía es lo que destila un corazón cuando la mano de Dios lo aprieta»[26].

 

    PERCEPCIÓN DEL PAISAJE

    La mejor muestra de la espiritualidad de Jesús Delgado Valhondo es su concepción sobre el paisaje de su tierra, porque en ella se reúnen, traducidos líricamente, los aspectos fundamentales de su cosmovisión filosófica (ya comentados) y de su concepción religiosa (observación, silencio, meditación, asombro, religión): «Mi pasión por la tierra es y fue tal que la he visto hacerse hombre y a la tierra hombre en el hombre, en el campesino»[27].

    El paisaje tuvo un sentido trascendente para Valhondo, porque es el lugar donde nace el ser humano, enraíza su existencia y descansa finalmente[28]. Además, sintió una especial atracción por el paisaje, porque era el medio donde establecía su relación espiritual con Dios a través de la contemplación de la naturaleza y de los seres que la habitaban: «Al cronista le gusta sentarse en el suelo, escuchar su llamada, meter las manos entre la tierra, entre la arena, para sentirla más cerca. Es una atracción, más que de fuerzas físicas o gravitatorias, de sentido espiritual. Es que recuerda uno que allá, a lo lejos, en el principio del tiempo en la sangre, nos hicieron de barro, de arcilla, vasija para contener el alma. El soplo de Dios»[29]. Así el paisaje era para Valhondo el alma de la tierra y el mejor ladrón del corazón humano. Por eso iba con frecuencia al campo, a contemplarlo y escucharlo, a sentirlo física y espiritualmente, a oír crecer la hierba e incluso a observarlo con prismáticos y lupa. Además, el campo era un lugar de reflexión donde se encontraba más profundamente a sí mismo y la soledad se le hacía coloquial. No es de extrañar, por tanto, que su lápida tenga esculpida esta leyenda: «Ya soy tierra extremeña».

    A través de la contemplación de su paisaje, Jesús Delgado Valhondo entendió que el cuerpo del ser humano es tierra de un determinado lugar, del que es dependiente porque influye con fuerza en su carácter y en su ánimo a través del colorido, el clima y sus transformaciones. El paisaje sin avisar se apodera de su espíritu, al que moldea, alimenta, da vida y atrapa para siempre en ese lugar donde tiene sus raíces. De tal forma que, cuando se aleja de él, experimenta un nostálgico destierro y un imperioso deseo de regresar a su paisaje cuando se siente morir para que lo entierren en él:

    «La vuelta a la naturaleza es una vuelta también del hombre que vivimos cotidianamente, hacia lo que fue. Se huye de la ciudad para ganar la gran batalla de sus instintos»[30].

    Tanto preocupó a Jesús Delgado Valhondo conocer su tierra, que indagó con avidez para descubrir su esencia, su idiosincrasia, hasta llegar a la siguiente conclusión: Extremadura es una unidad de tierras, una personalidad, una hermosa nación, una mentalidad, una filosofía, una manera de ver la vida y el mundo: «Extremadura es un espíritu que sólo se aprehende cuando se ha leído a sus autores y se ha escuchado a los hombres y mujeres de los pueblos»[31]. Por esta razón se sintió preocupado porque no hubiera suficientes libros de escritores extremeños en las bibliotecas de la región y consideró al pueblo una fuente de inspiración de primera mano, porque de él había surgido la danza y la canción y de éstas el arte y la ciencia, de tal manera que el pueblo es el único lugar donde se puede encontrar la Extremadura auténtica.

    Este conocimiento profundo de su tierra lo llevó a recomendar el paisaje a padres y maestros como libro en el que el niño podía cimentar su cultura, amar a su tierra y conocerse. También invitaba a que la enseñanza de Extremadura se rociara con una buena dosis de poesía, que suscitara la atracción por la tierra hasta el punto de vivificar el espíritu del extremeño: «Nuestro campo es panacea espiritual» afirmó. De ahí la mezcla de realidad y lirismo, que se detecta en la descripción de su paisaje, y el hecho de que él mismo encontrara su máxima inspiración en medio del paisaje sentado debajo de una encina en pleno mes de agosto, mientras meditaba observándolo.

    La Extremadura clásica, castiza y eterna, para Jesús Delgado Valhondo, era la que se situaba entre el Tajo y el Guadiana, los dos ríos que ejercen una notable influencia sobre la tierra y sobre el extremeño. No en vano el hombre tiene un nacimiento, un recorrido y un final como el río, es decir, entre ambos existe un parentesco espiritual. Además, los ríos inciden materialmente sobre la tierra, porque su agua le da vida, la hace fructificar y la ayuda a renacer cada año.

    El Tajo fue para Valhondo «un río cargado de secreta nostalgia. Templa su agua -acero, a veces; otras, cielo hondo- entre canchales agudos donde canta -y se silencia- y se virtualiza»[32]. El Guadiana era su contrapunto y, a la vez, su complemento pues «ya demuestra su coquetería femenina en ese aparecer y desaparecer, en ese asomarse y ver y esconderse para reír, trae historias y leyendas a Extremadura de lagunas y de huertos, de margaritas y pies desnudos entre juncos, de culebras al calor»[33]. Fortaleza y placidez, características de los dos ríos de Extremadura, son precisamente los dos extremos del espíritu del extremeño, que moldean su carácter rudo y afable, árido y humano como la tierra extremeña, unas veces, dura y, otras, generosa.

    La Extremadura auténtica para Jesús Delgado Valhondo era la de la encina, el olivo, el trigo, las dehesas, el clima «que besa o castiga denodadamente»[34] y la del tiempo que pasa lentamente en silencios palpables, donde el ser humano encuentra más lúcidamente su soledad, cuando se siente en comunión con el paisaje:

    «Extremadura es una ‘soledad sonora’ que hay que oírla, pasarla por el corazón y transcribirla con sangre»[35].

    Pero Extremadura no era sólo tierra porque, habitando su paisaje, se hallaba el hombre extremeño, curtido por su clima extremo de fríos inviernos y sofocantes veranos que, paradójicamente, le ha aportado fortaleza espiritual: «Hecho el cuerpo de tierra extremeña, el alma impregnada y presionada por paisaje extremeño, su sangre de historia fecunda y madura, dan un hombre de recia personalidad y de pura varonía»[36]. Y, al lado de la hombría del extremeño, Valhondo situaba la feminidad de la mujer extremeña, contraste del hombre y, a la vez, complemento lírico, tierno y virtuoso, en la que encontraba «una inagotable cantera espiritual»: «La mujer es, ante todo, casa con luz encendida, madre desde que nace, suspiro hondo de la tierra, manantío de vida, oración y flor, sueño lírico del hombre, oído del mundo, corazón fecundo de la Humanidad»[37].

    La concepción, que Jesús Delgado Valhondo tenía del paisaje al final de su vida, conformaba una idea física y espiritual denominada Extremadura en cuyo ámbito se sentía hermanado con el resto de los extremeños en un todo donde se confundía paisaje y ser humano:

    «Extremadura está en mí más que nunca, cuando paso a paso más me vuelvo tierra extremeña para hacer verdad aquello de que ‘Extremadura soy yo’ y soy Extremadura en cada uno de vosotros, porque Extremadura somos nosotros, sus habitantes, sus hombres y sus mujeres»[38].

    El paisaje para Jesús Delgado Valhondo, por tanto, no era un tema sobre el que poetizar sino el marco sentimental sobre el que se afianzaba su origen, sus sentimientos más íntimos y sus preocupaciones más inmediatas. Esta es la razón de que el paisaje más sentido fuera el más enraizado en su origen y tuviera como orgullo ser extremeño y nacer en Mérida y de que experimentara una honda intranquilidad por la alteración que su fisonomía iba sufriendo ante el empuje del progreso: «Mérida tiene un padecimiento gravísimo, que se muere de joven»[39]. Además, el sentido trascendente de su concepción del paisaje lo llevó a insistir en la necesidad de cuidarlo con mimo, adelantándose de esta manera varias décadas a los sentimientos ecologistas[40].

    Esta enraizada concepción explica que muchos de los títulos de sus poemarios sean pinceladas del paisaje: Hojas húmedas y verdes, Canas de Dios en el almendro, La vara de avellano … Además, su observación y comunión con el paisaje la recogió en un largo poema, “Canto a Extremadura”, que es una exaltación de la naturaleza extremeña plasmada no sólo en el contenido de sus poemas sino también en sus títulos («Castillo», “Olivar”, «Encinas», “Trigal”, “Viñas”, «Guadiana» …).

    “Canto a Extremadura”

El origen de este poema jubiloso se halla en la preocupación que Jesús Delgado Valhondo tuvo por el atraso de su región pues, a pesar del esfuerzo realizado por los extremeños, no progresaba por la falta de agua: «Se nos iba la sangre del alma tan temprano, / se nos iba la vida sin darnos casi cuenta / y moría de sed la tierra y era vano / el esfuerzo del hombre con nervios de tormenta»[41]. Pero esta penuria se convierte en esperanza de redención de su tierra y de su gente, cuando el Plan Badajoz (1956) convierte el agua en una realidad milagrosa y ve a los extremeños dignificados por medio del trabajo: «Ya el campo tiene agua, nacen pueblos hermanos, / suenan campanas en el cielo extremeño / los hombres han sabido dónde tienen las manos / para hacer nueva patria en un gigante empeño»[42].

En 1956, el ayuntamiento de Badajoz convoca unos Juegos Florales y Jesús Delgado Valhondo se anima a elaborar este poema como medio de difusión de unos sentimientos que, sobre su tierra, tenía en mente desde hacía años esperando el momento oportuno de darlos a conocer. Con esas emociones maduras conforma la primera parte (desde el comienzo al poema «Ciudades», incluido) y, por este motivo, esta parte se nota más elaborada, sin apenas tópicos y con extraordinarios hallazgos líricos:

 

«El jabalí es la roca que su fuerza desvela.

El conejo es el pálpito de la hierba mojada.

El águila es montaña que se desprende y vuela.

El lobo es el ladrido de noche a madrugadas»[43].

    Luego compone la segunda parte (desde el poema «Nueva Extremadura» hasta el final) atendiendo a los condicionantes y a los plazos del concurso. De ahí que esta parte tenga un tono circunstancial, se note menos elaborada, sea más prosaica y contenga alguna concesión a la ideología de la época: «Cuando la Patria dijo, ‘Necesito tus hombres, / necesito tu sangre, necesito tu entraña’, / todos fueron a una sin conocer sus nombres / a colocar el hombro para elevar a España»[44]. Finalmente, Valhondo presenta el poema con el título de «Cantando a Extremadura. Cielo y tierra» al certamen mencionado y gana el primer premio[45].

    El «Canto» es un poema circunstancial, cuya protagonista es Extremadura. No se encuentra formalmente estructurado en partes, pero en su configuración se distinguen dos planos complementarios: El temporal, que oscila entre el pasado histórico de Extremadura y su presente alentador[46], y el espacial que se bifurca en la descripción de la realidad física (paisaje) y de la humana (gente). Además, ambos planos se enfocan desde una doble perspectiva con dos vertientes: religiosa y guerrera, mística y mítica.

    Atendiendo a su pulso lírico, el «Canto» se puede dividir en tres partes: 1ª) Desde el comienzo hasta el poema «Cuadros», donde predomina un contenido místico. 2ª) Desde «Tajo» a «Ciudades», donde se agrupan los poemas con sentido mítico. 3ª) Desde «Nueva Extremadura» al poema final, donde se concentran los lugares comunes.

    El «Canto a Extremadura» consta de ciento ochenta y cuatro versos distribuidos en quince poemas de doce versos cada uno (excepto el primero que tiene dieciséis), que se agrupan en tres estrofas (en cuatro el primero), cuya medida (catorce sílabas) y rima (ABAB, consonante[47]) dan como resultado tres serventesios alejandrinos (en el primero, cuatro) divididos en dos hemistiquios de siete sílabas cada uno.

    Estas características formales, unidas a su tono lírico y elevado, hacen que el «Canto a Extremadura» adopte una configuración de oda, caracterizada por el ritmo marcial de los hemistiquios isosilábicos de los extensos alejandrinos, la rima alterna de los serventesios, la frecuencia repetitiva de la misma estrofa y el ímpetu esperanzado del poeta, que se muestra a través de imágenes sensoriales:

 

“Álamos, pinos, robles. Y jaras y tomillos

y hueco de la roca y el agua desatada

y la sencilla hierba y los berros sencillos

y soledad sonora en la tierra labrada “[48].

    Además, el «Canto a Extremadura» no es una simple descripción plástica, pues el poeta utiliza una técnica cinematográfica que imprime a las secuencias una dinámica continuidad. Comienza con una toma panorámica desde un castillo, después baja a las tierras de labor, enfoca la lejanía, toma un primer plano de los ríos, entra en los núcleos urbanos, realiza una vista general de la nueva tierra transformada por el agua, describe a su gente y termina con un primer plano de la Virgen de la Soledad como queriendo insinuar que todo existe en función de un sentido divino, cuya trascendencia le imprime una profunda emotividad a la reflexión del poeta: «Cielo y tierra: Paisaje. Mi corazón mendiga / el surco del otoño como grano de trigo, / quiero quedarme toda esta enorme fatiga / en el milagro hermoso de morirme contigo»[49].

    Los recursos estilísticos empleados son una de las virtudes del «Canto». Se materializan en imágenes creativas («niña / que vive de la sangre de un corazón de tierra»), metáforas sugerentes («Ciudades que son sueños de siglos en la historia»), símiles sugestivos («como si fuese sangre sin encontrar sus venas»), construcciones de carácter épico (“Este Tajo extremeño que tiene a Garcilaso / metido entre su alma») y, sobre todo, en la abundancia de anáforas («o ha nacido del polvo […] / o ha nacido de tierra […] / o ha brotado […]»), polisíndetos («y la luz de unas manos […] / y amarguras de sombras») y asíndetos («Álamos, pinos, robles») como recursos intensificadores.

    Formalmente, el «Canto» tiene modelos lejanos en los alejandrinos del Mester de Clerecía y en el Rubén Darío de Azul y el soneto «Caupolicán». También tiene ecos cercanos en el tono impetuoso del poema “Compuerta” de El miajón de los castúos de Luis Chamizo.

    Aunque el «Canto» se hace tópico en los cuatro últimos poemas, el resto contiene un ímpetu sostenido, original, sin lugares comunes y con auténticos aciertos líricos, donde Jesús Delgado Valhondo se presenta con un sincero sentimiento y una extraordinaria creatividad, que es resultado del conocimiento profundo del paisaje y del alma extremeña:

 

«Yo no sé si la encina ha nacido de roca

o ha nacido del polvo que levanta el rebaño

o ha nacido de tierra seca, caliente y loca,

o ha brotado en la siesta o es un dolor extraño»[50].

 

    CLAVES DE SU MUNDO POÉTICO

   La visión lírica del mundo que tenía Jesús Delgado Valhondo se encontraba íntimamente conexionada con una serie de conceptos existenciales, que se localizan en la base de la trascendencia humana, espiritual y literaria de su obra poética y se relacionan con la actitud que adoptó ante la realidad y los acontecimientos vividos.

    El dolor

    Es el primer concepto fundamental que arraiga en su ánimo por su temprano encuentro con él: «A los siete años sufrí mucho. Una huella imborrable»[51]. No obstante, superada su enfermedad, aprende a encontrar su lado positivo y piensa que el dolor es necesario para el alma y para el cuerpo, porque no hay hombre completo si no ha experimentado la amargura de la pena y la dulzura de la melancolía:

 

«‘El dolor se hizo placer

el placer se hizo dolor,

se fundieron en mi pecho

en forma de corazón'»[52].

    Por tanto, el dolor adquiere en Valhondo un sentido trascendente, pues lo concibe como un medio de fortalecimiento espiritual: «El hombre que no ha pasado por el sutilísimo tamiz del dolor, es hombre que tiene su espíritu sin cultivar»[53].

    Sobre el sentimiento opuesto, la felicidad, pensaba que sólo era una ilusión y, como el hombre vivía de ilusiones, el hombre vivía de felicidad incluso dentro del dolor. No obstante, en la práctica sus múltiples intranquilidades lo convirtieron en una persona espiritualmente dolorida: «A quien no se le puede pedir que hable de alegría es a los poetas […] andan mal enterados del bolsillo donde está la alegría […] Quien no la tiene es porque no quiere. O porque el bolsillo no está en el espíritu, sino en el dolor de la chaqueta […] La alegría quita preocupaciones ¿Qué sería un mundo sin preocupaciones?»[54]. De ahí que estuviera convencido de que la felicidad no existía ni siquiera teóricamente y, por este motivo, la poesía sólo podía tratar temas tristes.

 

    El silencio, la soledad y la meditación

    Son tres conceptos, que aparecen juntos en la época de dolor sufrida por Jesús Delgado Valhondo: «Amo el silencio desde el día que me quedé solo», declaró[55]. Desde ese instante, cuando necesitaba estar en silencio, se apartaba del bullicio a un lugar recogido donde, instalado en su soledad interior, meditaba con mejor perspectiva sobre los hechos y se acercaba más a la comprensión del mundo, de los demás y de las cosas para poetizarlas e imprimirles personalidad y vida.

    Por esta razón se vio conmovido por los muebles viejos, entre cuyas grietas encontraba gestos, miradas y palabras de las personas que cohabitaron con ellos y en ellos dejaron trozos de su existencia y de su espíritu. También Valhondo se sintió atraído por el ambiente silencioso y enigmático de las ruinas, donde veía impresa una herencia histórica que les imprime la solera de siglos, de sus orígenes y de sus antepasados (el artista, el místico y el guerrero):

 

«Alguien estuvo en este mismo sitio

que ahora ocupo.

Noto su vacío suceso rodeándome.

Acaricio lo que todavía queda

del cuerpo del hombre de la historia.

Tiene peculiar forma y manera de existir»[56].

    A tanto llegó su atracción por el silencio que se atrevió a asegurar: «Lo más bonito que hay en Madrid son los cementerios, que tienen un silencio especial»[57]. No obstante, Valhondo advertía que era necesario aprender a escucharlo porque había silencios distintos: «Quedarse uno en la catedral. Solo. Rasgar las sombras. Fuera sentir un caos de seres humanos que se arrastran por la ciudad. […] El circo. Redondo silencio. El trapecio descansa sobre brazos invisibles de miradas llenas de angustias y ansiedades»[58].

    La soledad para Jesús Delgado Valhondo fue un medio de independencia, porque lo ayudaba a aislarse de las circunstancias, y de autoconocimiento, pues le permitía ahondar en su conciencia. Pero también fue un motivo de preocupación, cuando pensaba en la dramática soledad que iba a sentir en el momento de su muerte, y de lucha porque desde su soledad podía defender su autonomía personal: «Todo hombre que sea un verdadero hombre debe aprender a quedarse solo en medio de todos, a pensar en él sólo por todos; y a estar, en caso necesario, contra todos»[59]. Además, con la soledad fortalecía su alma para no encontrarse indefenso ante la muerte pues, de lo contrario, sólo podía concebirla como finitud y destrucción: “la soledad es la fuente de todos mis bienes […]. Como consecuencia he sentido siempre un gran interés por conocerme a mí mismo”[60].

    La meditación fue consecuencia de la atracción que Valhondo sintió por el silencio y la soledad. Por medio de la meditación dialogaba consigo mismo y, en el silencio proporcionado por la soledad, aprendía a desentrañar los misterios de la condición humana, a encontrar la palabra justa cuando necesitaba difundir sus emociones y a observar la realidad para aclarar sus enigmas: «Sin observación, sin conversación, sin amistad con las cosas, no solamente no hubiera habido progreso, ni siquiera conocimiento, ni siquiera razón»[61].

    No obstante, la meditación también fue un ejercicio mental con el que Jesús Delgado Valhondo sufrió fuertes intranquilidades, porque ese viaje al centro de su propio ser le descubrió sus imperfecciones y le indicó lo lejos que se encontraba de conocerse a sí mismo y de alcanzar su anhelo de llegar a Dios y a los demás.

   

    La pena, la tristeza y la melancolía

    Son el resultado del sentimiento de fragilidad sentido cuando niño, que lo arrastró a la tristeza y a que incluso sus buenos momentos estuvieran impregnados de la penosa provisionalidad de quien se sabe fugaz y caduco. Tal estado se manifiesta en Valhondo a través de una perenne melancolía, cuya latente turbación lo convirtió en un hipocondríaco y motivó que, a veces, deseara la pena: «… ¿Acaso será … ¡Dios mío! / que yo quiera hacerme eterno?, / porque yo noto que estoy / con tanta pena, contento»[62].

    Con el paso del tiempo estos conceptos se encontraron tan arraigados en él, que llegó a concebir una teoría sobre la conexión espiritual entre la tristeza y la pena: “La tristeza […] se alimenta de resignaciones, pereza, heridas, recuerdos de tiempo pasado, del atardecer, del llanto contenido y hasta de renuncias. […] La pena es comunitaria. La tristeza, no. La pena pasa o se cura. La tristeza queda. Es como una enfermedad crónica. Se llama hipocondría»[63].

    La tristeza, por tanto, es un revulsivo necesario para el ser humano, pues con ella forja su espíritu y traduce la voz de su conciencia, mientras que la pena se puede olvidar con el paso del tiempo. De ahí que Valhondo, experto en sentir ambas emociones, recomiende evitar la pena y, sin embargo, aliarse con la tristeza para fortalecer el espíritu: «[…] Cantemos nuestras penas para que se nos vayan volando como palomas al pinar. Y a la tristeza conllevémosla para que nos mueva el ánimo y nos ayude a los trabajos del alma»[64].

    Sin embargo, la mezcla de estos trastornos emocionales con su creatividad poética será clave para comprender su concepción vital y su poesía. Como poeta melancólico se hallaba más aferrado a la existencia que una persona común, porque sentía con más intensidad su peso y alcanzaba más fácilmente la sensibilidad lírica y el decir inefable que lo distinguió del hombre cotidiano:

 

“Nos encontramos con quien nos esperaba

en la puerta de la melancolía

velando el ritmo

donde no sabemos cuándo estuvimos

solos. Sencillamente unidos”[65].

 

    El asombro ante el misterio

    Jesús Delgado Valhondo era consciente de que, a pesar de sentirse insignificante en el concierto del universo, formaba parte de la grandiosidad con que Dios lo había creado. Esta certeza lo convierte en un ávido observador de su entorno, cuya contemplación lo nutre espiritualmente y lo hace vivir en una continua sorpresa ante el misterio de la existencia: «El hombre necesita del misterio y del milagro cotidiano para poder seguir viviendo de rentas espirituales»[66]. La búsqueda de asombros sostuvo su esperanza, porque el misterio bien asumido lo confortaba ayudándole a descifrar pequeños secretos. Por esta razón, pensaba que el poeta cumple una función clarividente cuando le pone nombre a lo que no lo tiene y, sobre todo, cuando trata de comprender al ser humano, que es el mayor misterio.

    Para Valhondo, el asombro fue la emoción de su vida, porque le otorgaba la capacidad de ir construyendo su existencia conforme su perspicacia intelectual le permitía resolver enigmas, descubrir día a día algo nuevo del mundo y explorar su espíritu como si se tratara de un terreno virgen, donde degustar los hallazgos como un moderno descubridor. Además, concibió estos descubrimientos con un sentido trascendente, porque entendía que por ellos el hombre medía su profundidad de vida, ponía a prueba su compromiso de ser humano y mostraba que estaba vivo, que era.

    Tanto fue su interés por el misterio que incluso la vida de los minerales y de las piedras atrajo poderosamente su atención: «‘Vive’ la piedra. Se mueve en un proceso de cristalización», aseguró[67]. Sin embargo, aunque su afán por desentrañar misterios aumentó su capacidad de asombro y su poesía ganó en lirismo, llega un momento en que le resultan enigmas insondables porque, en un principio, su búsqueda de asombros la encaminó a convivir con los misterios de la realidad, pero más tarde también intentó resolver racionalmente tres grandes misterios (Dios, tiempo y muerte). Como le resultaron irresolubles, se vio invadido por una profunda decepción:

 

«Todas las cosas se quedan,

de pronto, tras de la esquina.

Dios en la noche se duerme

como un mar de agua limpia»[68].

 

    El tiempo y la muerte

    Son dos conceptos íntimamente relacionados en Jesús Delgado Valhondo, porque es consciente de que el primero lo arrastra inevitablemente hacia el fin no sólo de su vida física sino también espiritual. Por tanto, la muerte no supone únicamente la destrucción de su cuerpo sino además (y es el hecho que más le preocupaba) la extinción de su conciencia y, por tanto, de la esperanza de inmortalidad.

    Además, el tiempo le provoca la necesidad urgente de desentrañar misterios antes de que se le agote y, como sufre constantes fracasos, se angustia con frecuencia pues cada uno de ellos le resta un tiempo del que no volverá a disponer. De ahí que en la poesía de Jesús Delgado Valhondo la angustia vaya creciendo conforme menos tiempo le quede y se haga especialmente dramática cuando sea consciente de que, por edad y achaques físicos, realmente se le estaba agotando sin posibilidad alguna de alargarlo, mientras los grandes misterios le resultaban tan patentes como al principio de su búsqueda.

    También, el tiempo no sólo agota su vida, sino que, paralelamente, va borrando su pasado y logra que sus recuerdos queden cada vez más lejanos, de tal forma que llega a un punto donde se siente sin referencias de su identidad original. La existencia vista así supone, para Valhondo, una realidad angustiosa sobre todo cuando advierte que la vida debe generar más vida y, sin embargo, se traduce en un simple descuento de tiempo que supone destrucción, porque para que otros existan él tiene que extinguirse. De ahí que titulara el poemario que consideraba su primer libro, El año cero, es decir, el punto de partida de un tiempo que se le empezaba a descontar.

    Por esta razón, aunque intenta llegar a Dios por varios caminos (su conciencia, el paisaje, el hombre) para obtener una respuesta al enigma del tiempo, siempre se topa con su silencio y el misterio de la muerte lo desorienta hasta el punto de adoptar una postura escéptica, que lo lleva a dudar de que fuera un paso hacia la inmortalidad pues, sin la esperanza de Dios, suponía un salto a la nada:

 

“Hombre que solo soy

cuerpo de no sé dónde

olvidado y atrás.

Y como todos voy

a una luz que me esconde

para siempre jamás”[69].

    Finalmente, Valhondo encuentra como solución ante la muerte la fortaleza de su espíritu para aprender a degustar cada instante y llegar fortalecido a ese momento crucial que, así planteado, no tenía por qué ser un paso traumático sino una liberación para acceder a la inmortalidad: “Morir (pensad que delante tenemos al Cristo de la Buena Muerte) es el acto más importante y definitivo que hacemos los hombres. Sólo, para ganar esta muerte, esta gran muerte, con dignidad, deberíamos estar preparándonos toda la vida»[70].

 

    La educación

    La trascendencia con que Jesús Delgado Valhondo concibió la educación es una muestra más del enfoque espiritual que imprimió a su existencia. En una época cuya pedagogía era la rigidez de «la letra con sangre entra», pensaba que la educación debía tener mucho de poesía, de gentileza, de respeto, de meditación y de cuidado extremo con el espíritu de los niños, los futuros hombres.

    Para Valhondo la primera norma que debía figurar en un programa de educación era que el niño se familiarizara con su entorno natural. Por este motivo el niño debía conocer su pueblo, su provincia, su región, su país y, como consecuencia, el mundo a través de una vivencia sensorial y emotiva, que lo llevara a apreciar el silencio del campo, sentir su soledad, conocer los elementos de la naturaleza y amar la tierra a la que pertenece:

    «Cuando el hombre que ha vivido en un determinado lugar sale de él por primera vez, se siente desterrado. Algo está tirando de él. Algo ha quedado atrás que no es precisamente la familia, la finca o el ganado. Eso que cuando niño se le metió en el alma y ahora está precisamente señalando: el paisaje»[71].

    La educación así concebida tendría, a través de la enseñanza, una importancia capital en la formación del niño por ensanchar su espíritu y transformarlo en un ser más culto, libre y digno. Por este motivo Valhondo pensaba que la enseñanza debía ir dirigida más al espíritu que al cerebro, porque el deseo de enseñar y aprender surge en el ser humano por la necesidad de conocerse y ensanchar sus límites anímicos. Es decir, un buen programa educativo debía educar para la vida creadora del ser y no para la existencia artificial del tener.

    Estas ideas avanzadas (las expuso en los años 60) hoy gozan de una fresca vigencia, porque en ellas intervino el alma de un poeta, que puso el espíritu por delante de fines estrictamente académicos, ideológicos o crematísticos: «Bien pudiera ser el libro un medio eficaz de solidaridad entre los hombres. Por lo pronto es un medio bueno para dialogar. Y cuando el hombre empieza a dialogar, se humaniza. Y cuando el hombre se humaniza, ama. Y está salvado»[72].

    La palabra

    Fue un concepto con el que Jesús Delgado Valhondo libró una dura batalla, porque era el único medio reflexivo del que disponía para descifrar el misterio de la realidad. De ahí que le preocupara sobremanera encontrar el término justo para descubrir recursos lingüísticos que lo ayudaran a decir exactamente lo que captaban sus sentidos: «[La palabra] Me ha preocupado siempre mucho. He querido arrancarle al silencio el sonido justo, cabal, castizo que me diese la palabra. […] Expresar la idea escrita con sangre en el cerebro […], con palabra inteligente, con palabra luminosa, genial, con palabra-espíritu. Las palabras del corazón»[73].

    A Valhondo le intrigó la palabra porque deseaba conocer lo que hay «tras su cáscara de letras», donde se guardan pensamientos, ideas y concepciones del mundo que existen vírgenes en el alma. También necesitaba la palabra para trascender la muerte en la inmortalidad de su voz:

    «El día que encuentre las dos o tres definiciones que busco […] me importaría menos morirme. Porque sería yo mi palabra. Y la palabra queda siempre latiendo en el cielo como estrella invisible y sonora. Y dentro de ella mi mundo»[74].

    La búsqueda de la palabra, sin embargo, requiere ser poeta, es decir, ser humano con capacidad espiritual para escucharla en el silencio, donde la poesía de Dios se manifiesta en sutiles tonos, melodías y ritmos. Así la palabra, unida al silencio, da como resultado la poesía que es una indagación reflexiva para desentrañar los enigmas de la realidad y alcanzar los deseos imperantes de realización propia: «Me ha entusiasmado la palabra en sí. La palabra como fruto. La palabra como sonido. La palabra como función social. La palabra como creación de mundos. La palabra como creación poética. La palabra como oración, … como testimonio, … como dios. El Verbo»[75].

 

    La poesía

    Fue concebida por Jesús Delgado Valhondo como un medio necesario para que el ser humano ensanchara su espíritu a través de los sentidos y se afianzara como hombre por medio de los sentimientos:

    «Si no hay poesía no hay atardecer, ni amor, ni oración, ni nada. La nada es la carencia absoluta de poesía»[76].

    La poesía auténtica para Valhondo era aquella que perdura en el tiempo, aguanta numerosas lecturas, se mantiene siempre como recién creada y se eterniza a la vez que hace lo propio con su autor. De ahí que el componente genuino de la poesía sea la sinceridad, porque la lírica verdadera se elabora con los sentimientos del poeta, cuya emotividad origina el lirismo en el espíritu del receptor, que goza de la sensibilidad del poeta a través de la creación lírica.

    Para Valhondo, la poesía como las demás artes era, desde el origen del ser humano, un legado extraordinario de la expresión universal de sus sentimientos. Este hecho permite sentirla (aunque a veces no se comprenda) al establecerse entre poesía y lector una dependencia y, a la vez, un diálogo con el pasado cuando interpreta un cuadro, lee un poema o contempla un vestigio arqueológico, donde se recoge la voz de los hombres.

    Finalmente, Jesús Delgado Valhondo definió la poesía como “la palabra encantada” y explicó su origen con una interpretación mítica: “Antes que la palabra existió el silencio y el olor y la mirada. La primera palabra nació del asombro y el asombro no es otra cosa que el sobresalto ante un hecho físico natural, sobrenatural”[77]. Como es necesario tener una sensibilidad especial para captar esas sensaciones, el poeta se convierte en intermediario entre el mundo y sus semejantes, a los que traduce las sensaciones inefables que capta su espíritu: «La poesía se refleja en la belleza de las cosas y el poeta se encarga de traducir esa hermosura para entregarla a los demás»[78].

 

    Los poetas

Los poetas también resultaban necesarios a Valhondo porque «son a la poesía lo que la palabra es a la voz, lo que el sueño al amor, lo que la fantasía a la rosa»[79], representaban el sentir del ser humano «[para] decir lo de uno interpretando a todos»[80] y traducían el lenguaje oscuro que existe en los misterios con los cuales se enfrenta y convive ser humano cotidianamente.

El hombre se hace poeta, cuando siente una necesidad espiritual de expresar un sentimiento que lucha en su interior por convertirse en palabra, en comunicación y en comunión con los demás. Esto es debido a que el dolor y la alegría del poeta es común a la de los demás hombres, porque el poeta es un ser universal, cuya alma necesita liberarse de misterios (amor, muerte, alegría, paisaje) y contactar con otros corazones que intuyen la existencia en su espíritu de esos sentimientos universales (sufrimientos, intranquilidades, amarguras):

«El poeta, es un ser que sublima, perfecciona y eleva, lo que ama. Y es que ve belleza, donde no la hay; ve lo que no ve nadie»[81].

El poeta auténtico es el que goza de una rica vida interior, que lo arrastra a conocerse a sí mismo, al hombre, a su entorno y al mundo. Este talante agónico de poeta verdadero enriquece al receptor y lo lleva a gozar cuando se comunican y se hacen cómplices de sentimientos comunes. Por medio de este acto de comunión poética, que supone una forma de caridad lírica para Valhondo, el poeta realiza una extraordinaria función humana y social cuando crea a través de su imaginación, «el don más bello del hombre», pues sin ella no hay progreso ni cultura ni acercamiento a Dios, el supremo creador. Como consecuencia el poema auténtico es el que nace en el corazón, sugiere más que dice, contiene una intranquilidad que preocupa o enamora y abre las puertas de la inspiración: «Sugerir es lo más esencial de toda obra bien hecha. Una obra tiene que decir, enseñar, fantasear, educar»[82].

 

    CARACTERÍSTICAS LÍRICAS

    La poesía de Jesús Delgado Valhondo goza de una voz lírica con detalles peculiares, que lo distinguen de los poetas coetáneos por su «resonancia valhondiana»[83]. Es decir, por su modo característico de expresar sus sentimientos con un talante donde se mezclan rasgos propios de su personalidad de hombre situado en su tiempo, de espíritu consciente de su compromiso de ser humano y de poeta que entiende la trascendencia del hecho poético.

 

    Autenticidad

    Es la virtud que constituye el primer valor de la poesía de Jesús Delgado Valhondo, porque es un poeta que se expresa del modo más natural y sincero: «Pocas voces extremeñas hay más auténticas que la de Jesús Delgado Valhondo. Pocos poetas tan imprevisibles en su trayectoria, tan variados, tan fieles a la emoción del momento»[84]. Valhondo es un poeta auténtico porque su poesía refleja su verdadero modo de ser, cuya emoción la impregna de sincero afecto. Así lo supo deducir el mismo Juan Ramón Jiménez cuando destacó la autenticidad de Valhondo como el valor más propio de su poesía, porque sintió que emanaba de la misma naturalidad de su palabra sincera[85].

    La autenticidad para Valhondo era su seña de identidad como ser consciente y comprometido y la muestra de que estaba vivo, de que sentía y, como consecuencia, de que participaba de las preocupaciones del hombre cotidiano y, por extensión, de las inquietudes del ser humano universal: «El poeta vive en su tiempo, o no es poeta y, por lo tanto, está dentro e impregnado de las mismas intranquilidades de todos. El poeta es o no lo es», aseguró con firmeza[86].

    Sus deseos de autenticidad lo llevaron a contar exactamente sus vivencias (incluidos sus fracasos), seguro de que la dignidad mostrada en buscar respuestas, justificaba sus continuos altibajos emocionales y sus frecuentes vacilaciones. Su autenticidad también procedía de su concepción responsable de la tarea poética, pues siempre la concibió como una labor trascendente, acorde con sus circunstancias existenciales de hombre y su dignidad espiritual de poeta que, antes de nada, se sentía conciencia.

   Así este compromiso de autenticidad produjo un poeta apasionado con personalidad propia que actuó y se mostró como fue, sin aditamentos de ningún tipo y sin doblegarse ante circunstancias artificiales u honores:

    «Jesús fue un ser que se dejó llevar por la pasión, esa emoción fortísima que trasfigura a la persona; Jesús fue un ser trasfigurado»[87].

    Además, esta virtud se acentuó en Jesús Delgado Valhondo por su concepción comprometida de la función que debía realizar la poesía en una sociedad cada vez más artificial y menos sincera: “Ser poeta implica, hoy por hoy, estar en la sociedad señalando, enseñando y, sobre todo, sintiendo en carne viva»[88]. De ahí que, más que como manifestación estética, concibiera la poesía como un revulsivo contra la desidia y la falta de espiritualidad, de pasión, de dialéctica en una sociedad anodina que vivía en la inconsciencia su existencia trascendente.

 

    Humanidad

   Es otro valor de la poesía de Jesús Delgado Valhondo, cuya base son los sentimientos producidos por las emociones que, como ser humano, sintió en su experiencia de hombre que cuenta su vida en comunión con los demás. De ahí que sus registros afectivos sean enriquecedores e impriman carácter humano a su experiencia vital y calidez a su expresión lírica: «Sigue usted siendo el poeta claro y profundo de siempre, con humanidad que rebosa en cada línea. […] Hay un porcentaje notabilísimo […] de emoción limpia»[89].

   Además, el fondo humano de la poesía de Jesús Delgado Valhondo procede de la compasión que sintió ante la insignificancia y la soledad del ser humano en el contexto de una obra grandiosa y enigmática, cuyo dominio y explicación se encontraba en Dios. Esa conmiseración también provenía del momento en que comprueba personalmente su dependencia del mutismo divino, mientras el tiempo lo arrastraba irremisiblemente a la nada. De ahí ese lamento tan humano, tan de ser finito que invade su poesía.

    Humanidad, por tanto, en Valhondo, es sinónimo de humildad, de saberse naturaleza caduca y dependiente («humilde servidumbre / nuestro oficio de hombre»[90]), que siente la necesidad vital de transmitir sus emociones tal como las reflexiona:

   «Soy un pensador. Estoy lleno de preocupaciones y de sorpresas. Observo todo lo que me rodea. Soy sincero. Escribo porque es algo que no lo puedo remediar, ni intento remediarlo»[91].

    Su poesía es, como consecuencia, el resultado de una meditación que intenta dilucidar su condición humana y, por eso mismo, sus sentimientos afloran de una forma natural y transparente que, a veces, suena a primitiva y espontánea, pero que siempre se manifiesta con una carga humana que Pedro Caba calificó de inocencia[92].

    No obstante, su tono unas veces es cálido, sereno, equilibrado y, otras, melancólico, angustioso, desgarrador porque su humanidad lo hace sentir los vaivenes de su alma apesadumbrada, aunque nunca perdiera el control de su pulso poético: “Su tono es duro, patético, desgarrador que anuncia una angustiosa soledad. Aunque Delgado Valhondo lo envuelve con el celofán amable de una poesía tan delicada, tan bien construida, que deja, junto a una indecible emoción estética, una suave, inefable y amortiguada melancolía»[93].

    En resumen, la humanidad de Jesús Delgado Valhondo no fue resultado de un proceso artificial, porque su alma se encontraba impregnada de esa virtud desde su mismo origen y, por tanto, no fue adquirida posteriormente con su labor lírica. Al contrario, Valhondo primero indagó en la naturaleza del ser humano y en la propia, después asimiló los anhelos y pesares surgidos de esa reflexión y, por último, transcribió esas emociones en versos. Este proceso natural destaca la humanidad de Valhondo por auténtica y lo hace más genuino, porque se manifiesta antes como hombre que como poeta.

 

    Independencia

   Es otra característica de Jesús Delgado Valhondo, pues su objetivo fue conocer la naturaleza del ser humano, como persona, desde posturas liberales alejadas de ataduras ideológicas y, como espíritu, desde una perspectiva existencial que no varió en toda su obra poética. Luego, para realizar ese deseo, se dejó llevar por los sentimientos sinceros, que siempre son independientes: «Vd. se ha ganado desde sus primeros poemas, esa libertad, esa independencia, respecto a las fórmulas expresivas de modas, escuelas, novedismos y falsos tradicionalismos»[94].

    Sin embargo, la independencia en Valhondo no supone aislamiento porque su poesía, a pesar de ser un diálogo íntimo con su espíritu, se abrió también a los demás y participó de su dolor y su esperanza, precisamente porque su autonomía le permitía cumplir con sus deseos de comunicación.

    Este equilibrio le permitió ser independiente a la vez que propició la renovación de su poesía, pues la convertirá en un medio aglutinador de los planteamientos estéticos y literarios del siglo XX tanto en el contenido, donde consigue engarzarlos y darles unidad, como en la forma donde siguió una línea evolutiva con base en la tradición, que fue adaptando gradualmente a la modernidad:

    «Sin estridencias, con seguro instinto, Jesús Delgado Valhondo ha ido construyendo a solas, impulsado por los manes lejanos de Machado y Juan Ramón, una obra lírica de acusada personalidad, no sometidas a modas ni regida por otros vaivenes que los movimientos de su corazón»[95].

    Además, aunque Jesús Delgado Valhondo sintió preocupaciones semejantes a los poetas de su generación, se distinguió en que logró construir toda una poética en torno a un tema único (la soledad humana) y lo convirtió en el anhelo preferente del ser humano universal con tal hondura y perseverancia que esta necesidad vital llega a erigirse en centro espiritual no sólo de su poesía sino también de su existencia.

    Sus dos adscripciones conocidas a Intimidad poética y Ángaro son simples posicionamientos estratégicos en momentos que necesitaba editar y coincidió con los intereses de sus componentes. Por lo demás, Jesús Delgado Valhondo igualmente publicaba en una revista de corte tradicional como en otra de tendencia más moderna: «yo era de los pocos poetas que publicaban en Espadaña y Garcilaso«[96]. Lo mismo leía a escritores cultos como se empapaba de literatura popular. De la misma manera se sentía atraído por los clásicos que por la literatura experimental. Y, en fin, de idéntico modo se interesaba por los místicos españoles que por los poetas franceses.

    Valhondo gozó de un espíritu abierto a toda creación sincera, viniera de donde viniera; luego, unas manifestaciones le influían y otras simplemente pasaban a formar parte de su bagaje cultural y lírico contribuyendo, convenientemente reelaboradas y adaptadas a su poética, a subrayar su independencia.

 

    Cotidianeidad

    Es otro mérito de la poesía de Jesús Delgado Valhondo, porque la cercanía de sus versos es un reflejo del sentir del hombre cotidiano que protagoniza su obra poética y soporta sus circunstancias en la existencia real: “Cinco horas entre números, / periódicos y aspirina. / Vuelta otra vez. Bendición / sobre garbanzos. Ironía. / Disgustos, inconveniencias / haber y debe de hormiga”[97].

   Estas vivencias angustiosas, que cada ser humano siente en mayor o menor grado y suele resolver con la indiferencia o la resignación, provocaron en Valhondo, sin embargo, una reacción agónica cuyo desarrollo contó en su obra poética con una expresión de hablante común, con la calidez de una persona cercana, con la complicidad de un confidente y con el tono inteligible de un hombre cotidiano.

   Además, su búsqueda de respuestas siguió el mismo proceso que inconscientemente desarrolla cualquier ser cotidiano en su particular peregrinaje por la existencia. Primero se muestra esperanzado mientras cree las verdades establecidas, hasta que comprueba que no sirven para solucionar sus interrogantes vitales. Después se angustia cuando nadie le resuelve sus dudas. Y, por último, acaba en el desencanto cuando comprueba la imposibilidad de obtener respuestas y nota su soledad ante el misterio del tiempo y la muerte: “Desconocemos dónde estamos / (no tenemos remedio) / nuestras ansias son devoradas, / cada latido, por el tiempo”[98].

   Este paralelismo entre vida y poesía es el que hace cotidiana la lírica de Jesús Delgado Valhondo, porque en su contexto el poeta es un hombre cualquiera, no un filósofo en su cátedra. La existencia es real, no un concepto metafísico. Y las preocupaciones son auténticas no un tema literario sobre el que versificar:

 

“Hombre que estás delante de nosotros

rumiando pensamientos y conflictos

de salario, del hijo enfermo, de la

hija que regresa, cansada y rara”[99].

    Además, a este ámbito cotidiano el poeta le imprime trascendencia a través del lirismo que enaltece su voz y la hace representativa no de un hombre concreto sino del ser humano universal. Para conseguirlo utiliza recursos intensificadores que, aunque catalogados en los manuales de retórica, provienen del lenguaje que usa cotidianamente el hombre común: “Hay quien se come muertos o los borra del mapa / o los tira al huerto en montones confusos. / Y, luego, ya se sabe, rezando se consuelan / y se ponen de luto”[100].

    Esa mezcla de poesía y cotidianeidad produce una relación de complicidad entre poeta y lector, porque la extrañeza resultante crea una especie de atracción mágica, que eleva el discurso común a palabra literaria sin que deje de ser comprensible para el hombre cotidiano: «[Delgado Valhondo] transfigura las cosas cotidianas dotándolas de misterio y descubriéndolas en su entraña viva»[101].

 

    Particularidad y universalidad

   La particularidad es una característica de la voz lírica de Valhondo, porque está basada en su propia experiencia de hombre cotidiano, y la universalidad también lo es porque el contenido de su discurso afecta a cualquier otro ser humano: “La muchedumbre vaga sin remedio / tiene los instantes contados. / Los momentos a gotas / de rostros olvidados / de perdidos momentos eternos / y dudados”[102].

    Este sentimiento universal no fue adquirido por Jesús Delgado Valhondo artificialmente, sino que lo tenía impreso en su particularidad, pues siempre creyó que era hombre antes que poeta y que la poesía es una voz común a todos los hombres: «No creo en poetas regionales, pues el poeta -dentro de sus limitaciones- es universal. Por eso, Gabriel y Galán, Pemán, Pepe Hierro … pasan todas las fronteras»[103].

    Este hecho explica que, a pesar de la presión recibida para que siguiese los pasos de la poesía arraigada a la tierra, no cayó en el regionalismo vano del atraso ni en el tópico de la encina, aunque fuera consciente de que pertenecía a un entorno determinado. En la poesía de Valhondo se encuentra la huella del terruño, pero incardinada de una forma tan sutil en su discurso que trasciende las fronteras locales a través del idioma universal de la poesía: «nada más universal que lo pura y limpiamente humano»[104].

    El mejor ejemplo de la particularidad y, a la vez, de la universalidad de Valhondo en su lírica es el «Canto a Extremadura» donde, a pesar de hablar explícitamente de su tierra, la voz del poeta adquiere un carácter genérico que se puede entender fuera de los límites regionales. Lo mismo sucede con su idea trascendente de la subida a la montaña, donde su experiencia particular se convierte en la vivencia de cada uno de los seres humanos que lo acompañan en la peregrinación universal del ser humano a la búsqueda de Dios:

 

“Me llevan con ellos,

humanamente me arropan y cobijan,

vamos camino adelante,

arrastrando los pies, hollando tiempo,

avanzando fijos en una idea”[105].

    Sin embargo, la lírica de Valhondo paga su obligado tributo a la tradición cuando toca los temas de siempre, y en este punto lógicamente no es personal. Sin embargo, consigue serlo, cuando lo que dice sobre esos asuntos es producto de sus reflexiones íntimas y sus vivencias junto a personas de carne y hueso. Y también logra ser peculiar en su forma de exponer el contenido a través de un lenguaje directo, natural o desgarrado, pero siempre realmente sentido, consciente de la trascendencia del hecho poético y de su responsabilidad comunicativa ante el lector: «La poesía va dirigida al hombre. Es, ya lo dijimos ‘la distancia más corta que hay entre dos hombres’. Es ‘comunicación’ y ‘comunión’ entre hombres, de ideas y sentimientos”[106].

    Esta preocupación tanto emocional como literaria explica que la poesía de Jesús Delgado se basara en una voz cada vez más profunda y que se fuera paulatinamente personalizando. Además, su insistencia en el tema existencial no se hace repetitiva porque adquiere tonalidades que oscilan entre la esperanza y la angustia, entre la búsqueda de la palabra exacta y la decepción de no encontrarla, entre la aceptación y la ironía. Construye Valhondo de este modo tan peculiar un caleidoscopio de emociones, cuya diversidad desemboca magistralmente en una poesía única: “Acaso [su poesía] sea un juego divino de contrastes y firmezas que, unas veces, se suavizan en candores de soñado cromo pastoril y otras se ensombrecen en duros tonos de aguafuerte»[107].

    Luego, su desinterés por el lucimiento personal impregnó de calidez una expresión, cuyo objetivo era transmitir esencialmente las intranquilidades que bullían en su intimidad. Esta singularidad consiguió que su mensaje apasionado sonara a confidencia e implicara al receptor con el afán didáctico que mostraba en su profesión de maestro: «La poesía de Delgado Valhondo no es de brillantes sonoridades, sino íntima, recatada y como susurrante. Trata de conquistar la individualidad fraterna»[108].

 

    Sencillez

    Es un valor enraizado en la obra poética de Jesús Delgado Valhondo, porque su concepción didáctica la hace girar en torno a un tema unitario, la lleva a tener una continuidad y la sintetiza en dos momentos claves (Un árbol solo y Huir). A esta configuración docente contribuye también su voluntad de elaborar una poesía caracterizada por la sencillez expresiva, el lenguaje común y el estilo antirretórico, con el fin de que su mensaje llegara traslúcido al receptor: «Su poesía es de las más limpias, hondas y transparentes que hoy se pueden leer»[109].

    Esta sencillez significativa se complementa formalmente con la preferencia por la métrica y la rima de corte popular, que imprimen levedad y fluidez a un discurso desprovisto de excesos artificiales. Incluso, cuando su lengua tiende hacia la dificultad, su expresión se libera de ataduras formales para ser más asequible a la comprensión:

 

“Hemos hablado de muchas cosas

que carecían de importancia:

de mujeres que pisaban

caídas palabras otoñales

que deseaban ser recogidas

como todo lo que cae y no siembra”[110].

    También su poesía se muestra sencilla por la conciencia de su insignificancia en el universo, de la imperfección de su condición humana y de su dependencia de la divinidad. Además, su facilidad se relaciona con su concepción natural de la vida y con su anhelo de interpretar los misterios de la realidad para hacer más inteligible y llevadera la existencia cotidiana: “Sabe Jesús que el auténtico sentido trágico de la vida está en lo sencillo, en lo más aparentemente fácil; en una gota de agua, en una brizna de hierba […]. Al fin y al cabo todo es así de sencillo, hasta lo más sublime»[111]. Por abrigar en su ánimo esta concepción afectiva de la realidad, Valhondo tuvo como referencia moral la transparencia llevada a sus máximos extremos («Valhondo es directo, llano, de una claridad casi ofensiva»[112]), que solía calibrar reflexionando sobre la opinión limpia de los niños.

    Sin embargo, por tratarse de un aspecto muy elaborado, la sencillez de la poesía de Valhondo no ha sido correctamente interpretada, porque en algún momento se ha calificado a la ligera de “sencilla” y, como consecuencia, se ha entendido que es “simple”. Sin embargo, como agudamente aprecia Antonio Bellido, «Jesús tiene una endiablada manera de escribir que engaña. Parece fácil y no puedes evitarlo»[113]. Es la “difícil facilidad” de Jesús Delgado Valhondo que, Juan María Robles, interpretó como una trampa tendida por el poeta para implicar y comprometer al receptor con todo lo que lo rodea.

    Ciertamente su poesía es sencilla porque es antirretórica. Pero sencillez en Valhondo es reflexión, elaboración, lima, lucha con la palabra, selección expresiva, que no siempre da como resultado una poesía fácil como supo detectar Alarcos Llorach cuando afirmó que se trataba de una poesía “aparentemente sencilla”.

    La poesía de Jesús Delgado Valhondo es la expresión literaria de sus vivencias íntimas profundamente meditadas, por tanto, no puede resultar sencilla. De ahí que haya que hablar de “sencillez elaborada” cuando se analiza la composición de la poesía de Jesús Delgado Valhondo, pues su nivel expresivo se sitúa en la frontera que existe entre la dicción común y la elaboración culta, es decir, en el justo medio donde se halla la virtud poética.

    Trascendencia

    Es otro de los rasgos característicos de la poesía de Jesús Delgado Valhondo, porque la descripción lírica de su estado espiritual se basa en un cimentado planteamiento de la existencia, cuya consistencia erudita sostiene toda su obra poética y le imprime un sentido trascendente, que va más allá de la simple experiencia cotidiana: “La bondad extraordinaria –la poética y la otra– de Jesús Delgado Valhondo le sobrevienen no solamente de ser así sino de pensar el mundo hondamente»[114].

    Ese deseo de traspasar la realidad convierte a Valhondo en uno de los máximos representantes del existencialismo lírico por ahondar en el conocimiento del espíritu humano y persistir en el análisis de la vida y el mundo sin darse respiros. Y también por haber dudado incansablemente buscando dilucidar el secreto que nubla la realidad al intelecto humano hasta el punto de convertirla en un puro misterio con un final dramático.

    Además, esta base existencial se consolida cuando la sostiene en una sólida concepción religiosa, donde él mismo se inserta como parte desgajada de la divinidad. Luego, conforma esta simbiosis de existencia y religión a una dimensión filosófica que, ante la contemplación del mundo, le suscita asombros y dudas para, finalmente, convertirla en el motor de su búsqueda de respuestas y, por extensión, de su obra poética:

 

“Mi gente que va y nunca viene.

Mi gente es un río que pasa y siempre pasa.

Siempre pasa la misma gente el mismo agua”[115].

    Valhondo, convencido de sus planteamientos humanos y líricos, no se dio nunca descanso porque tampoco se lo permitió la trascendencia con que deseaba exponer las emociones de su espíritu. Así ninguno de sus poemas peca de insustancial ni se sale del tema marcado, porque ni uno solo fue escrito para rellenar sino para contribuir a la elevada meditación que caracteriza su obra poética: “Los que fueron permanecen / a mi lado, / mis padres, mis hermanos. / Creo que soy un milagro. / Recuerdos. / Me quedo / solo. / Un árbol solo / a veces, aislado. / Soy joven / me construyen. / Juego. Me canso”[116].

    En definitiva, la trascendencia de la poesía de Valhondo radica en que no tuvo pretensiones de lucimiento y, sin embargo, hoy día sigue llamando la atención por su naturalidad, su pasión, su calidez y su compromiso de hombre cualquiera, es decir, por haber logrado que sus intranquilidades particulares trascendieran a universales a través del lenguaje de la poesía, que se halla en el corazón de todos los seres humanos.

 

    Esencialidad

    Es un detalle personal de la poesía de Jesús Delgado Valhondo cuyo origen no tiene un sentido estrictamente literario, pues su tarea lírica no surgió de una necesidad estética sino de un compromiso de vida encaminado a encontrar su propio yo y el sentido de la existencia. De ahí que buscara la esencia de la palabra para disponer de un medio con el que conseguir esos objetivos. Esto explica que, desde sus primeros libros, busque un ahondamiento en su conciencia para, desde esa posición clarividente, formarse una idea exacta de todo: “Desconocido yo / en mí mismo encerrado / cadáver donde vivo / un presente que dudo / si existo solo siempre”[117].

    Así la poesía, que actúa como un soporte de la búsqueda de su esencia, convierte al poeta, un hombre cotidiano, en una conciencia superior cuyo intelecto, iluminado espiritualmente, intenta descifrar el mundo con una poesía esencial en cuya trascendencia quedara plasmado su espíritu eternamente:

 

“Nostalgias de memorias

en una claridad de encendidos

jazmines. El lenguaje es puro

verso aleteando en lo que acaba.

Donde dejamos lo mejor que fuimos”[118].

    Esta labor de síntesis elude lo superfluo e intenta llegar al justo centro de las cosas a través del concepto. Así, Jesús Delgado Valhondo alcanza el cénit de su esencialidad cuando su lenguaje se convierte en pura concisión y le añade su sorprendente capacidad de sugerencia. De tal forma que resulta más sugerente en sus poemas sintéticos con lo que deja por decir que en sus poemas extensos donde corre el riesgo de repetirse: «Esta es una poesía de lo esencial […]. Delgado Valhondo es un poeta que ahorra las palabras y concentra la emoción. Prefiere el brevísimo pomo de esencia al río. […] Es muy esquemática la expresión de este poeta. […] A veces es más lo que sugiere que lo que menciona»[119].

    También su característica espiritualidad contribuye sobremanera a condensar su poesía en lo puramente elemental, porque su espíritu es un filtro que retiene la intrascendencia y, sin embargo, deja pasar el sentimiento verdadero en forma de novedoso y sorprendente elixir meditativo.

 

    Responsabilidad

   Es un rasgo de la poesía de Jesús Delgado Valhondo que procede del compromiso establecido con su tarea lírica. Esta obligación lo llevó a sentir primero la angustia conceptual. Después, la ansiedad por la consecución de la palabra exacta. Y, finalmente, la impotencia de plasmarla en el papel con exactitud: “Tengo mudas palabras en las manos. / No sé qué hacer con ellas”[120].

   No obstante, tal exigencia se detecta en la consistencia de su creación poética, porque es producto de un arduo trabajo encaminado a desentrañar el meollo del concepto con una finalidad clarificadora: «Para lograr la sencillez y lo espontáneo se necesita mucho esfuerzo. Al fondo del poema no se llega hasta que no se topa con la palabra exacta»[121]. Esto explica que, para Valhondo, cada poema fuera un mundo que indagar y redondear, una unidad armónica con todas sus partes equilibradas, un desgarro espiritual semejante a un parto lírico y un trozo de vida transfigurada en versos apasionados:

   «Anoche me ha tenido a medio dormir un poema sobre Cáceres mío. He estado con él mucho tiempo. Me duele ese poemita y lo estoy queriendo ya. […] Me ha costado trabajo centrarlo. Trabajo y sangre ¿sabes?»[122].

    Así, su sensatez lírica enseguida fue calificada por la crítica como un rasgo singular, porque su poesía dejó siempre una sensación de discurso elaborado, de honda indagación en los entresijos del alma humana, de continua forcejeo léxico, de perseverancia en lo trascendente: “Pocos escritores tan consecuentes y tan luminosos como él […] han ido formando su mejor legado: El de una honradez literaria por encima de todo cambalache»[123].

    La actitud responsable de Jesús Delgado Valhondo tiene su origen en una fuerte vocación poética, porque entendió que la poesía se encontraba íntimamente relacionada con la superación humana y la concibió como un modo de dignificación espiritual. De ahí que su referencia moral fuera la búsqueda de respuestas a los misterios del mundo a través de la expresión lírica, pues pensaba que el ser humano sería mejor si tuviera la voluntad de salir de su intrascendencia a dilucidar el sentido de la existencia.

    En su compromiso también influyó su autoexigencia moral y técnica, su disciplina en la búsqueda de la verdad, su autocrítica y sus deseos de perfección tanto humana como poética, intentando alcanzar lo sublime. Tal fue el compromiso lírico de Valhondo que de ninguna manera se le puede achacar descuido, falta de pasión o de planteamiento: «Es exigente consigo mismo. El mayor crítico de su obra es él. Rompe mucho de lo que escribe; otras veces un folio lo deja en una línea»[124]. Esa responsabilidad fue la que lo llevó a perseverar durante más de medio siglo en los problemas trascendentales del ser humano y a convertir en única una labor literaria, que se caracterizó por la concepción responsable del hecho poético.

 

    Intimismo y solidaridad

    El intimismo es otra virtud de la poesía de Jesús Delgado Valhondo, porque la confidencia de su palabra surge de su interior donde le gustaba amasar intranquilidades y deseos. De ahí que la calidez de su mensaje anhelante o angustioso se haga familiar y suene a verdadero.

    Pero Valhondo además de íntimo es solidario, porque sus sentimientos no son propios de un egocéntrico sino de un poeta con sentido universal. Esta simbiosis de subjetivismo y objetividad se convierte en un rasgo propio desde que sale de su soledad y busca a sus semejantes, consciente de que no podía conocerse íntegramente sin su referencia:

 

“Siempre estamos esperando a alguien

porque no sabemos quiénes somos

y necesitamos revelarnos en otros.

Impresionante bodegón humano,

autopsia a la persona,

brochazo de color enaltecido,

nos funde y nos confunde”[125].

    Luego, su intimidad se acentúa con la dulce melancolía por esa triste concepción de la realidad inmediata, que impregna toda su obra de una pena latente con la influencia negativa de sus circunstancias existenciales. No obstante, su profundo desamparo subiendo la montaña, haciendo el camino, recorriendo la calle … se conjugaba con un carácter jovial y desenfadado, que solía manifestar en sus relaciones sociales con un espíritu abierto, generoso y solidario.

    Es lógico, por tanto, que su poesía adquiera tonalidades diversas y talantes aparentemente contradictorios, porque muestran una intimidad receptiva a sensibilidades dispares. Así unas veces su intimismo se acerca meditadamente a los clásicos; otras, espontáneamente a la tradición y, otras, se convierte en moderna reflexión esencial. No obstante, el rasgo que distingue el intimismo de Jesús Delgado Valhondo es que se encuentra en conexión con su pasado, no se olvida inconscientemente del futuro ni reniega del presente, aunque a veces se le haga insoportable.

    Jesús Delgado Valhondo fue un hombre que estuvo en sintonía con su tiempo, en comunicación y comunión con sus semejantes, porque nunca se olvida de compartir sus sentimientos con los demás a los que concibe, como él, prisioneros de las mismas circunstancias. Así Valhondo, sin dejar de ser íntimo, adopta una actitud solidaria, que pretende una revolución del espíritu para recuperar la parte perdida de este íntimo componente del ser humano ante el triunfo de la intrascendencia: «se abre a la solidaridad de una manera evangélica, no ‘social’, reconociendo al prójimo no a la masa. El dolor, el amor, la muerte, …, común a todos los hombres, es lo que lo hermana con los demás hombres”[126].

 

    Doble concepción del hecho poético

    Resulta característica esta perspectiva dual en Jesús Delgado Valhondo, porque se vio atraído tanto por las manifestaciones clásicas y tradicionales como por las modernas e innovadoras. Una muestra de esta dualidad es Un árbol solo, síntesis de sus libros anteriores donde confluyen formas clásicas y tradicionales que van evolucionando gradualmente hacia la modernidad.

    Por esta razón, el hecho de que se reconozca la existencia de un componente tradicional en su poesía no supone que se la pueda calificar de conservadora, pues Jesús Delgado Valhondo fue adaptándose estilística y formalmente a la tendencia característica de cada momento, de tal manera que la insistencia en el mismo tema no sólo no se hace repetitiva, sino que suena siempre a recién creada:

 

“Huye conmigo el día

y la noche me esconde

hecho ovillo de alfombra.

Nadie me dice dónde

llegué. Nadie sabía

que se murió mi alondra”[127].

    Una muestra del clasicismo y la modernidad de Valhondo es que en su obra poética resuenan ecos de modelos del pasado y contemporáneos, que indagaron en el misterio del ser humano y de la realidad. Por este motivo, en su lírica aparece la frescura de la poesía popular, la ironía del Arcipreste, la meditación sobre la muerte de Manrique, los deseos de perfección de los ascetas, los anhelos de unión con Dios de los místicos, la intranquilidad existencial de Quevedo y Calderón, las ansias de libertad de los románticos, la angustia modernista, la preocupación intrahistórica de la generación del 98, la búsqueda de la esencia de Juan Ramón, el sentimiento cálido de Machado, la mezcla de tradición y vanguardia de la generación del 27, la preocupación existencial y la búsqueda de nuevos caminos expresivos de la lírica de la segunda parte del siglo XX.

   Sin embargo, el hecho de reconocer la existencia de estas referencias en la poesía de Valhondo no supone merma en su personalidad pues, como aseguró Federico de Onís «su poesía es nueva y personal»[128]. Además, estas influencias sirven para comprobar que bebió en la tradición y se adaptó a la modernidad, a pesar de la dificultad que conlleva la tarea de congeniar contrarios y seguir siendo uno mismo.

 

    Originalidad y carácter originario

    Son dos valores propios de la poesía de Jesús Delgado Valhondo, porque la primera radica en el enfoque personal y en el tono sentido con que transmite sus preocupaciones más íntimas. Y el segundo procede de sus deseos de recuperar el mundo perdido de sus orígenes, cuando estuvo libre de preocupaciones y angustias. Por eso cuantas más intranquilidades siente y más sube la intensidad de su nostalgia, tanto más desea volver a su pasado para recuperarlo y calmar su espíritu en los dulces recuerdos de un tiempo del que ha suprimido los sucesos negativos. Y es en este punto donde la originalidad de Valhondo se relaciona con su origen.

    No obstante, en la vuelta a su génesis también se topa con la imperfección padecida durante su enfermedad infantil, que lo convierte en un ser especialmente consciente de su naturaleza finita. Esta comprobación también le permite poseer un conocimiento claro de su origen y de la verdadera realidad para más tarde poder describirla en versos con una intrínseca emoción, que se convierte en uno de sus rasgos propios:

    «La originalidad proviene de la exactitud de la visión, la capacidad de casi dibujarla con palabras, su interiorización y vivo sentimiento y la expresión directa y concisa»[129].

    Esta comprobación provoca que se pueda detectar una temprana madurez en el inicio de su poesía, donde ya plantea asuntos trascendentales que iban a formar el núcleo temático de su obra lírica. Y de esta referencia originaria parte el perseverante ahondamiento en un asunto único, la seguridad en no desviarse del camino previamente trazado, la concepción virtual de toda su obra, su expresión personalísima y ese misterio inexplicable que lo llevó a insistir líricamente en el enigma del ser humano y del mundo, a pesar de conocer previamente la inutilidad de su empresa.

    Además, originalidad y origen se encuentran íntimamente relacionados en Valhondo por esa característica nostalgia que lo lleva a crear una poesía impregnada en el sentimiento de pérdida de sus raíces y, a la vez, sostenida por el anhelo de recuperarlas al final de su vida, cuando retornara al lugar y a la esencia de la que había partido: “Alto es el monte que debes subir, Jesús. / Un insondable abismo de hombre solo. / Ahí está el origen del vientre, / la madre del sustento, / regresos a horas que nunca fueron tiempo, / donde quemas memorias de un dios / que eres tú mismo”[130].

    Esa conexión, nunca olvidada por Jesús Delgado Valhondo, es la que convierte su poesía en original pues, por un lado, lo une a su origen un hilo vital que es primitiva atracción y, por otro, lo arrastra a su fin por medio de una llamada poderosa que lo conexiona de nuevo con su origen. Esta estructuración cíclica incardinada en sus raíces sentimentales es la que hace original una lírica que gira en torno a su origen: “Cáceres, te recorro / misteriosa y lejana: / sueños, gestos, silencios cargados con mis años”[131].

 

    Tensión lírica

    Es un rasgo singular de la poesía de Jesús Delgado Valhondo, porque en toda su obra lírica se detecta una necesidad de decir que la sustenta sin altibajos. Tal perseverancia procede de su honrada concepción de la tarea poética y, al mismo tiempo, de la guerra sin cuartel que libra contra la falta de libertad de su conciencia como individuo, que se debate trágicamente con su incapacidad de entender la existencia.

    Esta actitud agónica, causada por una realidad que se empeña en anularlo, manifiesta su rebeldía trasmutando su voz serena en temperamental y convirtiendo su verso cálido en incandescente. Sin embargo, es el momento en que Valhondo alcanza su máxima capacidad implicadora, porque con esa tensión emocional es cuando logra que el receptor se haga incondicionalmente partícipe de su pasión anímica: «Ya ha llegado otra vez el cántico, otra vez la fiebre, otra vez la poesía de Jesús Delgado Valhondo»[132].

    Sin embargo, la conmoción que produce la poesía de Jesús Delgado Valhondo no procede sólo de su temperamento comprometido sino también de sus enormes deseos de vivir, cuya base es una concepción amable de la existencia, convertida con frecuencia en angustia por circunstancias adversas. También su tensión emocional surge, en buena medida, del afán por expresar sus intranquilidades para liberarse con el bálsamo confortador de la poesía:

    «Voy a porrazos con la vida, a trastazo limpio y no limpio. Quiero alcanzar algo que se me escapa constantemente. Debo ser un enfermo sin remedio. Alguna vez, querido Fernando, he llegado a gritarme: ¡Maldita sea el día que hice el primer verso! Ya ves, luego me pido perdón. Me suele dar estas satisfacciones inmensas de un no se qué cumplido»[133].

    Su tensión lírica, además, procede de su compromiso existencial, porque no se conformó con ser espectador, sino que adoptó una postura implicada en la realidad de su momento histórico. Por esta razón, aunque natural y sencilla, la poesía de Jesús Delgado Valhondo se encuentra llena de una intensa emoción, que él traduce en imágenes originales. Con ellas sorprende continuamente al lector haciéndole experimentar múltiples sensaciones que siempre resultan nuevas. Así, aliados sentimientos y creatividad con tensión lírica, se hallan numerosos momentos de una alta intensidad emocional en el fluido discurso de su poesía: «Es todo él, sin descanso, un sendero empinado de fervor. Un derroche de inspirada fiebre»[134].

 

    Sentido hondamente extremeño

    Aunque sólo aflora nítidamente en el «Canto a Extremadura» y en poemas sueltos, es otro distintivo de la poesía de Jesús Delgado Valhondo porque impregna sutilmente toda su poética. Así cuando habla del paisaje, se refiere al del Guadiana, el Tajo, los encinares, el calor del estío, el misterioso septiembre, el entorno de la cigüeña, del hombre y la mujer extremeña que habitan ese paisaje: “La mujer extremeña de «voz azul» y cálida, / de suspiro y secreto, de silla de costura; / de albas en ventanas y de la tarde pálida / esperando en sus manos la paz de la aventura”[135].

    El protagonista de su poesía es un ser común, prisionero de sus limitaciones, endurecido por el trabajo de una tierra extrema y más preocupado por el sustento material que por su estado anímico. Sin embargo, este hombre, que por estas características eligió para protagonista de su obra poética, tenía una especial atracción para Valhondo porque lo veía integrado en la tierra formando parte de su paisaje. De ahí que en su poesía haya una preocupación latente por el ser humano que vive, trabaja, se alegra o sufre en Extremadura, aunque luego, al no advertirlo explícitamente, se convierta por extensión en desasosiego por el hombre universal: “Y que yo la venero por el pan de mis hijos, / por la sombra del árbol, / porque padece y sufre su silencio de siglos / en lo que no ha ganado, / porque es la tierra misma que nos tiende en el hombre, / como amiga, la mano”[136].

    También su relación con el paisaje tiene este sentido absoluto, porque fue una concordancia espiritual y nunca ideológica. Por esta razón, el paisaje en Valhondo no tiene un enfoque regionalista sino un sentido trascendente que abarca plenamente a la naturaleza:

 

“Respiro este aire limpio

sin peso y sin heridas.

[…]

La luz está cayendo

como una inmensa firma

[…]

Se nos queda en las manos

las más grandes medidas”[137].

    Además, es patente que se refiere al paisaje extremeño por su concepción religiosa, pues Valhondo estaba convencido de que había surgido de la tierra y a ella iba a volver. De tal manera que la Extremadura física se convierte en paisaje espiritual, donde se desarrolla su existencia y su labor lírica. Por este motivo sólo en el paisaje pudo encontrar inspiración y energía para urdir una poética trascendente.

    A esta concepción contribuyó, sin duda, el hecho de que apenas saliera de ella más que en viajes esporádicos y, aunque la llamada de Madrid lo tienta en varias ocasiones, nunca se imaginó fuera de su paisaje y siempre se arrepintió a tiempo para no desenraizarse de su tierra: “Abre el día la puerta / del campo. Como sábana / el viento. Van cayendo / flores en el Guadiana, / dulcemente rendidas, / azul y verde al agua. // La llanura se acuesta / y el monte se levanta. / El cielo del canal / moja nuestras palabras”[138].

    Luego, Jesús Delgado Valhondo no se limitó a vivir por vivir, sino que se sintió solidario con la tierra donde había nacido y esa conexión espiritual se convierte en preocupación y compromiso por el presente y el futuro de su gente y sus campos. Por ese motivo, cuando el Plan Badajoz calma la sed de las yermas tierras de las riberas del Guadiana, vive la época más jubilosa de su vida.

    Por último, de su paisaje procede su modo personal de sentir, pues recoge los dos polos opuestos y complementarios del carácter de la gente y la tierra extremeña (tierno y duro, cálido e impetuoso, dulce y rebelde, sincero y humanísimo). Tales oscilaciones constituyen para Ángaro «la hondura del pensamiento del hombre de Extremadura»[139].

 

    SÍMBOLOS

    Jesús Delgado Valhondo utilizó el símbolo como un medio de aproximarse al conocimiento de los misterios que se encontraba en el camino de su búsqueda de respuestas existenciales y de traducirlos racionalmente para formarse una concepción lógica de esas realidades enigmáticas. También el símbolo le sirvió, teniendo en cuenta sus deseos de comunicación, para facilitar al lector la comprensión de sus elucubraciones intelectuales.

    Sus tres claves simbólicas fundamentales son el árbol solo, la montaña y la huida, que se encuentran situadas estratégicamente en su obra poética. El primer símbolo ya está presente en Canciúnculas, el libro que la abre; el segundo aparece desarrollado en La montaña, que es su cénit, y el tercero se manifiesta plenamente en el libro que la cierra, Huir.

    El árbol tiene un simbolismo que el mismo poeta explicó de esta manera:

    «Dentro de la naturaleza no encuentro ser material o idea que más semejanza tenga con el ser humano. Como el árbol, el hombre, tiene ‘plantas’ que se fijan en el suelo, que están en contacto con la madre tierra. Enhiesto, sube hacia el cielo, busca las alturas, el sol y, en lugar de tener las raíces (cabellos) hacia el suelo, las tiene hacia el cielo, a donde tiende todo hombre»[140].

    El árbol solo es el concepto que representa simbólicamente la soledad humana, que Valhondo conoce cuando se ve afectado por la poliomielitis y comprende que, en los momentos claves de la existencia, el ser humano se encuentra solo, aunque esté rodeado de gente: «En medio del paisaje, / en la llanura, / trémulo de emoción / un árbol solo»[141].

    La montaña es el símbolo que muestra el interés de Valhondo por el fortalecimiento de su espíritu para superar el camino a Dios que, en su conciencia, estaba en pendiente como un obstáculo que debía subir y culminar con tesón. La superación de esos escollos constituía el medio purificador, que le permitía acercarse a la cima donde se encontraba la divinidad, esperando a que una de sus criaturas, después de un camino de perfección ascética, llegara a su presencia para recoger el premio correspondiente a su fortaleza espiritual:

 

“Cuántas ansias de alcanzar el monte mío,

lo que me vence. Subo enloquecido,

lleno de impaciencias

parezco un suicida enamorado,

lleno de confusiones,

no puedo ver los pies que me pisaron”[142].

    Jesús Delgado Valhondo abrigaba la idea de la montaña desde que leyó en la Biblia la subida de Moisés al Sinaí para recoger los Diez Mandamientos y su encuentro con el Dios de tormenta. Después esta idea se afianza en su concepción ascética con la atracción que ejerce en su espíritu el lugar de Cáceres denominado la Montaña, la impresión producida por la figura de San Pedro de Alcántara[143], que clavaba una cruz en los lugares elevados por donde pasaba, y la influencia de la glosa «La subida al Monte Carmelo», que San Juan de la Cruz realiza de su poema «Noche oscura del alma» donde relata el camino seguido por su alma hasta encontrarse con Dios.

    Y la huida es un símbolo que Valhondo expone en Huir, pero que anuncia mucho antes en El secreto de los árboles. La huida representa el capítulo final de su búsqueda de Dios, que compone cuando la vida y el mundo comienzan a resultarle insufribles. De ahí que la huida sea un símbolo negativo porque es el resultado del fracaso estrepitoso en que termina su búsqueda y, aunque suponía el reencuentro con sus orígenes y por consiguiente con Dios, su culminación lo obligaba a sufrir el trance espeluznante de la muerte. Por tanto, la huida es la paradoja más acentuada que sufre Valhondo en su existencia porque, visto así, el ansiado encuentro con Dios no supone una victoria sino una lamentable derrota:

 

“Huyo para librarme

de este largo cansancio.

Todos juntos, en mí mismo

vencidos, a mi lado.

‘La huida victoriosa’

se consuela de encargo”[144].

    Otros conceptos completan las claves simbólicas empleadas por Jesús Delgado Valhondo para dar sentido literario a su obra poética:

    La alameda es un símbolo relacionado con el del árbol solo. El ser humano vive en la vida abocado a la soledad. Después de la muerte, va a reunirse con otros árboles en la alameda que se va formando junto a Dios, donde conocen los misterios de la existencia y los ocultan a los seres que aún viven. La alameda también representa la solidaridad de seres solitarios, porque es una reunión de árboles solos que se acompañan mutuamente para hacer más llevadera su soledad. Además, la alameda contiene el valor espiritual y religioso que tenía para los clásicos, un lugar de concentración, recogimiento y reflexión donde los seres humanos, unas veces en solitario (árbol solo) y otras junto a sus semejantes (árboles solos), se reúnen para dirigirse a Dios e intentar la obtención de respuestas:

 

“Tendremos que averiguar

quiénes somos, quién nos busca,

qué hacemos en la alameda

crucificando preguntas”[145].

    El cadáver y el ahogado son dos conceptos que simbolizan el estado definitivo de soledad reservado al ser humano por un Dios que no se manifiesta ni le da esperanza alguna de inmortalidad, pues sin esa ilusión el alma muere y el cadáver queda desamparado, abandonado y solo como un ahogado: «Profundo y misterioso / mundo del todavía: / algas y ese cadáver / incapaz de la orilla»[146].

    Este concepto con valor simbólico aparece en El año cero y es utilizado varias veces en El secreto de los árboles, cuando Valhondo pierde definitivamente la esperanza de alcanzar a Dios: «Un olor casi a mar / que nos invita a ahogarnos / ya sin cuerpo en sus aguas»[147]. El cadáver simboliza también el traje con el que viste Dios al espíritu humano («Somos objetos olvidados / en mágico desván de algún cadáver»[148]) y la cárcel donde se encuentra encerrado el poeta por su condición mortal:

 

«Desconocido yo

en mí mismo encerrado

cadáver donde vivo

un presente que dudo

si existo solo siempre»[149].

    La calle aparece en la poesía de Jesús Delgado Valhondo cuando abandona el pueblo y va a la ciudad. En un primer momento, la calle es un lugar de encuentro, relación y hallazgos: «Una de las diversiones más profundas del cronista es recorrer las calles de una capital de provincia. […] La calle es algo así como la personalidad de la ciudad. La parte más humana de la ciudad. La sangre latiendo de la ciudad”[150]. Sin embargo, cuando le invade la decepción de la urbe, la calle se convierte en una prisión donde se halla atrapado a merced de la muerte como un autómata sin norte junto a sus semejantes: «Se cerró la calle. El muro / se alzó sobre lo vivido. / Nos condenamos, dolor, /en la cárcel del camino»[151]. Finalmente, el poeta comprende que el bullicio, la actividad y las relaciones humanas que se producen en la calle no son más que una pantalla para hacer olvidar momentáneamente al ser humano, que forma parte de una tragedia ineludible:

 

«En esta calle de la nada solos

nos quedamos para siempre jamás”[152].

    El camino es un símbolo que ya se localiza en Canciúnculas y procede de la tradición, pues en la concepción existencial de Jesús Delgado Valhondo representa la vida, aunque adopta gráficamente la forma de montaña. El camino es el medio físico por donde se alcanza la meta de la existencia, que el ser humano debe ir descubriendo a través de su capacidad de asombro y tiene que llenar espiritualmente de contenido por medio de un sincero anhelo de perfección espiritual: «La ambición más digna del hombre es el anhelo por subir […]. Subir para ganar la cúspide que le pertenece. Subir como el árbol para llegar al primero y al último rayo de sol. […] Elevarse es ganar. […] El alma busca la altura […]. Subir, aunque sea por desprendernos del barro, de la miseria, de los reptiles. Subir para engrandecernos, para dilatarnos, para poder respirar mejor»[153].

    Sin embargo, Valhondo se decepciona cuando en la realidad no puede acceder a Dios con la facilidad que esperaba, pues esa unión especial se reserva a unos pocos elegidos. Desde entonces su vida cae en el desencanto donde naufragan los seres espiritualmente vacíos por el silencio de Dios: «Alcé los brazos sobre / unas supuestas albas. / Quise la nueva luz / y la nueva palabra. / Y sólo conseguía / ver mis manos mojadas, / hechas pájaros tristes, / deshojadas en agua»[154]. En esta penosa situación emocional el camino toma una inclinación descendente que no supone un alivio para el poeta, porque es el tramo que debe recorrer desamparado y sin esperanza alguna:

 

«Debía haber llegado al final del camino

[…]

Debía haber llegado al final de mí mismo,

[…]

Haber llegado ya, pero ando perdido

en sabe Dios qué mundo turbulento y distante”[155].

    La cima se trata de un concepto simbólico íntimamente relacionado en Valhondo con la Montaña. Representa la meta anhelada por el ser humano que vive la vida conscientemente: «Desde la cima de la voz primera, / del claro día o de la luz pisada, / de peregrinos en la primavera, / vuelvo a pedir a Dios hoy su mirada»[156]. Supone, además, el descanso y el encuentro gozoso con Dios al final del duro camino de la existencia. La cima también tiene en Valhondo un sentido ascético, pues resulta el punto de referencia de la superación humana y de sus deseos de perfección por ascender a una región superior donde se encuentra Dios, el máximo anhelo del ser humano que acepta conscientemente su imperfecta condición y quiere recuperar su componente divino reencontrándose con la divinidad: «Vamos, hermanos, subiremos juntos, / que el último escalón  casi se alcanza, / que llevamos dolor y unos asuntos / y debajo del brazo la esperanza»[157]. Sin embargo, la cima se convierte en un símbolo de sus deseos insatisfechos y del fracaso de su búsqueda cuando la culmina y Dios no se digna recibirlo:

 

«Ya van nuestras palabras ordenando:

detrás de los despojos yo distingo

a Dios sentado allí, como esperando

nuestro cansado rostro de domingo»[158].

    La ciudad simboliza un lugar creado idealmente por Jesús Delgado Valhondo en sus deseos de abandonar el pueblo, que le hicieron concebir un mundo dinámico repleto de asombros en cuyas calles, aceras y esquinas el ser humano encontraba sentido a su existencia: «Me divierte pasear las calles de Badajoz. Ir descubriendo en ellas asombros. Doblar esquinas y sorprender lo que hay en toda vuelta, en la otra cara»[159]. Pero pronto la ciudad lo decepciona, pues en ella se topa con el ser humano y sus imperfecciones. Entonces la calle se convierte en un espacio por donde el ser humano arrastra su caducidad, las aceras no significan más que un simple lugar de paso y tras las esquinas sólo se encuentran los misterios inexplicables: «Yo sé que en cada esquina / un ojo mira las pequeñas muertes, / que, cada vez que paso, siento / sus aldabazos en mis sienes”[160]. El símbolo de la ciudad aparece positivamente en Aurora. Amor. Domingo cuando Valhondo llega gozoso a este lugar soñado, pero en los libros posteriores se hace negativo, cuando su concepción de un mundo armónico se rompe y la ciudad se convierte en un monstruo, que engulle a los seres solitarios y amedrentados que la habitan:

 

«Dolor en carne viva.

Ciudad de espaldas. Lobos

del amor. Lejanías.

Sombras en abandono»[161].

    El corazón es un símbolo que para Jesús Delgado Valhondo significa el centro de su conciencia y el cofre donde el hombre guarda sus sentimientos más humanos: «Al cronista le ha parecido el corazón como una copa de sangre, como una flor en carne viva y hasta como una casa […] donde mejor se escuchan los conciertos, las palabras y la voz de Dios tan sutil y tan primorosa […] Donde leer y escribir, donde soñar ilusiones y esperanzas, melancolías y gozos; donde preparar la comida de los sentimientos»[162]. Sin embargo, a partir del poema «Doblar una esquina» de Aurora. Amor. Domingo, el corazón se convertirá en el punto donde se acumulan sus hondas preocupaciones:

 

«Yo sé que en cada esquina

alguien me espera y me detiene:

mi corazón le da su bolsa

llena de sangre, casi siempre».

    La cruz representa el sacrificio de Cristo, que es idéntico al que el hombre se ve obligado a realizar en el camino de la vida, subiendo su Gólgota particular para cumplir con el papel que le ha tocado representar dolorosamente: “Alto es el monte que debes subir, Jesús. / Un insondable abismo de hombre solo”[163]. Este símbolo también representa los deseos de superación ascética que sintió Jesús Delgado Valhondo a imitación de San Pedro de Alcántara que, clavando cruces en los puntos más elevados de su peregrinar, quedaba patente su esperanza en el encuentro con Dios. No obstante, cuando se decepcione, esa idea de superación adopta un tono desencantado:

 

«Subo a la cima azul de la mañana,

paso a paso mi cuerpo, buen anciano,

hasta dar con mis huesos en la desgana

y tirar la mirada sobre el llano»[164]

    El espejo se refiere al lugar donde el ser humano toma conciencia de sí mismo, cuando su reflejo le devuelve su imagen, lo obliga a reflexionar y conoce el estado de su propio espíritu. Pero llega un momento en que el espejo se rompe, el poeta constata que es tan imperfecto como sus semejantes, no recibe con nitidez la imagen de sí mismo y pierde la posibilidad de conocerse:

 

“Un río, espejo del revés,

suena a lata de carnaval

solanesco»[165].

    Por tanto, el espejo simboliza la falta de identidad del ser humano, porque es incapaz de saber quién es y, como consecuencia, de conocer a los demás que, hasta el momento, eran su punto de referencia. Este símbolo aparece en la poesía de Valhondo cuando se rompe definitivamente su concepción de un mundo armónico, se desorienta, busca apoyo en los otros y descubre que comparten idénticas limitaciones.

   La esquina resulta un símbolo que tiene en Jesús Delgado Valhondo dos significados. Primero, cuando su concepción de la ciudad es idílica, la esquina representa la posibilidad de hallar asombros. Volver una esquina era encontrarse con lo nuevo, con el mundo recién hecho y presto a ser recreado por el que busca emociones. Pero después, cuando su concepción se torna en desencanto, la esquina simboliza la inseguridad de toparse con hallazgos que no siempre resultan gratificantes, porque significan el encuentro con el dolor y con los seres imperfectos que, como autómatas, habitan la ciudad:

 

«Y sé que en cada esquina

el tiempo roto y triste duerme,

y un viento frío, que me queda

el alma llena de dobleces»[166].

    El fondo y el abismo son dos conceptos semejantes, que aparecen ya en Canciúnculas. Ambos símbolos representan el pozo negro donde el ser humano cae cuando, abandonado y solo, no tiene asidero espiritual alguno para soportar unas circunstancias, que continuamente están empujándolo a la destrucción. El fondo y el abismo representan por tanto la anulación total de la conciencia del ser humano:

 

«Oscuras manos andan

el fondo de la fría

memoria de las cosas

que fueron tierra, mina.

La cara boca abajo,

apretada agonía

del silencio»[167].

    La guitarra y la canción son dos símbolos que expresan la pena del poeta y la forma de mitigarla cantándola: «Con una guitarra atada al cuello / por esas calles de Dios, / ¿adónde vas? / –No lo sé, soy ciego / y he perdido el corazón»[168]. La guitarra y la canción, que ya aparecen en la etapa iniciática de Jesús Delgado Valhondo, proceden de influencias populares, Antonio Machado y Juan Ramón Jiménez, para quienes la canción era un modo de conjurar la tristeza y el sufrimiento:

 

“La soledad

en un rincón

hila que hila que hila

trocitos de mi canción;

hila que hila que hila

las fibras de mi dolor …”[169].

    La luz y las sombras son dos términos simbólicos contrapuestos en Jesús Delgado Valhondo. El primero es el concepto con que expresa la llegada del día (la luz), después de una noche llena de intranquilidades y angustias (sombras). La luz reanima su espíritu vapuleado por las sombras intranquilizadoras y lo vivifica consiguiendo que su esperanza se reactive: «esta noche eterna y mía / bajo la entraña latente, / quiere echarme hecho simiente / sólo de melancolía. / ¡Que venga, que venga el día!»[170]. En cambio, las sombras son sinónimo de las intranquilidades que martillean y acosan su débil espíritu en la noche, donde se hacen más patentes los misterios y la presencia de la muerte:

 

«Sombra de sombras, mis fantasmas,

mis vivas sombras en el altar.

Ando con sombras en abismos

por esta noche de penar”[171].

    El mar representa los deseos insatisfechos de Jesús Delgado Valhondo, el horizonte inalcanzable que ve desde la ciudad-prisión que habita anhelando un espacio sin fronteras donde calmar sus ansias de libertad e infinito: «¡Oh, pobre hombre que piensa, quiere y grita: / mar!»[172]. También el mar simboliza su convicción de hallarse en un mundo convulso donde se encuentra desorientado y sin capacidad de reacción por sus limitaciones:

 

«Somos la roca que no crece,

somos la arista tenebrosa,

el sacramento de la tierra

en una mar devastadora»[173].

    El museo es un símbolo del pasado, donde se exponen restos que recuerdan la caducidad del ser humano y la acción demoledora del tiempo: «Voy al museo / cuento cadáveres y santos. / Marcos sin cuadros. / ¡Cuántos cadáveres flotando!»[174]. Este símbolo aparece bastante tarde en la poesía de Valhondo, concretamente en Ruiseñor perdido en el lenguaje, cuando su decepción es irrevocable y se siente invadido por el desencanto:

 

«Una pena se queda como dudando

y ponen música alegre

y todo se queda temblando

de miedo

de historia,

de sangre que han derramado”[175].

    La niebla y la tarde del domingo son dos conceptos simbólicos íntimamente relacionados en la poesía de Jesús Delgado Valhondo. La niebla es un símbolo propio de su etapa de decepción, cuando su idea de un mundo armónico y transparente ha sido sustituida por otro envuelto en la bruma de la desesperanza y la idea de un final inevitable, inminente y triste. La tarde de domingo es un símbolo que representa metafóricamente la concepción que tiene del mundo en su etapa crepuscular: desangelado, triste y gris como su ánimo, antes apasionado y, ahora, melancólico:

 

«Puede ser que tú seas

en los ratos perdidos

esta tristeza absurda

de tarde de domingo.

[…]

La calle queda sola

como un cerrado libro

y yo amueblo mi vida

con la vieja tristeza

de la tarde de domingo»[176].

    La noche y el sueño simbolizan para Jesús Delgado Valhondo el abandono cuando Dios cierra los ojos, duerme y no lo atiende. Por eso en la noche se siente angustiado hasta el punto de considerarla un abismo en un espacio sin tiempo, donde la vida se paraliza y queda en manos de la muerte: «Se van apagando nubes, / pisa la noche mi cuerpo / y yo no sé de mí nada / sino que me estoy muriendo»[177]. También la noche es un enigma que lo induce a descifrar misterios en un ambiente de recogimiento donde las cosas se ven en su estado original, exentas de circunstancias, y su espíritu llega a un nivel de iluminación que lo acerca a su esencia:

 

«Tengo el mundo de la noche

hecho una flor en la mano.

Noche en ti.

¡Ya ves si te estoy amando!

¡Qué poco trabajo cuesta

consumir tanta distancia,

tener esta noche abierta

de par en par en el alma!»[178].

    El retrato aparece en la poesía de Jesús Delgado Valhondo simbolizando el recuerdo triste del pasado, pues lleva impresa la forma de personas que como fantasmas muestran, fotografiados, enmarcados y colgados en la pared, su condición mortal: «Me está pesando su cadáver / que aún lo llevo en la mirada al mediodía. / De su retrato a mí hay un momento de compás»[179]. También el retrato (o fotografía) es una especie de espejo que denuncia la consecuencia nefasta del paso del tiempo en el ser humano:

 

«Miro mi fotografía

y me echo a temblar

como si resucitase en invierno”[180].

    El río es un símbolo con que Jesús Delgado Valhondo representa la paradoja del discurrir continuo de la vida humana que, aunque parezca la misma, siempre es distinta. La existencia es un trágico proceso de creación/destrucción, pues el río de la vida siempre está corriendo porque unos seres mueren para que otros vivan:

 

«Mi gente que va y nunca viene.

Mi gente es un río que pasa y siempre pasa.

Siempre pasa la misma gente el mismo agua»[181].

    El río es un símbolo utilizado por Valhondo en sus libros de la etapa crepuscular, cuando se siente arrastrado por la corriente incontenible de la vida y advierte que está próximo su final.

    Y, por último, el tren es un concepto que aparece tempranamente en la poesía de Jesús Delgado Valhondo simbolizando sus deseos insatisfechos de libertad y la necesidad de descubrir mundos desconocidos y los enigmas que se ocultan tras el horizonte: «Pasan trenes. Me gustaría irme en ellos, a cualquier sitio de cualquier parte. El caso es ir. Cada tren: un montón de misterios»[182]. Pero, poco a poco, este símbolo se irá llenando de angustia pues el tren pasa a ser la vida (aliada con el tiempo), que deja a los seres humanos en las estaciones del camino a merced de la muerte: «–¡Pasajeros al tren!– / Un tren que siempre marcha / dejando inquietas estaciones / al lado del camino»[183]. Este símbolo es propio de la etapa crepuscular de la poesía de Jesús Delgado Valhondo desde La vara de avellano, cuando advierte que la vida es un tren que sólo realiza el viaje de ida:

 

«El tren debe estar lejos,

ajeno a nuestro oído,

camino de algún túnel

haciéndose murmullo de ciudad»[184].

 

 

[1] Manuel Pecellín Lancharro, Literatura en Extremadura, tomo III, Badajoz, Universitas, 1983.

[2] Marciano Rivero Breña, entrevista a JDV, Seis y siete (Badajoz), 17-6-78.

[3] JDV envió este poema por carta a su amigo Fernando Bravo, Zarza de Alange, 23-4-51. Se encuentra editado en Poesía completa de Jesús Delgado Valhondo, tomo III, Mérida, ERE, 2003, p. 92.

[4] Marciano Rivero Breña, entrevista a JDV, Seis y siete (Badajoz), 17-6-78.

[5] JDV, «Definición y Poesía», Hoy (Badajoz), 22-2-58.

[6] “Morir habemos”, La muerte del momento.

[7] «Jesús Delgado», Ruiseñor perdido en el lenguaje.

[8] «Oración del enfermo», La esquina y el viento.

[9] «El mundo-gente», La vara de avellano.

[10] “Vendimia”, La muerte del momento.

[11] La vida está en continuo cambio, la mejor postura ante esta mutabilidad es su aceptación y todo es reflejo de una idea superior, que se manifiesta en la creación.

[12] El ser humano es un reflejo de Dios y todos los seres tienden instintivamente a la búsqueda de su creador.

[13] Para llegar a la unión con Dios es necesario una preparación laboriosa del espíritu basada en el sacrificio y la entrega incondicional.

[14] Estas referencias dan idea de la indagación llevada a cabo por JDV y de su capacidad de aglutinar ideas barrocas, románticas y contemporáneas con un objetivo: hallar respuestas a sus múltiples interrogantes existenciales.

[15] «Porque somos de tiempo”, ¿Dónde ponemos los asombros?

[16] «Álamos», La vara de avellano.

[17] «Gente», Un árbol solo.

[18] «Y dieciséis”, Huir.

[19] Antonio Salguero Carvajal, “Conversaciones con Jesús Delgado Valhondo”, Badajoz, cassettes, 1991-1993.

[20] Entrevista de Pilar Mateos a JDV, mecanografiada, APJDV.

[21] Alfonso Cortés, «La duda es la creencia. Una conversación con Jesús Delgado Valhondo», en monográfico «Jesús Delgado Valhondo», Hoy (Badajoz), 28-11-93

[22] JDV, pregón de Semana Santa, Don Benito (Badajoz), 1973.

[23] «La prisa», Aurora. Amor. Domingo.

[24] Alfonso Cortés, op. cit.

[25] José Joaquín R. de Lara, entrevista a JDV, Hoy (Badajoz), 17-12-82.

[26] Jesús de la Peña [Jesús Delgado Valhondo], «Notas breves de dentro y de fuera», Alcántara (Cáceres), nº 72-74, 1953.

[27] JDV, palabras de agradecimiento por la entrega de la medalla de Extremadura, Mérida, teatro romano, 1988.

[28] JDV, «Sobre todo el paisaje», Alcántara (Cáceres), nº 4, 1946.

[29] JDV, «Una lección», Hoy (Badajoz), 10-7-60.

[30] JDV, «La vuelta a la naturaleza», Hoy (Badajoz), [s.f.].

[31] JDV, «Cimas extremeñas», [s.l.], [s.f.].

[32] JDV, «Tierra entre ríos», Extremadura (Cáceres), 6-1-48.

[33] ibidem.

[34] ibidem.

[35] Santander de la Croix, entrevista a JDV, Hoy (Badajoz), 18-2-67.

[36] JDV, «Elogio del Guadiana», Mérida (Mérida), septiembre 1950.

[37] JDV, «Yo no puedo explicarme», Hoy (Badajoz), 31-10-57.

[38] JDV, palabras de agradecimiento por la entrega de la medalla de Extremadura, Mérida, teatro romano, 1988.

[39] Esta idea la tradujo en estos versos: «Mérida, ¿dónde has ido / que no te siento? / Contrarias nuestras vidas / se nos están perdiendo. / (Duerme la estatua, frío, / sobre su tiempo; / arco de puente y río, / dolor de sueño). / Tú te mueres de joven / y yo de viejo. / Mérida, yo te piso / y tú ¡qué lejos!», «Mérida», El año cero.

[40] JDV, «Una lección», Hoy (Badajoz), 10-7-60.

[41] «Nueva Extremadura».

[42] ibidem. La esperanza de JDV también se localiza en artículos periodísticos de esta época como, por ejemplo, en los titulados «Volver sobre nuestros pasos» (Hoy, 31-12-57) y «Crear paisajes» (Hoy, junio 1962), donde muestra su euforia no sólo por los beneficios económicos sino también culturales que está reportando el Plan Badajoz a su tierra.

[43] «Montes».

[44] «Hombre extremeño».

[45] El poema es editado el 29 de junio de 1956 en el periódico Hoy (Badajoz). JDV lo denominará generalmente “Canto a Extremadura”.

[46] «Nueva Extremadura».

[47] Menos dos rimas en asonante: «mojada-madrugadas» en «Montes» y «Mérida-América» en «Ciudades».

[48] «Cuadros».

[49] «Castillo».

[50] «Encinas».

[51] Marciano Rivero Breña, entrevista a JDV, Seis y siete (Badajoz), 17-6-78.

[52] «Para mi consolación», Canciúnculas.

[53] JDV, «El dolor», Hoy (Badajoz), 13-9-60.

[54] JDV, «La alegría», Hoy (Badajoz), 1-9-63.

[55] JDV, “El silencio”, Hoy (Badajoz), 9-3-78.

[56] «Desde antes», Los anónimos del coro.

[57] Antonio Salguero Carvajal, “Conversaciones con Jesús Delgado Valhondo”, Badajoz, cassettes, 1991-1993.

[58] JDV, «Ser el último para recoger silencios», [s.l.], [s.f.].

[59] Es el texto de una nota manuscrita de JDV, basada en un pensamiento de Romain Rolland, APJDV.

[60] JDV, palabras de agradecimiento por el nombramiento de hijo predilecto, Mérida, 9-7-93.

[61] JDV, «Las cosas», Hoy (Badajoz), 11-4-59.

[62] «La penita», Pulsaciones.

[63] JDV, «La pena y la tristeza», Hoy (Badajoz), 4-4-63.

[64] ibidem.

[65] “Perfil de noche”, Inefable …

[66] JDV, «Drogas mágicas”, Hoy (Badajoz), 8-2-64.

[67] JDV, “Vicente Sos Baynat”, Hoy (Badajoz), 2-2-91.

[68] «Dios en la noche», ¿Dónde ponemos los asombros?

[69] “Siete”, Huir.

[70] JDV, pregón de Semana Santa, Don Benito. 1973.

[71] JDV, «El niño y el paisaje», Hoy (Badajoz), 8-2-64.

[72] JDV, «Necesitan un libro», Hoy (Badajoz), 11-4-67.

[73] JDV, «La palabra que necesitamos», Hoy (Badajoz), 14-5-58.

[74] JDV, «Educación», Hoy (Badajoz), 17-4-58.

[75] JDV, «Divagaciones en torno a Jesús Delgado Valhondo», Cáceres, Aguas Vivas, 1989.

[76] JDV, «¿Es necesaria la poesía?», Hoy (Badajoz), 14-9-63.

[77] JDV, «Cuando la palabra es hermosa», Hoy (Badajoz), 14-6-64.

[78] Declaraciones de JDV, Hoy (Badajoz), 21-1-90.

[79] JDV, «¿Es necesaria la poesía?», Hoy (Badajoz), 14-9-63.

[80] ibidem.

[81] JDV, «Eso que se llama amor», Hoy (Badajoz), 25-3-61.

[82] JDV, “Sugerir”, Hoy (Badajoz), 24-1-64.

[83] Carta de Juan Ruiz Peña a JDV, Salamanca, 31-10-69.

[84] Ricardo Senabre, «Jesús Delgado Valhondo en su lírica esencial», en Escritores de Extremadura, Badajoz, Diputación Provincial, 1988.

[85] Carta a JDV, Río Piedras (Puerto Rico), 22-2-54.

[86] Antonio Salguero Carvajal, “Conversaciones con Jesús Delgado Valhondo”, Badajoz, cassettes, 1991-1993.

[87] Manuel Pecellín Lancharro, presentación de A Jesús Delgado Valhondo. Homenaje, Badajoz, Hotel Zurbarán, 1994.

[88] Respuesta de JDV a una pregunta que, por carta, le hizo Mari Carmen de Celis, Madrid, 1974.

[89] Carta de Antonio Rodríguez-Moñino a JDV, Madrid, 12-8-62.

[90] “Rincón de bosque”, Inefable …

[91] Entrevista de Pilar Mateos a JDV, mecanografiada, APJDV.

[92] Pedro Caba, «Un gran poeta», Hoy (Badajoz), 26-1-58 y 15-2-62.

[93] Fernando Pérez Marqués, «Carta a Jesús Delgado Valhondo», Hoy (Badajoz), 7-3-64.

[94] Carta de Arturo Benet a JDV, Arenys de Mar (Barcelona), 16-1-53.

[95] Ricardo Senabre, «Sentir y decir», en «Jesús Delgado Valhondo», Hoy (Badajoz), 28-11-93.

[96] Antonio Salguero Carvajal, “Conversaciones con Jesús Delgado Valhondo”, Badajoz, cassettes, 1991-1993.

[97] “Un día cualquiera”, La muerte del momento.

[98] “Morir habemos”, La muerte del momento.

[99] “Ese espejo”, El secreto de los árboles.

[100] “Calle de los vivos muertos”, El secreto de los árboles.

[101] José María Bermejo, «La vara de avellano», Hoy (Badajoz), 28-4-74 y en La estafeta literaria (Madrid), 15-6-74. Hugo Emilio Pedemonte también calificó a JDV de “transfigurador” en «Cinco poetas extremeños», REEx (Badajoz), nº III, 1992.

[102] “Jesús Delgado”, Ruiseñor perdido en el lenguaje.

[103] JDV, entrevista en Radio Nacional, Badajoz, 1974.

[104] José María Osuna, «Jesús Delgado Valhondo, claridad y misterio», ABC (Sevilla), 29-9-68.

[105] “Gente”, Un árbol solo.

[106] JDV, “Poesía social”, Hoy (Badajoz), 22-2-61.

[107] Miguel Muñoz de San Pedro, «¡Hemos oído a un poeta!», Extremadura (Cáceres), 22-2-50.

[108] Arturo Gazul, «Poesía de otoño y juventud», Hoy (Badajoz), 20-10-55.

[109] Carta de José Manuel Blecua a JDV, Barcelona, 18-6-62.

[110] “Todo cae”, Inefable …

[111] Miguel Pérez Reviriego, «Jesús Delgado Valhondo», Conocer (Madrid), 1978.

[112] Tomás Martín Tamayo, entrevista a JDV, Hoy (Badajoz), 17-10-76.

[113] Antonio Bellido Almeida, «Jesús Delgado Valhondo, ¿político?», Hoy (Badajoz), 15-7-79.

[114] José María Fernández Nieto, Presentación de El secreto de los árboles, Palencia, Rocamador, 1963.

[115] “Gente”, Un árbol solo.

[116] “Jesús Delgado”, Ruiseñor perdido en el lenguaje.

[117] “Los pronombres personales. Yo”, Los anónimos del coro.

[118] “Las traseras del tiempo”, Inefable …

[119] Bartolomé Mostaza, «Primera antología«, Ya (Madrid), 26-9-62.

[120] “Rosas en el ocaso”, Ruiseñor perdido en el lenguaje. Este título es una confesión de que ha agotado todos los recursos lingüísticos para exponer sus intranquilidades y encontrar respuestas a sus dudas.

[121] Ángel Sánchez Pascual, «Jesús Delgado Valhondo, un poeta en Extremadura», Alcántara (Cáceres), nº 15, 1982.

[122] Carta de JDV a Fernando Bravo, Zarza de Alange (Badajoz), 7-8-58.

[123] José Miguel Santiago Castelo, «Delgado Valhondo», ABC (Madrid), 29-5-79.

[124] Teresiano Rodríguez Núñez, entrevista a Joaquina Oncins Hipólita, Seis y siete (Badajoz), 10-4-76.

[125] “Todo cae”, Inefable …

[126] Hugo Emilio Pedemonte, «Cinco poetas extremeños», REEx (Badajoz), nº 3, 1992.

[127] “Cuatro”, Huir.

[128] Carta a JDV, Río Piedras (Puerto Rico), 13-10-62.

[129] Eugenio Frutos, «Jesús Delgado Valhondo o la poesía de un poeta sincero», introducción a Entre la hierba pisada queda noche por pisar, Badajoz, Universitas, 1979.

[130] “Desnuda soledad”, Un árbol solo.

[131] “Cáceres”, Aurora. Amor, Domingo.

[132] Ramón González-Alegre, «Delgado Valhondo en su Extremadura», El faro de Vigo (Vigo), 7-10-62.

[133] Carta de JDV a Fernando Bravo, Zarza de Alange, 15-11-61.

[134] Carta de Antonio Zoido a JDV, Hoy (Badajoz), 29-1-53.

[135] “Mujer extremeña”, “Canto a Extremadura”.

[136] “Esa mano de tierra”, en “Poemas de Extremadura” de Poesía completa de Jesús Delgado Valhondo, tomo III, Mérida, ERE, 2003.

[137] “Vendimia”, La muerte del momento.

[138] “Amanecer”, “Poemas de Extremadura” en Poesía completa de Jesús Delgado Valhondo, Mérida, ERE, 2003.

[139] Grupo Ángaro, «La vara de avellano«, ABC (Sevilla), 24-8-74.

[140] Manuela Trenado, Aproximación a la poesía de Jesús Delgado Valhondo, Badajoz, ERE, 1995.

[141] Últimos versos de Un árbol solo.

[142] “Soledad habitada”, Un árbol solo.

[143] La comenta en su poema “Montánchez: Cielo de Extremadura”, que JDV incluyó en su pregón de las fiestas patronales de Montánchez (1981).

[144] “Nueve”, Huir.

[145] “Alameda”, El secreto de los árboles.

[146] «El fondo» de Aurora. Amor. Domingo.

[147] «Acaso» de El secreto de los árboles.

[148] «El vuelo busca cuerpo» de Inefable …

[149] «Los pronombres personales (Yo)» de Los anónimos del coro.

[150] JDV, «Calles (Badajoz, capital de provincia)», Hoy (Badajoz), 24-6-70.

[151] «Callejón sin salida», El secreto de los árboles.

[152] «Calle de la nada», ¿Dónde ponemos los asombros?

[153] JDV, «Subir», Hoy (Badajoz), 9-11-63.

[154] «Niebla». Dedicado a los hermanos Bedia.

[155] «Final del camino», ¿Dónde ponemos los asombros?

[156] «Cima», Aurora. Amor. Domingo.

[157] ibidem.

[158] ibidem.

[159] JDV, «Calles (Badajoz, capital de provincia)», Hoy (Badajoz), 24-6-70.

[160] «Doblar una esquina», Aurora. Amor. Domingo.

[161] «Solo», El secreto de los árboles.

[162] JDV, «El corazón», Hoy (Badajoz), 15-2-63.

[163] “Desnuda soledad”, Un árbol solo.

[164] «Cima», Aurora. Amor. Domingo.

[165] «Las traseras del tiempo», Inefable …

[166] «Doblar una esquina», Aurora. Amor. Domingo.

[167] «El fondo», op. cit.

[168] «Amor», Canciúnculas.

[169] “Noche cocida”, op. cit.

[170] «Noche», La esquina y el viento.

[171] «Sombras», El secreto de los árboles.

[172] «Mar», El secreto de los árboles.

[173] «Somos la roca que no crece», La esquina y el viento.

[174] «Jesús Delgado», Ruiseñor perdido en el lenguaje.

[175] ibidem.

[176] «Tarde de domingo», La vara de avellano.

[177] «Atardecer», La esquina y el viento.

[178] «Noche y alba», El secreto de los árboles.

[179] «Retrato de muchacha en una casa de huésped», La vara de avellano.

[180] «Palacio de sentidos», Los anónimos del coro.

[181] «Gente», Un árbol solo.

[182] JDV, «La estación de mi pueblo», Hoy (Badajoz), 26-12-82.

[183] «Gente», Un árbol solo.

[184] «El vuelo busca cuerpo», Inefable …

 

Fotografía cabecera:Vista de La Zarza