Skip to main content

Capítulo IV: Libro de Poemas

 

Canciúnculas

Las siete palabras del Señor

Pulsaciones

Hojas húmedas y verdes

El año cero

La esquina y el viento

La muerte del momento

La montaña

Aurora. Amor. Domingo

El secreto de los árboles

¿Dónde ponemos los asombros?

La vara de avellano

Un árbol solo

Inefable domingo de noviembre e Inefable noviembre

Ruiseñor perdido en el lenguaje

Los anónimos del coroLos anónimos del coro

Huir

 

    Después de analizar aspectos comunes de los libros que constituyen la obra poética de Jesús Delgado Valhondo, se hace necesario realizar un estudio particular de cada libro que permita obtener una perspectiva sincrónica de su contenido y llegar a un conocimiento más detallado y profundo de los medios que lo exponen y lo sustentan.

 

    CANCIÚNCULAS

     (1930-1935)

    El título de este libro procede del ritmo de la cancioncilla popular, que el poeta imprime a los poemas de la primera parte cuya denominación es idéntica a la del libro («Canciúnculas»). También muestra la fuente de la que bebió el Valhondo novel y el interés que tuvo desde el comienzo de su obra poética por las manifestaciones (cancioneros y romanceros), recursos (metros cortos, rimas asonantes, estrofas de arte menor) y características (agilidad, espontaneidad, frescura) de la lírica popular, especialmente de la andaluza por su contenido apasionado y sus lamentos desgarradores:

 

«Te tocaré un fandanguillo

con las rejas del balcón.

‘La guitarra tiene un hoyo

dentro del hoyo mi amor'»[1].

 

    Canciúnculas fue encuadernado artesanalmente por el autor con pastas duras de libro de contabilidad de la época. El título se encuentra escrito a máquina en la portada y también en una portada interior, donde va acompañado por el nombre y los dos apellidos del autor. A continuación, aparecen en las caras de los folios los poemas mecanografiados e ilustrados por Leocadio Mejías con dibujos alusivos a sus contenidos respectivos[2]. Canciúnculas es un libro que recoge los poemas escritos por Jesús Delgado Valhondo de 1930 a 1935. Ha permanecido inédito hasta la publicación de su Poesía completa (2003), aunque intentó editarlo al final de la década de los años 30, pero desistió por la crítica negativa que Pedro Caba realizó del libro. Sin embargo, no lo repudia y, posteriormente, incluye los poemas que más apreciaba en Hojas húmedas y verdes y en El año cero, sus dos primeros libros editados.

    Canciúnculas es un poemario juvenil, impetuoso y variado, en el que Jesús Delgado Valhondo mezcla sentimientos de un joven prematuramente maduro con múltiples influencias, donde se hace patente su anarquía lectora y, al mismo tiempo, se manifiesta su atracción por la sencillez expresiva, el tono natural y la forma espontánea pero nunca por el embellecimiento gratuito. La temática resulta una mezcla de asuntos, donde aún no se distinguen con nitidez los predominantes, pues Canciúnculas es el cajón de sastre donde Valhondo trata todos los temas que lo atraen o preocupan en aquel momento. No obstante, entre esa variedad temática se localizan conceptos trascendentes, que muestran la base existencial y la naturaleza anímica de la obra poética de Jesús Delgado Valhondo. Muchos de ellos, con leves variaciones en su exposición, serán los asuntos característicos de su poesía futura.

    El dolor aparece como un medio de conseguir fortaleza espiritual y mantener la conciencia de su naturaleza humana («Pintor: / píntame el pensamiento / de este crítico momento / de dolor, / y hazlo eterno»[3]). El abismo es una metáfora del miedo, que siente el poeta a caer en el fondo de su conciencia sin posibilidad de rearmarse espiritualmente y, por tanto, de salir de la nada, del no ser («¿Qué me separa de ti? / ¿El odio?, … ¿El amor? … ¿La verdad? / Me separa de ti, (escúchalo bien), / la amargura del abismo del mar»[4]). La angustia se halla latente en todo el libro indicando la existencia de una lacerante preocupación existencial en su primera poesía, que luego impregnará toda su obra lírica:

 

«¡Apaga la luz!,

que todo su color rojo / se ha metido en mis ojos.

… ¡Ay! …

Escaleras tan pendientes

y yo rodando por ellas!

[…]

Mañana,

(¿ay! … cuándo será mañana)»[5].

    El misterio del barrio de San Mateo de Cáceres en un principio indica la preocupación por los enigmas existentes en un lugar que fue el entorno de su infancia y su juventud. Pero en realidad es un tema de mayor calado pues, más tarde, lo hará extensivo a los enigmas de la existencia, cuyo desciframiento lo preocupará sobremanera. Los asombros serán el contrapunto de los misterios y la muestra de que Valhondo también supo leer en su entorno aquello que le ofrecía algo nuevo y le hablaba en múltiples formas por medio de la luz, las sombras o el silencio:

 

«Un torreón da respeto

de siglos a su misma sombra.

Un secreto que se asoma

tras el quicio de una puerta

deja abierta

una leyenda

de ……….»[6].

    El espejo es presentado con un enfoque jocoso en la superficie, pero preocupante en el fondo, porque refleja su imagen física pero no su ser consciente situado ya dolorosamente en la existencia («Cuando río, / ríes. / Cuando lloro, / lloras. / Cuando sufro, / no sufres. / Cuando pienso, / no piensas. / ¡IDIOTA!!»[7]). Después de esta referencia, el espejo es un tema que Valhondo mantendrá oculto hasta bien avanzada su obra poética.

    Y la soledad es un asunto relacionado íntimamente con el símbolo de un árbol solo[8], sobre el que Jesús Delgado Valhondo hará girar toda su obra poética con un único y trascendental objetivo: la búsqueda de razones de ese sino trágico:

 

«La soledad

en un rincón

hila que hila que hila

trocitos de mi canción;

hila que hila que hila

las fibras de mi dolor»[9].

    Todos estos temas, sin embargo, se unifican en torno a un asunto central: las preocupaciones espirituales que impregnan el ambiente del conjunto, incluso en los más insospechados momentos («como tu medida zurcida, / tengo de zurcidos yo / llena la vida»[10]).

    Las influencias en Canciúnculas recogen los ecos de escritores tanto clásicos como contemporáneos, que aparecen en la lista de las primeras lecturas del joven Valhondo. Cervantes y don Quijote se encuentran en la referencia a las víctimas de dos de los más celebrados incidentes que tuvo el caballero de la Triste Figura: el ataque a los frailes benitos y la aventura de los molinos («Los olivos, / los castaños / y los pinos, / son ejércitos de frailes capuchinos. / […] / Giran que giran / como molinos de vientos / del diablo / que en el centro / de la tierra / haga pan»[11]). Quevedo está presente en la relación que el poeta establece con el soneto «A una nariz» («Líneas propias de mujer / y por pechos las pirámides de Egipto»[12]). Juan Ramón Jiménez, en el recuerdo de su Platero y yo: «(Mi Platero va mascando / su dulce filosofía)[13]. Unamuno, en la descripción que destaca la austera espiritualidad de Castilla («Llanuras …… / Sequedad en mi garganta y en la tierra. / […] / Un hormiguero / despide una lengüita de fuego»[14]). Antonio Machado, en la semejanza establecida con su prototipo de enamorado («Con una guitarra atada al cuello / por esas calles de Dios, / ¿dónde vas? / No lo sé, soy ciego / y he perdido el corazón»[15]). Alberti, en los requiebros expresivos de su poesía popular («Cantaré los caracoles / por ver si puedo convencerte. / ¡Y olé! / Carmen Romero / te diré lo que te quiero / y hasta donde puedo quererte»[16]). Lorca, en la atracción por los personajes trágicos («Eran cuatro cirios muertos, / cuatro ojos sin luz clara. / Eran cuatro penas grandes / por las cuatro puñaladas»[17]. Emilio Prados, en la angustia por la pérdida de su mundo:  «¡Que el sonar del río / que llevo dentro / calle, / quiero suspenderme sin peso / en el aire»[18]). Y de Miguel Hernández, en su drama vital:

 

«Entran

salen

y vuelven a entrar

abejas

en mi cerebro,

[…]

¡Y vuelven a entrar!,

para traerme libado

el seco sabor del mar¡»[19].

    Además, Jesús Delgado Valhondo se vio influido por los ismos, que concebían el arte (y, por tanto, la poesía) como juego, aunque siempre le inyectó directa o sutilmente una dosis de su característica intranquilidad espiritual. Así el cubismo aparece en la descripción de varios cuadros, donde establece asociaciones subconscientes entre objetos diversos («Una botella partida; / detrás una cara rota / de hombre, monstruo o mujer. / […] / La mitad de una guitarra / suspira por dar la nota»[20]). El creacionismo está presente en la reproducción onomatopéyica de los sonidos de un reloj («Tic, tac, tic, tac, / tic, tac, tic, tac, / ………………. / ¡Ciento veinte pulsaciones!, / ni una menos ni una más. / Rrrrrrrrrrrrrasssssss / Un quejido. / Dan, dan. dan, / Tres suspiros»[21]). El futurismo se halla en el asombro del poeta ante el avión («En una vuelta / de campana / te he visto otra vez / palmera, / parecías el ventilador del cielo»[22]). El impresionismo se encuentra en su deseo de plasmar el instante efímero («píntame el pensamiento / de este crítico momento / de dolor,»[23]). Y el surrealismo se localiza cuando no puede expresar directamente sus inefables emociones:

 

«Otra vez las sombras pardas,

de un perro que llora,

(a un gato la cola

se le eriza sola),

y una vieja cabra

desriza la barba

y la alarga

por la estancia toda»[24].

    La métrica y la rima se distinguen por sus acentuadas vacilaciones pues, aunque basadas en una forma tradicional de metros cortos y asonancias, el poeta mezcla con los componentes de esa base rima consonante, metros extensos y versos sueltos como en el poema «Castilla en siesta». Esta mezcla anárquica provoca que aparezcan en el libro escasos poemas con métrica y rima regular como “Esperé”, un romance octosílabo en la primera parte y una redondilla con rima asonante y consonante en la segunda. En cambio, lo normal es localizar poemas de libre configuración como el titulado “2º cuadro. Suicidio”, que tiene forma de romance, pero intercala dos decasílabos con los octosílabos y rima consonante con la asonante.

    Sin embargo, estos titubeos de Valhondo fueron una práctica necesaria para llegar con el tiempo a su madurez formal y un aviso de que sus mezclas de versos y ritmos significaban un rechazo a encorsetar totalmente la forma de su poesía con una métrica y una rima espartana.

    La decidida voluntad de Jesús Delgado Valhondo por componer una poesía transparente explica que, en Canciúnculas, aparezcan conceptos con valor simbólico que le proporcionan el ambiente lírico adecuado con el fin de hacerse comprensible: la luna y las estrellas para expresar la magia y el misterio de la noche. La guitarra y la canción para difundir sus preocupaciones anímicas. El mar, el viaje y el camino para transmitir sus anhelos de libertad e infinito:

 

«¡Espera caminante!;

me marcharé contigo»[25].

    En Canciúnculas sorprende la capacidad creadora y el empleo de recursos literarios, que nunca desbordan el caudal del verso y contribuyen a que la expresión se adapte a los objetivos perseguidos por el poeta. Así los símiles infunden movimiento a una realidad estática y las metáforas imprimen plasticidad a la expresión, («El río / como un tornillo / se clava en su nacimiento. […] / El camino, / (Alfiler / de la corbata del pueblo)»[26]), las sinestesias transmiten simultáneamente sensaciones dispares («La máquina da un silbido / agudo, estrecho y sombrío»[27]), las personificaciones dan vida a conceptos inanimados («El sol se dormía en mis botas»[28]) y las imágenes expresan visiones difíciles de describir:

 

«¿Quién me empuja por los hombros

para meterme en la tierra

y taparme con escombros?»[29].

    No obstante, como Canciúnculas es un libro juvenil, prevalecen los recursos dinámicos. Así, las anáforas aportan movimiento reiterando conceptos («Rodando / siempre rodando, / como el Sol, / la luna / y yo»[30]), las hipérboles exageran apreciaciones de los sentidos («Así voy dando / mil siete vueltas / en esta tarde de mayo / al paseo»[31]), los signos gráficos imprimen plasticidad a la expresión («¡¡¡Agárrate de mi mano / iremos sobre el río!!! / ……..–¿Dónde?– …….. / Donde la corriente quiera / llevarme contigo»[32]), el monólogo y el diálogo aproximan el mensaje («Caminante ¿Dónde vas? / –Voy en busca del corazón del camino–»[33]), los juegos de palabras aportan un tono lúdico («[…] la sombra me aterra, / […] la sombra es secreto, / […] el secreto me pesa»[34]), los paralelismos insisten en conceptos parejos («La mitad llena de luna, / la mitad llena de sol»[35]) y los estribillos suscitan frescura y musicalidad:

 

«La guitarra tiene un hoyo

dentro del hoyo mi amor»[36].

    Además, llama la atención que, en este libro primerizo, se hallen versos («En los hilos del telégrafo / escribe música Dios»[37]) e ideas claves de su obra poética («Un solo árbol, consuelo / de la gran pasión del campo»[38]) y, como contrapunto, que se localicen símbolos como la guitarra o la canción que no volverán a aparecer en su obra poética.

    Canciúnculas, a pesar de ser un libro novel, presenta una clara estructuración en cuatro apartados: «Canciúnculas», «4 cuadros cubistas», «Viajes» e «Incorpóreas». La primera parte es la más extensa con 18 poemas, que tienen desigual factura tanto en la forma como en el contenido («Tres instantes»: «1º Instante. Amor». «2º Instante. Dolor». «3º Instante, «Olvido», «Novia», «¿Recuerdas?», «Luna llena», «Esperé», «Entre las zarzas», «Crimen» «Carmen Romero», «Río», «Para mi consolación», «Poeta torero», «Media zurcida», «Castilla en siesta», «Una tarde de mayo me saqué yo de paseo», «Noche cocida», «El reloj de mi abuelo», «Fiesta» y «Espejo»). En ellos predomina la sensualidad del poeta que se encuentra en la etapa romántica, propia de un joven que ha descubierto el amor.

    La segunda parte está compuesta por los poemas «1º cuadro. Descarrilamiento», «2º cuadro. Suicidio», «3º cuadro. Caos» y «4º cuadro. Bronca», cuyos contenidos se refieren a la descripción de cuadros vanguardistas (“El ojo turbio de un puente. / Una rueda de la máquina / del tren. Un asiento de primera. / Unas gafas con dos lágrimas / y un libro. / Verde pintado con brocha, / azul y verde de un río, / por donde van siete peces /descoloridos»).

    La tercera parte, formada con los poemas «Vente», «Caminante» (I y II), «Viaje de Platero y yo», «Viaje en tren» y «Viaje en avión», propone cinco formas de hacer camino: la idílica del amor («Agárrate de mi mano / iremos por el camino»); la filosófica del caminante que imprime un hondo sentido a su caminar («Caminante ¿adónde vas? / –Voy en busca del corazón del camino»); la poética de un amable paseo junto a Platero («(Mi Platero va mascando / su dulce filosofía)»; la colorista de un viaje festivo en tren («El tren se toma una copa, –se calienta–, / y sale de allí despacito, / despacito y regañando, / ¡Ay, qué bueno está ese vino, / ay, qué rico!») y la trascendente de sentirse divino («Mitad águila / mitad Dios, / me voy creyendo / cuando paso por / encima de los pueblos»). Aunque estas formas placenteras de viajar no están exentas de preocupación ante los enigmas del camino («El camino / nació blanco, nació muerto, nació frío. / Su corazón está podrido») o por la sensación de tener un destino prefijado:

 

«Rodando

siempre rodando,

como el Sol,

la Luna

y yo».

    Y la cuarta parte, «Incorpóreas», está constituida por «Noche de calentura», «Dejadme morir» y «Duerme que viene el halcón», cuyo contenido se distingue por el tono delirante que las intranquilidades provocan al poeta («Una congoja / absurdamente querida, / se ha enroscado en mi garganta. / […] / Una congoja que me trae / ansias de morir») y el deseo de ser sólo espíritu (de ahí el título de esta parte).

    Estos poemas suponen un avance con respecto a los anteriores, pues recogen un aumento de la tensión lírica producido por la aparición de la angustia que, desde ahora, irá creciendo en Valhondo conforme avance su obra poética. También se detecta un ritmo y un pulso más afianzado, que se manifiesta en la calidad del último poema, “Duerme que viene el halcón»:

 

«Entran,

salen

y vuelven a entrar

abejas

en mi cerebro

[…]

¡Y vuelven a entrar!,

para traerme un zumbido

balbuciente ……..,

(es la nana del demente),

que me deja adormecido».

 

 

LAS SIETE PALABRAS DEL SEÑOR

(1935)

     Este librito es un desahogo espiritual de Jesús Delgado Valhondo, donde muestra la necesidad imperiosa de transmitir líricamente las fuertes preocupaciones religiosas de una crisis de conciencia que sufrió en 1935, angustiado por las vacilaciones experimentadas en su deseo ascético de perfección moral.

Las siete palabras del Señor tiene un contenido exclusivamente religioso, pues Valhondo sólo expone el anhelo de restablecer la conexión perdida con Dios a causa del pecado. Es, por tanto, un libro circunstancial que no tuvo la finalidad de continuar la tarea lírica comenzada en Canciúnculas sino conjurar sus dudas, mostrar su arrepentimiento sincero y obtener el perdón. De ahí que Las siete palabras del Señor sea la trascripción lírica de un acto de contrición personal.

    No obstante, este poemario también es la muestra del carácter agónico del joven poeta y un anuncio de la postura comprometida, que adoptará el poeta maduro en su búsqueda de Dios a lo largo de su obra lírica. Este deseo por llegar a la divinidad directamente a través del conocimiento de sí mismo fue característico en Valhondo, porque lo entendía como una forma de dignificación con la que lograba vencer la desidia espiritual y de humilde aceptación de su condición imperfecta, a pesar de ser parte de la divinidad.

La clave del libro se encuentra en los últimos versos del primer poema, donde el poeta relata las vivencias de su búsqueda, en un principio, desesperada por no encontrar a Dios y, después, sorprendida por hallarlo en su interior («(Te he buscado, / por todos sitios te he buscado / como loco, / allí, / más allá, / aún más allá; / no sé dónde estuve de tanto y tanto andar). / Y ahora, arrodillado y llorando, al fin / te encuentro / dentro / de mí / ¡en mí!»[39]). De este encuentro con la divinidad nace la conciencia pecadora del poeta, que se lamenta de no actuar de acuerdo con su compromiso cristiano, pues no da al necesitado, es frágil en su fe y, en definitiva, se comporta mal[40]. Y como consecuencia de ese sentimiento de culpa nace Las siete palabras del Señor, testimonio escrito de su arrepentimiento y de sus anhelos de perfección moral

 

«Tengo ansias de amor y de verdad,

de algo infinitamente bondadoso,

de virtud,

de caridad,

de beatitud»[41].

    El título del libro procede de la actitud sumisa que adopta el poeta para obtener el perdón tomando como modelo el sacrificio de Cristo. De ahí que siga la línea discursiva de las palabras pronunciadas por el Redentor en la cruz comenzando por una invocación («¡Dios mío! / En pleno campo de rodillas ante ti / con los brazos desnudos, / con los hombros desnudos, con el pecho desnudo. / ¡En pleno campo de rodillas ante ti!»[42]).

    Las siete palabras del Señor ha estado inédito hasta la publicación de la Poesía completa de Valhondo (2003), porque el objetivo de su composición no fue editarlo sino únicamente calmar su espíritu atormentado por la conciencia de encontrarse en pecado. El libro fue encuadernado por su autor con el mismo material, idénticas medidas y al mismo tiempo que Canciúnculas. En la portada lleva el título escrito a máquina con letras mayúsculas. Las páginas están escritas por la cara y no llevan numeración.

    En la página [3], se encuentra una estampa de Cristo crucificado que mira al cielo, aún vivo[43]. En la página [5], se puede leer la dedicatoria («A Eugenio Frutos con todo el cariño que merece a un aficionado a la poesía un poeta como él»[44]) y, debajo, la firma del autor escrita a pluma con su nombre y sus dos apellidos.

    La página [7] es una portada interior que lleva el título del libro escrito a máquina en mayúsculas. La página [9] contiene otra estampa de Cristo crucificado que, aunque distinta a la anterior, vuelve a presentar a Cristo aún vivo y mirando al cielo. Varias estampas más seguirán apareciendo en el interior del libro, ilustrando los poemas de la 1ª [p. 15], 4ª [p. 21], 5ª [p. 23] y 6ª [p. 25] palabra y la página posterior a la 7ª palabra [p. 29]: el primer Cristo está en la cruz con la misma postura que los anteriores [p. 15]; de los otros dos sólo aparece el busto con la corona de espinas sobre la cabeza sangrante y la vista dirigida a lo alto [p. 21 y 23]. En el poema referido a la 6ª Palabra [p. 25] y en la página siguiente a la última [p. 29], aparecen dos Cristos en la cruz, pero ya con la cabeza inclinada, muerto[45].

    Jesús Delgado Valhondo debió intercalar estas imágenes con el fin de ilustrar el libro y ayudar al lector a seguir su contenido sin dificultad, porque las posturas distintas de los Cristos en la cruz se corresponden con las fases del arrepentimiento del poeta: 1º) Durante el tiempo que Cristo está en la cruz mirando al cielo, el poeta eleva sus súplicas a lo alto. 2º) Mientras Cristo aparece con gesto meditativo, el poeta confiesa su estado anímico. 3º) Cuando Cristo ha dejado de padecer porque ha expirado, el poeta se siente invadido por la calma, pues ha conseguido la tranquilidad espiritual que necesitaba.

    Seguidamente, aparecen los nueve poemas que componen el libro, escritos a máquina en la cara de las hojas. El primero es un poema-prólogo titulado «Oración al Señor crucificado» y le siguen los demás cuyos títulos son el enunciado de una de las palabras que Cristo pronunció antes de morir (a la 3ª palabra le dedica dos poemas). Debajo entre paréntesis, cada poema lleva un subtítulo que informa de su contenido y de cómo evoluciona la enmienda del poeta a la par que Cristo va pronunciando sus palabras. El último poema del libro lleva al final la firma de Valhondo con su nombre completo y, debajo, una nota a máquina: «En el crítico momento que quise saciarme de vida», cuyo contenido es una declaración del poeta sobre sus deseos de eternidad, que anhela conseguir como Cristo por medio del sacrificio.

    No se puede ocultar que Las siete palabras del Señor, por su carácter circunstancial y puramente emotivo, es un libro impetuoso que descuida el estilo. Sin embargo, este librito contiene cualidades que resultan apreciables, porque ayudan a conocer la personalidad espiritual del poeta en el inicio de su obra lírica. La principal es el profundo sentimiento religioso que lo impregna, porque Valhondo no se muestra como un cristiano cualquiera que desea alcanzar el perdón por miedo al castigo divino, sino como un ser consciente de su doble condición (divina y humana), que desea encontrarse con Dios para llenarse de su perfección y de su inmortalidad. Por esta razón toma conciencia de sus pecados, solicita el perdón sinceramente y se predispone a seguir un camino ascético imitando a Jesucristo.

    En Las siete palabras del Señor, Jesús Delgado Valhondo se desahoga, suelta el lastre de sus intranquilidades espirituales, encuentra el sentido de la palabra amor (donde piensa que se halla la solución a los problemas del ser humano) y calma su espíritu, cuando capta el verdadero significado del sacrificio de Cristo: llegar a Dios y alcanzar la inmortalidad como premio a su entrega incondicional. De ahí que el poeta, al principio, como Cristo en la cruz, se sienta escarnecido y manifieste un estremecimiento sincero ante su extraordinario sacrificio:

    «Clavadas las rodillas en la tierra, lamido por la tierra, sorbido por la tierra todo el cuerpo … y, martirizado por ser insaciable, por la sed insaciable del amor, como tú!»[46].

    Otro de los aciertos de este librito es el empleo de una lengua confidencial que confiere al proceso un tono cercano al que emplea un hijo para hablar con su padre. Sin embargo, esa primera entonación natural gradualmente se convierte en pasión impetuosa, cuanto más se acerca el poeta al sentido real del sacrificio de Cristo crucificado («Tengo ansias de sufrir más y más, / lo mismo que sufriste tú en la cruz»[47]). Al final, después de la tormenta espiritual experimentada, llega la calma a través de la liberación que supone la muerte:

 

«quedar en una anulación completa,

por no vivir, por no pensar, por no ser»[48].

    En Las siete palabras del Señor escasean las imágenes, porque al poeta ahora no le interesa la forma sino el mensaje con el que trata de convencer a Dios de su sincera rectificación y obtener su gracia. Sólo en las contadas ocasiones que el poeta desea aumentar su desgarro, utiliza alguna imagen con el fin de intensificar el dramatismo de su situación espiritual y conseguir el objetivo propuesto («Llueve azul. / Me envuelve, / me abraza / y me acaricia lluvia azul. / Azul del cielo caído solamente para mí»[49]) o bien cuando desea ser tierno y convincente («No ves como en la noche / se va durmiendo la tarde / cariñosa!»[50]) o cuando quiere expresar la tranquilidad de su espíritu, una vez calmado:

 

«Saciado de vida

y la balanza en su nivel perfecto,

en un platillo el alma

y en el otro el cuerpo»[51].

    Existe también en Las siete palabras del Señor una economía en el empleo de recursos poéticos pues, como corresponde a un tipo de expresión tan llana, son escasos y acordes con el tono del contenido. Esto explica que la rima y la métrica sean irregulares, los poemas mezclen generalmente versos medidos con sueltos y rimados con blancos. De ahí que aparezcan como medios rítmicos la anáfora, las formas no personales del verbo y las reiteraciones de estructuras sintácticas, que imprimen más ímpetu a las súplicas del poeta y verdad a su arrepentimiento («Crucificado en el aire. Insultado por el silencio purpúreo del campo. Blasfemado por una flor temprana»[52]).

    La disposición rítmica y métrica de los versos y los poemas no responde a ningún tipo de estrofa ni de poema tradicional. El poeta dispone los versos de una forma libre, da rienda suelta a sus sentimientos que pugnan por salir de su alma y evita ese freno, porque hubiera hecho más artificial sus súplicas y menos eficaz su mensaje («Tengo ansias de amor y de verdad, / de algo infinitamente bondadoso, / de virtud, / de caridad, / de beatitud»[53]). No obstante, compensa su falta de apoyo en medio formales con la reiteración de elementos que su espíritu, a golpes de sentimientos, dicta a su cerebro:

 

«’Acuérdate de mí

¡Señor!,

cuando vengas a tu reino’.

¡Acuérdate de mí!

Acuérdate de mí.

(Acuérdate de mí)»[54].

    La depuración de la forma llega a tal extremo que, a veces, el verso pierde su ritmo característico y se convierte en un monólogo angustioso que peca de prosaico («Tengo ansias de sufrir más y más / lo mismo que sufriste tú en la cruz / que sabiendo que no podías beber, / en tu boca se encendió la luz / de la palabra, cuando con toda tu bondad / dijiste a tus verdugos: ‘Tengo sed’ «[55]). Y, otras, los versos se alargan de manera exagerada y forman textos próximos a una exposición cualquiera («Clavadas las rodillas en la tierra, lamido por la tierra, sorbido por la tierra todo el cuerpo … y, martirizado por sed insaciable, por la sed insaciable del amor, como tú!»[56]).

    En varias ocasiones se detecta una preocupación solidaria por la dignidad de las madres y los niños («¿Ves a esa mujer triste y sola? / Consuélala como a madre»[57]. «¿Ves a esa niña triste, escuálida, andrajosa? / ¿A ese niño pobre pedir sin obtener / caridad?»[58]). Y también se localiza un interés por vislumbrar en las palabras de Cristo una defensa de la mujer que, en la década de los años 30 cuando Valhondo compone el poemario, resulta sorprendente:

 

«¡Mujer, dijo! Mujer y no madre.

A ti, a ésa y a aquélla, y a todas

os dijo Jesús, mujer!»[59].

    En cuanto a los influjos, se hallan coincidencias con la ascética en el contenido y la estructuración del libro, cuyo primer poema «Prólogo a Las siete palabras del Señor» es una descripción del camino místico seguido por el poeta hasta llegar al encuentro deseado para conseguir su benevolencia. Primero, el poeta públicamente se reconoce pecador, se arrepiente y pide perdón (vía purgativa) («¡Dios mío!: / En pleno campo de rodillas ante ti / con los brazos desnudos, / con los hombros desnudos, / con el pecho desnudo. / ¡En pleno campo de rodillas ante ti!», versos del 1 al 6). Segundo, el poeta libre de pecados se purifica y una luz guía su camino a Dios (vía iluminativa) («Llueve azul. / Me envuelve, / me abraza / y me acaricia lluvia azul. / Azul del cielo caído solamente para mí!», versos del 7 al 27). Y tercero, el poeta encuentra a Dios en sí mismo (vía unitiva) («Y ahora, arrodillado y llorando, / al fin / te encuentro / dentro / de mí, / ¡en mí!», versos del 28 al 41).

    A la vez, el libro significativamente se estructura en tres partes, que coinciden en conjunto con la descripción del proceso místico seguido por el poeta en su búsqueda de Dios: vía purgativa, primer poema; vía iluminativa, del segundo al séptimo, y vía unitiva, octavo y noveno. No obstante, teniendo en cuenta la línea discursiva que sigue el contenido del libro de acuerdo con las palabras pronunciadas por Jesucristo en la cruz, se pueden distinguir cinco partes:

    La primera está formada por el poema-prólogo, donde el poeta cuenta a Dios la búsqueda desesperada y el sacrificio realizado hasta llegar a su presencia, apoyándose en medios reiterativos:

 

«(Te he buscado,

por todos sitios te he buscado

como loco

allí,

más allá,

aún más allá;

no sé dónde estuve de tanto y tanto andar».

    La segunda parte acoge los poemas «¡Padre, perdónalos! porque no saben lo que hacen (Arrepentimiento)» y «En verdad te digo que hoy estarás conmigo en el Paraíso (Aún más arrepentimiento)»), en los que el poeta declara su contrición empleando recursos intensificadores:

 

«Perdóname

que yo soy igual que aquéllos

que no supieron …………………

Perdóname

¡Señor!

y mátame

¡Dios mío!

después»[60].

    La tercera parte está integrada por los poemas «Mujer he ahí a tu hijo (Amor)» y «Hijo, he ahí a tu madre (Más amor)», que son una muestra de la solidaridad del poeta con los que se encuentran en la indefensión y en la soledad:

 

«¿Ves a esa mujer triste y sola?

Consuélala como a madre.

-¿Y a ésa desgraciada y a  ésa loca?-

¡Consuélala como a madre¡»[61]).

    La cuarta parte incluye los poemas «Padre mío, ¿por qué me has abandonado? (Intranquilidad)», «Tengo sed (Deseo)» y «Consummatum est (Tranquilidad)», que recogen la honda preocupación del poeta cuando recuerda el vacío emocional que sintió Cristo a la hora de su muerte, solo en la cruz («No tener agonía, / entregarme sin luchar, / decir como el Señor a última hora, / [¿]para qué vivir si la obra / ha terminado ya?»). En esta imagen se encuentra el origen de su idea capital, un árbol solo, pues Valhondo pronto descubre que el ser humano estaba abocado a la soledad, pero podía mitigarla relacionándose con sus semejantes y abrigando la esperanza de encontrar a Dios. Pero más tarde advierte que la verdadera soledad era la que sentiría en el instante de su muerte, pues no tendría posibilidad alguna de consolarse en los demás ni recibiría ayuda de Dios:

 

«¿Por qué, Señor, Dios mío, en tu misma agonía,

(que a ti mismo te hubieses con tu poder consolado).

A ti mismo te mirabas y angustioso te decías;

‘Padre mío, ¡por qué me has abandonado?’

¡DIOS MÍO! ………………. (¿POR QUÉ?)»[62].

    Y la quinta parte está formada por el poema «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu. (Inmortalidad)», donde el poeta desea fervientemente imitar la entrega incondicional de Cristo que, por su sacrificio, ganó la vida eterna:

 

«Sentir

que en tus manos me envolviera la inmensa eternidad»[63].

 

    Las siete palabras del Señor, aunque propio de un poeta novel, muestra ya la existencia de un ser humanísimo, consciente de su condición caduca, que vive y lucha con todos sus recursos espirituales buscando la perfección para ser digno de Dios y poder participar de la vida eterna. Esta postura dignificadora, propia de un ser íntegro que no se conforma con vivir inconscientemente, tiene una importancia fundamental para comprender la poesía de Valhondo: el compromiso religioso que muestra en Las siete palabras del Señor no es producto de un impulso pasajero sino la columna vertebral de toda su poética, porque se sostiene en la conciencia de su finitud y su soledad y, como consecuencia, en la férrea voluntad de buscar a Dios, que será el motor que infunda energía espiritual a su obra poética.

    La conclusión a la que llega Jesús Delgado Valhondo en Las siete palabras del Señor es que el ser humano debe tener conciencia de su condición finita y, a partir de ese autoconocimiento, llegar a la perfección moral para contribuir a la construcción de un mundo de seres solidarios que conecte fácilmente con Dios en beneficio de todos.


    PULSACIONES

    (1935-1940)

    Es un poemario que supone un mayor ahondamiento en las inquietudes espirituales de Jesús Delgado Valhondo donde se mezclan, sin orden aparente, traumas acentuados con otras preocupaciones relacionadas con la difícil tarea de sortear los misterios de la existencia, soportar la nostalgia por el pasado y combinar todo con sus anhelos de infinito y de eternidad. Sin embargo, aunque se observa un aumento de la angustia, el poeta logra exponerlos en un tono más sereno y personal, sin desgarros ni influencias tan palpables como en sus libros anteriores.

    En el original, el título “Pulsaciones” no aparece en la portada sino en otra interior, que además pone «POESÍAS» y, debajo, la firma escrita a pluma con el nombre y los dos apellidos del autor. Los poemas aparecen a continuación, escritos a máquina por Leocadio Mejías[64] y distribuidos en cuatro partes: 1ª)»Musiquillas»: «¡Ay, quién fuese corazón!», «Cántaro», «Lagarto», «Canción», «Cuando te pusiste medias», «El loco», «Pozo», «De la noche a la mañana», «Campo» y «Para ti las margaritas». 2ª)»Atardecer del gitano»: «La penita», «Entre la pena y el consuelo», «El consuelo» y «Cante jondo». 3ª)»Angustia hecha flor»: «Angustia», «Flor», «Soledad», «Florecer», «Canción a la eternidad», «Meditación», «¿Dónde pondré el corazón?», «Oración», «¿Ser?», «El silencio levanta un altar», «Camposanto» y «El sepulturero». 4ª)»Barrio de San Mateo»: «Plazuela de San Mateo» («Torreón». «Campanario del convento». «Convento»), «Calleja oscura», «Arco de Santa Ana», «Salida de luna», «La bruja» y «Amanecer».

    Pulsaciones es un libro elaborado entre 1935 y 1940 y encuadernado por Jesús Delgado Valhondo con idéntico diseño y al mismo tiempo que los poemarios anteriores. No tuvo interés en publicarlo quizás por la crítica adversa de Caba sobre Canciúnculas, que lo llevaría a considerar ambos libros poco maduros y a pensar que, si de uno había recibido una opinión desfavorable, del otro no la obtendría mejor. Esta suposición explicaría también que los poemas de Pulsaciones en general se encuentren muy reelaborados y que usara la vuelta de las hojas de este libro como borrador de El año cero.

    De cualquier forma, tras un análisis de Pulsaciones se nota que es un libro posterior a Canciúnculas porque tiene una mayor madurez en el pulso poético, menos vacilaciones rítmicas, más equilibrio en el estilo, mayor dominio del lenguaje poético (más calidad de las imágenes, menos prosaísmos, ripios y desajustes), un tono más grave y maduro por la desaparición de la espontaneidad y los juegos líricos (aunque, por esto mismo, Pulsaciones es menos vitalista), un aumento de las preocupaciones existenciales, que muestra una evolución hacia una poesía más trascendente, y un mayor número de poemas de Pulsaciones en Hojas húmedas y verdes y El año cero.

    Los poemas de Pulsaciones presentan una cierta regularidad en torno al octosílabo, que se suele combinar con otros metros, aunque sin formar apenas estrofas o poemas. Sólo presentan regularidad en la medida y la rima algunos poemas como «La penita», «Meditación» y «La bruja» (romances octosílabos), «Campanario del convento» (un pareado endecasílabo) y «Salida de luna» (tres cuartetas asonantadas o tiranas). El resto son regulares en la métrica o en la rima como, por ejemplo, «El loco», un poema de 18 octosílabos, que dispone de rima asonante en los pares hasta el verso 12 y luego la cambia a los impares (vv. 13, 15 y 17) y «Lagarto», que tiene rima asonante en los pares, pero sus versos son heptasílabos, octosílabos, eneasílabos y decasílabos.

    Por tanto, en Pulsaciones, Valhondo sigue interesándose poco por encorsetar su expresión. Aunque se observa una tendencia hacia la contención emocional con el empleo del octosílabo y la reducción de las estructuras reiterativas.

    El contenido de los poemas sigue siendo muy variado, porque el objetivo de Jesús Delgado Valhondo fue trasmitir las sensaciones de asombro o temor, que le provocaban ciertos hechos. Sin embargo, las agrupa en cuatro partes y las hace girar en torno a un tema predominante, excepto la primera donde mezcla la sensualidad («Canción»), el paso del tiempo («Cuando te pusiste medias»), la preocupación por los seres marginados («El loco»), la imagen del ahogado («Pozo») o la melancolía («Para ti las margaritas») sin preocuparse mucho por la unidad de esta agrupación.

    Por este motivo, la primera parte del libro es la más variopinta como corresponde a la aparente intrascendencia de la canción popular, que el poeta toma como punto de referencia y manifiesta en el título (“Musiquillas”). Conecta así con la línea tradicional iniciada en Canciúnculas, que fue interrumpida por Las siete palabras del Señor. No obstante, los contenidos en esta parte no coinciden generalmente con la frescura de esta manifestación tradicional, pues en Valhondo se hacen profundos y preocupantes por esa tendencia innata al ahondamiento en conceptos que él provee arbitrariamente de circunstancias existenciales («Para ti las margaritas, / para mí los pensamientos. / Para ti todo el cantar, / para mí su sentimiento»[65]) o a la insistente preocupación por los seres marginales:

 

«El loco, el locooooooooooo

[…]

Y, el hombre triste y escuálido,

por esos campos de Dios

sigue como o rodando

temiendo que alguna vez

quede por una o ahorcado»[66].

    El tema central de la segunda parte de Pulsaciones («Atardecer del gitano») es la pena, que el poeta ambienta con un tono de tragedia lorquiana y manifiesta en su acentuada preocupación por la muerte y en su impotencia de conseguir la inmortalidad («Allá en las cumbres más altas / todas las noches me duermo / […] / ….. ¿Acaso será? …… ¡Dios mío!, / que yo quiera hacerme eterno?»[67]). En el fondo, impregnando ese ambiente trágico, se oye la queja desgarradora del cante jondo:

 

«Espiral del cante jondo

taládrame el corazón.

‘Porque me veo en decadencia’.

Espiral del cante jondo

ya me has roto el corazón»[68].

    El título de la tercera parte, «Angustia hecha flor», adelanta un aumento de la preocupación que invade sus poemas, cuyo núcleo temático es la angustia («¡Suéltame!, no me aprisiones el cuerpo, / ni el alma, / ni el corazón. / […] / ¡Suéltame, / desátame, / déjame!, / que me devora el ansia de marchar»[69]). Múltiples motivos explican que el poeta sienta numerosas preocupaciones: la contradicción de sentirse parte de Dios como espíritu y, a la vez, imperfecto como ser humano («Siento / allá lejos, en las cumbres más altas / de mis pensamientos, / florecer mi alma, / y aquí en este trozo de tierra mi cuerpo»[70]), la presencia constante del dolor («Dios mío. / Atenúame la luz del alma / que tiene mucho dolor / el corazón»[71]), el recuerdo del miedo sentido en su infancia y ahora en su conciencia de hombre maduro («tener la vida en un hilo, / sentir el miedo que un día / sentí siendo niño. // Sentirme hombre. / […] / No»[72]), la necesidad del silencio y la reflexión para rearmarse anímicamente («El silencio levanta un altar / donde oficia / su / misa / el alma mía»[73]) y el temor a la muerte que trata de conjurar con la ironía:

 

«Quien dijo mal del sepulturero,

no supo bien lo que dijo.

[…]

Yo ya le tengo encargado

que me cante un fandanguillo»[74].

    Los poemas de la cuarta parte, titulada «Barrio de San Mateo», tienen en común el misterio que envuelve la atmósfera de este lugar, donde el ánimo del poeta sufre un fuerte contraste pues se engrandece por la perfecta comunión que consigue con su entorno y, al mismo tiempo, se empequeñece porque allí nota con más nitidez su imperfecta condición:

 

 

«Calleja: mi cuerpo

se está convirtiendo en alma

atada en tu oscuridad,

en tu calma,

[…]

Casi no me encuentro de tanto

miedo! …..»[75].

 

El enigma de la existencia es, por tanto, el aglutinador de las sensaciones opuestas que el poeta experimenta. Así la paz espiritual, que sentía desprenderse del recogimiento de las monjas del convento situado en aquel barrio, aparece mezclada con fuertes preocupaciones como la oscuridad que se llena de secretos amenazadores, el amor que termina trágicamente y la necesidad de la luz del día para recomponer su ánimo:

 

«Manto negro de la noche

has perdido ya el color,

y, se ha borrado lo escrito

por mí, con trozos de corazón.

¡¡¡SOL!!!

Como una flor se va abriendo la mañana»[76].

    Entre los asuntos tratados se encuentran algunos de los aparecidos en Canciúnculas pero, como se puede comprobar, se han excluido los más positivos como la avidez de asombros buscando experiencias nuevas o el gusto por el viaje placentero. A cambio, se insiste en el dolor, la angustia y la soledad.

    En Pulsaciones vuelve a aparecer la sensualidad, que ya se localizó en Canciúnculas, envuelta en el ritmo de la canción flamenca («Si quieres que yo te quiera / tienes que salir desnuda / para que pueda yo verte / a la luz de la luna»[77]). También se detecta la preocupación de Valhondo por los seres más débiles como muestra de la solidaridad del que no sólo está preocupado por sus tormentas anímicas sino también por los seres humanos más necesitados de amparo:

 

«¡Qué dolor cuando te miro,

pozo de dolor cargado!

[…]

Hoy he visto un niño

en la cama de tu agua

aprisionado»[78].

    En Pulsaciones, se confirma la madurez prematura del joven poeta en el uso reiterado de temas como el suicidio, que pasa por su mente como solución a los desgarros de su espíritu, unas veces sutilmente a través de sus personajes («Aquí hay un hombre entero, / éntrate [puñal] por mi costado / que te haré flor en mi pecho»[79]) otras, directa y claramente («Cerca de mí un árbol seco / me está invitando al suicidio»[80]). Esta atrevida franqueza, que ignoró un tabú de la época, descubre la independencia de una personalidad poética con un gran interés por mostrarse sincero y por actuar de acuerdo con su compromiso humano y su responsabilidad lírica.

    La insistencia en la pena y la tristeza provocan la aparición de un tono angustiado porque el poeta, que ya tomó conciencia de su origen divino al sentirse parte del paisaje, comienza a notar sus limitaciones y su finitud. Tal contrasentido desemboca en una patente desorientación. Así, por un lado, su sentimiento se atrofia hasta desear la pena («–¿Para una pena?–. / ¡Quererla! / eternamente quererla»[81]) y, por otro, sus anhelos de Dios y de eternidad terminan, por los fracasos sufridos, en un deseo de insensibilizarse para eludir el sufrimiento:

 

«Dios mío,

[…]

Núblame la inteligencia

y embálame en algodón

el corazón»[82].

    Los últimos poemas de Pulsaciones tratan dos conceptos muy arraigados desde antiguo en el espíritu de Valhondo: el silencio y la soledad que, en esta ocasión, surgen de la espiritualidad del barrio de San Mateo de Cáceres. Pero ese lugar, que hasta ahora le había evocado momentos inolvidables, se encuentra invadido por misterios que le provocan fuertes intranquilidades como su conciencia de sentirse físicamente imperfecto:

 

«¡¡¡COMO SE AGRANDA MI ALMA!!!

(¡Cómo se me achica el cuerpo!)»[83].

    En Pulsaciones, aparte de la influencia popular, se sigue detectando una leve referencia a Juan Ramón Jiménez en la atracción mostrada por Platero y yo («Un coro de niños pone / un horizonte de cantos. / El loco, el locooooooooooo»[84]) y a El romancero gitano en su vertiente trágica, cuando el poeta elige a un calé como protagonista de un ambiente impregnado de tristeza y muerte lorquiana:

 

«No quiero que a mí me entierre

con pena el sepulturero.

Ni que se diga que yo

no soy del todo flamenco»[85].

 

    Además, se descubren influjos del Modernismo en sus dos épocas claves: una, en el interés por la sensación, la musicalidad, la melancolía de los ambientes crepusculares («Un crepúsculo otoñal que traiga silencio y sombra, / para mí. / Un amanecer de campanillas de plata y cantos de alondra, / para ti. / La humedad y la tristeza de todos los lamentos / para mí. / Los olores y canciones de todos los huertos / para ti»[86]). Y, otra, en la semejanza con el poema “Lo fatal” de Rubén Darío que, pasada su etapa colorista y despreocupada, creyó encontrar solución a sus intranquilidades en la anulación de su sensibilidad:

 

«Quién pudiese sentirse fiera

en un bosque, entre árboles,

entre jarales, entre piedras,

en una cueva profunda y sentir,

¡Quién pudiera sentir / ser tierra!»[87].

    También se observa la influencia del inefable Ramón Gómez de la Serna en versos que son una especie de greguerías («Mira que alegre va el río / sonando buenos dineros»[88]), donde Valhondo se interesa por los nuevos caminos artísticos y por este sorprendente escritor para conseguir una expresión lírica más rica y creativa[89].

    Y, por último, se localiza una influencia del poeta colombiano José Asunción Silva[90] en la honda melancolía de algunos poemas y en el gusto por las repeticiones anafóricas, que dejan en el aire una pena latente («¡¡¡COMO SE AGRANDA MI ALMA!!! / (¡Cómo se seca mi cuerpo!) / (¡Cómo se seca mi cuerpo!) / (¡Cómo se seca mi cuerpo!)»[91]). En cuanto a la influencia vanguardista de Canciúnculas, sólo queda un caligrama, «Arco de Santa Ana»[92], recuerdo de aquella reminiscencia que caló hondo en el ánimo abierto de Valhondo, para desaparecer después en cuanto tomó el pulso de su poesía personal, que se encontraba lejos de estas experiencias juveniles.

    Hay en Pulsaciones abundantes imágenes, que presentan a un poeta más creativo y evolucionado hacia una expresión más rica en matices que en sus libros anteriores, buscando la expresión exacta y una forma más lírica sin perder capacidad de comunicación («Se cayó la luna al pozo / y está nadando dormida»[93]). Esto explica que las imágenes y recursos literarios en Pulsaciones destaquen por estar más ajustados a la expresión que en Canciúnculas, porque ahora el poeta se ha desprendido de ímpetu espontáneo igual que de medios formales. Por este motivo es fácil localizar en ellos una espiritualidad más equilibrada con el lirismo al que gradualmente va tendiendo el poeta, aleccionado por sus deseos de crear una poesía trascendente y desprovista de elementos innecesarios sin olvidar su carácter literario.

    Esta es la razón de que se puedan localizar metáforas («La luna parece un signo»[94]), imágenes («Atenúame la luz del alma. […] Hazme una arruga en la frente. […] Arráncame con tenazas la espina. […] Núblame la inteligencia […] embálame en algodón»[95]), sinestesias («mis oídos sueñan música, / mis ojos sueñan calvarios»[96]), paralelismos («Ay, quién fuese pescador / […] / ¡Ay, quién fuese corazón!»[97]), anáforas («Para ti … / para mí … / para ti … / para mí»[98]), símiles («Me rodea tu espíritu / como atmósfera de lana»[99]) y personificaciones:

 

«Una rosa bebe olor de tierra.

Un ciprés pincha su encanto

que sangra. Una cruz

pide caricia a una mano

de madre.

Un ángel se hace de mármol»[100].

 

    Pulsaciones es el libro que cierra la etapa iniciática de Jesús Delgado Valhondo, donde terminan los tanteos realizados durante una década que lo han llevado a marcarse un objetivo: crear una poesía que exprese sus intranquilidades para mitigarlas y, a la vez, que las comunique de una forma cálida, trascendente y directa.

 

     HOJAS HÚMEDAS Y VERDES

    (1944)

   Hojas húmedas y verdes es el primer libro de poemas publicado por Jesús Delgado Valhondo. Tiene una importancia capital porque es la continuación, conexión y síntesis de su primera poesía y el punto de partida donde se encuentra recogido el germen de su lírica madura.

    Es un libro compuesto con poemas de Canciúnculas («Amor» y «Amanecer en la catedral»), Pulsaciones («Meditación»), su borrador («Notas del viaje», «Dolor», «A la orilla del mar», «Castillo» y «Mañana vieja») y once poemas nuevos («Semana Santa», «Día nuevo», «Paseo», «Otro amanecer», «La venta», «Apuntes», «Fecundidad», «Árbol nuevo», «Árbol viejo», «La manzana» y «El membrillo»).

    Hojas … mantiene, amplía y perfecciona características de los libros de la primera parte de la obra poética de Jesús Delgado Valhondo. Así los poemas seleccionados de Canciúnculas y Pulsaciones muestran que el poeta ya tiene conciencia de la calidad, pues son producto de una ardua labor de lima y muestran su responsabilidad a la hora de dar a conocer sus primeros versos en un libro editado. Además, su autoexigencia lo arrastra a reelaborar versos y poemas constantemente hasta el punto de estropear alguno por su afán perfeccionista e, incluso, a desechar otros que sólo se conocen por referencias documentales y debió destruir en arrebatos de perfección.

    También se observa que los poemas nuevos de Hojas … están construidos con un cuidado exquisito. Unos se enmarcan en la disciplina del soneto y el resto se sustentan en una labor creativa que tiende a una expresión esencial, suprimiendo los elementos superfluos y espontáneos de su primera poesía. Además, se observa que el poeta no sólo sabe lo que quiere sino también cómo conseguirlo por medio de un estilo personal presidido por la sinceridad expresiva, el tono familiar, la sencillez elaborada y la seriedad lírica. Este hecho lleva a pensar que Jesús Delgado Valhondo ha dado por concluida su etapa iniciática y es consciente de que en Hojas … debe cimentar su obra poética de acuerdo con un contenido trascendente, una forma cuidada, un estilo propio y un esquema formal caracterizado por la unidad y la coherencia.

    Hojas … fue un libro que Jesús Delgado Valhondo no tuvo en mente hasta poco antes de su publicación, porque el proyecto que llevaba abrigando largos años era publicar «un libro grande» (El año cero). Pero sus planes se vieron alterados por el ofrecimiento de edición de la Colección Leila y el ferviente deseo de conocer la opinión de la crítica sobre su poesía de la que, hasta el momento, sólo había editado algunos poemas sueltos en revistas.

    El libro se encuentra dividido en dos partes descompensadas, pues la primera (dedicada a A. Rodríguez Rebollo) tiene 12 poemas y 14 «Apuntes» y la segunda (ofrecida a Eugenio Frutos) sólo cinco poemas. Sin embargo esta descompensación está calculada, porque la doble división tiene la finalidad de distinguir un antes y un después. La primera parte ofrece una antología de poemas anteriores y la segunda acoge los poemas nuevos.

    Además, un análisis detenido de la estructura detecta un equilibrio formal basado en la simetría. La parte inicial tiene un soneto más dos poemas con títulos formados por sustantivos semejantes (día-mañana) y adjetivos opuestos (nuevo/vieja) más dos poemas dedicados a elementos del paisaje («Castillo» y «A la orilla del mar»). La parte central se compone de siete poemas más catorce «Apuntes», que tratan contenidos diversos. Y la parte final está integrada por un soneto más dos poemas con títulos formados por sustantivos semejantes (árbol-árbol) y adjetivos opuestos (nuevo/viejo) más dos poemas dedicados a elementos del paisaje («La manzana» y «El membrillo»). Es decir, la parte central está construida con siete poemas más el doble de «Apuntes» y las partes periféricas con la reunión de cinco poemas en cada una que, además, están repartidos de una manera idéntica en ambas partes.

    No obstante, el libro gira en torno a la descripción del estado espiritual del poeta proyectado en el paisaje, que sostiene en contenidos distintos. En la primera, los poemas correspondientes a la parte inicial, el argumento se centra en el paisaje y, en los poemas de la parte central, se observa que este asunto progresa desde el interés por el entorno al recogimiento de la meditación y, por tanto, al ahondamiento en intranquilidades que cada vez le resultan más preocupantes (el paso del tiempo y la muerte). En la segunda parte, formada por los poemas del apartado final, vuelven a centrarse en el paisaje y en las sensaciones diversas que despierta en su espíritu (fecundidad –naturaleza-, soledad –árbol-, sensualidad –manzana-, recuerdos –membrillo-). Esas emociones, sin embargo, están impregnadas por una suave melancolía que le provocan sus deseos insatisfechos de libertad como al árbol solo, que se encuentra prisionero del paisaje. Por tanto, Hojas … es un libro estructurado formal y significativamente, que indica el interés de Valhondo por seguir presentando sus libros nítidamente distribuidos para facilitar la comunicación con el lector y mostrar su conciencia de autoría.

    Aunque los temas de Hojas … no son nuevos, se observan varios cambios en su uso y en su enfoque. El poeta ha desechado los influidos por la angustia de tono lorquiano y la idea machadiana del camino, los asuntos se concretan y el tratamiento presenta mayor madurez, porque ha desaparecido los detalles de espontaneidad e intrascendencia de su poesía novel. Ahora, todo gira en torno al tema central del paisaje, cuya consolidación resulta patente pues no se trata de una simple descripción plástica sino de una profunda contemplación espiritual. De ahí que el poeta no se limite a relacionar los elementos del paisaje, sino que, por el contrario, los use como espejo donde se refleja el estado de su espíritu, que se deduce melancólico porque el paisaje se desvanece, las montañas no son nítidas, la primavera es fría y el árbol lo incita a la autodestrucción:

 

«A las montañas lejanas

alguien da con difumino.

Cerca de mí un árbol seco

me está invitando al suicidio”[101].

    Como el paisaje es la obra de Dios, el poeta entabla una relación unidireccional con la divinidad en la que, de momento, encuentra consuelo a sus intranquilidades («Mientras los dedos de Dios / están secando mis lágrimas»[102]). Sin embargo, no es suficiente esa conexión unilateral con Dios, pues también impregnando el entorno natural aparece el tema del tiempo y de su implacable aliada, la muerte, que le producen una acentuada angustia («Me está doliendo el tiempo / en las primeras canas de la cabeza. // Como una compañera / fuerte me aprieta del brazo / una cinta negra»[103]). Por tanto, el paisaje, la muerte, el tiempo y Dios se perfilan como los temas fundamentales de la obra poética de Jesús Delgado Valhondo. Esta concentración de asuntos claves indica que en Hojas … quiso cimentar la base temática de toda su obra lírica.

    Otros temas complementarios se mezclan con estos asuntos centrales como la preocupación religiosa («Semana Santa»), la tristeza («Mañana vieja»), los anhelos de infinito («La estación»), la melancolía («Paseo»), el dolor («Dolor»), la espiritualidad («Amanecer en la catedral»), las intranquilidades («Apunte VI»), la aceptación de su condición imperfecta («Apunte VII»), el miedo a la muerte («Apunte VIII») y la comunión con el paisaje («Apunte XIV»). Es decir, han perdurado de los libros anteriores aquellos temas que congenian con los asuntos elegidos por el poeta cuidadosamente, para que sean el núcleo de su obra poética.

    Esta concreción temática indica que ahora el poeta se encuentra en el camino de la madurez y justifica que haya desaparecido el ímpetu arrollador e inconsciente de sus primeros libros, los temas intrascendentes y el desbordamiento por alguno de sus extremos. El tono se equilibra y adopta una solemne gravedad como se detecta llamativamente en el soneto que abre el libro, donde Valhondo recoge el profundo sentido religioso con que capta e interpreta la realidad, quizás queriendo advertir este cambio de actitud lírica:

 

“La primavera enciende velas largas

cuya almena de luz son las estrellas

que en la noche temblando se retrasan.

Son semillas las lágrimas amargas

esperando que alguno beba en ellas

el dolor de los Cristos que aquí pasan”[104].

 

    Hojas húmedas y verdes es el punto de partida del recorrido vital y lírico iniciado por el poeta, que se sabe y se siente paisaje, no sólo por ser su primer libro conocido sino, sobre todo, porque su contenido se relaciona con este asunto omnipresente. Hojas … es el nacimiento del poeta y el paisaje, el origen del hombre que representa. Es lógico, por tanto, que la naturaleza se haya convertido en el termómetro que indica su estado espiritual. Este asunto predominante se localiza en el mismo título del libro y en el de poemas como «Día nuevo», «A la orilla del mar», «Otro amanecer» o «Árbol viejo». Incluso hay referencias directas al paisaje en poemas cuyos títulos no se refieren a él como, por ejemplo, «Semana Santa» y «Apuntes».

    Dentro del paisaje aparece el hombre, los animales (la paloma, el toro, la perdiz, la golondrina, la cigüeña), las plantas (el árbol, elemento primordial, y las frutas -la manzana y el membrillo-), donde el poeta encuentra el paisaje sintetizado («He mordido la manzana / la lluvia fresca, mi cuerpo / y una fuerte mañana»[105]), y también se muestra el poeta que mimetiza su ánimo con el paisaje hasta el punto de verse afectado por los contrastes de sombra y luz. Así la noche lo incita a la destrucción, angustiado en su soledad por esa lacerante melancolía en que suele vivir («Si llego a matarme anoche / hoy no respiro este alba / que sabe a fruta madura / que sabe a fresca manzana»[106]). El amanecer, en cambio, lo libera de los temores nocturnos con la luz que ahuyenta las sombras, porque su espíritu con el día se rearma anímicamente:

 

«Una nube se quiere hacer gusano,

el aire todo negro bulle y crece

y se extiende gozoso por el llano

derrumbando a la sombra que perece»[107].

    En el centro del paisaje se sitúa el árbol que, de esta forma destacado, representa al poeta y, por extensión, al hombre. El árbol es el elemento primordial del paisaje por su estrecha semejanza con la posición del ser humano en el mundo. El árbol, por tanto, es un símbolo con que el poeta explica su concepción sobre la existencia. Cuando es joven, el árbol se enraíza en la tierra sintiéndose parte del paisaje, sin embargo, las mismas raíces que lo unen a él lo mantienen prisionero y coartan su libertad. El árbol quiere ser paisaje, pero no es libre y, por tanto, no puede alcanzar sus anhelos. Cuando es mayor, el árbol renuncia a sus deseos después de intentar alcanzarlos en repetidas ocasiones, se siente frustrado y se encuentra solo.

    Idénticos planteamientos vitales tiene el poeta que siente en su conciencia de ser independiente y libre cómo forma parte del paisaje, pero, sin embargo, la realidad encadena sus deseos. Es, por tanto, en la primera parte de su vida, una especie de Tántalo que desea y no puede, prisionero del paisaje del que ha surgido:

 

“Ante el temor del daño, ¡qué andaderas

de niño le colocan! Él se agarra,

intenta dar un paso y todo en vano.

¡Está el campo tan cerca! si pudieras …

Pero su raíz como una enorme garra

le sujeta en esfuerzo sobre humano!”[108].

    Luego, el poeta intuye que, cuando sea mayor, tendrá que olvidar sus anhelos por inalcanzables y se encontrará involuntariamente en el abandono de su aislamiento («No viene un perro amargo que le ladre / al deslizar cabellos poco a poco / y quedar convertido en un buen padre[109]). Es decir, la vida del ser humano es una constante frustración, porque no puede ser libre cuando en su juventud tiene ímpetu vital («Árbol nuevo»), y también resulta una tragedia, porque cuando es mayor todo concluye en la soledad más absoluta («Árbol viejo»).

   De las influencias localizadas en sus primeros libros sólo quedan leves y escasos recuerdos de Antonio Machado («(Temprana luna de enero / quién te pudiera besar / en el claro azul del cielo!)»[110]), de Juan Ramón (de su primera etapa, en el título del libro), de Lorca («El olor de verde seco / en el heno conmovido / y verde oscuro en el eco. / Y verde claro en el llanto»[111]), de Alberti («(¡Hermosa y linda está el agua / con sus banderas de pinos / y puntillas en la enagua!)»[112]) y Miguel Hernández, que suscita su preocupación por la gente que habita el paisaje:

 

«Exhalan los hormigueros

de la franciscana tierra

cansancio de jornaleros»[113].

    No se encuentra ya ninguna influencia vanguardista palpable, excepto la del surrealismo en algunas de las numerosas imágenes, que se hallan diseminadas por todo el libro: «(es una nube gris / la hoja de una navaja)»[114]. De todas formas, en ningún momento se trata de una influencia en toda regla sino más bien de restos de esquemas mentales que todavía afloran inconscientemente de sus abundantes lecturas.

    El estilo empleado por Valhondo en Hojas … es el que hará, salvo leves variaciones, característico de su personalidad poética: natural, sencillo, sincero y humano, sustentado en una lengua confidencial y sutilmente velada por imágenes que le imprimen misterio y un tono melancólico, cercano a la hipocondría (a veces habitada por visiones fantasmales: «Cuando creo que están quietas [las calaveras] / de serenidad ambiciosas, / por las órbitas despiertan / las arañas silenciosas»[115]). No obstante, en Hojas húmedas y verdes, el estilo es más equilibrado y contenido que en sus libros anteriores por la selección realizada, la aceptación de su responsabilidad literaria y la conciencia de que está iniciando su obra poética y debe seguir una evolución coherente. Ejemplos de estas afirmaciones son dos poemas antológicos «La manzana» y «El membrillo», extraordinarias muestras de la perfecta exposición de un tema común por medio de un fino y esencial lirismo:

 

«Adán, toma … Adán, prueba …

¡Gózame! ¿No ves que soy fruta

madura, que soy Eva?»[116].

    La autodisciplina temática y estilística, que se ha impuesto el poeta, también se hace extensiva a la métrica y la rima donde es patente que las vacilaciones, características en sus libros anteriores, se han reducido. Así en Hojas húmedas y verdes se pueden localizar sonetos («Semana Santa», “Árbol viejo”), romances (”Mañana vieja”, “La estación»), tercerillas (“Apuntes II, V, X») y una cuarteta asonantada («Apuntes IX»). El resto de los poemas presentan combinaciones multimétricas («Castillo», “Paseo”), multirrítmicas («A la orilla del mar», “Apuntes X”) o multiestróficas (“La venta”, “Apuntes”).

    Estas muestras de inestabilidad en la forma indican que la tendencia a la regularidad iniciada por Valhondo es más un ejercicio premeditado de contención, acorde con la evolución del poeta hacia la madurez, que una decisión firme hacia el uso regular de las formas tradicionales.

    En cuanto a los recursos empleados, sorprende su elevada calidad y su acumulación en el primer poema del libro, donde se combina una honda espiritualidad con un delicado lirismo (“Exactas, la Semana Santa miden / con triángulo y compás de golondrinas, / y la tarde de abril por las colinas / las cigüeñas, midiéndolas, despiden”[117]). En el resto del poema, además, se localizan metáforas («Son semillas las lágrimas amargas»), personificaciones («cierna el olivar cenizas finas»), imágenes («miden / con triángulo y compás las golondrinas») e, incluso, greguerías:

 

“(¡Si las sardinas volaran

qué tremendas puñaladas

tendría que sufrir la tarde”.

    Sin embargo, esta acumulación de medios llama la atención porque no es típico en la técnica de Jesús Delgado Valhondo, sino el empleo natural de recursos que van surgiendo del mismo discurrir sincero con que cuenta sus emociones. Esto lleva a pensar que su objetivo, teniendo en cuenta que Hojas … es el escaparate de su poesía, fue atraer el interés del lector de una forma impactante e instantánea.

    En el resto del libro, los recursos empleados cumplen la función de imprimir un sentido lírico a la expresión de sus sentimientos sin que se desvirtúen por su elaboración literaria y, a la vez, ganen poder de sugerencia como sucede en esta descripción del amanecer («Todavía tiene el cielo / una luna limpia y clara / cuando un ruido de colmena / empieza a mover las casas»[118]) o de esta mañana triste («Todo el aire está arrugado / y el tiempo lleno de canas»[119]). Otros recursos son el uso del subjetivismo (“Me está doliendo la primavera»[120]) o del vocativo para conseguir un tono cercano y confidencial («¡Parece, Señor, mentira¡»), metáforas («El espejo nevado; / tu pañuelo»[121]), personificaciones («Tienen los cuatro rincones / olor a sangre del agua. / las paredes se desprenden / de las sombras que guardaban»[122]) y encabalgamientos:

 

«Un son

de campanas matinales»[123].

    En estos ejemplos se puede observar cómo la frescura y la originalidad de estos medios formales surgen de la meditación y del sentimiento del poeta y no de un trabajo artificioso sobre el papel.

    La edición de Hojas húmedas y verdes no produjo mucha satisfacción a Jesús Delgado Valhondo por sus abundantes erratas. Sin embargo, con este librito consiguió llamar la atención de los lectores y, especialmente, de Vicente Aleixandre.

 

    EL AÑO CERO

    (1950)

    El año cero es el libro de poemas con el que Jesús Delgado Valhondo hace realidad el proyecto largamente aplazado de publicar «un libro grande», que recogiera los mejores poemas escritos hasta el momento para hacer su presentación en el mundo de la poesía[124], aunque luego las circunstancias se encargarían de alterar sus planes.

    El año cero está formado con poemas de Canciúnculas («Noche de calentura», «Amanecer en la catedral», «Dolor», «Noche cocida» y «El reloj de mi abuelo»), Pulsaciones («Pozo», «Para ti las margaritas», «Soledad», «¡Ay, quién fuese corazón!», «La bruja», «Meditación», «El sepulturero», «Salida de luna», «Cante jondo» y «Camposanto»), su borrador («Enero», «Febrero», «Marzo», «Abril», «Mayo», «Junio», «Julio», «Agosto», «Septiembre», «Octubre», «Noviembre», «Diciembre», «Notas del viaje», «A la orilla del mar», «Paisaje de Castilla»), Hojas húmedas y verdes («Día nuevo», «Paseo», «La venta», «El membrillo», «Otro amanecer», «Apuntes», «La manzana» y «La estación») y veintiún poemas nuevos («Aire», «Olivos», «Autopsia», «La idea», «Nana a la primavera», «Silencio», «Otoño mío», «Sueño», «Peregrino», «Noche», «¡Señor, Señor!», «Mérida», «Tierra», «Agua», «Cáceres», «La naranja», «Uvas», «Ciruelas claudias», «Canciones», «Fiebre» y «Dolor florido»)[125]

    De esta relación se deduce que la selección realizada para componer El año cero es mucho más amplia que la llevada a cabo para Hojas … debido a que Valhondo escoge cuidadosamente los poemas más granados de su poesía anterior, sin distinguir a qué libro pertenecen, les añade otros escritos expresamente para el libro y, desde este sólido cimiento constituido por un solo libro, edifica su obra poética. No en vano, Jesús Delgado Valhondo consideraba El año cero su primer libro, porque Hojas húmedas y verdes siempre le pareció una experiencia novel con un título impreciso y errores tipográficos. Además, como advierte Robles Febré, el mismo título del libro indica un punto de partida.

    El año cero no se encuentra estructurado de una forma tan clara como sus libros anteriores, pues Jesús Delgado Valhondo no agrupa los poemas por libros ni los distribuye en partes ni distingue de alguna manera los escritos expresamente para él. Todo lo contrario, mezcla unos con otros sin orden ni concierto aparente.

    No obstante, teniendo en cuenta su afán estructurador, la distribución de El año cero debe responder a un razonamiento lógico. Pero, después de un arduo análisis, sólo se consigue deducir tres hipótesis. Primera, mezcló los poemas de una forma intuitiva de acuerdo con un tono general y con el objetivo de servir de escaparate antológico de su poesía. Segunda, quiso estructurar los poemas del libro haciéndolos girar en torno a tres series de poemas[126] y, luego, no las concluyó. Y tercera, se dejó llevar por su empeño de ofrecer una visión amplia de su poesía y mezcló los poemas de una forma no estructurada sino lineal que tuviera su punto de partida en el paisaje (poemas dedicados a los meses del año), siguiera con la exposición de sus preocupaciones espirituales (poemas seleccionados de sus libros anteriores), llegara a su culmen en la descripción de su relación con Dios (poemas extensos) y terminara de nuevo en el paisaje, donde el poeta queda lleno de intranquilidades (poemas dedicados a las frutas y últimos poemas), anunciando de esta manera sutil el contenido del libro siguiente, La esquina y el viento.

    En cuanto a la métrica de El año cero, lo primero que llama la atención es el predominio del verso octosílabo en bastantes poemas como único metro («Aire», «Febrero», «Junio», «Diciembre», «Olivos», «Tierra», «Canciones») o bien combinado con tetrasílabos («La naranja»), pentasílabos («Enero», «Ciruelas claudias»), tetrasílabos y hexasílabos («Silencio») y decasílabo («Octubre»). El heptasílabo es utilizado solo («La idea») o intercalado con pentasílabos («Otoño mío», «Mérida»), con endecasílabos («Peregrino», «¡Señor, Señor!») o alejandrinos («Noche»). El resto de los poemas suele estar compuesto de una forma libre.

    Respecto a la rima predomina la asonante, pero en muchos casos aparece combinada con la consonante en distribuciones que pocas veces consiguen coordinarse con la métrica para formar estrofas. No obstante, se puede constatar la existencia de una redondilla y una tercerilla («Febrero»), una cuarteta y una redondilla («Abril»), tres décimas («Tierra», «Agua», «Cáceres») y un terceto con una quintilla («Dolor florido»). Tampoco abundan los poemas, sin embargo, se pueden localizar romances («Olivos», «¡Señor, Señor!», «Mérida», «Canciones») y una silva («Peregrino»).

    Parece por tanto que la tendencia a la regularidad, detectada en su libro anterior, en este no ha avanzado. Tal hecho se debe a que El año cero es en buena medida una antología de poemas de libro anteriores con vacilaciones formales para librarse de ataduras métricas y rítmicas, que además muestran un interés por la experimentación («Octubre» tiene el primer verso decasílabo y los restantes octosílabos o «Noche» introduce dos heptasílabos entre sus endecasílabos y está construido con versos blancos).

    Estas oscilaciones prueban que Valhondo eludió conscientemente el uso habitual de estos medios formales para evitar la rigidez que provoca su empleo reiterado. De ahí que aparezcan frecuentes vacilaciones con el objetivo de conseguir una expresión natural y comprensible.

    El estilo de El año cero continúa siendo directo, cálido y natural, aunque ahora su expresión, ya poblada de preocupaciones, miedos e incluso visiones fantasmales, se llena de la angustia que le produce el fracaso de la búsqueda de Dios y la desorientación resultante. Este cambio de tono se detecta principalmente en los poemas extensos, donde se explaya en argumentaciones angustiosas, que suponen una alteración estilística con respecto a los poemas precedentes y posteriores. Así, mientras los poemas breves del comienzo del libro tienen una expresión esencial de contenida melancolía, los poemas extensos se desbordan en sus razonamientos hasta alcanzar en el poema «Noche» un tinte surrealista, indicativo de que el poeta ha llegado al cénit de su desorientación (“Expectación secreta de la noche en el campo, / sonidos que persiguen simientes de sonidos; / los sombríos sigilos de la espera en la rama / y sombríos sigilos para ver el infierno”[127]). Después vuelve a una expresión más esencial de trazos firmes y concisos como en los primeros poemas del libro donde, a pesar de la economía de medios, transmite múltiples y sutiles emociones:

 

«Ea, ea, ea.

Las doce, niña,

a la cuna.

¡Ay!, del aire que gotea

luna.

Ea, luna.

Me faltan dedos,

me sobran uvas.

(Doce amantes le cuento

hoy a la bruja)»[128].

    Paralelamente, el lenguaje cambia de acuerdo con el tono estilístico empleado. Así, mientras en los poemas del comienzo del libro la expresión se dulcifica con algún momento impregnado de sensualidad («Una moza rubia crece / hinchando pecho y cadera»[129]), en los poemas extensos su voz se endurece a la par que crece su amargura («¡Mi vida!, desterrada de la vida / es un cristal herido por el hacha»[130]) y llega a su mayor desgarro en imágenes alucinantes como «La roca muerta crece en voz para la noche / y un cuerpo de gigante se lo sueña la forma»[131]. Después, aunque la angustia no desaparece, la tensión del poeta se aplaca y la tonalidad se vuelve melancólica, superada momentáneamente la fase aguda de su crisis anímica:

 

«Ya sé que soy manantial

de la semilla que espera,

dolor de mi primavera

mi carne en barro filial»[132].

  También en El año cero el paisaje ocupa su centro significativo, pues como agudamente asegura Pedro Caba: «[Valhondo] Es poeta del paisaje; todo en él es retina»[133]. Es un asunto presente desde el primer poema del libro titulado «Aire», donde expresa su deseo de mimetizarse espiritualmente con su entorno natural («Ser aire, molino, aire / […] / para verterme por todo / el poema del paisaje»). Este anhelo es subrayado a continuación con otros doce poemas dedicados a los meses del año, donde el poeta describe líricamente el cambio que se produce en el paisaje y la influencia experimentada por su espíritu que se altera con él ( «Todo el viento lleva ahora / aroma de mi dolor»[134]). De ahí que estos poemas fueran definidos por Manuel Pecellín como un «magnífico calendario lírico»[135].

    Otros poemas del libro están repletos de paisaje ya desde el mismo título: «Olivos», «Nana a la primavera», «Agua» … y, sobre todo, los cinco poemas dedicados a frutas, que son exaltaciones líricas de la fecundidad del paisaje. Sin embargo, no es una simple visión plástica la que el poeta realiza del paisaje, pues en sus formas y aromas se descubren recuerdos, preocupación por el paso del tiempo, sensualidad. De este modo consigue que su descripción adquiera un alto valor emotivo:

 

«Tu falda jugando en el aire.

Tus cabellos tirados al aire.

Toda tú (más que carne

hecha espíritu puro),

desperfumándote»[136].

   En el centro del paisaje continúa el árbol solo, que ahora no incita al poeta al suicidio, sino que se convierte en modelo de soledad interior cuando logra desprenderse de las intranquilidades, que martirizan su espíritu, para quedar en pura esencia de su yo («Árbol solo, en el día / largo, de mi destino. / (Voy perdiendo todo / lo que me sobra / para ser de mí mismo). / Hoja a hoja –¡alegría!– / me estoy quedando mío»[137]). No obstante, esta gratificante soledad es efímera pues enseguida su ánimo se puebla de sentimientos negativos como la pena, la tristeza, el dolor, la duda, la melancolía y el misterio:

 

«Van las hormigas de entierro.

Al verde le salen lágrimas»[138].

    Sin embargo, la novedad temática de El año cero no es el paisaje sino la presencia de Dios. El poeta ahora siente una acusada urgencia de entablar un diálogo con Él para exponerle que, aunque es parte de su obra, no participa de su perfección y sufre múltiples interrogantes existenciales («Peregrino de mí por esta vida. / Que peregrino, Dios, cuando esté muerto, / sólo de Ti seré, que hacia Ti voy / en zumo de misterio»[139]). Pero ahora Dios no presenta la amabilidad ni la cercanía de Hojas … sino una actitud distante, que muestra su falta de predisposición para saciar sus anhelos (“Si –viento– intento olerte / como perfume por el cielo pasas. / Y yo me quedo en mis instintos solo / temblando y loco, bajo costra amarga”[140]). Ante esta situación, el poeta cada vez se siente más dependiente de Dios porque se da cuenta de que, paradójicamente al darle la vida, le exige que forme parte de su mundo finito. Ante esta situación lamentable, finalmente cae en la angustia porque, cuanto más lejos se sitúa la divinidad, mayor urgencia tiene de alcanzarla («¡Ay, cómo juega conmigo / Dios solitario y secreto!»[141]). En tal estado, piensa en la posibilidad de recurrir a sus semejantes para calmar su desazón espiritual, pero se siente más angustiado porque advierte que ellos también son caducos:

 

«Todos somos carreteros

lamidos por los caminos,

labradores, campesinos,

hombres ceros»[142].

    Otros preocupaciones invaden al poeta cuando empieza a sospechar la inutilidad de su búsqueda: la muerte que aparece como una idea obsesiva, porque sin la esperanza de Dios le resulta insufrible («Camposanto», «Autopsia», «Fiebre»), la soledad del ahogado que representa una muerte solitaria y trágica como la del hombre sin Dios (“Pozo”), la desorientación que se hace patente pues no sabe si la divinidad es real o no («Sueños”), el fracaso resultante de su trágica búsqueda de la divinidad («Peregrino”) y, finalmente, el dolor que cierra el libro mostrando su pobre estado espiritual:

 

«Si ya tengo a mi canción

herida de mi lamento.

¿A qué has venido si yo …?

… Si yo todo estoy abierto

de florecido dolor»[143].

    En los poemas de sus libros anteriores, incluidos en El año cero, se siguen encontrando influencias de Juan Ramón, Lorca, Alberti, Gerardo Diego. En los poemas nuevos, sin embargo, sólo se detecta algún recuerdo del Romancero gitano de Lorca en el ambiente trágico del poema «Olivos» o en la gracia de los requiebros de la poesía andaluza del poema «Aire», «La idea» y «Nana a la primavera» («Trae la lechuza en el pico / dormida luna de yeso / por el olivar»). Es cierto también que en algún poema como «Uvas» aparece el ritmo ágil y fresco de la poesía popular y en «Noche» se nota la presencia del surrealismo.

    Las imágenes vuelven a ser abundantes y esta realidad indica que Jesús Delgado Valhondo continúa en la línea meditativa de su creación responsable («El latín en tinta china, / volando como murciélago»[144]). Las imágenes acompañan el discurrir del contenido y, a la par que él, se endurecen en expresiones que muestran la angustia creciente del poeta, la impotencia contenida y los claroscuros de su espíritu atormentado. Sin embargo, esas fuertes emociones espirituales no desvirtúan en ningún momento su palabra, porque están dichas con la sentida contundencia de un poeta sincero que, además, va asegurando el pulso de su lírica precisamente por la conjunción que logra establecer entre estado emocional y palabra expresada:

 

«Ha dejado olor a sapo

la cola de la tormenta»[145].

    Estos ejemplos transmiten una seguridad expresiva y una riqueza de registros, que proceden sorprendentemente de sus propias vivencias espirituales y de una lengua común, a la que el poeta consigue sacarle toda su eficacia lírica curiosamente a través de un proceso inverso a como sucede normalmente: Valhondo dice su palabra con emoción y ese impulso crea la imagen, mientras que normalmente la imagen es el germen desde donde surge el poema:

 

“Para el tacto de tu baile,

para limpiar a la luna,

para pegarme en jarales,

para verterme por todo

el poema del paisaje”[146].

    En El año cero se distingue que en la parte inicial y final predominan recursos tradicionales como las anáforas («Aire», «¡Señor, Señor!»), interrogaciones e interjecciones («Sueño»), polisíndetos («Peregrino»), vocativos («Mérida»), encabalgamientos («Fiebre») y, en torno al poema «Noche», el oscurecimiento del lenguaje y los recursos bruscos como la visión irónica de la institución eclesiástica, que es incapaz de ayudarlo a encontrar respuestas a sus interrogantes, demostrando así su inutilidad para ser intermediaria entre el hombre y Dios:

 

“Catedral: las tres en punto.

Cantan canónigos lentos.

El latín en tinta china,

volando como murciélago.

Mariposea un sacristán

–centauro– de vela a viento.

Adelgazando está siglos

un Cristo flaco y moreno.

(Me explico que Carlos V

se sintiese a veces muerto)”[147].

    La edición de El año cero produjo una conmoción positiva en la crítica, que se vio sorprendida por un poeta que ya tiene definido su rumbo lírico y por su poesía que, libre de academicismos, goza de un tono personal, directo y trascendente y es distinta a la poesía de laboratorio, agarrotada, sin entrañas que, según ella, se hacía en aquel momento.


    LA ESQUINA Y EL VIENTO

     (1952)

    La edición de La esquina y el viento no se corresponde con la composición primitiva, pues José Hierro, director de la Colección Tito Hombre de Santander[148], advirtió a Jesús Delgado Valhondo que el original debía ser reducido porque «tal como es en la actualidad superaría el tamaño comercial. Comprenderás que los suscriptores nos fusilarían si hubiese que cobrar más de las 9 pts. que trabajosamente reúnen»[149]. Sin embargo, Ángel Sánchez Pascual califica de “mutilada” la edición de Tito Hombre e interpreta las palabras de Hierro como una justificación, que ocultaba la acción opresiva de la censura en aquella época[150].

    La diferencia entre la composición original y la editada es patente: la primera contiene un prólogo de Eugenio Frutos, titulado «La poesía personal de Jesús Delgado Valhondo», y 35 poemas repartidos en cuatro partes con un cierto equilibrio numérico (10, 8, 7 y 10 composiciones respectivamente). En cambio, la publicada no tiene prólogo y está compuesta con 23 poemas, que se distribuyen descompensadamente en sólo dos partes con 18 y 5 poemas respectivamente. Además de los 23 poemas editados sólo 15 (de los 35 iniciales) pertenecen a la edición original (“Madrugada”, “Los años”, “El espacio”, “Velándome sueños”, “Encinas y olivos”, “Atardecer”, “Noche”, “Mi sombra”, “Nana de la niña tonta”, “Canción de Navidad del hijo pródigo”, “Ha nevado”, “El maestro en vez de explicar las minas sueña en voz alta”, “Oración”, “Oración del enfermo” y “Muerte”). El resto son poemas nuevos (“Después de la tormenta”, “Silencio de monte”, “Momento”, “Canciones”, “Angustia”, “Tiempo”, “Somos la roca que no crece” y “Oh muerto mío”) [151].

    Jesús Delgado Valhondo debió tener varios motivos para suprimir veinte poemas de la edición original. Los sonetos «Fecundidad» y «Árbol nuevo», porque ya los había editado en Hojas … Los poemas de contenido navideño («El nacimiento», «Canción del pastor» y «El lenguaje de las flores en la Semana Santa, en la Navidad»), porque eran varios y debió pensar que sería suficiente con la muestra que dejó («Canción de Navidad del hijo pródigo»). Lo mismo sucede con los dedicados al maestro y a la escuela que de siete poemas (“El maestro explica las vías de comunicación en la escuela”, “El maestro comienza explicando las nubes y termina cerrando los ojos”, “El maestro en vez de explicar las minas piensa en voz alta», “Pasa un entierro por la puerta de la escuela”, “Primer día de clase del niño huérfano”, «Ha nevado» y “No es el sol”) sólo queda el tercero y el penúltimo. Otros poemas los debió reservar para incluirlos en libros posteriores. Así en La muerte del momento, editaría «El recuerdo», «Pasa un entierro por la puerta de la escuela», «Primer día de clase del niño huérfano» y «El lenguaje de las flores en la Semana Santa, en la Navidad»[152] y en ¿Dónde ponemos los asombros? publicaría «La cicuta».

    El dato más sorprendente de la selección realizada por Valhondo es que utilizara uno de los poemas suprimidos, «Presentimiento del día primaveral (Resurrección)», 27 años después para finalizar la segunda parte de Un árbol solo. Los demás poemas excluidos no los editaría posteriormente, porque no debieron encajar en la configuración de otro de sus libros (“Dolor”, “Ciego”, “Día de otoño”, “Coxalgia”[153], “Las estrellas impalpables que vagan por la luz”, “El maestro explica las vías de comunicación en la escuela”, “El maestro comienza explicando las nubes y termina cerrando los ojos”, “No es el sol”, “El nacimiento”, “Canción del pastor”, “Dios” y “Oración”).

    La esquina y el viento es un libro distinto a los inmediatamente anteriores, porque Jesús Delgado Valhondo se libera de su pasado lírico (ya ha realizado su presentación en el mundo de la poesía con sus dos libros antológicos), se sitúa en el presente y se muestra más uniforme al centrarse en un discurrir único, que avanza seguro a cumplir un objetivo determinado: el ahondamiento en la reflexión de sus problemas existenciales con una forma directa sin dilación ni divagaciones:

 

«(secreto de mi verdad

la dulce espina clavada),

viene haciéndome llorar»[154].

    Ahora el paisaje queda relegado a un segundo plano, pues ya no es el reflejo de Dios, y el poeta se encuentra en el atardecer que es «fruta rendida» o en la noche más sobrecogedora «no sé de dónde sacada». Es como si el silencio de Dios lo hubiera dejado espiritualmente ciego sin posibilidad de contemplar ni formar parte de su obra («Más que las rocas y el cielo, / más que polvo de camino, / sobre mis hombros y tiempo, / dueles, silencio viejísimo»[155]). La conmoción es fuerte porque la pérdida de Dios le supone, además, la falta de esperanza en la eternidad:

 

«Ya sé quién eres, conozco

esa manera de abrir

de par en par mi cansancio

muerte que vienes, al fin.

¿Que no hay nada, sólo polvo,

delante y detrás de mí …?»[156].

    Entonces, ante la constatación de que está solo y desamparado, se hace más patente su melancolía y su frustración porque sin Dios no tiene capacidad para resolver sus problemas vitales ni encontrar respuestas a sus dudas sobre la existencia. Tanto le afecta esta enigmática realidad que arrastra al lector a reflexionar estremecedoramente sobre la certeza de que el hombre es un ser para la muerte («Y, somos más, somos los muertos / que llevamos en nuestra fronda / enriqueciéndonos la sangre / y marchitándonos las horas»[157]). El resultado es el temor y la dependencia extrema de Dios:

 

“La tarde me está robando

y tierra de tierra quedo,

que yo no puedo marcharme,

yo no puedo …,

en la sangre años mirando

tan hundidos, tan inciertos,

que temblando estoy y no sé,

y yo no sé por qué tiemblo”[158].

    Es normal que en tal estado de desasosiego aparezcan las primeras dudas (“Oh cotidiano muerto, cruz soñada, / serena soledad de ti nacida, / ardiente brasa que me tiene herida / la memoria, la voz y la alborada»[159]), aumente su preocupación por las nefastas consecuencias del paso del tiempo («Hoy se me escapan los momentos. / Hoy como ayer, hoy como siempre. // (La eternidad sólo ha nacido / en el camino de la muerte))»[160] y ahora se manifiesten sus deseos de libertad materializados en el mar cuya lejanía, exotismo, magnitud y perennidad lo llevan a pensar que existe un lugar libre de circunstancias, donde el ser humano no se ve afectado por el tiempo ni por sus limitaciones («y eres el mar que en la nostalgia siento»[161]). No es de extrañar, por tanto, que La esquina y el viento, en la evolución poética de Jesús Delgado Valhondo, sea la crónica de la frustración vital que le produce el fracaso de su búsqueda de Dios, cuyo vacío desolador traduce sin pretenderlo en la búsqueda malograda del ser humano universal:

 

«Ya sé que un día moriremos

que tú si quieres nos alcanzas

en todo instante, tienes manos

llenas de luz que nos abrazan»[162].

    No se encuentran influencias en La esquina y el viento, si se exceptúa un leve recuerdo de Antonio Machado cuando dice («(Secreto de mi verdad / la dulce espina clavada), / viene haciéndome llorar»[163]), el tono semejante al de Emilio Prados en el poema «El espacio», la nostalgia albertiana de la primera estrofa de «Canciones» o el ritmo de la cancioncilla popular en los poemas de tema navideño («Nana de la niña tonta» y «Canción de Navidad del hijo pródigo»). Escasa influencia, por tanto, que se diluye en el tono personal y sentido del libro.

    En La esquina y el viento, como es lógico en un momento decisivo, la métrica se hace regular. Los poemas están compuestos en versos heptasílabos, eneasílabos, endecasílabos y diez de ellos en octosílabos que, en otros dos, se intercalan con un tetrasílabo («Atardecer») y con tetrasílabos y hexasílabos («Nana de la niña tonta»). También aparece la combinación de un pentasílabo con heptasílabos («El espacio»). Del mismo modo la rima presenta una tendencia a la regularidad con un predominio de la asonante que, con frecuencia, aparece mezclada con la consonante.

    La distribución ordenada de estos metros y ritmos da lugar a la aparición de estrofas y poemas: Tercerillas («El espacio», «Canciones», «Canción de Navidad del hijo pródigo», «Muerte»), tercetos encadenados («Mi sombra»), redondillas («Encinas y olivos», «Momento»), romances («Después de la tormenta», «Los años», «Velándome sueños», «Silencio de Monte», «Oración»)[164], sonetillo («Ha nevado») y soneto («¡Oh muerto mío!»). Sin embargo, Valhondo deja muestras de su sello personal rompiendo la regularidad del libro con poemas multimétricos (los citados) y estrofas diversas («Madrugada») o sonetos como «Oh muerto mío», que cambia la rima en el segundo cuarteto (ABBA – BAAB).

   La esquina y el viento es un libro donde el poeta realiza una descripción lineal de su estado anímico en etapas sucesivas. En la primera, expone sus intranquilidades espirituales («En la madrugada está, / no sé qué luz de llamada, / sueño en el alma arrastrada, / con lata al rabo, a ladrar»[165]). En la segunda, busca soluciones en Dios y no las encuentra («Mira el paisaje de mi vida / donde miserias atenazan. / Palpa este campo que me espera / y escucha mis palabras»[166]). En la tercera, cae en la desesperación («Entre olvidos pisados / y las frases perdidas / el asco que me duele / brutal bajo la risa»[167]). Y, en la cuarta, el poeta algo más calmado indica en un resumen final (último poema) el estado de zozobra en que queda, es decir, continúa insistiendo en su búsqueda a pesar de su fracaso:

 

«Estoy soñando a Dios

–durmiendo solamente–

debajo del dolor.

Estoy soñando amor

–durmiendo carne ausente–

quemándome de Dios»[168].

    En la redacción original, Valhondo presenta formalmente estas etapas significativas, distribuyendo el libro en cuatro partes[169], es decir, contenido y estructura aparecen perfectamente encajados. Pero, al reducir la edición, se vio obligado a dividir el libro en dos partes: la inicial acogería la primera y segunda etapa (18 poemas) y la restante, la tercera y la cuarta etapa (5 poemas), que es una especie de epílogo donde deja patente la angustia en que está inmerso su estado de ánimo («De tanta angustia soy / el fondo de mi vida, / este ir cuesta abajo / cuando me creo arriba»[170]). No obstante, se nota que Valhondo adopta la decisión de no dejarse arrastrar por su ímpetu anímico, como en sus primeros libros, y se muestra dolorido pero autocontrolado y consciente de su trabajo lírico en favor de su mensaje, pues su deseo fue que llegara al lector ordenado y claro, no por simple ejercicio literario sino por una necesidad espiritual de comunicación sincera con los demás.

    Por esta razón no sorprende encontrarlo como un poeta sólido y maduro (aunque ha perdido espontaneidad y frescura), que ya ha tomado definitivamente el pulso de su estilo personal, que se caracteriza por el uso de un lenguaje común, humano y directo, envuelto en un tono cercano, confidencial y sentido («Ya gozamos el agua pura / en la copa de la alborada / y el aire limpio y luminoso / abre a los ojos nuevas páginas»[171]). Aunque, con respecto a sus libros anteriores, se muestra más endurecido y repleto de preocupaciones hasta el punto de hacerse fúnebre conforme aumenta su angustia y se reducen al mínimo sus esperanzas, en un proceso que se detecta en los mismos títulos de los poemas («Madrugada», «Los años», «Velándome sueños», «Noche», «Mi sombra», «Oración del enfermo», «Angustia», «Muerte»), que son premonitorios del contenido desgarrador que los invade:

 

«Somos la roca que no crece,

somos la arista tenebrosa,

el sacramento de la tierra

en una mar devastadora»[172].

    Sin embargo, a pesar de su desamparo, el poeta mantiene esa forma transparente de transmitir sus sentimientos más íntimos, incluso en las numerosas y originales imágenes repartidas por todo el libro, que no empañan en ningún momento su discurrir con un oscurecimiento de la expresión:

 

«De la alcoba al despacho, siempre incierto,

arrastrando mi sombra, amarga bruma,

insoportable compañero muerto»[173].

    Lo mismo sucede con los recursos literarios, que surgen eficazmente de los medios sencillos del lenguaje común empleado. De ahí que el primer detalle llamativo en el estilo de La esquina y el viento es la facilidad que tiene Jesús Delgado Valhondo para implicar a los demás en su desazón usando el plural mayestático («Ya gozamos el agua pura …», «Tan cerca a Dios lo tenemos …»), encabalgamientos que suspenden la emoción del poema o queda abierto por sus costados en múltiples sugerencias («Sobre mi frente el cristal; / detrás, abierta mañana / que tiene dentro una cana / de Dios, la nieve y la cal»[174]), metáforas que descubren su concepción nefasta de la existencia («La flor, mi melancolía; / hoja de acero, mi aliento»[175]), anáforas que, con su insistencia, subrayan la angustia que le causa la preocupación por el tiempo («Hoy sólo tengo un alma triste / […] / Hoy se me escapan los momentos. / Hoy como ayer, hoy como siempre»[176]), hipérbatos que muestran su desequilibrio espiritual («De tanta angustia soy / el fondo de mi vida»[177]), interrogaciones, exclamaciones e imprecaciones, que continuamente mantienen en ascuas al lector («¿Que no hay nada, sólo polvo, / delante y detrás de mí …? / ¿Que sólo sueños y sueños …? / ¡Y yo sin poder dormir!»[178]) y signos de puntuación que, aliados con los metros cortos y las pausas, acentúan la agilidad de los versos haciendo más patente la angustia:

 

«Pero, están los olivares

más allá. Jesús tenía

las manos blancas y frías.

¿Cara o cruz?: ¡Moneda al aire!»[179].

    A estos recursos, habría que añadir una sorprendente economía de medios y de elementos, que muestran una gran capacidad para transmitir en breves trazos su angustioso estado espiritual («Estoy soñando a Dios / –durmiendo solamente– / debajo del dolor»[180]) y su dominio de la técnica del «in media res», con la que consigue el ahorro de explicaciones preliminares. Además, provoca un impacto inmediato en el espíritu del receptor como se puede observar en los primeros versos del libro, donde el poeta anuncia un rearme emocional presentándose como un hombre nuevo sin las preocupaciones de su anterior tormenta espiritual:

 

«Hemos nacido nuevamente

por el paisaje que nos alza

en resurgir de bautizados

con la raíz de la palabra»[181].

  Esto añadido a la plasticidad de algunos momentos («Un chiquillo / pone en la nieve una cinta / de orín caliente, amarillo»[182]), las construcciones originales y creativas («Que si el caballo se va / y el gallo tiene alborada / entre la yerba pisada / queda noche por pisar»[183]) y el susurro cómplice en que se convierten muchas veces sus cálidas palabras («Espera un poco, partiremos, / espera un poco que mañana …»[184]) consiguen que la expresión suene a confidencial sin buscarla a conciencia el poeta.

    La conmoción, que produjo La esquina y el viento, en la crítica aún fue mayor que la de El año cero, porque detectó que Jesús Delgado Valhondo había conseguido consolidar los cimientos de su poesía madura, iniciaba un camino nuevo e, incluso, afianzaba su personalidad, a la que calificó sin ambages de honda, personal, sentida y evolucionada, con sólo tres libros editados.

 

    LA MUERTE DEL MOMENTO

     (1955)

    La muerte del momento es la exposición que realiza Jesús Delgado Valhondo de su estado espiritual en un día cualquiera de su vida en Zarza de Alange, fuertemente influido por el peso de la existencia. No es de extrañar, por tanto, que, perdida su esperanza de encontrar a Dios en el poemario anterior, el tiempo sobre todo y, como consecuencia, la muerte ocupen el núcleo temático de este libro estremecedor.

    Tal hecho y la soledad que padece en el aislamiento del pueblo lo llenan de pesadumbres que, lejos de calmar sus intranquilidades, lo arrastran a ahondar en ellas («Frío y yerto / el cadáver es montaña / que se nos mete en la escuela / llenando todo de muerto»[185]). Esta es la causa de que La muerte del momento sea también la descripción descarnada de su triste vida cotidiana («Pasan hombres, van al trabajo / -el colmenar- la vida empieza»[186]), donde los sucesos cotidianos, relacionados normalmente con el drama de la existencia, asfixian su espíritu ya bastante apesadumbrado por la desesperanza de comprobar que el tiempo pasa, la muerte se acerca y no tiene esperanzas de encontrar a Dios, para que lo ayude a superarla con la certeza de la inmortalidad. Por tal motivo, el silencio divino se hace cada vez más patente, la angustia existencial aumenta y el tono se torna grave y lúgubre. De ahí que Enrique Segura definiera La muerte del momento como un «manojo de camposanto»[187].

   A pesar de todo, Valhondo consigue realizar una descripción de su situación emocional siguiendo ordenadamente unos pasos. Comienza el libro con el poeta meditando en su casa sobre su situación existencial («En el umbral sentado / de par en par la puerta / humilde franciscano / de mi paz y mi hacienda / […] / Buscando, el pan diario, / como los hombres-fieras, / voy, vengo, lucho, mato / aunque el alma me duela»[188]). Después camina hacia la escuela, sintiendo en su ánimo la naturaleza que inunda la mañana («Ha llegado en flor el día / de nacida caridad, / y el Señor en su destino / que va buscando camino / dentro de mi soledad»[189]). Entra en la escuela, pasa un entierro (al día siguiente se incorporará a clase un niño huérfano) y el poeta reflexiona sobre la tragedia de la existencia, mientras nota más patente el poder de Dios, al que ahora ve como el señor todopoderoso de la vida y la muerte:

 

«‘Tu padre ha muerto y yo soy

tu padre ahora’. Voz y lira,

dulcemente, dicen: ‘No’.

En el libro abierto tira

la mirada. Solo Dios

en la escuela es quien respira»[190].

    Sale al campo, donde consigue serenarse por un momento contemplando el paisaje, lejos del ambiente mortecino del pueblo. Pero enseguida vuelve a sus meditaciones trascendentes («Respiro este aire limpio / sin peso y sin heridas. / […] / y nada y nos vendimian / la sangre cuando quieren / venir por nuestra vida»[191]). Vuelve al pueblo, entra en la iglesia, profundiza en su espíritu y siente la necesidad imperante de hablar con Dios, al que suplica que se manifieste, pero su llamada queda en un monólogo desesperante («Acaba de decirme tu palabra / que se me llena el alma de quejidos / que vagamos en noche todavía / y estamos, Señor, solos y hace frío»[192]). El poeta se angustia, sueña con Dios «en la mentira más hermosa» y siente, cada vez con más intensidad, la muerte de su tiempo, momento a momento, como si de un refinado martirio anímico se tratara («Nuestras ansias son devoradas / cada latido, por el tiempo»[193]). Y en tal estado angustioso termina el libro, que se cierra significativamente con el poema titulado «La muerte del momento», donde se hace más nítida la cercanía de la muerte en cuyos brazos lo va depositando el tiempo:

 

«Corazón en que me mueve

por única verdad en que te siento,

la muerte que me llueve,

la muerte del momento

besarme como el árbol besa al viento».

    La búsqueda del poeta (desde un principio condenada al fracaso) se ha convertido en dramática pues le resulta una quimera encontrar soluciones razonables a cuestiones irracionales con los pobres recursos de la mente humana. No obstante, el poeta se niega a aceptar lo evidente para no caer en el más profundo de los abismos perdiendo definitivamente la esperanza en la inmortalidad, que le resulta una idea aterradora porque lo aboca a la nada:

 

“Que eres altar y yo, vigilia:

que eres horizonte que goza

el más allá de las montañas

en la mentira más hermosa.

Yo velaré tu sueño, amigo,

tú no temas, duerme y reposa,

que nadie vendrá ¿sabes?, ¡nadie!

a deshojarte en tu persona”[194].

    Además, La muerte del momento es la presentación de la realidad cruda y dura, en la que el poeta tiene que luchar «como los hombres-fieras», pasar estrecheces, sufrir enfermedades y estar siempre con la espada de la muerte pendiendo sobre su cabeza. Esta situación, que se repite cada instante, se hace inaguantable para su frágil espíritu, que ahora soporta no sólo la carga agobiante de su drama sino también el peso de la imperfección de los demás («La cena. Otra bendición. / Bendición sobre sardinas. / Esquelas de defunciones. / Sucesos y más sucesos, / deportes y habladurías»[195]). Sin embargo, el poeta tiene la valentía de enfrentarse a la vida («Dame, mujer, que es tarde / gabardina y cartera»[196]), aunque siempre acompañado de una profunda melancolía de soledad y desamparo («y Dios va siempre delante / y sólo soy caminante / de mi vida y mi dolor»[197]). De ahí que su camino sea un simple andar sin esperanza y ya no sienta el deseo de disfrutar del descanso merecido en el regazo de Dios:

 

«Sólo nos queda el dulce aliento,

su mirada furtiva,

y la amargura de que lleva

de que lleva la alegría»[198].

    El desencanto del poeta está justificado, además, porque advierte que el tiempo no es elástico sino una reducción de la cuenta particular que Dios le concedió cuando recibió la vida y, por tanto, el tiempo no lo aleja de la muerte sino lo aproxima a ella («Siempre tengo las mismas dudas / las dudas que todos tenemos; / yo sólo sé que andamos / y que morir habemos»[199]). Esta certeza se hace insufrible cuando advierte la existencia de sus hijos, seres indefensos a quienes ha arrojado inconscientemente en manos del tiempo y de la muerte cuando les dio la vida:

 

«Mucho he pensado, mucho,

en estas vidas nuevas,

en esta sangre mía

creciendo en mi presencia,

de tanto mirar tengo

que llorarlos con pena»[200].

    En cuanto a la métrica, La muerte del momento presenta más variantes que el libro anterior. Los poemas están medidos en heptasílabos («Yo estaba allí sentado», «Ofrenda», «Vendimia»), octosílabos («Canciones del caminante», «El lenguaje de las flores en la Navidad», «Manos en silencio»), eneasílabos («Velándole sueños al hombre dormido en el camino»), endecasílabos («Noche en el alma», «Cuando quieras, Señor»), alejandrinos («Troncos talados»). Además, hay poemas compuestos con eneasílabos, pentasílabos y un endecasílabo («La iglesia») o con heptasílabos y endecasílabos («Habla, estamos solos», «La muerte del momento»). Respecto a la rima, sigue predominando la asonante, que se mezcla frecuentemente con la consonante.

    La combinación de estos metros y rimas producen estrofas (quintillas -«Canciones del caminante»-, liras -«La muerte del momento»- y décimas -«El lenguaje de las flores en la Navidad»-) y poemas con predominio del romance («Yo estaba allí sentado», «Ofrenda», «Vendimia», romances-endechas. «Habla, estamos solos»[201], «Noche en el alma», «Cuando quieras, Señor», romances heroicos). Además, se encuentran sonetillos («Pasa un entierro por la puerta de la escuela», «Primer día de clase del niño huérfano») y una especie de silva («El recuerdo»).

    También se localizan en La muerte del momento varias muestras de irregularidad consciente, que ya son típicas en Valhondo. «Un día cualquiera», por ejemplo, está escrito en octosílabos con rima asonante en los versos impares hasta el 21; a partir del 24, se pasa a los pares. Este tipo de poemas demuestra que sigue con sus experimentos buscando formas más novedosas y menos encorsetadas, que le permitan decir lo que realmente quiere sin dejar de ser natural.

    La muerte del momento no aparece distribuido por el poeta en la superficie, pues consta de 22 poemas que forman un bloque único: “Yo estaba allí sentado”, “Canciones de caminantes”, “El lenguaje de las flores en la Navidad”, “Manos en silencio”, “Pasa un entierro por la puerta de la escuela”, “Primer día de clase del niño huérfano”, “Un día cualquiera”, “Ofrenda”, “Vendimia”, “La iglesia”, “Momento de vida”, “Habla, estamos solos”, “Noche en el alma”, “El corazón en la vida”, “Troncos talados”, “Como una piedra al mar”, “Siempre hay alguien”, “El recuerdo”, “Velándole el sueño al hombre dormido en el camino”, “Morir habemos”, “Cuando quieras, Señor” y “La muerte del momento”.

    Pero el análisis significativo de estos poemas descubre que la estructura del poemario tiene una doble división con once poemas cada parte. De un análisis formal también se deduce lo mismo. En la primera parte (de “Yo estaba allí sentado» a «Momento de vida») predominan los versos de arte menor (pentasílabos, heptasílabos y octosílabos) y en la segunda (de «Habla, estamos solos» a «La muerte del momento») destacan los versos de arte mayor (eneasílabos, endecasílabos y alejandrinos). Además, en esta parte se concentran la mayoría de las combinaciones métricas y rítmicas, debido al aumento de la tensión dramática y a que el pulso emocional del poeta se desequilibra en determinados momentos.

    Esta doble partición, sin embargo, contribuye a que el poemario no sea una monótona exposición de preocupaciones sino el resultado de una sabia dosificación de la intensidad dramática, que va creciendo a lo largo del libro en dos fases. En la primera parte, el poeta reflexiona melancólicamente sobre el peso de la mediocridad y la tragedia de la vida cotidiana en él y en los demás, situándose en el paisaje que refleja su estado de ánimo siempre vacilando entre la imposibilidad de cumplir con su deseo inalcanzable de encontrar a Dios y la tristeza de sentirse insignificante ante la grandeza de la creación:

 

“la llamada espero

que me diga en la noche:

‘¡Levanta, estás despierto!’

Pero el grito no llega

y abismos voy venciendo

furtiva piedra sola,

bajando por el mar,

en Dios latiendo”[202].

    Esta parte se encuentra graduada por medio de dos respiros espirituales (uno en «El lenguaje de las flores en la Navidad» y otro en «Vendimia”) donde el poeta se llena de naturaleza y de sugestiones esperanzadoras por medio de las cuales logra sentir a Dios. Aunque finalmente su redescubrimiento del paisaje lo reafirma en su idea de que es un elemento frágil y finito, cuyo sino es preguntar continuamente sobre su origen y su destino y no obtener respuesta:

 

«Nosotros parecemos

casualidad bendita.

¿Somos? Eso parece

porque el cuerpo respira,

porque bajo este cielo

tenemos voz pasiva

y una cuarta de mundo

que, a veces, nos lastima»[203].

 

    En cuanto a las influencias, se detecta la presencia de Antonio Machado en el segundo poema donde aparece la idea recurrente del camino («–Caminante, ¿adónde vas? / –Voy siempre buscando a Dios / y Dios va siempre delante / y sólo soy caminante / de mi vida y mi dolor»[204]). También se localiza algún recuerdo de Cántico de Jorge de Guillén en la visión serena del mundo que presentan poemas como «El lenguaje de las flores en la Navidad» y «Vendimia» («Respiro este aire limpio / sin peso y sin heridas. / […] / Va recorriendo venas / la tremenda alegría / de estar todo cercano / a paso, a ojos vista»).  La rabia impetuosa de Blas de Otero en expresiones del tipo («Cómo estrujas, Señor / […] / Cómo apuñas, Señor / […] / revolcándome en tierra»[205]). Y el misticismo de San Juan de la Cruz en la espiritualidad de las liras del último poema del libro.

    Los recursos literarios se encuentran tan llanamente integrados en la calidez de la expresión que lenguaje común y medios formales corren a la par en beneficio del contenido, contribuyendo a crear el clímax afligido de este libro. Entre los recursos empleados destacan las imágenes, que adquieren el sello inconfundible de la personalidad creativa de Jesús Delgado Valhondo:

 

«Disgustos, inconveniencias

haber y debe de hormigas»[206].

    También resalta el uso de medios reiterativos, que muestran el aumento de la angustia cuanto más tardan las respuestas de Dios y más se agota la esperanza del poeta. Así los vocativos, repartidos por todo el libro («Mujer», «Caminante», «Alma», «Señor», «Dios mío» …), indican la conciencia que toma el poeta de los demás y también el anhelo imperante de que Dios lo atienda («Vengo para que digas / lo que quieras, Dios mío, / […] / Estoy contigo y estamos, Señor, solos»[207]). Los encabalgamientos advierten la congoja del poeta ante la presencia de la muerte («Lejos ladra triste un perro / invisible amargo mal. / […] El cencerro / del murmullo por la cal. / […] / el cadáver es montaña / que se nos mete en la escuela»[208]). El uso repetido de estructuras sintácticas, como «Cuando quieras, Dios mío» y «de estar aquí» en «Cuando quieras, Señor» o «del tiempo» y «la muerte» en «La muerte del momento», indican la insistencia del poeta en llamar la atención de la divinidad.

    El empleo de la primera persona reafirma la presencia del poeta («Yo temblaba», «Te traigo», «Respiro este aire limpio» …) y su diálogo con Dios («Vengo para que digas», «Yo te espero, Señor», «El alma tengo herida» …) y el de la primera persona del plural implica a los demás en sus inquietudes («tenemos voz pasiva», «Desconocemos dónde estamos» …). Las anáforas («si son tus labios […] si, luego, nos enciendes […] si los dos somos uno») y los polinsíndetos («y he reído y llorado muchas veces / y existo vivo») marcan el crecimiento de su angustia.

    No obstante, todo en La muerte del momento contribuye a crear una tonalidad uniforme por la melancolía que impregna el libro. De ahí que el estilo continúe siendo directo, la lengua natural (que se mantiene así, incluso, cuando la mezcla con imágenes angustiosas) y el tono apesadumbrado y trágico, que llega a tomar un tinte fúnebre y naturalista, aunque sin estridencias:

 

“Yo te espero, Señor, humildemente,

como paloma herida bajo el águila.

Arráncame de mi cansancio y penas;

dame tu mano ya, tu mano amada,

y vámonos por el camino viejo,

amigo mío, a despertar el alba”[209].

    La muerte del momento es el poemario más uniforme de los comentados hasta ahora, porque es el primer libro que Jesús Delgado Valhondo concibió independiente y donde aparecen interrelacionados sus grandes temas: paisaje, tiempo, muerte, hombre, soledad y Dios. Además, en la esencialidad de este libro se hace patente su poesía característica, en la que no se halla ninguna concesión a la palabra vana, pues todo resulta muy meditado y sentido, pura esencia espiritual:

 

«Vuelta otra vez. Bendición

sobre garbanzos. Ironía.

Disgustos, inconveniencias

haber y debe de hormiga.

Sueño nublado. Café.

Arañas en las pupilas.

Crucigrama. Más y amén»[210].

    La muerte del momento supone otro paso más en la evolución espiritual y lírica de Jesús Delgado Valhondo que, al tomar conciencia de la realidad y de sus semejantes, amplía sus preocupaciones en un gesto humanamente consciente, comprometido y solidario. En La muerte del momento se produce un cambio del yo al nosotros, pues el descubrimiento de los demás provoca una reacción solidaria en su alma hasta ese momento solitaria.

    Es lamentable que este libro tan sustancioso y fundamental en la evolución lírica de Jesús Delgado Valhondo fuera tan escasamente difundido por publicarlo en Gévora que, si bien constituyó un proyecto editorial digno de elogio, no tenía capacidad de difusión para suscitar la atención de la crítica que, sin duda, lo hubiera recibido con júbilo y le hubiera dedicado comentarios adecuados a su contenido y su calidad.

 

    LA MONTAÑA

     (1957) 

    La montaña es la consecuencia del impacto emocional que produce en el ánimo del poeta las características especiales del paisaje santanderino tan distinto al de su tierra: alturas vertiginosas, profundos precipicios, vegetación exuberante, verde intenso, niebla y llovizna perenne, mar y montaña juntos:

 

«Montañas

que nacen de la pluma

del día. Sueñan cuevas,

donde tiempos acunan,

noches eternas. Suda

verdes el monte. Ríos

y adiós. Piedras desnudas …

Acaricia las vacas

Santander en la bruma»[211].

   Aunque este poemario no es una simple visión geográfica, resultado de un mero ejercicio lírico, sino una percepción eminentemente reflexiva, producto de una conmoción espiritual que abarca y abraza de sentimientos un accidente geográfico con un lirismo que, en más de una ocasión, se convierte en un desgarrador estremecimiento («Llevo la sangre recogida / en una cárcel de esperanza. / En corazón toda una tarde, / gris y tremenda, atravesada»[212]). Desde esa perspectiva, La montaña se convierte en la crónica del momento cumbre de la evolución espiritual de Jesús Delgado Valhondo, cuyo centro simbólicamente sitúa por unos días en la montaña cántabra donde, aplicando su idea ascendente del camino de la vida, creía que en la cima se iba a producir el encuentro tan deseado con la divinidad:

 

«Manos azules de Dios.

Manos de Dios sobre Cristo.

Tus manos que van nevando

dedo a dedo en el vacío.

Cara de Dios –¡qué cercano

tengo ya tu aliento vivo!–»[213].

    Esta percepción de Valhondo se produce porque el poeta se aferra a su idea de religión en el sentido estricto de religación, de volver a reunir dos partes separadas que antes se encontraban unidas: el ser humano y la divinidad. De ahí que abrigue la esperanza de que se va a producir el encuentro con Dios y de que sus dudas existenciales sobre el tiempo, la muerte y la inmortalidad van a ser resueltas como recompensa a la superación de los obstáculos, que se ha encontrado en el camino a la cumbre de la montaña:

 

“Así, sin alma estoy,

vértigo de simiente

para ir cuesta abajo

si mi alma se pierde.

Estoy vacío y, luego,

me llaman desde siempre

allí abajo, en las sombras

un sueño, una vertiente.

No tengo ni una estrella

donde poder cogerme”[214].

   Pero en la cima no encuentra al Dios amigo y confidente de sus libros anteriores, sino a un Dios de tormenta inaccesible en la cumbre, que se aísla en un lugar inexpugnable donde se halla protegido por la fuerza y las dimensiones impresionantes de su obra, cuyas defensas (altura, pendientes, abismos) obligan al poeta a quedarse lejos de su creador:

 

“Quisiera ser una roca

para quedarme contigo

en estos Picos de Europa

dentro de tu rostro lívido,

ser el alma de estos montes

acurrucada en tu nido,

dejarme la vida aquí

en vez de darla al camino”[215].

    La montaña no resulta, por tanto, el final del camino para el poeta, sino el descubrimiento traumático del poder de Dios. Entonces se siente solo y perdido en las medidas colosales de la montaña cántabra y sus precipicios que amenazan con tragárselo:

 

«Miro las cumbres; piedras

altas, horas en vuelos.

Intento yo encontrarme

a mí mismo en el cuerpo.

Me palpo con las manos

y casi no me encuentro.

Me voy cerrando sombra

por el desfiladero.

La tierra de mi carne

se me va deshaciendo»[216].

    Una profunda melancolía invade el espíritu del poeta, que ha sufrido una tremenda frustración cuando comprueba que Dios es inalcanzable, porque una enorme distancia lo separa del ser humano, que no tiene capacidad física ni intelectual para superarla. Y lo peor de todo, también constata que la divinidad va a continuar en su silencio y, como consecuencia, la soledad se confirma como el destino trágico del ser humano («Suspiro. Son las seis. Escombros / en los recuerdos. Hace frío. / Penas de Dios me quedan solo. / Hombre solo en el mundo. Sombra / sola de un vuelo misterioso»[217]). Esta es la razón de que La montaña en la evolución espiritual y, como consecuencia, poética de Jesús Delgado Valhondo marque un antes esperanzado y un después angustioso, donde lo irá hundiendo su triste concepción de la existencia, solo, sin Dios:

 

«Yo me noto pequeña

criatura. Yo me siento

vencido ya. La sangre,

que de prisa despierto

en corazón, me llena

de temor y misterio.

Al lado de estas piedras

se me alejan los cielos

soñando pesadillas

de abismos en el tiempo»[218].

    Desde este momento una zozobra descorazonadora impregna la poesía de Jesús Delgado Valhondo. Hasta ahora las dificultades de su búsqueda se habían atenuado con la esperanza, pero después, con su esquema espiritual hecho añicos, pierde toda ilusión y sin ella no puede llegar al conocimiento de la verdad ni alcanzar la vida eterna que es, en definitiva, lo que buscaba:

 

«Ángeles grises: agua.

Palabras ya caídas

sobre la hierba. Viento

mojado. Con la vida

va vertiéndose el cielo

casi tierra»[219].

    Repuesto aparentemente, aunque aún conmocionado, parece que el poeta vuelve a la realidad cuando baja de la montaña y contempla la Playa del sardinero que le sugiere con su luz, su brisa y su aroma a manzana, una sensualidad que de nuevo le recuerda a Eva, prototipo de la mujer ofreciendo eternamente placer al hombre (“De carne y viento azul, / de viento y baile. / Arcos iris caídos: / arena y tarde. // Tarde de cualquier Eva / que el mar alhaje. / La costilla, una ola. / Y ya tú naces. // Playa del Sardinero: / manzana al aire”[220]). Sigue la dura imprecación al inquisidor Corro, ayer poderoso y hoy insignificante como el poeta («No puedes ser ya más, ni más ni menos, / tu carne caramelo de alabastro / te ha gastado una broma, cebo y duelo, / de punto muerto en confortado año»[221]). Finalmente, el libro termina en un tono equilibrado con que el poeta vuelve a recuperar su pulso anímico y lírico, ebrio del paisaje montañés que ha invadido su espíritu con múltiples sensaciones placenteras y, a la vez, con la estremecedora experiencia de su fracaso irreversible:

 

«Vámonos, alza el alma.

Dios está amaneciendo.

Santander a la espalda,

como cruz, me la llevo»[222].

    Además, el poeta reproduce otras emociones vividas. El silencio que le ayuda a reflexionar sobre la grandeza del paisaje santanderino y a adoptar una actitud más calmada ante una experiencia única («Las horas cierran silencios / en Santillana del mar»[223]). La amargura del rápido paso del tiempo («Un calendario de paisaje, donde el momento se nos muere»[224]). El misterio que le sugiere la contemplación de la huella del hombre primitivo y la permanencia de su espíritu («Un hombre estuvo aquí –trece mil años– / mi primitivo hombre de misterio»[225]). El asombro sentido ante el entorno grandioso y nuevo («Campos verdes. Y montes / y nubes. Piedra vieja. / Fábrica roja. Luz / en caminos abierta»[226]). Y el deseo de enraizarse en aquella tierra como un elemento más en la soledad del paisaje:

 

«… Y me estaré constantemente

en esta axila de la tierra

como si fuese un árbol solo,

clavada cruz, entre las piedras»[227].

    Este abanico de sensaciones es un ejemplo de la riqueza espiritual, de la atenta observación y de la extremada sensibilidad con que Jesús Delgado Valhondo expresa sus sentimientos y trata de implicar al receptor creando sin proponérselo una poesía personal especialmente sentida. De tal manera que con él sube la montaña, siente cansancio, se impresiona ante tanta grandeza, palpa la niebla o se llena de esa nostalgia que invade también su espíritu a la par del poeta:

 

«He de vivir en adelante,

llena de montes, a mi alma;

llena de nubes que me besan

alzando sólo la mirada»[228].

    Con esta capacidad mimética, Jesús Delgado Valhondo convierte en consustancial paisaje y poesía, de tal manera que no se distingue frontera alguna entre su estado anímico y su visión poética: «Con él [La montaña] he paseado nuevamente por Santillana, el puerto, las calles de Santander y sus islas. También he descubierto cosas nuevas como ese delicioso pueblecito de Potes»[229] le dice Dora Isella Russell, una escritora costarricense. En su carta transmitía a Valhondo la emoción sentida con la lectura del libro, que había conseguido transportarla espiritualmente a las tierras santanderinas visitadas por ella con anterioridad.

    El libro consta de 19 poemas que se encuentran distribuidos métrica y rítmicamente de una forma casi regular. Están medidos en heptasílabos («Santander», «Niebla», «Desde el mirador del cable», «Desfiladero de la Hermida», «Torrelavega», «Besando el trozo de la cruz del Señor en Santo Toribio de Liébana», «Puerto de Santander»), octosílabos («Subiendo la montaña», «Picos de Europa», «Santillana del mar»), eneasílabos («Recordando la colegiata de Santillana del Mar», «Caminos de la montaña», «En el pueblo de Potes», «San Vicente de la barquera»), endecasílabos («Cuevas de Altamira», «Taberna del riojano», «Sepulcro del inquisidor Corro») o combinan pentasílabos con heptasílabos («Shiri-miri», «Playa del sardinero»).

    En cuanto a la rima, existe un predominio de la asonante, que se suele mezclar con la consonante para formar con los metros citados estrofas y poemas: Tercetos encadenados («Taberna del riojano»), redondillas («Subiendo la montaña»), cuartetas asonantadas («Niebla»), romances-endecha («Desde el mirador del cable», «Desfiladero de la Hermida», «Torrelavega», «Puerto de Santander»), romances octosílabos (“Picos de Europa”, “Santillana del mar”) y romances heroicos («Cuevas de Altamira», «Sepulcro del inquisidor Corro»).

    Sólo algún poema, que es ejemplo de la aversión de Valhondo por la rigidez de la métrica y la rima, rompe esta regularidad: El romance-endecha «Santander», por ejemplo, cambia su rima asonante de los pares a los impares a partir del verso noveno.

    Tampoco divide el poeta formalmente este libro por lo que parece una simple sucesión de poemas. Pero, atendiendo al contenido, La montaña se encuentra estructurado en tres partes, que responden a una distribución cíclica, cuyo principio y fin se sitúa en la capital cántabra: «Santander» (primer poema) y «Puerto de Santander» (último poema). La primera parte va desde «Santander» a «Shiri-miri» y es una introducción donde el poeta describe el impacto emocional que produce en su ánimo el clima santanderino:

 

«Quise coger la niebla

–ángel de telaraña–

[…]

Quería coger nieblas …

Eran nubes cansadas

de volar que en la tierra

vertían sus nostalgias.

Como yo cuando vengo

de mi trabajo al alma

y me noto en la sangre

suelo de una mañana»[230].

    La segunda parte acoge desde «Subiendo a la montaña» a «Desfiladero de la Hermida», que es el núcleo donde se expone la impresión sentida ante las proporciones magníficas de la montaña cántabra y el fracaso de su encuentro con Dios («Ojos de Dios –¡qué cercanos / están de mí!– dentro miro / la transparencia del cielo / alto del escalofrío»[231]). Y la tercera parte ocupa desde «Santillana del Mar» a «Puerto de Santander», donde el poeta ahonda en el alma de las tierras santanderinas de las que extrae su esencia de siglos y en cuyo paisaje natural encuentra impreso el origen de la vida, que compensa su decepción ofreciéndole su honda espiritualidad:

 

«Rincones, sombras, esquinas

y piedras, siglo a sembrar.

Por las calles y callejas

almas puestas a secar.

Las horas cierran silencios

en Santillana del mar»[232].

    En cuanto al estilo, la expresión se convierte en esencial por medio de una economía de palabras y recursos, que lleva sin disquisiciones al fondo del asombro espiritual ejercido por aquellas tierras en el ánimo del poeta. Trazos impresionistas, pinceladas magistrales, originalidad en las imágenes, ritmo ágil y directo, tono cercano y cálido, facilidad elaborada y sinceridad extraída de su espíritu palpitante son las características enunciadas a través de un leve soporte rítmico y recursos como los encabalgamientos que indican la afectación espiritual sufrida (“Ángeles grises: agua. / Palabras ya caídas / sobre la hierba. Viento / mojado. Con la vida / va vertiéndose el cielo / casi tierra. Con alma / temblando. Por la herida / sólo Dios. Cierra el libro / que tiene abierto el mar / de madrugada. Día / que no nos ve”[233]). Con este medio, que es el más usado en La montaña, el poeta indica formalmente no sólo el asombro extraordinario que experimenta delante de tamañas medidas, sino también la dramática sensación de sentirse minimizado. De ahí que muchos poemas estén formados por frases breves y cortadas por pausas que convierten la expresión en una mezcla de balbuceo y esencia lírica:

 

«Campos verdes. Y montes

y nubes. Piedra vieja.

Fábrica roja. Luz

en caminos abierta»[234].

    Además, se localizan otros recursos adecuados a la economía de medios característica de la poesía esencial que, además, quiere ser eficazmente lírica. Así las metáforas definen las sensaciones que siente el poeta ante la contemplación de los lugares que visita («Playa del sardinero: / manzana al aire»[235]). Las imágenes indican el asombro producido en su espíritu por la belleza del paisaje santanderino (“En cielos vibra el arpa azul. / La luz se vierte por la hierba»[236]). Los símiles trasmiten el alto grado de conmoción experimentado en aquellas tierras («Santander a la espalda / como cruz, me la llevo»[237]). Las anáforas insisten en remarcar la intensidad de las emociones vividas («He de vivir en adelante, / llena de montes, a mi alma; / llena de nubes»[238]) y, a veces, se combinan con polisíndetos para subrayar la angustia («Cuántas veces yo me digo / […] / y me pego y me maldigo. / Y cuántas veces / […] y yo a la tierra / […] / Y cuántas veces consigo lo que en el alma sospecho»[239]). Las interrogaciones advierten el misterio sentido en aquella especie de sobrerrealidad («¿Quiénes viven de mí? ¿Quiénes de sombra / me van llenando el alma que sospecho / a fuerza de vivir siglos y siglos? / ¿Viejas historias? ¿Bíblicos lamentos?»[240]). El uso del yo muestra la cercanía a la realidad del poeta y presenta sus sentimientos de una forma más sincera: «Quise coger», «yo me digo», «Estoy vacío». Y la técnica fotográfica consigue que cada poema sea independiente, aunque todos se relacionen por la unidad temática, el estilo melancólico y la conmoción que invade el poemario.

    La crítica definió La montaña como un ejemplo del lirismo, la sensibilidad, el ímpetu anímico y la equilibrada elegancia alcanzada por Jesús Delgado Valhondo en el justo medio de su obra poética, donde se produce un cambio emocional y, a la vez, una decidida tendencia hacia una poesía de configuración más moderna sin perder la referencia de la tradición.

 

    AURORA. AMOR. DOMINGO

      (1961)

    Jesús Delgado Valhondo presenta formalmente Aurora. Amor. Domingo en un bloque, pero en realidad son dos libros (Ciudades y Pequeña angustia). Por esta razón, se distinguen dos partes perfectamente diferenciadas: “Ciudades-palabras”, “Doblar una esquina”, “Ciudad de siempre”, “La ciudad de los hombres”, “Ciudad de piedra”, “La prisa”, “Amanecer en Badajoz”, “Cáceres” y “Meditación ante un amigo muerto” (primera) y “Como si fueses una flor”, “Paisaje del sur”, “Levántate y anda”, “El fondo”, “Motivos de sobra para que Picasso me pinte un cuadro”, “El silencio” y “Cima” (segunda).

    La elaboración de la primera parte del libro estuvo condicionada por las circunstancias que envolvieron a su autor. Cuando Jesús Delgado Valhondo, maestro de Primera Enseñanza, compone el libro, lleva destinado veinticuatro años en pueblecitos y su ánimo padece los males del aislamiento en un entorno mediocre y la lejanía de un ambiente cultural atractivo. Por tanto, es fácil entender que su espíritu, abrumado por la soledad, la incomunicación y los problemas cotidianos, añore fervientemente la ciudad:

 

«Tantos años, ciudad, por ti muriendo,

por ti rezando solo mi agonía,

por ti dejando lo mejor que tengo,

de calle a plaza, de rincón a esquina»[241].

    Esta situación emocional lo lleva a concebir la ciudad como un bálsamo revitalizante para su espíritu decaído y a crear en su mente una utopía con recuerdos nostálgicos de sus vivencias en Cáceres, la ciudad de su adolescencia y de su juventud. Contribuyen también a construir esta ciudad ideal en su memoria las visitas que, por estas fechas, realiza a Madrid y a Salamanca, donde fue especialmente recibido en ambientes culturales que acentuaron su pesadumbre pueblerina y su añoranza urbana.

    Es, por tanto, esta postura una inversión del tema de la alabanza de aldea horaciana, que supone una ruptura con ese asunto tópico en la poesía clásica, pues Valhondo añora la ciudad y quiere abandonar el campo. En el fondo, el deseo de volver a la ciudad se debe a que se encuentra en el momento crucial de su existencia y de su obra poética debido al reciente fracaso de su búsqueda de Dios, que acaba de experimentar en la Montaña. Por tanto, la naturaleza ya no es el reflejo de la divinidad, ni tampoco su silencio ni su soledad propician que sea un lugar adecuado para la reflexión, pues antes era la fuente de su espiritualidad y ahora es la causa de su angustia.

    En este momento el poeta necesita la actividad urbana para olvidar sus fuertes preocupaciones, pero, como no puede cumplir enseguida este urgente deseo, crea una ciudad en su mente («Vamos a inventar un mundo / con sólo decir palabras. / Un mundo que cante y gire / en una nueva alborada. / […] / Después bastará decir / cualquier cosa, y ya lograda / tendremos a la ciudad / con sus calles, con sus plazas, / con la gente que va y viene»[242]). Sin embargo, a pesar de su génesis, Aurora. Amor. Domingo es la crónica lírica de un ideal frustrado, porque el poeta quiere crear teóricamente una ciudad perfecta, libre de la presencia humana, pero, cuando la habite, enseguida advertirá que abrigaba una ilusión porque la ciudad real estaba ocupada por seres imperfectos y finitos. De ahí que la esperanza del primer poema desaparezca inmediatamente en el siguiente y el libro se convierta en una desgarradora exposición de su visión desencantada de la ciudad:

 

«Y sé que en cada esquina

el tiempo roto y triste duerme,

y un viento frío, que me queda

el alma llena de dobleces»[243].

 

   Luego la misma ciudad, de lejos tan amable, con esquinas a cuya vuelta en otro tiempo encontraba la sorpresa de los asombros, de lo nuevo y de lo inesperado, que convertían su recorrido en un auténtico descubrimiento, ahora le resulta un lugar inseguro y lleno de obstáculos. Además, aunque tiene el propósito de incorporarse a la ciudad con su espíritu inmaculado para empezar una nueva vida en su mundo flamante, llega a ella cargado de sus sempiternas preocupaciones espirituales y su voz se convierte en un doloroso grito de angustia:

 

«Estoy, ciudad, en ti, sobre tu mano,

que introduce los dedos en mi herida,

y vas oyendo los latidos locos

a latigazos de melancolías»[244].

    Esta herida emocional se agranda con la nefasta opinión que tiene el poeta del ser humano al que concibe como prisionero de unas circunstancias, que no es capaz de resolver ni dominar, y un autómata nostálgico, pesaroso y lleno de limitaciones, que vaga sin rumbo ni esperanza y sobrevive acobardado mientras espera que la muerte lo alcance pues, definitivamente, es incapaz de entender el misterio que envuelve su condición («-Somos hombres, somos nada-«. / Lo del hombre para Dios, / por ser un hecho de magia»[245]). Esta triste concepción de la naturaleza humana lo martiriza aún más cuando siente que él mismo es reflejo de ese hombre vulnerable y finito, que se ve acosado por la existencia y se encuentra impotente ante la necesidad de comprenderse y entender el mundo que lo rodea.

    Además, la negativa de Valhondo a idear una ciudad con seres humanos tiene otras razones: su deseo de no ser uno más de la masa humana en una época donde agoniza la conciencia del individuo ante el avance del urbanismo impersonal y masificador. Y también la pasividad ante los temas trascendentes que provoca en el ser humano la cultura urbana: «Y a la puerta de la tertulia la calle que nace de nuevo, lo anodino, lo de siempre»[246]. Ayuda a completar esta idea desengañada el hecho de que sus anhelos por marcharse a la ciudad coincidan sociológicamente con el trasvase masivo de gente del campo a la ciudad y con los problemas que conlleva la lucha por ocupar puestos de trabajo o de poder. Estos hechos provocan la existencia de un ambiente enrarecido por personas mediocres, que no tienen capacidad para asumir la cultura de la ciudad, se entregan al materialismo urbano y adoptan actitudes insolidarias para escalar la pirámide social, recurriendo a la inmoralidad y a la obstaculización de iniciativas creadoras.

    Desalentado por esta lamentable realidad, el poeta recurre a sus sentimientos religiosos (como ha hecho hasta ahora cuando ha necesitado calmar sus preocupaciones existenciales) y entona una letanía dirigida a la ciudad deshabitada, perfecta, que materializa en la ciudad antigua de Cáceres cuyas piedras resisten el paso del tiempo, un enigma que reactiva su capacidad de asombro:

 

«PRIMER misterio: la luna.

Un Padre Nuestro a los pasos

de nadie por el silencio,

de nadie por el espacio»[247].

    De ahí que en la “ciudad de piedra”, el poeta encuentre su refugio espiritual y, también, que adopte un tono místico y lo transmita por medio de este rosario de sensaciones impresionistas, contundentes y vigorosas, ejemplo de esencia lírica que se ha desprendido momentáneamente de preocupaciones. Se trata, por tanto, de un tipo de poesía destilada directamente de su espíritu, sintética y sugerente, con la que consigue implicar al receptor de tal manera que su espíritu se mimetiza a la par del poeta con el entorno de piedra:

 

«Segundo misterio: sombra.

Tercer misterio: el legajo.

Cuarto misterio: el convento.

El quinto: ventana y rapto»[248].

    Después de conectar espiritualmente con la ciudad deshabitada, el poeta encuentra a Dios, pero enseguida se le pierde en la actividad agobiante de la ciudad («Después, abro la puerta, / me suelta Dios, se marcha. / Yo ando por las calles / buscándolo. Son vanas / las vueltas que le doy / a la ciudad soñada. / Si alguna vez lo veo / va lejos, se me escapa»[249]). Perdido Dios, el poeta gasta su último recurso para rescatar su ideal de ciudad y lo materializa en lugares conocidos como Badajoz, cuya visión lírica le supone un respiro espiritual donde vuelve a intuir la presencia de Dios. Pero, en cambio, Cáceres sólo le proporciona recuerdos nostálgicos, que lo llenan de una profunda melancolía por culpa del tiempo que lo ha trastocado todo:

 

«Cáceres vuela y vuelve

conmigo. A mi nostalgia

un niño cojo viene y alcanza la tristeza

al borde de mis lágrimas»[250].

    La conclusión, como siempre que pierde la esperanza, no es otra que el encuentro con la muerte que está latente en el fondo de la ciudad. Aunque en esta ocasión el poeta la trata con un tono más equilibrado y sereno, sin patetismos, como si de una acompañante cotidiana se tratara, intentando habituarse a vivir con ella:

 

«Oh, muerto mío, te pienso y te medito

y te vuelvo a llamar. Yo te confieso

que todo me es igual cuando te lloro,

que todo me es indiferente y bueno»[251].

 

    A partir del poema «Como si fueses una flor» se produce un cambio formal en la métrica y en el tipo de poemas empleados. En la primera parte se localizan desde versos heptasílabos («La ciudad de los hombres», «La prisa») a alejandrinos («Amanecer en Badajoz»), que se agrupan formando exclusivamente romances-endecha («La ciudad de los hombres»), romances octosílabos («Ciudad de piedra») o romances heroicos («Meditación ante un amigo muerto»).

    Por el contrario, en la segunda, los versos reducen su medida a trisílabos («El fondo»), hexasílabos («Paisaje del sur»), heptasílabos («Motivos de sobra para que Picasso me pinte un cuadro») y octosílabos («Levántate y anda»). Sólo “El silencio» y «Cima» están construidos con versos de arte mayor. Además en esta parte existe una mayor variedad formal: tercerillas (“Paisaje del sur”), serventesios (“Cima”), romances (“Levántate y anda”, “Motivos de sobra para que Picasso me pinte un cuadro”) y versículos (“Como si fueses una flor”). También se localizan más vacilaciones métricas. «El fondo» es la mezcla de un trisílabo y heptasílabos con rima asonante en los pares hasta el verso 6 y de ahí en adelante en los impares. «El silencio» está formado con versos heptasílabos, eneasílabos y endecasílabos, que presentan una rima como la del romance.

    Además, se localiza una diferencia en la temática de una y otra parte. En la primera, existe una unidad semántica en torno a la idea de ciudad, que arrastra al poeta a ahondar en sus preocupaciones existenciales («Más cigüeñas y más / azul. Hundo miradas / en el fondo del aire, en la sangre vivida, / en las viejas palabras»[252]). En cambio, en la segunda parte, el sueño de crear una ciudad ideal desaparece, porque ha fracasado en su intento, y el poeta queda decepcionado rumiando sus grandes interrogantes sobre el tiempo, la muerte y Dios («El mar es una lágrima / y, Dios mío, me baño / en ella tan desnudo / que sólo nos quedamos / la bendita tristeza, / los años que he gastado / y el hombro donde llevo / la cruz de los relámpagos»[253]). El culmen de la angustia del poeta llega a su punto más profundo en el poema «El fondo», donde muestra el abismo en el que ha caído a través de imágenes surrealistas y alucinantes:

 

«Oscuras manos andan

el fondo de la fría

memoria de las cosas

que fueron tierra, mina.

La cara boca abajo,

apretada agonía

del silencio»[254].

    La exasperación, que le causa su amor imposible por Dios, continúa in crescendo en “Motivos de sobra para que Picasso me pinte un cuadro», un poema circunstancial que, aunque pedido por la revista Gévora para el número 63-67 dedicado al pintor malagueño, aprovecha para incidir en la condición imperfecta del hombre y el abandono de Dios («Nosotros en la tierra / clavados como el árbol, / hundiendo la raíz / en el mismo cansancio. / […] / Y luego los bolsillos / de carne, mientras vamos / a pintar en la nieve / a Dios entresoñando»[255]). Ahora se observa, por tanto, una vuelta al hombre cuando entiende que su aflicción forma parte de la angustia humana universal y advierte que el ser humano no es responsable de ser un conformista y un mediocre, porque Dios no lo ha dotado de capacidad para comprender el misterio de la realidad. Así el libro termina con una completa decepción que se traduce en una cínica ironía:

 

“Está Dios escuchándonos, amigo,

pidamos que al final tengamos suerte,

un paso más y estamos al abrigo,

en lo alto del sueño con la muerte»[256].

    En Aurora. Amor. Domingo se localiza el estilo personal de Jesús Delgado Valhondo: lengua directa y transparente que aparece expresada en un tono sincero y confidencial, cuyo contenido está velado por una melancólica angustia. Las palabras fluyen con la naturalidad del que trata de ordenar sus ideas en el momento crítico que comprueba una dura realidad, para después adoptar un tono afligido ante la situación dramática que se le ha planteado:

 

«Nosotros en la tierra

clavados como el árbol,

hundiendo la raíz

en el mismo cansancio»[257].

    No se encuentran influencias palpables en este libro salvo la presencia de la lírica popular en el uso predominante del romance; una posible referencia al poema «A la ascensión» de Fray Luis de León en «Como si fueses una flor», donde el poeta se queja del abandono de Dios; un leve recuerdo de Miguel Hernández, cuando utiliza el verbo libar en el poema «Cima», y una actitud optimista semejante a la de Guillén en el poema «Amanecer en  Badajoz» o el tono desencantado y trágico de la poesía existencial.

    Las imágenes fluyen espontáneamente de la expresión sentida que marca la angustia del poeta. De ahí que, en Aurora. Amor. Domingo, sean más que nunca un termómetro indicativo del estado anímico del poeta. Así, en el poema que abre el libro, se localizan imágenes esperanzadas («Plantaremos muchos árboles / en el viento y en la entraña / de la luz»[258]), para pasar enseguida a otras caracterizadas por la intranquilidad a que le lleva su desencanto y su indefensión:

 

«siento

sus aldabonazos en mis sienes.

[…]

Mi corazón le da su bolsa

llena de sangre casi siempre»[259].

    Además, se detectan otros recursos: metáforas de una extraordinaria calidad, cuando define sucintamente las características de las regiones españolas en el primer poema («Galicia: yerba mojada. / Cataluña y Aragón, / piedra y río en las espaldas. / Valencia, jarra de flores»[260]). Símiles que tienen por misión indicar plásticamente el paso del tiempo («estos hombres que pasan, / como los ríos vidas»[261]). Frecuentes construcciones anafóricas, que hacen referencia al alto grado de angustia padecida por el poeta («Yo sé que en cada esquina / un ojo mira las pequeñas muertes, / […] / Yo / sé que en cada esquina / el tiempo roto y triste duerme, / […] / Yo sé que, en cada esquina, / […]»[262]). Polisíndetos y asíndetos, que indican la tensión espiritual sufrida («El huracán por cima … / Y también por debajo. / Y dentro de la sombra / nos vamos conjugando. / […] / Inventemos la rosa, / las tardes, el gusano, / el azul que se sube / a la mirada andando»[263]). Recursos intensificadores como el uso del alejandrino, cuando momentáneamente se siente esperanzado en el poema «Amanecer en Badajoz» o el empleo del versículo cuando aumenta su angustia en el poema «Como si fueses una flor». O la economía de medios, que se halla en los poemas «Ciudad de piedra», principalmente, y en «Cáceres», «Paisaje del sur» y «Levántate y anda», que se convierten en muestra de la poesía esencial de Jesús Delgado Valhondo, caracterizada por leves pero vigorosos trazos que descubren un tremendo esfuerzo lírico a la par del espiritual:

 

«Olivos y viñas,

el trigal. Amor

de tierra. Campiña»[264].

  Sin embargo, el recurso más sutil y novedoso utilizado por Valhondo en Aurora. Amor. Domingo es la acumulación de significados en las tres palabras del título, pues aparentemente sugieren ideas placenteras y, sin embargo (no se debe olvidar que pensó titular el libro «Aurora. Dolor. Sábado»), contienen significados negativos. La aurora es un medio necesario para desprenderse de la angustia padecida en la noche. El amor no es recíproco porque no es correspondido por la divinidad y, por tanto, es desamor. Y el domingo es la metáfora del final de su camino a la Montaña que no le ha proporcionado descanso sino una tremenda decepción vital:

 

«Ya van nuestras palabras ordenando:

detrás de los despojos yo distingo

a Dios sentado allí, como esperando

nuestro cansado rostro de domingo»[265].

    De Aurora. Amor Domingo apenas recibió Jesús Delgado Valhondo opiniones por ser editado dentro de la Primera antología y pasar desapercibido como una parte más de ella. Este hecho resulta penoso pues, como sucede con La muerte del momento, constituye otro momento clave en su evolución espiritual y en su obra poética. Al no ser conocidos estos poemarios debidamente, ni una ni otra han podido ser entendidas en un sentido global hasta 1999, año en que se editó La poesía de Jesús Delgado Valhondo[266], donde se realiza el análisis detenido de ambos libros y se les sitúa en su lugar correspondiente como dos poemarios independientes y, a la vez, fundamentales en su obra poética.

 

    EL SECRETO DE LOS ÁRBOLES

     (1963)

 

    El secreto de los árboles es la exposición del desencanto vital al que llega el poeta, después de fracasar en la creación de una ciudad ideal y de comprobar que no tiene capacidad divina para crear ni recursos intelectuales para mitigar sus limitaciones. El poeta ahora advierte que la calle (la vida) está habitada no por seres independientes con capacidad de decisión sobre sus propios actos, sino por autómatas abocados a la muerte, que se encuentran prisioneros del destino y a merced de las circunstancias como mediocres actores de la comedia universal de Dios:

 

«Tendremos que averiguar

quiénes somos, quién nos busca,

qué hacemos en la alameda

crucificando preguntas»[267].

    No obstante, percibe que el secreto de este jeroglífico existencial es guardado celosamente por los árboles que flanquean el camino de la calle y son testigos mudos de las circunstancias del hombre en la vida y, por tanto, cómplices de Dios, quien ha montado este enorme teatro del mundo donde al ser humano, sin pedirlo ni explicárselo nadie, le ha tocado representar un papel que lo angustia («Árboles puestos de pie / en la orilla de la sangre. / ¡Puestos de pie! ¡Qué secreto / están guardando los árboles!»[268]). El poeta intuye que los árboles no son simples objetos decorativos de la naturaleza, sino que tienen alma con capacidad de guardar secretos porque los hombres, árboles solos en vida, cuando mueren se reencarnan en espíritu de árboles y entonces conocen el secreto sobre la vida y la muerte, que tanto angustian al poeta y, sin embargo, ellos guardan celosamente.

    El secreto de los árboles, cuyo origen se localiza en Aurora. Amor. Domingo, significativamente es también su continuación y su conclusión pues conecta con él desde el primer poema, «La calle», donde el poeta sigue situado en la ciudad. Pero ahora no se trata de una urbe utópica sino de una ciudad real, que le hace salir del refugio de su espíritu e incorporarse a la calle con los otros, dando un giro radical desde un yo intimista a un nosotros solidario.

    El libro consta de veintiún poemas distribuidos en dos partes: “La calle”, “La caricia”, “Callejón sin salida”, “Nombre”, “La gran ciudad dormida”, “Acaso”, “Calle de los vivos muertos”, “Mar”, “Alameda”, “El poeta se muere en el momento”, “Las siete de la tarde”, “Sombras” y “Ventana” (primera, dedicada a Juan Antonio Cansinos), «Noche y alba», “Solo”, “Ese espejo”, “Mirada de Dios”, “Algo no anda bien”, “Dorada mediocridad”, “Sé que estás esperándome” y «Tierra y amor para el olvido» (segunda, dedicada a José María Fernández Nieto).

    Esta distribución no se manifiesta sólo formalmente sino también a través del estilo que evoluciona conforme avanza el libro hacia una consciente dificultad en la expresión que, aunque en apariencia sigue siendo sencilla y directa, resulta a veces difícil de interpretar, porque el poeta adopta un lenguaje surrealista (más patente en la segunda parte) que advierte un aumento de la tensión causada por la pérdida de Dios y el hundimiento de su espíritu en el abismo del desencanto. Tal hecho llama la atención porque en los últimos libros hubo un predominio del equilibrio formal y de la transparencia expresiva y, sin embargo, en El secreto de los árboles el poeta fuerza la irregularidad métrica y rítmica en la mitad de los poemas y vela la comprensión con imágenes alucinantes, secuencias oníricas y rupturas sintácticas, que muestran un profundo desequilibrio emocional:

 

«Y entonces me entristezco

sin poder remediarlo

pensando en la muchacha

que se quedó en la calle

con el muerto en la boca

y la sangre filtrándola»[269].

    De todas formas, este giro es lógico si se tiene en cuenta que El secreto de los árboles es una exposición de la desesperanza, que la realidad descarnada produce en el espíritu del poeta, y de su rebeldía ante lo inexplicable. Por este motivo, junto a momentos desencantados, se hallan otros donde el poeta saca fuerzas de flaqueza de su despecho y muestra un tono irónico, incluso cuando se dirige a Dios («(Con tu permiso, Señor. / Claro está, con tu permiso)»[270]), consciente de que es un «vivo-muerto» más y tiene que enfrentarse solo y desprotegido a los hechos de la vida diaria como los demás hombres.

     Esta es la razón de que, en El secreto de los árboles, el poeta sienta la imperante necesidad de salir a bocajarro a la calle y confundirse solidariamente con los demás para sentir el calor colectivo y hacer soportable con ellos la pesada carga de las imperfecciones, la finitud y la desorientación humana universal. Ahora el ser social en que se ha convertido el poeta necesita angustiosamente del amor fraterno y solidario:

 

«Eres animal en busca

de la mano azul del alma.

(Te suenan los cascabeles

dentro del cofre del agua)»[271].

    Pero la calle se convierte para el poeta en un callejón sin salida, que es imagen de la vida llena de obstáculos donde la libertad no existe, no sólo por las limitaciones que le impone al hombre su imperfecta condición y sus circunstancias, sino también (y esto es lo más grave para el poeta) por el egoísmo de algunos de sus semejantes, que se la quitan a la fuerza («Están gritando a mi oído: / ‘¡Por aquí no pasa nadie!'»[272]). Desde este momento se apodera del poeta una fuerte angustia que afecta incluso a su palabra con la que no es capaz de expresar exactamente lo que desea y, como no encuentra el medio para explicar su desencanto, interpone como alternativa el valor del silencio («No puedo pronunciarte / porque la voz me duele. / […] / A veces, se me olvida / todo lo que aprendimos / mirándonos tan solo / las manos, las palabras»[273]). Su desamparo lo lleva a reiterar la imagen del ahogado como metáfora del triste final de la existencia humana y del nulo valor de la vida, cuya certeza arrastra al poeta a pensar en el suicidio como solución drástica para calmar definitivamente su desencanto.

    Ahora la nostalgia se presenta como revulsivo a la angustia para rescatar recuerdos que vivifiquen momentáneamente su espíritu. Pero el poeta se percata de que el tiempo implacable se los va borrando y el presente es desalentador, porque la ciudad en la que vive no tiene nada que ver con la que quiso crear libre de dolor humano ni es la ciudad amable de su adolescencia. Ahora es una urbe que, de noche, se asemeja a un monstruo dormido donde, en el silencio y la tranquilidad aparente, subyacen los sucesos de la vida cotidiana (mediocridad, dolor, preocupaciones) protagonizados por seres temerosos que, en la calma de la noche, se sienten víctimas acosadas por la ciudad amenazadora:

 

“Cuando las calles cierran

sus puertas por la noche

creo que mucha gente

andará bajo el mundo

buscándose las muecas,

el dinero olvidado,

a perros vagabundos,

a novias perseguidas,

a gritos que quedaron

naufragando el anuncio”[274].

    Ésta es la razón de que en el significativo poema «Calle de los vivos muertos» el poeta explique su dolorosa visión de la calle (la vida), comenzando con una imagen alucinante («En esta calle viven cuarenta y tres mil muertos»), que simboliza a los habitantes de la ciudad no como seres humanos dueños de su destino sino como autómatas sin voluntad, que están a merced de explotadores y genocidas. Entonces el poeta se solidariza con los habitantes de ese enorme cementerio que es la ciudad (el mundo), ahora habitada por seres condenados a morir, no sólo por Dios sino también por otros hombres que, hipócritamente, justifican sus acciones insolidarias con una religiosidad ficticia:

 

«Y, luego, ya se sabe, rezando se consuelan

y se ponen de luto».

    No obstante, su rebeldía lo arrastra a desmitificar la idea de la dorada mediocridad clásica, porque no se conforma con actuar como un autómata ante lo que sucede ni con vivir la realidad como un mediocre, que nada se pregunta ni indaga. Por ese motivo, su espíritu comprometido de ser consciente de la realidad y de los seres que habitan su entorno lo hace reflexionar sobre su situación cotidiana e incita a los otros, por medio de la ironía, a que tomen conciencia de su condición de seres humanos y de la vida mediocre, que llevan sin preguntarse nada. Esta situación le resulta inaguantable al poeta, porque el ambiente anodino lo arrastra a ser un conformista como los demás, que no abriga ilusiones ni sueños por culpa de un Dios que no lo tiene en cuenta y no le da respuestas que le permitan dilucidar el enigma de la eternidad:

 

«Dios que, a veces,

habla conmigo por pasar el rato

Ya ves que uno es feliz siendo un mediocre

que hasta puede llorar de vez en cuando.

[…]

Después, cualquiera sabe lo que viene»[275].

    No obstante, los altibajos emocionales sufridos por el poeta explican que el penúltimo poema del libro, «Sé que estás esperándome»[276], sea una reafirmación de su esperanza en la divinidad y lo que hasta ahora eran quejas se convierta en una confesión y una justificación de sus dudas («Yo pensaré que acaso / el perdón es la culpa de estar tiranizado / en el combate duro de un dios y un animal / en los que me he movido y, a veces, me he matado / sin saber dónde empieza ni dónde acaba el mal»). Sin embargo, esa esperanza desaparece en el poema final, «Tierra y amor para el olvido», que es un epílogo donde recoge su desgarradora concepción existencial: la ciudad es una prisión de la que no se puede escapar, el hombre le resulta “como una hormiga», el mundo es un «fruto amargo», la tierra emite «un grito agudo», la cima pertenece a un «monte de agonía» y el amor es “lúgubre perdido en una gota de mar».

    Termina el libro con la idea de que Dios es una simple tapadera de los misterios que envuelven al hombre para desorientarlo y no una solución a los enigmas que debería clarificarle para calmar la angustia que lo invade, una vez que le exige el cumplimiento de su papel en el abandono y la soledad más absoluta:

 

«Hasta el labio que pusimos ayer mañana al amor,

para la voz que se arrastra por el barro amado y tibio,

por esa lluvia abrazada a los troncos de mi noche,

hasta lo que yo tenía guardado bajo mis ojos

me dejan abandonado»[277].

    En El secreto de los árboles, el poeta indica sus intranquilidades anímicas por medio de dos recursos formales. Uno, a través de la variedad métrica y rítmica. Los metros empleados son el heptasílabo («Nombre», «La gran ciudad dormida», «Acaso»), octosílabo («La calle», «La caricia», «Callejón sin salida», «Alameda»), eneasílabo («Sombras»), endecasílabo («Mirada de Dios», «Dorada mediocridad») y alejandrino («Sé que estás esperándome»). No obstante, sólo la mitad de los poemas están compuestos con un metro de los citados, el resto presenta combinaciones de dos medidas («Calle de los vivos muertos», «Ventana», «Solo», «Algo no anda bien»), de tres («El poeta se muere en el momento», «Las siete de la tarde», «Ese espejo») e incluso de más metros («Mar», «Noche y alba», «Tierra y amor para el olvido»).

    El otro recurso formal es la extensión de los versos y de los poemas. En la primera parte predominan los metros de arte menor y los poemas de mediana extensión. Mientras que, en la segunda, destacan los metros de arte mayor y los poemas extensos.

   En cuanto a la rima continúa imperando la asonante, que se mezcla con la consonante sin orden aparente. Tal inestabilidad métrica y rítmica provoca que sólo unos cuantos títulos lleguen a constituirse en poemas (romances octosílabos, «La caricia», «Alameda»; romance eneasílabo, «Sombras», y romance heroico, «Dorada mediocridad») o estén elaborados en estrofas (tres quintetos, «Ventana»; cuatro serventesios, «Mirada de Dios», once serventesios, «Sé que estás esperándome»). En otros poemas, como en «Las siete de la tarde» y «Algo no anda bien», existe regularidad rítmica (los versos pares riman como en el romance), pero no métrica (mezclan versos de dos o tres medidas).

    Esta predisposición hacia el desequilibrio gradual de la forma es una muestra de que Valhondo tiene su ánimo muy afectado y necesita liberarla para oxigenar su agobiado espíritu. Así en la primera parte muestra un tono más sereno y lo manifiesta a través de metros cortos y leves alteraciones rítmicas. En la segunda, sin embargo, se concentran las vacilaciones formales más evidentes, porque se siente más afligido y necesita una mayor flexibilidad en los medios usados para difundir su conmovedor mensaje.

    Sin embargo, esta parte resulta más sustancial al ser la conclusión de todo un proceso donde el poeta expone su desencanto, cuyo dolor resultante hace que los versos sean más sentidos al conseguir una expresión justa y verdadera, libre de artificialidad y repleta, por el contrario, de emoción natural y sentida:

«Hay quien come muertos o los borra del mapa»[278].

 

    Tal intensidad emotiva hizo que a Pedro Caba esta poesía le resultara novísima sin dejar de ser personal o que Aleixandre destacara el valor vivencial de este libro y lo interpretase como el resultado de la «emoción de un hombre puesto en trance de comunicarse»[279] o que Lázaro Carreter advirtiera el cúmulo de cualidades humanas y poéticas que encierran estos versos, asegurando a Valhondo que «ahora, has alcanzado la madurez, que sólo se logra así: con casta sencillez formal, y sentimientos auténticos, vividos, no tomados a préstamo»[280]. Estas críticas son un indicio de que Jesús Delgado Valhondo se encuentra en la cumbre de su creación poética, después de haber conseguido una voz donde se aúnan virtudes de la lírica popular y culta, de la clásica y la moderna, de la tradicional y la renovadora, sin apartarse de su línea personal e independiente.

    No minimiza este hecho constatable las influencias detectadas de Machado («Te diré que en el alma tengo una aguda espina / y que no logro nunca el poderla arrancar»[281]), de Dámaso Alonso en el poema «Calle de los vivos muertos» por su semejanza con Hijos de la ira, de Lorca en el poema «Las siete de la tarde» por remitir a la angustia de una hora exacta parecida a la de «Llanto por la muerte de Ignacio Sánchez Mejías”, de la poesía existencial desarraigada y del Realismo social (especialmente de Blas de Otero) o los recuerdos de la poesía de los 60 en la forma narrativo-descriptiva adoptada en los poemas extensos y, sobre todo, en los escritos en versículos que, sin embargo, se trata de una inteligente adaptación a la nueva tendencia poética.

    En cuanto a las imágenes utilizadas, destacan aquellas que concuerdan con su estado angustioso y las que expresan rabia contenida ante su impotencia («de echar el alma a los dientes / del primer perro que pase»[282]). Las metáforas, entre las que sobresalen las citadas del poema «Tierra y amor para el olvido», trasmiten su trágica concepción de la realidad. Los símiles explican vivencias altamente angustiosas de un modo lírico:

 

«cierran

sus puertas esos hombres

como si fuesen páginas

del libro de sus días»[283].

    Las anáforas indican su angustia y desencanto («tanto como a borrachos, / tanto como a la ahogada, tanto como al absurdo»[284]). La supresión del pronombre personal de primera persona convierte en más cercano e implicador lo que cuenta («Me sembré, me deshice … estuve … Dormí … Estaba a gusto …»[285]). Los encabalgamientos transmiten su desconcierto («Lobos / del amor», «Hombre de soledad / que pasa silencioso»[286]). Las paradojas presentan sus continuas contradicciones ante una realidad enigmática («Si muero es porque vivo»[287]). Las vacilaciones muestran su estado emocional inseguro («sombras / unas vienen y otras van»[288]). El prosaísmo es producto del ímpetu anímico, que le crea las limitaciones del verso («A veces la tierra es dura y nos duele en las entrañas, / hecha monte de agonía cuya cumbre ya se sabe / adónde nos va a llevar»[289]). Y el uso abundante de admiraciones y paréntesis expresa su asombro ante una realidad, que se le hace inverosímil:

 

«Consumiendo luz a gotas

le debo al viento la sangre.

(¡Cuántos sueños van nadando

en nuestro recuerdo, mares!)»[290].

 

   El secreto de los árboles es un libro maduro, que se sitúa en el cénit de la obra poética de Jesús Delgado Valhondo con una importancia capital pues anuncia y plantea Un árbol solo, su libro cumbre, y contiene el germen de su último libro, Huir, que escribiría treinta años después. El secreto de los árboles es una muestra, por tanto, de la concepción global y coherente que Jesús Delgado Valhondo tenía de su obra poética y, además, un ejemplo de adaptación formal de su estado anímico a la lírica del momento.

 

    ¿DÓNDE PONEMOS LOS ASOMBROS?

     (1969)

    ¿Dónde ponemos los asombros? es un recorrido radiográfico de constantes idas y vueltas, que realiza Jesús Delgado Valhondo por los entresijos de su espíritu continuamente interrogando a Dios sobre las razones de su profunda desorientación y su preocupante desencanto. De ahí la pregunta angustiada del título, que expresa la soledad y el vacío espiritual en el que naufraga lleno de dudas:

 

“¿A quién contamos los asombros?

¿Dónde ponemos los fracasos?

¿A quién que mañana es domingo

y no lo sepa?”[291].

    El origen de ¿Dónde ponemos los asombros? se halla en el poema «Dorada mediocridad» de El secreto de los árboles, donde el poeta comprueba, definitivamente, que su papel en el gran teatro del mundo («Debe de haber un día / que no tenga escenario / ni nosotros caretas / de risas de payaso»[292]) es aceptar que la vida es así y que él no tiene capacidad para cambiarla. El único remedio es la resignación y la mediocridad sin deseos de ser independiente y digno («un futuro donde todos / nos sintamos mejor y, desde luego, hombres»[293]), un pobre espiritual, en definitiva. Por esta razón, ahora el poeta camina desorientado (no tiene norte) y vive sólo por vivir, una vez que se han disipado sus sueños de alcanzar a Dios y conseguir junto a sus semejantes un mundo más humano y justo:

 

«Donde se gana el llanto el desdichado hombre

que navega en la calle bajo cualquier asunto

de religión sonámbula y solitarias cuentas

para vivir tirando como bestia del mundo»[294].

    En esta irónica situación de mediocridad, el poeta se debate entre el desencanto y la esperanza («Para el asombro nuestro / para nuestro descanso / debe haber un día / que no hemos estrenado»[295]). Tal estado se manifiesta en unos vaivenes emocionales que no sólo se observan en el contenido, sino también en la forma (mezcla de versos y poemas regulares y libres), en la expresión (unas veces directa y transparente y, otras, de difícil comprensión) o en su espíritu (que le provoca una profunda tristeza o bien una rebelde ironía). Así no es extraño encontrarse con expresiones vulgares, que muestran su desinterés por los temas que antes le preocupaban sobremanera («Se nos pasó de rosca el tiempo»[296]. «Hay quien se encoge de hombros / importándole un bledo»[297]. «Pecado capital de tomo y lomo»[298]…), junto a poemas de marcado tinte surrealista:

 

“Unos ojos vigilan tras las persianas de tigres,

pasos de ramas secas, olor de hojas quemadas,

una mujer tendida en la pradera verde

busca un limón perdido entre siesta y cigarra”[299].

    Ahora únicamente le queda el triste soporte de su nostalgia, a la que recurre para iniciar una búsqueda del tiempo perdido intentando rescatar el pasado a través de sus recuerdos. Pero tampoco calma su tristeza este recurso, porque sus vivencias se encuentran demasiado lejanas para poder recuperarlas en su mente con la nitidez que desea («Ando buscando un niño en mi desvelo / […] No lo encuentro en mi calle y estoy seguro / de que está todavía»[300]). O bien porque se da cuenta de que el tiempo ido es irrecuperable:

 

«Hemos perdido tanta vida

a generosas manos llenas

que locos andamos preguntando

si alguien lo tiene la devuelva»[301].

 

    Ante estas comprobaciones, en el poema «Términos medios», el poeta sufre un vaivén espiritual donde critica contundentemente la pasividad del hombre común para que sea consciente de la realidad, remueva su conciencia y medite sobre su lamentable condición («No vale ignorar que nacimos hombres / que no querer saberlo / es cruzarse de brazos y palabras / en la tragedia que está viendo»[302]). También aprovecha para denunciar el oportunismo de los que se valen de su desamparo, justificándose en Dios («El mundo es de unos cuantos / […] / que aseguran tener / a Dios de su parte y su cuento»[303]). Pero el ser humano, que debía ser el más interesado en desvelar los misterios que lo acucian, se desentiende poniendo como justificación la falta de tiempo para ocuparse de los temas trascendentes y, en cambio, lo pierde en asuntos sin valor espiritual arrastrados por la sociedad del progreso deshumanizado:

 

«Todos vuelven la espalda.

Ponen en marcha el tiempo.

Dicen: ‘la vida que llevamos

no es para más ni para menos’ «[304].

    Después de un momento de cierta esperanza cuando el poeta se autoconvence de que el hecho de soportar el tiempo y su búsqueda de Dios debe tener como recompensa la eternidad («Esperamos que un día nos deshaga la luz. / Y ponga en libertad nuestras ansias de tiempo, / nuestras horas ganadas en buena lid un día»[305]), sufre otra oscilación espiritual en el poema «Algo olvidado y oscuro», donde realiza un recorrido por el paisaje de su geografía anímica usando la metáfora del árbol y el resultado es descorazonador: primero fue un «árbol de montaña lejana / […] cuyo vértigo en la raíz estaba», después «simple tronco rodando amarga vida» y, ahora, es «sombra pisada de aquella rama huida». Una descripción significativa que marca los tres momentos claves de su vivencia espiritual y, como consecuencia, de su obra lírica: en un principio, anhelante a pesar de su soledad; posteriormente, abatido ante la realidad vivida y, por último, desorientado en un mundo sin sentido.

    Esta valoración negativa de su existencia lleva al poeta a exponer su desencanto existencial en «Calle de la nada», donde indica desde el título su concepción de la vida (calle) que, ahora para él, no tiene valor alguno porque ha quedado vacío y su búsqueda de apoyo en los otros le ha producido una profunda insatisfacción, al comprobar que sobreviven como pueden abandonados a su suerte:

 

“En esta calle de la nada solos

nos quedamos para siempre jamás.

Sin raíz y sin cielo […]

Nadie nos escucha […]

por donde no se va a ninguna plaza,

a ningún sitio que sepamos”).

    Esta fuerte decepción culmina en «Catedral», último poema de la primera parte del libro, cuyo contenido indica el alto grado de decepción al que ha llegado, pues este lugar sagrado antes le sugería múltiples sensaciones positivas y ahora es un lugar aburrido y triste, pura ironía de la trascendencia que representaba cuando tenía sus esperanzas intactas. La razón de este cambio de actitud se debe a que la catedral ha perdido la espiritualidad que la hacía un lugar lleno de riqueza para el alma, cuando Dios la habitaba:

 

«El órgano despierta a cinco viejas

y se asustan los sueños y los ángeles.

Suspira una beata y se confiesa

el tiempo que no supo enamorarse».

    Tal desencanto induce al poeta a tener una visión crítica («Bostezan los canónigos, obispo, / en sociedad de cantos y balances»), irónica («Un tiempo mueble de sepulcros reza / responso y letanía en los altares») e, incluso, irreverente («Se irrita un sacristán, se duerme un cura, / se aburre un santo de su misma imagen, / se preguntan los muertos cuatro cosas:») que recoge, en pinceladas plásticas de efecto demoledor, una burla maliciosa y deformadora, próxima al esperpento de Valle-Inclán:

 

“Miles de ratas, en la sacristía

del más allá, royendo se deshacen

en busca de un infierno de ironía

en trapos sucios de cloaca y hambre”[306].

 

    ¿Dónde ponemos los asombros? está formalmente dividido en dos partes, que constan de once poemas cada una: “Asombros”, “Buscando mi infancia en la ciudad donde nací”, “Tiempo perdido”, “Términos medios”, “Porque somos de tiempo”, “La cicuta”, “Algo olvidado y oscuro”, “Calle de la nada”, “La cuerda del reloj”, “Pobre espiritual” y “Catedral” (primera). “La novela”, “Figura”, “El loco”, “Dios en la noche”, “El fantasma”, “Cualquier día sucederá”, “Dentro del alma vivo al hombre”, “Final del camino”, “Anécdota”, “Comunión” y “Selva virgen” (segunda). Este equilibrio significa que las intranquilidades halladas no influyen en su elaboración y el poeta, por tanto, tiene en todo momento conciencia de lo que escribe y de cómo lo expresa sin verse influido negativamente por sus emociones.

    Además, entre ambas partes existe una diferencia de tono por el aumento del desencanto que hace la expresión enrevesada, debido a que el poeta cada vez más confundido comprueba que el recuerdo no es solución a su nostalgia, porque el tiempo perdido no lo puede recuperar («Tiempo encerrado entre paredes / que se le da la libertad / del pájaro. Ya no puedo alcanzarlo. / Soy como un niño sin juguetes»[307]). También advierte que su obcecación por rescatar el tiempo lo ha llevado a perderlo, al ocuparse más de resolver sus dudas existenciales que de vivir. Y, por si fuera poco, no ha logrado descifrar ningún misterio ni atender convenientemente a sus seres queridos en vida, a los que ahora muertos no puede recuperar:

 

«y sólo he conseguido en un camino incierto

un tiempo de recuerdos donde no habita nadie»[308].

    Entonces, como el poeta se da cuenta de que hasta el momento sólo se ha ocupado de sí mismo, mira la realidad y experimenta un sentimiento de ternura por un semejante desvalido, el loco, ejemplo de ser humano donde los demás suelen descargar sus propias culpas y su maldad innata (“Confesaremos para estar tranquilos / y pasar por la vida carne y cómodos / hay que echarle la culpa a quien se pueda / y torearle a salario y modo”). Ahora piensa que, como poeta, debe adoptar una actitud de denuncia («Alguien como el poeta ha de encargarse / de sacudir con su plumero el polvo») y critica la hipocresía humana que lo margina o lo explota:

 

«A lo mejor los buenos lo recluyen

o lo clavan en cruz como a aquél otro.

En la cruz del andamio o del pupitre,

del barrio de absorción lejano y solo»[309].

    El libro termina con una referencia a la naturaleza, su antigua aliada en la búsqueda de la divinidad. Ahora es una «Selva virgen»[310], espacio desordenado sin la presencia divina («Hay en el cielo un campo lleno de flores rotas, / de atardeceres muertos y de llaves en llamas») a través de la cual no puede reiniciar el camino a Dios, aunque a su nostalgia llegan aromas de aquélla más gratificante de Hojas húmedas y verdes:

 

“Hay gozos que desprende el bosque […]

por donde viene altiva la muchacha del mundo

mordiendo alegremente la tarde y la manzana”.

    Las múltiples vacilaciones espirituales, detectadas en el contenido, se hacen también evidentes en la forma por la variedad de metros utilizados: octosílabos («La cicuta», «Dios en la noche»), eneasílabos («La cuerda del reloj», «Pobre espiritual»), endecasílabos («Buscando mi infancia en la ciudad donde nací», «Calle de la nada», «El loco») y alejandrinos («Algo olvidado y oscuro», «El fantasma», «Anécdota», «Selva virgen»). Igual se detectan en las mezclas empleadas como la de heptasílabos y eneasílabos en el poema «Asombros», la de heptasílabos, eneasílabos y endecasílabos en los titulados “Términos medios” y «Dentro del alma vivo al hombre» o de más metros en “Catedral”.

    No obstante, a pesar de esta variedad formal, se encuentran estrofas y poemas (serventesios, “Final del camino”; décimas, «La cicuta»; romances –que de nuevo vuelven a predominar-, «Asombros», «Tiempo perdido», «Selva virgen», y sonetos, «Buscando mi infancia en la ciudad donde nací»).

    Sin embargo, tal hecho no significa que el poeta se haya impuesto una disciplina formal, pues existen poemas que sólo son regulares en la métrica («Porque somos de tiempo») o en la rima («Dentro del alma vivo al hombre»). Otros poemas cambian la rima en la segunda parte del poema («Tiempo perdido») o intercalan algunos versos heptasílabos entre eneasílabos («La cuerda del reloj») o están construidos con versos blancos («Calle de la nada», “La novela”, “Figura”) o en versículos («Cualquier día sucederá», “Comunión”).

    El resultado de este análisis indica que de nuevo Valhondo no ha mostrado interés por configurar la forma de un modo totalmente regular, porque se encuentra más atento al contenido de su mensaje que al modo de transmitirlo. Además, es patente que no quiere verse encorsetado por la métrica ni la rima en un momento que necesita evitar en lo posible las normas formales para expresar sin frenos sus hondas preocupaciones.

    Jesús Delgado Valhondo en ¿Dónde ponemos los asombros? se muestra más desnudo de retórica que en sus libros anteriores pues, perdido definitivamente Dios, deja de contenerse en la expresión y da largas a sus sentimientos sin mucho interés en dominarlos que, más de lo que es frecuente en él, se desbordan en composiciones libres. También se nota un aumento de la ironía y del empleo de frases vulgares que indican un desinterés por el estilo, marcan el grado de desencanto en que se halla y ofrecen una exposición de su tono decepcionado:

 

«Todos tendrán razón.

Hasta aquél que me ponga

como un trapo de pobre»[311].    

    También, la expresión se encuentra repleta de recursos literarios como símiles acentuados que indican soledad («como perro perdido en noche fría / sin amo, sin cobijo, sin consuelo»[312]) y desamparo («puse las manos sobre el día / se me quedó como la nieve»[313]). Metáforas con las que describe su triste estado intentando calmarse y, a la vez, lanzar una petición desesperada de auxilio («somos una copa de vino / puesta en la mesa del milagro»[314]). Interrogaciones que muestran sus múltiples dudas («¿No habrá quién nos aguante / para pasar un rato / bebiendo con nosotros / canciones, vino y llanto?[315]). Exclamaciones que señalan la acentuación de su angustia («¡Cualquiera sabe quién vendrá. / Ni quién será amo del llanto¡»[316]). Frases colocadas entre comillas para dar mayor énfasis a su contenido (» ‘Buscamos tiempo que perdimos / en no sabemos qué contiendas’ «[317]). Paréntesis que recogen las paradojas que vive: «(Que no andamos, anda el camino. / Huimos para quedarnos)»[318]. Anáforas y polisíndetos que insisten en acciones penosas para el poeta («Ando buscando […] / Ando por los recuerdos […]»[319]. «y, después, […] / y, ahora, […]»[320]). Hipérbatos con los que coloca circunstancias que desea destacar al comienzo del verso (“En esta calle de la nada solos / nos quedamos para siempre jamás»[321]). E intensificaciones que aumentan la dureza de las imágenes conforme crece su angustia:

 

“Hay en el cielo un campo lleno de flores rotas,

de atardeceres muertos y de llaves en llamas”[322].

    Las influencias no son palpables en ¿Dónde ponemos los asombros? Sin embargo, en el primer vaivén espiritual sufrido por el poeta se observa que busca la solidaridad para remover conciencias. Así utiliza un tono exaltado semejante al del Modernismo (sobre todo de Rubén Darío en su última época –es significativo el uso del alejandrino y del serventesio–) y denuncia actitudes insolidarias, de una forma parecida a Blas de Otero. Y, en el segundo, decepcionado por la falta de respuesta de los otros, tiende a refugiarse en su intimismo como sucedió a los poetas de la poesía existencial más característica.

    Pero, a pesar de estas referencias, quizás ¿Dónde ponemos los asombros? sea el libro más personal y auténtico de Jesús Delgado Valhondo, por su unidad temática, espontaneidad y estilo desgarrado sin concesiones, que no es el de la poesía modernista ni el del Realismo social. Ahora más que nunca el poeta se confunde con el hombre y sus ironías, acusaciones y salidas de tono se hacen más atractivas, porque se notan comprometidas sin dejar de ser líricas.

    En ¿Dónde ponemos los asombros?, Jesús Delgado Valhondo toca el fondo de su abismo espiritual y se muestra más desolado que en su libro anterior. No obstante, no pierde su pulso lírico y aparece como un poeta maduro que se ha dignificado humana y líricamente con su indagación trascendente en esas realidades impenetrables sobre la condición humana y su relación con la divinidad.

 

    LA VARA DE AVELLANO

     (1974)

    La vara de avellano está dividido en dos partes. La primera va precedida por una cita de Juan Ramón Jiménez («La soledad era eterna / y el silencio interminable. / Me detuve como un árbol / y oí hablar a los árboles»[323]). Contiene las claves para entender el estado espiritual, en que Jesús Delgado Valhondo aborda la elaboración del libro, que consta de diecinueve poemas: “La vara de avellano”, “Álamos”, “El pinar”, “Viaje”, “El tonto del pozo”, “Guadiana”, “Y pobre y triste”, “Tribulación”, “Crucificada sangre”, “De esta calle nunca jamás saldré”, “Abre en el aire un hueco”, “Tarde de domingo”, “Retrato de muchacha en una casa de huéspedes”, “Mujer de vida fácil (fábula con moraleja)”, “El olvido”, “Espíritu de árboles”, “Tirar de la manta”, “El mundo-gente” y “Letanía de la culpa”.

    En esta parte de libro, el poeta es un pobre espiritual sin capacidad de idealizar el paisaje ni agudeza intelectual para comprenderse. Además, una vez que sus recuerdos placenteros del paisaje desaparecen, el camino se hace más incierto y pierde la conciencia de los demás («Un buen día saqué la vara / y azoté el aire de la alcoba, / sonaban lámparas vacías, / caían cristales de la sombra. / […] // Atravesábamos espejos. / Yo nunca supe donde fuimos»[324]). Esto es debido a que el espejo hasta el momento reflejaba la medida de su personalidad y de su relación con los otros, pero ahora este medio de identidad se rompe y camina totalmente desorientado.

    El libro es, por tanto, la descripción del caminar melancólico y triste del poeta por la naturaleza de su entorno, donde ve reflejada la frustración total del ser humano y la suya propia. La causa es que, una vez perdido Dios, va a desechar la esperanza de recuperarlo a través del paisaje y del hombre, medios indirectos por los que quiso llegar a la divinidad cuando aún tenía esperanzas de alcanzarla. A pesar de todo, La vara de avellano es un libro que discurre, salvo determinados momentos angustiosos, en medio de un suave desencanto, pues el poeta se limita a describir las razones de su desazón en un tono melancólico exento de exabruptos, aunque esto no evita que critique contundentemente actitudes apáticas o egoístas.

    No obstante, La vara de avellano comienza con un intento de recuperar el paisaje ideal de sus comienzos porque, a pesar de que el poeta es consciente de sus limitaciones, no acepta el hecho de ser un fracasado («Guardé una vara de avellano / en el cajón de la memoria; / trozo de sierra no perdida, / la mano amiga del aroma»[325]). Pero esta pretensión le resulta vana, porque se da cuenta de que el paisaje sin la esperanza de encontrar a Dios, es tan melancólico como su misma búsqueda y sólo se encuentra con la desolación de la muerte, cuando pierde la referencia de la realidad que, hasta el momento bien o mal, veía reflejada en el espejo del paisaje:

 

«El pinar […]

Estampa caída boca abajo

y allí nosotros»[326].

 

   Entonces, el poeta intenta la evasión a través del sueño para recuperar nuevos horizontes por medio del viaje en tren. Pero ahora no se trata de una experiencia placentera porque su finalidad es la huida de un mundo ingrato buscando la libertad ansiada. Además, tampoco le resulta una experiencia positiva, porque el viaje discurre a través de un paisaje desvirtuado, que sólo le proporciona desorientación y angustia. Su intento, por tanto, ha terminado en fracaso; el poeta no encuentra el paisaje soñado ni, como consecuencia, las respuestas a sus interrogantes que deben esconderse detrás de la nebulosa en que vive:

 

“En el costado de Dios

árboles recién llorados se pierden.

Palabras nunca dichas

flotan en la alameda

que debe haber detrás de todo esto”[327].

    Ante esta situación sólo tiene el triste recurso de andar sin rumbo fijo junto a sus semejantes como forzado del camino de la vida. Pero el camino le resulta más lleno de obstáculos y la cumbre se ha convertido en un lugar desolado sin Dios. En este ambiente impregnado de tristeza, el atardecer ya no es un tiempo de riqueza espiritual donde antes contemplaba el día durmiéndose en el regazo de la noche, sino un momento doloroso en el cual se hunde espiritualmente:

 

«confuso monte cuesta arriba y roto,

cima para un cadáver de mirada

sin enterrar, absurda y sin nosotros

[…]

Suena la tarde al caer

en la tierra […].

Voy a caer también

y todavía»[328].

    En este punto, destruido el paisaje, roto el camino y hecho añicos el espejo de su conciencia, el poeta ya no tiene ningún medio espiritual ni físico para llegar a Dios y cae en la más penosa angustia. Está seguro de que ha perdido el tiempo dedicado a su búsqueda de la divinidad, intentando conseguir respuestas sobre la condición humana que se le ocultan detrás de los misterios. Es como si se tratara de un juego macabro que lo hubiera desorientado con la justificación de que su angustia y su soledad son productos de sus dudas, porque es un incrédulo que se ha apartado del redil de la fe por recurrir a la razón:

 

“[…] andar por esta sangre,

como un hombre cualquiera arrinconado al muro

del anuncio que grita que pensar es pecado

del hombre que va solo. Del hombre solo. Culpa

del hombre.

Siempre solo”[329].

    Sin embargo, el poeta no se considera todavía derrotado y lucha espiritualmente como un ser agónico, que intenta resolver racionalmente dogmas de fe combatiendo con su conciencia. Es decir, con su otro yo que siempre está en desacuerdo con él, aumenta su inseguridad y hace más difícil su agonía, como el prójimo (próximo) que, protegido por su creencia sin fisuras, lo martiriza con su seguridad y lo hace vivir en una continua sensación de culpa:

 

«¿Quién nos liberará del miedo

a nosotros mismos?»[330].

   Por tanto, como sus semejantes lo empequeñecen y lo abruman, la soledad se convierte en un tema reiterado y el poeta la materializa en un momento concreto, la tarde de domingo[331], cuando la actividad y el bullicio de la semana se paraliza, la calle está inmersa en un melancólico vacío y siente que se encuentra más solo y desorientado por la falta de respuestas:

 

“¿Quién quedará en nosotros

si cobardes huimos?

¿Quién quedará esta tarde

en lo desconocido?

[…] ¿Qué será

lo que llaman destino?”[332].

    Mientras, su tiempo va desapareciendo detrás de él en cuanto acaba de vivirlo y el que le queda se ha detenido por falta de esperanza, es decir, es un muerto en vida (“Me está pesando tu cadáver / que aún lo llevo en la mirada al mediodía”[333]). En contraste, como si de un exorcismo purificador se tratara, el poeta dedica un poema al Guadiana, el río de la vida, la permanencia imperturbable, el sempiterno discurrir; siempre pasando y siempre el mismo:

 

«agua que vuelve y que va entre la yerba del aire.

[…] Aguadiós, antigua luz; agua escrita»[334].

    Este fuerte desaliento lo lleva a realizar una evocación del pasado buscando algún resquicio de esperanza, pero sólo halla destrucción y muerte cuando recuerda los efectos devastadores de la guerra civil, cuyas nefastas consecuencias lo convencen de que el hombre es el peor enemigo del hombre. Un pasado ignominioso, ejemplo de la maldad humana, que los responsables aún no han logrado borrar de la memoria colectiva de su entorno («Después de la batalla / barrieron el paisaje / muchas veces. Jamás / lo barrerán bastante»[335]) como tampoco el dolor provocado por los múltiples conflictos que han asolado siempre el mundo:

“La historia de la Humanidad,

abierta llaga de paisajes:”[336].

 

    Por esta razón, el poeta dirige sus críticas contra los genocidas que provocan los enfrentamientos armados para su provecho sin importarles el dolor que causan en sus semejantes y el odio incurable que las guerras engendran. De tal manera que el poeta no entiende cómo el hombre con esa violencia gratuita niega continuamente a Dios sin importarle la trascendencia de este hecho provocando más desolación. El resultado será la pérdida de confianza en el ser humano («¿Dónde está el hombre / entero, vero y responsable?»[337]) con lo que agota el último recurso que le quedaba para recuperarlo y reemprender juntos el camino hacia Dios.

    Esta reflexión sobre la agresividad de la condición humana suscita en el poeta la urgencia de criticar la deshumanización que observa en su entorno («Voy a tirar de la manta / para ver lo que debajo vive. / Hay que deshacer entuertos / para que reine la hermosa vergüenza / del cansancio»[338]). Pero, cuando llega el momento de actuar, se comporta como un conformista y aprueba lo que tanto critica con su actitud servil que elude, a conciencia y por comodidad, no sólo las agresiones que sufre el ser humano en la vida cotidiana, sino también los grandes problemas universales.

    Sin embargo, en medio del discurrir de su melancolía, no se rinde del todo pues encuentra a otros semejantes, que sufren una situación más lamentable que la suya. Este encuentro lo lleva a sentir una tierna compasión por seres marginados (no es la primera vez) como el tonto y la prostituta que, a pesar de las apariencias, es un ser humano con pasado y sentimientos:

 

«Y la mujer de vida fácil

tiene la amargura y la vergüenza

de su alcoba saliéndose a la calle.

[…] bajo el aliento de tratantes

se muere más difícil

que cualquiera»[339]).

    La segunda parte del libro se encuentra encabezada por dos citas de José Luis Hidalgo, el poeta cántabro cuyos versos, impregnados de un hondo sentimiento existencial y de marcados presagios de muerte, estremecieron a Jesús Delgado Valhondo («Has bajado a la tierra cuando nadie te oía / y has mirado a los vivos y contado a los muertos […]”. «Soy el poeta. Me pregunto: / ¿qué es lo que anoche sentí arder? […]”). Estos versos desolados sirven de introducción al único poema de esta parte, la elegía “Mi hermano Juan”, donde Valhondo muestra una profunda desolación ante la acción demoledora de la muerte en el último miembro de su familia directa y la consecuencia nefasta del silencio y el abandono divino.

    La división de La vara de avellano en dos partes obedece a la intención de aislar del resto del libro esta sentida muestra de amor y dolor fraternal para indicar la angustiosa soledad que domina al poeta, conectar el final de la segunda parte de su obra poética (que termina en la soledad) con la tercera que se inicia con Un árbol solo y advertir que la muerte es el destino final e inevitable del ser humano. Sin embargo, la tristeza que rezuma este poema no impide que se pueda hallar momentos de un alto valor lírico, cuando describe la acción nefasta de la muerte y del tiempo, la soledad, los recuerdos o el valor del silencio:

 

«Nosotros que supimos entenderlo

cuántas cosas nos dijo, cuántas cosas

supimos de nosotros en silencio».

    Esta desolación espiritual del poeta también se detecta en la forma, pues su inestabilidad en La vara de avellano es evidente. Pocos poemas del libro están compuestos en un único metro: heptasílabos («Tarde de domingo», «El olvido», «Espíritu de árboles», «Letanía de la culpa»), eneasílabos («La vara de avellano», «Álamos») y endecasílabos («Mi hermano Juan») -es significativa la desaparición del octosílabo-. Los demás poemas tienden a la irregularidad parcial combinando varios metros («Y pobre y triste», “Crucificada sangre”) o total formando poemas donde predominan los versos blancos («De esta calle nunca jamás saldré», “Abre en el aire un hueco”, «Espíritu de árboles», «Letanía de la culpa») o versículos, que son frecuentes en el libro (“El pinar”, “Viaje”, “El tonto del pozo”, “Tirar de la manta”).

    La rima que predomina es la asonante, incluso en la elegía a su hermano Juan, donde también aparecen la rima consonante y los versos sueltos. Rara vez la rima se distribuye de una forma regular formando estrofas (diversas -«Y pobre y triste»-, serventesios -«Mi hermano Juan»-) o romances («La vara de avellano», «Álamos», «Tarde de domingo», «El olvido», «El mundo-gente»). Casi siempre aparece en ella algún rasgo de irregularidad como en el antepenúltimo y penúltimo serventesio de la elegía, que presentan rimas en los versos pares y tienen sueltos los impares.

    Es patente, por tanto, que Valhondo, acorde con su desencanto anímico y su evolución espiritual, no ha querido componer un poemario ateniéndose en todo momento a los cánones métricos y rítmicos. Por este motivo, formalmente, La vara de avellano es el libro más vacilante desde que en Aurora. Amor. Domingo sufre una fuerte e irreversible decepción emocional. También se deduce que esta tendencia a los versos no regulados métrica y rítmicamente es premeditada, pues esa inestabilidad prepara la aparición del libro siguiente, Un árbol solo, que compondrá totalmente en versículos.

    Por tanto, la irregularidad se adueña de la forma en consonancia con la desolación sentida por el poeta y con el hecho de que el siguiente libro de poemas, Un árbol solo, esté elaborado en versículos. También la irregularidad va paralela al proceso sintético («influencia del simbolismo francés», según Pecellín), que se está produciendo en el estilo. Al poeta le faltan las palabras y quiere condensar sus ideas en aquéllas que están llenas de contenido con la supresión de elementos que obstaculizan la expresión (adjetivos, artículos, preposiciones, conjunciones …) y con el emparejamiento de sustantivos en rápidas pinceladas. Busca así respuestas a través de la esencia de la palabra de una forma pareja a la búsqueda de su propia esencia como hombre y como espíritu («agua amiga», «agua puente», «agua milagro», «agua rostro», «carta promesa», «aguadiós», «Sanchovientre”, «boca fértil»).

    Este esfuerzo estilístico también se extiende al ritmo, donde el poeta muestra su intranquilidad por medio de una expresión formada con sustantivos, adjetivos y verbos y entrecortada con pausas que dividen el verso en hemistiquios asimétricos o con juegos de palabras y construcciones binarias que imprimen más fuerza a la expresión, ya de por sí impregnada de una irracional, misteriosa y alucinante angustia surrealista:

 

“Calle adelante. Vuelves.

Calle adelante. Mientes.

Calle cerrada. Muro.

Calleja muerta. Punto

y aparte: Campos. Árboles.

Cumbre. Abismos”[340].

    También utiliza reiteraciones anafóricas como la del estribillo «la culpa es sólo mía» y acumulaciones de encabalgamientos en «Letanía de la culpa»: «Vives del cuento. Debes / tantos engaños. ¡Tantos / a tantos! que no sabes / a quién pagar primero». Además, finaliza el libro con un poema de candente emoción como la elegía a su hermano Juan. Estos recursos, que consiguen una sentida verdad poética, imprimen fuerza creativa y vigorosa introspección a lo que el poeta cuenta.

    A la vez las imágenes reflejan la angustiosa desolación del poeta, a través de construcciones de una alta calidad creativa. De tal forma ambas crecen a la par y generan múltiples recursos, que afectan al contenido multiplicando el valor semántico de las palabras en imágenes (“Ángeles vuelan por los álamos / en jilgueros de avemaría»[341]), metáforas («La Historia de la Humanidad, / abierta llaga de paisaje»[342]), encabalgamientos (“Cayeron desangrados / muchos hombres. Podridos / de mundo. Las rodillas / rotas.”[343]) y símiles («[calle] … / larga como la muerte en el camino»[344]), que muchas veces adoptan un tono descarnado («nos tapia las salidas / al verso, a la palabra»[345]…) o un cariz surrealista («Ojos vertidos / en cerebro de luz. / Las palabras cortadas, / carnaval en astillas»[346]) e indican la melancolía que siente el poeta a través del paisaje («Por el río abajo la tarde / incomprensible se marchita»[347]) o su preocupación por el tiempo:

«Hemos robado días. Hemos tirado días»[348].

 

    En cuanto a las influencias, aparece una referencia directa a la melancolía de Antonio Machado en los poemas «Álamos» y «Y pobre y triste», que es consciente pues el poeta trata de encontrar un paradigma con el que confrontar su estado anímico y lo encuentra en el mejor modelo poético de la melancolía humana (“Cuán ancha y larga la palabra campo / con álamos en las orillas. / Bello paseo por un hombre [Machado]. / Simple paseo por la vida”[349]). Por lo demás, en el resto del libro, se encuentra la adscripción a la poesía existencial y social de posguerra en la mezcla de sentimientos espirituales con preocupaciones solidarias.

    La vara de avellano es el epílogo de la segunda parte de la obra lírica de Jesús Delgado Valhondo, que termina aquí con un poeta, antes vitalista y, ahora, postrado en una fuerte melancolía. Además se ha convencido de su destino final porque ha comprobado, después de una larga y agotadora lucha espiritual en busca de respuestas, que la realidad es inmutable y el ser humano no tiene capacidad para cambiarla ni desentrañar su misterio. Y él tampoco.

 

    UN ÁRBOL SOLO

     (1979)

    Un árbol solo es el culmen de la obra poética de Jesús Delgado Valhondo por las múltiples lecturas que se deducen de su magnitud humana, espiritual, filosófica y lírica que, en conjunto, supone la síntesis de sus libros anteriores. Por esta razón, Un árbol solo es la queja honda, el lamento angustiado y la denuncia del poeta por su desorientación, su frustrado anhelo de llegar a la divinidad y la destrucción a que lo lleva el tiempo sin permitirle resolver sus interrogantes sobre la existencia.

    Además, Un árbol solo es una parábola de la epopeya en la que el frágil y desamparado ser humano se ve obligado a embarcarse para alcanzar a Dios y obtener respuestas a sus problemas trascendentes. Y, también, es una muestra fehaciente de que la divinidad ha exigido demasiado a una criatura excesivamente imperfecta, cuya soledad le resulta una carga desmedida.

    Formalmente Un árbol solo es un compendio descriptivo de los tres estados de soledad por los que el poeta ha pasado en el proceso espiritual que ha ido experimentando en su búsqueda de Dios. De ahí que este libro sea una justificación del poeta, que achaca el lamentable estado de su espíritu a un determinismo fatalista que, impreso en la misma esencia de la condición humana, lo aboca irremisiblemente al desamparo.

    La idea central de Un árbol solo, un hombre solo, una conciencia sola, que es el símbolo sobre el que gira toda su obra poética, aparece ya en su primer libro, Canciúnculas, en el poema «Castilla en siesta» cuando dice: «Un solo árbol, / consuelo de la gran pasión del campo».

    Un árbol solo es un extenso poema de casi mil versos, escrito en versículos y expuesto por medio de una complicada expresión surrealista. Está dividido en tres partes diferenciadas por títulos correlativos, que resumen su contenido y sirven de guía para el análisis y la lectura comprensiva del texto: 1ª)»Desnuda soledad» (vv. 1-217). 2ª)»Soledad habitada»(vv. 218-504). 3ª)»Gente» (vv. 505-946). Cada parte, además, se halla jalonada por citas que parcelan el largo discurso y ayudan al lector a dilucidar su significado.

    La primera parte, titulada «Soledad desnuda», aparece encabezada por una cita de Juan Ramón Jiménez («Eres tú y no lo sabes / tu corazón te late y no lo sientes … / ¡Qué plenitud de soledad, mar solo!»[350]), cuyo momento más significativo indica que la reflexión se inicia en un ambiente propicio («¡Qué plenitud de soledad!»). Luego, en los primeros versos del poema, el poeta indica que además comienza su meditación en un momento adecuado: el crepúsculo del atardecer, cuando la luz da paso a las sombras y el paisaje queda oculto por el velo misterioso de la noche:

 

«en esta hora del día que deja caer

frutas entre los labios del paisaje».

    En este ambiente meditativo el poeta comienza la subida a la Montaña con la certeza de que se trata de una ascensión llena de dificultades para afrontarla en soledad, pero se anima cuando una poderosa llamada en su conciencia le recuerda que en la cima se encuentra su génesis, Dios. Sin embargo, la realidad se impone y lo primero que viene a su mente es la nostalgia por su pasado donde hubo personas y vivencias, que se han diluido en la memoria del tiempo y con ellas la referencia de su identidad:

 

“recuerdos y lágrimas,

paisaje que volando la memoria

trae tragedias de inmensas alegrías,

[…]

de casa que perdimos”.

    La cita, que aparece a continuación («A donde me esperabas»), es del poema «Noche oscura del alma» de San Juan de la Cruz que, en el místico carmelita, tiene un sentido de seguridad porque el Amado espera ciertamente a la Amada, pero, para Jesús Delgado Valhondo, encierra el recuerdo de su fracaso, pues Dios no lo estaba esperando en la cima de la Montaña. De ahí que el contenido de este grupo de versículos exponga este episodio, mientras soporta sus imperfecciones entre presagios de muerte, circunstancias, recuerdos y deseos insatisfechos en medio de una naturaleza desvirtuada e inarmónica («En la ladera un lagarto devora grillos, / relámpagos, […] / playas insultadas / meditando sol, arañas). No obstante, la soledad ahora es concebida paradójicamente como un componente indispensable en la existencia del ser humano:

«misteriosa e inagotable esencia

de la vida».

 

    La siguiente cita es de nuevo de San Juan de la Cruz: «La música callada»[351], en la que el poeta materializa esa paradoja universal, a la que responde subiendo a la Montaña una y otra vez sin conseguir nunca el encuentro con Dios. De ahí que llegue a pensar que la cumbre debe de estar situada en un punto distinto y más próximo que el que ha pensado hasta ahora («Quizás la cima esté aquí, / en cada uno de nosotros»). Por esta razón, cuando se refugia en sí mismo, comprueba que existe y, desde dentro de su soledad, intenta conseguir su deseado sueño, descansar junto a Dios. Pero tal pensamiento le provoca dudas porque no se manifiesta y lo deja desorientado:

«voy buscando solo

nadas de mi soledad».

    La cita que va a continuación es de Luis Cernuda: «¿Cómo llenarte soledad sino contigo misma?»[352], que muestra la dramática realidad del ser humano atrapado en su conciencia. Por este motivo al poeta le resulta imposible llenar su soledad con el hombre ni con él mismo ni con su entorno, pues se encuentra repleto de despojos, desolación y muerte (“Me asomo a ver la calle / y vuelan mariposas amarillas. / En todas las ventanas / agoniza un enfermo / que llena las aceras de lepra / y cera virgen”). Esta imperfección provoca que la cima cada vez se encuentre más lejos y aumente su ansiedad espiritual tanto que su anhelo místico avanza más rápidamente («La fiebre sube la montaña, / sólo mi fiebre delante de mí, / alcanza la montaña») que su cuerpo, convertido ahora en pesada carga ante la indiferencia del cielo, que no se compadece por su desorientación. Ante esta indiferencia el poeta se refugia en la soledad de su espíritu, donde halla protección para aislarse del mundo exterior que lo angustia.

    La segunda parte, «Soledad habitada», se encuentra presidida por una cita de Antonio Machado: «Al borde del sendero / un día nos sentamos»[353], que justifica la postura adoptada por Jesús Delgado Valhondo, cuando sale de su soledad a buscar la compañía de los otros. En los primeros versículos, el poeta comienza a sentir el efecto demoledor que le causa la soledad y la necesidad de ir en busca de sus semejantes. Pero se muestra inseguro ante esta decisión porque, primero, los otros son seres solitarios en sus mundos particulares. Segundo, puebla sus recuerdos de ilusiones, pero sabe que están sostenidas en mentiras, mientras Dios sigue inalterable en su silencio. Y tercero, su pasado está lleno de los despojos abandonados en el camino de la vida por los seres humanos cuando mueren (escombros, ruinas[354]), que siguen perviviendo en la sobrerrealidad del lugar que habitaron, donde Valhondo oye una sinfonía familiar que lo conecta con sus antepasados a través de esa pervivencia anímica. Pero finalmente no es posible mantener esta conexión, porque el hombre moderno del progreso deshumanizado no dispone de la sensibilidad necesaria:

 

“Nadie escucha a los escombros,

las dolidas preguntas

de su soledad arropada».

    Luego, su indecisión de salir al exterior se acentúa, porque en su soledad se encuentra con enigmas que no puede explicar racionalmente como el hecho de que Dios es una especie de devorador de seres humanos que ahondan en su conciencia. Por esta razón, rompe con su pasado y se esperanza de nuevo con la ilusión de volver a un paisaje ideal, donde no existan circunstancias:

 

“Dios besando todo para lucir el día

primaveral y largo, ancho y granado de brindis.

Mi soledad anida en tristeza que se hace alegría”.

    La tercera parte, «Gente», va encabezada por una cita de Jorge Luis Borges: «Junto a aquel otro río de noches y de días / corre el tuyo que aclaman amigos y alegrías»[355], que viene a justificar el encuentro del poeta con sus semejantes, pues recuerda que el hombre es un ser social y, por tanto, está abocado a vivir junto a los demás. Esta postura vitalista de Borges se enraíza en la idea aristotélica de que todas las criaturas individualmente confluyen en la búsqueda de su esencia común, obedeciendo a una llamada enigmática que las atrae poderosamente (“Me llevan con ellos, / humanamente me arropan y cobijan, / vamos camino adelante, / arrastrando los pies, hollando tiempo, / avanzando fijos en una idea / que nadie conoce”). Sin embargo, el poeta siente una doble intranquilidad porque se nota empujado por la masa y, a la vez, preocupado por la mutabilidad de los seres que pasan y no vuelven. No obstante, la emoción del encuentro con los demás contribuye a que el poeta olvide vivencias dolorosas y participe de su delirio solidario, mientras suben montes intentando localizar la cima donde Dios los espera.

    Sin embargo, los seres intrahistóricos (los que sufren la historia), que forman esta masa esperanzada, se estremecen cuando comprueban que unos pocos, ignorando la voz humana universal, planean sus grandes decisiones y provocan terribles tragedias, que destruyen la esperanza común de hallar a Dios, imposible meta para una humanidad dividida («Hacen historia y todos nos ponemos a llorar / al mismo tiempo»). La euforia ha pasado y aparecen las dudas, pero está decidido a continuar su peregrinación junto a los otros y a no volver a su soledad. Esta firme voluntad es la que lo aleja de sus intranquilidades y lo lleva a recuperar la esperanza en la humanidad que, unida por el amor, salva todos los obstáculos. Aunque también le preocupa la inconsciencia con que se vive esta experiencia solidaria:

 

«Todos bailamos al son de lo que nos tocan.

Vamos unidos,

a no sabemos qué”.

    La cita siguiente de Omar Khaiame («¿Qué adelanta el hombre saciar en este mundo sus deseos, ver realizadas sus esperanzas?»[356]) viene a incidir en que la duda sobre la inmortalidad pervivirá aun en el caso de que el ser humano consiga ser feliz. El espíritu solidario logra que todos se desprendan de sus preocupaciones con esa manifestación de amor universal, como corresponde a una humanidad con una voz y un objetivo común (“Juntos […] / […] / repartiremos alegría / felizmente lograda / para todos”). Pero, como siempre, al final aparecen los egoístas que no actúan de acuerdo con el interés común.

    Y la última cita, que es de Juan Ramón Jiménez («Hablan las aguas y lloran / lloran las almas y cantan»), indica el efecto negativo de la realidad sobre el espíritu humano. De ahí que el poeta invite a todos los seres, compañeros de camino, a participar en el latido del corazón universal para que Dios, ante tanta solidaridad, acabe manifestándose. Pero esta ilusión es un espejismo, pues el ser humano se ve obligado, como si de un capricho divino se tratara, a subir incesantemente a la Montaña para encontrarse vacía la cumbre.

    De ahí que ese peregrinar acabe pareciendo al poeta una comedia, donde el hombre debe representar el papel asignado con buena cara, aunque por dentro se desgarre para no destruir la ilusión de los demás, que aún no se han cerciorado del dramático final de esa marcha inútil (“Seguimos eternamente subiendo / juntos la montaña, / humana masa de pan que a Dios mantiene. / La cima está tan cerca / como esa soledad que mana de nosotros, / cuando pasamos la gente, / los que vamos andando tierras, / silencios, noches, días, tiempo, / sin regreso posible. / Los que vamos. / El destino es así. / Nuestro destino. / Y de nuevo a cantar en el coro. / Danzar en la armonía / de la arboleda de los pájaros. / Y un llorar hacia adentro / para que nadie sepa / que una espina pequeña / se nos clavó en el pie / y anoche no dormimos”). Por tanto, la única verdad es que el hombre se encuentra solo y abandonado en la tierra por designio del cielo, cuyos motivos no conoce.

    En cuanto a las influencias en Un árbol solo, se detectan referencias a las circunstancias, lecturas y entorno de Jesús Delgado Valhondo. La imagen de un árbol solo tiene su origen en su soledad infantil. Después toma cuerpo con la lectura de la poesía de Juan Ramón Jiménez y la de Antonio Machado. Finalmente, se instala en su concepción existencial por la vivencia negativa de su comentada enfermedad.

    Las ideas filosóficas se asientan en el neoplatonismo de San Agustín, el neoaristotelismo de Santo Tomás y la versión realizada por Vicente Aleixandre sobre estos planteamientos de la realidad en su Historia del corazón[357]. La concepción existencialista angustiada y trágica, pero llena de acción (y, por este motivo, de dudas y esperanzas), es propia de la concepción filosófica de Unamuno, que expuso en Del sentimiento trágico de la vida.

    La subida a la Montaña tiene una clara influencia de la Mística y, concretamente, de la «Subida al Monte Carmelo” de San Juan de la Cruz (todo el libro) y de su «Noche oscura del alma» (“Soledad desnuda” y “Soledad habitada”), de donde también Jesús Delgado Valhondo tomó la idea del camino hacia la unión con Dios pasando por tres vías (purgativa, iluminativa y unitiva). La influencia de la Ascética se detecta en el deseo de subir a la Montaña continuamente para purificarse hasta alcanzar el estado de perfección moral necesario para contemplar a Dios. La división de los versículos en apartados, precedidos de citas, quizás proceda de Las moradas o Castillo interior (“Soledad desnuda” y “Soledad habitada”) de Santa Teresa de Jesús.

    Además, Un árbol solo se ve muy influido por la realidad inmediata, pues en su discurrir se encuentran insistentes referencias a la indefensión del ser humano común, al poder del hombre sobre el hombre, a la guerra, a la historia oficial y al olvido de la intrahistoria:

 

“Hacen planos: todos nos reímos.

Hacen proyectos y todos no reímos.

[…]

Tormentosa amenaza: la guerra”.

    También este libro es influido por la poesía del conocimiento de los años 60 en la forma de expresión surrealista empleada, en el cambio radical detectado en la métrica del verso medido al versículo y en la técnica que ahora es una extensa reflexión narrativo-descriptiva a modo de soliloquio.

    La realidad extremeña también está presente, según Antonio Zoido, en la «honda preocupación por el hombre y por el mundo en que vive, conectada con la soledad y el abandono de su tierra extremeña, paisaje también abrumado de soledades»[358]. Incluso María López Ollero asegura la procedencia extremeña de la figura del árbol («Los árboles probablemente son reflejo del paisaje extremeño, telón de fondo de toda la vida de Jesús. El árbol solo es el poeta Jesús, plantado en medio del paisaje extremeño»[359]). Esta idea, posteriormente, fue certificada por el mismo poeta con esta afirmación rotunda:

«Soy una encina a la que ya no podrán transplantar”.

 

    Un árbol solo es el fin del cambio gradual que Valhondo venía imprimiendo a la forma desde Aurora. Amor. Domingo. Tal evolución comenzó a manifestarse en la extensión de los poemas, que se fueron haciendo paulatinamente más largos, y en el número progresivo de versos y poemas que eludían la rigidez métrica y rítmica. Estos hechos sucedieron a la vez que el poeta iba acumulando en su ánimo un fuerte desencanto hasta que llega a la decepción, que lógicamente muestra a través de una forma inestable.

    En ese momento Valhondo necesita expresar libremente sus sentimientos, porque se encuentra en el momento crucial de su obra poética y (todavía más importante para él) de su vida espiritual. Luego, como su objetivo no era el lucimiento sino la denuncia de la dramática soledad del ser humano, no necesita el control de la métrica ni de la rima. De esta forma logra imprimir a su discurso una sincera naturalidad que llega e implica al receptor, porque la emoción con que la cuenta suena a verdadera.

    El empleo del versículo en Un árbol solo advierte que Valhondo ha conseguido la madurez lírica, pues lo usa con éxito en un libro completo por primera vez. También muestra su capacidad de evolución al pasar gradualmente del verso medido al versículo. Y además destaca su versatilidad, pues consigue una expresión auténtica sin recurrir a apoyos marcados.

    El estilo de Un árbol solo, por ser la confluencia de sus libros anteriores, coincide como es lógico con características que ya resultan familiares: voz personal, trascendente, directa, sentida. Lengua común, cercana, confidencial. A éstas se unen otras nuevas, que llaman la atención por la sorpresa que produce su nueva forma expresiva, el asombro de su lenguaje surrealista, onírico, deformado, rompedor. El uso del versículo que imprime al verso un carácter de abierta confesión trascendente, desligado el poeta de ataduras formales. El tono de epopeya existencial que describe magnamente la dimensión física y espiritual de la soledad universal del ser humano. La unidad y coherencia de un discurso extenso, enjundioso, especialmente maduro y creativo. El encuentro con un poeta renovado, moderno, evolucionado, capaz de urdir una trama extensa, que convierte en teoría y experiencia de la soledad individual y, a la vez, de la soledad colectiva del ser humano. El múltiple significado que, sin embargo, el poeta sabe exponer de una forma unitaria, coherente y sintetizada en un único poema. La tensión dramática que se mantiene sin altibajos. La sabia dosificación de la variedad de registros afectivos. La síntesis que se detecta en la precisión lírica, fruto de un exigente esfuerzo creador. El intimismo que surge del yo más enraizado en su propia esencia. Y la simbiosis de modernidad y tradición que se cimenta en la sólida base de su experiencia existencial.

    Un árbol solo es producto de una evolución coherente y meditada, donde Jesús Delgado Valhondo se muestra más que poeta como un ser humano que cuenta con naturalidad su desencanto definitivo a través de una forma sin ataduras. La falta de medios rítmicos tradicionales es suplida a golpes de emoción, donde se mezclan susurros, denuncias, melancolías y euforias que imprimen una profunda e intensa humanidad a su mensaje:

    «Lo primero que quise hacer con este libro fue romper con mi vida anterior. Es el primer libro que hago en verso blanco. Pude hacerlo con rima e, incluso, lo empecé así, pero no me gustó. Busqué entonces esa rima interior, que me resultó más intensa y mucho más profunda»[360].

    Quizás sea en el comienzo del libro, donde comparativamente se concentren más recursos para situar al lector en el espacio y en el tiempo e imprimir movimiento al proceso estático de la meditación con el uso reiterativo del hipérbaton y del gerundio («Subiendo está mi cuerpo … brotando donde no se duerme jamás … depositando larvas estelares … enterrando flores»), la anáfora («caen sobre los árboles, sobre la yerba, sobre piedras»), la metáfora («silencio, cadáver del sonido») y las imágenes sugestivas como «humanas huellas enterrando flores, / debajo de la piel del universo”. Desde el principio, el poeta se sitúa en un presente que no abandona en todo el libro a través del yo autobiográfico, que lo hace protagonista de lo que cuenta y de lo que sucede, de tal forma que consigue acercar al lector sus reflexiones, imprimir verdad a los hechos narrados y autoridad a sus argumentos reflexivos («Cuando os encuentro desaparecéis, / quedo vacío, roto en mil pedazos»). Otros tiempos verbales mantienen el dinamismo de la expresión como los infinitivos que indican un tiempo presente ampliado dentro del movimiento (“Vivir es, simplemente, / andar en uno mismo»), pretéritos que muestran la nebulosa mental en que se ha convertido su pasado («–Nunca supe dónde estuve–»), formas verbales en función anafórica, que indican un aumento de su angustia («Hacen planos […]. / Hacen proyectos […]. / Hacen historia […]») o de su euforia («Vuelvo a bailar. / Vuelvo a gritar. Vuelvo a cantar»), formas verbales en función asindética, que imprimen más agilidad al movimiento en el momento más álgido de su relación con los demás («Canto, bailo, grito»), formas impersonales con las que indica su conciencia de estar dominado por fuerzas incontrolables:

«Se cubren muertes, muertos,

se ordenan, se abandonan”.

 

    Es también frecuente el empleo de imágenes para aportar nitidez al contenido sin que el poema pierda su tono lírico por medio del símil creativo («Es como un juego que inventan sabios»), la metáfora tradicional («El sueño es una pregunta» o con el segundo término en aposición: «[yo], féretro de momentos, / camposanto de puertas derrumbadas»), los encabalgamientos («intento subir a la ambición / de mi impaciencia». «incapaz de encontrar pentagrama / que lo salve»), las paradojas (“Vosotros me diréis quién soy / que yo me desconozco hasta el punto fatídico de estar siempre esperándome») y la imagen sugerente (la más llamativa es la de la marcha de la humanidad en busca de Dios como la corriente impetuosa de un río interminable):

 

“Cantamos a coro.

Ardemos en una sola llama.

[…]

descubrimos paraísos.

Inventamos frutas de esperanzas

para aliento común de tantos hombres”.

    A pesar de su extensión, la coherencia del poema es perfecta. La primera parte comienza en el crepúsculo de la tarde que enseguida da paso a la noche. La segunda sigue en la noche y termina en el crepúsculo de la mañana. Y la tercera transcurre durante el día. Por tanto, la estructuración quedaría así dividida en dos partes, de acuerdo con el contraste de sombra y luz: crepúsculo-noche / noche-crepúsculo // día. Además, los crepúsculos cumplen una función delimitadora entre la soledad / noche y la compañía / día y diferencian el cambio de ánimo en el poeta: crepúsculo del atardecer / tristeza y crepúsculo de la mañana / alegría. Además, el poeta muestra su voluntad docente de estructurar el poema apoyándose en citas, que cumplen una función referencial y significativa.

    Un árbol solo es una muestra de que Jesús Delgado Valhondo no era un poeta anclado en su mundo, sino un lírico que evolucionó sin abandonar la tradición, manteniéndose atento a las nuevas corrientes líricas y, a la vez, en la independencia que le dictaba su personalidad y su rico mundo espiritual. Además, se trata de un libro clave porque, expresivamente, supone la confluencia de un cambio gradual hacia posiciones más adaptadas a su tiempo. Significativamente, resulta la conclusión de un proceso de búsqueda, «un canto de cisne». Y, formalmente, es el resultado de una evolución.

    Se trata, en definitiva, de la cúspide de su obra poética donde aparece como un poeta seguro de su pulso lírico, que es capaz de adaptarse y evolucionar sin perder los rasgos esenciales de su voz personal. No en vano el mismo poeta declaró que Un árbol solo era el poema más limpio, sincero y verdadero que había escrito.

 

    INEFABLE DOMINGO DE NOVIEMBRE E INEFABLE NOVIEMBRE

      (1982)

    Inefable[361] es la descripción del estado espiritual de tristeza y melancolía en que se hunde el poeta, después de comprobar definitivamente que el destino del ser humano es la soledad (“Nadie conocerá la verdadera tragedia / y encenderán inmensas luces / para que nadie vea y sepa / que la noche está encima, / inexorable. Y duele”[362]). Inefable … es, también, la justificación del estado escéptico en que ha caído el poeta, después de comprobar que se halla inmerso en el trágico proceso de renovación de la vida humana, que lo arrastra a su destrucción.

    La creación de Inefable … coincide con una crisis emocional del poeta, debido a la frustración que siente por el malogrado intento de hallar a Dios, a la angustia por su avanzada edad que lo situaba muy cerca de la muerte, a la imposibilidad de recuperar el pasado y al fracaso en su intento de poetizar la política. De ahí que este poemario pueda ser definido como el “libro de la melancolía”. Su tono procede de la conjunción del ánimo vencido del poeta con el ambiente desangelado del otoño («El otoño es la estación más variada del año. Cuando el hombre piensa y siembra. Y es la tierra más sombría y el cielo está más en la mano»[363]). Ese triste ambiente se le hace al poeta más cierto en el mes de noviembre («Me agrada extraordinariamente el mes de noviembre. Su tristeza. Su silencio. El viento en las esquinas. Las murallas de nieblas. […] La humana pena de noviembre»[364]). Esta tristeza se manifiesta especialmente en la melancolía de la tarde del domingo, solitaria y sin alma, donde el poeta sitúa el espacio temporal de sus reflexiones:

  «Da gusto recorrer este cementerio. […] Hay la misma hermosa tristeza […]. Tristeza de tarde de domingo. Cóncavo. Hueco. Inmenso hueco de la mano de Dios»[365].

 

    Inefable …  es el resultado de una larga meditación espiritual que el poeta manifiesta en poemas anteriores: «Día de otoño» de la edición original de La esquina y el viento (1952), «Cima» de Aurora. Amor. Domingo (1961) y «Tarde de domingo» de La vara de avellano (1974).

    El libro tuvo dos ediciones casi simultáneas en 1982: Inefable domingo de noviembre por la Institución Cultural El Brocense de la Diputación Provincial de Cáceres e Inefable noviembre por la Colección Bahía de Algeciras. Este hecho insólito se debe a que meses antes el poeta, respondiendo a la petición urgente de Ángel Sánchez Pascual que vio la oportunidad de editarlo en ese momento, le remite precipitadamente el original en borrador. Pero ante la paralización del proyecto en Cáceres, Sánchez Pascual lo envía al premio Bahía de Algeciras buscando otra oportunidad de publicación. Mientras se falla este certamen, se retoma el proyecto en Cáceres e Inefable domingo de noviembre es editado, después de corregir Jesús Delgado Valhondo las pruebas de la primera redacción (de ahí que considerara esta edición la auténtica). A la vez, la colección Bahía le concede un accésit y, cuando conoce la edición del poemario, protesta ante la I. C. El Brocense. Valhondo para evitar una polémica, aprueba que fuera editado en Algeciras con una redacción sintetizada, que respetaba las correcciones del original en borrador donde la denominación del libro es reducida, varios poemas cambian el título o son omitidos, tiene variantes y la expresión es más concisa[366].

    El primer impacto, que produce la lectura de Inefable …, es la fuerte presión del tiempo en el ánimo del poeta, cuya denuncia aparece en la cita de Jorge Luis Borges («Hoy es ayer») que preside el primer poema del libro. Por este motivo, hay en Inefable … una acentuación de los recuerdos y, a la vez, de la melancolía del poeta, que es consciente de encontrarse en el crepúsculo de su vida. También aumenta su angustia la certeza de no haber aprovechado suficientemente la existencia, que ahora se encuentra lastrada con los reveses sufridos y el escepticismo.

    Esta es la razón de que Dios sea mencionado en el transcurso del poemario con un doloroso resquemor por notar su presencia y, sin embargo, sentirse abandonado a su suerte en una universal paradoja que mantiene a la divinidad siempre placentera, mientras el ser humano se ve obligado a luchar contra el tiempo en una desigual batalla (“Dios invade con su presencia / el candor del jazmín / mientras el hombre sigue / deshojando calendarios / de su estancia en el mundo”). Al poeta, vulnerable y solitario, únicamente le queda la posibilidad de ver cómo el tiempo borra su pasado, trastoca su presente, le crea un futuro lleno de incertidumbre y al final lo elimina. Como consecuencia, la angustia llega a límites insufribles y de ahí la petición de auxilio que supone este libro donde un hombre, parábola del ser humano universal, grita desde su intimidad más humana que es incapaz de resolver su lamentable situación, que su espíritu se encuentra derrotado y que no dispone de recursos para soportar su angustia:

 

“Polvos de estrellas

en los cristales de las añoranzas,

existencias ganadas a la muerte,

extrañas verdades nos asombran,

se aviva el ansia

de haber tenido sed

y ser saciada donde se ahogaba

el mismo rostro nuestro

de ahora y de antes.

Nos recordábamos quizás

para morirnos”.

    Sin embargo, aunque el poeta comienza agradeciendo su despertar a un nuevo día, la primera parte (“Hospedaje de luz”) se ambienta en un amanecer melancólico de un día otoñal, desencantado como su alma («Cautivos estamos, noche aún, / maitines, frío recogido / en rincones de plazuelas, / penumbras de nostalgias”). El poeta, en el primer poema titulado “Perfil de noche”, aún no se ha recuperado de los sueños y temores con presagios de muerte que lo han invadido en la noche.

    Por este motivo, en el poema “Rincón de bosque”, este amanecer aparece lleno de premoniciones donde se mezcla una preocupante desorientación con recuerdos insufribles que le advierten su insignificancia («Humilde servidumbre / nuestro oficio de hombre») y el error de haber abrigado objetivos inalcanzables porque, desde un principio, estaban abocados al fracaso:

 

“Pueblo que solo va,

suplicatorio de lo desconocido,

en busca de contagios.

Nunca logran llegar.

Nunca pueden.

Y siempre el mismo pueblo.

Y siempre otro”.

 

    Pasión imposible, por tanto, la del ser humano que busca y fracasa aprisionado en el ciclo imperturbable de la vida. Esta es la historia de la humanidad (“Abres un libro y lees con emoción / donde te encuentras: / salón de espectadores, / trozos desparramados de niños / para arqueólogos ambiciosos”) y es también la historia del poeta que, distraído de la verdadera realidad, ahora en el poema “Plenitud de sol”, advierte que cuanto más anda más se acerca no a la salvación sino a la muerte. Mientras, la luz va apoderándose de la mañana, pero el ánimo del poeta está lleno de angustia por los recuerdos de dolorosas vivencias, que se traducen en el surrealismo de imágenes oníricas:

 

“Se duerme una muñeca

en la nostalgia de una madre.

Cuerpo de regresos lleno.

El patio, cada vez más profundo,

sostenía columnas y se cansaba”.

    La segunda parte, «Donde el otro», comienza con un poema denominado «Sombra de pie», donde el poeta expone su preocupación porque el ser humano es incapaz de conocerse ni de conocer a los demás ni de saber lo que busca, pero necesita engañarse para tener un soporte anímico que mantenga su ánimo. Esta función es desempeñada por el amor cuando el hombre cree encontrar en otro corazón el afecto que no puede hallar en el suyo y se entrega ciega e incondicionalmente a la pasión que, momentáneamente, lo engaña aislándolo de la cruda realidad. Pero ni siquiera este sentimiento placentero es capaz de apartar al poeta de su preocupación acuciante por el tiempo y, de nuevo, vuelve a la nostalgia del pasado paradójicamente cuando llega la mañana (de ahí el título del siguiente poema «Duele ya la mañana”). Y, como siempre, que se hunde en el pasado, el poeta se encuentra con fantasmas que lo desorientan y lo contradicen, enredándolo en visiones que atormentan su mente y descubren su caótico estado. Entretanto, Dios contribuye a acentuar su angustia con su enigmático proceder y el ambiente fúnebre de la mañana de noviembre lo lleva al recuerdo de la muerte:

«Huele a procesión de sol,

a aurora de viático».

 

    El poeta para justificarse recuerda, en el poema “Las traseras del tiempo”, que el hombre se ve obligado a comprometerse continuamente para buscar la esperanza unas veces exponiendo la vida y, otras, por medio del recogimiento como el de las monjas de clausura del barrio de San Mateo de Cáceres cuyos cantos, aún vivos en su mente, le traen recuerdos de un pasado feliz del cual el tiempo lo ha alejado dolorosamente. Luego, cuando el poeta intenta salir de su interior y buscar a los otros, se encuentra con la sensación de tener, física y espiritualmente, su voluntad a merced de los demás pues les resultan unos extraños que lo hacen refugiarse en su soledad, vivir en una perenne melancolía e incluso abrigar deseos de autodestrucción:

 

«Tanta que no nos importaría

morir en el olvido

de nuestro nombre».

    Y, de esta manera, se llega a los versos que resumen el contenido del libro en el poema «Todo cae»: el hombre necesita de los otros para identificarse porque en soledad se desconoce a sí mismo por no tener puntos de referencia. Pero los demás están llenos de imperfecciones y él no tiene capacidad intelectual para proporcionar referencias de identidad al resto. De tal forma que todos se encuentran inmersos en una preocupante desorientación vital:

 

“Hemos visto pasar hombres

que iban o venían

con cuentas en la boca

y cánceres rondándoles los sueños”[367].

    Mientras, en el poema «Volver es no llegar», el ser humano continúa con su búsqueda infructuosa de Dios, inmerso en un proceso cíclico que no tiene fin, donde el hombre acompaña a otros, consciente de su soledad, en un viaje en tren donde es abandonado en una estación cualquiera a merced de la muerte («donde dormitan los pobres del mundo / y ancas sudosas de mulas fatigadas”). Esto provoca que, en el poema “Manto azul”, haya un reproche a Dios por ocultar al ser humano común el misterio de la renovación de la vida con historias de seres inmortales cuando en la realidad no existen los héroes, la creación no supone vida sino destrucción y la eternidad es una paradoja porque nace de la muerte:

 

«Dios incesante.

Años para regalo de Dios

en su creación incesante.

En su incesante destrucción».

    La tercera parte de Inefable …lleva el título de «Incesante misterio», pues insiste en el enigma anterior que se hace más patente a la caída de la tarde, cuando las sombras acechan y el poeta, poco a poco, cae en la melancolía conforme se va apagando la luz de la tarde y la oscuridad comienza a invadir todo para quedar en el silencio insondable, donde paradójicamente se manifiesta la presencia de Dios. Pero muchos seres humanos no saben verlo y se enzarzan en una violenta relación con sus semejantes, ayudando así al ciclo mortal que, aliado con el tiempo, calladamente los convierte en despojos. El resto muestra su indiferencia alejándose del espíritu y calma sus traumas con quien menos culpa tiene:

 

«Entonces es cuando escribimos,

niños de recreos castigados,

cien veces la palabra silencio

en el cuaderno».

    Ante la seguridad de que la solución a los males del mundo no puede venir de una unión colectiva, el poeta piensa que el ser humano conseguirá su salvación cuando cada uno en su conciencia se proponga lograr un mundo más solidario. Pero su experiencia le dice que esa idea es una quimera, porque el hombre es incapaz de conocerse a sí mismo. Por tanto, en el poema «El vuelo busca cuerpo”, se imagina definitivamente en la sala de espera de una estación maloliente, lleno de recuerdos nostálgicos, desorientado y solo a merced de la muerte (“La posada del día nos cobija, / limita nuestro cuerpo a tanta huida. / Somos objetos olvidados / en mágico desván de algún cadáver”). El hombre no es, por tanto, un personaje de leyenda, sino un ser imperfecto lleno de «sangrantes heridas», cuya marcha esperanzada a Dios se ha reducido a un anhelo fracasado. Ante esta comprobación estremecedora, la realidad le parece al poeta un caos desolado que se acentúa en las tardes de los domingos otoñales.

    Por tanto, es lógico que llegue, en el último poema «Algo hemos quedado ahí», a un claro escepticismo que le hace entonar una especie de credo del desencanto. Con él culpa al hombre de ser el responsable de no encontrar a Dios y a unos cuantos egoístas de convertir la esperanza colectiva en decepción y en masa amorfa las individualidades. De esta manera cada uno pierde su personalidad y se convierte en un ser sumiso, cuya esperanza se centra en una solución milagrosa que venga del cielo y lo salve, porque en la tierra no la encuentra. De ahí que el poeta considere una liberación el fin de este domingo interminable y una esperanza la llegada del nuevo día:

 

“En la mano que extendemos

un gigantesco lunes

amanece”[368].

   En Inefable …, la influencia más evidente es la de la poesía narrativo-descriptiva, aunque ahora el desarrollo del discurso se encuentra estructurado en partes y éstas en poemas, que hacen más localizables los saltos mentales del contenido por seguir el poemario una trayectoria temporal. Y también insiste en el uso de la imagen del río de Heráclito y de la imagen del tren, que es una referencia a «Mujer con alcuza» de Hijos de la ira de Dámaso Alonso.

    Sin embargo, a pesar del fracaso definitivo, el poeta expresa sus intranquilidades con un estilo basado en un tono exento de exabruptos, aunque no se encuentra libre de acusaciones (“Dios nos llena de biografías / de mágicas leyendas / e inmensos panoramas / que ya fueron») y momentos de ironía donde denuncia que el ser humano es destruido por el tiempo mientras Dios siempre se mantiene intacto: «Sorprendente eternidad / en la muerte que nos acompaña». No obstante, la melancolía y la nostalgia son los sentimientos predominantes, que impregnan de dolor la densidad de las reflexiones sobre el tiempo ido y las nefastas experiencias vividas, dejando un poso de amargura en el espíritu ya muy herido del desencantado poeta que, sin embargo, intensifica su lirismo y logra implicar al receptor.

    También la fuerza de la lengua surrealista, la sugerencia de las visiones oníricas, los recursos líricos y los versículos contribuyen a crear una tensión con efecto multiplicador, que traduce sus reflexiones a una forma expresiva de difícil comprensión ante la imposibilidad de transmitir claramente los sentimientos contradictorios, pues se encuentra desorientado:

 

«Vamos sin saber adónde

[…]

Nos encontramos […]

donde no sabemos cuándo estuvimos solos

[…]

y no supimos nada más».

    Quizás Inefable … peque de una cierta monotonía por la reiteración de temas en un vano y desgarrador intento de entender la realidad y justificar el desencanto sufrido. Pero también esta insistencia mantiene la tensión dramática de su meditación y evita la uniformidad por medio de versos muy vigorosos. Por el mismo motivo, la expresión toma un carácter esencial desde la cita que abre el libro y el comienzo abrupto con que el poeta sitúa al lector enseguida en la acción («Es de agradecer haber despertado / una vez más, siempre única, / a Dios») hasta los últimos versos del poemario. También se observa este esfuerzo de concisión en el interés por sólo sugerir el tiempo, como si pretendiera resumir la reflexión del libro, que es la de toda una vida, en un momento que no estuviera afectado por su acción destructiva.

    La imaginería de Inefable … es el fiel reflejo de la desorientada situación emocional del poeta a través de visiones oníricas y subconscientes, que insisten en el misterio de la realidad («navegando contenido de secretos»), personificaciones con las que da vida a conceptos sólo animados en su imaginación («Una vara de nardo se imagina / fantasía de cielo no estrenado»), hipérboles que recuerdan la lacra de la guerra («estallan paredones / que circundan camposantos»), metáforas con las que trata de traducir sensaciones difíciles de interpretar (“Sobre el tiempo intacto / pergamino de Dios, escribe cartas»), hipérbatos que alteran el orden del discurso para destacar sus preocupaciones («Dentro de ti nos observa, / de incógnito, / indiferente y distante, / a sus vivencias, / otra mujer»), anáforas que describen gráficamente acciones, donde el poeta ha participado angustiosamente («Corría Dios, corría el hombre, / corríamos nosotros»), aposiciones con las que explica líricamente sensaciones inefables que desea hacer inteligibles («Trapera figura pensativa / –sótano habitado del espíritu–») y símiles que aclaran situaciones difíciles de explicar o de entender:

 

«Sombras vagan las estancias

como letras rotas que danzan

en los razonamientos».

    También emplea recursos morfológicos y sintácticos como el uso mayestático de la primera persona del plural para evitar el empleo repetitivo del «yo» y, a la vez, infundir un sentido más universal a sus sentimientos, la supresión del pronombre personal para implicar al lector en sus intranquilidades («Abres un libro y lees con emoción / donde te encuentras». «Contagiamos sorpresas y misterios»), la colocación del verbo en primer lugar del verso para introducir enseguida la acción («Surgen tapices, arboledas, / […] / Se mixtifican soledades / […] / Se perdía para caer de nuevo / y volver a surgir»; a veces con sentido impersonal: «Se alzó por dentro para alcanzar / estatura de deseo»), las construcciones del tipo sustantivo más sustantivo («suelo manuscrito»), adjetivo y sustantivo («inagotables mañanas»), sustantivo y adjetivo («Fosa común»), sustantivo y complemento del nombre («mañana de domingo»), sustantivo más adjetivo y complemento del adjetivo («Barranco herido de sombra») e infinitivo sustantivado («el sentir mineral»), con las que el poeta intenta atrapar el concepto en un esfuerzo sintético por precisar significados y, a la vez, por completarlos añadiéndoles una cualidad.

    Quizás el recurso más llamativo sea las extraordinarias descripciones líricas del momento del día en que se encuentra su meditación, a través de personificaciones que convierten el tiempo en protagonista del discurrir del poemario: amanecer («Las cosas reclaman la mirada. / Cosen pañales de alborada»), mañana («Súbita viene una vieja mañana»), mediodía («Dios pone sobre la mesa / pan caliente de sol / […] / Piel de madre. Mañana de domingo»), tarde («Plaza pública de la tarde: / […] / Comulga el sol con hombres del pueblo), atardecer («Baja hasta nosotros / la habitación del campo / donde dormitan las tardes / de domingo»), crepúsculo («Niebla, momia velatoria»), noche («Insistencia inacabable / de esas tardes que ves / y ya la noche») y amanecer:

«un gigantesco lunes

amanece».

 

    Formalmente, Inefable …, que está escrito en versículos[369], continúa con el modo discursivo iniciado en el libro anterior. Era la mejor manera para Valhondo de exponer detalladamente su lamentable estado anímico en forma de reflexión trascendente. Por esta razón se desembaraza de las limitaciones métricas y rítmicas, adopta la libertad del versículo y sigue los dictados de la mente.

    No obstante, pone títulos que identifican a los versículos para que sirvan de guía al lector y como medio de contención personal. Luego completa esa sujeción con el uso de versos de mediana extensión (de ocho a diez sílabas) para no sentirse desbordado por la angustia que, si llega a usar versos largos, lo hubiera arrastrado a la verborrea. Además, es evidente que se contiene en la extensión de los versículos pues, aparte de no ser larga en general, intercala con frecuencia espacios en blanco entre sus apartados e, incluso, uno, dos o tres versos entre los más extensos.

    Este hecho, que muestra el equilibrio formal conseguido por Valhondo en un momento clave de su obra poética, se hace extensivo a su nivel emocional porque, aunque esa forma controlada contiene sentimientos que desean salir a borbotones, logra sabiamente contenerlos porque era consciente de que, desbordados, nunca lograrían transmitir sus hondas preocupaciones ni conseguirían un efecto lírico.

    Inefable … divide sus 876 versos en tres partes, cuya unidad y coherencia se basan en la fácil localización del espacio temporal en que se desarrollan (desde el amanecer de un día al amanecer del siguiente), la situación en un día determinado de la semana (domingo) y la referencia a un mes preciso (noviembre) donde transcurre la reflexión del poeta. Además, cada parte tiene un significado muy definido. La primera plantea los temas y las intranquilidades en tres planos temporales: recuerdos, guerra civil y marcha universal del ser humano a la búsqueda de Dios (el pasado). Falta de identidad, desorientación, contradicción Dios joven / hombre viejo y la paradoja creación / destrucción (el presente). Muerte e inmortalidad (el futuro). La segunda parte trata sobre todo el desencanto que le produce la insolidaridad entre los seres humanos. Y la tercera se centra casi exclusivamente en este tema.

    Temporalmente, también, existe una clara estructuración. La primera parte comienza en la noche (el poeta ha despertado muy temprano), después viene el crepúsculo del amanecer, sumido en las sombras típicas de las últimas horas de la madrugada de los días grises de otoño y, seguidamente, llega el alba envuelta en niebla. La segunda transcurre en la mañana y el mediodía. Y la tercera, en el crepúsculo del atardecer y la noche. Por tanto, Inefable … es un poema cíclico, estructurado en tres espacios temporales, que se distribuyen equilibradamente en tres (1ª parte), seis (2ª parte) y tres (3ª parte) poemas o momentos reflexivos, que recogen los estados emocionales por los que pasa el poeta, influido por la luz. En la primera, melancólico / niebla del crepúsculo y de las primeras horas de la mañana. En la segunda, anhelante / luz del día. Y en la tercera, entristecido / crepúsculo del atardecer y oscuridad de la noche.

    Por otra parte, la forma de indicar el transcurso del tiempo es un ejemplo de la capacidad de sugerencia del poeta, pues lo menciona levemente por medio de pinceladas que indican su paso irremisible y sigiloso. Además, añade subrepticiamente a estos rápidos trazos unos datos sobre el estado meteorológico y la luminosidad de las distintas partes del día conforme avanza el poema: «Cautivos estamos, / noche aún / […] / Filo del amanecer / Las cosas reclaman la mirada. / Cosen pañales de alborada» (1ª parte). «Súbita viene una vieja mañana / […] / Dios pone sobre la mesa / pan caliente de sol” (2ª parte). «Bebe el sol, alondra en los trigales / […] / La tarde ornamenta / con inmensas columnas / el templo de la vida / Insistencia inacabable / de esas tardes que ves / y ya la noche» (3ª parte).

    En fin, el análisis de Inefable … muestra fehacientemente la poesía esencial que Jesús Delgado Valhondo ha conseguido por seguir una trayectoria lírica basada en la responsabilidad, en la coherencia y en un trabajo incesante de síntesis y de lima:

    «La poesía de Jesús Delgado Valhondo remonta la maduración y coronamiento de su obra en este poema, que exige ser leído con intención de breviario»[370].


    RUISEÑOR PERDIDO EN EL LENGUAJE

       (1987)

    Ruiseñor perdido en el lenguaje es la evocación nostálgica que realiza Jesús Delgado Valhondo sobre su existencia (primera parte) y un intento de usar el amor como último recurso para superar la muerte (segunda parte). Sin embargo, ambas partes suponen en conjunto un nuevo ahondamiento en sus problemas existenciales porque, como no dispone de medios para detener el tiempo ni esperanza en la inmortalidad para superar la muerte, se encuentra desorientado, escéptico, indefenso y solo.

    El libro, que fue publicado en 1987 por Juan María Robles Febré en sus Cuadernos Poéticos Kylix (nº 2), tiene un título significativo porque contiene una doble metáfora donde Jesús Delgado Valhondo indica, como ser humano, que se encuentra perdido en la existencia y, como poeta, que no encuentra las palabras adecuadas para expresar sus inefables intranquilidades. Los títulos de las partes son igualmente enjundiosos pues el de la primera, «Jesús Delgado», es el nombre y primer apellido del poeta[371] que anuncia un retrato de sus señas de identidad existencial a modo de radiografía retrospectiva, en la que van a aparecer todas sus preocupaciones vitales. El título de la segunda parte, «Poemas de amor para la muerte», expresa que todo se encuentra impregnado de amor y muerte, alfa y omega de su vida donde ahora confluyen un pasado perdido y un futuro descorazonador.

    Ya el primer verso de “Jesús Delgado” muestra la urgencia del poeta por realizar un repaso de su existencia a modo de exorcismo purificador de intranquilidades que, al mismo tiempo, le sirviera para justificar su desorientación, aunque este descontrol emocional no es obstáculo para que presente esta revisión vital con sus etapas perfectamente marcadas. Así su niñez se materializa con una borrosa visión, que le provoca la lejanía de sus recuerdos hasta el punto de no acordarse bien de cómo era. La adolescencia se manifiesta en el recuerdo del encuentro con el amor, su incipiente religiosidad y su madurez prematura. La juventud le recuerda la pérdida de sus seres queridos y la soledad en que lo dejaron acompañado únicamente por sus recuerdos y por unas circunstancias en las que, demasiado joven, comienza a sentirse extremadamente frágil en manos de Dios y del hombre, que a su antojo lo dominan. Y la madurez le rememora la dureza de la realidad cotidiana para un ser común:

 

«Tengo mujer e hijos.

[…]

Cuentas y cuentos.

[…]

Voy y vengo de casa al trabajo.

Vivo. Muero».

    Así, en esta sesión autoanalítica que es la primera parte de Ruiseñor perdido en el lenguaje, resulta lógico que aparezcan desgranados los misterios que siguen preocupando al poeta. El pasado que se parece a un museo, donde se guardan recuerdos de vivencias perdidas en el tiempo que la muerte se ha encargado de convertir en simples restos arqueológicos. La existencia de una sobrerrealidad que es ocupada por el espíritu de los antepasados y permanece en los lugares donde habitaron. El dolor que ha soportado el ser humano a lo largo de la historia, acosado y perseguido por sus semejantes. La decepción ante el fracaso de las relaciones humanas, que ha provocado demasiado sufrimiento gratuito. El temor a una realidad preocupante y a un futuro incierto a manos de un destino caprichoso e incontrolable para el ser humano, que se ve arrastrado a la sumisión de pedir al cielo un auxilio que nunca llega. La desorientación a que está abocada la humanidad entera, acosada por el tiempo. La realidad de una vida extremadamente corta:

«Me falta tiempo.

Lo he perdido hablando.

[…]

Se resume la vida

y cabe en un pequeño espacio».

 

    Y al final de cada versículo, donde recoge estas preocupaciones, aparece el estribillo «Juego. Me canso”. El primer concepto se refiere al recuerdo de sus juegos infantiles, cuando correteaba sin preocupaciones por el barrio de San Mateo de Cáceres. También traduce la ironía de la vida que aparentemente es un juego, pero en realidad se trata de un drama porque siempre finaliza con una derrota ante la muerte. Además, la existencia es un juego patético donde el ser humano se ve forzado a participar, aunque sea consciente de que se trata de una actividad macabra con un final trágico. Y «Me canso» alude al cansancio físico, que le ha provocado el peso del tiempo, su lucha espiritual por encontrar respuestas y el fracaso que lo invade.

    Los catorce «Poemas de amor para la muerte” también suponen una insistencia en los temas trascendentes que impregnan toda la poesía de Jesús Delgado Valhondo, aunque ahora están enmarcados con la forma clásica del soneto y en la tradición lírica más representativa en congeniar contrarios (vida – amor – esperanza / muerte – dolor – desencanto), que recuerda a la concepción quevediana del amor más allá de la muerte. El amor, que aparece en los sonetos, distingue las dos vertientes de este poderoso sentimiento humano: la divina y la humana. Así el primer soneto, «Esta mañana», es la exposición de los deseos místicos de volver a Dios, desde la falta de pasión por la divinidad que le provoca su actual escepticismo («Busco el ayer para volver contigo / y comulgar de nuevo con tu aliento. / Estar varado en la pasión me siento»). En cambio, el soneto «Te conocí cuando olvidé nombrarte» es el recuerdo de la pasión amorosa («cabalgadura / de noches desbocadas») que quiere rescatar del olvido para recuperar su vida sentimental y soportar su soledad, en el soneto ”Temo al mendigo que bendice”, llenando su espíritu de esperanza en el amor («Amor que de labios me llenas / la vida entera del almario»). Sin embargo, en el soneto «Libro mi corazón para la duda», la solución filosófica del amor que vence a la muerte le resulta pura teoría, porque no logra tranquilizarlo cuando se enfrenta a sus dudas («morirme / y no saber la pena de quién era») y a su desorientación:

«he de irme

sin saber dónde está la primavera».

 

    La conclusión, a la que llega el poeta en el soneto «Cima de la libertad», es que el amor no logra superar la muerte porque antes es destruido por el tiempo, que ya ha hecho desaparecer a los receptores de su pasión amorosa, su amada y Dios (“Almas, ahora, cayendo del cielo de la vida, / el aire las recoge en un rincón perdido / de la tierra hacia dentro, allá donde la herida // sangra y es tan profundo como el primer olvido”). Así la muerte no sólo consigue destruir al amor sino también enamorar al poeta hasta el punto de que la desaparición de su amada, en el soneto «Me enamoró la muerte de manera», lo lleva a desear la muerte arrastrado por el dolor que sintió al perderla («Me enamoró la muerte de manera / que nada yo veía sino muerte. / Un motivo especial para quererte.»). Por esta razón, en el soneto «Ortigal oscuro», el poeta piensa que el final de su existencia es como una despedida amorosa definitiva, sin posibilidad alguna de trascender su amor más allá de ese fatal y triste momento, tras el cual será un simple espíritu errante caminando con la carga de sus anhelos insatisfechos:

 

«Al despedirme al borde del sendero

levantaré mirada sollozante

para decirte adiós y que te quiero».

    Como consecuencia, en el soneto «Rosas en el ocaso», reaparece la melancolía agravada en el otoño (soneto «Órgano de otoño»), que metafóricamente se refiere a la etapa crepuscular de su existencia, el paso previo a su extinción. De ahí que este arraigo melancólico se observe más nítidamente en el soneto «Noviembre otra vez», donde el poeta sufre más el peso de su triste papel en la existencia en este mes tan negativo para su ánimo:

«su voz cabe

en mi amarga dramática careta».

 

    Esta melancolía aumenta un grado más cuando la vuelta al pasado trae a su mente, en el soneto «Árbol solo», recuerdos dulces de su niñez y de una época feliz («subiendo por mis años, / lejos, despacio y amorosamente»), que desapareció con su enfermedad infantil y logró convertirlo en un ser solitario y escéptico. Al final, el poeta desemboca en un determinismo fatalista, pues todo queda como estaba: el amor no es solución alguna para vencer al tiempo ni a la muerte, ni existe forma humana de explicar el misterio de la existencia. Así lo expone el poeta desorientado y melancólico en el soneto «Me están llamando desde África”:

«y siempre igual, distinto, fiel, incierto

misterioso poema de mi vida».

 

    La influencia de la poesía de la época, en la primera parte de Ruiseñor perdido en el lenguaje, se observa en la forma de expresión narrativo-descriptiva, que usa el poeta para realizar el repaso de su vida. No obstante, presenta una diferencia con el modo expresivo del libro anterior, pues su largo discurso es parcelado con un recurso tradicional, el estribillo, en una sucesión de versículos y, en la segunda, con el soneto que es un poema culto y breve. Así consigue congeniar las influencias de la tradición tanto culta como popular y, a la vez, de la modernidad.

    En la segunda parte, existe una influencia consciente de Quevedo en el mismo título («Poemas de amor para la muerte») y en otros dos momentos («loca pasión del ser donde quisiera / consumirte en la muerte a que me induces» y «Pronto clamor de campo en el invierno / me cubrirá de ahogados los sentidos, / me llevará el otoño hacia la muerte»[372]). Además, se localiza una influencia de Miguel Hernández en el uso del infinitivo con enclítico («sostenerte, contenerte»[373]) y de la imagen del toro:

 

«en una niebla absurda de toro y poderío»[374]

«Oh toro, estopa y son, oh triste duelo

en la alcoba de un triste hospedaje»[375].

    En cuanto al estilo de Ruiseñor perdido en el lenguaje, «Jesús Delgado» rescata de su pasado la expresión directa y el tono confidencial, después de dos libros de lenguaje surrealista. Esa proximidad se observa en el uso de expresiones comunes cuando desea reafirmar su condición de hombre cualquiera («Me levanto temprano … Bebo vino … […] Soy un hombre bueno del pueblo llano”) o en el empleo de otras frases del juego de cartas con las que denuncia la sujeción de su vida a un destino caprichoso («Barajan … vuelven a trabajar las cartas … de nuevo barajan”). Pero, a pesar de esta vuelta a un lenguaje llano, no retorna con la misma decisión al significado diáfano de sus primeros libros, pues su discurrir en los momentos más angustiosos se puebla de imágenes oníricas:

 

“Encuentro un muerto a media altura

[…]

El muerto puede ser

un ángel que se quedó volando.

Un insecto gigante, una gris porcelana,

un vino santificado,”.

    En esta parte destaca el esfuerzo de síntesis realizado por el poeta empleando simples sustantivos («Vitrinas. Urnas. / […] / Voces. Palabras»), adjetivos («Muy triste. Muy lejano») y verbos unioracionales («Vivo. Muero. / Me acerco. Me distancio») que indican, por un lado, el afianzamiento de la poesía esencial en su lírica y, por otro, una forma de recuperar su pasado a través de un lenguaje parecido al de su niñez. El empeño de concisión también es patente en el comienzo abrupto («Estuve en otro sitio. / Otra manera de vivir […]»), la expresión entrecortada por signos de puntuación, estructuras binarias y terciarias («Fantasmas. Espejos. / Retratos. / […] / Entro en mi celosía. / Salgo. Me libero») y las pausas acusadas que cortan el verso para dejar por un momento aislados conceptos sugerentes («Me divierto. Me entristezco»). La pausa más contundente, por su repetición, es la del estribillo que marca el final de cada reflexión aislándola del resto, invita a la meditación cada cierto tiempo e incide repetidamente en la idea del juego y del cansancio:

 

“Vivo. Muero.

Me acerco. Me distancio.

Juego. Me canso”.

   Como corresponde a un repaso vital, la primera parte del libro, «Jesús Delgado», está expuesta en forma autobiográfica, que se hace más directa por la supresión del pronombre personal de primera persona y por el uso exhaustivo de verbos (generalmente en presente) que soportan la acción del poema («Estuve … he visto … Paso … Salgo … me quedo … pienso … Juego. Me canso») . De este modo sitúa al lector en un presente actualísimo como si el libro se estuviera escribiendo a la par que lo lee. También es muy abundante el empleo de gerundios («Contando no doy abasto / de aquí para allá en otra sala / y en otra, vagando»), que imprimen dinamismo al discurso, y el uso de participios en función de adjetivos que remarcan la tristeza por el tiempo ido:

 

«con llanto evaporado.

[…]

Rezos amontonados

[…]

Piedras dormidas».

    Los «Sonetos de amor para la muerte» presentan, en un principio, un tono místico que poco a poco se va impregnando de melancolía y termina por convertirse en angustia, cuando el poeta no consigue trascender la muerte con el amor. Los sonetos tienen una expresión intelectual, que los hacen menos comprensibles. Sin embargo, son el resultado del equilibrio entre humanidad y lirismo que consigue el poeta, a pesar de su angustia, controlando su impulso anímico a base de la evocación y la sugerencia:

 

«Torpe mi niño. Ingenuos desengaños.

Piso caídos tiempos. Mi inocente.

Pobrecito. Vive y está yacente.

Cambia dolor por juguetes extraños»[376].

    La primera parte de Ruiseñor perdido en el lenguaje está compuesta en versos libres con rima asonante a-o (unas veces, en los pares como el romance y, otras, a gusto del poeta) y con el citado estribillo («Juego. Me canso»). Los versos de la primera parte tienen una extensión breve (bisílabos … pentasílabos) o media (hexasílabos … decasílabos) y predominan los trisílabos, pentasílabos y heptasílabos. Únicamente emplea los metros extensos, cuando necesita expresar fuertes emociones: nostalgia del pasado («a oscuras, a medias, en las fotografías»), angustia («Se multiplican y crecen los cadáveres»), anhelos («Lo he soñado. Cuando venga el nuevo día»), ternura («Me mira y me pregunta si me duele algo») o preocupación por el tiempo:

«Me muero a chorros, Jesús Delgado».

 

    La segunda parte son catorce sonetos en endecasílabos, excepto el segundo, «Temo al mendigo que bendice», que se encuentra medido en eneasílabos y, el séptimo «Cima de libertad», en alejandrinos. Estos poemas presentan cuatro formas distintas de distribución en la rima: 1)ABBA / ABBA / CDE / CDE («Te conocí cuando olvidé nombrarte»). 2)ABBA / ABBA / CDE / DCE («Me enamoró la muerte de manera»). 3)ABBA / BAAB / CDE / CDE («Libro mi corazón para la duda», «Rosas en el ocaso», «Órgano de otoño» y «Noviembre otra vez»). 4)ABBA / BAAB / CDC / DCD («Esta mañana», «Temo al mendigo que bendice», «Tu nombre», «Cima de libertad», «Árbol solo», «Ortigal oscuro», «Noche con mujer dormida en el paisaje, y no llegar» y «Me están llamando desde África»).

    A pesar de la tendencia hacia la contención, resulta fácil encontrar imágenes como «Paso páginas del libro de mi historia», «Estreno juventud» o «Es una nube negra que se mueve / hacia un inagotable ocaso», donde el poeta muestra el cúmulo de intranquilidades, que invaden sus recuerdos. También emplea metáforas para definir sutilmente apreciaciones de los sentidos («Mi novia, primavera, / abril y mayo»), anáforas con el fin de subrayar sus anhelos («Otra manera de vivir, acaso / otra forma, / otro corazón soñado,»), símiles acumulados que indican el paso fugaz del tiempo («Transcurren días / como si fuesen años. / Pasan años como si fuesen siglos alados»), hipérboles que muestran su visión negativa de la existencia («Miles y miles de pájaros») y estructuras binarias («Tengo mujer. Tengo hijos. / […] / Hago versos. Amo. / […] / Juego. Me canso») y terciarias («manos / blancas, finas, frías». «labios / rojos, dulces, frutales») que imprimen contundencia.

    En los sonetos, las imágenes y recursos literarios no son empleados para crear naturalidad sino para producir lirismo. Así se hallan imágenes que transmiten su desorientación (“Estar varado en la pasión me siento / oculto barco mar de mi castigo»), metáforas que materializan conceptos difíciles de explicar («fuiste calentura / de la imaginación […] / tu cintura, / callada vocación») y encabalgamientos que contribuyen a conseguir una mayor sugerencia, dividiendo el sintagma formado por sustantivo más complemento del nombre, en todas sus formas posibles desde el encabalgamiento suave («posa el ave / de la imagen palabra,») al branquistiquio («y muere el cielo / del mar.»), pasando por el encabalgamiento abrupto («los peldaños / de luz a luz,»). Se localizan también otros tipos de sirremas que dividen el sintagma adjetivo más sustantivo o viceversa («en una quieta / rama de luna y huertos, […] / […] en la llama como vino / tinto a la sombra»), y el encabalgamiento oracional:

«una azucena

que huele a ti».

 

    Las dos partes en que se divide Ruiseñor perdido en el lenguaje tienen una estructura interna, pues en la primera el hilo discursivo trata la niñez, adolescencia, juventud y madurez y, en la segunda, los sonetos se encuentran distribuidos en tres momentos significativos: Nostalgia de aquel tiempo cuando sintió amor a Dios y amor humano (primer soneto). Constatación de la imposibilidad de conseguirlo por el tiempo y la muerte (desde el segundo al undécimo soneto). Y decepción, desorientación y soledad (los tres últimos sonetos). La presencia del amor y de la muerte relaciona ambas partes y confiere unidad al conjunto.

    Ruiseñor perdido en el lenguaje es una mezcla de tradición (popular y culta) y renovación (modernidad), donde Jesús Delgado Valhondo ha llegado a un punto de su evolución desde el que domina todas las variantes de la técnica lírica y puede permitirse el lujo de mezclarlas a placer, sin que la humanidad del conjunto se resienta y, además, gane en altura lírica: «Tu obra, en cambio, es ejemplar en muchos sentidos, y la has ido haciendo sin necesidad de corifeos y sin tener que buscarte apoyos interesados en los cenáculos madrileños»[377].

 

     LOS ANÓNIMOS DEL CORO

      (1988)

    Este libro de poemas es la reivindicación que realiza Jesús Delgado Valhondo de la importancia que cada ser humano, a pesar de su imperfección y su caducidad, debía tener en el concierto de la historia que, en teoría, contribuye a formar con su trágica experiencia y, sin embargo, en la práctica, sólo supone una insignificante contribución a su discurrir temporal. También este poemario contiene una denuncia del triste papel que el hombre común se ve obligado a representar en el teatro del mundo no como protagonista sino como parte de la masa de seres solitarios y sin identidad que forman su coro.

    El origen de Los anónimos del coro se encuentra en la estrecha relación que el poeta establece con el espacio histórico del teatro romano de Mérida en el lustro de 1960 a 1965, cuando reside en su ciudad natal, y en la importancia que tuvieron las ruinas para un alma sensible y trascendente como la suya:

    «Cuando el hombre siente bajo sus pies y sobre su espíritu ruinas históricas […] Siente con toda intensidad una emoción histórica […] una evocación sublime. Un sentimiento religioso que le capacita para ver y escuchar el tiempo que se marchó»[378].

    La imagen de los anónimos del coro arraiga en la mente de Valhondo cuando, en su época de madurez, se produce un aumento de su nostalgia por el pasado y siente deseos de conectar con sus orígenes a través de una frecuencia especial. De esta manera creía sintonizar con el espíritu de sus antepasados, que en el crepúsculo vespertino deambulaban entre las ruinas del teatro romano:

    «[…] un atardecer de septiembre descubre el cronista, que intentaba ser el poeta de su vida temblando una inefable luz en el fondo de la escena. Allí, donde Mérida, mansión de historia, arde y es consumida lentamente por la caída de la tarde y el inicio del anochecer»[379].

 

    Los anónimos del coro, que fue editado entre las páginas 315 y 346 de Poesía, se abre con la dedicatoria del autor a Fernando Lázaro Carreter y Ricardo Senabre, en agradecimiento al aprecio que, como poeta, estos profesores le manifestaban y a la entrañable amistad que mantenían. Debajo aparecen dos citas: una de Antonio Machado (“He vuelto a ver los álamos dorados / […] / Estos chopos del río, que acompañan / con el sonido de sus hojas secas») y otra de Juan Ramón Jiménez («entre las quietas hojas amarillas, / a una música inmensa, / como un incendio de pesar sin fin»), que contienen resonancias de la sobrerrealidad captadas por la sensibilidad lírica de estos poetas. Lo mismo sucede en Los anónimos del coro, donde Valhondo escucha en las ruinas una especie de melodía que recoge en el mismo título del libro y en el de la primera parte («El otoño es un órgano que toca, solemnemente, Dios»), donde la divinidad marca el ritmo de la naturaleza, representada ahora en el otoño.

    La primera parte comienza con un poema titulado «Desde antes», donde el poeta logra captar el espíritu de las personas que existieron entre aquellas piedras milenarias y ahora, cuando la luz del día es oscurecida lentamente por las sombras de la noche, vuelven a poblar los lugares que habitaron como anónimos del coro (“Muchos vuelven en busca de sus bocas / […] / Otros escudriñan notas que perdieron”). En el segundo poema, que no tiene título[380], el poeta continúa con su visión en este tiempo único de comienzos del otoño cuando se produce el prodigio («los dioses vuelven la cara / […] / caminan torsos lumínicos / […] / Bajan hasta el renunciamiento / las sagradas estampas del relámpago. / El crepúsculo proyecta su película»[381]). El tercer poema, «El túnel», se basa en el hecho real de cuando Jesús Delgado Valhondo se atrevió a entrar el primero en una alcantarilla romana recién abierta para respirar su atmósfera de siglos y reencontrarse con su pasado. De este modo intentaba conocerse a sí mismo pues creía que el hombre sin historia era un ser incompleto:

 

“Entramos en nuestro menesteroso

y dramático misterio al contemplarnos.

Vagamos en un cauce que nos lleva

a la peregrina ambición, de día festivo,

que estrenar en fiesta inverosímil”.

    Sin embargo, su deseo de encontrarse con la resolución de algún enigma resulta frustrado porque, como miembro de una sociedad que vive de espaldas a la historia, se ha mantenido ignorante de su pasado. Esta ceguera le impide alumbrar su conciencia que ni siquiera le permite entender el enigma de su propia existencia, pero, finalmente por no caer en el abandono, se autoconvence de que es posible que un día encuentre respuestas:

 

«Cuando consiga desentrañar asuntos,

que me preocupan contemplándome,

me sentaré a la orilla de la celebración

a escuchar el órgano del otoño

mientras el incienso

va dorando un retablo

de palabras antiguas”.

    En el poema «Palacio de sentidos», el poeta comunica su estremecimiento ante el cambio sufrido por su cuerpo ante la influencia negativa del tiempo, que se hace preocupante en los últimos años de su vida («Miro mi fotografía / y me echo a temblar / como si resucitase en invierno»), y las vacilaciones soportadas en su espíritu por emociones inconfesables, que lo convierten en un desconocido ante los demás. Por esta causa, se siente más seguro refugiado en su conciencia donde se halla más cerca de la divinidad, aunque sólo sea por un momento. Pero, cuando sale de ese instante ideal, se topa con la cruda realidad que, tras su esplendor, guarda trampas y no muestra su verdadera cara, porque en realidad no es un ser trascendente, sino un anónimo más, inseguro y desorientado, que se encuentra a merced de la muerte constantemente angustiado:

 

«Belleza muerta y sin aristas,

cuerpo resplandeciente,

donde me ahogo todos los días

[…] para llevarme

no sé bien a qué sitio

donde todo está a punto

según dicen”.

    En el «Dolor del jardín», el poema siguiente, la tristeza que le produce el día se acentúa porque su anhelo de buscar nuevos horizontes ha desaparecido. Este es el motivo de que todo en el jardín se puebla de angustia y de mendigantes anónimos del coro que preguntan por su identidad, pero nadie sabe responder. Ante esta desorientación general, se produce un doloroso estremecimiento que se observa incluso en el silencio del jilguero, símbolo de la alegría y la libertad, que ha sufrido el trágico efecto de la muerte:

«Tiembla el canto de un jilguero

como lámpara mágica”.

 

    El título de la segunda parte, «Se funden siglos en un solo día», que se explica en el primer poema denominado «¿Adónde?», indica la preocupación del poeta por el paso del tiempo, que nota su existencia comprimida en un momento. Por si fuera poco, la muerte continúa siendo un enigma indescifrable, pues ve cómo personas a punto de morir afrontan este paso tan dramático como si fueran a un lugar conocido («Hay quien dice: ‘Me voy’ «[382]) y otras se marchan como si se tratara de un paso intrascendente (“Y quien se va con el que tiene / que dar un recado a la mujer del otro”). Estas actitudes hacen recapacitar al poeta sobre el hecho de que la muerte puede ser una circunstancia natural como la misma vida y entonces no existe motivo para temerla, porque es la puerta de la verdadera existencia. Sin embargo, el ser humano quiere ser eterno, pero pasando por ese trago amargo sin sentirlo, y se deja llevar por interpretaciones que responden a intereses particulares y no sirven para orientarlo.

    El poema «La escena» se refiere metafóricamente a la del teatro, pero en realidad trata de la escena en que se desarrolla la vida del poeta, donde continúa con su tremenda preocupación porque su sensibilidad lo hace sentir en exceso el paso del tiempo y el peso de la muerte, mientras los demás no entienden, inconscientes, sus hondas preocupaciones que parecen ser sólo suyas. La única solución que halla es evadirse de la tensión acumulada: “(Me voy conmigo mismo / a beberme un vaso de vino / a la taberna del Apóstol»). Pero después no puede eludir la contemplación de la muchedumbre vagando desorientada y concluye en la estremecedora realidad de que el hombre es un ser para la muerte:

 

“Haciéndose de sí mismo

solitario refugio de recuerdos

[…]

hasta dar con el límite

escandaloso de su vida

en la mentira del tiempo

(Y del fin)”.

    La tercera parte, titulada «La escalera de la palabra», analiza los aspectos que intervienen en la configuración de la palabra. Para ello sigue una progresión inversa comenzando por el peldaño superior de la escalera hasta llegar al más bajo, donde se encuentran las palabras más simples y primitivas (los pronombres personales). La finalidad que persigue el poeta con este análisis es la búsqueda del significado justo de la palabra para conseguir la transmisión de sus sentimientos con la misma sutileza y exactitud que los capta en su conciencia.

    La idea central se resume en el primer poema, «La vocación de la palabra», título que debe ser entendido como “la llamada de la palabra”, esa atracción irresistible que lo arrastra a buscar el concepto exacto para transmitir ciertos sentimientos, porque se han perdido en el tiempo o no sabe si es una imposibilidad del presente, porque la vida se le ha pasado en un instante o es simplemente la necesidad de traer al momento actual recuerdos pretéritos (“O estoy construyendo / una nueva vivienda / donde habitar futuros del pasado”).

    En el resto de los poemas, aparecen otros aspectos que le preocupan de la palabra como su capacidad para crear ilusiones y el misterio con que domina al poeta, o bien le resultan atrayentes como el pasado perdido en el tiempo, la certeza de que hubo un momento “Cuando no hacía falta / palabra alguna para deducirse» o el enigma de «Los pronombres personales» y su deseo de definirlos. «Yo» es la soledad, el aislamiento y el desconcierto de encontrarse a sí mismo. «Tú» es abrirse a otro, vivir a su compás, notar su presencia y su silencio. Y «Él» es el tercero en discordia, el que no conocemos, el anónimo a quien cargamos nuestros traumas:

«La culpa es siempre suya.

La novela y el humo».

 

    La cuarta parte se titula «Jaula de atardecer» y está presidida por la cita de San Lucas 7, 38 que cuenta el episodio de Jesucristo perdonando a la Magdalena. Contiene una reivindicación de la dignidad de las prostitutas, pues el poeta las concibe como seres plenos con anhelos, circunstancias, conciencia y un cuerpo que cumple una función social ayudando a calmar el deseo humano (una especie de dolor) con la entrega amorosa, ante el desprecio de los demás. Esta reivindicación tiene un sentido espiritual, pues las prostitutas alivian el dolor humano en un acto que es ejemplo de la caridad que se debe dar entre los humanos, porque con él consuelan a los hombres necesitados de amor y le ofrecen comprensión como Jesucristo a la Magdalena.

    El origen de esta actitud solidaria se encuentra en la antigua preocupación de Jesús Delgado Valhondo por los seres marginales (el loco, el tonto, la beata)[383] que se acentúa, en el caso de la prostituta, en aquella época que pasa junto a su hijo Fernando en el hospital y recibe el apoyo moral de estas mujeres, que se apostaban en las calles aledañas para ejercer su oficio. Esta circunstancia lo lleva a advertir que también son personas con deseos e intranquilidades, anónimos del coro, en definitiva, que ofrecen consuelo y, a cambio, sólo reciben el desprecio de sus semejantes. Sin embargo, la prostituta responde a un misterioso destino cumpliendo una voluntad divina, que la mantiene prisionera en esa espera inacabable del atardecer, cuando se sitúa en su lugar habitual para ejercer la venta de su cuerpo y repartir compasión entre los necesitados de amor:

 

«Y fue nueva Verónica en los caminos

de hombres perseguidos,

de hombres indignos».

 

    Pero, a pesar de calmar el deseo y de contribuir decididamente a mitigar el dolor del mundo, la prostituta sólo encuentra el abandono y la soledad, que se le hace más patente y angustioso cuando el tiempo la va minando y su cuerpo termina sirviendo sólo para calmar a menesterosos. Es entonces cuando se siente más vulnerable, comienza a sufrir las consecuencias de un oficio moralmente miserable y nota físicamente que nadie requiere su servicio. La niña que fue desaparece en la memoria del tiempo y la prostituta queda sola para terminar, finalmente, en una tumba olvidada de cualquier cementerio (“A Carmen le pusieron un clavel de tela. / A José una corona de crisantemos. / Y a ella, una prostituta, / un manojo de olvidos amarillos”). Este es el epílogo de la existencia de la prostituta, que el poeta recoge en tres poemas cortos al final de esta parte: «Fábula del recuerdo», «Fábula olvidada» y «En este pequeño cementerio de aldea».

    En Los anónimos del coro Jesús Delgado Valhondo se reinstala en el surrealismo y rinde tributo a tres destacados poetas de la generación del 27: a Lorca, en la creatividad y elegancia de las imágenes; a Alberti, en el tono desgarrador de los momentos de desencanto y a Dámaso Alonso, en el discurso lento y misterioso de la última parte, sobre todo;

 

“Bajó el amanecer a verla.

Había envilecido su piel

y le cubría un purísimo azul

en jaula de alborada.

Liberándose nacía virginal.

Nuevos deseos.

Permanente ascensión”.

    También se encuentran referencias de la poesía narrativo-descriptiva (excepto en la tercera parte) en la exposición reflexiva que sigue el discurso, unas veces, narrando lo que sucede y, otras, descubriendo el estado de ánimo de sus protagonistas o el propio. Además, sorprendentemente se halla un parecido con el estilo narrativo que Bécquer hizo característico de sus leyendas en el poema sin título de la primera parte, cuando el espacio del teatro romano comienza a llenarse de anónimos del coro.

    Se detecta también una influencia modernista en la melancolía otoñal, los jardines inmaculados (pero tristes) y el crepúsculo que se lleva los colores del día. También se observa una preocupación cercana a la generación del 98 por la intrahistoria cuando elige como protagonistas del libro a los seres anónimos que ayudan con su propia vida a construir la historia. Y, en la cuarta parte «Jaula del atardecer», aparece una influencia del naturalismo en la forma de ahondar, por un lado, en la cruda realidad de la prostitución y, por otro, en la soledad de una prostituta anónima.

    En Los anónimos del coro, el estilo vuelve a ser el característico de Jesús Delgado Valhondo en esta penúltima etapa de su obra poética, aunque resulta difícil entenderlo en ciertos momentos porque, al profundizar en el mundo de la irrealidad, su lenguaje se acerca a la escritura automática. El tono sigue siendo confidencial, implicador e intimista, de tal manera que continúa haciendo a los lectores partícipes de sus preocupaciones y anhelos. El vocabulario empleado es el propio del lenguaje común, que hace cierta la afirmación de que para entender su poesía no hace falta el diccionario. No obstante, el rasgo más característico del estilo de Los anónimos del coro es el empleo profuso de formas verbales, cuya finalidad es advertir el estado desconcertante en que se encuentra el poeta en esta etapa final de su vida:

    «Ocupo … Entramos … No sé desde cuándo … Nunca encuentro la salida … Si pudiera correr la cortina … Se manifiesta y se sucede … Se sentó … No sabía … Ella siempre esperaba …».

    En Los anónimos del coro, que está escrito en versículos, Valhondo emplea la extensión de sus versos para indicar los distintos momentos emocionales que vive. Así, en la primera parte que tiene versos muy extensos de hasta dieciséis sílabas, reduce su medida cuando se encuentra más afligido por el discurrir del tiempo y esta preocupante realidad le obliga a imprimir un ritmo más dinámico a su meditación («Palacio de sentidos»). La segunda parte baja la medida de sus versos hasta los alejandrinos y sitúa la media entre los heptasílabos y los eneasílabos, porque contiene una reflexión sobre la nefasta influencia que el tiempo ejerce en la tragedia humana.

    La tercera parte se conforma con versos cortos en torno a los heptasílabos, porque Valhondo olvida el tiempo y se centra en una meditación serena sobre la palabra intentando desentrañar el enigma de los tres conceptos básicos de la comunicación («Yo», «Tú», «Él») para comenzar desde el principio. Ese equilibrio emocional se manifiesta en la forma con la regularidad métrica de los tres poemas titulados «Los pronombres personales», que se encuentran escritos en heptasílabos y, además, cuentan con catorce, once y catorce versos respectivamente. En cambio, la cuarta parte mezcla versos de distintas medidas que se combinan para equilibrar la expresión unas veces siendo dulce con metros cortos, otras, anhelante con versos de extensión media y, otras, angustiado con metros extensos.

    Por tanto, Valhondo emplea el versículo porque le permite expresar su desconcierto espiritual sin la necesidad de la disciplina ni la calidez del principio de su obra. También muestra su capacidad de adaptación y evolución a una nueva forma que, carente de métrica y rima, debía sostenerla con ritmo interior y emoción sentida.

    En Los anónimos del coro los recursos literarios van encaminados a crear la atmósfera misteriosa de ese mundo mental indeterminado, donde se produce la reflexión del poeta: pronombres indefinidos para designar a los anónimos del coro, paradojas, expresiones inquietantes, imágenes creativas, símiles, metáforas, personificaciones, anáforas, encabalgamientos y frases entre paréntesis. Éste es el recurso más llamativo de Los anónimos del coro, pues aparecen a lo largo del poema como flashes mentales para indicar una vuelta del poeta a la realidad, y al final del libro, para expresar el deseo de instalarse en otra dimensión:

 

«(Al poeta le gustaría sumergirse

en un anochecer

confundido en el alba)».

    La estructuración de Los anónimos del coro es el aspecto más deficiente del libro porque se detectan desajustes en la composición, el contenido y la extensión de las partes. La causa de este desconcierto, inusual en Valhondo, se halla en que tenía sueltas e inéditas las cuatro partes y las reunió para aprovechar la ocasión de publicarlas en Poesía, bajo un título que les proporcionara la unidad que les faltaba.

    El mejor ejemplo del grado evolutivo al que llega Jesús Delgado Valhondo en Los anónimos del coro es la naturalidad y el dominio que muestra, tanto formal como significativamente, en el manejo del versículo y el lenguaje surrealista, mostrándose tan seguro y cómodo como en sus libros de corte más tradicional. Este hecho resulta paradójico porque su ánimo debía haberse resquebrajado ante tantas intranquilidades, pero sin embargo toma nuevos bríos y se presenta intacto, salvando las distancias, con la misma frescura y sentimiento de siempre.

 

    HUIR

    (1994)

    Huir es el testamento espiritual y lírico de Jesús Delgado Valhondo, donde recoge la justificación del escepticismo que lo invade en los últimos momentos de su existencia, un adiós a la vida, al ser humano y al mundo y la exposición de los motivos que lo empujan a huir. También Huir es la síntesis del contenido de su obra poética y, por tanto, de su experiencia como ser humano y como espíritu desde un punto de vista terminal.

    El título es un infinitivo que alarga la acción expresada y contiene ese fluir misterioso, que lo lleva de vuelta a su origen respondiendo a una poderosa atracción, instalada en su conciencia por el ser superior que le dio la vida. Sin embargo, tal vivencia le resulta contradictoria porque, en teoría, esa fuerza lo lleva a un final esperanzado (en el sentido cristiano de la existencia, la muerte es el comienzo de la vida eterna) y, sin embargo, en la práctica (después de tantos fracasos en su intento de llegar a Dios) siente que lo conduce directamente a la nada.

    El origen de Huir, humana y espiritualmente, se encuentra en el inicio de la existencia de Jesús Delgado Valhondo cuando comprueba su caducidad al sufrir aquella grave enfermedad que, durante varios años de su infancia, lo sitúa a las puertas de la muerte. Es, precisamente, en ese momento cuando comienza a gestarse en su conciencia la necesidad de huir de esa ingrata realidad para despojarse de la imperfección que soporta tan patentemente. Aunque en realidad, comienza su huida cuando baja de la Montaña (1957) solo, desorientado y convencido de que no hay otra solución posible que huir, y se manifiesta patentemente en sus libros posteriores[384].

     Huir, que siguió un largo proceso de maduración y de elaboración (la redacción definitiva presenta tachaduras y correcciones), fue publicado póstumamente el día 23 de abril de 1994 (diez meses exactos después de la muerte del poeta) por la editorial pacense Del oeste ediciones, en su Colección de Poesía Los libros del oeste, que inició su andadura con este significativo libro de poemas. La tirada fue de 1000 ejemplares[385].

    El prólogo de Santiago Castelo destaca la arrolladora personalidad de Jesús Delgado Valhondo y la trascendencia de Huir en su obra poética. A continuación, se incluye la dedicatoria al editor, Ángel Campos, y a su esposa y dos citas (“Me llevo lo que dejo” de Juan Ramón Jiménez y “Huir no es escapar. Pero solamente huyendo se escapa” de José Bergamín), que son la avanzadilla de otras que van a encabezar el 50% de los poemas del libro para orientar al lector sobre su contenido. Y, finalmente, aparecen las dieciséis composiciones del poemario[386], cuyos títulos son números que terminan con el denominado «Y dieciséis», punto final no sólo de una obra poética sino también de una intensa vida que, en aquel momento, se apagaba.

    Comienza Huir con el poeta intentando recuperar sus recuerdos, que se le han extraviado en la lejanía del tiempo y con ellos sus señas de identidad (“Me busco y me confundo, / aurora de mi infancia / de la que soy perdido[387]). No obstante, en alguna ocasión consigue recuperar un leve y fugaz recuerdo de aquellas vivencias que, sin embargo, le dejan una tristísima nostalgia por el tiempo ido, ya irrecuperable (“Desnudo otoño era / habitación de infancia / que asombro todavía. // Ay de aquella pantera / que vuelve a la fragancia / pasajera del día”[388]). Después, experiencias adversas como la desaparición de seres queridos, el contacto cercano con el sufrimiento de la gente, el materialismo y la pérdida del espíritu provocan que, en su madurez, fuera abrigando una idea desencantada de la condición humana, por su imperfección, y de la vida, por su velado misterio:

 

“Me parece la vida

un desdichado encuentro,

tormenta entre los árboles

el hombre y sus espejos”[389].

    Estos motivos explican que la existencia de Jesús Delgado Valhondo fuera una huida hacia adelante con el objetivo de aclarar las razones de tantas interrogantes. De tal manera que sus elucubraciones líricas se convierten en el relato de una búsqueda vacilante del ser superior, que guardaba las claves del dolor humano. La ocasión de materializar esta idea se le presenta en su viaje a Santander, pero la experiencia acaba en un rotundo fracaso:

 

“Lejos queda la cumbre,

monte que alegre arde

en cielo rojo, alarde

de inmensa muchedumbre”[390].

    Desde entonces irá acumulando razones para acometer la huida y justificar su necesidad de escapar de la vida: La realidad ingrata y desangelada. La inexistencia de una solución razonable a la tragedia humana. La desorientación, la soledad y la certeza de que nadie comprende su naufragio espiritual. La imposibilidad de autoconocerse en el laberinto del mundo y, por tanto, de descifrar razonadamente la realidad enigmática. La concepción de la existencia como una búsqueda de respuestas abocada al fracaso. El cansancio físico y espiritual, producido por la lucha entre su fe y su razón. El descubrimiento estremecedor de ser un hombre más, cuyas preocupaciones sólo le han servido para perder su tiempo. La insignificante huella que deja el ser humano común en la historia. Y la convicción de que, a pesar del fracaso de su búsqueda, el ser superior que le dio la vida lo está esperando y lo llama con una voz inefable que lo arrastra hacia su origen como si la huida estuviera impresa en la misma condición humana que, desde el principio, tiende misteriosamente a volver a su origen:

“No sé quién es,

pero me está esperando”[391].

 

    Estas consideraciones se acentúan con la conmoción sufrida en la Montaña, porque comprueba que en su pasado hay demasiados recuerdos dolorosos y nostalgias incurables y no puede volver atrás. Entonces únicamente le queda caminar en la otra dirección, hacia adelante, pero desesperanzado y solo (“Hombre que solo soy / cuerpo de no sé dónde / olvidado y atrás. // Y como todos voy / a una luz que me esconde / para siempre jamás”[392]). Ante esta dura realidad, el poeta se angustia porque advierte una verdad estremecedora: el hombre no tiene capacidad para resolver el misterio que envuelve la existencia humana, y él tampoco:

 

“NUNCA sabré quién soy

perdido en no sé dónde

que siempre está de más”[393].

    La existencia, por tanto, sólo le ofrece ser un mediocre sin identidad en un mundo incomprensible donde se ve obligado a cumplir el papel, que le ha tocado representar en la comedia universal de Dios, arrastrando la indignidad del sumiso que se limita a sobrevivir sin preguntarse nada (“Nunca jamás ahondes. / Nunca es siempre jamás”[394]). Pero ni siquiera contemporizando, la existencia deja de ser una pesadilla dolorosa, donde se encuentra atrapado a merced de la muerte (“Crepúsculo. Me hundo. / No tengo escapatoria”[395]). Finalmente, el poeta acaba desorientado por la incertidumbre sobre la inmortalidad (“Nadie contesta. Todos / dudan. Y yo también”[396]) y con la sensación de que es arrastrado irremisiblemente hacia el vacío:

“Uno más. No comprendo

en absoluto nada”[397].

 

    De esta preocupante ignorancia surge la necesidad de huir, porque no le queda más que hacer en la vida (“Huyo para escapar de lo que debo / a la vida que no fue ni acaso importa / que merezca la pena”[398]). No obstante, resulta alentador que no vaya de vacío, pues el poeta lleva en su espíritu un humilde (aunque sustancioso) bagaje, que contiene la impresión emocional producida por la obra de Dios, su cuerpo que es el soporte físico de su espíritu (una muestra de autoestima, pues lo aprecia a pesar de su deficiencia física y su condición mortal) y la satisfacción de regresar a un lugar que intuye ya conocido, aunque lo encuentre velado por el misterio:

 

“La emoción del paisaje me la llevo

y al hombre que me implanta y me soporta

y al milagro de huir donde volvía”[399].

    Sin embargo, esta sensación gratificante es pasajera y el poeta se ve empujado a huir, no sólo por los continuos reveses sufridos en su lucha espiritual sino por los deseos imperantes de alejarse de los despojos de su derrota (“Palabras del espejo / reflejaban fracaso / de vida y flor desnuda / de un tal Jesús Delgado”[400]). No obstante, esa fuerza misteriosa e incontenible que lo empuja irremisiblemente hasta la muerte, también lo anima a que fuera sin temor hacia algo (Dios, la Idea, un Ser supremo) que lo esperaba para cerrar el círculo de la vida (“Me reflejo en el agua. / Me lleva la corriente. / El mar está esperando, / sed de agua, a que llegue”[401]). Así se apartaba también de la realidad que sentía invadida por la desolación: “Río de sombras cruza la huerta, / mieles de menta y de avefría, / beso la seda de esquina incierta”[402]. Finalmente, Jesús Delgado Valhondo, aunque duda, responde a esa poderosa llamada y huye sin dramatismos a reintegrarse al núcleo del que se desgajó:

 

“No sé quién es

ni lo que quiere,

pero me está esperando.

[…]

Por eso voy,

porque me está esperando”[403].

   Después del último poema Valhondo incluye, a modo de epílogo, una despedida donde cita a varias personas y unas circunstancias ligadas a ellas que, de algún modo, resumen sus sentimientos más preocupantes y tiernos:

    «Al terminar este poemario, esta huida, yo quiero recordar a mi amigo el poeta y escritor José María Osuna, que se me murió casi sin darme cuenta; a Jaime Álvarez Buiza a quien, ni él sabe que lo quiero como a un hijo; a Ángel Sánchez Pascual que le pasó lo que a mí, quiso poetizar la política y lo echaron; a Pecellín a quien me hubiera gustado darle clases de lo que no sé de poesía, y a ese dios, más o menos pequeño, que somos cada uno de los hombres, y a don Nadie, que es un tío que siempre está en candelero y que a mí me hace mucha gracia y mucho bien».

    Las influencias que se encuentran en Huir proceden de la tradición. Concretamente del deseo de unión con Dios que, a través de las vías místicas, San Juan de la Cruz describe en su poesía y de la necesidad de alejarse de los problemas de la existencia cotidiana, que Fray Luis de León expone en su poema “A la vida retirada”.

    El estilo de Huir resulta sorprendente porque, en su último libro, Jesús Delgado Valhondo usa toda la experiencia que había acumulado con el lenguaje. Continúa siendo directo, sincero, sentido y natural y, a la vez, sugiere más que dice, insinúa, insiste, crea con una expresión cercana al surrealismo. Huir es un compendio de su poesía esencial, plagada de sintagmas cortos muy sugerentes; encabalgamientos que suspenden la acción dejando pausas pronunciadas; formas verbales empleadas libre y variadamente; metros y ritmos que imprimen dinamismo a la expresión y fórmulas implicadoras traducidas en un lenguaje inquietante que, sin embargo, nunca deja de ser lírico:

«Se me va de las manos

la cruz del universo»[404].

 

    El primer detalle que se advierte cuando se analiza la métrica de Huir, es la vuelta de Jesús Delgado Valhondo a las formas tradicionales y cultas de la métrica regular. Los poemas de Huir están escritos en heptasílabos (13 poemas), eneasílabos («Ocho»), endecasílabos («Once») y en una mezcla de pentasílabos a eneasílabos («Y dieciséis»). La rima es consonante en los poemas con forma culta y asonante en los dispuestos tradicionalmente. Esta regularidad métrica y rítmica produce estrofas (tercerillas -”Seis”-) y poemas conocidos: sonetillos («Uno», «Dos», «Tres», «Cuatro», «Cinco», «Siete); soneto (“Ocho» en eneasílabos, “Once”, en endecasílabos) y romance endecha («Nueve”, “Diez», «Trece», «Catorce», «Quince»). Sin embargo, Valhondo intercala varias muestras de su independencia como en el poema «Nueve» que tiene rima “a-o” en la primera parte y “-é” en la segunda y tercera o el “Doce” que está medido, pero la rima sólo aparece en el verso final de cada estrofa.

    No obstante, en Huir hay un predominio de la regularidad y de sus formas más dinámicas para transmitir clara y disciplinadamente la verdad de su emoción y la sutileza del que se prepara para morir, apoyándose en formas tradicionales y cultas. A la vez se observa que Valhondo quiere aparecer en el último libro de su obra poética como un poeta innovador y seguro del manejo de su palabra y de su técnica.

    Jesús Delgado Valhondo, en Huir, emplea abundantes medios líricos pues, a pesar del momento delicado que vive, es consciente de que se está expresando en forma poética. El libro tiene un comienzo abrupto marcado con un hipérbaton que sin dilación introduce en el tema («Es mi vida …») y muestra el intimismo que va a presidir el libro y el presente actualísimo en que se encuentra. Estas características se acentúan en el resto del poemario con el uso preferente de la primera persona sin pronombre personal («Busco … Me busco y me confundo … Beso … Huyo … Uso … me abriga … Voy …»), la omisión del verbo («Cuántas colmenas. Hueca voz de espanto. / […] / Niño. Mujer extraña”), las formas impersonales («hizo estación celada». «Se perdió la partida»), los polisíndetos («en un árbol de hiel y miel y canto / […] / y al hombre que me implanta y me soporta / y al milagro»), las anáforas («Nunca jamás ahondes. / Nunca es siempre jamás»), las paradojas («Un nadie siempre es alguien»), las metáforas («el hombre, musical nota pálida») y los encabalgamientos:

 

«Una circunferencia

de sueños la jornada

[…]

jardín de mi memoria

que silencio envolvía».

    Y, por último, llama la atención el uso insistente de citas (“Me llevo lo que dejo”, J.R.J. “Huir no es escapar. Pero solamente huyendo se escapa”, José Bergamín -ambas presiden el libro-. «Formas de huir …», J.R.J., “Dos”. “Todavía es tarde para huir”, Luis Landero, “Seis”. «La huida victoriosa», José Bergamín, “Nueve”. “Huye, que sólo el que huye escapa”, Fray Luis de León, “Once”) y notas (“Y ellos, ¿dónde están? / Los de la fotografía, claro, / ¿dónde ríen, lloran, gozan, penan, / duelen, y comen y aman y juegan / y se cansan? / Los de la fotografía ¿Adónde han ido?», “Tres”. «Huye el fuego, avanzando …», “Cuatro”. » ‘Me voy’, me decía Luis Álvarez Lencero, antes de morir. Y se fue. ¿Adónde habrá ido?», «Cinco». «Me dijo: ‘Te dejo, me voy a un ballet’ «, “Doce”. “En la encina del monte a mí mismo me espero”, “Trece”. “Se está haciendo tarde”, “Y dieciséis”). El empleo de estos medios tiene el objetivo de crear una atmósfera cargada de angustia y, como consecuencia, una opinión favorable a su decisión de huir. Ciertamente el poeta consigue esta finalidad pues Huir es un poemario tan intenso que ha llevado a Jaime Álvarez Buiza a definirlo como un «libro estremecedor que pesa 84 años”.

    Aunque estructuralmente Huir se divide en dieciséis poemas, donde el poeta va desgranando vivencias desde su infancia al momento de la huida, significativamente su contenido está distribuido en tres partes: 1ª)Insiste con tristeza en la lejanía de sus recuerdos y padece la melancolía causada por la imposibilidad de rescatarlos («Uno», «Dos», «Tres»). 2ª)Describe la evolución espiritual seguida desde su fracaso de la Montaña («Cuatro»), que lo lleva al intento de resolver sin éxito el misterio del destino humano («Cinco») y, como consecuencia, a la falta de identidad («Seis»), la desorientación («Siete»), el desencanto («Ocho»), la duda («Nueve»), el enigma de la existencia («Diez») y la angustia vital («Once»), que lo hacen tener en el presente una triste concepción de la vida («Doce» y «Trece»), lo arrastran irremisiblemente a su final («Catorce») y a concebir su existencia como un fracaso («Quince»). 3ª)Por último, el poeta se decide a no demorar más su huida (“Y dieciséis”).

    Huir, por tanto, supone el cierre perfecto de la obra poética de Jesús Delgado Valhondo, porque es el punto y final de su estructuración coherente y de una evolución significativa que está de acuerdo con unas etapas espirituales, donde se debatió entre la esperanza y la angustia hasta desembocar en su huida:

    «Mucha angustia existencial se curaría poniendo a cada hombre en su sitio. A cada hombre en su centro. Para que desde su sitio vea al mundo, ni grande ni pequeño. Y no ande como huyendo»[405].

 

 

[1] «Novia».

[2] El libro no lleva dedicatoria ni prólogo, sus medidas son de 24’50 x 20 cms. y las páginas están sin numerar.

[3] «Dolor».

[4] «Olvido».

[5] «Noche de calentura».

[6] «Noche cocida».

[7] «Espejo».

[8] «(Un solo árbol, consuelo / de la gran pasión del campo)”, «Castilla en siesta».

[9] «Noche cocida».

[10] «Media zurcida».

[11] «Viaje en avión».

[12] «2º. Suicidio».

[13] «Viaje de Platero y yo».

[14] «Castilla en siesta».

[15] «Amor».

[16] «Carmen Romero».

[17] «Crimen».

[18] «Dejadme morir!». Estos versos recuerdan al poema «Alba rápida» de Cuerpo perseguido de Emilio Prados.

[19] «Duerme que viene el halcón».

[20]  «4º cuadro. Bronca».

[21] «El reloj de mi abuelo».

[22] «Viaje en avión».

[23] «Dolor».

[24] «Noche de calentura».

[25] «Caminante».

[26] “Viaje en avión”

[27] «Viaje en tren».

[28] «Fiesta».

[29] «Noche de calentura».

[30] «Viaje de Platero y yo».

[31] «Una tarde me saqué yo de paseo».

[32] «Vente».

[33] «Caminante».

[34] «Para mi consolación».

[35] «Poeta torero».

[36] «Novia».

[37] «Viaje en tren».

[38] «Castilla en siesta».

[39] «Prólogo a Las siete palabras del Señor. Oración al Señor crucificado».

[40] «¡Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen!».

[41] «Tengo sed».

[42] «Prólogo a Las siete palabras del Señor. Oración al Señor crucificado».

[43] La estampa pertenece a la portada de un número del periódico ABC (Madrid) de 1939.

[44] Frutos, en aquel momento, sufría una crisis idéntica y le corresponde con la dedicatoria de un librito de contenido religioso, titulado Retablo de la pasión de nuestro Señor: «A Jesús Delgado Valhondo aguda sensibilidad poética y poeta amigo».

[45] Estas estampas son del Cristo de Limpias (Santander), Ecce homo de Alonso Cano, Cristo de Murillo y Cristo de Velázquez respectivamente.

[46] «Prólogo a Las siete palabras del Señor. Oración al Señor crucificado».

[47] «Tengo sed».

[48] «Consummatum est».

[49] «Prólogo a Las siete palabras del Señor. Oración al Señor crucificado».

[50] «Hijo he ahí a tu madre».

[51] «Consummatum est».

[52] “Prólogo a Las siete palabras del Señor. Oración al Señor crucificado».

[53] idem.

[54] “En verdad te digo que hoy estarás conmigo en el Paraíso (Aún más arrepentimiento)”.

[55] «Tengo sed».

[56] «Prólogo a Las siete palabras del Señor. Oración al Señor crucificado».

[57] «Hijo he ahí a tu madre».

[58] «Mujer he ahí a tu hijo».

[59] idem.

[60] «¡Padre, perdónalos! porque no saben lo que hacen (Arrepentimiento)».

[61] Versos del segundo poema mencionado.

[62] «Padre mío, ¿por qué me has abandonado?».

[63] «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu».

[64] Aunque no los ilustró con dibujos como hizo con los poemas de Canciúnculas.

[65] «Para ti las margaritas».

[66] «El loco”.

[67] «La penita».

[68] «Cante jondo».

[69] «Angustia».

[70] «Florecer».

[71] «Oración».

[72] «¿Ser?».

[73] «El silencio levanta un altar».

[74] «El sepulturero».

[75] «Calleja oscura».

[76] «Amanecer».

[77] «Canción».

[78] «Pozo».

[79] «Entre la pena y el consuelo».

[80] «Meditación».

[81] «Canción a la eternidad».

[82] «Oración».

[83] «Calleja oscura».

[84] «El loco».

[85] «Entre la pena y el consuelo».

[86] «Para ti las margaritas».

[87] «¿Ser?».

[88] «El consuelo».

[89] JDV en varios números del semanario Mérida editó «Llamas de candil», que eran frases cortas e ingeniosas como las greguerías: «La libélula es el alfiler de corbata liberado», «El caracol tiene el ruido del mar al revés».

[90] Confesada por el mismo JDV, que conoció sus versos en la Antología de la poesía española e hispanoamericana (1882-1932) de Federico de Onís, Madrid, Centro de Estudios Históricos, 1934.

[91] «Calleja oscura». JDV recitaba de memoria con un profundo sentimiento un poema titulado “Nocturno” de José Asunción Silva y, en especial, sus repeticiones anafóricas que recuerdan a éstas.

[92] Ver en tomo I de Poesía completa de Jesús Delgado Valhondo, Mérida, ERE, 2003.

[93] «¡Ay quién fuese corazón!».

[94] «Salida de luna».

[95] «Oración».

[96] «Arco de Santa Ana».

[97] «¡Ay, quién fuese corazón!».

[98] «Para ti las margaritas».

[99] «¿Dónde pondré el corazón?».

[100] «Camposanto».

[101] «Meditación».

[102] «Día nuevo».

[103] «Dolor».

[104] «Semana Santa».

[105] «La manzana».

[106] «Día nuevo».

[107] «Fecundidad».

[108] «Árbol nuevo».

[109] idem.

[110] «A la orilla del mar».

[111] «Apuntes (X)».

[112] «A la orilla del mar».

[113] «Apuntes (I)».

[114] «Día nuevo».

[115] «Apuntes (VIII)».

[116] «La manzana».

[117] «Semana Santa”.

[118] «Día nuevo».

[119] «Mañana vieja».

[120] «Dolor».

[121] «El membrillo».

[122] «Mañana vieja».

[123] «Amanecer en la catedral”.

[124] En la página anterior a la introducción de Hojas húmedas y verdes pone «Del mismo autor AÑO CERO», es decir, JDV lo anuncia seis años antes de su publicación.

[125] Muchos de estos poemas presentan modificaciones con respeto a su primera redacción como “Noche de calentura”; cambian el título como “Dolor” (por “Septiembre”); aparecen reelaborados como “Cante jondo”, “Camposanto” y “La manzana”; sólo conservan el título como «Enero» y «Diciembre» o lo amplían como “La estación” que pasa a “Estación de ferrocarril”. Estas variantes indican el esforzado trabajo de lima que realiza el poeta para su libro-presentación.

[126] La serie de los meses del año («Enero» … «Diciembre»), la formada por tres poemas extensos («Peregrino», «Noche» y «¡Señor, Señor!») y la integrada por cinco poemas dedicados a frutas («La manzana», «La naranja», «Uvas», «El membrillo» y «Ciruelas claudias”).

[127] «Noche».

[128] «Uvas».

[129] «Julio».

[130] «¡Señor, Señor!».

[131] «Noche».

[132] «Tierra».

[133] Prólogo de El año cero.

[134] «Febrero».

[135] En Literatura en Extremadura, Badajoz, Universitas, 1983.

[136] «Marzo».

[137] «Otoño mío».

[138] «Mayo».

[139] «Peregrino».

[140] «¡Señor, Señor!».

[141] «Sueño».

[142] «La venta». Aquí el cero es una metáfora que representa la nimiedad de la condición humana.

[143] «Dolor florido».

[144] «Canciones».

[145] «Julio».

[146] “Aire”.

[147] «Canciones».

[148] JDV entró en contacto con Tito Hombre a través de José Luis Hidalgo, poeta cántabro, que fue amigo de José Hierro. JDV conoció a Hidalgo por medio de Manuel Molina y Pedro Caba (cuando estuvo destinado en Valencia).

[149] Carta de José Hierro a JDV, Santander, febrero 1952.

[150] Introducción de Poesía, Mérida, Diputación y ERE, 1988.

[151] En Poesía fue editada la redacción original (pp. 85-113) y la “mutilada” (pp. 405-426).

[152] Aunque con el título reducido: «El lenguaje de las flores en la Navidad».

[153] Resulta extraño que JDV suprimiera este poema fundamental y no lo volviera a editar, pues contiene la razón que le empuja a la búsqueda desesperada de Dios.

[154] «Madrugada».

[155] «Silencio de monte». Dedicado a José Hierro.

[156] «Velándome sueños».

[157] «Somos la roca que no crece».

[158] «Atardecer». Dedicado a Ramón González-Alegre Bálgoma.

[159] «Oh muerto mío».

[160] «Tiempo».

[161] «Oh muerto mío».

[162] «Oración del enfermo».

[163] «Madrugada”.

[164] Es la forma poemática más empleada.

[165] «Madrugada».

[166] «Oración del enfermo».

[167] «Angustia».

[168] «Muerte». Este poemilla ilustró la esquela mortuoria de JDV, editada en el periódico Hoy por la Asociación de Escritores Extremeños.

[169] Dedicadas a su hermano Juan (1ª), a Magdalena Leroux (en la p. 6 aparece un dibujo suyo representando a la muerte en una noche nevada y lúgubre) y a Enrique Pérez Comendador (marido de la anterior) (2ª), a Pedro Caba (3ª; la portada de esta parte lleva, además de la dedicatoria, una cita de Pemán: «El ‘existencialismo’, por lo menos el literario, no significa otra cosa sino esa ansia de retorno hacia lo puramente vital») y a Antonio Rodríguez-Moñino (4ª).

[170] «Angustia».

[171] «Después de la tormenta». Dedicado a Eugenio Frutos.

[172] «Somos la roca que no crece».

[173] «Mi sombra».

[174] «Ha nevado».

[175] «Momento». Dedicado a Víctor F. Corugedo.

[176] «Tiempo».

[177] «Angustia».

[178] «Velándome sueños».

[179] «Encinas y olivos».

[180] «Muerte».

[181] No en vano el título del primer poema es «Después de la tormenta».

[182] «Ha nevado».

[183] «Madrugada». El tercer y cuarto verso serán el título de su tercera antología.

[184] «Oración del enfermo».

[185] «Pasa un entierro por la puerta de la escuela». Dedicado a Santos Díaz Santillana.

[186] «La iglesia».

[187] Enrique Segura Otaño, «Jesús Delgado Valhondo», prólogo de La muerte del momento, Gévora (Badajoz), nº 32, 30-6-55.

[188] «Yo estaba allí sentado».

[189] «El lenguaje de las flores en la Navidad».

[190] «Primer día de clase del niño huérfano».

[191] «Vendimia».

[192] «Momento de vida».

[193] «Morir habemos». Dedicado a Leopoldo de Luis.

[194] «Velándole el sueño al hombre dormido en el camino».

[195] «Un día cualquiera».

[196] «Yo estaba allí sentado».

[197] «Canciones de caminantes».

[198] «Momento de vida».

[199] «Morir habemos».

[200] «Yo estaba allí sentado».

[201] En su segunda parte (la primera es un romance en octosílabos).

[202] «Como una piedra al mar».

[203] «Vendimia».

[204] «Canciones del caminante».

[205] «El corazón en la vida».

[206] «Un día cualquiera».

[207] «Habla, estamos solos».

[208] «Pasa un entierro por la puerta de la escuela».

[209] «Noche en el alma».

[210] «Un día cualquiera».

[211] «Santander». Dedicado a Alejandro Gago.

[212] «En el pueblo de Potes».

[213] «Picos de Europa». Dedicado a Fernando Lázaro Carreter.

[214] “Desde el mirador del cable (Vértigo)”.

[215] «Picos de Europa».

[216] «Desfiladero de la Hermida».

[217] «Caminos de la montaña».

[218] «Desfiladero de la Hermida”.

[219] «Niebla».

[220] «Playa del sardinero». El aroma de la manzana en el aire recuerda el del poema «La manzana» de Hojas … y El año cero.

[221] «Sepulcro del Inquisidor Corro».

[222] «Puerto de Santander».

[223]  «Santillana del mar».

[224] «Recordando la colegiata de Santillana del mar»; subtitulado «Luz del sueño». Dedicado a José Jurado Morales.

[225] «Cuevas de Altamira (Trece mil años en la sangre)».

[226] «Torrelavega».

[227] «En el pueblo de Potes».

[228] idem.

[229] Carta a JDV, San José de Costa Rica, 17-5-57.

[230] «Niebla».

[231] «Picos de Europa».

[232] «Santillana del mar». Dedicado a A. Fernández Pacheco.

[233] «Shiri-miri”.

[234] «Torrelavega».

[235] «Playa del sardinero».

[236] «San Vicente de la barquera».

[237] «Puerto de Santander». Dedicado a A. F. Carrasco.

[238] «En el pueblo de Potes».

[239] «Subiendo la montaña». Dedicado a Leopoldo Rodríguez Alcalde.

[240] «Cuevas de Altamira (Trece mil años en la sangre)».

[241] «Ciudad de siempre».

[242] «Ciudades-palabras».

[243] «Doblar una esquina».

[244] «Ciudad de siempre».

[245] «Ciudades-palabras».

[246] JDV, «Tertulias», Hoy (Badajoz), 19-1-61.

[247] “Ciudad de piedra”.

[248] ibidem.

[249] «La prisa (Fiebre de ciudad)».

[250] «Cáceres».

[251] «Meditación ante un amigo muerto (Fondo de ciudad)».

[252] «Cáceres».

[253] «Motivos de sobra para que Picasso me pinte un cuadro».

[254] «El fondo».

[255] «Motivos de sobra para que Picasso me pinte un cuadro».

[256] «Cima».

[257] «Motivos de sobra para que Picasso me pinte un cuadro».

[258] «Ciudades-palabras».

[259] «Doblar una esquina».

[260] «Ciudades-palabras».

[261] «La ciudad de los hombres».

[262] «Doblar una esquina».

[263] «Motivos de sobra para que Picasso me pinte un cuadro».

[264] «Paisaje del sur».

[265] «Cima».

[266] De Antonio Salguero Carvajal. Cáceres, UEX, 1999.

[267] «Alameda». Dedicado a Moríñigo del Barco.

[268] «Noche y alba».

[269] «La gran ciudad dormida». Dedicado a Juan José Poblador.

[270] «La calle». Dedicado a Federico Carlos Sainz de Robles.

[271] «La caricia».

[272] «Callejón sin salida».

[273] «Nombre».

[274] «La gran ciudad dormida».

[275] «Dorada mediocridad».

[276] Este poema adelanta el último poema de Huir (1994) y de su obra poética, donde el poeta repite insistentemente la seguridad de que alguien lo está esperando.

[277] «Tierra y amor para el olvido».

[278] «Calle de los vivos muertos».

[279] Carta a JDV, Madrid, 11-11-63.

[280] Carta a JDV, Salamanca, 11-11-63.

[281] «Sé que estás esperándome».

[282] «La calle».

[283] «Acaso».

[284] «Calle de los vivos muertos».

[285] «El poeta se muere en el momento».

[286] «Solo».

[287] «La siete de la tarde».

[288] «Sombras».

[289] «Tierra y amor para el olvido».

[290] «La calle».

[291] «Asombros».

[292] idem.

[293] «Cualquier día sucederá».

[294] «Algo olvidado y oscuro».

[295] «Asombros».

[296] «Tiempo perdido».

[297] «Términos medios».

[298] «El loco”.

[299] «Selva virgen».

[300] «Buscando mi infancia en la ciudad donde nací». Dedicado a José María Pemán.

[301] «Tiempo perdido».

[302] “Términos medios”.

[303] ibidem.

[304] ibidem.

[305] «Porque somos de tiempo». Dedicado a Manolo y a Paqui (Manuel Martínez-Mediero y su esposa).

[306] «La catedral». Dedicado a Juan Ruiz Peña, director de la Colección Álamo, donde JDV publicó ¿Dónde ponemos los asombros?

[307] «La novela», dedicado a José Ledesma Criado (codirector del grupo Álamo de Salamanca con Juan Ruiz Peña).

[308] «Final del camino».

[309] Los textos citados en esta estrofa y en el párrafo anterior pertenecen al poema «El loco».

[310] Título del último poema del libro.

[311] «Cualquier día sucederá».

[312] «Buscando mi infancia en la ciudad donde nací».

[313] «Tiempo perdido».

[314] «La cuerda del reloj”.

[315] «Asombros».

[316] «La cuerda en el reloj».

[317] «Tiempo perdido».

[318] «La cuerda en el reloj».

[319] «Buscando mi infancia en la ciudad donde nací».

[320] «Algo olvidado y oscuro».

[321] «Calle de la nada».

[322] «Selva virgen».

[323] Es la segunda estrofa de «Árboles hombres», poema de «Romances de Coral Gables» de Juan Ramón Jiménez, que anuncia indirectamente Un árbol solo, siguiente libro de poemas de JDV.

[324] «La vara de avellano».

[325] ibidem.

[326] «El pinar».

[327] “Viaje”.

[328] «Y pobre y triste».

[329] «Tribulación».

[330] «Abre en el aire un hueco».

[331] Aquí se encuentra el germen de Inefable domingo de noviembre e Inefable noviembre.

[332] «Tarde de domingo».

[333] «Retrato de muchacha en una casa de huéspedes».

[334] «Guadiana». Este poema lleva una cita de Juan Ramón: «Viene una música lánguida, / no sé de dónde en el aire».

[335] «Espíritu de árboles».

[336] “El mundo-gente”

[337] ibidem.

[338] «Tirar de la manta”.

[339] «Mujer de vida fácil». Tiene un subtítulo: «(Fábula con moraleja)».

[340] «Letanía de la culpa».

[341] «La vara de avellano”.

[342] «El mundo-gente». Dedicado a José María Rodríguez Méndez.

[343] «Espíritu de árboles».

[344] «De esta calle nunca jamás saldré».

[345] «Abre en el aire un hueco».

[346] «Espíritu de árboles».

[347] «Álamos».

[348] «Tribulación».

[349] «Álamos”.

[350] Son los últimos versos del poema «Soledad» de Diario de un poeta recién casado.

[351] Verso de “Cántico espiritual”.

[352] Versos del poema “Soliloquio del farero”, que pertenecen a Invocaciones de Luis Cernuda.

[353] Versos del poema “XXXV” de “Del camino”, apartado de Soledades (1899-1907).

[354] “En los escombros suena / una sinfonía familiar” es una cita anónima, que encabeza los siguientes versículos.

[355] Versos del poema “Al vino” del libro El otro, el mismo de Jorge Luis Borges.

[356] Omar Khaiame fue un matemático y astrónomo persa (1050-1122), que escribió uno de los poemas más afamados de la poesía universal, “Rubaiyyat”, que trata sobre la armonía que debe existir entre la naturaleza y el ser humano.

[357] En los poemas titulados «En la plaza», «A la salida del pueblo», «El poeta canta por todos», el comienzo de «Vagabundo continuo», «Ascensión del vivir» y «Mirada final».

[358] Antonio Zoido, «Un árbol solo de Jesús Delgado Valhondo», Hoy (Badajoz), 23-12-79.

[359] María López Ollero, «Religiosidad en Un árbol solo de Jesús Delgado Valhondo», comunicación presentada en el II Congreso de Escritores Extremeños, Badajoz, 1982.

[360] José María Pagador, entrevista a JDV, Hoy (Badajoz), 28-12-79.

[361] Cuando el poemario aparezca citado así, el comentario se refiere a las dos ediciones.

[362] [“Plaza pública de la tarde”]. Este título va entre paréntesis porque es el primer verso del versículo, al que JDV no puso título, quizá por olvido.

[363] JDV, «Otoño», Hoy (Badajoz), 5-12-59.

[364] ibidem.

[365] JDV, «Domingo», Hoy (Badajoz), 29-3-70.

[366] Las diferencias pueden ser consultadas en Poesía completa de Jesús Delgado Valhondo (Mérida, ERE, 2003).

[367] Estos versos tienen una elaboración parecida en «Ciudades-palabras» de Aurora. Amor. Domingo: «Y el hombre -fracaso eterno- / […] / que va leyendo y leyendo / cada día, cuando pasa / con su pan y su trabajo, / su cáncer creciendo entrañas / de este lado para el otro:».

[368] Inefable noviembre se cierra con una reflexión («Todo es / sólo un día / apenas un rato»), que reafirma la idea central de su contenido: la preocupación por el tiempo y la muerte

[369] Gregorio Torres Nebrera ha llamado la atención sobre la existencia de un verso medido en el poema: el título, que es un endecasílabo, «Leyendo Inefable domingo de noviembre«, en monográfico «Jesús Delgado Valhondo», Hoy (Badajoz), 28-11-93.

[370] Antonio Zoido, «Inefable domingo de noviembre … (La esencia despojada del poema)», Hoy (Badajoz), 27-2-83.

[371] Con los que firmó sus primeros libros. Ahora omite también el segundo apellido por sonoro en un momento en que, más que nunca, desea aparecer como un hombre cualquiera.

[372] Sonetos “Te conocí cuando olvidé nombrarte” y «Órgano de otoño” respectivamente.

[373] «Me enamoró la muerte de manera».

[374] «Cima de libertad».

[375] «Noche con mujer dormida en el paisaje. Y no llegar».

[376] «Árbol solo», vv. 5-8.

[377] Carta de Ricardo Senabre a JDV, Cáceres, 25-5-87.

[378] JDV, «Ruinas», Hoy (Badajoz), 5-4-62.

[379] JDV, «Atardecer en el teatro romano de Mérida», en «Monografías de teatro», comunicación de la XXXIX Edición del Festival de Teatro Clásico de Mérida, Badajoz, Universitas, 1991-1993.

[380] Aunque seguramente sí lo tuviera en el original y bien pudiera ser, por su contenido, el mismo que el del libro: «Los anónimos del coro».

[381] Poema sin título, vv. 16-27.

[382] Este verso es una trascripción de las palabras que dijo Luis Álvarez Lencero a JDV antes de morir y le sorprendieron sobremanera, porque parecía que sabía adónde iba a ir.

[383] JDV ya se había preocupado por las prostitutas en el poema «Mujer de vida fácil», subtitulado «(Fábula con moraleja)», de La vara de avellano.

[384] Aparecerá en los poemas “Sé que estás esperándome” (vv. 1 y 33) y “Tierra y amor para el olvido” (vv. 38-40) de El secreto de los árboles, “La cuerda del reloj” (vv. 5-8) de ¿Dónde ponemos los asombros?, “El viaje” (vv. 1-7) de La vara de avellano, “Desnuda soledad” (vv. 43-49) de Un árbol solo, “El vuelo busca cuerpo” (vv. 27-30) de Inefable … y “¿Adónde?” (vv. 7-13) de Los anónimos de coro.

[385] La misma editorial reeditó Huir en el año 2002.

[386] Sólo el poema “Siete” aparece dedicado a una persona, Jaime Naranjo, amigo del poeta. Fernando Delgado, hijo de Valhondo, cuenta la relación que existió entre ambos en su artículo «Jaime Naranjo», Extremadura (Cáceres), 17-3-94.

[387] «Uno».

[388] «Tres».

[389] «Trece».

[390] «Cuatro».

[391] «Sin darme cuenta huyo / de no sé qué, de algo», «QUINCE».

[392] «Siete».

[393] «Seis».

[394] «Cinco».

[395] «Dos».

[396] «Nueve».

[397] «Diez».

[398] «Once».

[399]  op. cit.

[400] «Quince».

[401] «Catorce».

[402] «Ocho».

[403] «Y dieciséis”.

[404] «Trece».

[405] Este texto aparece en la solapa de Huir y procede de «El sitio», artículo de JDV, Hoy (Badajoz), 12-8-61.

 

 

Fotografía cabecera:Vista de La Zarza