Poesía (III,3)
LA ESQUINA Y EL VIENTO (1952)
El primer aspecto que debemos analizar de este libro antes de profundizar en su estudio es su edición, porque José Hierro, director de la colección Tito hombre de Santander[1], se interesó mucho por publicar a Valhondo La esquina y el viento pero en una edición reducida con la siguiente justificación: «tal como es en la actualidad superaría el tamaño comercial. Comprenderás que los suscriptores nos fusilarían si hubiese que cobrar más de las 9 pts. que trabajosamente reúnen»[2].
Este hecho provoca que el editor de Poesía, Ángel Sánchez Pascual, califique la edición publicada por Tito hombre[3] como mutilada y la preceda con una nota, que contiene una contundente acusación contra las limitaciones impuestas por la censura en aquella época: «un ejemplo claro de la diferencia que había en la España de los años 50 entre lo que el creador escribía, y lo que luego llegaba al lector»[4].
Ciertamente la justificación de Hierro resulta sospechosa porque, ojeando la edición de Tito hombre, se deduce que el libro podría contener todos los poemas enviados por el autor, pero los numerosos espacios en blanco y la presentación tan holgada que tienen provoca que sólo cupieran los que aparecen.
Ante este hecho se puede pensar dos cosas: una que al editor le interesaba más la presentación que el contenido y otra que lleva razón Sánchez Pascual y las palabras de Hierro son una burda justificación de una poda encubierta para evitar problemas con la censura.
Esta hipótesis es la que parece más cierta porque es extraño que, en una época donde el papel era caro y escaso, el editor dejara tantos espacios en blanco y no los ocupara con todos los poemas que Jesús Delgado Valhondo le había enviado o bien, de ser cierta la justificación de Hierro, que no ahorrara papel agrupando más los poemas: los que aparecen en dos páginas sin llenarla colocándolos en una, y los poemas cortos que están en páginas independientes poniéndolos de dos en dos en cada página.
También lleva a aceptar esta hipótesis el hecho de que Hierro fue encarcelado en 1939 por pertenecer a una red clandestina de ayuda a los presos de la guerra civil y como represalia la censura lo seguiría muy de cerca en su actividad editora, obstaculizándolo con todo tipo de trabas. Además esta hipótesis se hace más creíble, porque la censura acababa de prohibir la edición de un libro de Cernuda, que había preparado Tito hombre y revisaría el libro de Valhondo con el máximo cuidado. Como La esquina y el viento contiene momentos contrarios a la férrea fe cristiana alentada por el régimen, no sería descabellado pensar que la censura no lo aprobó y Hierro por no intranquilizar a Valhondo se limitó a ponerle una sencilla propuesta que llevara al autor a realizar la selección sin tenerle que dar más explicaciones.
Sea como fuere, el caso es que la diferencia entre una edición y otra es patente: la original[5] contenía un prólogo de Eugenio Frutos, titulado «La poesía personal de Jesús Delgado Valhondo» y 35 poemas repartidos en cuatro partes con un número aproximado de poemas (10, 8, 7 y 10 poemas respectivamente). La editada no tiene prólogo y está formada por 23 poemas, que se distribuyen descompensadamente en sólo dos partes (18 y 5 poemas respectivamente). Además de los 23 poemas editados sólo 15 pertenecen a la edición original; el resto son poemas nuevos, que Valhondo se vería obligado a incluir para completar los poemas seleccionados de la edición original, o bien aprovechó la circunstancia para incluirlo una vez que los terminara en el intervalo que medió entre el envío de la edición original y la carta de Hierro.
Valhondo realizó una drástica selección pues suprimió 19 poemas de la edición original. Sus motivos pudieron ser diversos: los sonetos «Fecundidad» y «Árbol nuevo»[6], porque ya los había editado en Hojas … Los poemas de contenido navideño («El nacimiento», «Canción del pastor» y «El lenguaje de las flores en la Semana, en la Navidad») porque eran varios y creería que sería suficiente con la muestra que dejó («Canción de Navidad del hijo pródigo»). Lo mismo sucede con los dedicados al maestro y a la escuela que de siete poemas sólo queda dos («El maestro en vez de explicar las minas piensa en voz alta» y «Ha nevado»). Otros los dejaría para incluirlos en libros posteriores: «El recuerdo», «Pasa un entierro por la puerta de la escuela», «Primer día de clase del niño huérfano» y «El lenguaje de las flores en la Semana Santa, en la Navidad»[7] los editó en su siguiente libro, La muerte del momento, y «La cicuta» en ¿Dónde ponemos los asombros? Y lo más sorprendente de todo es que uno de los poemas suprimidos, «Presentimiento del día primaveral (resurrección)», lo utilice 27 años después para finalizar la segunda parte de Un árbol solo, que es una reelaboración de este poema con muchos versos parecidos o idénticos.
Pensamos por tanto que Jesús Delgado Valhondo primero atendió a reducir el número de poemas de la edición original, que de 35 dejó en 15 y luego les añadió 8 poemas que ya tenía escritos para completar dos aspectos del libro: una, la extensión que le indicaría Hierro y, otra, el sentido global que deseaba imprimirle a la nueva edición.
La esquina y el viento es un libro distinto a los inmediatamente anteriores, pues en ellos Valhondo había ofrecido una muestra variada y diversa de su poesía en las selecciones antológicas que realizó en Hojas húmedas y verdes y El año cero, pero en el poemario que nos ocupa se libera de su pasado lírico situándose en el presente y se muestra más unitario, ordenado y uniforme al centrarse en un discurrir único, que avanza seguro a cumplir un objetivo determinado: el ahondamiento en la reflexión de sus problemas existenciales con una forma directa sin dilación ni divagaciones:
«(secreto de mi verdad
la dulce espina clavada),
viene haciéndome llorar»[8].
No obstante La esquina y el viento conecta claramente con los libros anteriores en el uso de temas determinados, estilo personal, autenticidad y, con el libro anterior, El año cero, a través de la angustia que apareció en él y de los poemas que tratan el tema de Dios, aunque con un cambio de enfoque: en El año cero el poeta se refugia en la naturaleza reflejando en ella sus problemas y anhelos hasta calmar momentáneamente su espíritu y, en La esquina y el viento, el paisaje ya no tranquiliza sus preocupaciones porque toma conciencia de su insignificancia en el universo y de la imposibilidad de abarcarlo:
«No tanto espacio, no.
(Estoy cansado)
Me sobra ya dolor»[9]
.
Ahora el paisaje quedará relegado a un segundo plano; ya no tiene los matices positivos de antes porque el poeta se encuentra en el atardecer que es «fruta rendida» o en la noche más sobrecogedora «no sé de dónde sacada». Es como si el silencio de Dios lo hubiera dejado espiritualmente ciego sin posibilidad de contemplar ni formar parte de su obra, el paisaje:
«Más que las rocas y el cielo,
más que polvo de camino,
sobre mis hombros y tiempo,
dueles, silencio viejísimo.
[…]
Silencio de cal y canto,
losa que tapa el abismo
donde apretado de sangre
mi corazón ha caído»[10].
Por tanto, en La esquina y el viento, el poeta que recorre dificultosamente el camino de la vida trata de consolarse en Dios, de reflejarse y refugiarse en Él, pero sigue sin manifestarse y pierde la esperanza de la eternidad y sólo ve la muerte acechante:
«Ya sé quién eres, conozco
esa manera de abrir
de par en par mi cansancio
muerte que vienes, al fin.
¿Que no hay nada, sólo polvo,
delante y detrás de mí …?»[11].
Entonces ante la constatación de que está solo y desamparado se hacen más patentes su angustia, su melancolía y su frustración porque como advierte José Crespo: » ‘Tan cerca a Dios lo tenemos …’ Cerca sí; muy cerca. Como que está en el centro de nuestro propio ser. Y, sin embargo, ¡cuánto camino tiene que hacer un hombre para encontrarse consigo mismo!»[12]. Y es que el ser humano que indaga en su origen y en sí mismo como Valhondo sufre sobremanera porque el hombre sin Dios no tiene capacidad para resolver sus problemas vitales ni encontrar respuestas a sus dudas sobre la existencia y se vuelve extremadamente dependiente de Dios:
«La tarde me está robando
y tierra de tierra quedo,
que yo no puedo marcharme,
yo no puedo …,
en la sangre años mirando
tan hundidos, tan inciertos,
que temblando estoy y no sé,
y yo no sé por qué tiemblo»[13].
Además, el hecho de que Valhondo cumpliera por estas fechas 43 años de edad, cuando todas las personas en mayor o menor medida sufren una crisis emocional al notar la influencia destructiva del tiempo en sí mismas y hacerse más patente la proximidad de la muerte, pudo contribuir bastante a aumentar su angustia en el libro que analizamos, pues insiste especialmente en el paso del tiempo y en su nefasta relación con la muerte:
«Hoy se me escapan los momentos.
Hoy como ayer, hoy como siempre.
(La eternidad sólo ha nacido
en el camino de la muerte)»[14].
Luego la sensación de que ese tiempo ido se debe en buena parte a que lo ha empleado mal viene a acentuar más si cabe su angustia, porque se siente culpable de haberlo perdido sin explicación alguna:
«Habré gastado muchos años
sin saber cómo ni con quiénes.
Yo no pensaba que pudiera
gastarse inútilmente»[15].
En La esquina y el viento, como corresponde al tema trascendente y al momento crucial que describe, la métrica se hace regular: los poemas están escritos en versos heptasílabos, eneasílabos, octosílabos o endecasílabos. Existe un predominio del octosílabo, pues diez poemas están compuestos en este metro y hay dos más donde se combina con un tetrasílabo («Atardecer») y con tetrasílabos y hexasílabos («Nana de la niña tonta»). También tenemos una combinación de heptasílabos y con un pentasílabo («El espacio»). Igualmente la rima se hace regular: predomina la rima asonante y con frecuencia aparece mezclada con la consonante.
La distribución ordenada de estos metros y ritmos da lugar a la aparición de estrofas y poemas recogidos en nuestra métrica:
Tercerillas («El espacio», «Canción de Navidad del hijo pródigo», «Canciones» y «Muerte»).
Tercetos encadenados («Mi sombra»).
Redondillas («Encinas y olivos» y «Momento»).
Romances: Es el poema más empleado en once ocasiones («Después de la tormenta», «Los años», «Velándome sueños», «Silencio de monte» … «Oración» -heroico- …).
Sonetillo («Ha nevado»).
Soneto («¡Oh muerto mío!»).
Sin embargo Valhondo deja muestras de su sello personal y rompe la regularidad del libro con los poemas mencionados donde mezcla metros diversos y con otros dos: uno que forma con tres redondillas y una quintilla («Madrugada») y otro con rima en los versos impares, excepto la primera que aparece en el 2º verso («Nana de la niña tonta»). También el soneto «Oh muerto mío» presenta una rima inusual en el segundo cuarteto (ABBA – BAAB).
La esquina y el viento es un libro estructurado donde el poeta realiza una descripción lineal de su estado anímico, en la que descubrimos unas etapas sucesivas:
1ª)Expone sus intranquilidades espirituales:
«En la madrugada está,
no sé qué luz de llamada,
sueño en el alma arrastrada,
con lata al rabo, a ladrar»[16].
2ª)Busca soluciones en Dios y no las encuentra:
«Mira el paisaje de mi vida
donde miserias atenazan.
Palpa este campo que me espera
y escucha mis palabras»[17].
3ª)Cae en la desesperación:
«Entre olvidos pisados
y las frases perdidas
el asco que me duele
brutal bajo la risa»[18].
4ª)En un resumen final (último poema), el poeta algo más calmado indica el estado en que queda «quemándome de Dios», es decir, continúa insistiendo en su búsqueda a pesar de su fracaso:
«Estoy soñando a Dios
-durmiendo solamente-
debajo del dolor.
Estoy soñando amor
-durmiendo carne ausente-
quemándome de Dios»[19].
En la edición original Jesús Delgado Valhondo presentó formalmente estas etapas significativas, distribuyendo el libro en cuatro partes[20], es decir, contenido y estructura estaban perfectamente encajados. Pero al reducir la edición se vio obligado a estructurar el libro en dos partes: la primera acogería las dos primeras etapas (18 poemas) y la segunda parte, la 3ª y la 4ª etapa, que es más corta (5 poemas) a modo de epílogo, donde llega a su cénit la patética descripción de la angustia apocalíptica en que está inmerso su estado de ánimo y la resume:
«De tanta angustia soy
el fondo de mi vida,
este ir cuesta abajo
cuando me creo arriba»[21].
Valhondo por tanto tuvo una clara voluntad de no dejarse arrastrar por su ímpetu anímico y se muestra como un poeta desgarrado y dolorido, pero autocontrolado y consciente de su trabajo lírico en favor de su mensaje, que deseaba llegara al lector ordenado y claro no por simple ejercicio literario, sino por una necesidad espiritual de comunicación sincera con los demás.
Por esta razón no sorprende encontrar a un poeta sólido y maduro (aunque ha perdido espontaneidad y frescura), que ya ha tomado definitivamente el pulso de su estilo personal, caracterizado por el uso de un lenguaje común, pero renovado, humano y directo, y un tono cercano, confidencial y sentido:
«Ya gozamos el agua pura
en la copa de la alborada
y el aire limpio y luminoso
abre a los ojos nuevas páginas»[22].
Aunque, con respecto a sus libros anteriores, se muestra más endurecido y repleto de preocupaciones hasta el punto de hacerse fúnebre conforme aumenta su angustia y se reducen al mínimo sus esperanzas, en un proceso que se detecta en los mismos títulos de los poemas («Madrugada», «Los años», «Velándome sueños», «Noche», «Mi sombra», «Oración del enfermo», «Angustia», «Muerte»), premonitorios del contenido desgarrador que los invade:
«Somos la roca que no crece,
somos la arista tenebrosa,
el sacramento de la tierra
en una mar devastadora»[23].
No obstante, a pesar de su angustia y desamparo, el poeta mantiene esa forma transparente de transmitir sus sentimientos más íntimos incluso en las numerosas y originales imágenes repartidas por todo el libro, que no empañan en ningún momento el discurrir de su angustia con un oscurecimiento de la expresión:
«sobre mis hombros y tiempo
dueles, silencio viejísimo»[24].
«La luna deja cadáveres
justo de color»[25].
«Se van apagando nubes,
pisa la noche mi cuerpo»[26].
«Está goteando sal
tardía luna serrana»[27].
«acorralado por la vida
entre la pared y la espada»[28].
«el asco que me duele
brutal bajo la risa»[29].
Lo mismo ocurre con los recursos literarios, que proceden de los medios sencillos del lenguaje común empleado por Valhondo, del que logra extraer toda su eficacia sin necesidad de recurrir a rebuscados procedimientos. Esto se explica porque la mayor parte de los recursos surgen de la espontaneidad y honradez lírica de un poeta, que no persigue el lucimiento personal sino la difusión sincera de unos sentimientos, que se agolpan en su mente luchando por exteriorizarse y llegar a los demás tal y como bullen en el espíritu que los dicta:
«De la alcoba al despacho, siempre incierto,
arrastrando mi sombra, amarga bruma,
insoportable compañero muerto»[30].
Por esta causa, el primer detalle que llama la atención en el estilo de La esquina y el viento es la facilidad que tiene Valhondo para implicar a los demás en su desazón (aunque sin proponérselo), usando frecuentemente el plural mayestático («Hemos nacido …», «Ya gozamos el agua pura …», «Gastamos más que gano …», «Tan cerca a Dios lo tenemos …», «Ya sé que un día moriremos …» …) y una espontánea amalgama de recursos con los que consigue captar la atención y el ánimo del receptor que enseguida se pone de su parte incondicionalmente, sorprendido por la sensación de cercanía que le provoca la emotividad del poeta.:
«La tarde lleva algo mío,
segado, que yo no veo;
yo noto que estoy vacío
como los árboles huecos»[31].
Por ese motivo La esquina y el viento es un libro que estremece al impactar en el espíritu del lector por su humano y sincero desgarro, pues Valhondo habla por él y por los demás que en cada palabra se sienten reflejados y sus espíritus se van encogiendo a la par que se angustia el del poeta cuando por él descubren su finitud humana:
«Ya sé que un día moriremos
que tú si quieres nos alcanzas,
en todo instante, tienes manos
llenas de luz que nos abrazan»[32].
Y el drama que supone la existencia para el poeta la presenta a través de sencillos pero eficaces recursos como interrogaciones, exclamaciones e imprecaciones, que nos mantienen alerta y en ascuas:
«¿Que no hay nada, sólo polvo,
delante y detrás de mí …?
¿Que sólo sueños y sueños …?
¡Y yo sin poder dormir!»[33].
Encabalgamientos que suspenden el discurrir del poema o lo quedan abierto por sus costados en múltiples sugerencias:
«Sobre mi frente el cristal;
detrás, abierta mañana
que tiene dentro una cana
de Dios, la nieve y la cal»[34].
Metáforas que descubren su concepción amarga de la existencia:
«La flor, mi melancolía;
hoja de acero, mi aliento»[35].
«La tarde, fruta rendida»[36].
«Mi sombra, amarga bruma»[37].
Anáforas que con su insistencia subrayan la angustia por el tiempo:
«Hoy sólo tengo un alma triste
[…]
Hoy se me escapan los momentos.
Hoy como ayer, hoy como siempre»[38].
Hipérbatos que muestran su desequilibrio espiritual:
«De tanta angustia soy
el fondo de mi vida»[39].
Los signos de puntuación que, aliados con los metros cortos y las pausas internas y versales, acentúan la agilidad de los versos y a la vez hacen más patente la angustia:
«La luna deja cadáveres
justos de color. La sombra
limita. Alguien me nombra
dentro de los encinares.
Pero, están los olivares
más allá. Jesús tenía
las manos blancas y frías.
¿Cara o cruz?: ¡Moneda al aire!»[40].
A estos recursos habría que añadir una sorprendente economía de medios y de elementos, que descubren una gran capacidad de síntesis para transmitir en breves trazos su angustioso estado espiritual («Estoy soñando a Dios / -durmiendo solamente- / debajo del dolor»[41]) y de dominio de la técnica del in media res o comienzo abrupto con el que Valhondo consigue dos objetivos: un ahorro de explicaciones preliminares y el impacto inmediato en el espíritu del receptor como se puede observar en los primeros versos del libro, donde inmediatamente el poeta anuncia un rearme emocional presentándose como un hombre nuevo sin las preocupaciones pasadas de su anterior tormenta espiritual[42]:
«Hemos nacido nuevamente
por el paisaje que nos alza
en resurgir de bautizados
con la raíz de la palabra».
Esto añadido a la plasticidad de algunos momentos («Un chiquillo / pone en la nieve una cinta / de orín caliente, amarillo»[43]), las construcciones originales y creativas («Entre la mula y la vaca / la carne tierna hecha flor. / (Caperucita y el lobo, / los enanitos y yo)»[44]. «Que si el caballo se va / y el gallo tiene alborada / entre la yerba pisada / queda noche por pisar»[45]) y el susurro confidencial en que se convierten muchas veces las cálidas palabras del poeta («Espera un poco, partiremos, / espera un poco que mañana …»[46]) consiguen que su poesía se haga especialmente amena sin buscarlo a conciencia.
La esquina y el viento, en la evolución poética de Jesús Delgado Valhondo, es la crónica de la frustración vital que le produce su búsqueda desesperada de Dios, cuyo vacío desolador, traduce sin proponérselo en la búsqueda fracasada del hombre universal, pues como advirtió un crítico de Poesía española: «‘La oración del enfermo’; éste es el hombre, es el poeta»[47]. Es decir, el poeta se siente un enfermo de espíritu por su imperfección y su dependencia de la divinidad que no se manifiesta para al menos transmitirle esperanza:
«Todos los días son iguales
y son iguales nuestras ansias»[48].
El libro además es la exposición de su concepción desgarradora de la condición humana, provocada por una fuerte conmoción anímica que sufre el poeta cuando toma conciencia del trascendental significado de la vida, el tiempo, la muerte y su influencia trágica en él y los demás, seres imperfectos y mortales:
«Silencio de cal y canto,
losa que tapa el abismo
donde apretado de sangre
mi corazón ha caído»[49].
Esta crisis se le presenta después de una niñez que sólo le queda en el recuerdo y una juventud vivida inconscientemente, en la que no se preocupó de los temas trascendentes como el paso del tiempo («¡Que gastamos los años! / años que yo no tengo»[50] ) y la muerte que ahora lo angustian acosando su débil espíritu y lo llenan de interrogantes que no logra satisfacer en Dios, culpable de sus dudas existenciales porque se encuentra distante y mudo, a pesar de que el poeta en sus invocaciones se muestra con la confianza filial del que no es la primera vez que le habla como asegura José María de la Puente: «Delgado ha inventado un lenguaje para hablar con Dios; […] Habla a su Padre como debió hablarle Abraham»[51].
Por este fracaso el poeta se siente angustiado aunque paradójicamente en vez de olvidarse de Dios lo busca desesperadamente:
«Minero: tengo en el alma
angustias de minas hondas,
yo soy muy poco y yo soy
minero de Dios a solas»[52].
Pero su búsqueda termina siendo decepcionante porque el poeta se ilusiona con la eternidad, pero enseguida se decepciona porque duda de su existencia y, en el caso de que acepte su presencia, comprende que tendrá primero que superar la muerte antes de alcanzarla:
«(La eternidad sólo ha caído
en el camino de la muerte)»[53].
Este sentimiento de duda aparece por primera vez en La esquina y el viento, aunque no como negación de Dios sino como principio de su fe, pues Valhondo por su carácter agónico no concebía una relación acomodaticia con la divinidad, de fe sin fisuras y sin interrogantes, ya que era consciente de que el ser humano estaba repleto de ellas. Además al poeta le interesaba solucionar sus problemas existenciales más inmediatos y quería respuestas rápidas sobre los dos temas que más lo angustian en este momento: el tiempo y la muerte, cuyo efecto devastador había comprobado en sus seres más cercanos:
«Oh cotidiano muerto, cruz soñada,
serena soledad de ti nacida,
ardiente brasa que me tiene herida
la memoria, la voz y la alborada»[54].
Esta es la explicación de que Jesús Delgado Valhondo que, hasta el momento había mostrado una atracción por el silencio, la soledad y el asombro, ahora rechace todo porque inexorablemente lo arrastran al abismo de la muerte, falto de esperanza en una vida mejor. De ahí que unas veces se observe un tono vacilante cercano a la esperanza («El corazón viene y va / desde las cosas a mí / como barquito en el mar»[55]) y enseguida otro sumido en la angustia («¡qué noche sin ser de noche / goteándome las horas!»[56]). Pero esta inseguridad resulta una sensación muy humana, porque es propia del ser consciente que cuestiona su existencia, paradójicamente más desorientado cuanto más profundiza en su finitud pues antes llegará como Valhondo a considerarla dramática por falta de esperanza, si no tiene el férreo soporte de una fe libre de dudas:
«¡Señor! ¿Dios mío! Tengo miedo
y no me colma tu esperanza»[57].
El estado de ánimo tan desolador que se observa en Valhondo se debe a que cuando escribió este libro llevaba viviendo en pueblos pequeños dieciocho años, sintiendo el tiempo pasar, masticando en su soledad y en su entorno su devastadora acción. Después, cuando realiza las prácticas hospitalarias y comprueba in situ la verdadera realidad del dolor y el sufrimiento humano, su desolación aumentará porque tal experiencia influye negativa y poderosamente en su espíritu.
Esta realidad, que lo arrastra a la melancolía «del saber y del ignorar» como dice Sordo Lamadrid[58], no es la primera vez que la siente Valhondo pues desde niño conocía en sus propias carnes la fragilidad y la imperfección física y espiritual del ser humano, aunque ahora la melancolía se convierte en angustia, porque sus estudios de Medicina le han descubierto aún más la imperfección humana y la incapacidad de la ciencia para mitigarla.
En estos momentos el hecho de constatar con más seguridad que el ser humano se encuentra solo y desamparado viene a aumentar en el poeta el miedo, la inseguridad, la preocupación por el tiempo que se le escapa y el misterio de Dios que cada vez le resulta más enigmático, debilitando su ímpetu y haciéndolo sentirse un enfermo de alma:
«acorralado por la vida
entre la pared y la espada,
en las vigilias y en los sueños,
en tu misterio que me llaga»[59].
Como consecuencia es normal que se acentúen en estos momentos los deseos insatisfechos de libertad y las ansias de infinito del poeta y que los materialice en el mar, cuya lejanía, exotismo, magnitud y perennidad lo llevan a pensar en que existe un lugar libre de circunstancias, donde el ser humano no se ve afectado por el tiempo ni por sus limitaciones:
«sólo espuma
de mar y de distancia donde vierto
la intranquila fragancia que me suma»[60].
«y eres el mar que en la nostalgia siento»[61].
Este paso de la melancolía a la angustia, que se produce en el ánimo del poeta, provoca una alteración emocional que implica porque, después de apreciar su carácter sensible para discernir los ritmos y sensaciones de la realidad, verlo ahora hondamente preocupado e inseguro, produce en el receptor, simple mortal, un estremecimiento por simpatía que lo lleva a captar su radical inseguridad en la del poeta, pues advierte que Dios tampoco le responde y que camina hacia la nada igualmente desesperanzado: «Estos versos me han despertado calor a poesía y he pensado en ellos y con ellos»[62].
Tanto llega a implicar Valhondo con su tono desgarrador, que nos arrastra a reflexionar en nuestras limitaciones y a indagar en una realidad estremecedora haciéndonos sentir que somos seres para la muerte:
«Y, somos más, somos los muertos
que llevamos en nuestra fronda
enriqueciéndonos la sangre
y marchitándonos las horas»[63].
Sin embargo sorprende que el libro comience con un poema esperanzado, cuyo tono animoso predispone al lector a seguir leyendo con un talante muy positivo:
«Hemos nacido nuevamente
por el paisaje que nos alza
en resurgir de bautizados
con la raíz de la palabra.
[…]
Yo soy el árbol que regresa
del huracán a la esperanza»[64].
Pero en el segundo poema el ánimo del poeta sufre una fuerte conmoción, porque el optimismo del poema inicial se esfuma como si de un espejismo se tratara para convertirse repentinamente en angustia:
«Sí, la madrugada ya.
Ya vino la madrugada
no sé de dónde sacada
ni de qué fondo de mar.
[…]
Aliento de mi cristal,
mi frío de madrugada,
(secreto de mi verdad
la dulce espina clavada),
viene haciéndome llorar»[65].
El tono positivo del primer poema y la referencia al paisaje y al árbol hizo pensar que La esquina y el viento iba a ser una continuación temática de El año cero y una superación de la tormenta espiritual sufrida por el poeta en sus libros anteriores porque ésta parecía calmada, pero los versos del segundo poema hacen reconsiderar el optimismo del primero que también es sustituido por la angustia en el resto de los poemas.
No obstante es posible hallar una recuperación momentánea del ánimo en el poema titulado «Momento»:
«Vuela el corazón sediento
al tiempo, a beber el día,
y se llena el alma mía
a rebosar del momento»[66].
para enseguida volver a caer en sus preocupaciones desgarradoras:
«La tarde, fruta rendida,
como yo entre noche y sueño,
me está dorando los ojos
con soplos de cementerio»[67].
De este modo una profunda melancolía, fruto de la desesperanza, invade La esquina y el viento por la inseguridad vital que siente el poeta, acosado por el tiempo y la muerte, solo y abandonado por Dios:
«Hoy sólo tengo un alma triste
y un corazón que amargo siente
[…]
Hoy se me escapan los momentos.
Hoy como ayer, hoy como siempre.
(La eternidad sólo ha nacido
en el camino de la muerte)»[68].
Todo esto es debido a que a lo largo del libro el poeta se encuentra inmerso en una interminable noche de la que no puede salir prisionero de sus intranquilidades, perseguido por su sombra «insoportable compañero muerto»[69] e ignorado por Dios que:
«quiere escapárseme
vacilante de secretos»[70].
Éste es el resultado preocupante de su deseado encuentro consigo mismo («por tanta ansia de día / entrañando la noche / en existencias íntimas»[71]). La noche es el momento propicio para buscar a Dios en el silencio y en la sobrerrealidad del sueño («yo soy muy poco y yo soy / minero de Dios a solas»[72]), pero también es un tiempo dramático porque no lo encuentra y su espíritu se puebla de angustia («Minero: tengo en el alma, / angustias de minas hondas»[73]), soledad y temor:
«Pozos vacíos de ángeles
rebosan jugos de sombra»[74].
No es de extrañar que en esta situación anímica el poeta vacile entre la idea de un Dios amable («En la escuela un niño pinta / a Dios con barba y flequillo»[75]) y un Dios dominante de cuyo implacable poder no escapa nadie:
«Ya sé […]
que tú si quieres nos alcanzas
en todo instante»[76].
La tarde se llena de connotaciones negativas porque lo arrastra al abismo de una «noche oscura del alma»: «La tarde, fruta rendida, / como yo entre noche y sueño, / me está dorando los ojos / con soplos de cementerio»[77]. El día en cambio es la esperanza («Vuela el corazón sediento / al tiempo, a beber el día»[78]) y el deseo anhelante del poeta que convierte la noche en un tiempo en donde se encuentra sumergido en una profunda melancolía:
«Esta noche eterna y mía,
bajo la entraña latente,
quiere echarme hecho simiente
sólo de melancolía.
¡Que venga, que venga el día!»[79].
En La esquina y el viento se detecta la subida de tono que se venía fraguando desde Hojas húmedas y verdes y El año cero en la preocupación religiosa de Valhondo que, en su antecedente más inmediato y directo Las siete palabras del Señor, se mostró sumiso y arrepentido y ahora sin embargo no encuentra la manera de religarse a Dios y pierde la esperanza de llegar a Él. Entonces expone sus dudas claramente e incluso lo impreca hablándole de una forma confidencial y profundamente humana, casi filial (aunque con un tono lírico elevado), y lo acusa de no manifestarse ni responder a sus preguntas, a pesar de que le ha dado muestras de agradecimiento:
¡Buenos días, Señor, porque te quiero
y has hecho que despierte tan temprano!
[…]
Buenos días, Señor, a ti el primero
que eres historia y sangre de mis años!»[80].
En la segunda parte se produce una fuerte subida de la angustia del poeta que llega a su máxima tensión en el tercer poema, «Somos la roca que no crece»[81], donde el poeta hace extensiva su situación a la de los demás y expone su concepción desalentadora de la condición humana:
«Somos la roca que no crece,
somos la arista tenebrosa,
el sacramento de la tierra
en una mar devastadora».
El ser humano para el poeta es sólo tiempo y muerte, porque el primero lo arrastra hacia ella y la muerte lo atrae inexorablemente. La vida así se reduce a una frágil existencia, en la que el martilleo mental de esta realidad se convierte en insufrible, sobre todo cuando comprueba que Dios lo ha abandonado a su suerte y sólo le queda soñarlo y consumirse en la angustia de la espera inacabable e infructuosa:
«Estoy soñando amor
-durmiendo carne ausente-
quemándome de Dios»[82].
Este poema sintético es el resumen-exposición del estado anímico en el que se sume el poeta, que parece abrigar la esperanza de algún día poder alcanzar a Dios, mientras sufre el doloroso desamor que le supone su ausencia por la que se quema como si en vida estuviera en el «infierno de los enamorados» de los poetas de Cancionero: «[La esquina y el viento es] un libro amargo, con tristeza de otoño que, por milagro de fe, deja abierto el horizonte»[83].
No se encuentran influencias en La esquina y el viento si exceptuamos un leve recuerdo de Antonio Machado cuando dice: «(Secreto de mi verdad / la dulce espina clavada), / viene haciéndome llorar»[84]. El tono parecido al de Emilio Prados en el poema «El espacio»[85]. La nostalgia albertiana de la primera estrofa de «Canciones»[86] o el ritmo de la cancioncilla popular en los poemas de tema navideño («Nana de la niña tonta»[87] y «Canción de Navidad del hijo pródigo»[88]). Escasa influencia por tanto que se diluye en el tono personal y sentido, patente en todo el libro.
La conmoción que produjo La esquina y el viento en la crítica aún fue mayor que la de El año cero, porque detecta que en su último libro Valhondo ha iniciado un camino nuevo sin perder su personalidad e incluso la ha afianzado más. Así lo destaca Magdalena Leroux: «Va ganando Vd. no sólo en hondura sino en concepto»[89] y un crítico de Poesía española: «Los poemas de La esquina y el viento son una superación y una muestra de poesía honda y apretada de sentimiento. Se ha ganado en fuerza expresiva»[90]. Baldomero Díaz de Entresoto además subraya la actualidad de una poesía apasionada: «La esquina y el viento es una evidente superación. El poeta ha llegado con él a la cima creadora de la madurez y nos da una poesía entrañable de honda raíz humana vestida de una armonía maravillosa […] Poesía […] con acento contemporáneo. Un mundo íntimo que se vuelca y dilata por su contorno con la máxima eficacia conmovedora»[91].
De nuevo la crítica valoró especialmente la autenticidad de Valhondo frente a la poesía académica y de laboratorio de la época. Ángel Crespo incide en su humanidad: «Me gustan tus versos por una sola razón … porque son los versos de un hombre […]. Un hombre. Como tú. Sólo un hombre y un hombre plantado, como un pino, en su tiempo»[92]. Pérez-Comendador, en su sentimiento: «[Tus poemas] están impregnados de sentimiento poético, lo que no puede decirse de la poesía de hoy cerebral y fría»[93]. Gabriel Celaya, en la personalidad de unos versos con voz propia: «Tú tienes eso que llaman ‘voz personal’ «[94]. Esto mismo quiso destacar Eugenio Frutos en el prólogo de la edición original: «lo que yo quisiera es, justamente, destacar lo que tiene la poesía de Jesús Delgado de intramuradamente personal, de cosa suya, cocida en su sangre y expresada en el esguince particular de su figura y su gesto»[95].
Estas opiniones que confluyen en destacar la poesía de Valhondo como honda, personal, sentida y evolucionada indican que Valhondo, con sólo tres libros editados, ha conseguido consolidar los cimientos de su poesía madura.
LA MUERTE DEL MOMENTO (1955)
La muerte del momento es la exposición del estado espiritual del poeta en un día cualquiera de su vida diaria en Zarza de Alange, fuertemente influido por el peso de la existencia: «El poeta entona sus dudas y misterios de soledades hondas allá en lo alto de unos riscos, de Zarza de Alange, donde se asienta una casita y la escuelita de este maestro. Buen observatorio para medir su tiempo, auscultar sus mundos espirituales y contar y cantar sus diarias tribulaciones, más cerca de los cielos […], donde a ciertas horas bajan los ángeles y el soñador Valhondo se permite preguntar a Dios»[96].
Perdida su esperanza de encontrar a Dios en La esquina y el viento, el tiempo sobre todo y la muerte ocupan el núcleo temático del libro que se está analizando. La intranquilidad por estos temas se acentúa en La muerte del momento, porque Valhondo en este pueblo sintió sobremanera la soledad y el aislamiento que le provocaron un fuerte aumento de sus preocupaciones existenciales, porque la realidad cotidiana, llena de pesadumbres, dolor y muerte, lejos de calmar sus intranquilidades, lo arrastraron a ahondar en ellas:
«[…] Frío y yerto
el cadáver es montaña
que se nos mete en la escuela
llenando todo de muerto»[97].
Por esta causa La muerte del momento es también la descripción descarnada de su vida diaria («Pasan hombres, van al trabajo / -el colmenar- la vida empieza»[98]), anodina y angustiosa, en Zarza de Alange donde los sucesos cotidianos, relacionados normalmente con el drama de la vida, asfixiaban su espíritu ya bastante apesadumbrado por la desesperanza de comprobar cómo el tiempo pasa, la muerte se acerca y no tiene esperanzas de encontrar a Dios para que lo ayude a superarla con la certeza de la inmortalidad. Por tal motivo su tono se torna grave y lúgubre, la angustia existencial aumenta y el silencio de Dios se hace cada vez más patente. De ahí que Enrique Segura definiera a La muerte del momento como un «manojo de camposanto»[99].
A pesar de todo Jesús Delgado Valhondo consigue realizar una descripción lineal de ese día cualquiera siguiendo ordenadamente estos pasos:
Comienza el libro con el poeta sentado en el umbral de su casa, meditando sobre su situación existencial:
«En el umbral sentado
de par en par la puerta
humilde franciscano
de mi paz y mi hacienda
[…]
Buscando, el pan diario,
como los hombres-fieras,
voy, vengo, lucho, mato
aunque el alma me duela»[100].
Después camina hacia su escuela, sintiendo en su ánimo la naturaleza que inunda la mañana del perfume de las flores:
«Ha llegado en flor el día
de nacida caridad,
y el Señor en su destino
que va buscando camino
dentro de mi soledad»[101].
Entra en la escuela, pasa un entierro (al día siguiente se incorporará a clase un niño huérfano) y el poeta reflexiona sobre la tragedia de la vida diaria, mientras nota más patente el poder de Dios al que ahora ve como señor de la vida y la muerte:
«‘Tu padre ha muerto y yo soy
tu padre ahora’. Voz y lira,
dulcemente, dicen: ‘No’.
En el libro abierto tira
la mirada. Solo Dios
en la escuela es quien respira»[102].
Sale al campo y descansa por un momento tranquilo contemplando la naturaleza lejos del ambiente mortecino del pueblo. Sin embargo, enseguida vuelve a sus meditaciones trascendentes:
«Respiro este aire limpio
sin peso y sin heridas.
[…]
y nada y nos vendimian
la sangre cuando quieren
venir por nuestra vida»[103].
Vuelve al pueblo, entra en la iglesia, reflexiona de nuevo, profundiza en su espíritu y siente la necesidad imperante de hablar con Dios, al que llama e incluso suplica que se manifieste pero no le contesta y sus intentos de diálogo quedan reducido a un monólogo desesperante:
«Acaba de decirme tu palabra
que se me llena el alma de quejidos
que vagamos en noche todavía
y estamos, Señor, solos y hace frío»[104].
El poeta se angustia, sueña con Dios «en la mentira más hermosa» y siente cada vez con más intensidad la desesperanza de la muerte de su tiempo, gota a gota, momento a momento, como si de un refinado martirio anímico se tratara:
«Nuestras ansias son devoradas
cada latido, por el tiempo»[105].
Y en esta angustia dramática termina el libro, que se cierra significativamente con el poema titulado «La muerte del momento», donde se hace más nítida la cercanía de la muerte en cuyos brazos lo va depositando el tiempo:
«Corazón en que me mueve
por única verdad en que te siento,
la muerte que me llueve,
La muerte del momento
besarme como el árbol besa al viento»[106].
Por esta razón la búsqueda del poeta (desde un principio, condenada al fracaso) se convierte en dramática pues busca una quimera: quiere encontrar soluciones razonables a cuestiones irracionales con los pobres recursos de la mente humana. El origen de la angustia del poeta se encuentra en esta imposibilidad que se niega a aceptar para no caer en el más profundo de los abismos, perdiendo definitivamente la esperanza de la vida eterna, que es una idea aterradora porque lo aboca a la muerte definitiva:
«Que eres altar y yo, vigilia:
que eres horizonte que goza
el más allá de las montañas
en la mentira más hermosa.
Yo velaré tu sueño, amigo,
tú no temas, duerme y reposa,
que nadie vendrá ¿sabes?, ¡nadie!
a deshojarte en tu persona»[107].
Además La muerte del momento es la descripción de la realidad diaria, cruda y dura, en la que el ser humano tiene que luchar «como los hombres-fieras», pasar estrecheces y sufrir enfermedades siempre con la espada de la muerte pendiendo sobre su cabeza. Esta situación, que se repite cada instante, se convierte en inaguantable para el frágil espíritu del poeta que ahora soporta no sólo la carga agobiante de su drama, sino también comienza a sentir el peso de la imperfección de los demás:
«La cena. Otra bendición.
Bendición sobre sardinas.
Esquelas de defunciones.
Sucesos y más sucesos,
deportes y habladurías»[108].
Pero a pesar de todo el poeta tiene la valentía de enfrentarse a la vida («Dame, mujer, que es tarde / gabardina y cartera»[109]), aunque siempre acompañado de una profunda melancolía de soledad y desamparo («y Dios va siempre delante / y sólo soy caminante / de mi vida y mi dolor»[110]). De ahí que su camino sea un simple andar por andar sin esperanza y el poeta no tenga el deseo de llegar a una meta donde disfrutar del descanso merecido, que en este caso sería el regazo de Dios. Su vida pierde de este modo el deseo de vivir:
«Sólo nos queda el dulce aliento,
su mirada furtiva,
y la amargura de que lleva
de que lleva la alegría»[111].
Pero La muerte del momento no es una monótona exposición de sus preocupaciones, porque el poeta utiliza una técnica de intensificación dramática, que va creciendo a lo largo del libro y lo divide en dos partes claramente diferenciadas: la primera desde el comienzo al poema «Momento de vida» y la segunda desde «Habla, estamos solos» hasta el final.
En la primera parte el poeta reflexiona melancólicamente sobre el peso de la mediocridad y la tragedia de la vida cotidiana en él y en los demás situándose en el paisaje que refleja, como en Hojas húmedas y verdes, su estado de ánimo siempre vacilando entre la imposibilidad de cumplir con su anhelo inalcanzable de encontrar a Dios y la tristeza de sentirse insignificante ante la grandeza de la creación:
«Como una piedra al mar
y cielo y mar adentro
voy cotidianamente
de mi vida cayendo.
[…]
Ha llegado el instante
y la llamada espero
que me diga en la noche:
‘¡Levanta, estás despierto!’
Pero el grito no llega
y abismos voy venciendo
furtiva piedra sola,
bajando por el mar,
en Dios latiendo»[112].
Esta parte se encuentra dosificada por medio de dos respiros espirituales, que consiguen atenuar la angustia: uno en «El lenguaje de las flores en la Navidad» (tercer poema), donde el poeta se llena de naturaleza a través del perfume de las flores y las sensaciones diversas de sus distintos aromas, que llenan su espíritu de sugestiones positivas y de una esperanza momentánea, porque logra sentir a Dios en esa manifestación natural:
«Eglantina en el color,
-atraviesa el sol cristal-,
iris abre su mensaje
y Dios queda hecho paisaje
de perfume floreal»[113].
Otro en «Vendimia» (noveno poema), cuando el poeta contempla momentáneamente el paisaje, libre de pesares:
«La luz está cayendo
como una inmensa firma
sobre el paisaje y pulso
de la hermosa campiña.
Va recorriendo venas
la tremenda alegría
de estar todo cercano
a pasos, a ojos vista»[114].
No obstante este respiro se convierte en dramático porque su redescubrimiento del paisaje no lo reafirma como el ser más perfecto de la creación, sino como un elemento extremadamente frágil y finito cuyo sino es la insistencia angustiosa en preguntar continuamente sobre su origen y su destino y no obtener respuesta:
«Nosotros parecemos
casualidad bendita.
¿Somos? Eso parece
porque el cuerpo respira,
porque bajo este cielo
tenemos voz pasiva
y una cuarta de mundo
que, a veces, nos lastima»[115].
En la segunda parte sin embargo se produce un aumento de la tensión dramática, porque si en la primera la presencia del tiempo y la muerte se hace patente, en la segunda se convierte en trágica («ser testigo de que tienes / encima sangre y mundo entero / y el ciprés, con nubes altas / arraigado en mitad del pecho»[116]). El poeta se olvida de los demás y del paisaje y se adentra en su interior, desde donde habla con Dios exponiéndole sus preocupaciones en un monólogo descarnado y directo, que se hace místico en el último poema quizás intentando situarse en una posición más cercana a la divinidad, para que se compadezca de él y le responda:
«El alma que me vive
como pájaro en nido su agonía,
Señor, hoy te recibe
y espera la alegría
de verse madrugar en nuevo día»[117].
Por tanto el poeta sigue una estructuración cíclica que comienza y termina en la angustia más desesperanzada, encerrado en un círculo vicioso que hace más dramática su existencia cotidiana, porque sabe que sin Dios no hay solución posible. De ahí la obsesión que Valhondo siempre tuvo por la inminencia de la muerte:
«Quizás yo mismo esté temblando
cuando escribo estos versos
como la rama desgajada
por las tormentas y los vientos
y tema dormir, por si acaso
una mañana no despierto»[118].
En cuanto a la métrica y a la rima, La muerte del momento, presenta algunas vacilaciones frente a la regularidad casi total de La esquina y el viento: todos los poemas están medidos en heptasílabos («Yo estaba allí sentado», «Ofrenda», «Vendimia», «El corazón en la vida» y «Siempre hay alguien»), octosílabos («Canciones del caminante», «El lenguaje de las flores en la Navidad», «Manos en silencio», «Pasa un entierro por la puerta de la escuela», «Primer día de clase del niño huérfano» y «Un día cualquiera»), eneasílabos («Velándole sueños al hombre dormido en el camino»), endecasílabos («Noche en el alma» y «Cuando quieras, Señor»), alejandrinos («Troncos talados») o presentan combinaciones de distintas medidas: eneasílabos + pentasílabos + un endecasílabo («La iglesia»); eneasílabos + pentasílabos + un heptasílabo («Momento de vida»); heptasílabos + endecasílabos («Habla, estamos solos» y «La muerte del momento»); heptasílabos + un pentasílabo («Como una piedra al mar»); alejandrinos + heptasílabos («El recuerdo») y heptasílabos + eneasílabos + endecasílabos («Morir habemos»).
La rima sigue la pauta que ya se ha hecho característica en Valhondo: predomina la asonante, que se mezcla frecuentemente con la consonante. La combinación regular de los metros y rimas mencionados dan lugar a la aparición de estrofas (quintillas -«Canciones del caminante»-, liras -«La muerte del momento»- y décimas -«El lenguaje de las flores en la Navidad») y poemas con un predominio del romance en trece ocasiones, de las que en cinco son romances-endechas («Yo estaba allí sentado», «Ofrenda», «Vendimia», «El corazón en la vida» y «Siempre hay alguien») y tres heroicos («Habla, estamos solos»[119], «Noche en el alma» y «Cuando quieras, Señor»). Además se localizan dos sonetillos («Pasa un entierro por la puerta de la escuela» y «Primer día de clase del niño huérfano») y una especie de silva con versos heptasílabos y alejandrinos («El recuerdo»).
El sello de Valhondo en La muerte del momento (o la muestra[120] de irregularidad que siempre introduce, incluso en sus libros más formalmente disciplinados) se encuentra en tres poemas que no responden a distribuciones conocidas: «Un día cualquiera» que está escrito en octosílabos pero la rima asonante aparece hasta el verso 21 en los versos impares y, a partir del 24, se cambia a los pares. «Troncos talados” que son ocho versos con dos rimas distintas en los pares y «Como una piedra al mar» que es un romance-endecha, pero cambia la rima asonante en los pares del penúltimo al último verso. Otra muestra sería la introducción en una composición rimada de un verso de otra medida como sucede en varios casos citados.
Estas vacilaciones son ejemplos de que el poeta continúa experimentando y deja siempre válvulas de escape para sortear el encadenamiento que le supone la regularidad formal del verso medido y rimado en un momento que le gustaría ser más libre que nunca para decir sin obstáculos lo que siente, aunque sin perder la verdad. Pero como sabe que puede desbocarse introduce esas vacilaciones aparentemente incomprensibles.
Estos ejemplos, que muestran a un poeta disciplinado y a la vez que se libera de ataduras cuando lo necesita, es una señal inequívoca de que Jesús Delgado Valhondo ha tomado el pulso de su palabra, y ya es un poeta asentado y dueño de su poesía.
La muerte del momento, que fue editado pobremente en Gévora[121], va precedido de un prólogo de Enrique Segura que ocupa la página 1; en la siguiente aparece la portada con la dedicatoria del libro a Pedro Caba y a continuación vienen los poemas que, uno tras otro sin ser agrupados en partes, ocupan de la página 3 a la 9.
No obstante el libro se encuentra dividido en dos partes (la primera desde «Yo estaba allí sentado» a «Momento de vida» y la segunda desde «Habla, estamos solos» a «La muerte del momento»), teniendo en cuenta que ambas partes tienen un número idéntico de poemas, once. Existe un predominio de los versos de arte menor (pentasílabos, heptasílabos y octosílabos) en la primera y de los versos de arte mayor (eneasílabos, endecasílabos y alejandrinos) en la segunda. Y también en esta parte se concentran la mayor parte de las combinaciones de varios metros y las alteraciones citadas de la rima.
La reunión de los versos de arte mayor, las combinaciones y las alteraciones mencionadas en la segunda parte se deben al aumento de la angustia, que provoca una mayor tensión dramática y por tanto que el pulso formal del poeta se resquebraje en algún momento pasajero.
Seis recursos formales contribuyen a la creación gradual del clima angustiado en el libro que vienen a confirmar, junto a las características métricas comentadas, el crecimiento de la angustia conforme el libro avanza y pasa su ecuador:
1º)El tono sosegado del comienzo, que sitúa al poeta en un ambiente de suave melancolía desde donde cuenta su situación presente para desde ahí avanzar en el relato de su concepción trágica de la vida:
«En el umbral sentado
de par en par la puerta
humilde franciscano
de mi paz y mi hacienda.
Yo temblaba de noche
ante un Dios de tormentas»[122].
Los libros anteriores generalmente comenzaron de una forma abrupta; sin embargo en La muerte del momento el poeta, herido por su búsqueda fracasada, soporta serenamente su profunda herida espiritual, cuando comprueba que Dios no es el ser cercano y amable que esperaba.
Pero pronto comenzará su angustia al sentir que la realidad no sólo le depara el fracaso espiritual de su búsqueda sino que además se trata de una lucha dramática por la supervivencia diaria:
«Hoy, buscando el pan diario,
como los hombres-fieras,
voy, vengo, lucho, mato
aunque el alma me duela.
Donde quiera que vaya
debo ganar mi presa»[123].
2º)El cambio de concepción de la noche y el día: antes la noche era su único problema, ahora también lo es el día que lo llena de angustia:
«Ha muerto el alba allá en el campo
en los árboles y en la yerba»[124].
3º)El uso en seis ocasiones (tres en cada parte) del romance-endecha que imprime el tono fúnebre que poco a poco va impregnando al libro: «Yo estaba aquí sentado», «Ofrenda» y «Vendimia» (primera parte). «Habla, estamos solos», «El corazón en la vida» y «Siempre hay alguien» (segunda parte).
4º)La mezcla de versos (alejandrinos y heptasílabos) y rimas distintas (asonante y consonante), que el poeta incluso combina con versos sueltos en algún poema como «El recuerdo», obligado por la necesidad de salirse de la regularidad en momentos especialmente angustiosos,que necesita expresar exactamente lo que siente y no lo que le obliga un ritmo determinado.
5º)La concentración de poemas al final con un número mayor de versos, que insisten en el tema de la muerte.
6º)El empleo de la lira en el poema que cierra el libro, donde su espíritu se remansa, sumiso ante la evidencia de un destino inalterable, y finaliza su monólogo en un tono místico, buscando la unión con Dios:
«El alma tengo herida
de verme, Dios clavado en lo que quiero,
del tiempo por la vida,
del tiempo donde muero
sangrando los desgarros que te infiero».
Pero este intento se convierte en frustración, a pesar de los continuos ofrecimientos previos del poeta, que resultan una extraordinaria muestra de entrega a Dios y de amor no correspondido:
«Vengo para que digas
lo que quieras, Dios mío»[125].
«Señor, cuando destiles
mi corazón amargo
de las últimas gotas
que me estén derramando
palpitará mi espíritu
en vuelo por tu espacio»[126].
La muerte del momento podría ser definido como el libro del tiempo que poco a poco lo acerca inexorablemente a la muerte: «[…] me pongo a escribir. Quisiera escribir sobre los calendarios. Es un buen tema para hacer un breve y jugoso ensayo, puedo hablar del tiempo. De cada día que vemos pasar, de la muerte de cada momento»[127] escribe Valhondo por estas fechas, explicando sin proponérselo la esencia del libro.
Y es que en el tiempo se encuentra la otra clave temática del libro que, junto a la desazón por la búsqueda infructuosa de Dios, explica la subida de la angustia del poeta, porque se da cuenta de que el tiempo no es elástico sino que se le va descontando de la cuenta particular que Dios le concedió cuando recibió la vida, que no es una suma de tiempo sino una resta, es decir, la vida no lo aleja de la muerte sino lo acerca.
Ante esta realidad patente el poeta bastante conmocionado por su reciente descubrimiento reinicia la búsqueda de Dios, al que llama primero con dulzura («esperando, Señor, que tú dispongas / de todas estas muertes que padezco»[128]) y poco después desesperadamente al comprobar que no le responde ni lo hará nunca:
«¿Quiénes somos?, ¿Por qué existimos?
¿Dónde, Señor, iremos?
Nunca sabremos nada,
mar insondable de momentos»[129].
Entonces aflora su angustia con mayor desesperanza, porque se da cuenta de que el tiempo definitivamente es irrecuperable; no lo volverá a vivir porque sólo podría recuperarlo en la vida eterna donde el tiempo es infinito, pero sin Dios no existe esperanza de salvación ni de eternidad. Y así día a día inexorablemente el poeta, un hombre cualquiera, siente que Dios se encuentra cada vez más lejos, el misterio se agranda y la muerte se acerca:
«Siempre tengo las mismas dudas
las dudas que todos tenemos;
yo sólo sé que andamos
y que morir habemos»[130].
Además en este libro se produce un aumento de su drama particular porque, si La esquina y el viento fue un monólogo angustiado con Dios donde el poeta tomó conciencia del significado trascendental de la vida, la muerte y el tiempo, La muerte del momento es la exposición angustiosa de la necesidad vital de hablar con Él, porque el poeta toma conciencia de la realidad cotidiana y de los demás, que había ignorado hasta este momento excesivamente preocupado por sí mismo.
Por tanto su angustia actual no procede únicamente de las intranquilidades de su soledad interior, sino también de aquéllas que le producen los sucesos de la vida diaria donde se encuentra con sus semejantes, tan imperfectos y desamparados como él. Entonces su estremecimiento llega a su máxima intensidad, cuando advierte que no está solo, que su tiempo es también el mismo de los otros y (esto es lo que más lo estremece) de sus hijos, seres indefensos a quien él dándoles la vida ha arrojado inconscientemente en manos del tiempo y de la muerte, que no se pararán ante su indefensión:
“Mucho he pensado, mucho,
en estas vidas nuevas,
en esta sangre mía
creciendo en mi presencia,
de tanto mirar tengo
que llorarlos con pena»[131].
La preocupación que siente el poeta por este asunto es tan insufrible que se hace un tema recurrente a lo largo del libro:
«Tu padre ha muerto y yo soy
tu padre ahora»[132].
«Hijos que ríen, que lloran,
que duelen sus alegrías»[133].
«[…] yo oculto
el corazón, si el corazón me sangra,
como oculto las penas a mis hijos»[134].
Por tanto La muerte del momento desde el primer poema conecta con la línea angustiosa detectada en el libro anterior, pero aun más intensificada. El poeta, un hombre anónimo de pueblo («alma sencilla / de provinciano asceta»[135]), se encuentra abrumado ante un Dios indiferente por la múltiple responsabilidad que acaba de adquirir cuando comprende que también es su preocupación la vida de su mujer y de sus hijos, imperfectos y finitos como él.
Así La muerte del momento es un libro donde se puede constatar un hecho característico en Jesús Delgado Valhondo: la angustia provoca en su ánimo un sentimiento de expresión realmente verdadera, cuando lo normal sería que desvirtuara sus sentimientos y los hiciera artificiales, oscuros y despersonalizados. Es en estos momentos cuando se halla al poeta auténtico, como reconoce Enrique Segura: «Sigue Delgado Valhondo la línea poética de Antonio Machado, pero sin perder un ápice de sus propios sentimientos, de su recia e inflexible personalidad. Su lira es menos profunda y filosófica, pero tiene una energía nativa y una altivez tan arrogante que se refleja en esa economía de florituras y de imágenes que le lleva a plasmar la carga emocional de su alma, que lanza como una flecha de indios al corazón del lector»[136].
Es cierto que en La muerte del momento se encuentra al Valhondo más personal, pero no tanto la dependencia que establece Enrique Segura con el poeta sevillano, al que sólo se detecta en el segundo poema donde aparece la idea recurrente del camino, pero la reelaboración es distinta a la de este asunto en Machado que concibe el camino como una metáfora de la vida, mientras Valhondo lo toma como un medio físico por el que llevar a cabo su búsqueda de Dios:
«-Caminante, ¿Dónde vas?
-Voy siempre buscando a Dios
y Dios va siempre delante
y sólo soy caminante
de mi vida y mi dolor»[137].
También se localiza algún recuerdo de Cántico de Jorge de Guillén en la visión serena del mundo y en la suavidad de la entonación que discurre plácidamente por medio de frases esenciales en poemas como «El lenguaje de las flores en la Navidad» y «Vendimia»:
«Respiro este aire limpio
sin peso y sin heridas.
[…]
Va recorriendo venas
la tremenda alegría
de estar todo cercano
a paso, a ojos vista».
La rabia impetuosa de Blas de Otero en expresiones del tipo «Cómo estrujas, Señor / […] / Cómo apuñas, Señor / […] / revolcándome en tierra»[138]. Y el misticismo formal de San Juan de la Cruz en la espiritualidad de las liras del último poema del libro. Pero no se pueden calificar estos detalles como influencias de peso porque aparecen en fugaces momentos y enseguida desaparecen sin dejar rastro. De tal forma que en el resto del libro sólo está Jesús Delgado Valhondo.
Coincidimos no obstante con Segura en la «economía de florituras» del libro, porque en estos momentos al poeta sólo le interesa que su mensaje llegue transparente y evita adornos innecesarios. Sin embargo no estamos de acuerdo con este crítico en que haya «economía de imágenes», porque aparecen a lo largo del libro con el sello inconfundible de la personalidad creativa de Valhondo:
«humilde franciscano
de mi paz y mi hacienda»[139].
«Una culebra enroscada
el padre que ya no tiene»[140].
«Disgustos, inconveniencias
haber y debe de hormigas»[141].
«Se nos queda en las manos
las más grandes medidas»[142].
«La luz, avispa en la ventana,
mueve la casa y la colmena
y lleva el barco, ave de oro,
dorada iglesia»[143].
«desnudo ya de todas
las penas y caminos»[144].
«y que sembramos nuestros días
en nuestros campos de recuerdos»[145].
Éstas son algunas de las imágenes que se localizan sin realizar un esfuerzo especial en su búsqueda. Por tanto, no hay en La muerte del momento «economía de imágenes», sino que se encuentran tan naturalmente integradas en el texto, que da la sensación de que sólo aparecen las necesarias. Si se refiere a esto Enrique Segura, entonces estamos de acuerdo con su afirmación.
Otros recursos aparecen en el libro aunque, igual que las imágenes, se encuentran tan sencillamente integrados en la expresión suave y natural empleada, que lenguaje común y recursos corren a la par en beneficio del contenido (no de la forma), contribuyendo a crear el clímax característico de este libro.
Así se nota que en La muerte del momento destacan recursos reiterativos que indican el aumento del grado de angustia en el espíritu del poeta, cuanto más tardan las respuestas de Dios y más se agota su esperanza:
Vocativos repartidos por todo el libro («Mujer», «Caminante», «Alma», «Señor», «Dios mío» …) que muestran por un lado la conciencia que toma el poeta de los demás y por otro el anhelo imperante de que Dios lo atienda:
«¡Dame, mujer, que es tarde
gabardina y cartera»[146].
«-Caminante. ¿Dónde vas?
-Andar por andar, amigo,»[147].
«Vengo para que digas
lo que quieras, Dios mío,
[…]
Estoy contigo y estamos, Señor, solos»[148].
Encabalgamientos que advierten la congoja del poeta ante la presencia de la muerte:
«Lejos ladra triste un perro
invisible amargo mal.
[…] El cencerro
del murmullo por la cal.
[…]
el cadáver es montaña
que se nos mete en la escuela»[149].
Uso reiterado de estructuras sintácticas como puede ver en «Cuando quieras, Señor» («Cuando quieras, Dios mío», «de estar aquí»), o en «La muerte del momento» («del tiempo», «la muerte»), que indican la insistencia del poeta en llamar la atención de la divinidad porque cada vez necesita más que se manifieste.
Empleo de la primera persona para reafirmar el poeta su presencia («Yo temblaba», «Te traigo», «Respiro este aire limpio» …) o bien para hablar con Dios («Vengo para que digas», «Yo te espero, Señor», «El alma tengo herida» …). Aunque también emplea la primera persona del plural, cuando le interesa implicar a los demás en sus inquietudes («tenemos voz pasiva», «y estamos, Señor, solos», «Desconocemos dónde estamos» …).
Anáforas («puerta de lágrimas / valles de lágrimas», «si son tus labios […] si, luego, nos enciendes […] si los dos somos uno») y polinsíndetos («y he reído y llorado muchas veces / y existo vivo») que marcan el aumento de su angustia.
No obstante todo en La muerte del momento contribuye a crear una tonalidad uniforme, velada por la melancolía que evita el exabrupto. De ahí que el estilo continúe siendo directo, la lengua natural (se mantiene así incluso cuando la mezcla con imágenes angustiosas) y el tono melancólico y trágico, que llega a tomar un tinte fúnebre y naturalista pero sin estridencias:
«Yo te espero, Señor, humildemente,
como paloma herida bajo el águila.
Arráncame de mi cansancio y penas;
dame tu mano ya, tu mano amada,
y vámonos por el camino viejo,
amigo mío, a despertar el alba»[150].
De los libros comentados, La muerte del momento es el más uniforme de Jesús Delgado Valhondo por las razones expuestas. Además esta afirmación la confirma el hecho de que la edición original de La esquina y el viento llevara poemas de libros anteriores, que fueron suprimidos en la edición publicada. Este dato muestra que La muerte del momento es el primer libro que Jesús Delgado Valhondo concibió independiente y a conciencia, pues en su contenido aparecen interrelacionados los grandes temas tratados por él: paisaje, tiempo, muerte, hombre, Dios y soledad.
Además en este libro se hace patente la poesía esencial característica de Valhondo, en la que no se halla ninguna concesión a la palabrería vana, pues todo es muy meditado y sentido, puro espíritu destilado por la necesidad de decir estrictamente lo necesario:
«Vuelta otra vez. Bendición
sobre garbanzos. Ironía.
Disgustos, inconveniencias
haber y debe de hormiga.
Sueño nublado. Café.
Arañas en las pupilas.
Crucigrama. Más y amén»[151].
Y es en este punto donde nos encontramos con la afirmación de algún crítico, que asegura localizar influencias de Juan Ramón, San Juan y Fray Luis. Pero no sólo el primero es esencial ni tampoco los otros son los únicos místicos o ascetas que existen en nuestra literatura; además leamos a estos poetas y a Valhondo profundamente y detectaremos las diferencias que los separan:
«Mis manos -extrañas manos-,
extraños queridos seres.
Por un camino de ciego
tactan momentos latentes.
¡Qué soledad, qué serena
soledad reposan siempre!
Haz de silencios, mañana,
cruzadas sobre la muerte»[152].
La muerte del momento supone otro paso más en la evolución espiritual y lírica de Jesús Delgado Valhondo que, al tomar conciencia de la realidad y de sus semejantes que lo rodean, amplía sus preocupaciones en un gesto humanamente consciente, comprometido y solidario. Por lo que podemos decir que en La muerte del momento se produce un cambio de enfoque del poeta, al pasar del yo más íntimo al nosotros más amplio, cuyo descubrimiento produce una reacción solidaria en su alma hasta hace poco solitaria.
Resulta penoso que este libro tan sustancioso y fundamental en la evolución poética de Jesús Delgado Valhondo fuera tan escasamente difundido por publicarlo en Gévora que, si bien fue un proyecto editorial digno de elogio y tenía una tirada propia de una revista poética, no fue suficiente para suscitar las opiniones de la crítica que sin duda lo hubiera recibido con júbilo y comentarios adecuados a su contenido y su calidad. Y estas opiniones orientadoras las echamos en falta a la hora de profundizar y entender más hondamente este libro estremecedor y crucial en la obra poética de Jesús Delgado Valhondo.
LA MONTAÑA (1957)
La montaña es el resultado del impacto espiritual y físico, que produce en el ánimo y en el cuerpo del poeta las características especiales del paisaje santanderino por sus proporciones fabulosas y la influencia de su clima y su flora tan distintos al de su tierra: alturas vertiginosas, profundos precipicios, vegetación exuberante, verde intenso, niebla y shiri-miri perenne, mar y montaña juntos:
«[…] Montañas
que nacen de la pluma
del día. Sueñan cuevas,
donde tiempos acunan,
noches eternas. Suda
verdes el monte. Ríos
y adiós. Piedras desnudas …
Acaricia las vacas
Santander en la bruma»[153].
Aunque La montaña no es una simple visión geográfica sino el descubrimiento traumático del poder de Dios a través de la contemplación espiritual y el peso físico de la creación, cuyo centro por unos días se situó en la montaña cántabra, donde Jesús Delgado Valhondo llevó a la práctica su idea ascendente del camino de la vida y creyó idealmente que había llegado el momento del encuentro tan deseado con la divinidad.
Esta concepción trascendental induce a pensar que tanto el título como el contenido del libro tienen un origen bíblico, que se halla en la subida de Moisés al Sinaí para que Yavé le entregara los Diez Mandamientos y la experiencia vivida por el pueblo de Israel: «Al tercer día por la mañana hubo truenos y relámpagos, y una densa nube sobre la montaña, y un muy fuerte sonido de trompetas, y el pueblo temblaba en el campamento. Moisés hizo salir de él al pueblo para ir al encuentro de Dios, y se quedaron al pie de la montaña. Todo el Sinaí humeaba, pues había descendido Yavé en medio de fuego, y subía el humo, como humo de un horno, y todo el pueblo temblaba. El sonido de la trompeta se hacía cada vez más fuerte. Moisés hablaba, y Yavé le respondía mediante el trueno»[154]. Este mismo Dios airado que sufrieron los israelitas es el Dios de tormenta que encontró Jesús Delgado Valhondo en la cima de la montaña santanderina. Posteriormente al episodio que narra la Biblia los israelitas estuvieron vagando por el desierto cuarenta años, abandonados por Yavé; Valhondo errará sin Dios, solo y desamparado, durante toda su vida:
«Suspiro. Son las seis. Escombros
en los recuerdos. Hace frío.
Penas de Dios me quedan sólo.
Hombre solo en el mundo. Sombra
sola de un vuelo misterioso»[155].
La idea de la montaña en Valhondo procede de sus raíces cristianas (se acaba de comentar la influencia bíblica), de sus vivencias cacereñas (ya se ha comentado su atracción especial por el lugar denominado «la montaña», vigía de Cáceres) y del impacto que le causó la lectura de la Vida de San Pedro de Alcántara y el conocimiento de su incansable peregrinar: «San Pedro de Alcántara hacía una cruz y la clavaba en la cima más alta. Cristo subió la cuesta de la montaña y su sermón más bonito quizás sea ‘el de la montaña’ «[156]. Éstos son los motivos de que se halle la idea de la montaña en sus comienzos líricos cuando aún tenía intactas sus esperanzas de encontrarse con Dios en un futuro no muy lejano.
También influyó sin duda la experiencia mística de San Juan de la Cruz que contó líricamente en su “Subida al monte Carmelo”, donde el carmelita encuentra a Dios y se produce la unión mística de su alma con la divinidad. Esta misma experiencia es la que deseaba vivir Valhondo, desprendido de los despojos de sus imperfecciones mortales y de los obstáculos del camino. Pero finalmente no consigue la unión tan deseada cuando trata de trasvasar la experiencia mística a la realidad y Dios no se manifiesta materialmente, porque sólo unos pocos elegidos pueden alcanzar el éxtasis místico que está vedado a los simples mortales como él:
:
«Alcé los brazos sobre
unas supuestas albas.
Quise la nueva luz
y la nueva palabra.
Y sólo conseguía
ver mis manos mojadas,
hechas pájaros tristes
deshojadas en agua»[157].
En artículos periodísticos de Jesús Delgado Valhondo existen numerosas muestras de esta idea teórica, fundamental en su vida espiritual y su poesía porque representa la meta de su recorrido vital, consciente de que la existencia es un regalo extraordinario que se debe llenar espiritualmente de contenido, de indagación, de compromiso, y descubrir poco a poco a través de nuestra innata capacidad de asombro. Para Valhondo el hombre debe ser el resultado de una existencia intensa que bucea e indaga en sí mismo, en los demás y en su entorno mientras va quemando etapas en un deseo ascético-místico de llegar al encuentro con Dios, la perfección, que lo espera en la cima anhelada.
Postura por tanto lejana a una vida anodina, monótona, sin preocupación espiritual: «La ambición más digna del hombre es el anhelo por subir […]. Subir para ganar la cúspide que le pertenece. Subir como el árbol para llegar al primero y al último rayo de sol. […] Elevarse es ganar. […] El alma busca la altura […]. Subir aunque sea por desprendernos del barro, de la miseria, de los reptiles. Subir para engrandecernos, para dilatarnos, para poder respirar mejor»[158]. La decepción vendrá cuando en la realidad no pueda acceder a Dios con la facilidad que esperaba, pues lo encontrará inaccesible en la cima y su vida caerá en el desencanto donde naufragan los seres espiritualmente vacíos por el silencio de Dios:
«[…] Por la herida
sólo Dios. Cierra el libro
que tiene abierto el mar
de madrugada. Día
que no nos ve.
Melancolía»[159].
Por este motivo La montaña no es un mero ejercicio lírico sino un libro eminentemente reflexivo, producto de una conmoción espiritual que abarca y abraza de sentimientos un accidente geográfico, porque todo se cuece en el alma del poeta que con su sinceridad traduce sus sensaciones en forma lírica desde su yo más íntimo: «Quise coger la hierba», «Y cuántas veces mi lecho», «Me palpo con las manos», «Y me estaré constantemente», «como cruz me la llevo» … Y otras veces a través de imágenes de un lirismo enternecedor que en más de una ocasión se convierte en desgarrador estremecimiento:
«[Santander] Labio de España, aliento
gris de mar»[160].
«Ya se enredan las nubes
en las rocas. El viento
enseña su garganta»[161].
«herida que sangrando monte arriba
va señalando el alba de los sueños»[162].
«Abre su caja el sol
vierte diamantes:
viva luz donde juegan
color los ángeles»[163].
«Llevo la sangre recogida
en una cárcel de esperanza»[164].
El libro consta de 19 poemas de extensión breve pues rondan una media de 15 versos, también generalmente cortos. También este libro distribuye la métrica y la rima de una forma casi totalmente regular: todos los poemas están medidos en heptasílabos («Santander», «Niebla», «Desde el mirador del cable», «Desfiladero de la Hermida», «Torrelavega», «Besando el trozo de la cruz del Señor en Santo Toribio de Liébana» y «Puerto de Santander»), octosílabos («Subiendo la montaña», «Picos de Europa» y «Santillana del mar»), eneasílabos («Recordando la colegiata de Santillana del mar», «Caminos de la montaña», «En el pueblo de Potes» y «San Vicente de la barquera»), endecasílabos («Cuevas de Altamira», «Taberna del riojano» y «Sepulcro del inquisidor Corro») o presentan combinaciones de pentasílabos + heptasílabos («Shiri-miri» y «Playa del sardinero»).
Sigue predominando la rima asonante que se mezcla frecuentemente con la consonante, formando en la mayoría de los casos estrofas y poemas conocidos: tercetos encadenados («Taberna del riojano»), redondillas («Subiendo la montaña») y cuartetas asonantadas («Niebla»). Hay un predominio patente del romance en octosílabos (trece de los 19 poemas); también aparece el romance-endecha («Desde el mirador del cable», «Desfiladero de la Hermida», «Torrelavega» y «Puerto de Santander») y el heroico («Cuevas de Altamira» y «Sepulcro del inquisidor Corro»), que es usado cuando se produce un aumento de la tensión lírica en el primer caso por el asombro que le produce encontrarse en el mismo lugar que habitaron seres primitivos hace miles de años, sintiendo su presencia en aquellas paredes dibujadas:
«Un hombre estuvo aquí -trece mil años-
mi primitivo hombre de misterio:
el arte le nació sin saber cómo
iba soñando caza y rozó cielos»[165].
o en el segundo por el rechazo que le inspira el inhumano inquisidor Corro, ayer poderoso y hoy despreciado:
«Te acaricio, te miro, te mantengo
casi de corazón, trasluz cansado.
Pero te arranco pronto de mi sangre
me produces temor y me das asco»[166].
Aparte tenemos tres poemas que rompen esta regularidad: «Santander» presenta la rima en los pares hasta el verso 8º y a partir de ahí en los impares. «Shiri-miri» distribuye la rima de una forma irregular (abcbcab–b-b) y «Besando el trozo de…» tiene la mayoría de los versos sueltos. Por tanto otra vez se puede localizar una muestra de lo que hemos traducido como independencia y rebeldía de Valhondo frente a la atadura de la métrica y la rima.
Estas características métricas indican que formalmente en La montaña el poeta se ha dejado llevar por su instinto lírico primitivo más cercano a la poesía tradicional que a la culta, aunque esta afirmación no significa que sea un libro descuidado, pues La montaña contiene momentos de una alta creatividad y en conjunto es uno de sus libros más unitarios, coherentes y sin altibajos de Valhondo tanto en la forma como en el contenido.
Tampoco divide el poeta formalmente este libro por lo que parece una simple sucesión de poemas. Pero atendiendo al contenido La montaña se estructura en tres partes que responden a una distribución cíclica, cuyo principio y fin se sitúa en la capital cántabra: «Santander» (primer poema) y «Puerto de Santander» (último poema).
La división en tres partes estaría distribuida de la siguiente forma:
Primera parte: Desde «Santander» a «Shiri-miri», especie de introducción donde describe el impacto emocional sufrido ante el paisaje y el clima santanderino:
«Quise coger la niebla
-ángel de telaraña-
[…]
Quería coger nieblas …
Eran nubes cansadas
de volar que en la tierra
vertían sus nostalgias.
Como yo cuando vengo
de mi trabajo al alma
y me noto en la sangre
suelo de una mañana»[167].
Segunda parte: Desde «Subiendo a la montaña» a «Desfiladero de la Hermida», núcleo del libro donde se encuentra la impresión sentida ante las proporciones magníficas de la montaña cántabra y el fracaso de su encuentro con Dios:
«Ojos de Dios -¡qué cercanos
están de mí!- dentro miro
la transparencia del cielo
alto del escalofrío»[168].
Tercera parte: Desde «Santillana del mar» a «Puerto de Santander» donde bucea en el alma de las tierras santanderinas de las que extrae su esencia de siglos y en cuya naturaleza halla impreso el origen de la vida, que lo reanima de su decepción pues capta en él una honda espiritualidad:
«Rincones, sombras, esquinas
y piedras, siglo a sembrar.
Por las calles y callejas
almas puestas a secar.
Las horas cierran silencios
en Santillana del Mar»[169].
También indica la división en tres partes el hecho de que el poeta en la primera se encuentra en las tierras bajas («Montañas / que nacen de la pluma / del día. Sueñan cuevas, / donde tiempos acunan, / noches eternas»[170]). En la segunda sube a la montaña y llega a la cima («Al lado de estas piedras / se me alejan los cielos / soñando pesadillas / de abismos en el tiempo. / Monstruos que de mí beben / huellas de mal momento»[171]. Y en la tercera, baja de la montaña y recorre los lugares situados a media altura hasta llegar al puerto de Santander, junto al mar donde comenzó su recorrido:
«Tiene la voz del mar cogida
en una eterna primavera.
En cielos vibra el arpa azul.
La luz se vierte por la hierba»[172].
En cuanto al estilo, La montaña se contrae en su expresión y se hace esencial por medio de una economía de palabras y recursos, que lleva sin disquisiciones al fondo del asombro espiritual ejercido por aquellas tierras en el poeta. Conecta así con el estilo formal de libros anteriores: trazos impresionistas, pinceladas magistrales, originalidad en las imágenes, ritmo ágil y directo, expresión cercana y cálida, facilidad elaborada, características directamente sacadas por el poeta de su espíritu palpitante en momentos de perfecta comunión con el paisaje montañés, que expresa a través del verso corto, la rima asonante o recursos indicativos de la afectación espiritual experimentada como los encabalgamientos, que llenan los versos de buena parte de los poemas del libro:
«Angeles grises: agua.
Palabras ya caídas
sobre la hierba. Viento
mojado. Con la vida
va vertiéndose el cielo
casi tierra. Con alma
temblando. Por la herida
sólo Dios. Cierra el libro
que tiene abierto el mar
de madrugada. Día
que no nos ve»[173].
Con este recurso, que es el más frecuente en La montaña, el poeta expresa formalmente no sólo el asombro extraordinario que experimenta delante de tamañas medidas sino también la dramática sensación de sentirse minimizado. De ahí que muchos poemas (como el citado) normalmente estén formado por frases breves, cortadas por pausas intermedias y versales que convierten la expresión en una mezcla de balbuceo y esencia lírica:
«Campos verdes. Y montes
y nubes. Piedra vieja.
Fábrica roja. Luz
en caminos abierta»[174].
A pesar de que se detecta una economía de medios propia de la esencialidad comentada, también se localizan en La montaña otros recursos:
Metáforas con las que define las sensaciones sentidas ante la contemplación de la magnitud, historia y belleza de los lugares visitados o el asombro producido en su ánimo ante hechos vividos: «[Santander] Labio de España»[175]. «niebla / -ángel de telaraña-«[176]. «Así, sin alma estoy, / vértigo de simiente»[177]. «Playa del Sardinero: / manzana al aire»[178]. «[Pueblo de Potes] axila de la tierra»[179].
Imágenes que indican el asombro producido en su espíritu por la belleza del paisaje santanderino: «Abre su caja el sol, / vierte diamantes: / viva luz donde juegan / color los ángeles»[180]. «En cielos vibra el arpa azul. / La luz se vierte por la hierba»[181].
Símiles que trasmiten el alto grado de conmoción experimentado en aquellas tierras: «Santander a la espalda / como cruz, me la llevo»[182].
Anáforas con las que insiste en señalar las fuertes emociones sentidas: «Cómo se tiende el alma, / cómo el alma se vierte»[183]. «He de vivir en adelante, / llena de montes, a mi alma; / llena de nubes»[184] …; a veces combinadas con polisíndetos para subrayar su angustia: «Cuántas veces yo me digo / […] / y me pego y me maldigo. / Y cuántas veces / […] y yo a la tierra / […] / Y cuántas veces consigo lo que en el alma sospecho»[185].
Interrogaciones que marcan la captación del misterio sentido en aquella especie de sobrerrealidad: «¿Quiénes viven de mí? ¿Quiénes de sombra / me van llenando el alma que sospecho / a fuerza de vivir siglos y siglos? / ¿Viejas historias? ¿Bíblicos lamentos?»[186].
Uso del yo con el que el poeta indica su cercanía a la realidad y presenta sus sentimientos de una forma más sincera: «Quise coger», «yo me digo», «Estoy vacío», «yo me noto» …
Empleo de la técnica fotográfica: si en el «Canto a Extremadura» Valhondo utilizó la técnica cinematográfica, en La montaña emplea una técnica fotográfica con la que convierte cada poema en independiente, aunque todos se relacionen por la unidad temática, el estilo melancólico y el espíritu del poeta que impregna cada momento. Él mismo nos da la pista cuando relató sus vivencias de aquel viaje a Santander: «En vez de llevarme una cámara de fotografía, me llevé unas cuartillas y escribí ‘La montaña’ «[187].
La montaña también es el libro del paisaje en su sentido geográfico y telúrico, porque el poeta se centra en el terreno que se ofrece a su vista y no hace referencias a los seres que lo pueblan. Pero el paisaje de La montaña es distinto por ejemplo al de Hojas húmedas y verdes o El año cero, porque ahora se trata del paisaje que se manifiesta con toda su fuerza aplastante y la inmensidad de su cielo inalcanzable, que sobrecoge el cuerpo y el espíritu del poeta desde un principio afectado por el clima gris de niebla y llovizna constante y el temor infundido por las alturas y las proporciones fabulosas para una persona de tierras bajas:
«Ángeles grises: agua.
Palabras ya caídas
sobre la hierba. Viento
mojado. Con la vida
va vertiéndose el cielo
casi tierra»[188].
Este tono gris de los días cántabros provoca que el espíritu del poeta se vea invadido por una fuerte melancolía y compruebe sus limitaciones físicas subiendo la montaña, sintiendo el cansancio al caminar por las pendientes y un vértigo espantoso en aquellas alturas que le hacen sentir la sensación de que su alma se le ha escapado del cuerpo: «El [abismo] que más me ha impresionado por la alada soledad que le cubría, es el ‘Mirador del cable’ en los Picos de Europa. Parecía que se me había desprendido el alma del cuerpo. Me veía a mí mismo como rodando, hacia un fondo sin fin. Me atraía una muerte. Me llamaba una muerte desde el fondo»[189]. Poéticamente esta sensación la expresó de la siguiente manera:
«Así, sin alma estoy,
vértigo de simiente
para ir cuesta abajo
si mi alma se pierde.
Estoy vacío y, luego,
me llaman desde siempre
allí abajo, en las sombras
un sueño, una vertiente.
No tengo ni una estrella
donde poder cogerme»[190].
Estas vivencias espeluznantes, experimentadas por el poeta cuando se siente arrastrado por el vértigo hasta perder la noción del espacio y del tiempo ante la enorme altura, lo llevan de nuevo a remover dolorosamente sus preocupaciones transcendentales, que conectan el contenido de La montaña con el de sus libros anteriores, aunque esta conexión es accidental porque originalmente el poeta no tuvo la idea de continuar incidiendo en sus intranquilidades en este libro circunstancial:
«Cuántas veces yo me digo
agarrándome del pecho
que tengo un algo deshecho
y me pego y me maldigo.
[…]
Y cuántas veces consigo
lo que en el alma sospecho:
dolor de mundo. Y cosecho
hombre de penas conmigo»[191].
Pero el clima triste y melancólico las proporciones titánicas de la montaña santanderina, la nostalgia de su lejana tierra y la presencia cercana de Dios hacen que se sienta extremadamente angustiado en aquel marco grandioso (pero preocupantemente amenazador) de medidas extraordinarias:
«Yo me noto pequeña
criatura. Yo me siento
vencido ya. La sangre,
que de prisa despierto
en corazón, me llena
de temor y misterio.
Al lado de estas piedras
se me alejan los cielos
soñando pesadillas
de abismos en el tiempo»[192].
Este sentimiento de temor lo hace acercarse más a Dios, al comprobar su poder y la fuerza de su creación. Pero ahora no encontrará al Dios amigo y confidente de sus libros anteriores, sino al Dios tempestuoso que se encuentra inaccesible en la cima (lugar inexpugnable), protegido por la fuerza y las dimensiones impresionantes de su obra, cuyas defensas (altura, pendientes, abismos, niebla, llovizna) obligan al poeta a quedarse lejos de su creador y a desear nostálgicamente convertirse en paisaje para quedarse cerca de Él:
«Ojos de Dios -¡qué cercanos
están en mí!- dentro miro
la transparencia del cielo
alto del escalofrío.
[…]
Quisiera ser una roca
para quedarme contigo
en estos Picos de Europa
dentro de tu rostro lívido,
ser el alma de estos montes
acurrucada en tu nido,
dejarme la vida aquí
en vez de darla al camino»[193].
Pero su entrega tampoco es valorada por Dios, a pesar de que el poeta trata de ganar su confianza enterneciéndolo al recordarle amablemente su condición de padre para él y abuelo con barbas largas para los niños: «Eres padre. Sólo abuelo / cuando juegas con los niños»[194]. Entonces se siente solo y desorientado, perdido en las magnitudes colosales de la montaña cántabra y sus precipicios que amenazan con tragárselo:
«Miro las cumbres; piedras
altas, horas en vuelos.
Intento yo encontrarme
a mí mismo en el cuerpo.
Me palpo con las manos
y casi no me encuentro.
Me voy cerrando sombra
por el desfiladero.
La tierra de mi carne
se me va deshaciendo»[195].
La profunda melancolía en la que cae el poeta por la tremenda decepción sufrida llega a su cénit en «Taberna del riojano»[196], lugar en el que trata de ahogar sus penas con vino, y en «Caminos de la montaña»[197] donde se ve afectado negativamente por la llegada temprana del otoño que se hace más triste en aquellas tierras altas. No obstante el poeta, que se ha agotado espiritualmente después de sentir tan cerca a la divinidad y sin embargo encontrarse con un Dios desconocido para él, entra en una estado de misticismo provocado por la melancolía que como un baño espiritual regenera su alma cansada y maltrecha:
«Besé la cruz y llevo
los labios abrasados
de rosas y de voces
y de sangre en colmena»[198].
Sin embargo el espíritu del poeta ha recibido un golpe fatal, porque su búsqueda se ha convertido en frustración. Tanto tiempo anhelando llegar a la cima y encontrarse con Dios al que se imaginaba esperándolo, para comprobar que es inalcanzable porque está protegido por fuerzas desproporcionadas como si se tratara de un señor todopoderoso que se aisla de sus insignificantes siervos y los trata con desprecio, no con la ternura y comprensión que el poeta esperaba de un buen padre. Entonces una fuerte sensación de soledad definitiva se apodera del poeta:
«Suspiro. Son las seis. Escombros
en los recuerdos. Hace frío.
Penas de Dios me quedan solo.
Hombre solo en el mundo. Sombra
sola de un vuelo misterioso»[199].
Por este motivo La montaña es un libro que recoge el momento crucial de la concepción religiosa y de la obra lírica de Jesús Delgado Valhondo pues en Santander, llamado por antonomasia «La montaña», pudo poner en práctica su idea espiritual del camino de la vida que entendía como una empinada cuesta con la meta en la cima de una alta montaña, donde Dios se encontraba atento a su llegada para recompensar su esfuerzo con el premio de su presencia y las respuestas a preguntas tantas veces formuladas:
«Manos azules de Dios.
Manos de Dios sobre Cristo.
Tus manos que van nevando
dedo a dedo en el vacío.
Cara de Dios -¡qué cercano
tengo ya tu aliento vivo!-«[200]
.
Sin embargo, la montaña santanderina tiene unas proporciones tan magníficas que lo sobrecoge; en la subida se encuentra con múltiples obstáculos que, junto al silencio de Dios, lo obligan a volver antes de alcanzar la cima. De esta forma tan impactante comprueba la imposibilidad de religarse a la divinidad cuando conoce la distancia abismal que separa al hombre de Dios y la dramática soledad en la que se encuentra desorientado por su silencio:
«Sobre la mesa la botella vela
el ser del hombre triste y sin destino»[201].
Una angustia descorazonadora invadirá desde entonces su poesía, porque la conmoción espiritual es fortísima: el dios de tormentas que allí encuentra no era el Dios soñado. Su decepción es estremecedora pues la soledad y la imperfección, padecida durante tantos años pero atenuada por la esperanza de que Dios se la resolviera, se acentúa sobremanera. Todo su esquema espiritual se hace añicos: sin Dios no tiene esperanza posible y sin esperanza no puede llegar al conocimiento de la verdad ni alcanzar la inmortalidad que era en definitiva lo que buscaba.
Una conmoción extraordinaria se produce en el espíritu del poeta ya muy herido. De ahí que en los libros siguientes inicie una búsqueda de razones en las que apoyar su nueva y estremecedora situación e intentar de nuevo la búsqueda del Dios perdido:
«Llevo la sangre recogida
en una cárcel de esperanza.
En corazón toda una tarde,
gris y tremenda, atravesada»[202].
Por tanto el tema religioso se hace en La montaña más patente que nunca, porque el poeta pone en práctica su idea de religión en su sentido estricto de religación, de volver a ligar, de reunir dos partes separadas que antes se encontraban unidas: el hombre cuando nace se separa de Dios, anda por el camino de la vida anhelando regresar a su origen (o lo que es lo mismo, a Dios) con la esperanza de que ese reencuentro culminará idílicamente en la cima de la montaña. Ante esta idea sorte los obstáculos del camino con la esperanza del abrazo soñado y la vuelta a sus orígenes para descansar eternamente junto a Dios.
Esta es la razón de que el poeta suba a la montaña creyéndose al final del camino. La subida es ardua y dura pero no importa, en su mente ve a Dios con los brazos abiertos y siente su regazo cálido. Ya está, se acabaron las preguntas sin respuesta. Sube y sube. Tiene a Dios al alcance de su mano, casi lo toca con la punta de sus dedos. Pero … no lo alcanza. Los precipicios lo asustan, la niebla lo aterroriza, la tormenta lo acobarda … tiene que desistir. Baja apesadumbrado y su espíritu se conmociona ante la cercanía tan lejana de Dios porque se siente insignificante, un simple elemento de la naturaleza ante la grandiosidad y el poder de su obra.
El poeta empequeñecido impregna y acentúa la espiritualidad en sus emociones, pero no para hacerlo más fuerte y seguro sino más consciente de su nimiedad y finitud al constatar que el ser humano es uno más de los elementos de la creación, en la que se siente dominado, perdido, indefenso y solo. De ahí su tristeza: «El hombre de tierra adentro se ha volcado, ante el deslumbramiento de esta extraña Castilla marinera, en un cántico que es, a la vez, loor y examen de conciencia, gustosa auscultación de los propios latidos más que himno de júbilo ante la luz y el mar de la montaña»[203].
El hipersensible Luis Álvarez Lencero realizó una sutil apreciación cuando extrajo el profundo sentido de la religiosidad de Valhondo en La montaña y su efecto balsámico en los demás, porque su sinceridad aclara y calma nuestras propias ansias de Dios a pesar del fracaso de su búsqueda que, por su cercanía, se hace también nuestra: «Un hombre honrado que ilumina con su presencia el alma de las piedras. Sí, Jesús, amigo mío, Cristo mío, hermano, eres un viento que nace de la boca de Dios y nos lava la cara todos los amaneceres» [204].
Con La montaña, Jesús Delgado Valhondo llega al final del camino, al punto de inflexión espiritual donde ya nada volverá a ser lo mismo porque la esperanza de encontrar a Dios, aunque muy mermada por las continuas frustraciones de su búsqueda, lo habían mantenido animado a continuar caminando hacia la cima donde siempre había pensado que encontraría a Dios para recompensarlo de sus fracasos y sus trabajos por llegar a Él. Pero la decepción será total, como será posible comprobar en los libros siguientes donde sin esperanza, en medio de la desorientación y la mediocridad, tendrá que habituarse a convivir con su dramática soledad y con su concepción trágica de la vida donde naufraga con su insignificante e imperfecta condición.
Por este motivo se puede asegurar que La montaña marca un antes y un después en la evolución espiritual y poética de Jesús Delgado Valhondo. Un antes esperanzado porque, a pesar de que venía temiendo lo peor por el silencio de Dios, seguía abrigando la esperanza de encontrarlo (incluso en los momentos de mayor angustia). Y un después porque ya no volverá a recuperar la esperanza perdida y se irá hundiendo más y más en la soledad de su tragedia vital.
Repuesto aparentemente, aunque aún conmocionado, parece que el poeta vuelve a la realidad cuando baja de La montaña y contempla la playa del Sardinero que le sugiere con su luz, su brisa y su aroma a manzana una sensualidad que de nuevo le recuerdan a Eva, prototipo de la mujer, ofreciendo eternamente placer al hombre:
«De carne y viento azul,
de viento y baile.
Arcos iris caídos:
arena y tarde.
Tarde de cualquier Eva
que el mar alhaje.
La costilla, una ola.
Y ya tú naces.
Playa del sardinero:
manzana al aire»[205].
Sigue la dura imprecación al inquisidor Corro provocada por la sensación de insignificancia que el poeta ha experimentado en La montaña, porque esa comprobación práctica lo hace criticar la vanidad de este personaje odiado, en su tiempo poderoso y ahora yacente en su tumba como si no hubiera sido nada:
«No puedes ser ya más, ni más ni menos,
tu carne caramelo de alabastro
te ha gastado una broma, cebo y duelo,
de punto muerto en confortado año»[206].
Y termina el libro en un tono equilibrado, de puro lirismo, donde el poeta vuelve a recuperar su pulso anímico y poético, ebrio del paisaje montañés que ha invadido su espíritu y su memoria para siempre de múltiples sensaciones positivas y a la vez de la estremecedora experiencia de su fracaso irreversible:
«He de vivir en adelante,
llena de montes, a mi alma;
llena de nubes que me besan
alzando sólo la mirada»[207].
«Tiene la voz del mar cogida
en una eterna primavera.
En cielos vibra el arpa azul.
La luz se vierte por la hierba»[208].
«Vámonos, alza el alma.
Dios está amaneciendo.
Santander a la espalda,
como cruz, me la llevo»[209].
Además el poeta experimenta otras sensaciones diversas e incluso opuestas, que son producto de las fuertes emociones vividas: el silencio en «Santillana del Mar» («Las horas cierran silencio / en Santillana del Mar»[210]), que es un revulsivo para su espíritu porque le ayuda a reflexionar sobre la grandeza del paisaje santanderino y a adoptar una actitud más calmada ante una experiencia, que sabía no se volvería a repetir. También en este poema aparece la sensación amarga del tiempo ido:
«Un calendario de paisaje,
donde el momento se nos muere»[211].
El misterio, ante la contemplación de la huella del hombre primitivo y la permanencia de su espíritu, que el poeta siente aún en «Cuevas de Altamira» (subtitulado «Trece mil años en la sangre»):
«Un hombre estuvo aquí -trece mil años-
mi primitivo hombre de misterio»[212].
El asombro ante el entorno montañoso, verde, grandioso y nuevo para el poeta:
«Campos verdes. Y montes
y nubes. Piedra vieja.
Fábrica roja. Luz
en caminos abierta»[213].
Y el deseo de enraizarse en aquella tierra como un árbol solo:
«… Y me estaré constantemente
en esta axila de la tierra
como si fuese un árbol solo,
clavada cruz, entre las piedras»[214].
Este abanico de sensaciones, que se halla en los poemas de La montaña, es un ejemplo de la riqueza espiritual, de la atenta observación y de la extremada sensibilidad con las que Jesús Delgado Valhondo vuelve a implicarnos creando sin proponérselo una poesía personal, especialmente sentida, de tal manera que con él subimos la montaña, sentimos cansancio y nos impresionamos, palpamos la niebla o nos llenamos de esa nostalgia que invade también nuestro espíritu a la par del suyo:
«He de vivir en adelante,
llena de montes, a mi alma;
llena de nubes que me besan
alzando sólo la mirada»[215].
Y es por esto que Jesús Delgado Valhondo se hace consustancial con su poesía, es decir, el poeta se mimetiza con el paisaje de tal manera que no distinguimos frontera alguna entre él y su visión poética: «Con él [con La montaña] he paseado nuevamente por Santillana, el puerto, las calles de Santander y sus islas. También he descubierto cosas nuevas como ese delicioso pueblecito de Potes»[216] le dice Dora Isella Russell, una sudamericana enamorada de España, transmitiéndole la emoción sentida con la lectura del libro que la había transportado espiritualmente de nuevo a las tierras santanderinas visitadas por ella con anterioridad.
Otra vez Valhondo en La montaña muestra su extraordinaria sensibilidad y su sinceridad extrema, a pesar de que el asombro producido por la montaña cántabra, podía haber desvirtuado la percepción de sus sensaciones e inducirle a crear una poesía más artificial y laudatoria, que se hubiera quedado en un simple agradecimiento a aquellas tierras hospitalarias. Por el contrario, el poeta aún sigue allí no sólo porque el libro todavía continúa expuesto en las librerías de Santander, sino también porque su espíritu quedó desde entonces prisionero entre las cumbres de la montaña y forma parte para siempre de su paisaje, del que ya no puede faltar la visión espiritual, sincera y sentida de este hipersensible poeta: «Todo está lleno de hondo sentido, en poesía abierta, sin amaneramientos ni retóricas» [217].
No estamos de acuerdo con José Canal cuando asegura que el libro «tiene mucha espontaneidad»[218] quizás basándose en el ritmo ágil de los poemas, típico de la poesía popular, pero el contenido no tiene nada de espontáneo porque se nota espiritualmente meditado y maduro después de una atenta observación del paisaje.
Tampoco estamos de acuerdo con Pedro Caba cuando asegura que La montaña «es libro de circunstancias y de cortesía poética tuya»[219], porque La montaña es un libro circunstancial pero no de circunstancias, y es de cortesía sólo por el detalle de haber sentido tan hondamente el paisaje de aquellas tierras, pero el motivo de escribirlo no fue agradecer a los santanderinos su acogida porque en ningún momento se puede documentar tal agradecimiento.
Mucho nos tememos que tanto Canal como Caba hicieron sus comentarios después de una primera lectura y sin embargo para desentrañar el significado de La montaña es necesario acercarse con más detenimiento a él, porque este poemario es algo más que espontaneidad y cortesía: «Todo, en fin, es ‘recreado’ en el espíritu del poeta y nos lo ofrece en metáforas vivas, en pensamientos hondos»[220].
Jesús Delgado Valhondo escribió La montaña por una necesidad humana de expresar la impresión que produjo aquel paisaje en su espíritu, siempre predispuesto al asombro y a la melancolía: «Jesús Delgado Valhondo pasó un verano en Santander y Santander lo ametralló con certeros impactos en su roja diana siempre desguarnecida»[221].
Quizás se necesite tener un talante hondamente espiritual y especialmente sentido como Luis Álvarez Lencero para comprender el impacto emocional y la angustia, que produjo en Valhondo la conmoción sufrida en aquel marco incomparable: «Hay en tu poesía una fuerza que arrastra, una fuerza que conmueve cuanto canta. Pero al mismo tiempo te arañas los pasillos de la angustia»[222].
Y es que los poemas del libro unos parecen arrancados directamente del alma y otros despegados delicadamente de lo más hondo del espíritu del poeta, de su propio ser, como frutos recolectados de la íntima relación establecida entre poeta y paisaje; unas veces desgarradora y dolorosa, otras dulcemente encantadora. Adolfo Maíllo califica estos dos extremos como «las dos notas más genuinas del alma de la casta extremeña»[223].
De todas formas Jesús Delgado Valhondo, dramático o equilibrado siempre mantiene su estilo personal de expresión transparente, léxico común, dicción inteligible e imágenes creativas, a pesar de que el libro es el resultado de una elaboración meditada y repetidas veces corregida con la avidez del que siempre cree que se puede dar un paso más hacia la perfección, hecho que muestra un poeta maduro y consciente de su labor lírica, que no ha necesitado oscurecer ni enrevesar su expresión para conseguir momentos de una alto valor lírico:
«Llevo la sangre recogida
en una cárcel de esperanza.
En corazón toda una tarde,
gris y tremenda, atravesada.
Y no seré yo quien quisiera
el desangrarme al arrancármela.
Estoy a gusto con mi suerte
y con mi historia y con mis nadas»[224].
También la crítica (como sucedió con los libros anteriores a La muerte del momento) recibió con alabanzas La montaña:
Fernando Hernández destaca el profundo lirismo que se respira en el libro: «[Los poemas de La montaña] revelan tus cualidades de poeta nato, al aprehender y percibir en La montaña […] un lirismo de la mejor condición, plasmado en tus poesías de corte sin duda clásico en su profundidad y permanencia»[225].
Alfonso Iniesta extrae la variedad de sensaciones que transmite un poeta todo sensación y sensibilidad: «[…] me gusta, además, la forma moderna, la abundancia de imágenes y la sonoridad del verso tanto en la forma, como en la caudalosa percepción de ricas emotividades que constituyen el fondo»[226].
Manuel Pacheco aprecia el ímpetu anímico de sus versos palpitantes: «Tu Montaña me gusta en tu línea de vértigo, de mar, de espuma, de vino»[227].
Manrique de Lara subraya la creatividad de unos poemas cuyo estilo se basa en la elegancia y el equilibrio: «Todo lo que allí se ve es una poesía hecha desde la creación, que él [Valhondo] se encargaba de traducir al lenguaje poético con una exactitud convincente, con un estilo sosegado y de elegante cadencia, sabiamente desnudado y tocado de encanto»[228].
Como es posible comprobar estos comentarios destacan características, que ya se han hecho personales en el estilo de Valhondo: poesía trascendente que permanece. Profunda riqueza humana y lírica. Angustia creciente pero que no se hace rechazable sino emotiva, porque el poeta sabe configurarla con un tono esencial, verdadero y cercano, que subraya su humanidad y a la vez aporta la tensión necesaria a su lirismo.
[1] Valhondo entró en contacto con Tito hombre a través de José Luis Hidalgo, poeta cántabro que fue amigo de José Hierro. Hidalgo y Valhondo se conocieron a través de Manuel Molina, el promotor de Intimidad poética y Corcel, y Pedro Caba cuando estuvo destinado en Valencia.
[2] Carta de José Hierro a Jesús Delgado Valhondo, Santander, febrero 1952.
[3] Reeditada al final de Poesía entre las páginas 405 y 426.
[4] Poesía, p. 403.
[5] Editada en Poesía entre las páginas 85 y 113.
[6] Nos llama la atención que suprimiera el soneto «Coxalgia», que aparece en la edición original, y no volviera a editarlo, porque es fundamental para comprender que el origen de sus intranquilidades religiosas y existenciales se encuentra en su enfermedad infantil: «La vida fuera, tras de los cristales / que encerraban mi cuerpo desvalido. / Geografía sabida en su latido / ignorando la playa de mis males. / Horas pasan cercanas y fatales / royendo mi coxalgia y mi quejido, / entrega de momento dolorido / al canto de los cuervos ancestrales. / Cuando apenas siete años sostenía / sólo dolor y podredumbre ahogaba / mi despertar doliente a la alegría. / En la pierna la llaga me rezaba / terror de mi niñez y donde un día / Dios entre mi pus brotaba» en Poesía, p. 97.
[7] Este título lo reduciría: «El lenguaje de las flores en la Navidad».
[8] «Madrugada», p. 15.
[9] «El espacio», p. 17.
[10] «Silencio de monte», p. 19. Dedicado a José Hierro.
[11] «Velándome sueños», p. 18.
[12] Carta de Ángel Crespo a Jesús Delgado Valhondo, Salamanca, 11-10-52.
[13] «Atardecer», p. 22. Dedicado a Ramón González-Alegre Bálgoma.
[14] «Tiempo», p. 39.
[15] «Tiempo», p. 39.
[16] «Madrugada», p. 14.
[17] «Oración del enfermo», p. 34.
[18] «Angustia», p. 37.
[19] «Muerte», p. 43. Este poemilla ilustró la esquela mortuoria de Jesús Delgado Valhondo, editada en el periódico Hoy por la Asociación de Escritores Extremeños. Fue seleccionada como representativa de su obra lírica por Francisco López-Arza Moreno, secretario de la AEEX, y Antonio Salguero Carvajal, autor de esta tesis.
[20] Dedicadas a su hermano Juan (1ª), a Magdalena Leroux (en la página 6 aparece un dibujo suyo representando a la muerte en una noche nevada y lúgubre) y a Enrique Pérez-Comendador (marido de la anterior) (2ª), a Pedro Caba (3ª; la portada de esta parte lleva, además de la dedicatoria, una cita de Pemán: «El ‘existencialismo’, por lo menos el literario, no significa otra cosa sino esa ansia de retorno hacia lo puramente vital») y a Antonio Rodríguez-Moñino (4ª).
[21] «Angustia», p. 37.
[22] «Después de la tormenta», p. 13. Dedicado a Eugenio Frutos.
[23] «Somos la roca que no crece», p. 40.
[24] «Silencio de monte», p. 19.
[25] «Encinas y olivos», p. 20
[26] «Atardecer», p. 22.
[27] «Ha nevado», p. 29. Dedicado a Pedro de Lorenzo.
[28] «Oración del enfermo», p. 33. De este poema Enrique Segura le dice a Valhondo: «Tiene la religiosa claridad del alma extremeña». Dedicado a Arturo Benet.
[29] «Angustia», p. 37.
[30] «Mi sombra», p. 25.
[31]«Atardecer», p. 23.
[32] «Oración del enfermo», p. 33.
[33] «Velándome sueños», p. 18.
[34] «Ha nevado», p. 29.
[35] «Momento», p. 21. Dedicado a Víctor F. Corugedo.
[36] «Atardecer», p. 22.
[37] «Mi sombra», p. 25. Dedicado a Antonio Rodríguez-Moñino.
[38] «Tiempo», p. 39.
[39] «Angustia», p. 37.
[40] «Encinas y olivos», p, 20.
[41] «Muerte», p. 43.
[42] No en vano el título del primer poema es «Después de la tormenta».
[43] «Ha nevado», p. 29.
[44] «Nana de la niña tonta», p. 27. Este poema, dedicado a un ser desvalido, continúa el hábito de Valhondo de incluir alguna referencia a estos seres como recuerdo estremecedor de su doble drama: ser humanos y, por tanto, imperfectos y caducos; y además tener alguna deficiencia que los hace más vulnerables y finitos.
[45] «Madrugada», p. 14.
[46] «Oración del enfermo», p. 34.
[47] Poesía española (Madrid), nº 15, 1953.
[48] «Oración del enfermo», p. 34.
[49] «Silencio de monte», p. 19.
[50] «Los años», p. 16.
[51] José María de la Puente, «Comentario para unas poesías de Jesús Delgado Valhondo», Cáceres, 24-8-51. Mecanografiado, archivo particular del poeta.
[52] «El maestro en vez de explicar las minas sueña en voz alta», p. 31. Manuel Pacheco, en carta a Valhondo, le dice de este poema y de los otros donde centra sus reflexiones en la escuela: «Leí unos poemas a las escuelas donde hablabas a los niños, poetas puros porque aún no se habían contaminado con la suciedad que aprecia más que a todo, al dinero».
[53] «Tiempo», p. 39.
[54] «Oh muerto mío», p. 42.
[55] «Canciones», p. 26.
[56] «El maestro en vez de explicar las minas sueña en voz alta», p. 31.
[57] «Oración del enfermo», p. 33.
[58] Sordo Lamadrid, Felipe. Comentario sobre La esquina y el viento, Platero (Cádiz), nº 20, 1953.
[59] «Oración del enfermo», p. 33.
[60] «Mi sombra», p. 25.
[61] «Oh muerto mío», p. 42.
[62] Felipe Sordo Lamadrid. Comentario sobre La esquina y el viento, Platero (Cádiz), nº 20, 1953.
[63] «Somos la roca que no crece», p. 40.
[64] «Después de la tormenta», p. 13.
[65] «Madrugada», p. 14.
[66] «Momento», p. 21.
[67] «Atardecer», p. 22.
[68] «Tiempo», p. 39.
[69] «Mi sombra», p. 25
[70] «Atardecer», p. 23.
[71] «Angustia», p. 37.
[72] «El maestro en vez de explicar las minas sueña en voz alta», p. 31.
[73] ibídem.
[74] ibídem.
[75] «Ha nevado», p. 29.
[76] «Oración del enfermo», p. 33.
[77] «Atardecer», p. 22-23.
[78] «Momento», p. 21.
[79] «Noche», p. 24. Dedicado a Leocadio Mejías.
[80] «Oración», p. 32.
[81] p. 40.
[82] «Muerte», p. 43.
[83] Baldomero Díaz de Entresoto, «Un nuevo libro de Jesús Delgado Valhondo», Mérida (Mérida), nº 24, 1953.
[84] «Madrugada», p. 14.
[85] p. 17.
[86] p. 26.
[87] p. 27.
[88] p. 28.
[89] Carta de Magdalena Leroux a Jesús Delgado Valhondo, Madrid, 9- 10- 55.
[90] Poesía española (Madrid), nº 15, 1953.
[91] Baldomero Díaz de Entresoto, «Un nuevo libro de Jesús Delgado Valhondo», Mérida (Mérida), nº 24, 1953.
[92] Carta de Ángel Crespo a Jesús Delgado Valhondo, Salamanca, 11-10-52.
[93] Carta de Enrique Pérez-Comendador a Jesús Delgado Valhondo, Madrid, 2-6-52.
[94] Carta de Gabriel Celaya a Jesús Delgado Valhondo, San Sebastián, 8-1-53.
[95] Poesía, p. 87.
[96] Enrique Segura Otaño, «Jesús Delgado Valhondo», Prólogo de La muerte del momento, Gévora (Badajoz), nº 32, p. 1.
[97] «Pasa un entierro por la puerta de la escuela», p. 4. Dedicado a Santos Díaz Santillana.
[98] «La iglesia», p. 5.
[99] Enrique Segura Otaño, «Jesús Delgado Valhondo», Prólogo de La muerte del momento, Gévora (Badajoz), nº 32, p. 1.
[100] «Yo estaba allí sentado», p. 3.
[101] «El lenguaje de las flores en la Navidad», p. 3.
[102] «Primer día de clase del niño huérfano», p. 4.
[103] «Vendimia», p. 5.
[104] «Momento de vida», p. 5.
[105] «Morir habemos», p. 8. Dedicado a Leopoldo de Luis.
[106] p. 9.
[107] «Velándole el sueño al hombre dormido en el camino», p. 8.
[108] «Un día cualquiera», p. 4.
[109] «Yo estaba allí sentado», p. 3.
[110] «Canciones de caminantes», p. 3.
[111] «Momento de vida», p. 5.
[112] «Como una piedra al mar», p. 7.
[113] p. 3. Valhondo tiene un artículo titulado «El lenguaje de las flores» donde dice: «Alelí blanco, sencillez. Alelí rojo, despecho. Dormidera, languidez. Don Diego de día, infidelidad. La caléndula, pena. […] Digo todo esto hojeando un libro de mil ochocientos setenta y cinco. Editado en París magníficamente», [s.l.], 7-4-59.
[114] p. 5.
[115] «Vendimia», p. 5.
[116] «Morir», p. 8.
[117] «La muerte del momento«, p. 9. Dedicado a Fernando Hernández Gil.
[118] «Morir habemos», p. 8.
[119] En su segunda parte (la primera es un romance en octosílabos).
[120] Tanto en La esquina y el viento como en La muerte del momento poco trabajo le hubiera costado hacer los poemas totalmente regulares en la métrica y la rima. Pero su independencia y su rebeldía a aceptar tajantemente las cosas sin más lo llevaban a dejar patente esa seña de identidad.
[121] Badajoz, nº 32, 31[sic]-6-55 (hay un error en el día, pues junio sólo tiene 30).
[122] «Yo estaba allí sentado», p. 3.
[123] «Yo estaba allí sentado», p. 3.
[124] «La iglesia», p. 5.
[125] «Habla, estamos solos», p. 5.
[126] «El corazón en la vida», p. 6. Este poema está dedicado a Arsenio Pacios y lleva una cita del Libro de Job: «Dichoso el nombre a quien Dios castiga».
[127] Jesús Delgado Valhondo, «Mientras abre sus hojas la flor de la mañana», en Ayer y ahora (Cuentos), Badajoz, Universitas, 1978, pp. 85-87.
[128] «Cuando quieras, Señor», p. 9. Dedicado a Baldomero Díaz de Entresoto.
[129] «Morir habemos», p. 8.
[130] ibídem.
[131] «Yo estaba allí sentado», p. 3.
[132] «Primer día de clase del niño huérfano», p. 4.
[133] «Un día cualquiera», p. 4.
[134] «Noche en el alma», p. 6.
[135] «Yo estaba allí sentado», p. 3.
[136] Enrique Segura Otaño, «Jesús Delgado Valhondo», Prólogo de La muerte del momento, Gévora (Badajoz), nº 32, p. 1.
[137] «Canciones del caminante», p. 3.
[138] «El corazón en la vida», p. 6.
[139] «Yo estaba allí sentado», p. 3.
[140] «Primer día de clase de un niño huérfano», p. 4.
[141] «Un día cualquiera», p. 4.
[142] «Vendimia», p. 5.
[143] Los versos citados pertenecen al poema titulado «La iglesia» (p. 5), cuyo origen se encuentra en estas palabras de Jesús Delgado Valhondo: «A veces mira uno estos pueblos nuestros y ve en la iglesia un barco de piedra encallado en la ladera de La montaña o navegando almas en el horizonte hacia un destino infinito de azul y de ángeles», en «Badajoz y el mar», Hoy (Badajoz), 11-2-66
[144] «Habla, estamos solos», p. 5.
[145] «Morir habemos», p. 8.
[146] «Yo estaba allí sentado», p. 3.
[147] «Canciones de caminantes», p. 3.
[148] «Habla, estamos solos», p. 5.
[149] «Pasa un entierro por la puerta de la escuela», p. 4.
[150] «Noche del alma», p. 6.
[151] «Un día cualquiera», p. 4.
[152] «Manos en silencio», p. 4.
[153] «Santander», p. 9. Dedicado a Alejandro Gago.
[154] Libro del Exodo. Sagrada Biblia, Versión de Aloíno Nácar y Alberto Colunga, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1966, p 112.
[155] «Caminos de La montaña«, p. 29. Dedicado a Pedro Bellón Uriarte.
[156] Antonio Salguero Carvajal, “Conversaciones con Jesús Delgado Valhondo”, Badajoz, cassette nº 2, cara B, 1991-1993.
[157] «Niebla», p. 10. Dedicado a los hermanos Bedia.
[158] Jesús Delgado Valhondo, «Subir», Hoy (Badajoz), 9-11-63.
[159] «Shiri-miri», p. 12. Dedicado a Adolfo Muñoz Alonso.
[160] «Santander», p. 9.
[161] «Desfiladero de la Hermida», p. 22.
[162] «Cuevas de Altamira (Trece mil años en la sangre)», p. 24. Dedicado a Carlos Muñoz.
[163] «Playa del sardinero», p. 31.
[164] «En el pueblo de Potes», p. 38.
[165] «Cuevas de Altamira (Trece mil años en la sangre)», p. 24.
[166] «Sepulcro del inquisidor Corro», p. 35.
[167] «Niebla», p. 10.
[168] «Picos de Europa», p. 19. Dedicado a Fernando Lázaro Carreter.
[169] «Santillana del mar», p. 23. Dedicado a A. Fernández Pacheco.
[170] «Santander», p. 9.
[171] «Desfiladero de la Hermida», p. 21.
[172] «San Vicente de la barquera», p. 39.
[173] «Shiri-miri», p. 12.
[174] «Torrelavega», p. 27.
[175] «Santander», p. 9.
[176] «Niebla», p. 10.
[177] «Desde el mirador del cable (Vértigo)», p. 14. Dedicado a Emilio Alarcos.
[178] «Playa del sardinero», p. 31.
[179] «En el pueblo de Potes», p. 37.
[180] «Playa del sardinero», p. 31.
[181] «San Vicente de la Barquera», p. 39.
[182] «Puerto de Santander», p. 40. Dedicado a A. F. Carrasco.
[183] «Desde el mirador del cable (Vértigo)», p. 14.
[184] «En el pueblo de Potes», p. 37.
[185] «Subiendo la montaña», p. 13. Dedicado a Leopoldo Rodríguez Alcalde.
[186] «Cuevas de Altamira (Trece mil años en la sangre)», p. 24.
[187] Antonio Salguero Carvajal, “Conversaciones con Jesús Delgado Valhondo”, Badajoz, cassette nº 2, cara A, 1991-1993.
[188] «Niebla», p. 10.
[189] Jesús Delgado Valhondo, «Vértigo», Hoy (Badajoz), 21-5-59.
[190] «Desde el mirador del cable», p. 14; poema que no en vano se subtitula «Vértigo».
[191] «Subiendo la montaña», p. 13.
[192] «Desfiladero de la Hermida», p. 21.
[193] «Picos de Europa», p. 19-20. Dedicado a Fernando Lázaro Carreter.
[194] «Picos de Europa», p. 19-20.
[195] «Desfiladero de la Hermida», p. 22.
[196] p. 28.
[197] p. 29.
[198] «Besando el trozo de la cruz del Señor en Santo Toribio de Liébana», p. 30.
[199] «Caminos de la montaña», p. 29.
[200] «Picos de Europa», p. 19.
[201] «Taberna del riojano», p. 28.
[202] «En el pueblo de Potes», p. 37.
[203] Carta de Lázaro Carreter a Jesús Delgado Valhondo, Salamanca, 9-7-57.
[204] Carta de Luis Álvarez Lencero a Jesús Delgado Valhondo, Badajoz, abril 1958.
[205] «Playa del sardinero», p. 31. El aroma de la manzana en el aire nos recuerda al que ya captamos en el poema «La manzana» de Hojas … y El año cero.
[206] «Sepulcro del inquisidor Corro», p. 35.
[207] «En el pueblo de Potes», p. 38.
[208] «San Vicente de la barquera», p. 39.
[209] «Puerto de Santander», p. 40.
[210] p. 23.
[211] «Recordando la colegiata de Santillana del mar», p. 26; subtitulado «Luz del sueño». Valhondo lo dedicó a José Jurado Morales.
[212] «Cuevas de Altamira (Trece mil años en la sangre)», p. 25.
[213] «Torrelavega», p. 27.
[214] «En el pueblo de Potes», p. 37.
[215] «En el pueblo de Potes», p. 37.
[216] Carta de Dora Isella Russell a Jesús Delgado Valhondo, San José de Costa Rica, 17-5-57.
[217] Carta de Eugenio Frutos a Jesús Delgado Valhondo, Zaragoza, 29-5-57.
[218] Carta de José Canal a Jesús Delgado Valhondo, Cáceres, 13-8-57.
[219] Carta de Pedro Caba a Jesús Delgado Valhondo, Madrid, 16-8-57.
[220] Olalla (Mérida), abril 1957.
[221] Canal, José, «La montaña de Jesús Delgado Valhondo», Alcántara (Cáceres), nº 125-134, 1959.
[222] Carta de Luis Álvarez Lencero a Jesús Delgado Valhondo, Badajoz, 13-9-57.
[223] Carta de Adolfo Maíllo a Jesús Delgado Valhondo, Madrid, 22-11-57.
[224] «En el pueblo de Potes», p. 37.
[225] Carta de Fernando Hernández a Jesús Delgado Valhondo, Guareña, 26-5-57.
[226] Carta de Alfonso Iniesta a Jesús Delgado Valhondo, Madrid, 28-5-57.
[227] Carta de Manuel Pacheco a Jesús Delgado Valhondo, Badajoz, 7-7-58.
[228] Manrique de Lara, «La montaña de Jesús Delgado Valhondo», Poesía española (Madrid), junio 1958.
AURORA. AMOR. DOMINGO (1961)
Aurora. Amor. Domingo es un libro de poemas que Jesús Delgado Valhondo incluyó entre las páginas 115 y 159 de su Primera antología con una presentación muy sencilla: en la portada aparece escuetamente el título y, abajo en letra pequeña, el calificativo «inédito» acompañado de la fecha de edición (1961). En la siguiente página aparece un dibujo de Antonio Vaquero Poblador y posteriormente los 16 poemas del libro.
Para entender la estructura y el contenido de Aurora. Amor. Domingo es conveniente recordar las circunstancias que envolvieron su elaboración y su edición. Sobre 1958, Valhondo escribe un poemario titulado Ciudades y a continuación en 1959 otro que denominó Pequeña angustia. Ante la imposibilidad de publicarlos independientemente, opta por fundirlos en un libro con el título de Aurora. Amor. Domingo e incluirlo en la Primera antología.
Este dato es fundamental para entender que Aurora. Amor. Domingo son dos libros y que por tanto consta de dos partes perfectamente diferenciadas (aunque el poeta no las distinga) y a la vez interdependientes: la primera, que acoge los nueve primeros poemas y la segunda, los siete poemas restantes, tienen un enfoque idéntico pues parten de la esperanza y acaban en la angustia. No obstante la segunda parte la padece en mayor grado, porque la denuncia del abandono de Dios que expone el poeta en el primer poema («Hombre crucificado en tu secreto, / clavado ahí, donde lo dejas / para siempre»[1]) termina convirtiéndose en una fuerte decepción, que será traducida por el poeta en una arrasadora ironía:
«Está Dios escuchándonos, amigo,
pidamos que al final tengamos suerte,
un paso más y estamos al abrigo,
en lo alto del sueño con la muerte»[2].
La elaboración de la primera parte del libro estuvo condicionada por las circunstancias que envolvieron a su autor: Jesús Delgado Valhondo, maestro de Primera Enseñanza, cuando en 1958 elabora los poemas de esta parte lleva destinado en pueblecitos veinticuatro años.
Presionado por tan pesada carga, su ánimo padece el cansancio, el aislamiento, la mediocridad, la falta de horizontes y la necesidad de un ambiente cultural atrayente. Por tanto es fácil entender que su espíritu en esta época se encuentre resquebrajado por el agotamiento que le produce la soledad, la incomunicación, los problemas cotidianos y de la muerte (únicos accidentes en la vida cotidiana de un pueblo), y añore fervientemente la ciudad:
«Tantos años, ciudad, por ti muriendo,
por ti rezando solo mi agonía,
por ti dejando lo mejor que tengo,
de calle a plaza, de rincón a esquina»[3].
Esta situación lo lleva a concebir la ciudad como un bálsamo revitalizante para su espíritu decaído y crea en su mente una utopía con retazos de recuerdos nostálgicos de sus vivencias en Cáceres, la ciudad de su adolescencia y juventud: «La palabra se integra a los actos y a los hechos para dar lugar de una manera fortísima en la mente -recuerdos- a la calleja, al arco, a la plaza, al jardín, al árbol … y detrás o delante del detalle un Cáceres total, panorámico, conjuntado. Ciudad-tiempo, ciudad-historia, ciudad-poema, ciudad-humana, ciudad-lágrima, ciudad-juego, ciudad-risa, ciudad-amor …»[4].
Contribuyen también a construir en la mente del poeta esta ciudad ideal las visitas que por estas fechas realiza a Madrid y a Salamanca, donde fue especialmente recibido por los escritores que le hicieron saborear las mieles de ambientes culturales atractivos tan añorados por él en la mediocridad pueblerina: «La flor más hermosa que ha nacido del campo es la ciudad. Una flor de cemento, hierros, ladrillos, piedras, sombras, luces, fuentes, bronces, calles, plazas, hombres y voces. […] La ciudad es el cerebro de la aldea. Vamos a la ciudad. Contemplamos. Vemos la obra del hombre. Y también la de Dios. Las ciudades tienen sus ángeles. El panorama de una ciudad es atrayente, soberbio, fascinante. Excita»[5].
Es por tanto esta postura una inversión del tema clásico de la alabanza de aldea horaciana, que supone una ruptura con ese asunto tópico en la poesía latina y renacentista («¡Qué descansada vida / la del que huye el mundanal ruido / y sigue la escondida senda / por donde han ido / los pocos sabios que en el mundo han sido»[6]), pues Valhondo añora la ciudad que deseaban abandonar los clásicos (el mundanal ruido) y alejarse de la naturaleza (pueblo), que es a donde querían retirarse aquéllos.
En el fondo su deseo de volver a la ciudad se debe a que se encuentra en el momento crucial de su existencia y de su obra poética debido al reciente fracaso de su búsqueda de Dios, que acaba de experimentar en la montaña. Por tanto la naturaleza ya no es el reflejo de la divinidad ni tampoco su silencio ni su soledad propician que sea un lugar adecuado para la reflexión, pues antes era la fuente de su espiritualidad y ahora es la causa de su angustia:
«Triste ciudad de hombres,
de estos hombres que pasan,
como los ríos vidas
llenos de sucias aguas»[7].
El poeta, apenado por el peso físico de la vida en el pueblo y frustrado por la tremenda decepción espiritual sufrida, necesita el mundanal ruido para olvidar sus fuertes preocupaciones. Esta necesidad, que se le hace insoportable, lo arrastra a inventar un mundo nuevo, el de la ciudad que idealmente representa lleno de actividad, bullicio, esperanza y nuevos horizontes:
«Vamos a inventar un mundo
con sólo decir palabras.
Un mundo que cante y gire
en una nueva alborada.
[…]
Después bastará decir
cualquier cosa, y ya lograda
tendremos a la ciudad
con sus calles, con sus plazas,
con la gente que va y viene
de su corazón a lágrimas»[8].
Pero a pesar de su génesis Aurora. Amor. Domingo es la crónica lírica de un ideal frustrado, porque el poeta quiere crear una ciudad perfecta, libre de presencia, quimeras, limitaciones e imperfección humana pero fracasa al no poder eludirlas pues se dio cuenta de que la ciudad deshabitada sólo existe en su mente, porque la ciudad real estaba poblada por seres imperfectos y finitos.
Esta nueva decepción, que unida al silencio de Dios llevan al poeta a la desesperanza y a sentirse definitivamente solo, explica que la esperanza expuesta en el primer poema (texto anterior) desaparezca inmediatamente en el siguiente y el libro se convierta en una desgarradora exposición de su concepción desencantada de la existencia en la ciudad:
«Y sé que en cada esquina
el tiempo roto y triste duerme,
y un viento frío, que me queda
el alma llena de dobleces»[9].
Varios factores pudieron influir negativamente en este cambio de actitud en el poeta (primero esperanzado ante la posibilidad de crear en su mente una ciudad ideal, libre del dolor humano, y enseguida angustiado porque en la realidad estaba habitada por el hombre y sus múltiples limitaciones:
1º)La conciencia de que el ser humano imperfecto y problemático de los pueblos era el mismo que el que habitaba la ciudad donde acababa de instalarse.
2º)Las trabas interpuestas por personas que vivían en la ciudad, cuando quiso publicar los dos libros que finalmente se vio obligado a editar juntos dentro de la Primera antología. Es significativo que ningún poema del libro esté dedicado, quizás porque Valhondo estuviera dolido con todos los que podían ayudarlo a publicar los dos libros inéditos y no mostraron ningún interés.
3º)El mísero sueldo y el escaso reconocimiento de la labor docente del maestro, que lo preocupó sobremanera por estas fechas: «No nace el hombre sabiendo. Hay que enseñarle. Hay que guiarle. Hay que educarle. […] Hay gente que no se da perfecta cuenta de lo que suponen las escuelas en sus pueblos. Si los maestros se van de ellos porque no tienen medios para vivir, mala hora sonó para ese pueblo»[10].
4º)Las críticas recibidas de personas que vivían en la ciudad por su participación en la Campaña de Educación Fundamental.
Estos motivos son la causa de que ya en el primer poema Jesús Delgado Valhondo advierta su intención de crear una ciudad aislada de la presencia humana:
«No hay que pensar en el hombre.
[…]
La ciudad es lo que importa»[11].
El poeta era consciente de que su utopía sin el ser humano podría realizarse, pero con él nunca, pues las imperfecciones humanas empañarían su concepción ideal de la ciudad:
«Y el hombre -fracaso eterno-
con su historia meditada
y con su monotonía
de paredes hechas páginas,
que va leyendo y leyendo
cada día, cuando pasa
con su pan y su trabajo,
su cáncer creciendo entrañas,
de este lado para el otro:
melancólica nostalgia.
Y va buscando la muerte
como quien busca almohada»[12].
Luego la misma ciudad de lejos tan amable con esquinas a cuya vuelta en otro tiempo encontraba la sorpresa de los asombros, de lo nuevo y de lo inesperado, que convertían su recorrido en un auténtico descubrimiento, ahora sin embargo le resulta una angustia llena de obstáculos por la inseguridad y el riesgo que constantemente se padece en ella:
«Yo sé que en cada esquina
un ojo mira las pequeñas muertes,
que, cada vez que paso, siento
sus aldabazos en mis sienes»[13].
Además, a pesar de su propósito de incorporarse a la ciudad con su espíritu inmaculado para empezar una vida nueva en su mundo flamante, llega a ella cargado de sus sempiternas preocupaciones espirituales, sus versos se impregnan de la endémica melancolía que arrastra y se convierten en doloroso grito de angustia:
«Estoy, ciudad, en ti, sobre tu mano,
que introduce los dedos en mi herida,
y vas oyendo los latidos locos
a latigazos de melancolías»[14].
Esta herida emocional, que el poeta lleva íntimamente a la ciudad, aumenta sobremanera cuando habitándola se topa con el hombre («fracaso eterno»), del que ya tiene una triste y dramática concepción: imperfecto, prisionero y acosado por unas circunstancias que no es capaz de resolver ni dominar, y convertido en un autómata nostálgico, pesaroso y lleno de limitaciones, que vaga sin rumbo ni esperanza y vive acobardado mientras espera que la muerte lo alcance («-Somos hombres, somos nada-«[15]), pues definitivamente es incapaz de entender el misterio de su condición humana:
«Lo del hombre para Dios,
por ser un hecho de magia»[16].
Esta triste concepción de la naturaleza del hombre lo martiriza más cuando siente que él mismo es un reflejo de ese ser vulnerable y finito, que se ve acosado por la vida y se encuentra impotente ante la necesidad de comprenderse y entender el mundo que lo rodea:
«No pueden con problemas
que solucionan lágrimas.
[…]
Da pena verlos siempre
pasar, tarde y mañana,
murmurando su vida,
masticándose el alma»[17].
Rafael Melero interpreta que esta postura desengañada de Valhondo ante la ciudad habitada por el hombre es debida a que «la voz del hombre actual es la voz del urbanismo»[18], porque se ha materializado y ha perdido su valor espiritual. Ésta es la segunda razón que tuvo el poeta para desvincularse del ser humano en el primer poema del libro y concebir una ciudad libre del dolor, porque ahora con la presencia humana la ciudad ha perdido su idealismo al volverse triste y vacía como los seres («pobres espirituales») que la habitan:
«Pasan hombres. Los turbios
hombres que solos hablan,
quejidos entre dientes,
dolor en las entrañas»[19].
Además la negativa de Jesús Delgado Valhondo a idear una ciudad con seres humanos tiene otro sentido trascendente: su deseo de no ser uno más en la masa, de no perder su identidad personal, su conciencia de ser independiente, en una época en que agoniza el yo ante el avance del urbanismo impersonal y masificador: «[Estos hombres] parecen una cadena trágica, los restos de una ciudad cada vez más urbana»[20].
También la clave de esta postura contraria a la ciudad habitada por seres humanos se halla en que Valhondo, siempre necesitado de un ambiente espiritualmente comprometido que indagara en la esencia humana y tratara de resolver los problemas que lo acuciaban, detectó enseguida la pasividad ante los temas trascendentes que provocaba en el ser humano la cultura urbana: «Y a la puerta de la tertulia la calle que nace de nuevo, lo anodino, lo de siempre»[21].
Además sus deseos de marcharse a la urbe coinciden sociológicamente con el trasvase masivo de gente del campo a la ciudad, que comienza a producirse a finales de los años 50 y por tanto con los problemas que conllevó la masificación, la lucha por situarse en un medio urbano, las rencillas por ocupar puestos de trabajo o poder y todo en medio de la mediocridad de gente poco preparada para asumir la cultura de la ciudad y para adoptar una actitud espiritual ante un mundo cada vez más materialista y, sin embargo, preparada para escalar la pirámide social, si hacía falta recurriendo a la inmoralidad y a la obstaculización de iniciativas creadoras.
De tal forma que no nos extraña el desencanto del poeta, si tenemos en cuenta que se vio afectado por estas circunstancias sociológicas en el momento que idealmente intentó crear un mundo más justo, humano y razonable:
«Limitaremos regiones:
Galicia: yerba mojada.
Cataluña y Aragón,
piedra y río en las espaldas.
Valencia, jarra de flores.
Uña de mar, Vascongadas.
Y Extremadura y Castilla,
editando nuestras almas»[22].
Desalentado por esta decepción, el poeta recurre a sus sentimientos religiosos (como ha hecho hasta ahora cuando ha necesitado calmar sus preocupaciones existenciales) y entona una letanía como queriendo apartarla de su mente con una especie de conjuro a la ciudad deshabitada, perfecta, en cuyas piedras encuentra:
La resistencia al paso del tiempo: «Cuando miramos aquello, contemplamos tiempo. Cuando miramos esto, contemplamos tiempo. Siempre el tiempo. Parado, hermoso, confortable»[23].
La eternidad en la permanencia del pasado, que se encuentra impreso en la piedra: «Tú, Cáceres, eres tiempo hermosamente eternizado»[24].
Y los asombros y misterios que no logra captar como antes en la ciudad habitada. De ahí que en la ciudad de piedra, el poeta encuentre su refugio espiritual:
«Segundo misterio: sombra.
Tercer misterio: el legajo.
Cuarto misterio: el convento.
El quinto: ventana y rapto»[25].
Y también que adopte un tono místico y lo transmita por medio de este rosario de sensaciones impresionistas, contundentes y vigorosas, ejemplo de poesía esencial que se ha desprendido de elementos innecesarios en cuanto que el poeta ha dejado de hacer referencia a la imperfección humana: no utiliza ni una sola forma verbal, sugiere múltiples sensaciones en frases cortas a base de sustantivos (no emplea adjetivos) y recursos sencillos como el uso de los dos puntos, la anáfora y el paréntesis:
«Desde la esquina al rincón:
santo, santo, santo y árbol.
(Un credo para la piedra
y una Salve al campanario)»[26].
Es por tanto un tipo de poesía destilada directamente de su espíritu, ejemplo de síntesis y sugerencia lírica con la que consigue implicar de tal manera en lo que describe que el espíritu del lector se mimetiza a la par del suyo convirtiéndose por simpatía en piedra, sombra y silencio:
«PRIMER misterio: la luna.
Un Padre Nuestro a los pasos
de nadie por el silencio,
de nadie por el espacio»[27].
El poema «Ciudad de piedra», al que pertenecen los textos anteriores, es un ejemplo de lo que algún crítico ha llamado poesía fácil de Jesús Delgado Valhondo como algo positivo sin más, omitiendo que esta labor de austeridad de elementos y recursos conlleva una elaboración muy trabajada, producto de un proceso meditado de lima y selección creativa. De ahí que antes se hablara de la sencillez elaborada de la poesía de Jesús Delgado Valhondo y que ahora Vicente Sos Baynat la advierta cuando dijo: «Nunca es prolijo, ni farragoso, gran virtud como forma y gran maestría como dueño de la palabra»[28].
Además esta poesía esencial no es sólo resultado de una ardua labor de lima, sino también resultado de una meditada reflexión espiritual, que procede de una relación mística entre el poeta y la ciudad soñada, descrita en prosa por él mismo de esta manera: «El cronista ha entrado en Cáceres cara a cara. Parece que la ha cogido descuidada. Porque enseguida la ciudad se pone de lado, al lado, y nos acompaña. Doblamos esquinas y descubrimos paisajes, como si fuésemos de orilla a orilla atravesando puentes. Sorpresas. Emociones. Recuerdos. Nos rodea el misterio: silencio, sombras, soledad. Piedras con sangre y años. El torreón, la luna, la lechuza imponiendo sigilo»[29].
La razón de esta mímesis espiritual se encuentra en estas reflexiones de Jesús Delgado Valhondo, que son la descripción de unas vivencias experimentadas cuando le gustaba recorrerla sumido en el silencio y en el misterio de la ciudad deshabitada: «A Cáceres sin amigos y sin palabras me la puedo suponer y quimerizar. Cáceres sola y muda. Cáceres noche y caminada. Cáceres rosario y siglo. Cáceres esquina y sueño. Cáceres ciudad jamás terminada de vivir y recordada nostalgia»[30]. Esta atracción por la zona antigua de Cáceres, que el poeta guardaba lúcidamente en su nostalgia, es la que le ayudó a idear la ciudad soñada:
«ESTOY pisándote, ciudad, el alma
de calle a casa, de la noche al día,
sin darme cuenta que me vas ganado,
sin darme cuenta de mi tiempo y vida»[31].
Después de conectar espiritualmente con la ciudad deshabitada, el poeta vuelve a la soledad y al silencio de su casa, medita, bucea en su espíritu y allí en la tranquilidad de su alma encuentra a Dios con el que entabla un diálogo sin obstáculos con la amabilidad y la confianza que ofrece la cercanía de un amigo:
«MEDIA vuelta a la llave
mi casa está cerrada
[…]
Cuando escribo leyéndome
despierto de mi nada
y entonces voy con Dios
recorriendo la estancia.
Le enseño lo que escribo,
hablo de lo que haré mañana,
le cuento mil historias
que ya sabe y se calla»[32].
Pero este mágico encuentro que el poeta siente en el silencio de su conciencia termina cuando Dios de nuevo se le pierde en la actividad agobiante de las calles de la ciudad, que es una metáfora de la pérdida de espiritualidad y del predominio del materialismo en la sociedad moderna. Entonces el poeta vuelve a experimentar el fracaso de su búsqueda y de sus limitaciones:
«Después, abro la puerta,
me suelta Dios, se marcha.
Yo ando por las calles
buscándolo. Son vanas
las vueltas que le doy
a la ciudad soñada.
Si alguna vez lo veo
va lejos, se me escapa»[33].
Perdido Dios de nuevo, el poeta gasta su último recurso mental para rescatar su ideal de ciudad y abrigar esta utopía de nuevo en su espíritu, materializando la ciudad soñada en ciudades reales que conocía. Así aparece una visión lírica de Badajoz que supone un respiro espiritual porque descubre una nueva esperanza en su amanecer limpio, donde vuelve a intuir la presencia de Dios:
«Dios me mira contento desde sus grandes horas
en el momento justo de abrir yo mi ventana»[34].
Estas vacilaciones anímicas del poeta, que lo mismo se sume en la desesperación que en la esperanza son lógicas si tenemos en cuenta que, después de la noche siempre angustiosa para él, encuentra una esperanza de que todo cambie en el nuevo día. El poeta justificó sin proponérselo esta alteración de su ánimo con estas palabras: «El mundo vuelve a nacer en el amanecer de cada día. […] Pensamos que el mundo está bien hecho. Que hay alegría aún. Que la vida es bella. Que el amor sostiene por igual a todos los seres de la Creación. […] Y abrimos nuestra ventana. Larga y ancha mirada para que el mundo crezca ante nuestros ojos. Y Dios nos mira contento, esta mañana de abril, desde sus grandes horas»[35].
Pero en cambio Cáceres, sólo trae a su memoria recuerdos nostálgicos, dolorosos y tristes, que lo llenan de una profunda melancolía por culpa del tiempo que lo ha trastocado todo:
«Cáceres vuela y vuelve
conmigo. A mi nostalgia
un niño cojo viene y alcanza la tristeza
al borde de mis lágrimas»[36].
Esta nostalgia oculta sin embargo la entrañable relación afectiva y espiritual que lo unía a ella: «Cuando encuentro a alguien de Cáceres, al saludarlo, no solamente estrecho mis manos o entre mis brazos al amigo entrañable, sino que con él y por él, a la ciudad. A un Cáceres idealizado, soñado y engrandecido en un poema oracional (los poemas son oración o canción solamente) que elevo desde lo más hondo, por decir desde lo más puro, del corazón hasta el principio del ser en que vivo»[37].
La capital de la alta Extremadura formaba parte de su personalidad como un elemento primordial de su paisaje y de su mundo, en el que se encontraba irremisiblemente integrado: «Ahora mientras me hablo, mientras me comprometo, voy encontrando un Cáceres en el alma como si fuese parte de la que estoy hecho»[38]. Como es posible observar cuanto más ingrato le resulta el presente al poeta más se refugia en su pasado y su poesía se va llenando poco a poco de contenido biográfico y como consecuencia de angustiosa nostalgia por el tiempo perdido:
«Mi madre, mis hermanos.
Ya sólo Juan. Mi casa.
Los surcos de la luna. El aroma de siempre.
La calleja soñada»[39].
La conclusión, como siempre que pierde la esperanza, no es otra que el encuentro con la muerte que está latente en el fondo de la ciudad, aunque en esta ocasión el poeta la trata con un tono más equilibrado y sereno, sin patetismos, como si de una acompañante cotidiana se tratara intentando habituarse a vivir con ella:
«Estás donde te miro, donde siempre,
detrás de las esquinas del momento,
en todos esos sitios que estuvimos
andando juntos la luz y los recuerdos.
[…]
Oh, muerto mío, te pienso y te medito
y te vuelvo a llamar. Yo te confieso
que todo me es igual cuando te lloro,
que todo me es indiferente y bueno»[40].
El origen de este poema se encuentra en vivencias reales, que impresionaron siempre al poeta, consciente a través del fallecimiento de seres queridos y amigos de la acción demoledora de la muerte: «Otra vez no vi el cadáver de otro amigo y el resultado es que lo siento vivir en la ciudad donde residía cada vez que a dicha ciudad voy. A veces hasta me parece que camina a mi lado. Aunque un puñal de realidades me lo niegue»[41].
Y es que Valhondo acostumbraba a llevar toda su carga de circunstancias cotidianas en el saco de su espíritu, donde guardaba como si de un preciado tesoro nostálgico se tratara vivencias pasadas y presentes, que luego traducía líricamente como bien supo deducir Antonio Zoido cuando dijo: «En medio de ella [de la poesía] está el poeta. Con su vida hecha estrofa. Con su vida rizada, como una palma litúrgica en medular tristeza. Con sus pasos de hombre de la calle. Con su acariciante vocación de maestro. Y también de niño renacido. Y de amigo del alma. Y de hombre de fe. Y de contemplador de soledades, de ciudades vacías y muertos entrañables …»[42].
En este momento Aurora. Amor. Domingo, a partir del poema «Como si fueses una flor», cambia de rumbo formal en la métrica y en el tipo de poemas empleado. En los versos de la primera parte se halla desde heptasílabos («La ciudad de los hombres» y «La prisa») a alejandrinos («Amanecer en Badajoz»), que se agrupan formando exclusivamente romances (endecha -«La ciudad de los hombres» …-, octosílabos -«Ciudad de piedra» …- y heroicos -«Meditación ante un amigo muerto» …).
Por el contrario en la segunda los versos reducen su medida desde los trisílabos («El fondo», combinados con heptasílabos) a otros versos de arte menor como los hexasílabos («Paisaje del sur»), heptasílabos («Motivos de sobra para que Picasso me pinte un cuadro»), octosílabos («Levántate y anda») y sólo aparecen versos de arte mayor en los dos poemas finales (en «El silencio» eneasílabos y endecasílabos y en «Cima» endecasílabos).
Además en la segunda parte los poemas presentan dos variaciones con respeto a la primera:
Una, mientras en la primera parte sólo usó el romance, en la segunda existe una mayor variedad pues aparece un poema formado por tercerillas («Paisaje del sur»), otro en serventesios («Cima»), tres en romance («Levántate y anda», «Motivos de sobra …» y «El silencio») y uno en versículos («Como si fueses una flor»).
Otra, existen más vacilaciones pues de los siete poemas de la segunda parte tres no presentan una distribución regular de la métrica y de la rima y por tanto no forman estrofas o poemas conocidos: «Como si fueses una flor», poema que marca el paso de una parte a otra, está escrito en versículos[43]; «El fondo» es una mezcla de trisílabo y heptasílabos con rima asonante en los pares hasta el verso 6 y de ahí en adelante en los impares. Y «El silencio» está formado con heptasílabos, eneasílabos y endecasílabos, que presentan una rima como la del romance.
Mientras en la primera parte sólo tres poemas de nueve presentan alguna vacilación: «Ciudades-palabras», cuya rima asonante en los pares hasta el verso 26 da un salto en el verso 28 y pasa a los impares; lo mismo sucede en el verso 51 donde da otro salto y pasa a los pares. «Doblar una esquina» que está escrito en heptasílabos, eneasílabos y endecasílabos y «Cáceres» que mezcla heptasílabos y alejandrinos.
Estos casos irregulares constituyen la muestra localizada en libros anteriores con la que Valhondo advierte su rebeldía a dejarse encadenar por la métrica y la rima regular en todo el libro. Además son ejemplos del afán experimentador del poeta que sigue buscando nuevos caminos de expresión.
También se localiza una diferencia en la temática de una y otra parte: en la primera existe una unidad semántica en torno a la idea de ciudad que arrastra al poeta a ahondar en sus preocupaciones existenciales:
«Más cigüeñas y más
azul. Hundo miradas
en el fondo del aire, en la sangre vivida,
en las viejas palabras»[44].
En cambio en la segunda parte el sueño de crear una ciudad ideal desaparece, porque ha fracasado en su intento y el poeta queda decepcionado rumiando sus grandes interrogantes sobre el tiempo, la muerte y Dios:
«El mar es una lágrima
y, Dios mío, me baño
en ella tan desnudo
que sólo nos quedamos
la bendita tristeza,
los años que he gastado
y el hombro donde llevo
la cruz de los relámpagos»[45].
La elaboración de la segunda parte estuvo condicionada por las preocupaciones espirituales, que el poeta padecía en su ánimo desde siempre y se le agravaron después al resquebrajar la presencia humana su concepto de ciudad ideal. En esta parte por tanto aumenta la desesperanza del poeta, que se hunde más en la angustia y en el dolor de sentirse abandonado por Dios, al que se lo reprocha con un tono de acusación irónica:
«Seré la cruz.
Humana cruz clavada en el camino.
Dejarás cuando pases el aroma de tu ternura al hombre.
Hombre crucificado en tu secreto,
clavado ahí, donde los dejas,
para siempre»[46].
Como muestra del descontrol espiritual en que ha caído, el poeta sigue recordando a Dios perdido y lo menciona espontáneamente en momentos que parecía no acordarse de su presencia: «En el caracol, / al revés, sonaban / palabras de Dios» [47]. Estos recuerdos intermitentes, indican que su dolor por la pérdida de Dios es tan alto que llega a rozar la demencia espiritual hasta el punto de creerse dios cuando levanta a un niño que se ha caído:
«Dije: «Levanta. No llores».
[…]
Salió corriendo otra vez.
Yo casi Dios ¡Qué alegría!»[48].
Su angustioso estado anímico llega a su culmen en el poema «El fondo», donde muestra el abismo en el que ha caído a través de imágenes surrealistas, alucinantes e incluso desagradables, que muestran el grado de desesperación alcanzado por el amor imposible que siente por Dios, al que busca quiméricamente, loco de amor divino, para que le calme su desesperanza, le dé respuestas a sus dudas y disipe su angustia vital:
«Oscuras manos andan
el fondo de la fría
memoria de las cosas
que fueron tierra, mina.
La cara boca abajo,
apretada agonía
del silencio. La vida
que se esconde. La noche
en punto de partida.
Tiempo ahogado. Tiempo
sin voz. Luz negra, antigua.
Sobresalta la piedra
caída»[49].
Este poema, clave en el planteamiento lírico de su estado espiritual, tiene la siguiente traducción: la cima fue durante un tiempo la esperanza del encuentro con Dios, que en La montaña se materializó en fracaso. El polo opuesto es el fondo o abismo en que ha caído. Desechada la relación con Dios porque no se manifiesta a pesar de sus múltiples llamadas, el poeta angustiado olvida la idea de la cima y se obsesiona con el concepto contrario que encaja con su desencanto: el misterioso fondo del río que le incita al suicidio pues en su desesperación cree que podrá reposar tranquila y definitivamente en la soledad y el abandono, libre de angustiosas preocupaciones:
«Profundo y misterioso
mundo del todavía:
algas y ese cadáver
incapaz de la orilla»[50].
La desesperación del poeta continúa in crescendo en el poema «Motivos de sobra para que Picasso me pinte un cuadro» a pesar de que se sabe que fue un poema circunstancial, pedido por los responsables de Gévora para el número dedicado al pintor universal[51], en el que teóricamente Valhondo se debía haber circunscrito a destacar los valores del genial artista. Sin embargo, el encargo no lo apartó de sus preocupaciones y el poema es una estremecedora reflexión sobre la condición imperfecta del hombre, sus contradicciones, su soledad, su indefensión ante el tiempo y su búsqueda truncada de Dios que lo tiene abandonado a su suerte junto a los demás hombres:
«Nosotros en la tierra
clavados como el árbol,
hundiendo la raíz
en el mismo cansancio.
[…]
Y luego los bolsillos
de carne, mientras vamos
a pintar en la nieve
a Dios entresoñando»[52].
Por tanto se observa ahora una vuelta al hombre del que se olvidó en La montaña y renegó en la primera parte de Aurora. Amor. Domingo, pues no se queja por él únicamente sino que hace extensiva su angustia a los demás hombres que también son árboles solos, de tal forma que el deseo del principio de ignorar al hombre en su concepción de la ciudad ideal, desaparece para incluirse en la angustia humana universal que produce en el ser humano el desencanto de sólo poder soñar a Dios pero nunca alcanzarlo:
«Rasga mi piel y queda en carne
viva la angustia en mis entrañas.
No sé quién es: bajo mi oído
desesperadamente calla»[53].
Es decir, en este momento el poeta sale de su reducto y se hace solidario con el sentir de los otros, seres desorientados e indefensos como él. Este giro no es sólo producto de un estado anímico determinado sino también resultado de una preocupación social, pues el poeta advierte la relación estrecha que existe entre él y los demás, cuando comprueba que sus grandes preocupaciones forman parte del sentimiento universal del que participan todos los seres humanos. De ahí que su poesía vaya adquiriendo un enfoque marcadamente filosófico y solidario: «Su poesía da filosofía y hasta sociología»[54].
Por esta razón, se produce ahora un cambio de actitud en el poeta sobre sus semejantes: el hombre no tiene la culpa de ser un conformista, un mediocre, un ser que no pueda adoptar otra postura, porque se encuentra aprisionado en el callejón de la vida. Igual le sucede a él que no tendrá más solución que sucumbir ante el misterio de la realidad, porque Dios no lo ha dotado de capacidad para comprenderla:
«El huracán por cima
y también por debajo.
Y dentro de la sombra
nos vamos conjugando.
El verbo es el amor
y, después, nos odiamos.
¿De qué color se pinta
la mona en este caso?»[55].
Perdida toda esperanza, el poeta angustiado se encuentra con sus propios fantasmas que martillean su espíritu en el silencio y la soledad de la noche; otro abismo del que no es capaz de salir:
«ALGUIEN anda la noche oscura,
noche crecida en la distancia;
escucho acobardado donde
vivo los misterios del alma»[56].
Al final se calma y en el último poema saca fuerzas de flaqueza y realiza una completa y actualizada exposición de su amarga concepción sobre la vida y la idea de la montaña, que contienen preocupaciones comunes a los demás hombres, compañeros de fatigas y de angustias, con los que va inseguro subiendo dificultosamente el camino de la cima anhelada al encuentro de Dios, para lo que pide irónicamente suerte, pues ya no confía en que le responda ni lo proteja, aunque todavía guarda una débil esperanza de que pueda encontrarlo «sentado allí», esperándolo:
«Vamos, hermanos, subiremos juntos,
que el último escalón casi se alcanza,
que llevamos dolor y unos asuntos
y debajo del brazo la esperanza.
Está Dios escuchándonos, amigo,
pidamos que al final tengamos suerte,
un paso más y estamos al abrigo,
en lo alto del sueño con la muerte»[57].
Pero el verso final denuncia su falta de fe en que Dios lo aguarde pues ya no asegura que lo espera sino que Dios está «como esperando». Por tanto la seguridad de llegar a Dios se ha trastocado en la certeza de que al final del camino (que ha quedado lleno de despojos) lo único seguro es el encuentro con la muerte.
Ante esta situación, pasada la tempestad en su espíritu, el poeta se serena, ordena su ideas y expone sus intranquilidades con una calma melancólica que indica la aceptación de su derrota, al comprobar que nunca encontrará respuestas a sus interrogaciones por mucho que se desespere y que es mejor aceptar la cruda realidad de un Dios que no se manifiesta:
«Sin darme cuenta qué montaña subo,
ando mi vida a costa de mi vida,
no más el corazón que se detuvo
a libar el amor que se suicida»[58].
Así la esperanza que el poeta parece tener en estos versos no es más que una aceptación irónica de sumisión ante la evidencia, y no extrañará que sólo sea una calma pasajera y de nuevo aparezca en libros posteriores la angustia que ahora parece calmada, pero que sigue latente en su maltrecho espíritu. No en vano Manuela Trenado ha advertido que «[el poema] ‘cima’ es la semilla, resumen o anticipo de lo que va a ser su libro Un árbol solo«[59].
Visto el contenido de Aurora. Amor. Domingo y, ante tanta angustia, se hace necesario indagar en el significado de las palabras aparentemente positivas del título, porque no concuerdan con el significado tan descorazonador que encierra el libro: «aurora», «amor» y «domingo» son tres palabras separadas por puntos, independientes, que exponen contenidos placenteros y sin embargo (no olvidemos que pensó llamarlo «Aurora. Dolor. Sábado«) se advierte que los tres conceptos contienen significados negativos:
«Aurora» es el nacimiento del día pero en este libro adquiere un sentido adverso para el poeta, porque no se trata de una aurora reconfortante que sigue a una noche plácida sino de un medio necesario para desprenderse de la angustia padecida en la noche. Por eso las primeras luces del día están impregnadas de los tintes rojos de la sangre de su herida espiritual:
«Resplandece en la sangre la claridad del día.
Ha despertado el aire remansos de nostalgias»[60].
«Amor» tampoco se trata de un sentimiento positivo, porque el poeta se refiere a su amor por Dios que al no ser correspondido no es recíproco y por tanto es desamor:
«Desde la cima de la voz primera,
del claro día o de la luz pisada,
de peregrinos en la primavera,
vuelvo a pedir a Dios hoy su mirada»[61].
«Domingo» es el final de la semana, el día en que se descansa plácidamente, pero el domingo del que habla el poeta es una metáfora del final de su camino a la montaña que no le ha proporcionado descanso sino una tremenda decepción vital, una triste derrota y un inconsolable escepticismo:
«Ya van nuestras palabras ordenando:
detrás de los despojos yo distingo
a Dios sentado allí, como esperando
nuestro cansado rostro de domingo»[62].
En Aurora. Amor. Domingo vuelve a aparecer el estilo personal de Jesús Delgado Valhondo: lengua directa y transparente; vocabulario común pero traducido a poesía a través de ese tono cercano, sincero y confidencial que caracteriza su voz lírica; en esta ocasión, contenida y velada por una melancólica angustia, aunque sin exabruptos.
Las palabras fluyen con la naturalidad del que trata de ordenar sus ideas en el momento crítico que comprueba una dura realidad, para después tomar una determinación ante la situación dramática que se le ha planteado. Y así trascurre el libro en un tono confidencial, próximo y melancólico, que llega al estremecimiento cuando el poeta advierte que su concepción trágica de la vida y el mundo tiene su traducción en la soledad de la tragedia humana:
«Nosotros en la tierra
clavados como el árbol,
hundiendo la raíz
en el mismo cansancio»[63].
No se observan influencias palpables en este libro como no sea la presencia de la lírica popular reflejada en el uso predominante del romance; una posible referencia al poema «A la ascensión» de Fray Luis de León en «Como si fueses una flor», donde el poeta se queja del abandono de Dios; un leve recuerdo de Miguel Hernández cuando utiliza el verbo libar en el poema «Cima» y de Guillén en ese respiro optimista del poema «Amanecer en Badajoz», o el tono desencantado y trágico de la poesía existencial.
En cuanto a las imágenes, se hallan abundantes, aunque se advierte que no son creadas a conciencia sino que fluyen espontáneamente de la expresión sentida que marca su angustia al poeta. De ahí que en Aurora. Amor. Domingo sean más que nunca un termómetro que indica la temperatura emocional del estado anímico del poeta.
Así en el poema que abre el libro se localizan imágenes esperanzadas («Plantaremos muchos árboles / en el viento y en la entraña / de la luz»[64]) para pasar enseguida a otras caracterizadas no por el lirismo sino por la dureza a que le lleva su desencanto y su indefensión («siento / sus aldabonazos en mis sienes. / […] / Mi corazón le da su bolsa / llena de sangre casi siempre»[65]), que se convierten paulatinamente en angustiosas («quejidos entre dientes, / dolor en las entrañas. / […] / Andan aires podridos en medio de nostalgias»[66]).
Cuando el poeta recupera momentáneamente la esperanza, aparece alguna imagen positiva («Un nuevo sol vertiendo su dorada palabra») en el poema «Amanecer en Badajoz» que da paso en la segunda parte a otras imágenes primero angustiosas («rasga mi piel y queda en carne / viva la angustia en mis entrañas»[67]) y después desencantadas («hasta dar con mis huesos en la desgana / y tirar la mirada sobre el llano»[68]).
Además existen otros recursos:
Metáforas de una extraordinaria calidad, cuando define sucintamente las características de las regiones españolas en el primer poema:
«Galicia: yerba mojada.
Cataluña y Aragón,
piedra y río en las espaldas.
Valencia, jarra de flores.
Uña de mar, Vascongadas.
[…]
Andalucía, grito y flor
en el patio y la ventana»[69].
Símiles que tienen por misión indicar plásticamente el paso del tiempo: «estos hombres que pasan, / como los ríos vidas»[70].
Construcciones anafóricas que denuncian el alto grado de angustia que padece («Yo sé que en cada esquina / un ojo mira las pequeñas muertes, / […] / Yo / sé que en cada esquina / el tiempo roto y triste duerme, / […] / Yo sé que en cada esquina, / […]»[71]).
Polisíndetos y asíndetos que exponen la tensión espiritual sufrida por el poeta y mantienen el tono del libro en una angustiosa melancolía: «El huracán por cima … / Y también por debajo. / Y dentro de la sombra / nos vamos conjugando. / […] / Inventemos la rosa, / las tardes, el gusano, / el azul que se sube / a la mirada andando»[72].
Recursos intensificadores como el uso del alejandrino, cuando momentáneamente se siente esperanzado en el poema «Amanecer en Badajoz» o el empleo del versículo cuando aumenta su angustia en el poema «Como si fueses una flor».
O la economía de medios que se halla en el poema «Ciudad de piedra» principalmente y en «Cáceres», «Paisaje del sur» y «Levántate y anda», que se convierten en muestra de la poesía esencial de Valhondo, caracterizada por leves pero vigorosos trazos que descubren un tremendo esfuerzo lírico a la par del espiritual:
«Olivos y viñas,
el trigal. Amor
de tierra. Campiña»[73].
Aurora. Amor. Domingo, en la evolución poética de Jesús Delgado Valhondo, supone un paso más en el ahondamiento de la abierta llaga de su espíritu herido, cada vez más hondo, cada vez más abismo y fondo de la noche negra donde ha caído, abandonado por Dios. Sus ilusiones van desapareciendo una a una: primero la esperanza de encontrar a Dios a través del paisaje; después, en sí mismo y ahora en la ciudad donde se topa con el ser humano y sus imperfecciones, es decir, tanto deseo de salir de la atmósfera asfixiante del pueblo y oxigenarse en la ciudad para, poco después de instalarse en ella, sentir con más intensidad sus fuertes intranquilidades.
De Aurora. Amor Domingo apenas recibió Valhondo opiniones por ser editado dentro de la Primera antología y pasar desapercibido como una parte más de ella: «Delicioso tomo […]. Entra Vd. en la extraordinaria escuela española contemporánea de la lírica. Totalmente pertenece a ella y el espíritu andaluz matizado de imágenes bellas y atrevidas dan un verdadero encanto a su antología»[74].
Este hecho resulta penoso pues sucede lo mismo que con La muerte del momento: Ambos libros constituyen momentos claves en la evolución espiritual y en la obra poética de Jesús Delgado Valhondo y por tanto al no ser conocidos debidamente ni una ni otra han podido ser entendidas en un sentido global hasta ahora que se ha realizado el análisis detenido de ambos libros y han sido encajados en su lugar correspondiente como dos poemarios independientes y a la vez fundamentales en la obra poética de Jesús Delgado Valhondo.
EL SECRETO DE LOS ÁRBOLES (1963)
El secreto de los árboles es la exposición del desencanto vital al que llega el poeta después de comprobar que no tiene capacidad para crear nada a pesar de su procedencia divina (acaba de fracasar en su intento de crear una ciudad ideal). Dios sigue con su empecinado silencio y no acude en su ayuda, y sus semejantes tampoco pueden socorrerlo, porque también están solo, son imperfectos y se encuentran desamparados naufragando en la vida[75] sin recurso alguno para mitigar sus limitaciones.
El origen de El secreto de los árboles se localiza en Aurora. Amor. Domingo[76], donde el poeta se da cuenta de la cruda realidad que debe afrontar como ser humano. Perdida la esperanza de Dios y de sentirse dios con capacidad de crear una ciudad (un mundo) ideal, el poeta advierte que la calle (la vida) no está habitada por seres independientes con capacidad de decisión sobre sus propios actos sino por vivos-muertos, es decir, por seres abocados a la muerte que son prisioneros del destino y están a merced de las circunstancias como mediocres actores de la comedia universal de Dios, pura ironía del ser más perfecto de la creación.
Ante esta realidad el poeta para no caer en el abandono total guarda en su ánimo un resquicio de esperanza y piensa que este enigma, inexplicable para el ser humano, debe tener un sentido. Aunque seguirá mientras no lo descubra sin conocer la realidad ni descifrar los misterios que envuelven su condición imperfecta y finita:
«por qué la gente se suicida,
por qué el hombre enloquece o se acobarda
y por qué las prostitutas saltaban
a la comba»[77].
Sin embargo advierte que el secreto de este jeroglífico divino es guardado celosamente por los árboles que flanquean el camino de la calle y son testigos mudos de las circunstancias del hombre en la vida y por tanto cómplices de Dios, quien ha montado este enorme teatro del mundo donde al ser humano sin pedirlo ni explicárselo nadie le ha tocado representar un papel que lo angustia:
«Te contaré las cosas que al mundo están pudriendo
la comedia que tuve que representar»[78].
Buscando una salida a su complicada situación emocional, el poeta llega a creer por unos momentos que es distinto y más perfecto que los demás (como cualquiera cuando piensa que ciertos hechos sólo le pueden pasar a los otros y se aterroriza al comprobar que es igualmente vulnerables). Pero se desengaña pronto porque comprende un hecho estremecedor: él mismo es una copia exacta de sus semejantes:
«Si meditas despacio lo que ocurre
es que todos nosotros, codo a codo,
como el que no quiere la cosa,
mirándonos estamos en el espejo»[79].
Por tanto El secreto de los árboles significativamente es una continuación y una conclusión de Aurora. Amor. Domingo con el que conecta desde el primer poema, «La calle», y se sitúa otra vez en la ciudad. Pero ahora, no se trata de aquella ciudad utópica sino de una urbe real, que le hace salir del refugio de su espíritu e incorporarse a la calle con los otros, dando un giro radical desde el yo intimista al nosotros social. Pero la finalidad de Valhondo no es cambiar estructuras sociales, sino provocar una reacción espiritual (unas veces planteada como rebelión individual y otras como revolución colectiva), que despertara al hombre para reivindicar su dignidad de ser humano. Esta postura espiritualmente solidaria es la que hizo asegurar a Manuel Pecellín que Jesús Delgado Valhondo está «lejos de cualquier inclinación hacia el realismo social».
El libro se divide en dos partes: la primera está dedicada a Juan Antonio Cansinos y consta de trece poemas («La calle» … «Ventana») y la segunda a José María Fernández Nieto y está formada por ocho poemas («Noche y alba» … «Tierra y amor para el olvido»). Esta distribución no se manifiesta sólo formalmente sino también a través del estilo que evoluciona, conforme avanza el libro, hacia una consciente dificultad en la expresión que, aunque en apariencia sigue siendo sencilla y directa, resulta a veces difícil de interpretar, porque el poeta adopta un lenguaje surrealista (más patente en la segunda parte) que indica un aumento de la tensión causada por la pérdida de Dios y el hundimiento de su espíritu en el abismo del desencanto: «Esta obra está cimentada en una sencillez expresiva, tan difícil en nuestro tiempo, en el que tan dados somos a meter ruido lo mismo quemando petardos que escribiendo un poema. Pero que nadie traduzca sencillez por ingenuidad o por simpleza»[80].
Este hecho alerta porque en los últimos libros hubo un predominio del equilibrio formal y de la transparencia expresiva y sin embargo en El secreto de los árboles el poeta fuerza la irregularidad métrica y rítmica en el 50 % de los poemas y vela la comprensión con imágenes alucinantes, secuencias oníricas y rupturas sintácticas mostrando un profundo desequilibrio emocional, que lo lleva a desechar el hilo conductor de sus libros anteriores, cuando se encontraba dentro de su angustia un tanto esperanzado:
«Y entonces me entristezco
sin poder remediarlo
pensando en la muchacha
que se quedó en la calle
con el muerto en la boca
y la sangre filtrándola»[81].
De todas formas este giro es lógico si tenemos en cuenta que El secreto de los árboles es una exposición de la desesperanza que la realidad descarnada produce en el espíritu del poeta, y de su reacción rebelde ante lo inexplicable. Por este motivo junto a momentos desencantados se localizan otros donde el poeta saca fuerzas de flaqueza de su despecho y muestra un tono irónico, incluso cuando se dirige a Dios («(Con tu permiso, Señor. / Claro está, con tu permiso)»[82]), consciente de que es un vivo-muerto más y tiene que enfrentarse solo y desprotegido a la existencia como los demás hombres:
«Hombre que estás delante de nosotros
rumiando pensamientos y conflictos
de salario, de hijo enfermo»[83].
Por esta razón en El secreto de los árboles el poeta siente la imperante necesidad de salir a bocajarro a la calle ( «(¡Qué ganas tengo, Señor, / de echar el alma a la calle!)»[84]) y confundirse con los demás en una especie de solidaridad unidireccional, de búsqueda de refugio fraterno, para sentir el calor de los otros y hacer soportable con ellos la pesada carga de las imperfecciones, la finitud y la desorientación humana universal: «Punto de cita son las calles […]. La gente necesita verse. Confrontar con los demás su manera de vivir. Sentirse nadie en la corriente de la calle; hombre común, vulgo, masa. Andar juntos el camino ordinario. Medirse humanamente. Tallarse entre el asfalto y el anuncio luminoso. Navegar»[85].
Ahora el ser social en que se ha convertido el poeta necesita angustiosamente de la relación humana («En la calle está el hombre, el mejor libro para leer que ofrece el mundo»[86]), del amor fraterno y solidario, que materializa en la necesidad común de la caricia como manifestación del amor que busca desesperadamente el ser humano en sus semejantes:
«Eres animal en busca
de la mano azul del alma.
(Te suenan los cascabeles
dentro del cofre del agua)»[87].
Pero la calle se convierte para el poeta en un callejón sin salida, que es una imagen de la vida llena de obstáculos, de un horizonte con vallas donde la libertad no existe, no sólo por las limitaciones que le impone al hombre su imperfecta condición humana y sus circunstancias, sino también (y esto es lo más grave para el poeta) por el egoísmo de algunos de sus semejantes que se la quitan a la fuerza:
«Están gritando a mi oído:
‘¡Por aquí no pasa nadie!’ «[88].
Esta actitud insolidaria viene a agravar aún más si cabe las dificultades de la vida diaria, que ya de por sí el ser humano sortea como puede, a la vez que va dejando sus ilusiones, quimeras e intranquilidades en la calle: «En la acera deja el hombre muchas preocupaciones, pensamientos, alegrías, adioses, saludos, abrazos, soledad y compañía, amigos y tristezas, ojos y oídos, vida»[89].
Desde este momento una fuerte angustia se apodera del poeta cuando comprueba con más nitidez sus limitaciones. Ahora se da cuenta de que incluso la palabra, el último recurso para intentar definirse a sí mismo, ha perdido su valor porque con ella no es capaz de expresar exactamente lo que desea y no encuentra el medio para explicar su desencanto y su trágica situación. Ante esta situación interpone como alternativa el valor del silencio:
«No puedo pronunciarte
porque la voz me duele.
[…] A veces, se me olvida
todo lo que aprendimos
mirándonos tan solo
las manos, las palabras»[90].
o de la ternura que no necesitan del soporte oral para manifestarse: «La palabra es el mejor y más preciado tesoro del hombre. La palabra hablada. Y la palabra escrita. Hay palabras que ni son habladas ni escritas, está en las manos, en los gestos, en los ojos»[91].
A veces esta ternura se centra en seres desvalidos que el poeta suele presentar en textos no poéticos, pero escritos paralelamente a su creación lírica: «El cronista admira y quiere a las beatas. Con frecuencia las busca en el fondo de las iglesias. Le duele cuando se habla de ellas despectiva y burlonamente. Sin conocimiento de causa. Sin caridad. Hoy hubiese querido besar las manos de estas beatas y acariciarles las canas, las penas y el dolor»[92].
Estas reflexiones sobre seres marginados hacen que lo invada un profundo sentimiento de desamparo personal, aumente su angustia y reitere una imagen (apareció en Aurora. Amor. Domingo) que es la metáfora del final de la existencia humana: la del ahogado («medito en el cadáver que flotando estará / esta noche en el frío»[93]), que muere dramáticamente solo y abandonado; destino trágico que representa el nulo valor de la vida, cuya certeza arrastra al poeta a pensar en el suicidio como solución drástica para calmar definitivamente su angustia:
«Un olor casi a mar
que nos invita a ahogarnos
ya sin cuerpo en sus aguas»[94].
«hechos que sucedieron en mi ansiedad suicida,
como me ahogaba el mar»[95].
Ahora la nostalgia se presenta como revulsivo a la angustia para rescatar recuerdos, que vivifiquen momentáneamente el espíritu del poeta: «Me encuentro allá en el fondo / de mis ojos y duermo / recuerdos deliciosos»[96]. Éste recurso de origen romántico y modernista (ya localizado en libros anteriores) dulcifica las intranquilidades espirituales del poeta en una huida evasiva hacia el pasado, pues lo aleja momentáneamente de la dura realidad. Pero los recuerdos se le van perdiendo borrados por el tiempo implacable:
«Se gastan los recuerdos tan generosamente
que se queda el ayer lejos y oscuro»[97].
El presente no es más alentador porque la ciudad en la que ahora vive el poeta no tiene nada que ver con aquélla otra ideal que quiso crear libre de dolor humano. Además la ciudad actual no es la que guardaba en el recuerdo de su adolescencia, enternecedora, amable, esperanzada; ahora es una gran ciudad que de noche se asemeja a un monstruo dormido donde en el silencio y la tranquilidad aparente subyacen los sucesos de la vida cotidiana (mediocridad, problemas, dolor, preocupaciones) protagonizados por seres temerosos que en la calma de la noche se sienten víctimas acosadas por la ciudad amenazadora:
«Cuando las calles cierran
sus puertas por la noche
creo que mucha gente
andará bajo el mundo
buscándose las muecas,
el dinero olvidado,
a perros vagabundos,
a novias perseguidas,
a gritos que quedaron
naufragando el anuncio»[98].
Éste es el motivo de que en un poema significativo, «Calle de los vivos muertos»[99], donde el poeta explique su dolorosa visión de la calle (la vida), comenzando con una imagen alucinante: «En esta calle viven cuarenta y tres mil muertos», que simboliza a los habitantes de la ciudad no como seres humanos dueños de su destino, sino como autómatas sin voluntad que están a merced de explotadores y genocidas («Hay quien se come muertos o los borra del mapa»). Entonces el poeta se solidariza con los habitantes («Pero yo los aprecio como a borrachos, /tanto como a la ahogada, tanto como al absurdo») de ese enorme cementerio que es la ciudad (el mundo), ahora habitada por seres condenados a morir no sólo por Dios sino también por otros hombres que hipócritamente justifican sus acciones insolidarias con una religiosidad ficticia:
«Y, luego, ya se sabe, rezando se consuelan
y se ponen de luto».
Entonces desde esa ciudad-cementerio-prisión, el poeta añora el mar, lejano y misterioso, porque es el horizonte que se le niega, la libertad inalcanzable («¡Oh, pobre hombre que piensa, quiere y grita: / mar!»[100]) y también se le acentúa el deseo de Dios pues ahora el mar no es ese inmenso lugar espiritual donde el poeta recuperaba aliento anímico, sino «Amargo mar divino. / Llanto de Dios nutriéndome», como resultado de la pérdida de la esperanza en la divinidad que ya no es un alimento espiritual sino amargura y dolor.
Ante este desencanto vital, el poeta se muestra de nuevo solidario porque cara a la vida ya no es únicamente un árbol solo, sino parte de una alameda donde intenta sobrevivir junto a otros seres solitarios. Por eso plantea preguntas en plural sobre los misterios de la existencia en su nombre y en el de otros:
«Tendremos que averiguar
quién es la mujer desnuda,
dónde está la flor que huele
y que significa nunca.
Tendremos que averiguar
quiénes somos, quién nos busca,
qué hacemos en la alameda
crucificando preguntas»[101].
En este abandono tan dramático, el poeta arrastrado por el tiempo sueña la hora de su muerte, con un tono no exento de ironía porque sabe que en el momento de ese paso tan crucial se encontrará solo, abandonado por Dios: «Se duerme bien, la muerte es el descanso, / es buena vocación la de difunto»[102]. Incluso le resulta irónica la idea de la muerte como descanso, porque sólo es una solución teórica y no la certeza del paso a la vida definitiva para gozar de la presencia de Dios, porque sin Él después de la muerte no hay nada:
«Sombra de sombras, mis fantasmas,
mis vivas sombras en el altar.
[…] sobre sombras cualquier día
he de acostarme a descansar»[103].
La angustia del poeta aumenta en una hora concreta del día, las siete de la tarde, en el momento que materializa el drama en que vive por la soledad, el paso del tiempo y el abandono de Dios:
«Miré el reloj
y eran las siete de la tarde:
angustia, soledad: moría
la luz en nuestra sangre.
Mi corazón vacío
de pronto. Sin amor. Sin nadie,
pasaba Dios muy lejos: alas
abiertas del paisaje»[104].
Y llega la noche donde el poeta se ve acosado por las sombras y sus fantasmas, «sombra de sombras», que representan sus intranquilidades espirituales magnificadas en el silencio y la soledad nocturna, que lo mantienen en el abismo del que no es capaz de salir:
«Ando con sombras en abismos
por esta noche de penar»[105].
A pesar de todo se observa que termina la primera parte del libro en el poema «Ventana» con un tono más equilibrado y una postura más solidaria, pues en los últimos poemas se había olvidado de los otros desorientado por su angustia. Ahora abre la puerta de su casa y espera a que lleguen «hombres que no tienen nada», volviendo a adoptar una actitud de tono social como al principio del libro, aunque ahora de una forma más tranquila y esperanzada:
«Esperando a cualquiera por si llama,
[…]
Acodo vidas en el alma,
siembro mis voces en el viento,
pueblo mi culto a la esperanza.
Decidido el oficio del silencio»[106].
Estos versos muestran que el poeta se rearma anímicamente porque está convencido de que debe recargar su esperanza, después de reconsiderar todo aquello en lo que creyó cuando Dios era su apoyo y tenía sus esperanzas intactas. No obstante esta actitud es una muestra de su resignación y no de que haya calmado definitivamente su ánimo:
«Meditando las cosas que nos ganan,
las cosas que nos pierden sin remedio»[107].
En el poema que abre la 2ª parte, «Noche y alba»[108], se confirma la postura resignada que adopta el poeta ante las circunstancias inamovibles y el cambio de actitud citado más lleno de esperanza, que se detecta en el intento de hacer positiva la noche, concepto hasta ahora muy negativo para él («Tengo el mundo de la noche / hecho una flor en la mano») o cuando dice:
«Iré corriendo hacia ti
honda noche de algo mío
donde volverte a vivir».
Pero pronto pierde la esperanza porque como siempre la noche le queda un enorme vacío:
«[…]
y a mí no me dice nada.
La noche se me ha quedado
como una flor apagada
en las manos y en las sábanas».
Estos altibajos emocionales son un ejemplo de la lucha que el ser humano mantiene consigo mismo y que por estas fechas libraba Valhondo en su espíritu: «Las virtudes contra los vicios, los problemas contra los sueños, las esperanzas contra las horas, el espíritu contra la animalidad, el amor frente al odio»[109]. La frecuencia con que se producen estas vacilaciones en su espíritu se debe a que su ánimo se resquebraja con facilidad y enseguida da paso a la angustia, más profunda ahora que se encuentra solo sin la esperanza de llegar a Dios.
Y lo paradójico es que son los árboles, distantes con su silencio misterioso, los que comienzan a debilitar el espíritu del poeta porque ellos, está seguro, conocen el secreto de la vida y sin embargo lo guardan impasibles sin inmutarse ante la desorientación humana:
«Árboles puestos de pie
en la orilla de la sangre.
¡Puestos de pie! ¡Qué secreto
están guardando los árboles!»[110].
Esta intuición aumenta su angustia porque los árboles, representantes del paisaje en la ciudad, hasta el momento habían sido sus aliados en su búsqueda de Dios (el paisaje, su obra, fue un medio para llegar a Él). Ahora sin embargo los árboles son cómplices del silencio divino, porque guardan celosamente las respuestas a las interrogantes angustiosas del poeta sobre la vida, el tiempo y la muerte.
Curiosamente la clave de este secreto (que según el poeta guardan los árboles) se localiza en el libro posterior concretamente en el poema «Espíritu de árboles» de La vara de avellano, donde el poeta asegura:
«creciendo en la mirada
hombres que ya se hicieron
espíritu de árboles»[111].
Estos versos explican que para el poeta los árboles no son simples objetos decorativos de la naturaleza, sino que tienen alma con capacidad de guardar secretos porque los hombres, árboles solos en vida, cuando mueren se reencarnan en espíritu de árboles y entonces conocen el secreto sobre la vida y la muerte, que tanto angustian al poeta y ellos sin embargo guardan codiciosamente.
En el poema siguiente, «Solo»[112], se confirma la pérdida de la esperanza iniciada y frustrada en el poema anterior. Ahora el poeta declara la necesidad que tiene de estar solo para reorganizarse anímicamente:
«Hombre de soledad
que pasa silencioso
a tu lado, soy yo:
el señalado, el loco,
el prologuista del responso
que llama al vino mar
y necesita estar
indispensablemente solo».
Aunque esta necesidad es pasajera porque en el poema «Ese espejo»[113] se solidariza con el hombre cotidiano («compañeros de penas y de lágrimas»), que va caminando dificultosamente bamboleado por la adversidad de su imperfección y de la vida, «broma pesada», para concluir en que todos los seres humanos son copias unos de otros y por esa razón se necesitan mutuamente:
«Hoy te encuentras en mí, de mí naciendo,
de mí comiendo a dentelladas, vida;
[…]
Si meditas […]
[…] todos nosotros […]
[…]
mirándonos estamos en el espejo».
Esta idea se encontraba ya en la mente de Valhondo cuando, meses antes de publicar El secreto de los árboles, reflexionando sobre la careta que el ser humano lleva en la comedia de la vida, la exponía de la siguiente manera: «Si meditamos sobre las máscaras, sobre las caretas o sobre los capirotes y nos fijamos en ellos detenidamente, es que, unidos, codo a codo y sangre a sangre, mirándonos estamos a un espejo»[114].
Llama la atención las expresiones cotidianas, que usa el poeta en este poema, quizás para llegar mejor a los demás que aún no le han respondido, buscando una solidaridad recíproca que actúe como revulsivo e incite a la acción común ante la injusticia del abandono divino y la opresión a la que se ve sometida el hombre por alguno de sus semejantes. Así se puede hallar expresiones como éstas:
«[…] de la
hija que regresa, cansada y rara,
tan tarde que la cena se le enfría,
de la mujer haciendo los oficios
[…]
arrastrando su cruz por los caminos,
como los buenos cuentos de los tontos
donde prometen cielo a mil pesetas.
[…]
y por qué las prostitutas saltaban
a la comba de madrugada en parques
cantando soledades del barquero
[…]
Eres capaz de cualquier
cosa; te noto en la mirada modos
del lobo que perdió su gran camada.
[…]
de todos los que dicen -¡claro!- que son hombre
que cada cual ha puesto lo que puede».
Pero como el poeta no obtiene respuesta de los otros se refugia en su interior, angustiado por «montones de preguntas», y vuelve a intentar el contacto con Dios para que se las aclare: «Tiene mirada Dios cerrada y quedo / dentro esperando hasta que Dios despierte»[115], pero Éste sigue mudo. Por ese motivo la espera se le hace insufrible, pues como el mismo poeta decía: «El que espera, desespera».
Sin embargo mientras que le llega la respuesta tan ansiada el poeta reflexiona sobre su estado y se refugia en la confesión que confía a un amigo en el poema «Algo no anda bien»[116], donde se muestra lleno de preocupaciones religiosas («Hay un salón de sangre por donde Dios pasea / dulce y tierno cansancio») y de una angustia palpable («Tengo un desván de quejas y un oscuro pasillo / por donde el desconsuelo anda suelto y reinando»). Por ese motivo de nuevo el poeta busca consuelo en compartir solidariamente el dolor que aflige al ser humano («Si te parece bueno que dos hombres se digan / mutuamente que sufren») y la preocupación que lo invade por la tremenda desorientación que sufre:
«porque yo tengo algo
que lo busco hace tiempo en todos mis asuntos
y no sé lo que pasa y estoy desesperado».
No obstante su rebeldía lo arrastra a desmitificar la idea de la dorada mediocridad clásica, porque no se conforma con asentir como un autómata a lo que sucede y vivir la realidad como un mediocre que nada se pregunta ni indaga. De ahí que su espíritu combativo de ser consciente de su realidad personal y de los seres que habitan su entorno lo hace reflexionar sobre su situación y la de los otros, a los que incita de nuevo por medio de la ironía a que tomen conciencia de su condición de seres humanos y de la vida anodina y mediocre, que llevan sin preguntarse nada.:
«Lo que quiero decir en el silencio,
lo que jamás diré, ni cómo aguanto
lo inaguantable a gusto, a mi manera,
y a disgusto de tente y ves tirando
con dorada mediocridad»[117].
Esta situación le resulta inaguantable al poeta, porque no concebía la vida sin lucha y sin embargo se da cuenta de dos hechos: uno, la falta de Dios lo arrastra a la mediocridad y, otro, que se ha convertido (o se convertirá si no lo remedia) en un ser conformista como los demás sin ilusiones ni sueños («Ya ves que uno es feliz siendo un mediocre / que hasta puede llorar de vez en cuando»[118]), por culpa de la realidad de un Dios que no lo tiene en cuenta: «Dios que, a veces, / habla conmigo por pasar el rato»[119]. Son por tanto opiniones puramente irónicas, producto de la rabia provocada por su desencanto y su decepción, que lo llevan a la indiferencia desde que pierde la esperanza tanto en el cielo como en la tierra.
:
«[…] la tierra es dura y nos duele en las entrañas
hecha de agonía cuya cumbre ya se sabe
a donde nos va a llevar»[120].
Ésta es la razón por la que el ser humano consciente se ve obligado a sortear solo las circunstancias de la vida y el momento dramático de la muerte: «Muchos y peligrosos baches que vamos sorteando a través del tiempo como buenamente o malamente podamos. […] y caídas terribles sufren los aturdidos, los borrachos de sueños, los sentimentales y los absurdos. […] Baches de donde salimos con los huesos del alma molidos. […] Por fin en uno de ellos nos quedamos para siempre jamás hundidos y esperando la paletada de tierra y la misericordia de Dios»[121]. Esta soledad se hace más dramática cuando la angustia acentúa sus dudas y no le da respuestas que le permitan dilucidar el gran enigma de la existencia de la eternidad: «Después, cualquiera sabe lo que viene»[122], porque lo que pase después de la muerte depende de los designios de Dios que Él sólo conoce.
A pesar de todo el penúltimo poema del libro es una reafirmación de la esperanza en la divinidad que se detecta en el mismo título del poema, «Sé que estás esperándome»[123], donde el poeta se rinde ante Dios y lo que antes eran quejas ahora se convierte en una confesión estremecedora de sus propios errores y una justificación de sus culpas y de su rebeldía anterior:
«Yo pensaré que acaso
el perdón es la culpa de estar tiranizado
en el combate duro de un dios y un animal
en los que me he movido y, a veces, me he matado
sin saber donde empieza ni donde acaba el mal».
Sin embargo esa esperanza desaparece en el poema final «Tierra y amor para el olvido»[124], un epílogo donde recoge su concepción desgarradora del mundo y de la vida: la ciudad es una prisión de la que es imposible escapar («Cuando las calles cierran / puertas y cielos rasos, / pared y escaparate, / me recojo en la celda»[125]). El hombre es insignificante («Desde la vida del sueño se ven las cosa pequeñas, / a la ciudad como celda, al hombre como una hormiga»). El mundo resulta un «fruto amargo». La tierra es una «una almohada para los que están durmiendo / un recuerdo, unas palabras, un corazón o un cadáver», «un grito agudo», «ala de sangre», «dura y nos duele en las entrañas». La cima parece un «monte de agonía cuya cumbre ya se sabe / a dónde nos a va a llevar». Y el amor es «lúgubre perdido en una gota de mar».
En esta situación de desencanto vital al poeta lo mantiene paradójicamente la nostalgia y el dolor («¡Duelen los ojos de ver este bendito recuerdo! / Y es un clavo la mirada del dolor que nos conforta»), aunque no logra disipar la sensación de abandono en la que cae después de reflexionar y buscar respuestas «en la triste sinrazón que la razón no señala», porque todo aquello que necesita y materializa en la tierra y el amor … («huyendo van a esconderse / tras las espaldas de Dios»). Termina lógicamente el libro con una visión de Dios como simple tapadera de los misterios que envuelven al hombre para desorientarlo, y no como respuesta a los enigmas que debería clarificarle para calmar la angustia que lo invade, una vez que le exige el cumplimiento de su papel en el abandono y la soledad más absoluta:
«Hasta el labio que pusimos ayer mañana al amor,
para la voz que se arrastra por el barro amado y tibio,
por esa lluvia abrazada a los troncos de mi noche,
hasta lo que yo tenía guardado bajo mis ojos
me dejan abandonado»[126].
En los dos últimos poemas citados se encuentra un hallazgo muy importante: la razón de que muchos años después escribiera Huir, último libro de poemas de Jesús Delgado Valhondo. En el mismo título, «Sé que estás esperándome», se descubre una seguridad rotunda en lo que afirma: al final de su vida está seguro de que Dios, a pesar de su falta de respuestas, no lo ha abandonado y lo espera («Sé que estás esperándome al final de mi nombre / con palabras que acusan y con mirar que ampara) como un buen padre solícito, atento y compasivo ([…] / Sé que estás esperándome al volver esa esquina / a que vaya a tu lado y comience a llorar»[127]), para escuchar los lamentos y razones de su hijo («Y verás qué terrible es la angustia que tengo, / la amargura que queda al perder la partida») que, por un determinismo fatalista, no ha podido actuar de otra manera a como lo ha hecho obligado por las circunstancias que le han tocado vivir:
«Puede ser que hasta […]
[…] me compadezcas pensando en mi fracaso
y darme la razón sobre la mucha carga
para llevarla solo»[128].
Por ese motivo al final de su vida huirá al encuentro con Dios como siente que lo hacen las cosas que ama: «Amor y tierra de olvido / huyendo van a esconderse / tras las espaldas de Dios»[129]. Esta idea supone una concepción llena de esperanza a pesar del desencanto con que finaliza El secreto de los árboles, porque la muerte de esta manera no supone un paso definitivo, sino una huida victoriosa encaminada a buscar el refugio de Dios, detrás del que se esconden los que mueren físicamente para renacer espiritualmente en Él convertido en espíritu de árboles, y no descubrir la razón de la existencia a los que siguen recorriendo dificultosamente el camino de la vida, porque perderían la esperanza del encuentro con Dios y los anhelos de eternidad, soportes que los mantienen en la fatigosa subida a la montaña. De todas formas se asistiá más de una vez antes de llegar a Huir a vacilaciones emocionales del poeta, que desmentirán la seguridad demostrada en el poema comentado.
En El secreto de los árboles, el poeta descubre sus vacilaciones anímicas por medio de dos recursos formales:
Uno, a través de la métrica y la rima, porque en este libro predomina llamativamente la variedad métrica y rítmica con respecto a sus libros anteriores, donde había conseguido el equilibrio precisamente por la disciplina mostrada en estos dos aspectos. En cambio en el libro que se analiza la métrica tiene por una parte una gran variedad (versos heptasílabos -«Nombre», «La gran ciudad dormida» y «Acaso»-, octosílabos -«La calle», «La caricia», «Callejón sin salida» y «Alameda»-, eneasílabos -«Sombras»-, endecasílabos -«Mirada de Dios» y «Dorada mediocridad»- y alejandrinos -«Sé que estás esperándome»-) y por otra parte contiene grandes vacilaciones pues únicamente la mitad de los poemas están compuestos con uno metro de los citados.
El resto de los poemas presenta combinaciones de dos (heptasílabos + eneasílabos -«Solo»-; heptasílabos + alejandrinos -«Calle de los vivos muertos» y «Algo no anda bien»-; eneasílabos + endecasílabos -«Ventana»-), de tres (endecasílabos + dodecasílabos + alejandrinos -«El poeta se muere en el momento»-; pentasílabos + heptasílabos + eneasílabos -«Las siete de la tarde»-; heptasílabos + endecasílabos + un verso de trece sílabas -«Ese espejo»-) e incluso de más metros («Noche y alba», «Mar» y «Tierra y amor para el olvido»).
En cuanto a la rima continúa predominado la asonante, que se mezcla con la consonante sin orden aparente. Este descontrol formal provoca que sólo siete poemas presenten una métrica y una rima regular acorde con la de una estrofa o un poema. Cuatro de ellos son romances: octosílabos («La caricia» y «Alameda»), eneasílabos («Sombras») o heroicos («Dorada mediocridad»); «Ventana» son tres quintetos; «Mirada de Dios» cuatro serventesios y «Sé que estás esperándome» once serventesios.
En los demás sólo se hallan alteraciones de la métrica (los poemas citados que mezclan dos o más metros) o de la rima: «La calle» está escrito en octosílabos y tiene la rima propia de un romance pero rompe la regularidad rítmica de los versos pares cambiando la última rima del penúltimo verso que es par al último que es impar. «Callejón sin salida» mezcla sin concierto versos rimados con versos sueltos. «Calle de los vivos muertos», «El poeta se muere en el momento», «Las siete de la tarde» y «Algo no anda bien» son romances por la rima, pero mezclan versos de dos o tres medidas. «Solo» comienza con la rima típica de un romance y termina con una redondilla. Y el resto son poemas en heptasílabos sin rima («Nombre», «La gran ciudad dormida», «Acaso» y «Ese espejo») en versículos («Mar» y «Tierra y amor para el olvido») o con la rima asonante y consonante distribuida unas veces regularmente y otras sin concierto («Noche y alba»).
Por tanto El secreto de los árboles, que mezcla formalmente poemas de facturas muy diversas, indica teniendo en cuenta la tendencia a la regularidad detectada en los libros anteriores que el poeta se encuentra muy afectado en su ánimo y es incapaz de controlar sus sentimientos no por haber perdido el control de sus emociones, sino porque ya tiene bastante con verse atrapado espiritualmente como para dejarse también atrapar por la forma, ahora que necesita de una libertad plena para desahogarse.
Esta tendencia hacia una vacilante variedad formal, que se concreta en el uso paulatino de los versos sueltos, blancos, libres y versículos en detrimento de los versos medidos cuya distribución métrica y rítmica responde a una estructuración conocida, se acentuará más en sus libros posteriores hasta desembocar en Un árbol solo, escrito en versículos.
Otro, por medio de la extensión de los versos y de los poemas. En la primera parte predominan los metros de arte menor y los poemas que no pasan de los 23 versos; mientras que en la segunda destacan los metros de arte mayor y poemas de extensión larga, que llegan a los 51 versos.
La razón de estas vacilaciones se sitúa en el alto grado de angustia espiritual padecida por el poeta en este libro que lo lleva a no tener interés por dominar formalmente su expresión dolorida, como queriendo comunicarnos también por este medio su desgarro y su estremecimiento. Y es que en este momento no le interesa nada más que el contenido, apremiado por la necesidad de exponer su angustia y de obtener respuestas inmediatas. Así se puede asegurar que los metros cortos y las menores vacilaciones rítmicas se concentran en la primera parte coincidiendo con un pulso más tranquilo y sin embargo en la segunda predominan las vacilaciones más patentes en todos los aspectos formales y los poemas más extensos, precisamente cuando más angustiado se encuentra y necesita más espacio para transmitirnos su estremecedor mensaje.
Este sutil detalle se observa en que el poeta conjuga conscientemente la tensión emocional con la extensión de los versos y de los poemas, consiguiendo que la segunda parte llegue más al lector que la primera. Así lo supieron detectar José María Fernández Nieto («De pé a pá me ha gustado y, si me das a elegir, me quedaría con la segunda parte que ahonda más y dice más cosas que la primera») y Eugenio Frutos («He leído la segunda parte del libro. Creo que es superior a la primera. De forma más lograda y, sobre todo, el tema mismo -trascendencia y angustia- le da un hondísimo interés humano […]. Los poemas largos son muy buenos, cosa poco frecuente»).
Es cierto, en la segunda parte se observa que el poeta es consciente de que ha fracasado su búsqueda de un ser humano ideal, protegido por un Dios-padre, y un mundo habitado por un hombre perfecto (o con imperfecciones lógicas pero subsanadas por Dios de inmediato, atento a cualquier accidente de su ser predilecto), y de que su lucha entre la fe y la duda que lo mantenía con esperanzas ha terminado en la complacencia de la mediocridad, lo mismo que su anhelos de eternidad individuales y colectivos. Por esta razón la segunda parte es más sustancial al ser la conclusión de todo un proceso donde expone su desencanto, cuyo dolor resultante hace que los versos sean más sentidos, si cabe, que los de la primera parte.
No obstante su estilo personal no sufre alteraciones por este adensamiento emotivo pues el poeta, aunque oscurece su expresión abatido por la angustia, consigue una expresión justa y verdadera, libre de artificialidad y repleta por el contrario de emoción natural y sentida porque, como dice José María Fernández Nieto[130] en la presentación de El secreto de los árboles: «La bondad extraordinaria -la poética y la otra- de Jesús Delgado Valhondo, le sobrevienen no solamente de ser así sino de pensar el mundo hondamente de haberlo conocido y vertido al poema».
La expresión se sustenta en dos recursos no exentos de originalidad: uno, el uso de frases sacadas de su experiencia cotidiana (ya citadas) y, otro, la adaptación de la expresión surrealista a la descripción de sus vivencias que no se hace extraña, porque concuerda con su desequilibrio anímico que lejos de nublar la expresión la aclara. Esto, que puede ser interpretado como una contradicción, es posible documentarlo sobre todo en los últimos poemas:
«Ala de sangre que vuela
de este lado para el otro, de este lado para el otro»[131].
Esta opinión también la sustenta Pedro Caba, al que este tipo de poesía en nuestro poeta le resultaba novísima sin dejar de ser personal. Aleixandre destaca el valor vivencial de este libro y lo interpreta como el resultado de la «emoción de un hombre puesto en trance de comunicarse»[132]. José Luis Cano insiste en estos valores, cuando le dice: «Un ‘secreto’ hondamente poético por su clara y sincera melodía»[133]. Lázaro Carreter advierte el cúmulo de cualidades humanas y poéticas que encierran estos versos, asegurando a Valhondo que «Ahora, has alcanzado la madurez, que sólo se logra así: con casta sencillez formal, y sentimientos auténticos, vividos, no tomados a préstamo»[134]. Y Dámaso Alonso redondea estas opiniones, expresando su aprecio por él y por su poesía: «Por su poesía tengo mucha estima. […] Mucho me gustaría que llegara Vd. al éxito nacional … mundial. […] le leeré siempre y siempre le tendré por excelente poeta y amigo en Mérida»[135].
La coincidencia en destacar la voz y la poesía personal de Jesús Delgado Valhondo se hace común como se puede observar en las críticas realizadas a El secreto de los árboles. Esto es un indicio que lleva a asegurar, una vez analizado detenidamente el libro, que el poeta se encuentra en la cumbre de su creación poética después de haber conseguido una personalidad lírica muy definida que es a la vez popular y culta, clásica y moderna, tradicional y renovadora.
La tradición se localiza en el empleo de versos cortos (pentasílabos, heptasílabos, octosílabos), estrofas (redondilla y quinteto) y poemas populares (romance). Y la renovación en el cambio a una expresión aparentemente más complicada y cerebral, el uso de metros y poemas extensos, el verso libre y el versículo y un fluir narrativo-descriptivo (donde no se elude la imagen alucinante ni la dura alusión a la realidad), que se acerca más a la poesía de los novísimos con la que temporalmente coincide que a la que venía elaborando hasta el momento.
Resulta significativo, que por estas fechas, encontremos en el epistolario de Valhondo cartas de Félix Grande y de José María Valverde, que en una de ellas le dice: «[De El secreto de los árboles] prefiero el final al principio, es decir, a medida que el verso toma más profundidad y más sabor de conversación, superada ya la primera fase de la ‘copla’ [Se refiere a la primera parte de la poesía de Valhondo]»[136].
Este cambio de rumbo expresivo se explica porque Jesús Delgado Valhondo venía notando un nuevo enfoque en la poesía desde agosto de 1962, fecha en la que arremete en un artículo periodístico contra esta nueva lírica por su oscuridad y falta de comunicación, aunque apreciaba de ella la búsqueda de nuevos caminos. Esta postura crítica (pero abierta) supone un deseo consciente de adaptación a las nuevas tendencias líricas sin perder en ningún momento la relación con la poesía más tradicional ni por supuesto alejarse de su estilo personal, que tenía como objetivo la creación de una lírica como comunicación primero y comunión después.
No obstante este cambio no supone una marcada alteración en su personalidad lírica, aunque sí en la lengua empleada pues ahora está construida a base de desgarros que sin embargo no obstaculiza la comunicación sino la favorece porque lo que pierde en claridad lo gana en emoción verdadera. Valhondo no estaba de acuerdo con la poesía oficial de la época por creerla falta de mensaje y por tanto de comunicación: «Hay bastante confusión entre oscuridad y misterio. Y esta confusión se ha ensañado en la poesía y con la poesía […]. Porque el poeta se da entero y vero o estamos los lectores de poesía de más. Hay que darse en comunicación, como dice Aleixandre, o en comunión, como dice Caba. Yo creo que la oscuridad se ha confundido con el misterio. […] El hombre no es oscuridad; es misterio vivo […]. Si el hombre no tuviese misterios que lo alimentasen […] moriría de aburrimiento y de hambre. […] La oscuridad carece de mensaje. El misterio es, constantemente, mensaje»[137].
Y aunque Valhondo oscurece la expresión no pierde sus deseos de comunicación y de comunión, que compensa con el uso de expresiones extraídas de la realidad sin olvidar su eficacia lírica («Se cerró la calle. / El muro / se alzó sobre lo vivido»[138]). Así se puede observar cómo traduce expresiones surrealistas con imágenes comunes fáciles de interpretar («Hay quien come muertos o los borra del mapa»[139]). De tal forma que se renueva adaptándose a la tendencia del momento sin apartarse de su arraigo a la tradición tanto popular como culta ni de su línea personal e independiente.
Sin embargo se encuentran ecos de Machado («Te diré que en el alma tengo una aguda espina / y que no logro nunca el poderla arrancar»[140]); de Dámaso Alonso en el poema «Calle de los vivos muertos», cuando dice: «En esta calle viven cuarenta y tres mil muertos», que recuerda el primer verso de Hijos de la ira: «Madrid es una ciudad de un millón / de cadáveres», y de Lorca en el poema «Las siete de la tarde», pues remite a la angustia de una hora exacta en «Llanto por la muerte de Ignacio Sánchez Megías», donde el poeta granadino insiste en el significado de las cinco de la tarde cuando comenzó a fraguarse la tragedia del torero. También el tono empleado suena en algún momento al de la poesía existencial desarraigada y a veces a la del realismo social (especialmente a Blas de Otero), aunque la poesía de Valhondo nunca pierde en esos contados momentos su sabor personal:
«Después, cualquiera sabe lo que viene
después, en una lápida de mármol
o en oscura pizarra (esto es lo mismo),
bajo un ciprés o en la raíz de un cardo,
junto a un rosal, escrito a hierro y fuego,
debe poner, si el mundo piensa en algo:
aquí yace un señor que se murió de nada:
hombre mediocre que se murió de asco»[141].
Más clara es la influencia de la poesía de los novísimos en la forma narrativo-descriptiva adoptada en los poemas extensos y sobre todo en los escritos en versículos, pero esto más que influencia podría interpretarse como una adaptación a la poesía renovadora de los años 60, que lo atrajo quizás por lo que significaba de superación de la poesía social, debido al antiguo interés que Valhondo sentía por estar atento a las innovaciones líricas que se producían en el panorama poético español.
En cuanto a las imágenes utilizadas destacan las de contenido concordante con su estado angustioso y de rabia contenida ante su impotencia:
«de echar el alma a los dientes
del primer perro que pase»[142].
«La sangre en el corazón
luchando por escaparse»[143].
«Hay quien se come muertos o los borra del mapa»[144].
«Me sembré, me deshice, estuve oculto
a golpe de azadón, a lluvia y tiempo»[145].
«Árboles puestos de pie
en la orilla de la sangre»[146].
«Ando sobre montones de preguntas»[147].
«Hay un salón de sangre»[148].
Metáforas, entre las que destacan las citadas del poema «Tierra y amor para el olvido» con las que trasmite su trágica concepción del hombre, la ciudad, el mundo, la tierra, la cima y el amor.
Símiles con los que quiere explicar vivencias altamente angustiosas de un modo lírico: «cierran / sus puertas esos hombres / como si fuesen páginas / del libro de sus días»[149]. «sombras / algunas llenas de nostalgia / como novela que velar»[150].
Anáforas indicativas de su angustia y desencanto: «tanto como a borrachos, / tanto como a la ahogada, tanto como al absurdo»[151]. «Como canta el campo. Como / suena la yerba»[152].
Supresión del pronombre personal de primera persona, que hace más cercano e implicador lo que cuenta: «Se hizo … Me sembré, me deshice … estuve … Dormí … Soñé … Dejé … Estaba a gusto … Era …»[153].
Encabalgamientos con los que indica su desconcierto: «Lobos / del amor», «puertas de sangre / de par en par», «Hombre de soledad / que pasa silencioso» «el prologuista del responso / que llama al vino mar»[154].
Paradojas que muestran sus continuas contradicciones ante una realidad enigmática que no entiende: «Si muero es porque vivo»[155].
Vacilaciones propias de su estado emocional inseguro: «Manos que van y que vienen»[156]. «sombras / unas vienen y otras van»[157]. «Ver lo que viene y lo que pasa»[158].
Prosaísmo cuando su ímpetu anímico lo obliga a salirse de las limitaciones del verso: «A veces la tierra es dura y nos duele en las entrañas / hecha monte de agonía cuya cumbre ya se sabe / adónde nos va a llevar»[159].
Uso abundante de admiraciones y paréntesis, que muestran el asombro del poeta ante una realidad que se le hace inverosímil y expone pensando en voz alta: «Consumiendo luz a gotas / le debo al viento la sangre. / (¡Cuántos sueños van nadando / en nuestro recuerdo, mares!)»[160].
El secreto de los árboles, a pesar de la aparente contradicción existente entre el desequilibrio espiritual que contiene y la adaptación a la nueva corriente poética predominante en el panorama de la lírica nacional, es un libro de madurez situado en el cénit de la obra poética de Jesús Delgado Valhondo con una importancia capital pues anuncia y plantea Un árbol solo y contiene el germen de su último libro, Huir, que escribiría veintinueve años después.
El libro analizado expone por tanto la concepción global y coherente que Valhondo tenía de su obra lírica; un ejemplo de adaptación a la realidad lírica, que presenta a un poeta no anquilosado ajustándose a los cambios sin trauma alguno. Además es el punto de inflexión de su obra poética donde adapta la novedosa técnica del momento a su nuevo estado emocional que ahora le es imposible expresar con los recursos propios de la lírica tradicional y menos con la rigidez que le impone su forma disciplinada.
¿DÓNDE PONEMOS LOS ASOMBROS? (1969)
Este libro es un doloroso recorrido mental de Jesús Delgado Valhondo por la biografía de su espíritu, que se encuentra sumido en la desesperanza y la soledad producidas por la experiencia negativa de La montaña, cuyas consecuencias ha expuesto estremecedoramente en Aurora. Amor. Domingo y El secreto de los árboles.
Por tanto ¿Dónde ponemos los asombros? es el resultado de sus libros anteriores, donde se detecta una profunda desorientación y un desgarrador desencanto. El poeta ha perdido el punto de referencia que suponía Dios; la realidad lo arrastra a convertir en un mediocre sin anhelos y sin albedrío y sus semejantes no tienen intención de colaborar en la búsqueda de soluciones a sus problemas trascendentales. Como consecuencia debe sortear los obstáculos de la existencia en la más absoluta soledad, sin nadie a quien contarle sus asombros y sin posibilidad alguna de resolver sus fracasos:
«Un mal trago
para beberlo sólo
y sólo pasearlo»[161].
De ahí la pregunta angustiada del título que cuenta la soledad en que se halla el poeta y el vacío espiritual en el que naufraga lleno de dudas porque, sin Dios y sin esperanza, esos asombros que eran la esencia del descubrimiento constante del mundo y de sus deseos de vivir; esa capacidad de sorprenderse día a día hallando palabras, hechos, lugares y sensaciones nuevas, ¿qué sentido tienen ahora? ¿a quién, desde este momento, puede hacer partícipe de sus asombros para alegrarse con él? o ¿a quién le transmitirá sus fracasos para consolarse si la melancolía y la tristeza han destruido su posibilidad de superar su avidez por descubrir un mundo esperanzado y Dios no quiere participar de sus ilusiones y quimeras? Entonces ¿de qué le sirven los asombros si no tiene la ilusión de descubrir lo desconocido? o ¿cómo supera sus fracasos, si no existe nadie que lo consuele y lo oriente?:
«¿A quién contamos los asombros?
¿Dónde ponemos los asombros?
¿A quién que mañana es domingo
y no lo sepa?»[162].
El origen de ¿Dónde ponemos los asombros? se halla en el poema «Dorada mediocridad» de El secreto de los árboles, donde el poeta comprueba definitivamente que la realidad hace al hombre un ser mediocre y conformista, que no debe preguntarse nada pues su papel en el gran teatro del mundo («Debe de haber un día / que no tenga escenario / ni nosotros caretas / de risas de payaso»[163]) es aceptar todo sin anhelos de eternidad ni deseos de ser independientes («un futuro donde todos / nos sintamos mejor y, desde luego, hombres»[164]), un pobre espiritual en definitiva porque ya no abriga en su ánimo la esperanza en Dios que hasta el momento era el sostén de su inestable conciencia espiritual:
«Ha perdido lo que tenía:
aquella antigua y buena fe»[165]
Por esta razón ahora el poeta camina desorientado (no tiene norte) y vive sólo por vivir («Donde se gana el llanto el desdichado hombre / que navega en la calle bajo cualquier asunto / de religión sonámbula y solitarias cuentas / para vivir tirando como bestia del mundo»[166]), una vez que se han disipado sus sueños de alcanzar a Dios y conseguir un mundo más humano y justo como antes cuando «Posiblemente estuve soñando que soñaba»[167].
En esta irónica situación de mediocridad el poeta se debate entre el desencanto y la esperanza («Para el asombro nuestro / para nuestro descanso / debe haber un día / que no hemos estrenado»[168]) en unos vaivenes que no sólo se observan en el contenido, sino también en la forma (mezcla de versos y poemas regulares y libres), en la expresión (unas veces directa y transparente y otras de difícil comprensión) o en su espíritu que unas veces recuerda, otras siente una rebelde ironía y la mayoría de las veces una profunda tristeza. Estas vacilaciones emocionales vienen provocadas por el agotamiento sentido en la lucha que mantiene consigo mismo, intentando desentrañar los misterios indescifrables:
«y, ahora, cara al muro, en otra vida extraña
soy la sombra pisada de aquella rama huida»[169].
Así no es extraño que se hallen abundantes expresiones vulgares con las que el poeta muestra un desinterés por los temas que antes le preocupaban sobremanera («Se nos pasó de rosca el tiempo»[170]. «Hay quien se encoge de hombros / importándole un bledo»[171]. «Pecado capital de tomo y lomo»[172]…) junto a poemas de marcado tinte surrealista:
«Unos ojos vigilan tras las persianas de tigres,
pasos de ramas secas, olor de hojas quemadas,
una mujer tendida en la pradera verde
busca un limón perdido entre siesta y cigarra»[173].
Estas frases aparentemente incomprensibles son producto de las vacilaciones propias de un espíritu atormentado, cuya existencia es una pura casualidad porque es el «cuento / hermoso del milagro / que hacemos cada día / sin querer ni pensarlo»[174], y resultado, por tanto, de un enigmático determinismo porque no se le pide opinión al ser humano, protagonista de la vida, ni se le hace partícipe de la evolución de su propia existencia considerándolo independiente y libre.
A pesar de todo se nota en este libro un tono más lineal y contundente y una angustia más uniforme que en el libro anterior. Esto se debe a que el poeta llega a un punto donde no tiene más remedio que convencerse de la realidad, apaciguarse y reordenar sus ideas partiendo de un hecho constatado: la vida es así y él no tiene capacidad para cambiarla. El único remedio es la resignación que él entiende (y esto es lo que más le duele) como mediocridad, pues de nada le sirven las lamentaciones, de nada la angustia, de nada las palabras:
«Las palabras se nos quedaron
hechas estropajo entre los dientes»[175].
En esta situación sólo le queda el triste soporte espiritual de la melancolía y de la nostalgia, a las que recurre para iniciar una búsqueda del tiempo perdido intentando rescatar el pasado a través de sus recuerdos. Pero tampoco calma su tristeza este recurso, porque sus vivencias se encuentran demasiado lejanas para poder rescatarlas con la nitidez que desea:
«Ando buscando un niño en mi desvelo
[…] No lo encuentro en mi calle y estoy seguro
de que está todavía»[176].
o bien porque se da cuenta de que el tiempo perdido es irrecuperable:
«Hemos perdido tanta vida
a generosas manos llenas
que locos andamos preguntando
si alguien lo tiene la devuelva»[177].
aunque le queda la esperanza de recuperarlo algún día, pensando que sólo se trata de un momento de desorientación pasajera tras el cual hallará de nuevo el camino para llegar a Dios:
«Pero aún nos queda la esperanza,
como a una nube de tormenta
que al descargar en pleno campo
hace la tierra más ligera,
poder hallarlo alguna vez
como el árbol, la primavera»[178].
Esta vuelta al pasado es una reacción lógica en alguien que no está de acuerdo con el presente y busca como solución evadirse en el tiempo en una postura, que remite a los románticos, siempre insatisfechos del presente, siempre angustiados en la frontera entre el idealismo y la realidad.
Así en el poema «Términos medios»[179] se plasma uno de los vaivenes espirituales de su corazón apasionado que, como no acepta su situación, reacciona e incita a los demás a ser conscientes de la realidad, para que remuevan sus conciencias y mediten sobre su lamentable condición de hombres y sobre la tragedia de la vida:
«No vale ignorar que nacimos hombres
que no querer saberlo
es cruzarse de brazos y palabras
en la tragedia que está viendo»[180].
A la vez, critica contundentemente la pasividad humana del hombre común («Todos vuelven la espalda») y de los que se aprovechan de su desamparo, justificándose en Dios («El mundo es de unos cuantos / […] / que aseguran tener / a Dios de su parte y su cuento»). Este ataque es una muestra de que el poeta se resiste a ser un apático sin dignidad, a pesar de que ya no se encuentra fortalecido anímicamente por Dios, y a estar dominado por otros en un mundo que se le hace insoportable porque ha perdido el valor del espíritu:
«De cualquier modo que lo mires
ir arrastrando sentimientos
es vivir de mala manera
sin paz, sin luz y sin remedio»[181].
Y el ser humano, que debía ser el más interesado en desvelar los misterios que lo acucian, se desentiende poniendo como justificación la falta de tiempo para ocuparse de los temas trascendentes y en cambio lo pierde en asuntos sin valor espiritual arrastrados por la sociedad del progreso deshumanizado:
«Todos vuelven la espalda.
Ponen en marcha el tiempo.
Dicen: ‘la vida que llevamos
no es para más ni para menos’ «[182].
En este punto se observa cómo el poeta pasa de nuevo de la postura pasiva de la poesía de la comunicación, a la activa de la lírica de la comunión; del existencialismo fatalista a la dignificante preocupación social, es decir, del yo al nosotros buscando una reacción colectiva ante el problema de identidad del ser humano, pues se da cuenta de que este escollo no es sólo suyo sino también de los demás, seres indefensos, solitarios y desorientados que como él deben aclarar su lamentable situación:
«¡Oh[183] milagros al canto
o a nadie escucharemos!
Las cosas en su punto
ya no hay término medio»[184].
Como el poeta no se resigna a aceptar la realidad, continúa su búsqueda de respuestas y se convence de que el sacrificio realizado por el ser humano con soportar el tiempo y la lucha que mantiene por buscar a Dios debe tener como recompensa la eternidad («Esperamos que un día nos deshaga la luz. / Y ponga en libertad nuestras ansias de tiempo, / nuestras horas ganadas en buena lid un día»[185]). Esta esperanza en obtener algo positivo de su dolorosa existencia lo lleva a rechazar la debilidad de su fe anterior frente al ejemplo de Sócrates, persona de fuertes convicciones, cuya impasibilidad ante la muerte hizo que su gesto llegara al presente, venciendo el tiempo y ganando la inmortalidad:
«Hoy las hojas están llenas
de saber, sólo se inmuta
la planta cuando conmuta
veneno gris por un nombre
y Sócrates es hecho hombre
soñado de la cicuta»[186].
No obstante esta fuerza moral pronto se disipa y el poeta sufre otro vaivén espiritual que lo lleva a la melancolía en el poema «Algo olvidado y oscuro»[187], donde realiza un recorrido por el paisaje de su geografía humana usando la metáfora del árbol. El resultado es descorazonador: primero fue un «árbol de montaña lejana / […] cuyo vértigo en la raíz estaba», después «simple tronco rodando amarga vida» y ahora es «sombra pisada de aquella rama huida». Una descripción significativa que marca los tres momentos claves de su existencia espiritual y por extensión de su obra lírica: en un principio, anhelante a pesar de su soledad; posteriormente, decepcionado por la realidad vivida y, por último, abatido por el abandono en que se encuentra. Es decir, la diferencia es patente para su mal pues, a pesar de que reconoce no haber sido nunca un hombre pleno, ahora está seguro de que es una sombra de lo que fue, postración humillante que vaga sin rumbo por un mundo sin sentido:
«Donde se gana el llanto el desdichado hombre
que navega en la calle bajo cualquier asunto
de religión sonámbula y solitarias cuentas
para vivir tirando como bestia del mundo»[188].
Esta valoración negativa de su existencia lleva al poeta a exponer su desencanto vital en «Calle de la nada»[189], donde indica ya desde el título su concepción de la vida (calle) que, ahora para él, no tiene valor alguno porque, desenraizado de la tierra y perdida la esperanza en Dios, ha quedado vacío y su esperanza de encontrar apoyo en los otros le ha producido más insatisfacción, al comprobar que son seres tan insignificantes y vulnerables como él y que todos sobreviven como pueden en un mundo sin sentido, abandonados a su suerte, desorientados y solos:
«En esta calle de la nada solos
nos quedamos para siempre jamás.
Sin raíz y sin cielo […]
Nadie nos escucha […]
por donde no se va a ninguna plaza,
a ningún sitio que sepamos».
Perdido el horizonte de la esperanza, el poeta se encuentra desencantado sin la ilusión de la inmortalidad y por tanto sin capacidad de rearmarse moralmente, pues Dios no escucha, las palabras no sirven, el camino de la vida no lleva a ninguna parte, los otros son seres imperfectos o apáticos o insolidarios: «Uno ha sufrido tanto que lo que te queda es una mezcla de tristeza, melancolía, ironía y sonrisa interior. Sales a deshacer entuertos y vuelves como don Quijote, molido a palos»[190].
Esta triste opinión de su propia naturaleza lo arrastra a sentir una acentuada desorientación y a concebir al género humano como un conjunto de seres acosados por la vida, la finitud, la predestinación y el tiempo que sin el auxilio divino se hallan a merced de otros que se aprovechan de su indefensión:
«Somos una copa de vino
puesta en la mesa del milagro
para el primero que nos vea
y quisiera tomarse un trago»[191].
El resultado de esta paulatina degradación es la conversión del hombre en pobre espiritual y como consecuencia en voluntad sumisa. Así al perder a Dios el ser humano se encuentra en manos de las circunstancias y de los enigmas de la realidad «como se pierde una moneda / que va rodando en los por qué»[192] igual que el poeta, un pobre espiritual más sin esperanza de inmortalidad y sujeto en la vida cotidiana a ser siervo de unos cuantos:
«Pobre de espíritu que trabaja
para que otros vivan bien»[193].
Esta forma tan desolada que tiene el poeta de definir la condición humana es el resultado de su desencanto ante la falta de respuestas de Dios y la insatisfacción producida por el peso de la existencia. Y es aquí donde se hace necesario advertir que la pregunta del título (¿Dónde ponemos los asombros?) está en plural porque el poeta no habla por sí solo sino también por los demás, que se encuentran tan desorientados y sorprendidos como él ante la tragedia colectiva de la que son protagonistas a su pesar:
«No es que padezca yo contigo
es que me pasa a mí también
y no hay remedio a nuestros males
ni volveremos a nacer»[194].
La decepción culmina en el último poema de la primera parte del libro, «La catedral»[195], cuyo contenido denuncia el alto grado de desencanto al que llega el poeta, pues antes este lugar sagrado le sugería múltiples sensaciones positivas[196] y ahora es un lugar aburrido y triste, pura ironía de lo que fue cuando tenía sus esperanzas intactas. La razón de este cambio de actitud se debe a que la catedral ha perdido la espiritualidad que la hacía un lugar lleno de riqueza para el alma cuando Dios lo habitaba:
«El órgano despierta a cinco viejas
y se asustan los sueños y los ángeles.
Suspira una beata y se confiesa
el tiempo que no supo enamorarse».
Tal desencanto induce al poeta a tener una visión crítica («Bostezan los canónigos, obispo, / en sociedad de cantos y balances»), irónica («Un tiempo mueble de sepulcros reza / responso y letanía en los altares») e incluso irreverente («Se irrita un sacristán, se duerme un cura, / se aburre un santo de su misma imagen, / se preguntan los muertos cuatro cosas:»), recogida en pinceladas plásticas de efecto demoledor, que producen una burla maliciosa y deformadora próxima al esperpento de Valle Inclán, conocido por Valhondo en sus primeras lecturas.
Este ataque directo a la institución eclesiástica es una muestra de que el poeta no se resigna a ser un mediocre sin voluntad y, una vez pasada la crisis aguda en la que estuvo a punto de caer en el abandono total, acepta de nuevo su compromiso de ser consciente y critica con valentía a esa organización obsoleta que no cumple con su objetivo espiritual de ser intermediaria entre Dios y los seres humanos:
«Miles de ratas, en la sacristía
del más allá, royendo se deshacen
en busca de un infierno de ironía
en trapos sucios de cloaca y hambre»[197].
El libro está formalmente dividido en dos partes con once poemas cada una. Este dato resulta un hecho significativo porque, a pesar de la desorientación detectada en el poeta, se comprueba que no debe de haber perdido el control de sus actos cuando nos muestra el libro con sus partes equilibradas. Por esta razón el desequilibrio emocional hallado en el libro no influye en su creación y el poeta tiene en todo momento conciencia de lo que escribe y de cómo lo expresa sin verse influido negativamente por sus emociones.
Además entre una y otra parte existe una diferencia de tono por el aumento de la tensión dramática que ya veníamos detectando en la primera. Así, en la segunda parte a la par que la expresión se hace más enrevesada aumenta el grado de desencanto, debido a que el poeta cada vez más confundido comprueba que:
1º)El recuerdo no es solución a su nostalgia porque el tiempo perdido no lo puede recuperar: «Tiempo encerrado entre paredes / que se le da la libertad / del pájaro. Ya no puedo alcanzarlo. / Soy como un niño sin juguetes»[198]. Y además tiene la sensación de que su obcecación anterior por la soledad y el silencio es lo que lo ha llevado a perder el tiempo, al ocuparse más de resolver sus dudas existenciales que de vivir y sin embargo no haber logrado descifrar siquiera el misterio del hombre («Aún me queda que descifrar el hombre / de última paz y de misterio»[199]) ni atender a sus seres queridos en vida, a los que ahora muertos no puede rescatar:
«y sólo he conseguido en un camino incierto
un tiempo de recuerdos donde no habita nadie»[200].
2º)Dios, al que antes podía hablar en la soledad y el silencio de la noche, ahora está dormido y él se encuentra sumido en una noche oscura del alma, recordando nostálgicamente aquel tiempo en que lograba conectar con Él (al menos unidireccionalmente):
«Se duerme Dios en la noche,
[…]
bebiendo no sé qué tiempo
de catedral de horas íntimas»[201].
Aunque, como hace notar Rafael Morales, «no es [Delgado Valhondo] un poeta ingenuamente optimista», porque su esperanza tiene muchas reservas: «Sabe muy bien que el mundo es duro y que la farsa es dramática, que los hombres estamos desterrados en un valle de lágrimas y que representamos calderonianamente nuestro papel, a veces, con risa de payaso»[202].
Así, ante esta realidad que no le gusta, el poeta se espiritualiza, camina de puntillas intentando no verse influido por ella y se refugia en el sueño:
«me diluyo en tu carne.
O me pierdo en el sueño de la calle que cruzo»[203].
Pero enseguida reacciona porque quiere estar despierto no alienado por el sueño y vuelve a la realidad con un acento social de preocupación y ternura por un ser desvalido «El loco»[204], ejemplo de ser humano en el que los demás suelen descargar su hipocresía, sus propias culpas y su maldad innata:
«Confesaremos para estar tranquilos
y pasar por la vida carne y cómodos
hay que echarle la culpa a quien se pueda
y torearle a salario y modo»[205].
Entonces el poeta se da cuenta de que se ha preocupado en exceso por sí mismo y se ha olvidado de este ser necesitado de su solidaridad («Nosotros siempre al margen de las cosas. / Nada supimos, en verdad, nosotros»[206]) y de que como poeta debe realizar su función social de denuncia («Alguien como el poeta ha de encargarse / de sacudir con su plumero el polvo») y crítica de esa falsa actuación humana que lo margina o lo explota:
«A lo mejor los buenos lo recluyen
o lo clavan en cruz como a aquél otro.
En la cruz del andamio o del pupitre,
del barrio de absorción lejano y solo».
Esta rabia interior es la que lo lleva a reflexionar sobre el cambio tan radical que ha experimentado su personalidad, antes esperanzada y ahora apática y llena de dudas («¿Soy sabiendo quien soy, y que no quiero nada, / el que pidiese a gritos algo que me faltaba?[207]), que justificará con el citado «posiblemente estuve soñando que soñaba».
Sin embargo esa posibilidad tampoco lo calma y se encuentra en una situación de vaciedad espiritual, porque el tiempo lo ha convencido de que sus intensísimas y sempiternas preocupaciones trascendentes no han valido más que para olvidarse de todo lo demás, y no sólo ha fracasado en su búsqueda de armonía espiritual sino también en su relación humana con sus semejantes, empezando por sus seres queridos a los que intenta rescatar del pasado pero no los halla:
«Una historia nos hace y nos nace un fantasma
que nos llena la sangre de una inmensa nostalgia»[208].
De ahí, que ahora fracasado y solo la muerte sea el único punto de referencia en su horizonte y vuelva a realizar un ejercicio de adaptación pensando en el momento de la suya (no es la primera vez) para habituarse a él irónicamente («He de reírme mucho»[209]) o dulcificándolo con la idea de que ese paso preocupante es un descanso:
«He de echarme a morir
haciéndome una casa de paz
y de ternura»[210]
.
De todas formas no fue Jesús Delgado Valhondo un ser humano capaz de encajar este momento tan fácilmente, ni tampoco de eludir la realidad por mucho que tratara de autoconvencerse de que debía aceptarla. Por este motivo termina el libro con un repaso retrospectivo de su vida, antes llena de angustia pero esperanzada y ahora vacía y sin anhelos de ver a Dios («Y me saqué del alma cuanto conmigo estuvo: vida que me crecía para llegar a verte»[211]) en aquel amanecer donde se sentía vivo entre los demás:
«Dios me miró
-¡Ay, yo bien que lo veía!-
y desperté contento
para sentirme vivo
entre vosotros»[212].
Y sin el soporte de la naturaleza, su aliada en la búsqueda de la divinidad que ahora es una «Selva virgen»[213], naturaleza desordenada sin la presencia divina («Hay en el cielo un campo lleno de flores rotas, / de atardeceres muertos y de llaves en llamas») a través de la cual no puede reiniciar el camino a Dios, aunque a su nostalgia llegan aromas de aquélla más gratificante de Hojas húmedas y verdes:
«Hay gozos que desprende el bosque […]
por donde viene altiva la muchacha del mundo
mordiendo alegremente la tarde y la manzana».
Las vacilaciones espirituales detectadas en el contenido se hacen también patentes en la forma. Así llama la atención la variedad de versos empleados: octosílabos («La cicuta», «Dios en la noche»); eneasílabos («La cuerda del reloj» y «Pobre espiritual»); endecasílabos («Buscando mi infancia en la ciudad donde nací», «Calle de la nada» y «El loco») y alejandrinos («Algo olvidado y oscuro», «El fantasma», «Anécdota» y «Selva virgen»). Lo mismo sucede con la variedad de las combinaciones métricas que aparecen a lo largo del libro: heptasílabos + eneasílabos («Asombros»); heptasílabos + eneasílabos + endecasílabos («Términos medios» y «Dentro del alma vivo al hombre»); tetrasílabos + heptasílabos + endecasílabos («La novela»); heptasílabos + alejandrinos («Figura») y pentasílabos + heptasílabos + endecasílabos («Cualquier día sucederá»). Incluso se dan mezclas un tanto sorprendentes: en la primera parte de «Tiempo perdido», octosílabos + eneasílabos + decasílabo y en la segunda eneasílabos + un heptasílabo. En «Final del camino» se combinan versos compuestos de 12, 13 y 14 sílabas.
A pesar del desequilibrio formal en más ocasiones de las que pudieran parecer en un primer análisis, se hallan estrofas y poemas: serventesios («Algo olvidado y oscuro» y «Final del camino»); cuaderna vía («El fantasma») y décima («La cicuta»). Y romances, que de nuevo vuelven a predominar -diez de los veintidós poemas del libro- («Asombros», «Tiempo perdido», «Términos medios», «La cuerda del reloj», «Pobre espiritual», «Catedral», «El loco», «Dios en la noche», «Dentro del alma vivo al hombre» y «Selva virgen») y soneto («Buscando mi infancia …»).
Sin embargo esta disciplina que parece haberse impuesto el poeta es sólo aparente, pues existen poemas que sólo son regulares en la métrica («Porque somos de tiempo», «Calle de la nada») o varios romances con la rima asonante en los pares pero escritos en dos metros o tres metros («Asombros», «Términos medios» y «Dentro del alma vivo al hombre»). O introducen la marca de la independencia y rebeldía de Valhondo, ya detectada en libros anteriores, cambiando la rima en la segunda parte del poema («Tiempo perdido»); introduciendo versos heptasílabos entre los eneasílabos («La cuerda del reloj») o un pentasílabo, un hexasílabo, un octosílabo y un eneasílabo en una composición extensa en endecasílabos («Catedral»); sustituyendo la rima consonante por la asonante («El fantasma») o construyendo los poemas con versos blancos («Porque somos de tiempo», «Calle de la nada», «La novela» y «Figura») o en versículos («Cualquier día sucederá» y «Comunión»).
Por otra parte se detecta que el poeta mezcla las estrofas y poemas cuya distribución formal es regular con los que no la tienen. Quizás esto se deba a que su desorientación le produce vaivenes emocionales que lo llevan desde el presente al pasado y viceversa, explicando de esta manera su angustioso caos anímico con la variedad en la forma.
También se nota que en la primera parte existe un mayor número de romances (seis) que en la segunda (cuatro) y que en ésta hay más poemas libres (cuatro) que en aquélla (dos). Por tanto se deduce que Valhondo sin desentenderse de la tradición comienza a acercarse a la modernidad en un intento por adecuar la forma no sólo a la nueva corriente lírica del momento, sino también a su nuevo estado espiritual que necesita ahora de una mayor libertad para expresar sus hondos y dramáticos pesares.
Además estas alteraciones formales también se observan en la linealidad de la estructura interna del discurrir del libro, pues sufre en varias ocasiones saltos mentales atrás y adelante, porque Valhondo en ¿Dónde ponemos los asombros? no es un poeta cerebral, sino que se deja arrastrar por impulsos anímicos y sentimentales procedentes de la urgencia del que necesita transmitirlos y rara vez por la disciplina del que se pone de hecho a escribir versos y a fingir una seguridad que no tiene.
Esto indica que de nuevo el poeta ha tenido un interés relativo por la métrica y la rima y ha estado más atento al contenido que ha encasillarlo en metros y combinaciones regulares. Muestra por tanto de la espontaneidad propia de un poeta más interesado en decir que en cómo decirlo, al que le importa más que la expresión sólo quede pinzada por una leve rima y una métrica que no lo aprisione en un ritmo determinado y repetitivo para no verse obligado a decir en determinados momentos algo distinto de lo que realmente deseaba: «Me gusta tu poesía, porque vas a decir lo que tienes dentro sin importarte mucho el darle colorido»[214].
No obstante esta simplicidad formal, desnuda de retórica, a César Aller le parece que es el resultado de que el poeta retoque poco los poemas, aunque también reconoce que esa confianza expresiva del emotivo Valhondo le permite que lo conozca sin haberlo visto nunca. Esta opinión supone un reconocimiento implícito de su autenticidad, cuya existencia está fuera de toda duda pues, si en algún momento pierde calidad por su ímpetu espontáneo lo gana en intensidad lírica por su verdad.
Es cierto, Jesús Delgado Valhondo, en ¿Dónde ponemos los asombros? retóricamente se muestra más desnudo que en sus libros anteriores por dos razones:
1)Han desaparecido los balbuceos y las incertidumbres precedentes de sus momentos de duda que lo hacían utilizar frecuentemente la anáfora, el asíndeton, el polisíndeton, el encabalgamiento, la interrogación y la exclamación para indicar su desconcierto.
2)Perdido definitivamente Dios, deja de contenerse en la expresión y da largas a sus sentimientos sin mucho interés en dominarlos como muestra en los poemas extensos tanto en la medida de los versos como en su número.
Además el estilo contenido, suave, cálido de sus primeros libros (que empieza a modificarse a partir de La montaña) es sustituido en ¿Dónde ponemos los asombros? por un tono contundente (en ocasiones irónicamente arrasador), cuyos límites únicamente lo marcan el encasillamiento en versos medidos que más de lo que es frecuente en él se desbordan en composiciones libres y en ruptura o alteraciones de la métrica o de la rima en poemas tradicionales, como resultado de la rabia interior que siente al constatar la realidad inmutable que lo convence del abandono de Dios y de su soledad.
También se detecta un mayor uso de la ironía y un aumento del empleo de frases vulgares, que indican la decepción total del poeta que incluso ahora no tiene mucho interés por cuidar su estilo, como queriendo mostrar el grado de desencanto al que ha llegado y una explicación de su tono agrio, que no es el que había hecho personal en sus libros anteriores:
«Todos tendrán razón.
Hasta aquél que me ponga
como un trapo de pobre»[215].
De ahí que parezca que sus versos estén desnudos de retórica pero, si se analiza la expresión, se detecta que se encuentra repleta de recursos literarios que afectan no a la forma, que sigue siendo natural y con bastantes momentos espontáneos, sino al contenido y aún más al tono irónico (a veces mordaz) que provoca en el poeta su desorientación y su amargura convertida, unas veces, en rabia contenida y, otras, en arrebatadora ironía:
«Descargaremos nuestra voz-conciencia
en el portal de los despojos,
acusando a pájaros y laureles
y al hombre tal de los responsos»[216].
Así hay en todo el libro abundantes símiles que indican su soledad («como perro perdido en noche fría / sin amo, sin cobijo, sin consuelo»[217]), su desamparo («puse las manos sobre el día / se me quedó como la nieve»[218]), su obsesión por la muerte («[…] esta calle […] larga como la muerte en el camino»[219]), sus dudas («como se pierde una moneda / que va rodando en los por qué»[220]) y sus intranquilidades («y le vibra en la mente como si fuese un arpa»[221]).
Metáforas con las que describe su triste estado emocional, intentando calmarse y a la vez lanzar una petición desesperada de auxilio: «Porque somos la tierra […] / Porque somos el paso […] / Porque somos un tiempo […]» [222]. «La cicuta […] / era una serpiente fría / entre calientes arenas»[223]. «Primero fui […] árbol de una montaña / […] simple tronco […] y ahora soy la sombra pisada»[224]. «somos una copa de vino / puesta en la mesa del milagro»[225]. «[Catedral] Mar sacado del fondo de la luz, / flor de noria […]. / Hueco del caracol, murmullo lento / […] / Piedra que llora siglos»[226].
Interrogaciones, que muestran las múltiples dudas surgidas de su desamparo: «¿No habrá quién nos aguante / para pasar un rato / bebiendo con nosotros / canciones, vino y llanto?[227]. «¿Soy, sabiendo quién soy, y que no quiero nada, / el que pidiese a gritos algo que me faltaba? / […]»[228]. «¿Qué color la montaña tendrá ahora? / ¿Quién en la cima de rodillas reza? / ¿A qué mar llegará quien a ningún sitio se dirige?»[229].
Exclamaciones que indican la acentuación de su angustia: «¡Oh milagro al canto / o a nadie escucharemos!»[230]. «¡Cualquiera sabe quién vendrá[.] / Ni quién será amo del llanto[¡]»[231]. «-¡tiene que suceder forzosamente!-«[232]. «-¡qué profundo el pesar!-«[233]. «Dios me miró / -¡Ay, yo bien que lo veía!»[234].
Frases colocadas entre comillas para dar mayor énfasis a su contenido: » ‘Una palabra a tiempo’ «[235]. » ‘Buscamos tiempo que perdimos / en no sabemos qué contiendas’ «[236].
Paréntesis que recogen sus reflexiones en voz alta: «(Nos dijeron, como a hombre: / ‘barajar y paciencia’. / Y barajamos nuestras cartas / y nos sentamos a la puerta)»[237]. «(Que no andamos, anda el camino. / Huimos para quedarnos) / […] / (Yo le doy cuerda a mi reloj / todas las noches en mi cuarto).»[238]. «(El aullido / se hace serpiente interminable). / […] / (Pusieron en el centro santo y seña / y en las vidrieras la invención del aire) / […] / (Aunque anochece, corazón, temprano, / debe de haber aún sol en muchos árboles).»[239].
Anáforas y estructuras anafóricas que insisten en acciones penosas para su ánimo: «Ando buscando […] / Ando por los recuerdos […]»[240]. «Porque somos la tierra […] / Porque somos el paso […] / Porque somos un tiempo […]»[241]. «Por la luz sin figura yo canto de alegría. / Por la sonrisa clara, yo canto de alegría»[242]. «Debía haber llegado al final […] / Debía haber llegado a ganar […] / Debía haber llegado al final […]»[243]. «vida que me crecía […] / Vida que me manaba […]»[244]. O polisíndetos: «y, después, […] / y, ahora, […]»[245].
Hipérbatos que destacan determinadas circunstancias al comienzo del verso: La soledad del ser humano («En esta calle de la nada solos / nos quedamos para siempre jamás»[246]) o su doble personalidad (Una de ellas, falsa): «Mientras va desnudándose de tanta piel inútil / y de tanto secreto que en la lluvia guardara / hay un temblor de tarde que amortaja el concierto»[247].
Estos recursos indican el estado espiritual de desorientación y desesperanza en que se encuentra el poeta y que lo llevan, conforme crece gradualmente su angustia, a aumentar la dureza de las imágenes en cuanto a la expresión y al significado, que llegan a convertirse en auténticas alucinaciones cuando el poeta pierde el control de la intensidad de su discurso, aunque nunca su control mental:
«Hay en el cielo un campo lleno de flores rotas,
de atardeceres muertos y de llaves en llamas»[248].
Sin embargo a pesar del oscurecimiento observado en estas últimas imágenes, se puede notar cómo resultan aclaradoras: unas, por su fuerza plástica; otras, por su originalidad creativa y todas por esa sincera verdad que afecta anímicamente al receptor desde su desencanto, angustia o melancolía:
«Dios en la noche se duerme
como un mar de agua tibia»[249].
Las influencias no son palpables en ¿Dónde ponemos los asombros? Sin embargo en los dos vaivenes espirituales sufridos se observa cómo en el primero el poeta busca la solidaridad para remover conciencias, incluso denunciando actitudes insolidarias y en el segundo, decepcionado por la falta de respuesta de los otros, tiende a refugiarse en sí mismo. Esto supone por un lado una búsqueda de concienciación en los demás, típica del Realismo social (principalmente de Blas de Otero) que incluso en algún momento suena al tono exaltado del Modernismo (sobre todo de Rubén Darío) en su última época (es significativo el uso del alejandrino y del serventesio) y por otro un refugio en su espiritualidad interior masticando sus problemas, propia de la poesía existencial más característica.
Pero a pesar de esto quizás ¿Dónde ponemos los asombros? sea el libro más personal y auténtico de Jesús Delgado Valhondo por su unidad temática, espontaneidad y estilo desgarrado, singular y sin concesiones, que no es el de la poesía modernista ni el del Realismo social. Este tono personal es un reflejo de la disconformidad, que sintió el poeta ante sus circunstancias personales en la vida real cuando no estaba de acuerdo con algo que consideraba injusto y valientemente exponía sus razones sin temores ni ataduras. Es decir, ahora más que nunca el poeta se confunde con el hombre.
Ésta es la razón de que en ¿Dónde ponemos los asombros? se observe cómo el poeta no se siente atado a nada ni a nadie y sus ironías, acusaciones y salidas de tono, se hacen más atractivas porque se nota que son valientes y sinceras sin dejar de ser líricas. Así supo reconocerlo Emilio Vera cuando le dijo: «Tu poesía me parece sólida, sobria, antirretórica, concisa y precisa; serena y poco dada a fuegos de artificios»[250], o José María Rodríguez opinó: «Eres todo lo contrario de esos poetas objetivos de ahora, que sólo se preocupan de la estética, la elegancia y la dialéctica»[251].
En esta línea Leopoldo de Luis le aseguró: «[Tus poemas son] melancólicos, pero no pesimistas; líricos, pero no autófagos; bellos, pero no estetizantes; solidarios, pero no prosaicos; religiosos, pero no evasivos»[252]. Y Garciasol afirmó: «Te has despojado, por lo general, de metáforas y de imágenes para quedarte en hueso vivo. […] Hay una seca emoción en casi todos tus poemas, sin artificios ni retóricas. Incluso, a veces se rompe el verso para que dé más sangre y más verdad»[253], igual que Lázaro Carreter: «Has llegado a una retórica tan desnuda que los sentimientos hieren más por falta de recubrimiento»[254]. Incluso Eugenio Frutos incidió en la independencia de la personalidad poética de Valhondo, diciendo: «Poemas del corazón con una visión personal e imágenes originales. Todo cliché, todo convencionalismo es rechazado»[255].
José María Moreiro, impresionado por el tono del libro, define a Jesús Delgado Valhondo de esta forma curiosa y acertada: «Nuevo niño grande, virtuoso de la espina, saltimbamqui de Dios. Correcaminos del alma»[256]. Una acertada definición porque ¿Dónde ponemos los asombros? es un recorrido radiográfico de constantes idas y vueltas por los entresijos de su alma de poeta que, mayor (tenía 60 años) pero con alma apasionada, intenta arrancar las espinas sembradas en sus caminos espirituales, continuamente interrogando a Dios sobre las razones de su angustia, que no logra aplacar.
En este sentido ¿Dónde ponemos los asombros? es una continuación de El secreto de los árboles pues en el libro que se analiza Jesús Delgado Valhondo toca, después de tanto ahondar, el fondo de su abismo espiritual y de ahí que se halle más desolación que en el libro anterior. No obstante, como se ha podido comprobar, el poeta a pesar de su angustia no pierde su pulso lírico y se muestra como un poeta maduro y dueño de su palabra, aunque su espíritu sea un caos anímico. Pero tal estado no desvirtúa su discurso sino que lo dignifica y lo intensifica por su búsqueda insistente de la divinidad y de las razones de sus limitaciones humanas, a la vez que lo convierte en lírico por el camino de la indagación trascendente en esas realidades impenetrables.
LA VARA DE AVELLANO (1974)
Es un libro de poemas dedicado a Manuel Fernández Calvo, director de la colección de poesía Ángaro de Sevilla, donde fue publicado el 31 de enero de 1974 por la editorial Católica.
La vara de avellano comienza con una breve presentación de la colección Ángaro, que incluye la autobiografía espiritual[257] realizada por Jesús Delgado Valhondo para la Antología primera, cuyo contenido expone el carácter contradictorio (que ya por estas fechas se reconoce el mismo poeta) y su talante humano abierto a la amistad, su gusto por la lectura, la música clásica y el cante jondo y el aprecio por su familia. A continuación realiza un resumen de la relación de Valhondo con el grupo y de su obra poética: «Con ‘La vara de avellano’, interviene por cuarta vez, el poeta extremeño, en nuestras publicaciones. En 1971 y con el número 23 de nuestra colección, figura su título ‘Canas de Dios en el almendro’. En 1972, […], interviene en nuestra ‘Antología primera’. Y finalmente en ‘Cerrada claridad’ -monografía antológica del grupo Ángaro, publicada en 1973- firma tres de los cuarenta y dos poemas que componen el libro»[258].
La vara de avellano está dividido en dos partes: la primera consta de 19 poemas y va precedida por una cita de Juan Ramón Jiménez: «La soledad era eterna / y el silencio interminable. / Me detuve como un árbol / y oí hablar a los árboles»[259] que, aparte de anunciar indirectamente Un árbol solo (siguiente libro de poemas de Valhondo), contiene las claves para entender el estado espiritual en que el poeta aborda la elaboración del libro: se encuentra en la soledad y el silencio de la meditación como un árbol solo que indaga en los demás, árboles solos como él, una vez que sus recuerdos placenteros del paisaje caen hechos añicos y el camino se hace más inseguro e incierto:
«silbaba una serpiente
siempre delante del camino»[260].
Y lo que es peor, el poeta ha perdido la conciencia de sí mismo y de los demás: «Atravesábamos espejos. / Yo nunca supe donde fuimos»[261]. Antes el espejo le reflejaba la medida de su personalidad y de su relación con los otros[262] que, aunque tan árboles solos como él, lo acompañaban. Ahora el espejo se rompe y camina desorientado porque el poeta pierde el norte de su conciencia y la referencia de los demás.
La vara de avellano es por tanto la descripción del caminar melancólico y triste del poeta por la naturaleza de su entorno, donde ve reflejada la frustración total del ser humano y la suya propia que, una vez perdido Dios, va a desechar la esperanza de recuperarlo a través del paisaje y del hombre, medios indirectos por los que quiso llegar a Él, cuando aún tenía esperanzas de alcanzarlo. Ahora el poeta es un pobre espiritual, sin capacidad de idealizar el paisaje y sin recursos para entender al ser humano, reflejo del poeta, que no tiene siquiera capacidad intelectual para comprenderse:
«Un buen día saqué la vara
y azoté el aire de la alcoba,
sonaban lámparas vacías,
caían cristales de la sombra»[263].
A pesar de todo La vara de avellano es un libro que discurre, salvo determinados momentos angustiosos (que llegan a ser apocalípticos), en medio de un suave desencanto. Este libro supondría un paso intermedio entre la desgarradora angustia de los libros anteriores y la triste serenidad que en él se inicia y se hace patente en el siguiente libro, Un árbol solo. Por esta razón en La vara de avellano el poeta se limita a describir las razones de su desencanto en un tono melancólico, que está exento de reivindicaciones espirituales y sociales fuera de tono, aunque esto no evita que critique actitudes apáticas o egoístas de una manera contundente.
Así La vara de avellano comienza con un intento de recuperar ese paisaje ideal de sus primeros libros porque, a pesar de que el poeta es consciente de sus limitaciones, no acepta el hecho de ser un fracasado y, perdidos otros caminos, lo intenta de nuevo por medio de la obra de Dios. Pero le resultará imposible, porque se da cuenta de que el paisaje, en otro tiempo tan presente, ahora sin la esperanza de encontrar a la divinidad no le sirve de nada; es tan triste y melancólico como su misma búsqueda («la tarde / incomprensible se marchita»[264]) y sólo se encuentra con la muerte («Van las procesionarias / hilvanando las veredas / y a la muchacha llevan a enterrar a la orilla del día»[265]) y la desolación («El pinar […] / Estampa caída boca abajo / y allí nosotros»[266]), al perder la referencia de la realidad que hasta el momento bien o mal veía reflejada en el espejo del paisaje.
Así ahora no tiene la suave fragancia a manzana y a sensualidad femenina de antes, sino que está habitado por una mujer (símbolo del ser humano) que intenta sin éxito[267] eludir la muerte («El cuerpo queda atrás /olvidado, / casa deshabitada / del alma de la huida»[268]), hecho que para el poeta supone el destino ineludible del ser humano universal cuando la referencia del paisaje se rompe.
Entonces intenta la evasión a través del sueño (en la presentación del libro asegura que sueña bien) para recuperar nuevos horizontes por medio del viaje en tren. Pero ahora no se trata de una experiencia placentera[269], pues su finalidad es la huida de un mundo ingrato buscando la libertad ansiada:
» ‘Cada vez que pasa un tren
me quiero ir a alguna parte’.
Se me han quedado estos versos
metidos en la huida»[270].
Además tampoco le resulta una experiencia positiva, porque termina en el desencanto y la frustración: el viaje discurre a través de un paisaje desvirtuado que sólo le proporciona más desorientación y angustia. Su intento por tanto ha terminado en fracaso; el poeta no encuentra el paisaje soñado pues piensa que, igual que las respuestas a sus interrogantes, debe esconderse detrás de la dramática realidad en que vive:
«En el costado de Dios
árboles recién llorados se pierden.
Palabras nunca dichas
flotan en la alameda
que debe haber detrás de todo esto.
Un río, espejo del revés,
[…] una mariposa vuela a muerte
[…] sigue corriendo el tren
y yo no sé si ya me he ido
a alguna parte»[271].
Arsenio Muñoz de la Peña dijo a propósito de La vara de avellano: «Real centinela, ¿qué has visto a través de toda tu noche pasada en negra guardia?» y la respuesta sería lo que describe en los poemas «El pinar» y «Viaje»: naturaleza desvirtuada, muerte, desolación y a «un dios pequeño y sordo / [que] hace puntillas en los hilos del frío»[272]. El sueño entonces termina de una forma trágica: «enciendo la luz de la mesilla» porque «una mariposa vuela a muerte»[273]. Así que este recurso (uno de los últimos de que disponía) supone una nueva decepción en su intento desesperado de encontrar a Dios.
Ante esto al poeta únicamente le queda la triste posibilidad de caminar junto a sus semejantes como forzados del camino de la vida, porque lo encuentra como una forma de mimetizar su espíritu melancólico con la tristeza del paisaje y de esta manera convertirse en un elemento más de él recorriéndolo paso a paso:
«Y pobre y triste caminaba
sin saber donde andando iría,
sólo en el alma se notaba
que lentamente atardecía»[274].
Pero tampoco el camino lo lleva a alguna parte, porque el caminante sufre en el camino y sortea todos sus peligros alentado por el premio que hallará en su destino, pero el poeta no espera regalo alguno pues ya no cree en la cima ideal donde seguro estaba iba a encontrar a Dios. Ahora el camino resulta más empinado y la cima es un lugar desolado, lleno de muerte porque Dios no se encuentra en ella:
«confuso monte cuesta arriba y roto,
cima para un cadáver de mirada
sin enterrar, absurda y sin nosotros»[275].
En este ambiente impregnado de destrucción el atardecer no es aquel momento de riqueza espiritual de antes donde el día se duerme lenta y plácidamente en el regazo de la noche, sino un momento doloroso que se desprende estrepitosamente de la luz y arrastra al poeta que se hunde espiritualmente con él:
«Suena la tarde al caer
en la tierra […].
Voy a caer también
y todavía»[276].
Este intento por recuperar el paisaje conecta este libro con el anterior, ¿Dónde ponemos los asombros?, que terminó con una descripción desgarradora de la naturaleza, pues ya no era un conjunto armónico sino una selva virgen, consecuencia de la ruptura de la concepción del orden que el poeta en otra época creyó ver en la obra de Dios, ahora caótica sin Él.
Así el primer poema del libro es la conexión con ese paisaje ordenado («Guardé una vara de avellano / en el cajón de la memoria; / trozo de sierra no perdida, / la mano amiga del aroma»[277]), que el poeta rescata de su memoria. Pero enseguida esta concepción positiva se diluye para dar paso a la negativa de ahora («Sangraba el músculo del viento / […] / mientras silbaba una serpiente /siempre delante del camino»[278]), que recorrerá melancólico observando los restos desolados de aquella naturaleza ideal; en otro tiempo, camino abierto y válido para llegar a Dios.
Por tal motivo este poema termina con unos versos estremecedores («Atravesábamos espejos. / Yo nunca supe donde fuimos») que resultan muy significativos porque el espejo, que era su medio de identidad donde hasta ahora se veía reflejado junto a los demás, se rompe y pierde su propia imagen. Este hecho es trascendental porque no sólo se queda sin el único medio de identificación de que disponía sino también se desconecta de su pasado perdiendo definitivamente sus referencias humanas presentes y pretéritas. Como consecuencia el poeta llega a la desorientación total.
Perdido definitivamente el paisaje, roto el camino que transita por él y hecho añicos el espejo de su conciencia, el poeta ya no tiene ningún medio espiritual ni físico para llegar a Dios y cae en la más penosa angustia. Ahora está convencido de que ha perdido el tiempo que dedicó a su búsqueda de la divinidad (como el suicida que mata su tiempo), intentando conseguir respuestas sobre la condición humana que se le ocultan detrás de los misterios como si de un juego macabro se tratara, desorientándolo con la justificación de que su angustia y su soledad son productos de sus dudas, porque es un hombre incrédulo que por razonar se ha apartado del redil de la fe:
«[…] andar por esta sangre,
como un hombre cualquiera arrinconado al muro
el anuncio que grita que pensar es pecado
del hombre que va solo. Del hombre solo. Culpa
del hombre.
Siempre solo»[279].
En este punto su angustia crece porque ahora comprende que la tragedia del ser humano no es únicamente la soledad, sino el hecho de que en la comedia universal de Dios sólo es un simple elemento articulado por unas manos que lo mueven a capricho, ocultas detrás del enigma que le niega conocer los motivos de la trágica existencia del ser humano y la posibilidad de comprenderla:
«como hombre colgado
del hilo con que juegan caras de marionetas
del misterio»[280].
Sin embargo a pesar de su desencanto espiritual el poeta no se considera todavía un ser derrotado y se revuelve en su lucha espiritual como un ser agónico que intenta resolver dogmas racionalmente. Por eso se debate en un ir y venir de la fe a la duda, del ruego a la negación, de la huida al regreso, siempre sumergido en la intranquilidad del desconforme y sufriendo como si fuera una eterna «crucificada sangre»:
«cavo vuelvo hundo
huyo vengo abrazo
pierdo
entro
duelo
niego
ruego
niego
escondo a Dios»[281].
Extraordinaria síntesis-exposición de su situación espiritual y su trágica desorientación.
La angustia, que el poeta expone por medio de esta muestra lírica de su desesperación a base de expresiones escuetas de significados superpuestos, lo lleva a convencerse de que no podrá librarse de esta vida que lo martiriza, sin respuestas ni ayuda del cielo ni de la tierra, sin nadie que entienda su negativa a aceptar su nueva identidad personal: la del mediocre que sólo trata de sobrevivir como un ignorante que repite siempre lo mismo, que hace siempre lo mismo en un mundo insoportable:
«Calle de la nada. Larga calle,
oscuro y silencioso pasa el hombre
todos los días por el mismo sitio
de siempre»[282].
Ahora sólo le queda el refugio de su espíritu y el calor de los demás, pero su segunda cara y la de los otros aumentan su desencanto, porque su otro yo y los demás gozan cuando lo ven sufrir, coartan su libertad y podan sus esperanzas en nombre de Dios:
«Libéranos, si puedes
del yo que en el altar
nos tiraniza y grita»[283].
El otro yo es la doble conciencia del poeta que siempre está en desacuerdo con él, aumenta su inseguridad y hace más difícil su agonía, como el prójimo (próximo) que protegido por su fe lo martiriza con su seguridad sin fisuras y lo hace vivir en una continua sensación de culpabilidad, porque el ser agónico duda a menudo de su postura a contracorriente y llega a sentir miedo de sí mismo: «¿Quién nos liberará del miedo / a nosotros mismos?»[284]. Por tanto la calle, a la que salió a bocajarro en El secreto de los árboles, no le ayuda a entender el mundo ni al hombre porque lo aísla de los otros, lo empequeñece y lo abruma.
Estos versos son la traducción lírica de sus preocupaciones cotidianas pues Valhondo, en los años previos a la publicación de La vara de avellano, se quejó en varios artículos periodísticos[285] de la mediocridad provinciana que encontraba en la gente de su entorno por la apatía, las rencillas, la incultura, la sumisión, la falta de miras inteligentes y la inconsciencia del extremeño que no luchaba siquiera por sus propios intereses. Esta situación lo martirizaba por el perjuicio que se le hacía a Extremadura, a la colectividad y a la formación espiritual de las personas como seres independientes y dignos.
De modo que estos versos muestran una vez más la visión trascendente que Valhondo tenía de la existencia cotidiana. Así mientras los demás asisten inconscientes a los sucesos de su entorno Valhondo arremete contra la falta de proyectos colectivos encaminados al bien común y a atenuar la tremenda soledad en la que vivía el ser humano:
«En la cima se mudan
los pájaros de nido
en esa tarde tibia
de orillas y de abismos»[286].
De ahí que la soledad sea ahora un tema recurrente y que en esta ocasión la materialice de una forma desgarradora en un momento concreto, la tarde de domingo[287], cuando la actividad y el bullicio de la semana se paraliza, la calle está inmersa en un melancólico vacío y siente que se encuentra más solo que nunca haciéndose preguntas y confundido por la falta de respuestas:
«Puede ser que te piense
sin encontrar camino
en este día hermoso
por el amor vencido.
¿Quién quedará en nosotros
si cobardes huimos?
¿Quién quedará esta tarde
en lo desconocido?»[288].
Este ambiente afecta fuerte y negativamente al espíritu del poeta que solo en el silencio se enfrenta a su conciencia y lo obliga a ahondar en sus preocupaciones y en preguntarse si la condición natural del ser humano es estar constantemente inmerso en un tristeza sin sentido, porque el hombre es «una pasión cualquiera» no el ser independiente y libre que animosamente supera los obstáculos de la vida:
«La calle queda sola
como un cerrado libro
y yo amueblo mi vida
con la vieja tristeza
de la tarde de domingo»[289].
En este abismo de silencio el poeta medita y le surgen preguntas retóricas que desde su misma formulación están abocadas a no obtener respuestas, es decir, a más silencio. silencio en la calle, silencio en el alma, melancolía y angustia:
«[…] ¿Qué será
lo que llaman destino?
[…]
¿Quién quedará en nosotros
si nosotros dormimos?
¿Quién quedará detrás
de lo que ayer hicimos?»[290].
Mientras su tiempo va desapareciendo detrás de él en cuanto acaba de vivirlo, oculta su pasado, lo engulle y lo queda huérfano de su propia historia: «Va escondiéndose el tiempo / en la esquina del frío»[291]. Ese tiempo que la muerte paraliza y el poeta observa en el «Retrato de una muchacha muerta en una casa de huéspedes»[292] es idéntico a su tiempo que se ha detenido por falta de esperanza, es decir, es un vivo-muerto:
«Me está pesando tu cadáver
que aún lo llevo en la mirada al mediodía.
[…]
De su crucificado aburrimiento a mí
casi no hay nada»[293].
Sin embargo se debe advertir que, aunque el tiempo como concepto filosófico se encuentre paralizado, el real que vive el poeta no deja de correr y arrastrarlo a la muerte, un hecho que se hace patente en la muchacha del retrato, muerta demasiado joven.
Se cierra así la cárcel donde el poeta queda prisionero sin pasado, sin presente y sin tiempo disponible, en un círculo claustrofóbico de insoportable melancolía donde ha desaparecido su capacidad de asombro, la sal de la vida. Por esto Cayetano Rosado afirma que: «Valhondo nos desnuda la vida. La disecciona, como un cirujano hábil, mostrándola tal cual es. Se carga de tiempo (‘un poeta es un niño cargado de tiempo antiguo, nos decía en su libro ¿Dónde ponemos los asombros?‘)»[294]. Como vemos el poeta es víctima de sus propias elucubraciones, porque su concepción desgarradora de la vida y del ser humano se vuelve contra él y lo afecta negativamente.
En esta situación un sentimiento de culpabilidad y a la vez de autojustificación invade al poeta, que se lamenta de no haber aprovechado intensamente su vida y ahora que intenta recuperar ese tiempo malvivido no logra atraparlo porque es imposible:
«El tiempo va corriendo,
nunca logro alcanzarlo,
caballo desbocado
que no puede domarse»[295].
El pasado sólo le ha dejado interrogantes, muchas heridas y algunos momentos que prefiere olvidar. Un triste curriculum espiritual para ser resumen de toda una vida; mucho tiempo perdido para sólo quedarle las manos vacías y el alma desolada. De ahí que dedique en contraste un poema al Guadiana, el río de la vida, la permanencia imperturbable, el tiempo sempiterno, la eternidad; siempre pasando y siempre el mismo, mientras el ser humano, pasa y muere:
«agua que vuelve y que va entre la yerba del aire.
[…] Aguadiós, antigua luz; agua escrita»[296].
Una vez agotado el tema del paisaje, el poeta vuelve los ojos al hombre con el que camina penosamente por los senderos de la vida y del que tiene una opinión tan desalentadora como de sí mismo: el hombre es un lobo para el hombre. Por este motivo sus recuerdos se centran en la guerra civil española, cuyas consecuencias aún no se habían olvidado y hacían difícil la convivencia. Este recuerdo supone una novedad pues será la primera vez que Valhondo haga referencia directa a este tema no tratado siquiera en los poemas más cercanos a este triste suceso.
Esta vuelta al pasado inmediato se debe a que ahora necesita rebuscar en sus recuerdos para encontrar algún detalle pretérito que lo haga recuperar su confianza en el hombre, pero sólo halla destrucción y muerte. Por esa razón la expresión se hace balbuceante y se fragmenta por medio de encabalgamientos, que no sólo indican su triste opinión del tiempo pasado, sino que también convierten su visión en una denuncia conmovedora:
«Cayeron desangrados
muchos hombres. Podridos
de mundo. Las rodillas
rotas. Ojos vertidos
en cerebro de luz.
Las palabras cortadas,
carnaval en astillas»[297].
Un pasado ignominioso, ejemplo de la maldad humana que aún no se ha logrado borrar por mucho que los responsables intenten eliminarlo de la memoria colectiva:
«Después de la batalla
barrieron el paisaje
muchas veces. Jamás
lo barrerán bastante»[298].
El recuerdo de esta penosa experiencia aumenta su angustia y lo lleva a hacer extensible su crítica a las guerras que asolan la historia de la humanidad, «abierta llaga de paisajes»[299] cuya herida, profetiza, nunca se logrará cerrar:
«No olvida el pueblo judío.
Ni tampoco los negros ni los blancos»[300].
Si en libros anteriores sus críticas se dirigieron contra los explotadores, ahora sus denuncias se centran en los genocidas que provocan los conflictos armados para su propio provecho, sin importarles el dolor que causan en sus semejantes y el odio incurable que las guerras engendran:
«Nadie se olvida ya.
Ninguno olvida su pasado.
Una muralla de palabras
ahoga tiempo y mata espacio»[301].
De tal manera que el poeta no entiende cómo el ser humano es el peor enemigo del ser humano, cuando todos tienen (o deben tener) las mismas preocupaciones espirituales y buscan (o deben buscar) idéntica meta:
«Y tú -el tú del yo- sabes
que Dios nos preocupa demasiado»[302].
Ante el recuerdo de tantos genocidios el poeta se pregunta: «¿Dónde está el hombre / entero, vero y responsable?»[303], es decir, ¿dónde se encuentra el ser más perfecto de la creación hecho a imagen y semejanza de Dios?, porque el orbe parece un mundo de locos donde el hombre debe olvidar que es copia perfecta de la divinidad: «Mejor será que olviden / que son imagen / de Dios. Mejor es olvidarse»[304]. Con esta actitud el hombre niega a Dios sin importarle la trascendencia de esa postura a la vez que olvida las enseñanzas de Cristo, adoptando sin más escrúpulos la Ley del Talión, que lo arrastra a una espiral de violencia y odio imposible de detener:
«Es terrible justicia bíblica:
ojo por ojo, pie por mano
y diente por simiente
y en venta Juan el Santo»[305].
El resultado será la pérdida de confianza del poeta en el ser humano y en sí mismo porque es un reflejo de los demás. Así que ha agotado el último recurso que le quedaba para recuperar al hombre y reemprender juntos el camino hacia Dios, pues comprueba estremecedoramente que el ser humano (como antes el paisaje) no es un medio apropiado para realizar este nuevo peregrinaje hacia la divinidad.:
«Vamos como va el río
al mar. Nos lo dijeron.
No estamos un momento
con nosotros. Pobre hombre
que no es él […]
Nunca te encontrarás»[306].
La reflexión sobre la agresividad de la condición humana provoca en el poeta la necesidad de ser combativo y denunciar la deshumanización que vive y observa en su entorno:
«Voy a tirar de la manta
para ver lo que debajo vive.
Hay que deshacer entuertos
para que reine la hermosa vergüenza
del cansancio»[307].
Incluso irónicamente goza pensando en su valentía, rara en un mediocre («asombro de uno mismo»), y en la repercusión que va a tener su denuncia pero, cuando llega el momento de actuar, siente todo el peso de su mediocridad y se comporta como un conformista que piensa: «(Será mejor callarme)»[308] y aprueba lo que tanto critica con su actitud servil («un pobre hombre de ‘buenos días, amigo’, / de ‘usted lo pase bien don Ildefonso’ «[309]) que elude a conciencia y por comodidad no sólo las agresiones que sufre el ser humano en la vida cotidiana, sino también los grandes problemas universales:
«ninguno quiere saber nada
y no contesta nadie»[310].
Estas preocupaciones demuestran que Jesús Delgado Valhondo fue una persona especialmente sensible, que se veía influida sobremanera no sólo por la actitud egoísta de las personas con las que convivía en su entorno más inmediato, sino también por los hechos estremecedores que pasaban continuamente en su entorno más lejano (guerras, magnicidios, destrucción, muerte, agresiones inconfesables contra el ser humano y la naturaleza). Esas personas, que provocan tanto dolor y tanto padecimiento a sus semejantes, son las criticadas duramente en los versos comentados más arriba. De tal manera que es aquí donde la poesía y el poeta cumplen una extraordinaria función social de denuncia como transformadores de conciencias y notarios de una realidad ante la que el ser calificado de humano no puede seguir tan pasivo, porque a todos incumbe esta trágica situación.
El resultado de la meditación del poeta sobre el paisaje, el hombre y él mismo no puede ser más desolador: no hay solución posible porque nada puede ayudarlo a sostener una nueva esperanza. Sólo le queda la autocompasión que trata de conjurar por medio de una retahíla de lamentaciones donde descubre que se siente culpable de haber creído en una utopía, de soñar lo que no es, de no conocerse, de traer hijos a un mundo caótico, de haber atendido sólo a la razón y de ser víctima de un destino que lo arrastra hacia la nada:
«Vamos como va el río
al mar. Nos lo dijeron.
No estamos un momento
con nosotros. Pobre hombre
que no es él, sino el otro
el que trabaja y goza.
Nunca te encontrarás»[311].
No obstante el poeta, en medio del discurrir de su melancolía, no se rinde del todo sino que, como advierte Hugo E. Pedemonte, Valhondo encuentra a otros semejantes a través de «la indagación ontológica del solitario y del solidario que hay en tu árbol, en el bosque del mundo, en la alteridad de uno mismo y de los otros»[312], que sufren una situación más lamentable que la suya y lo hacen sentir una tierna compasión por seres marginados (no es la primera vez) como el tonto y la prostituta. La razón de este interés se encuentra en que su anhelo de hallar a Dios, el fracaso de su búsqueda y la desolación resultante lo llevan a pensar que estos seres, representantes de todos los marginados, se encuentran más desamparados que él ante la vida, el mundo y la divinidad.
El tonto es el protagonista de la imagen (hasta ahora impersonal) del ahogado que ya apareció en otros libros. Aunque en esta ocasión no tiene una connotación desoladora como antes, pues el espíritu del tonto pervive en el pozo y la muerte aparece como una dimensión anímica agradable: «Las golondrinas lo llevan en la garganta / y hacen con él gárgaras de lirios. / […] Hoy ha cogido un gorrión por las patas / y ríe a reventar»[313]. El espíritu del tonto continúa «por los siglos de los siglos del agua» en el pozo, como el alma de las personas y cosas que perviven después de la muerte en el lugar donde habitaron[314].
De la prostituta el poeta realiza una defensa humanísima por medio de una descripción naturalista de su paradójica situación vital porque, a pesar de las apariencias, es una mujer con pasado y sentimientos que sufre fuertemente el desprecio y el aislamiento al que la someten los demás, quizás más culpables que ella:
«Y la mujer de vida fácil
tiene la amargura y la vergüenza
de su alcoba saliéndose a la calle.
[…]
Recuerda lentamente
[…]
-¡oh la primera comunión!-
[…]
Y la mujer de vida fácil,
bajo el aliento de tratantes
se muere más difícil
que cualquiera»[315].
Es precisamente en este tipo de poemas, donde la voz del poeta adquiere más valor universal, porque tanto el tonto como la prostituta tratados con la humanidad que lo hace el poeta son ejemplos de seres humanos y paradójicamente de la grandeza de su imperfección porque, aunque marginados por los otros, siguen conservando sus valores espirituales a pesar de sus defectos morales o físicos. De modo que se trata de otro intento del poeta por despertar conciencias, poniéndolos delante de nosotros:
«Y la mujer de vida fácil
tiene la amargura y la vergüenza
de su alcoba saliéndose a la calle.
[…]
Y la mujer de vida fácil,
[…]
se muere más difícil
que cualquiera.
(Igual le pasa
al mundo)»[316].
La II parte del libro se encuentra encabezada por dos citas de José Luis Hidalgo, el poeta cántabro cuyos versos, impregnados de un hondo sentimiento existencial y de marcados presagios de muerte, estremecieron a Jesús Delgado Valhondo:
«Has bajado a la tierra cuando nadie te oía
y has mirado a los vivos y contado a los muertos.
Señor: duerme sereno, ya cumpliste tu día,
puedes cerrar los ojos que tenías abiertos».
«Soy el poeta. Me pregunto:
¿qué es lo que anoche sentí arder?
Miro mis manos, trastornado,
y no lo puedo comprender».
Estos versos sirven de introducción al único poema de esta parte, la elegía dirigida por el poeta a su hermano Juan, muerto recientemente, en la que muestra su profunda desolación ante la acción demoledora de la muerte y la consecuencia nefasta del silencio y el abandono divino. El contenido de estas citas cuadran por tanto con la desorientación, la amargura y la rabia contenida, que siente el poeta en estos momentos amargos ante este hecho fatal.
La división de La vara de avellano en dos partes sólo obedece a la intención de aislar del resto del libro esta sentida muestra de amor y dolor fraternal, pues su contenido no desentona con el de la primera parte sino que es complementario, porque la soledad, el dolor, la muerte, el silencio, los recuerdos, la melancolía y el tiempo, patentes en esta elegía, son los mismos conceptos localizados en los poemas que la preceden.
El hecho de que aparezca colocada al final del libro y aislada del resto de los poemas ha llevado a Víctor García Camino[317] a pensar que así el poeta manifiesta la angustiosa soledad que lo domina. Ciertamente, perdido definitivamente Dios y muerto el único apoyo terreno que le quedaba, el poeta queda definitivamente como un árbol solo.
Además Valhondo con este detalle persiguió un segundo objetivo: conectar el final de la segunda parte de su obra poética que termina en la soledad, con la tercera que se inicia con Un árbol solo. Tantas coincidencias llevan a pensar que no se producen casualmente, sino por la reflexión consciente y los meditados deseos de coherencia de Jesús Delgado Valhondo.
También esta elegía cumple una función de epílogo donde se advierte que la muerte es el destino final e irremisible de la tragedia del ser humano, que ahora se materializa no en un ser metafísico sino en una persona real muy cercana al poeta. No en vano se deshace en insistentes preguntas con las que concluye este libro desencantado, punto final no sólo de la segunda parte de su poesía sino también de su evolución espiritual, pues a partir de aquí su concepción de la existencia no cambiará un ápice:
«¿Quién a mi sangre llega y me requiere?
¿Qué mano está en la mía cuando escribo
en el recuerdo donde vuelvo a verte?
¿Qué espacio encarcelado donde vivo?»[318].
No obstante en mitad del desencanto se halla la esperanza de la inmortalidad, cuando asegura: «Ya sé que tú me esperas, como siempre», no sólo porque a pesar de todo al poeta aún le queda algún resquicio de esperanza en la eternidad, sino también porque necesita tenerla pues sin ella no podría soportar el inmenso dolor que siente.
La tristeza que rezuma este poema no impide que se puedan localizar momentos de un alto valor lírico, cuando describe la acción demoledora de la muerte («Es un caído sol de mediodía / que en mi costado como cruz reposa») o del tiempo («El tiempo es sólo golpes de paciencias, / […] / y hablo contigo por hablar conmigo»); el sentimiento de soledad («¿Quién si no estás? Ya Cáceres vacío») o de melancólico recuerdo («¿Recuerdas la oropéndola del pino / desde el fondo sombrío de aquel huerto?») o el valor del silencio:
«Nosotros que supimos entenderlo
cuántas cosas nos dijo, cuántas cosas
supimos de nosotros en silencio».
En este sustancioso poema se nota que el poeta ha tomado las riendas de su pulso más personal y sentido a pesar del triste suceso descrito, pues se encuentra en el momento más crucial de su vida porque la muerte de Juan no fue sólo la desaparición de un hermano, sino del que durante muchos años suplió el hueco dejado por su padre que falleció cuando Valhondo tenía sólo nueve años de edad.
La desolación espiritual del poeta que se detecta en el contenido del libro también se observa en la forma pues su irregularidad en La vara de avellano es manifiesta. Sólo siete de los veinte poemas del libro están compuestos en un único metro: heptasílabos («Tarde de domingo», «El olvido», «Espíritu de árboles» y «Letanía de la culpa»), eneasílabos («La vara de avellano» y «Álamos») y endecasílabos («Mi hermano Juan») -es significativo que haya desaparecido el uso del octosílabo-. Los demás tienden a la irregularidad parcial, combinando endecasílabos + un decasílabo + un trisílabo («De esta calle nunca jamás saldré») y pentasílabos + heptasílabos + eneasílabos + endecasílabos («Y pobre y triste») o total, formando poemas con versos blancos («De esta calle nunca jamás saldré», «Espíritu de árboles» y «Letanía de la culpa») o versículos, que es lo frecuente en el libro (nueve de los veinte poemas).
La rima que predomina es la asonante, incluso en la elegía a su hermano Juan, donde se mezcla con rima consonante y versos sueltos. Rara vez la rima se distribuye de una forma regular formando estrofas (una sextilla + dos tercetos + dos cuartetas + estrofa de cinco versos blancos en el poema «Y pobre y triste» y nueve serventesios en «Mi hermano Juan») o romances («La vara de avellano», «Álamos», «Tarde de domingo», «El olvido» y «El mundo-gente». Los dos primeros en eneasílabos; el tercero y el cuarto, romances-endecha y el último con metros variados).
Pero, casi siempre aparece en la rima algún rasgo de irregularidad: «Y pobre y triste» está dividido en cinco partes y mientras las cuatro primeras presentan las distribuciones citadas que dan lugar a estrofas conocidas, la última no responde a ninguna (a–a-). Y los serventesios de la elegía no sólo están construidos mezclando rima asonante con consonante sin orden aparente, sino que el penúltimo y el antepenúltimo tienen rima sólo en los versos pares. Y de los cinco romances, tres presentan irregularidades: uno tiene dos rimas («La vara de avellano») y dos la alteran en los tres últimos versos, donde la rima en los versos pares pasa a los impares («Tarde de domingo» y «El mundo-gente»).
Por tanto se deduce que el poeta no ha tenido interés en construir el libro a base de composiciones disciplinadas a causa de las vicisitudes por las que está pasando su evolución espiritual y lírica. En La vara de avellano la irregularidad se adueña de la forma en consonancia con un contenido, donde el poeta se debate en la soledad y la desolación. Además la intranquilidad espiritual que padece la viene arrastrando desde Aurora. Amor. Domingo, precisamente cuando comienza a intercalar poemas en versos blancos, libres y versículos con poemas distribuidos regularmente, conforme aumenta su desencanto. En La vara de avellano su decepción es total y el número de poemas irregulares es el mayor de los libros estudiados hasta el momento.
De todas formas se deduce una explicación: el siguiente libro de poemas, Un árbol solo, será expuesto totalmente en versículos, por lo que parece premeditada esa tendencia hacia la libertad formal en La vara de avellano a través de la irregularidad, paralela a ese despojarse el poeta de pasado, recuerdos, Dios, paisaje e incluso de elementos lingüísticos como sucede en varios poemas y sobre todo en el caligrama «Crucificada sangre» («influencia del simbolismo francés», según Pecellín), construido en primera persona a base de verbos, sin puntuación y con una asombrosa economía de medios, ejemplo de poesía esencial llevada a su máxima condensación: «cavo vuelvo hundo / huyo vengo abrazo / pierdo / entro / duelo / niego / ruego»[319].
El motivo de esta manifestación sintética es que al poeta le faltan las palabras y quiere condensar sus ideas en aquéllas que están llenas de contenido, suprimiendo los elementos que obstaculizan la expresión (adjetivos, artículos, preposiciones, conjunciones) y reforzándolas con el emparejamiento de sustantivos en rápidas pinceladas que buscan respuestas a través de la esencia de la palabra de una forma pareja a la búsqueda de su propia esencia como hombre y como espíritu: «Agua amiga», «agua puente», «agua milagro», «agua rostro», «carta promesa». Tanto condensa estos términos que llega a la creación de palabras como en el caso de «Aguadiós» («Sanchovientre» en «Letanía de la culpa») o a la unión de sustantivos y adjetivos con una gran creatividad («boca fértil», «agua escrita», «agua imposible» [320]) que llevan a escuchar la letanía del agua.
Este esfuerzo estilístico, que se observa en la búsqueda de la palabra exacta, también se extiende al ritmo donde el poeta muestra su intranquilidad espiritual por medio de una expresión entrecortada, mezclando sustantivos, adjetivos y verbos con pausas que dividen el verso en un número asimétrico de sílabas:
«Calle adelante. Vuelves.
Calle adelante. Mientes.
Calle cerrada. Muro.
Calleja muerta. Punto
y aparte: Campos. Árboles.
Cumbre. Abismos. […]»[321].
O a través de juegos de palabras y construcciones de elementos binarios que imprimen más fuerza a la expresión, ya de por sí impregnada de una irracional, misteriosa y alucinante angustia surrealista: «Una muchacha se desnuda y corre / pinar adentro, sombra adentro. / Entra y sale […]. / Se confunde […]. / Huye […]. / […] corre / y corre»[322]. O por medio de interrogaciones sucesivas, como ya se ha podido comprobar en citas anteriores o por la reiteración anafórica como la del estribillo: «La culpa es sólo mía»[323] o la acumulación de encabalgamientos como en «Letanía de la culpa»:
«Vives del cuento. Debes
tantos engaños. ¡Tantos
a tantos! que nos sabes
a quién pagar primero»[324].
O la finalización del libro con un poema de candente emoción como la elegía a su hermano. Estos recursos imprimen fuerza creativa y vigorosa introspección a lo que el poeta cuenta pues consiguen una sentida verdad poética, cuando obliga a realizar una lectura emocionada en la que se mezcla la pasión y el dolor.
También las imágenes reflejan la angustiosa desolación del poeta a través de construcciones de una alta calidad creativa y de una patente originalidad, de tal forma que angustia y creación crecen a la vez y dan lugar a múltiples recursos, que afectan al contenido multiplicando el valor semántico de las palabras en imágenes como éstas:
«Ángeles vuelan por los álamos
en jilgueros de avemaría»[325].
«Van las procesionarias
hilvanando las veredas»[326].
«Iba a coger pájaros de luz»[327].
«y es inútil quemar la voz gritando»[328].
«cava la fosa con un gesto»[329].
«buscando calor de nido
en el trigal del cuerpo»[330].
«Te arropas con escombros»[331].
O en metáforas como las siguientes:
«La crisálida es música entre las redes
del romero»[332].
«Ojos verdes […]
son caramelos de estrellas para el sueño»[333].
«Guadiana cuerpo tendido, cuerpo desnudo bañándose,
labios en flor […].
Agua que se desespereza
[…]
Agua amiga
[…];
agua puente; hermana lúcida»[334].
«La historia de la humanidad,
abierta llaga de paisaje»[335].
«Es un caído sol de mediodía»[336].
O símiles de este tipo:
«como hombre colgado
del hilo con que juegan caras de marionetas
del misterio»[337].
«[calle] …
larga como la muerte en el camino»[338].
Como es posible comprobar, estas imágenes contienen una fuerza significativa y plástica repleta de creación, originalidad y registros variados que a veces toman un tono descarnado, propias del lenguaje más desnudo («fondo ciego del campo / paisaje doblado»[339]. «Queja del árbol, que recuerdo»[340]. «nos tapia las salidas / al verso, a la palabra»[341]) o un tinte surrealista («Cayeron desangrados / muchos hombres. Podridos / de mundo. Las rodillas rotas. Ojos vertidos / en cerebro de luz»[342]). O expresan melancolía que siente el poeta a través del paisaje («Por el río abajo la tarde / incomprensible se marchita»[343]) o su preocupación por el tiempo («Hemos robado días. Hemos tirado días»[344]).
No obstante el estilo de Jesús Delgado Valhondo no se desvirtúa y continúa siendo muy personal (directo, cercano, confidencial) pues, a pesar del momento dramático que supone La vara de avellano, emplea una lengua sobria (parquedad en el uso de adjetivos), creativa (invención de palabras) y melancólica, que sin embargo se llena de un vigor emocional equilibrado porque nunca se desborda.
Además, a pesar de la irregularidad formal, el poeta no pierde la conciencia de su pulso emocional y su melancolía elimina los exabruptos (hay una reducción de frases vulgares), aunque esto no evita que reivindique a seres marginados y realice denuncias contundentes, por medio de la desnudez de recursos formales que sin embargo en el contenido se hacen abundantes.
Esta lengua natural, que Jesús Delgado Valhondo a estas alturas ha hecho propia, alcanza su culmen en la elegía a su hermano Juan donde, según García Camino, «Valhondo ha sabido infundir un tan grande acento emocional que la ennoblece y eleva a las más altas cumbres líricas»[345].
En cuanto a las influencias, llama la atención una referencia directa y consciente a la melancolía de Antonio Machado en los poemas «Álamos» y «Y pobre y triste». Pero este hecho sólo indica la necesidad de no copiar posturas o esquemas líricos (cosa que Valhondo, sobrado de creatividad, no necesitaba), sino de encontrar un paradigma con el que confrontar su estado anímico y transmitir justamente su situación espiritual. Así busca en la tradición literaria y lo encuentra en el mejor modelo de humana melancolía:
«Cuán ancha y larga la palabra campo
con álamos en las orillas.
Bello paseo por un hombre [Machado].
Simple paseo por la vida»[346].
De tal forma que se puede observar cómo Valhondo entiende que el paseo de Machado por el paisaje de Soria es un recorrido ideal suavizado con la placidez de la melancolía, mientras que su caminar transcurre por la realidad del mundo, cuya tragedia no atempera su melancolía sino que aumenta por el peso físico del paisaje pues en él ve a Dios pero no puede alcanzarlo:
«El tiempo cuenta historias
y Dios florece en cualquier sitio
donde miras»[347].
Buero Vallejo encuentra que las vivencias del paisaje de Valhondo en La vara de avellano no sólo le recuerdan a Machado, sino también «inesperadas formulaciones poéticas de sentimientos sencillos y esenciales»[348]. Pero lo cierto es que éstos se encuentran de siempre en el Valhondo más personal; por tanto esta apreciación de Buero puede deberse a que no conociera completa la obra lírica del poeta extremeño.
Por lo demás en el resto del libro se halla la adscripción a la poesía existencial y social de posguerra pero, no de una forma determinada y nítida, sino en una amalgama de sentimientos espirituales que se mezclan con preocupaciones sociales y momentos de marcado tinte surrealista, como es lógico en este momento de desorientación en que el poeta vive. De todas formas están aderezados y controlados en su discurrir lógico por el estilo personal de Valhondo.
La crítica recibió La vara de avellano con una actitud plenamente alentadora que destaca la madurez y la trascendencia alcanzada por Jesús Delgado Valhondo en el dominio de la palabra poética a estas alturas de su obra lírica. Ledesma Criado destaca la humanidad de sus versos sentidos: «Me serenó y sedó […]. Es un libro redondo, donde el hombre solo y su ternura reta al mundo, en cita de universales hombrías»[349]. Muñoz de la Peña subraya su trascendencia frente a la vida anodina e inconsciente que lleva el ser humano común: «Este nuevo libro de Delgado Valhondo es tierno y flexible, vegetal y virginal, pautado y pausado, ocioso y nervioso. Tiene el valor de lo que vale, porque el ensueño del poeta es permanente vela que nos desvela de la vulgar vida»[350]. Y José María Bermejo ve en este libro a un poeta con un estilo propio marcado por la coherencia y la madurez: «La vara de avellano confirma un tono personal, coherente y maduro»[351].
La vara de avellano es el epílogo de la segunda parte de la obra lírica de Jesús Delgado Valhondo, que termina aquí con un poeta antes vitalista y ahora postrado en una fuerte melancolía y convencido de su destino final, porque ha comprobado después de una larga y agotadora lucha espiritual en busca de respuestas que la realidad es inmutable y el ser humano no tiene capacidad para cambiarla ni desentrañar su misterio. Y él tampoco.
[1] «Como si fueses una flor», p. 140. Primer poema de la 2ª parte.
[2] «Cima», p. 154.
[3] «Ciudad de siempre», p. 125.
[4] Jesús Delgado Valhondo, «Cáceres», Extremadura (Cáceres), archivo particular del poeta.
[5] Jesús Delgado Valhondo, «Aldea y ciudad», Hoy (Badajoz), 10-9-59.
[6] «A la vida retirada» de Fray Luis de León.
[7] «La ciudad de los hombres», p. 127.
[8] «Ciudades-palabras», pp. 119-120.
[9] «Doblar una esquina», 122.
[10] Jesús Delgado Valhondo, «Cuando se mueren los pueblos», Hoy (Badajoz), 10-10-59.
[11] «Ciudades-palabras», p. 121.
[12] idem, p. 120.
[13] «Doblar una esquina», p. 122.
[14] «Ciudad de siempre», pp. 124-125.
[15] «Ciudades-palabras», p. 121.
[16] idem.
[17] «La ciudad de los hombres», pp. 126-127.
[18] Carta de Rafael Melero a Jesús Delgado Valhondo, Pontevedra, 19-3-60.
[19] «La ciudad de los hombres», pp. 126-127.
[20] Carta de Rafael Melero a Jesús Delgado Valhondo, Pontevedra, 19-3-60.
[21] Jesús Delgado Valhondo, «Tertulias», Hoy (Badajoz), 19-1-61.
[22] «Ciudades-palabras», p. 120.
[23] Jesús Delgado Valhondo, «Cáceres (Viejo país del alma)», Hoy (Badajoz), 17-11-61.
[24] Jesús Delgado Valhondo, «Cáceres», Extremadura (Cáceres), archivo particular del poeta.
[25] «Ciudad de piedra», pp. 128-129.
[26] idem, p. 129.
[27] «Ciudad de piedra», p. 128.
[28] Carta de Vicente Sos Baynat a Jesús Delgado Valhondo. Mérida, 16-9-62.
[29] Jesús Delgado Valhondo, «Cáceres (Viejo país del alma)», Hoy (Badajoz), 17-11-61.
[30] Jesús Delgado Valhondo, «Cáceres», Extremadura (Cáceres), archivo particular del poeta.
[31] «Ciudad de siempre», p. 124.
[32] «La prisa (Fiebre de ciudad)», pp. 130-131.
[33] idem, p. 131.
[34] «Amanecer en Badajoz», p. 133.
[35] Jesús Delgado Valhondo, «Amanecer en abril», Hoy (Badajoz), 13-4-61.
[36] «Cáceres», p. 135. Valhondo publicó en «Yo soy extremeño», una recopilación de relatos cortos de diversos autores coordinada por Antonio Zoido, el cuento titulado «Cáceres», que es una versión en prosa para niños de este poema.
[37] Jesús Delgado Valhondo, «Cáceres», Extremadura (Cáceres), archivo particular del poeta.
[38] ibídem.
[39] «Cáceres», p. 134.
[40] «Meditación ante un amigo muerto (Fondo de ciudad)», p. 138.
[41] Jesús Delgado Valhondo, «Manuel Monterrey», Hoy (Badajoz), 8-1-64.
[42] Antonio Zoido, «La poesía de un poeta», Hoy (Badajoz), 14-1-62.
[43] Posiblemente no sea una casualidad, sino una forma de indicarnos el poeta ese paso.
[44] «Cáceres», p. 135.
[45] «Motivos de sobra para que Picasso me pinte un cuadro», p. 148.
[46] «Como si fueses una flor», p. 140.
[47] «Paisaje del sur», p. 142.
[48] «Levántate y anda», p. 143-144.
[49] «El fondo», p. 145-146. Este poema es el resultado lírico de la relación íntima del poeta con el Guadiana, que él mismo nos explica detalladamente en «El poeta y el Guadiana», Hoy (Badajoz), 5-1-61.
[50] «El fondo», p. 145-146.
[51] Nº 63-67 de la revista pacense dirigida por Monterrey y Lencero, en el que Valhondo editó el poema citado en la página 10.
[52] «Motivos de sobra para que Picasso me pinte un cuadro», p. 149.
[53] «El silencio», p. 151.
[54] Carta de José María Pemán a Jesús Delgado Valhondo, Cádiz, 9-6-62.
[55] «Motivos de sobra para que Picasso me pinte un cuadro», p. 149.
[56] «El silencio», p. 150-151.
[57] «Cima», p. 153-154.
[58] idem, p. 153.
[59] Manuela Trenado, «Aproximación a la poesía de Jesús Delgado Valhondo», Mérida, Editora Regional de Extremadura, 1995.
[60] «Amanecer en Badajoz», p. 133.
[61] «Cima», p. 153.
[62] idem, p. 154.
[63] «Motivos de sobra para que Picasso me pinte un cuadro», p. 149.
[64] «Ciudades-palabras», p. 119.
[65] «Doblar una esquina», pp. 122-123.
[66] «Ciudad de los hombres», p. 126.
[67] «El silencio», p. 151.
[68] «Cima», p. 152.
[69] «Ciudades-palabras», p. 120.
[70] «La ciudad de los hombres» p. 127.
[71] «Doblar una esquina», pp. 122-123.
[72] «Motivos de sobra para que Picasso me pinte un cuadro», p. 149.
[73] «Paisaje del sur», p.141.
[74] Carta del doctor Blanco Soler a Jesús Delgado Valhondo, Madrid, 7-2-62.
[75] Que en este libro representa con el símbolo de la calle.
[76] Desde el poema «El fondo» hasta terminar el libro.
[77] «Ese espejo», p. 28. Dedicado a Federico de Onís.
[78] «Sé que estás esperándome», p. 36.
[79] «Ese espejo», p.29.
[80] José María Fernández Nieto, Presentación de El secreto de los árboles.
[81] «La gran ciudad dormida», p.13. Dedicado a Juan José Poblador.
[82] «La calle», p. 9. Dedicado a Federico Carlos Sainz de Robles.
[83] «Ese espejo», p.28.
[84] «La calle», p. 9.
[85] Jesús Delgado Valhondo, «Plazas y calles», Hoy (Badajoz), 4-11-60.
[86] Jesús Delgado Valhondo, «Complejos», Hoy (Badajoz), 26-8-62.
[87] «La caricia», p. 10.
[88] «Callejón sin salida», p. 11.
[89] Jesús Delgado Valhondo, «La acera», Hoy (Badajoz), 20-9-62.
[90] «Nombre», p.12.
[91] Jesús Delgado Valhondo, «Hablar», Hoy (Badajoz), 17-1-63.
[92] Jesús Delgado Valhondo, «Las beatas», Hoy (Badajoz), 3-11-62.
[93] «La gran ciudad dormida», p. 13.
[94] «Acaso», p. 14.
[95] «Sé que estás esperándome», p. 35. Dedicado a Luis Pizarro Peñas. En Poesía hay un error de bulto en este poema porque, después de sus cinco primeras estrofas, se incluye la segunda mitad del siguiente poema, «Tierra y amor para el olvido». Por tanto, faltan seis estrofas (25 versos) de «Sé que me estás esperando» y el título y la primera mitad (21 versos) de «Tierra y amor para el olvido».
[96] «Acaso», p.14.
[97] «El poeta se muere en el momento», p. 18.
[98] «La gran ciudad dormida», p.13.
[99] «Calle de los vivos muertos», p.15. Dedicado a Antonio Vaquero Poblador y a Juan Antonio Ferreiro.
[100] «Mar», p. 16.
[101] «Alameda», p. 17. Dedicado a Moríñigo del Barco.
[102] «El poeta se muere en el momento», p.18. Dedicado a Manuel Lozano Fuego.
[103] «Sombras», p. 20.
[104] «Las siete de la tarde», p.19. Dedicado a Manuel Sanabria y Anita Pérez-Flórez.
[105] «Sombras», p. 20.
[106] «Ventana», p. 21. Dedicado a Guillermo Silveira.
[107] «Ventana», p. 21.
[108] «Noche y alba», pp.25-26. Lleva una cita de L.F. (León Felipe): «Aquí vino / y se fue».
[109] Jesús Delgado Valhondo, «La careta», Hoy (Badajoz), 27-2-63.
[110] «Noche y alba», p. 25.
[111] Juan Ramón dice en el poema «Primavera y sentimiento» de Rimas: «Los sauces me llamaron, y no quise / decir que no a las voces de los muertos». Es decir, existe en nuestra lírica la concepción de los árboles no sólo como seres humanos (árbol solo), sino también como receptores del espíritu de los seres humanos que mueren.
[112] «Solo», p. 27. Dedicado «A mis compañeros Luis A. Lencero [y] Manuel Pacheco». Los tres formaban el llamado triángulo poético extremeño, que por estas fechas se reunía para intervenir en recitales y otras actividades literarias.
[113] «Ese espejo», pp. 28-29.
[114] Jesús Delgado Valhondo, «La careta», Hoy (Badajoz), 27-2-63.
[115] «Mirada de Dios», p. 30. Dedicado a Antonio Zoido.
[116] «Algo no anda bien», pp. 31-32. Lleva una nota: «El poeta invita a un amigo que sea crítico, Carlos Luis Álvarez, por ejemplo, para que venga a visitarle».
[117] «Dorada mediocridad (poema para leer con énfasis de mediocre)», p. 33. Dedicado a José María Osuna. Lleva una cita de Horacio: «Aurea mediocritas».
[118] «Dorada mediocridad (poema para leer con énfasis de mediocre)», p. 34.
[119] idem, p. 33.
[120] «Tierra y amor para el olvido», p. 37.
[121] Jesús Delgado Valhondo, «Los baches de la vida», Hoy (Badajoz), 9-11-65.
[122] «Dorada mediocridad», p. 34.
[123] «Sé que estás esperándome», pp. 35-36.
[124] «Tierra y amor para el olvido», pp. 37-38.
[125] «La gran ciudad dormida», p. 13.
[126] «Tierra y amor para el olvido», p. 38.
[127] «Sé que estás esperándome», pp. 35-36.
[128] idem, p.35.
[129] «Tierra y amor para el olvido», p. 38.
[130] Director de la Colección Rocamador, que editó El secreto de los árboles.
[131] «Tierra y amor para el olvido», p. 37.
[132] Carta de Vicente Aleixandre a Jesús Delgado Valhondo, Madrid, 11-11-63.
[133] Carta de José Luis Cano a Jesús Delgado Valhondo, Madrid, 29-11-63.
[134] Carta de Fernando Lázaro Carreter a Jesús Delgado Valhondo, Salamanca, 11-11-63.
[135] Carta de Dámaso Alonso a Jesús Delgado Valhondo, Madrid, 4-12-63.
[136] Carta de José María Valverde a Jesús Delgado Valhondo, San Cugat del Vallés, 20-2-64.
[137] Jesús Delgado Valhondo. «Oscuridad y misterio», Hoy (Badajoz), 9-8-62.
[138] «La calle», p. 11.
[139] «Calle de los vivos muertos», p. 15.
[140] «Sé que estás esperándome», p. 36.
[141] «Dorada mediocridad (poema para leerlo con énfasis de mediocre)», p. 34.
[142] «La calle», p. 9.
[143] «Callejón sin salida», p. 11.
[144] «Calle de los vivos muertos», p. 15.
[145] «El poeta se muere en el momento», p. 18.
[146] «Noche y alba», p. 25.
[147] «Mirada de Dios», p. 30.
[148] «Algo na anda bien», p. 31.
[149] «Acaso», p. 14.
[150] «Sombras», p. 20.
[151] «Calle de los vivos muertos», p. 15.
[152] «Noche y alba», 25.
[153] «El poeta se muere en el momento», p. 18.
[154] «Solo», p. 27.
[155] «La siete de la tarde», p. 19.
[156] «Alameda», p. 17.
[157] «Sombras», p. 20.
[158] «Ventana», p. 21.
[159] «Tierra y amor para el olvido», p. 37.
[160] «La calle», p. 9.
[161] «Asombros», p. 11.
[162] idem.
[163] idem, p. 13.
[164] «Cualquier día sucederá», p. 49.
[165] «Pobre espiritual», p. 31.
[166] «Algo olvidado y oscuro», p. 25.
[167] «El fantasma», p. 47.
[168] «Asombros», p. 13.
[169] «Algo olvidado y oscuro», p. 25.
[170] «Tiempo perdido», p. 17.
[171] «Términos medios», p. 19.
[172] «El loco», p. 43.
[173] «Selva virgen», p. 59.
[174] «Asombros», p. 11.
[175] «Tiempo perdido», p. 17.
[176] «Buscando mi infancia en la ciudad donde nací», p.15. Dedicado a José María Pemán.
[177] «Tiempo perdido», p. 17.
[178] idem, p. 18.
[179] p. 19.
[180] «Términos medios», p. 19.
[181] idem.
[182] idem.
[183] Esta interjección parece ser una errata, pues por el sentido debía ser una conjunción disyuntiva con la que el poeta plantea a los demás dos posibilidades.
[184] «Términos medios», p. 19.
[185] «Porque somos de tiempo», p. 21. Dedicado A Manolo. A Paqui. Se trata de Manuel Martínez-Mediero y su mujer.
[186] «La cicuta», p. 23. Este poema ya apareció en La esquina y el viento, con una leve variación en el último verso «silencioso» por «soñado». Valhondo explicó su sentido en el «El poeta en el campo». Hoy (Badajoz), 15-5-69.
[187] p. 25.
[188] «Algo olvidado y oscuro», p. 25.
[189] p. 27.
[190] Carta de Jesús Delgado Valhondo a Fernando Bravo. Badajoz, 2-11-70.
[191] «La cuerda del reloj», p. 29.
[192] «Pobre espiritual», p. 31.
[193] idem.
[194] idem.
[195] pp. 33-35.
[196] Véase «Amanecer en la catedral» de Hojas húmedas y verdes.
[197] «La catedral», p. 35. Dedicado a Juan Ruiz Peña, director junto a José Ledesma Criado de la Colección Álamo, que publicó ¿Dónde ponemos los asombros?
[198] «La novela», p. 39. La dedicatoria de este poema a José Ledesma Criado creemos que se debe a una errata del editor, pues pensamos que el poeta quiso dedicarle la segunda parte completa. Llegamos a esta conclusión porque Valhondo dedicó la primera parte a Joaquina, su mujer, y no tiene sentido que la segunda no se la dedique a nadie y sin embargo tenga dedicado sólo el primer poema a Ledesma Criado.
[199] «Dentro del alma vivo al hombre», p. 52.
[200] «Final del camino», p. 53.
[201] «Dios en la noche», p. 45.
[202] Rafael Morales, «Amargura y esperanza en la poesía de Delgado Valhondo», Arriba (Madrid), 2-1-69.
[203] «Figura», p. 41.
[204] pp. 43-44.
[205] «El loco», p. 43.
[206] idem.
[207] «El fantasma», p. 47.
[208] idem, p. 47.
[209] «Cualquier día sucederá», p. 50.
[210] idem, p. 49.
[211] «Anécdota», p. 56.
[212] «Comunión», p. 58.
[213] Título del último poema del libro, pp. 59-60.
[214] Carta de Marcelino García Velasco a Jesús Delgado Valhondo, Palencia, 1969.
[215] «Cualquier día sucederá», p. 50.
[216] «El loco», p. 43.
[217] «Buscando mi infancia en la ciudad donde nací», p. 15.
[218] «Tiempo perdido», p. 17.
[219] «Calle de la nada», p. 27.
[220] «Pobre espiritual», p. 31.
[221] «El fantasma», p. 47.
[222] «Porque somos de tiempo», p. 21.
[223] «La cicuta», p. 23.
[224] «Algo olvidado y oscuro», p. 25.
[225] «La cuerda del reloj», p. 29.
[226] «Catedral», p. 33.
[227] «Asombros», p. 11.
[228] «El fantasma», p. 47.
[229] «Comunión», p. 57.
[230] «Términos medios», p. 19.
[231] «La cuerda en el reloj», p. 29.
[232] «Cualquier día sucederá», p. 49.
[233] «Final del camino», p. 53.
[234] «Comunión», p. 58.
[235] «Asombros», p. 12.
[236] «Tiempo perdido», p. 17.
[237] idem, p. 18. El último verso citado («y nos sentamos a la puerta») nos recuerda aquel otro del poema «Yo estaba allí sentado» de La muerte del momento: «En el umbral sentado / de par en par la puerta».
[238] «La cuerda en el reloj», p. 29.
[239] «Catedral», pp. 33-35.
[240] «Buscando mi infancia en la ciudad donde nací», p. 15.
[241] «Porque somos de tiempo», p. 21.
[242] «Figura», p. 41.
[243] «Final del camino», p. 53.
[244] «Anécdota», p. 56.
[245] «Algo olvidado y oscuro», p. 25.
[246] «Calle de la nada», p. 27.
[247] «Selva virgen», p. 59.
[248] idem.
[249] «Dios en la noche», p. 45.
[250] Carta de Emilio Vera a Jesús Delgado Valhondo, Madrid, 25-9-69.
[251] Carta de José María Rodríguez Méndez a Jesús Delgado Valhondo, Barcelona, 21-11-69.
[252] Carta de Leopoldo de Luis a Jesús Delgado Valhondo, Madrid, 28-9-69.
[253] Carta de Garciasol a Jesús Delgado Valhondo, Madrid, 10-10-69.
[254] Carta de Lázaro Carreter a Jesús Delgado Valhondo, Salamanca, 28-10-69.
[255] Eugenio Frutos, «¿Dónde ponemos los asombros?«, Índice (Madrid), nº 260, 15-12-69.
[256] Carta de José María Moreiro a Jesús Delgado Valhondo, Madrid, 25-8-71.
[257] Que pidió Ángaro a Valhondo como al resto de los participantes para ilustrar la Antología primera.
[258] Presentación de La vara de avellano, p. 8. Como se puede comprobar dice con orgullo que Valhondo «interviene por cuarta vez». Este número de colaboraciones indica la estrecha relación del poeta extremeño con el grupo Ángaro de Sevilla.
[259] Es la segunda estrofa de «Árboles hombres», poema de Romances de Coral Gables de Juan Ramón Jiménez.
[260] «La vara de avellano», p. 15.
[261] «La vara de avellano», p.15. También se localiza en Machado la imagen del espejo como símbolo de la falta de identidad del ser humano: «un solitario que avanza / sin camino y sin espejo?» (poema XLV de Poesías completas, p. 244) y la desorientación que conlleva su rotura: «en el inmenso espejo, / donde me miraba un día» (poema XLIX. Ibídem).
[262] También Machado veía en el espejo la relación con sus semejantes: «Busca en tu prójimo espejo; / pero no para afeitarte / ni para teñirte el pelo», poema XXXIV de Poesías completas, p. 295. «Un corazón solitario no es un corazón; porque nadie siente sino es capaz de sentir con otro, con otros … ¿por qué no con todos?». «Diálogos entre Juan de Mairena y Jorge Meneses», p. 366. Incluso para Abel Martín «no es la belleza el gran incentivo del amor, sino la sed metafísica de lo esencialmente otro», p. 337. Valhondo vuelve a tratar la necesidad de reflejarse en otros para conocerse a sí mismo en el poema «Todo cae» de Inefable domingo de noviembre.
[263] «La vara de avellano», p. 15.
[264] «Álamos», p. 16.
[265] «El pinar», p. 18.
[266] idem, p. 18.
[267] Como Beatriz en la escena espeluznante de la leyenda «El monte de las ánimas» de Bécquer. Madrid, Alianza, 1979, p. 116.
[268] «El pinar», pp. 17-18.
[269] Recordemos el poema «Viaje en tren» de Canciúnculas.
[270] «Viaje», p. 19.
[271] «Viaje», p. 20.
[272] idem.
[273] idem.
[274] «Y pobre y triste», p. 23.
[275] idem, p. 24.
[276] idem.
[277] «La vara de avellano», p. 15.
[278] idem.
[279] «Tribulación», p. 25.
[280] idem.
[281] «Crucificada sangre», p. 26. En la página 27, aparece un dibujo de Francisco Pedraja que representa un rincón de la Plaza Alta de Badajoz.
[282] «De esta calle nunca jamás saldré», p. 29.
[283] «Abre en el aire un hueco», p. 30.
[284] idem.
[285] Jesús Delgado Valhondo. «Dorada mediocridad de la vida provinciana» y «Capital de provincia». Ambos editados en Nuestra ciudad (Badajoz), octubre 1970.
[286] «Tarde de domingo», p. 32. Lleva una cita de Gabriel y Galán: «Así murió aquella tarde solo y quejándose al sol», que viene a ilustrar la situación de soledad en la que está instalado el poeta.
[287] Aquí se encuentra el germen de Inefable domingo de noviembre e Inefable noviembre.
[288] «Tarde de domingo», p. 31.
[289] idem, p. 32.
[290] idem.
[291] idem.
[292] pp. 33-34.
[293] «Retrato de muchacha en una casa de huéspedes», p. 33. De este poema Jesús Delgado Valhondo hizo una versión en prosa, que tituló «El retrato» y publicó en Cuentos y narraciones. Badajoz, Universitas, 1978, pp. 18-20. Dieciocho años antes había editado un artículo, «El retrato» (Hoy, 12-7-60), en el que trataba este tema por primera vez.
[294] Moisés Cayetano Rosad,. «Nuevo libro de Jesús Delgado Valhondo», Mecanografiado, archivo particular del poeta.
[295] «El olvido», pp. 37-38.
[296] «Guadiana», p. 22. Este poema lleva una cita de Juan Ramón: «Viene una música lánguida, / no sé de dónde en el aire» como la que deja el río Guadiana en el espíritu del poeta con su eterno pasar. En el artículo «El poeta y el Guadiana» (Hoy, 5-1-61), Valhondo explicó la relación espiritual que mantenía con el río.
[297] «Espíritu de árboles», p. 39.
[298] ibídem.
[299] «El mundo-gente», p. 45.
[300] idem, p. 44.
[301] idem, p. 43.
[302] «Abre en el aire un hueco», p. 30.
[303] «El mundo-gente», p. 45.
[304] idem, pp. 45-46.
[305] idem, p. 44.
[306] «Tribulación», p. 42. Lleva una cita del Libro de Job: «Seis veces te sacará de la tribulación y la séptima no te alcanzará mal», que justifica el título y el contenido del poema.
[307] «Tirar de la manta», p. 41.
[308] idem, p. 42.
[309] idem.
[310] «El mundo-gente», p. 45.
[311] «Letanía de la culpa», p. 50.
[312] Carta de Hugo Emilio Pedemonte a Jesús Delgado Valhondo. Sevilla, 21-12-79.
[313] «El tonto del pozo», p. 21.
[314] En esta idea se encuentra recogida la génesis de Los anónimos del coro, penúltimo libro de poemas de Jesús Delgado Valhondo.
[315] «Mujer de vida fácil», p. 36. Tiene un subtítulo: «(Fábula con moraleja)», que indica la conclusión a la que llega el poeta: La vida de la prostituta de alguna forma es parecida a la del ser humano en cuanto que está sola frente a los demás como el hombre, que está solo sin Dios y, como ella, termina desamparado.
[316] idem, p. 36.
[317] Víctor García Camino, «Jesús Delgado Valhondo. Aportación para un comentario», Revista de estudios extremeños (Badajoz), XXXVIII, I, 1982, pp. 139-163.
[318] «Mi hermano Juan», p. 52.
[319] «Crucificada sangre», p. 26.
[320] «Guadiana», p. 22.
[321] «Letanía de la culpa», p. 47.
[322] «El pinar», p.17.
[323] «Letanía de la culpa», pp. 47-50.
[324] idem, pp. 47-50.
[325] «La vara de avellano», p. 15.
[326] «El pinar», p. 18.
[327] «El tonto del pozo», p. 21.
[328] «De esta calle nunca jamás saldré», p. 29.
[329] «Abre en el aire un hueco», p. 30.
[330] «Mujer de vida fácil», p. 35.
[331] «Letanía de la culpa», p. 48.
[332] «El pinar», p. 17.
[333] «Viaje», p. 19.
[334] «Guadiana», p. 22.
[335] «El mundo-gente», p. 45. Dedicado a José María Rodríguez Méndez.
[336] «Mi hermano Juan», p. 52. Después del título, lleva unos versos del poema «Cáceres» de Aurora. Amor. Domingo: «Mi madre, mis hermanos. / Ya sólo Juan. Mi casa …», que nos indica la soledad a la que llega el poeta una vez muerto su hermano Juan, el familiar más cercano que le quedaba.
[337] «Tribulación», p. 25.
[338] «De esta calle nunca jamás saldré», p. 29.
[339] «Guadiana», p. 22.
[340] «Y pobre y triste», p. 23.
[341] «Abre en el aire un hueco», p. 30.
[342] «Espíritu de árboles», p. 39.
[343] «Álamos», p. 16.
[344] «Tribulación», p. 25.
[345] Víctor García Camino. «Jesús Delgado Valhondo. Aportación para un comentario». Revista de estudios extremeños (Badajoz), XXXVIII, I, 1982, pp. 139-163.
[346] «Álamos», p. 16.
[347] «El pinar», p.17.
[348] Carta de Buero Vallejo a Jesús Delgado Valhondo, Madrid, 18-9-78.
[349] Carta de José Ledesma Criado a Jesús Delgado Valhondo, Salamanca, 13-2-74.
[350] Arsenio Muñoz de la Peña, «El avellano de Valhondo», Béjar en Madrid (Madrid), 5-10-74.
[351] José María Bermejo, «La vara de avellano«, Hoy (Badajoz). Y también en La estafeta literaria (Madrid), 15-6-74.
Fotografía cabecera: Detalle de la Plaza Mayor de Trujillo, con la escultura de Pizarro de protagonista