Poesía (III,5)
RUISEÑOR PERDIDO EN EL LENGUAJE (1987)
Ruiseñor perdido en el lenguaje es un libro dividido en dos partes con distintos contenidos, que no obstante suponen en conjunto un nuevo ahondamiento reflexivo de Jesús Delgado Valhondo en sus problemas trascendentales porque, a estas alturas de su vida y de su obra lírica, siente con más nitidez la acción negativa del tiempo y la cercanía de la muerte.
De ahí que por un proceso lógico en su primera parte el libro sea una rememoración nostálgica y una justificación melancólica y angustiada de su vida («Tengo un poeta autobiográfico donde intento definirme o quizás justificarme»[1]), en forma de repaso nostálgico de su existencia que está llegando irremisiblemente a su final. Así lo supo ver Antonio Zoido cuando, después de leer el libro, aseguró: «Valhondo profundiza sobre todo en la nostalgia»[2] entresacando del cúmulo de sensaciones sugeridas por el poeta en Ruiseñor… la emoción que más destacada sobre las otras, porque el libro es la esencia de su nostalgia existencial convertida en poesía.
En su segunda parte Ruiseñor perdido en el lenguaje es otra justificación del estado escéptico que el poeta soporta al final de su vida, cuando intenta usar el amor como último recurso para superar a la muerte y tras el fracaso resultante acabar insistiendo en los temas preocupantes, que lo mantenían intranquilo en esta etapa crepuscular de su vida: el pasado, los recuerdos (sobre su amor divino y humano de antaño), la fugacidad del tiempo y la proximidad de la muerte. Aunque ahora los expresa con una forma distinta a la primera en moldes clásicos para imprimirles más rigor y empaque, intentando llamar la atención sobre la nitidez con que el poeta los siente cuando nota cómo se acelera el tiempo y se aproxima la muerte, ante la que se encuentra indefenso porque nada hay que pueda detenerla ni esperanza en la inmortalidad para superarla.
«A mí me han construido como a todos vosotros. La vida es algo horrible; yo ya soy viejo y la veo desde esta altura mía: los de arriba nos dicen lo que tenemos que hacer»[3] aseguró Valhondo contundentemente en un comentario previo a la lectura del poema «Jesús Delgado» de Ruiseñor perdido en el lenguaje, donde se refleja ese horrible sentimiento del que se nota, en el ocaso de su existencia, desorientado, escéptico, indefenso y solo.
Ángel Campos ahonda en el contenido del libro, trasciende su significado superficial y entiende que Ruiseñor… «Como el de San Juan, como el Keats, como la Filomela de Rubén Darío, el Ruiseñor de Valhondo es también una reflexión sobre el hecho de escribir, sobre la absoluta necesidad personal de la escritura»[4]. Es cierto, porque Ruiseñor … supone una reiteración de las preocupaciones existenciales del poeta sobre las que ejerce una mayor influencia negativa el tiempo, a la vez que es el resultado de la necesidad de seguir exponiéndolas por escrito y en forma lírica. No se debe olvidar que Valhondo había pensado que Inefable … fuera su último libro de poemas y sin embargo ese escape, que le suponía la poesía, lo arrastró a seguir escribiendo a pesar de que cada vez le costaba más expresar sus preocupaciones con palabras como se puede deducir de este verso del poema «Tu nombre»: «voy buscando el fantasma del pronombre»[5] o de este otro de «Rosas en el ocaso»:
«Tengo muchas palabras en las manos.
No sé qué hacer con ellas»[6].
Ruiseñor perdido en el lenguaje fue publicado en febrero de 1987 por la colección Kylix dirigida por Juan María Robles Febré, sacerdote onubense afincado en Badajoz. La tirada del libro fue de 250 ejemplares, numerados y firmados por el poeta. Posteriormente Ruiseñor … sería incluido en Poesía[7] (1988) con estas variantes:
En «Temo al mendigo que bendice», v. 12: «la vida entera del almario» (Kylix), «La vida entera del armario» (Poesía). “armario” es una simple errata pues el poeta quiso decir “almario”, término creativo que significa «lugar donde se guardan sentimientos espirituales».
En «Te conocí cuando olvidé nombrarte», v. 9: «en esta soledad que eres tú misma» (Kylix), «en esa soledad que eres tú misma» (Poesía), también debe tratarse de una errata porque “esta” hace la soledad más presente.
En «Libro mi corazón para la duda» (Kylix), «Libro mi corazón para la huida» (Poesía). Por el sentido del soneto la palabra original sería “duda” que aparece claramente expresada en dos versos: «sin saber dónde está la primavera» (v. 11) y «y no saber la pena de quién era» (v. 14). No obstante la idea de huir es sugerida cuando dice el poeta: «Y yo he de irme» (v. 10), por lo que el editor de Poesía pudo pensar que “duda” era una errata y puso “huida”.
En «Noviembre otra vez», v. 12: «en un secreto alegre de alborada» (Kylix) / «es un secreto alegre de alborada» (Poesía). Es sin duda una errata del editor de Poesía, porque es la preposición “en” la que encaja perfectamente en el significado.
A través de dos cartas del 20-5-84 y otra del 30-5-84, firmadas por Ricardo Senabre se sabe que la elaboración de los sonetos de la segunda parte es muy anterior a la publicación del libro (1987) y que la redacción definitiva de estos poemas se sitúa poco después del intercambio de poemas y cartas que en mayo de 1984 se estableció entre ambos, cuando Valhondo realizó algunas de las correcciones sugeridas por Senabre:
En “Rosas del ocaso», el verso 13 en el original debió decir: «ayes, alondras, el gozo al descubierto». Senabre le advirtió que sobraba una sílaba y que quitara el artículo “el”; Valhondo así lo hizo.
En el primer verso del soneto «Libro mi corazón para la duda» en el original no decía: «Añoranzas de luz» sino «Añoranzas de amor». Senabre le advierte que el verso 3 sólo sería endecasílabo si se hacía hiato entre “que” y “arde”, pero el verso publicado en Kylix no contiene la primera palabra, en su lugar dice “la Virgen”. Por tanto, la advertencia de Senabre debió llevar al poeta a buscar una palabra que encajara significativa y métricamente y eligió la citada para que el verso midiera un endecasílabo.
En «Tu nombre» el primer verso en el original decía: «Se desdibuja en la noche tu estatura» y en Kylix: «Se desdibuja en beso tu estatura». Senabre le advirtió que este verso era un dodecasílabo y el poeta cambió “la noche” por “beso” para quedarlo en un endecasílabo.
En «Árbol solo» el primer verso en el original decía: «Pueblo hueco. Plena plaza transparente». Senabre sólo le hizo la objeción de que “transparente” no encajaba y además añadía una sílaba, por eso le sugería que la cambiara por “silente” después de alabarle la asonancia “pueblo-hueco” y la aliteración “plena-plaza”. Pero curiosamente Valhondo optó por quedar el verso de esta manera: «Pueblo hueco. La plaza transparente», es decir, deja “transparente” y cambia “plena” por “la” para evitar que el verso fuera dodecasílabo.
En «Me enamoró la muerte de manera» el cuarto verso en el original debió tener otra elaboración, porque Senabre le sugiere que quite «una», pero esta palabra no aparece ni se puede encajar en el mismo verso de Kylix: «donde el amor por ciego no te viera». Por tanto el verso original debía tener problemas de medida y Valhondo lo alteró.
Sobre el primer verso de «Cima de libertad», «Cima de libertad, enamorada mía», Senabre le hace a Valhondo una objeción y éste posteriormente le remite otro: «Cima de libertad insaciable», que no le gusta a Senabre porque resulta evidente la mayor calidad del primero. Al final, el poeta extremeño lo queda como estaba en un principio.
El último verso de este soneto: «del tiempo que ha ganado el último latido», decía en el original: «del corazón ganando el último latido». Senabre llama la atención del poeta sobre el uso ambiguo del gerundio «ganando», porque podía referirse a “la dulce entretenida” o a “corazón”. Valhondo evitó el gerundio con la forma verbal compuesta («ha ganado») y solucionó la ambigüedad con una oración de relativo, que claramente se refiere a tiempo.
El primer verso de «Ortigal oscuro» en el original decía: «Antes de volver la espalda, de irme». Senabre le advierte el encuentro de la e de “de” y la i de “irme”, porque «puede resultar un tanto forzado». Valhondo lo soluciona cambiando la dos últimas palabras del verso por “sentirme”.
Por lo demás, la opinión de Senabre fue muy positiva como se puede deducir de estos comentarios que le envió en las cartas citadas: «He leído los sonetos, y los he releído dejándome mecer, porque tienen tu sello inconfundible y la correspondiente y esperable calidad. […] El conjunto es muy hermoso y homogéneo, y se ve que te ha salido de un tirón. Como es habitual en ti, tienes un admirable sentido del lenguaje y encuentras la forma inesperada, pero exacta, la adjetivación insustituible. […] es un ramillete de sonetos tan hermoso como fragante»[8].
Jesús Delgado Valhondo, animado por Robles Febré, quiso realizar una segunda edición de Ruiseñor… pues en octubre de 1991 declaró: «Quiero hacer la segunda edición de Ruiseñor … y meterle tres sonetos que tengo aquí», pero el deseo se quedó en proyecto a pesar de los buenos propósitos del editor de Kylix.
El primer detalle que llama la atención al analizar los temas de Ruiseñor perdido en el lenguaje son los títulos del libro y de las dos partes que lo forman por su contenido lleno de significado:
El título del libro es una metáfora que puede ser traducida como “poeta perdido en la vida” y también indica la lucha que el poeta mantuvo siempre con la palabra hasta terminar perdido en los entresijos de un sistema de signos que se le quedó corto para expresar las sutiles sensaciones e inefables intranquilidades que sentía: «Esta es la razón primera de este monográfico: homenajear al poeta que, durante tantos años, persiguió sin descanso al Ruiseñor de la poesía perdido en el lenguaje»[9].
El título de la primera parte, «Jesús Delgado», es el nombre y primer apellido del poeta[10] convertido en rótulo de un poema, que anuncia un retrato de sus señas de identidad existencial a modo de radiografía retrospectiva, en la que van a aparecer todos sus traumas y fantasmas que explican el estado espiritual, desencantado y escéptico, característico de esta etapa de su vida y su poesía.
Dice Sánchez Pascual de este título: «La primera parte se titula ‘Jesús Delgado’. Nombre y primer apellido como título, que era como se le llamaba en sus orígenes al poeta, al que vuelve él para pasar sobre su propia vida ¿Para repasarla también? Todo lo que fue y ha sido, va y viene en el poema. Toda la vida del poeta cabe en ese pequeño espacio. Más: cabe en uno solo cualquiera de los versos donde se esconde la calidad de un hombre que tiembla al conocerse meditativamente»[11].
El título de la segunda parte, «Poemas de amor para la muerte», resulta bastante revelador pues el poeta todo lo que hace ahora en la última etapa de su existencia se encuentra impregnado de amor y muerte, el alfa y el omega de su vida que ahora domina su presente donde sólo hay un pasado perdido lleno de recuerdos de cuando su amor lo llevó a indagar en sí mismo y en los otros, y un futuro con un final ineludible, la muerte. Por tanto ahora son las únicos conceptos que ocupan su mente en un intento de trascender ese fatal momento, como Quevedo que encontró en el amor un medio de superar la muerte[12].
En su primera parte también Ruiseñor … (como Inefable …) es un libro invadido por la amenaza del tiempo, la nostalgia de los recuerdos, la pérdida del pasado, la falta de identidad, la dolorosa soledad y la triste desorientación, sentimientos que de repente comienzan a aparecer desde el primer verso sin previo aviso, indicando la urgencia que tiene el poeta de hacerse este repaso de su vida, en una especie de exorcismo purificador de intranquilidades.
Esa necesidad del poeta por confesar sus angustias no es más que el deseo de rememorar un tiempo ido y a la vez de justificar su estado espiritual y escéptico con la revisión de una existencia, que se le ha pasado casi sin darse cuenta y sin embargo la encuentra llena de muchas existencias entrecruzadas, pero vividas sólo a medias («Estuve en otro sitio. / Otra manera de vivir, acaso / otra forma, / otro corazón soñado, / caminos sin terminar, / cruzados»[13]), de personas que le precedieron en el río de la vida y ahora el tiempo sólo le ha quedado de ellas un lúgubre, borroso y lejano recuerdo («Fantasmas. Espejos. / Retratos»[14]), de deseos insatisfechos («En la calle me quedo retazos / de hechos, biografías. / Universos soñados»[15]) de seres solitarios acompañados («una alameda en el paisaje de la calle»[16]) que los va apartando de él sumiéndolo en una triste melancolía y en una desgarradora nostalgia.
Ante esta realidad insufrible el poeta se refugia en el rincón más recóndito de su espíritu donde se siente protegido y, desde esa atalaya espiritual, inicia el repaso retrospectivo de su vida marcando claramente las distintas etapas por las que había pasado:
De la niñez tiene una visión angustiada porque trata de encontrar en la distancia una imagen nítida de cuando fue niño, pero sus recuerdos se sitúan tan lejanos que duda si alguna vez lo fue porque ya no se acuerda bien de cómo era:
«y pienso si he sido niño,
me busco y no me hallo»[17].
Y al final de este grupo de versos (como sucederá hasta el término del poema) aparece el estribillo «Juego. Me canso»: «En la vida hay dos cosas importantes: el oficio y el juego. El arte es juego, la arquitectura, las matemáticas -los conjuntos- … El oficio es para subsistir y dedicarnos al juego», explicó el mismo poeta en una ocasión[18]. «Juego» puede tener un doble significado: uno, el recuerdo de sus juegos infantiles cuando correteaba sin preocupaciones por el barrio de San Mateo de Cáceres, que viene a su memoria con la nitidez de un tiempo pasado que fue mejor. Y otro la ironía de la vida que aparentemente es un juego, pero en realidad se trata de una tremenda paradoja por dos motivos: uno, el azar del juego hace que éste termine unas veces perdiendo y otras ganando, pero la vida siempre finaliza en el encuentro con la muerte. Y otro, la vida es un juego patético donde el ser humano se ve forzado a participar, aunque sea consciente de que se trata de una actividad macabra con un final trágico.
«Me canso» acumula varias sensaciones experimentadas por el poeta: el peso del tiempo al esforzarse en recordar el pasado que ahora se le pierde en la nebulosa de la distancia temporal, el cansancio producido por su larga existencia y la sensación de derrota que lo invade en los últimos años de su vida.
Teniendo en cuenta el sentido trascendente con que impregnaba Valhondo sus vivencias, se detecta en esta aclaración filosófica la síntesis de su concepción raciovitalista de la existencia: «Kant opone al oficio el arte; el oficio es un trabajo; el arte, un juego (Juego. Me canso). Heidegger comenta que el Hombre no juega sino cuando es verdaderamente Hombre y no lo es sino cuando juega; el juego y la fatiga, el juego y el cansancio es toda la vida»[19]. La lucha (el juego) con el misterio de la vida por encontrarle sentido deja al ser humano agotado y sumido en el desencanto y la soledad; ésta es la idea que repitió Valhondo insistentemente no sólo en este libro de poemas, sino siempre que tuvo oportunidad en los últimos años de su existencia, cuando la vida (el juego) lo sumió en el desencanto, dejó de luchar y sintió con más intensidad la cercanía de la muerte.
De la adolescencia, su recuerdo se centra en su encuentro con el amor, cuando sintió las sensaciones placenteras de la relación amorosa:
«Mi novia, primavera,
[…]
Sus cabellos son rubios,
sol hilado,
[…]
en ellos meto los dedos
[…]
Beso sus labios»[20].
También recuerda de esta etapa su incipiente religiosidad («Estreno […] / un esclavo que siempre llevo / de escapulario»[21]), su época de formación intelectual y su madurez prematura («Estudio. Pienso»[22]), que será la que lo convierta en una persona tempranamente buceadora en los entresijos del alma humana y como consecuencia lo llene de frecuentes y contradictorias intranquilidades espirituales. Y, al final:
«Juego. Me canso».
De la juventud, tiene grabada en su mente la pérdida de sus seres queridos y la soledad en que lo dejan acompañado únicamente por sus recuerdos («mis padres, mis hermanos. / Creo que soy un milagro. / Recuerdos. / Me quedo / solo. / Un árbol solo / a veces aislado»[23]) y por unas circunstancias en las que, demasiado joven, comienza a sentirse extremadamente frágil en manos de Dios y del hombre, que a su antojo dominan y modelan su personalidad:
«Soy joven,
me construyen»[24].
Y, al final, «Juego. Me canso».
De la madurez, recuerda la dureza del trabajo y la formación de su familia que, salvo alguna satisfacción, le dejó una sensación amarga de lucha por la vida, de tarea embrutecedora y monótona, de estrecheces miserables, de existencia abandonada como despojo al borde del camino y de obediente sumisión a las circunstancias:
«Tengo mujer e hijos.
[…]
Cuentas y cuentos.
[…]
Voy y vengo de casa al trabajo.
Vivo. Muero»[25].
También es la etapa en que comienzan a hacerle mella en su ímpetu anímico la triste realidad de la existencia, la frustración de su búsqueda de Dios, la agresión constante que el hombre soporta de algunos de sus semejantes, la destrucción que supone la creación de Dios y la soledad con que el ser humano tiene que enfrentarse a numerosos enigmas y a continuos fracasos, que lo desorientan y lo decepcionan.
Así, en esta sesión autopsicoanalítica que es Ruiseñor…, resulta lógico que aparezcan desgranados los misterios que siguen preocupando al poeta:
El pasado que observa en los vestigios de un museo, simples huellas, casi fantasmas, despojos de existencias que se pierden en la memoria del tiempo como si no hubieran existido y sin embargo martillean su mente presentándole la verdadera realidad de la caduca existencia humana, que el tiempo destruye sin remisión y la muerte se encarga de convertir en simples restos arqueológicos:
«Voy al museo
cuento cadáveres y santos.
[…]
¡Cuántos cadáveres flotando!
[…]
Se me juntan inefables devociones
con resabios.
[…]
Esculturas.
Mantos»[26].
Esta contemplación unas veces hace al poeta considerar positivamente la suerte de vivir («La memoria me regala / y me quita lo bailado»[27]) y otras le crea dudas, porque vacila entre el consuelo teórico de la religión y la crudeza de la dura realidad:
«Se me juntan inefables devociones
con resabios»[28]
Y, al final, «Juego. Me canso».
Quizás Valhondo en esos momentos se base en el derrotismo de Pascal que definía al hombre como una «estúpida lombriz de tierra, montón de dudas y desperdicio del universo». Y en Epícteto que, según Marco Aurelio, concebía al hombre «como un alma llevando a cuestas un cadáver»[29].
La visión que tiene el poeta del museo no es otra que su concepción trasvasada del mundo donde sólo encuentra despojos indicativos de la caducidad humana. El hecho de que naciera en Mérida, romana, visigoda y árabe a la vez, acentúa esta visión pues sus restos históricos hicieron más patente la realidad de la condición finita del ser humano y la suya.
La existencia de una sobrerrealidad ocupada por el espíritu de los antepasados, que siguen viviendo en los lugares donde habitaron como una obsesión que aparece a lo largo de la obra poética de Valhondo en numerosas ocasiones y será el origen de Los anónimos del coro, libro que sigue a Ruiseñor perdido en el lenguaje.
Esta idea obsesiva procede del empeño que Valhondo siempre puso en desentrañar la clave del misterio de la vida, partiendo de la idea siguiente: la historia es una película que se ha filmado y está guardada en algún sitio; sólo hay que descubrir el mecanismo capaz de rebobinarla y proyectarla de nuevo, porque toda esa gente que ha existido no puede haberse esfumado sin más. La imposibilidad de desentrañarla angustia al poeta, que se pregunta si ahí se encuentra la respuesta al enigma de la vida:
«Hay muchos cadáveres.
[…]
No hay cielo ni tierra.
Rezos amontonados»[30].
Y, al final, «Juego. Me canso».
El dolor que ha soportado el ser humano a lo largo de la historia: ante la contemplación de los restos del pasado, otro estremecimiento desgarrador invade el espíritu del poeta, cuando recuerda los sufrimientos que ha padecido el ser humano, acosado y perseguido por sus semejantes:
«todo se queda temblando
de miedo,
de historia,
de sangre que han derramado,
[…]
Un tremendo mundo roto
de espectáculos.
[…]
Gritos colgados
de angustias,
de clavos»[31].
Y, al final, «Juego. Me canso».
El fracaso de la relación humana, que lo arrastra al desengaño de creer en el hombre cuando ahonda en el pasado y en el presente y encuentra demasiado sufrimiento inútil y gratuito («Sangre de romanos. / Visigodos labrados. / Árabes […] / Árboles indecisos. / Espíritu de bosque. / […] / Mides con un triángulo / asomándote a los hombres / y vuelves desengañado»[32]). Demasiados deseos de poder y riqueza para luego caer en manos del tiempo y en el abismo de la muerte, es decir, para nada:
«Transcurren días
como si fuesen años.
Pasan años como si fuesen siglos alados.
Como si fuesen fallidos entusiasmos»[33].
Y, al final, «Juego. Me canso».
La concepción de un mundo invadido por la insolidaridad, que es contraria a los valores humanos («Juego y me hago daño / con las cartas en blanco»[34]) y deja en su ánimo una negra idea del mundo y la imposibilidad de alcanzar el horizonte deseado por encontrarse velado por una nube de pájaros, idéntica a la que nubla la luz del día en la película «Los pájaros» de Hitcotck:
«Veo la película.
[…] Llegan miles y miles
millones de pájaros
[…]
Es una nube negra que se mueve
hacia un inagotable ocaso,
horizonte inmenso
para saltarlo»[35].
Esta lúgubre sensación del poeta, referida a una persona en el lenguaje común, suele ser traducida por medio de una significativa expresión: «lo ve todo negro» cuando alguien, por sus circunstancias y sus problemas vitales, cae en la desesperación y, en vez de captar el mundo distinguiendo su variedad cromática, únicamente lo percibe en blanco y negro.
El temor a una realidad preocupante y a un futuro incierto a manos de un destino caprichoso e incontrolable para el ser humano, que se ve arrastrado a la sumisión de pedir al cielo un auxilio que nunca llega:
«Cuando venga el nuevo día
si viene,
nos habrá descubierto rezando»[36].
Y, al final, «Juego. Me canso».
La desorientación a que está abocada la humanidad entera acosada por el tiempo, mientras vislumbra algún destello de esperanza en Dios y muchos de dudas y desorientación:
«La muchedumbre vaga sin remedio
tiene los instantes contados.
Los momentos a gotas
de rostros olvidados
de perdidos momentos eternos
y dudados»[37].
El presente descorazonador por ese pasado que aprisiona demasiado su alma y lo hace ver por todos los lados y en su misma casa instalada a la muerte que lo acecha insistentemente sin concederle tregua alguna:
«Llego a mi puerta, llamo.
Y yo mismo me abro.
[…]
Encuentro un muerto a media altura»[38].
Y, al final, «Juego. Me canso».
La realidad de un presente desolador por un pasado perdido inconscientemente para el que no vale actuar como una persona íntegra, sino como un ser solitario y desorientado que más fácilmente sucumba ante la rapidez del tiempo, la nostalgia de un pasado irrecuperable y la cercanía de la muerte, después de una vida extremadamente corta:
«Me falta tiempo.
Lo he perdido hablando.
[…]
Vuelvo atrás la cabeza.
Me tropiezo. Me caigo.
Soy viejo.
Me muero a chorros, Jesús Delgado.
Se resume la vida
y cabe en un pequeño espacio»[39].
Y, por último, la insistencia del estribillo: «Juego, me canso».
Este cansancio de Jesús Delgado Valhondo es entendido por Jesús Martínez como el resultado de un esfuerzo espiritual y estético: «Me gusta mucho el poema ‘Jesús Delgado’, en el que Delgado Valhondo es un receptor de sensibilidades y por eso se cansa». Ángel Campos interpreta el estribillo asegurando lo siguiente: «‘Juego. Me canso’, esto es, la reducción verbal de los dos momentos cruciales en la vida del hombre: la infancia y la vejez hermanadas en un pentasílabo»[40].
Es cierto, en el contenido del estribillo Valhondo recoge los dos polos entre los que oscila el sentido de la existencia humana, no exento de ironía ante la desgarradora realidad: los juegos en general intentan superar un obstáculo o desentrañar un misterio. El ser humano consciente desde su más remota memoria se encuentra instalado en la existencia, desorientado y solo, obligado por tal circunstancia a buscar respuestas al enigma que la envuelve como si de un juego se tratara. El hombre juega, busca, intenta desvelar el misterio, fracasa, vuelve a intentarlo una y otra vez y al final, ya mayor, se cansa, ebrio de sensibilidades y queda agotado, desorientado y escéptico como Valhondo.
Los catorce «Poemas de amor para la muerte», que forman la segunda parte, también suponen una insistencia en los temas trascendentes que impregnan toda la lírica de Jesús Delgado Valhondo aunque ahora enmarcados en la forma clásica del soneto y en la tradición lírica más representativa en congeniar contrarios (vida-amor-esperanza / muerte-dolor-desencanto). De este modo el poeta le imprime mayor novedad por su lírica sugerencia al mezclar el amor que supone vida con el dolor que en este momento significa muerte próxima y además lo entronca de esta forma con la tradición quevediana del «amor más allá de la muerte»: «La segunda parte lleva un título genérico: el tan quevediano ‘Poemas de amor para la muerte'[…]. Es una especie de compendio de todos los temas del poeta: Dios, la muerte, el amor, la libertad, la soledad, etc.»[41].
También la razón de este título es posible encontrarla en esta afirmación de Valhondo: «El amor y la muerte están juntos, ‘por ti me moriría’, le dice un amante a su amada o viceversa»[42].
Estos temas fundamentales, amor y muerte, destacan por tanto de la variedad temática que constituyen los asuntos en torno a los que giran los sonetos como ya se indica en el título: «dos grandes temas que conmueven toda la arquitectura de su ópera. El amor en Jesús Delgado, es la más difusa e impregnante esencia que pone verdores de optimismo en su estro, normalmente melancólico y tierno. Y la muerte [donde refleja] su mirada lacerante de dudas y estremecida fe», asegura Antonio Zoido[43].
El amor que aparece en los sonetos distingue las dos vertientes de este poderoso sentimiento humano: la divina y la humana. De tal forma que el primer soneto, «Esta mañana», es la exposición de los deseos místicos de volver a Dios desde la falta de pasión por la divinidad que le provoca su actual escepticismo y su conciencia de encontrarse solo ante la muerte, recordando nostálgicamente aquel pasado lejano donde su contacto espiritual con la divinidad lo alentaba («Busco el ayer para volver contigo / y comulgar de nuevo con tu aliento. / Estar varado en la pasión me siento»[44]). En cambio el soneto «Te conocí cuando olvidé nombrarte» es el recuerdo de la pasión amorosa («cabalgadura / de noches desbocadas»[45]) con una mujer determinada («Dulce hermosura / en el trono del tiempo al recrearte»[46]) que el poeta recuerda, cuando subconscientemente la saca del olvido («Te conocí cuando olvidé nombrarte»[47]).
Ahora su recuerdo vuelve nítido a la memoria del poeta por medio del ardor sensual que la mantiene viva y deseada en su memoria hasta el punto de quererla poseer en los brazos de la muerte, arrastrado por esa pasión incontrolable:
«loca pasión de ser donde quisiera
consumirte en la muerte a que me induces».
De esta forma el poeta conecta con la tradición clásica puesta al día por Quevedo, que encuentra en el amor un medio humano de superar la muerte en un momento crucial de su vida en el que necesitaba hallar una tabla de salvación y un consuelo. Estos versos además explican el sentido que el poeta le quiere imprimir al título que de momento intuimos completo de esta manera: «Poemas de Amor para SUPERAR la muerte».
Después de una larga época de escepticismo renace en el poeta el deseo de reanimar su espíritu, intentando rescatar de sus recuerdos el amor divino («voy buscando el fantasma del pronombre / solitario secreto del altar / levantado al silencio de tu nombre»[48]) y el amor humano («honda noche y mujer por mí soñada»[49]) que hace tiempo sintió.
El motivo no es otro que rehacer su vida emocional porque su innato vitalismo, a pesar de los fracasos acumulados, rechaza su actual escepticismo («estar varado en la pasión me siento»[50]) y la sumisión, la contradicción y el conformismo de los demás («Al que […] / dice / que todo le es igual»[51]) y quiere volver, para sentirse vivo, a experimentar el amor y el dolor de antes pues, aunque lo angustien, cree que le servirán para llenar su espíritu de esperanza («Amor que de labios me llenas / la vida entera del almario»[52]) y soportar su tristeza y su soledad:
“Llevo mi cruz hecha de penas
y subo solo a mi calvario»[53].
No obstante en el soneto «Libro mi corazón para la duda» la solución filosófica del amor que vence a la muerte, pura teoría, no logra tranquilizar al poeta cuando se enfrenta a sus dudas («morirme / y no saber la pena de quién era»[54]) y a su desorientación («he de irme / sin saber dónde está la primavera»[55]), acuciado por la idea de un final inminente. De ahí que, pasado ese momento ideal, la muerte siga apareciendo como un fatal destino que el amor no sólo no consigue eludir sino que incluso contribuye a aumentar la angustia del poeta al recordarlo pues, cuando lo tuvo, no lo aprovechó:
«Ala de vieja luz aquella tarde
en la que tu cansancio requería
de toda mi ternura y mi poesía,
de aquello que temí por ser cobarde»[56].
Por tanto el poeta comprueba que su amor, propio de un ser humano finito, resulta un mínimo obstáculo para interponer a la muerte, porque es consciente de que ese dulce recuerdo sólo es ideal puesto que, si no supo saborear la alegría de vivir, tampoco pudo sentir el amor con la placidez que expone («Y yo he de irme sin saber dónde está la primavera»[57]) y más en un momento donde se encuentra aprisionado entre recuerdos que continuamente lo intranquilizan («Paloma que me arrulla la memoria»[58]).
La conclusión a la que llega el poeta en el soneto «Cima de la libertad» es que el amor es destruido por el tiempo, como ya había advertido en el mismo título de los sonetos que ahora completo sería: «Poemas de Amor para ENTREGAR a la muerte»). Al principio el poeta sintió un apasionado amor divino que a la vez le daba vida y lo mataba («Amaba lo creado. / Amaba y me moría / de amor en silencio»[59]), aunque tenía el consuelo de compartir el dolor que le producía esta contradicción con su amada y de esta forma se le hacía soportable («Y el silencio tenía / el dolor de mi amada para agrandar el mío»[60]). Pero ahora el tiempo se ha llevado todos los soportes que lo mantenían enamorado: la mujer amada («de la mujer que fuese la dulce entretenida / del tiempo que ha ganado el último latido»[61]) y Dios:
«Almas, ahora, cayendo del cielo de la vida,
el aire las recoge en un rincón perdido
de la tierra hacia dentro, allá donde la herida
sangra y es tan profundo como el primer olvido»[62].
Así la muerte no sólo consigue destruir al amor sino también enamorar al poeta, hasta el punto de que la desaparición de su amada en el soneto «Me enamoró la muerte de manera» lo lleva a desear la muerte («Me enamoró la muerte de manera / que nada yo veía sino muerte. / Un motivo especial para quererte.»[63]), porque el dolor que sintió al perderla lo arrastra a morir con ella («bella crueldad de enjambre en primavera»[64]). Este dolor quedó en el poeta un sentimiento de caducidad («el cerco de tu ausencia / que conservo vistiéndome la herida»)[65] y de temor («tenebroso rubor de una existencia»[66]) que aún martillea su mente:
«del viejo caracol con mar lejano
celoso en el oído de la vida»[67].
Por esta razón el poeta definitivamente derrotado por la muerte en el soneto «Ortigal oscuro» piensa en el momento final de su existencia como si se tratara de una despedida amorosa definitiva, sin posibilidad alguna de trascender su amor más allá de ese fatal y triste momento («Al despedirme al borde del sendero / levantaré mirada sollozante / para decirte adiós y que te quiero»[68]), tras el cual será un simple espíritu errante caminando con la carga de sus anhelos insatisfechos:
«sólo seré milagro caminante
enfermo de aventuras. Prisionero
de las pequeñas cosas, mendigante»[69].
En los dos primeros versos de este soneto aparecen unas palabras muy significativas: «sentirme / solo»[70] (ante la muerte), porque explican la trascendencia de la imagen del árbol solo: la soledad que siempre ha temido el poeta no es la de la vida, sino la que sabe va a sentir en el momento de su muerte.
Y como consecuencia, al comprobar la inutilidad del amor para vencer a la muerte y la realidad de su soledad ante ella, aparece la melancolía tan presente siempre en la vida de Valhondo, ahora plasmada en el soneto «Rosas en el ocaso», que es una descripción de la tendencia del poeta a situarse en ese estado emocional. Pero la melancolía se inicia en un amanecer cuando la luz vence a las sombras de la noche no para traerle la paz como en otras ocasiones, sino para avivar su tristeza con el recuerdo de la muerte («el día / vendrá. / […] / Y volverá la muerte a ser el suelo / triste misterio de melancolía»[71]). El día avanza y sin embargo la melancolía se acentúa con la llegada de un bello atardecer donde, entre los tonos rosas del crepúsculo, el poeta ve mezclados el dolor y la esperanza del ser humano universal:
«Olas rizan trigales con humanos
ayes, alondras, gozo al descubierto
de un inefable atardecer de rosas»[72].
Este sentimiento, ya fuertemente melancólico, se agrava en el otoño por ser una época especialmente triste para el poeta como se puede comprobar en Inefable … y ahora en el soneto «Órgano de otoño», donde de nuevo insiste en esta estación que aquí sigue teniendo presagios de muerte y un significado trascendente con sentido trágico: el poeta se halla en el otoño de su vida, que es el paso previo al invierno de su existencia y por tanto al encuentro con la muerte:
«Pronto clamor de campo en el invierno
me cubrirá de ahogados los sentidos,
me llevará el otoño hacia la muerte»[73].
De ahí que este fuerte arraigo de la melancolía en el poeta se observe más nítidamente en el soneto «Noviembre otra vez», donde siente el peso de su dramática representación de la tragedia de la vida («su voz cabe / en mi amarga dramática careta»[74]) en este mes que influye tan negativamente en su ánimo que ni sintiendo el dolor de la existencia logra saber si vive o no:
«Pisas descalzo rosa con espino
y no sabes si existes o no existes»[75].
Esta melancolía aumenta un grado más cuando la vuelta al pasado trae a su mente en el soneto «Árbol solo» recuerdos dulces de su niñez y de un tiempo feliz («subiendo por mis años, / lejos, despacio y amorosamente»[76]), que desapareció con su enfermedad infantil («Cambia dolor por juguetes extraños»[77]) cuando la melancolía se fue apoderando de él y ya no le abandonará durante toda su vida («invisible pasión que hoy me atenaza / en el niño que fui»[78]), consiguiendo que se convirtiera en un ser solitario y escéptico:
«[…] me amenaza
dejarme el árbol sólo y aburrido»[79].
Al final el poeta desemboca en un determinismo fatalista, pues todo queda como estaba: el amor no es solución alguna para vencer al tiempo ni a la muerte ni existe forma humana de explicar el misterio de la vida. Está atrapado. Así lo hace saber el poeta en el soneto «Me están llamando desde Africa», donde siente la llamada del exótico continente en forma de cálida fragancia («Yo ya sé del olor de los camellos / del desierto aire, del sudor de negra»[80]) a la que, desde el retiro de su soledad («templo que escondido en un concierto»[81]), sabe que no podrá responder porque, aprisionado por la muerte («escucha el universo de una herida / en una extraña estancia de algo muerto»[82]) y el paso del tiempo («y donde es ayer y es hoy, todo es ida»[83]), está lleno de melancolía, desorientación y enigmas («y siempre igual, distinto, fiel, incierto / misterioso poema de mi vida»[84]), después de fracasar en su intento de superar a sus dos poderosos enemigos a través del amor.
Por último, llama la atención que seis de los catorce sonetos estén dedicados a personas cercanas al poeta (Juan Manuel Rozas -«Rosas en el ocaso»-; Manuela Trenado -«Árbol solo»-; Mª Joaquina -«Ortigal oscuro»-; Jaime A. Buiza -«Noche con mujer dormida …»-; Juan Mª Robles -«Noviembre otra vez»- y Ricardo Sosa -«Me están llamando desde África»-), como si el poeta hubiera querido contarles confidencialmente sus tristezas antes de despedirse de ellos y de la vida.
Las influencias que Jesús Delgado Valhondo recoge en Ruiseñor… se observan ya en la primera parte del libro donde continúa la línea narrativo-descriptiva iniciada en Un árbol solo. No obstante en Ruiseñor… se observa que el largo discurso de aquel libro ahora en éste es parcelado en la primera parte con el estribillo, un recurso propio de la lírica tradicional que divide el discurrir reflexivo del poema en una sucesión de versículos y, en la segunda, con otro medio procedente de la lírica clásica, el soneto, un poema breve en el número de versos, como si el poeta por un lado quisiera concentrar más su reflexión para no desbordarse y por otro deseara retornar a una posición intermedia entre la tradición (tanto culta como popular) y la modernidad.
En la segunda parte también existe una clara influencia de Quevedo que se localiza en el mismo título («Poemas de amor para la muerte») y en otros dos momentos: uno, en el soneto «Te conocí cuando olvidé nombrarte» al decir: «loca pasión del ser donde quisiera / consumirte en la muerte a que me induces», que recuerda al «polvo serán más polvo enamorado» y otro, en el último terceto de «Órgano de otoño»: «Pronto clamor de campo en el invierno / me cubrirá de ahogados los sentidos, / me llevará el otoño hacia la muerte», que traen a la memoria aquellos versos donde Quevedo denunciaba su decadencia existencial:
«Y no hallé caso en qué poner los ojos
que no fuese recuerdo de la muerte»[85].
Ángel Campos también detecta esta influencia especialmente plasmada en el último verso («misterioso poema de mi vida») del último soneto «Me están llamando desde África» y por tanto del libro: «Debo confesar mi interés especial por el último de los sonetos del libro, tan enigmático, tan extraño, tan misterioso poema de ‘su’ vida. […] En el último terceto se adivina la reflexión existencial de Quevedo, la magia barroca de nuestro mejor sonetista»[86].
Además se halla una influencia de Miguel Hernández en el uso del infinitivo con enclítico («sostenerte, contenerte»[87]) y en la imagen del toro: «en una niebla absurda de toro y poderío»[88]. «Oh toro, estopa y son, oh triste duelo / en la alcoba de un triste hospedaje»[89]. Esta influencia es consciente, pues Valhondo quiere indicar que su ímpetu característico de antes ha desaparecido ahora ahogado en el desencanto y la decepción.
En cuanto al estilo de Ruiseñor …, el primer poema («Jesús Delgado») es la muestra más clara y rotunda del estilo característico del primer Valhondo («Me recojo en mí mismo / en Jesús Delgado / […] / Me muero a chorros»): natural, desnudo y humano porque el poeta retorna a su pasado y vuelve a su estilo auténtico (lenguaje directo, vocabulario cotidiano; tono natural, sentido, confidencial y sincero), desligado de modas y modos que le son extraños, después de dos libros de lenguaje surrealista (Un árbol solo e Inefable …): «sus estrofas, sencillas y diáfanas, nos han hecho pensar y otear con meditación casi filosófica, el mundo iluminado y secreto que envuelve al artista y su obra, obteniendo con su lectura no sólo el puro deleite estético, sino una indeleble huella de carácter distinto. […] Toda la armazón de su vida fecunda, confesada a golpes de alma, en sus versos»[90].
Estas palabras de Antonio Zoido destacan un hecho fundamental: la poesía para Valhondo no es un simple acto estético, sino un modo de exponer su sencilla filosofía de la vida en su sentido más estricto, es decir, como hijo de la sabiduría que intenta dilucidar el enigma de la vida por la coherencia de sentirse naturaleza humana, donde cohabitan dos fuerzas opuestas y a la vez complementarias: el cuerpo y el espíritu: «La poesía auténtica -por simple y escueta que sea su fórmula- eleva y conduce siempre a las cimas del sentimiento y del espíritu. La de ‘Ruiseñor perdido en el lenguaje’ es de aquella poesía que no se conforma con traernos su embajada de aérea belleza, sino que deja en los surcos del alma, a quien la paladea, valores de una pura semilla cordial, y aún sin pretensión didáctica alguna, un rastro moral de ejemplaridad, de humilde y amorosa búsqueda de la bondad, que recónditamente anida en el ser humano. Esta es ni más ni menos la poesía que edifica. La que nos hace mejores. La que nos vuelve más auténticos. La que clama por una mayor autenticidad y acendramiento de nuestros sentires y de nuestro pesar»[91].
Esa proximidad de la poesía auténtica de Valhondo, que ahora en la primera parte de Ruiseñor… vuelve a aflorar, es la causante de que se encuentren expresiones que resultan familiares como cuando usa el léxico propio del juego de cartas en los últimos versículos, indicando la inestabilidad de su vida que está sujeta al azar de un destino caprichoso: «Barajan… vuelven a trabajar las cartas… de nuevo barajan»[92]. O cuando emplea construcciones del tipo: «Me levanto temprano… Bebo vino … Veo la película … Llego a mi puerta … Soy un hombre bueno del pueblo llano»[93]. Con ellas el poeta reafirma su condición de ser un hombre cualquiera.
Pero a pesar de hallar estas expresiones características de la vuelta a un lenguaje llano y a una expresión trasparente, no retorna con la misma decisión al significado claro y transparente de sus primeros libros, pues todavía su discurrir se puebla en los momentos de mayor angustia de imágenes oníricas de difícil traducción por la inseguridad y la desorientación sentida, ocultando de esta manera una parte del significado que el poeta desea transmitir y sin embargo parece que no puede o no quiere ayudar a desentrañarlo:
«Encuentro un muerto a media altura
para no tropezar me agacho.
El muerto puede ser
un ángel que se quedó volando.
Un insecto gigante, una gris porcelana,
un vino santificado,
una ilusión a medio vuelo,
una razón que así ha quedado»[94].
Tal hecho lleva a Ángel Campos a creer que el poema «Jesús Delgado» tiene «ciertos matices super-realistas. Una especie de escritura semiautomática, que no lo es del todo, en donde tiene cabida las peripecias vitales del hombre y los temas recurrentes del poeta»[95].
Empieza Ruiseñor… abruptamente, de tal forma que abriendo el libro el lector se ve inmerso en la acción ya comenzada por medio de la técnica del “in media res” («Estuve en otro sitio. / Otra manera de vivir […]»[96]). Después, la expresión avanza a golpes de recuerdos y de dolor a duras penas, continuamente entrecortada por signos de puntuación, de estructuras binarias y terciarias que encierran ideas sintetizadas («Fantasmas. Espejos. / Retratos. / […] / Entro en mi celosía. / Salgo. Me libero»[97]) y hacen patente su dolorido sentir por el tiempo perdido que ahora le falta («Me muero a chorros. Jesús Delgado»[98]).
De este modo la esencialidad de la primera parte de Ruiseñor… se hace patente pues el poeta, además de no interesarse por el embellecimiento gratuito, dice mucho con pocas palabras utilizando recursos como la sugerencia, las pausas marcadas y la escritura entre líneas como se puede observar en los siguientes versos que son una muestra de este estilo sintetizado, preciso y eficaz con el que, en cortos y escasos versos, el poeta cuenta una etapa fundamental de su vida: la de la lucha por la existencia:
«Soy hombre
-otoño, invierno-
que tiene trabajo.
Me levanto
temprano.
Tengo mujer. Tengo hijos.
Leo. Bebo vino.
Hago versos. Amo.
Cuentas y cuentos.
Me divierto. Me entristezco.
Canto.
Voy y vengo de casa al trabajo.
Vivo. Muero.
Me acerco. Me distancio.
Juego. Me canso»[99].
En este texto, como en todo el poema, se observan pausas muy acusadas que cortan el ritmo del verso para dejar por unos momentos aislados conceptos muy sugerentes, que el poeta no necesita explicar más porque ya los ha desarrollado en libros anteriores. Así cuando dice por ejemplo «Me divierto. Me entristezco»[100] se sabe que se refiere a cuando sintió que su vitalismo era oscurecido por esa tristeza latente que invadió su espíritu en los años finales de su vida.
La pausa más contundente por su repetición es la del estribillo que contiene dos verbos en primera persona del singular sin el pronombre personal y se escinde por un punto entre ellos, que impone una pausa a su vez alargada con el blanco que le sigue antes de comenzar otro grupo de versos. De esta manera el momento de reflexión, marcado formalmente, se hace más extenso y sugestivo.
Además el estribillo cumple una función doble pues indica el final de cada reflexión aislándola del resto e invitando a meditar cada cierto tiempo en lo que ha dicho y al mismo tiempo insiste machaconamente en la idea del juego y del cansancio queriendo reiterar irónicamente la idea de la vida como juego (en El secreto de los árboles la definió como «broma pesada»), pues no se trata de un juego placentero sino de una actividad insoportable que, a su avanzada edad y después de vivirla angustiadamente, lo agota.
El poema «Jesús Delgado», como corresponde a un autorrepaso, está escrito en forma autobiográfica, es decir, en primera persona del singular que se hace más nítida y directa por la supresión del pronombre personal de primera persona y por el uso exhaustivo de verbos (generalmente en presente), que soportan la acción del poema («Estuve… he visto… he andado… Paso… Entro… Salgo… me quedo… Me recojo… pienso… me busco… no me hallo… Juego. Me canso»[101]) y convierten en actual lo que el poeta cuenta implicando al receptor de esta manera en su angustia, que por cercana enseguida comienza a hacerla propia. Además muchas veces el tiempo presente está en forma reflexiva («Me arrincono… Me engaño… Me quedo solo… me construyen… Me levanto… Me acerco. Me distancio») para hacer más personal aún la acción y situarlo en un presente actualísimo, como si el libro se estuviera escribiendo a la par que lo lee.
Sólo en contadas ocasiones utiliza el pretérito indefinido para indicar el tiempo pasado («ese niño que fui»[102]; «los que fueron permanecen»[103]) y el futuro («Por si acaso / nos pondremos a salvo»[104]; «Se lo llevará el alba»[105]) cuando presagia peores males en el horizonte de su vida.
Sin embargo el uso de las formas no personales del verbo es muy abundante: gerundios («Contando no doy abasto / de aquí para allá en otra sala / y en otra, vagando»[106]; «Una pena se queda como dudando / […] / y todo se queda temblando»[107]), con los que imprime dramatismo a su meditación y movimiento al discurso, un tanto uniforme por el uso reiterado del presente. Y participios en función de adjetivos («con llanto evaporado. / […] / Saludos olvidados. / […] / Rezos amontonados / […] / Piedras dormidas»[108]), con los que remarca esa idea de tiempo ido y de los despojos que va dejando a su paso en su vida y en su poesía.
Los «Sonetos de amor para la muerte» se encuentran impregnados de una honda sinceridad y de una melancólica tristeza como la primera parte, pero los recuerdos de un pasado más cerca de Dios contribuyen a que el estilo de los sonetos tome en un principio un equilibrado tono místico para pasar poco a poco a una melancolía que llega a convertirse en angustia, cuando el poeta no consigue trascender la muerte con el amor.
Los sonetos continúan con ese estilo que Valhondo hizo peculiar en sus primeros libros, antes de que la angustia lo llevara a oscurecer su lenguaje con tintes surrealistas. De ahí que se encuentre una expresión directa y natural, aunque menos comprensible en la primera lectura que la expresión menos lírica pero más contundente y sin vueltas del poema «Jesús Delgado». Esto sucede porque en los sonetos existe una condensación expresiva por la disciplina que impone el uso de su clásica estructura formal a base de versos endecasílabos y la rima fija de los cuartetos (liberada un tanto por la rima opcional de los tercetos), y por el ajuste de la expresión a la forma culta y a los temas con más empaque que exige este tipo de poema.
También en los sonetos se halla un alarde lírico por la sinceridad del poeta que, incluso angustiado, consigue controlar su impulso anímico y ofrecer al mismo tiempo un humano lirismo y una calidad basada en la contención. Además se localizan abundantes muestras de esa expresión sintéticamente pura, entrecortada, elemental pero altamente evocadora y sugestiva:
«Torpe mi niño. Ingenuos desengaños.
Piso caídos tiempos. Mi inocente.
Pobrecito. Vive y está yacente.
Cambia dolor por juguetes extraños»[109].
Manuel Villamor detecta al Jesús Delgado Valhondo natural, sencillo y sentido cuando define el estilo de Ruiseñor … de una forma unitaria como «desbordado y hondo, sincero y llano»[110]. Sánchez Pascual sin embargo distingue dos tonos en Ruiseñor …: «Libro en el que aparentemente hay dos voces, dos tonos. […] Jesús Delgado Valhondo es un contemplativo sin contemplaciones. En Ruiseñor perdido en el lenguaje contempla su otra ‘mismidad’ en la primera parte, y su propia ‘otredad’ en la segunda»[111].
La primera parte de Ruiseñor … está escrita en versos libres con rima asonante a-o (unas veces, cada dos versos a modo de romance y otras sin distribución regular) y con el estribillo («Juego. Me canso»), recuerdo de los que hizo típicos la lírica popular. Los versos de la primera parte tienen una extensión corta (bisílabos … pentasílabos) o media (hexasílabos … decasílabos) con un predominio de los trisílabos, pentasílabos y heptasílabos. Sólo utiliza los versos más largos cuando lo exige el ritmo del contenido para expresar nostalgia del pasado («a oscuras, a medias, en las fotografías»[112]), angustia («Se multiplican y crecen los cadáveres»[113]), anhelos («Lo he soñado. Cuando venga el nuevo día»[114]), ternura («Me mira y me pregunta si me duele algo»[115]) o el tiempo que se le escapa por momentos («Me muero a chorros, Jesús Delgado»[116]).
Sánchez Pascual entiende que la forma libre, adoptada por el poeta en esta parte, es una vuelta a la libertad de antaño y a aquel tipo de poesía natural donde el poeta se valía más de sus propios recursos que de los prestados: «[En] esos versos [los de la primera parte] hay un aparente abandono de las reglas versales […] que corresponde a todo un aumento de libertad por un mayor rigor íntimo. Podríamos decir que así su poesía se desjuglariza, y se enfrenta consigo misma al tener que resolver sus propios medios; reducirse a expresar sin más prefabricación que la palabra; llegar al lector y permanecer en él sin el auxilio nemotécnico de la rima y lo versal. Ha sido una prueba más de lo que es capaz de hacer este maestro. Un psicoanálisis en el ejercicio de la sinceridad»[117].
La segunda parte («Poemas de amor para la muerte») son catorce sonetos en endecasílabos (excepto el segundo, «Temo al mendigo que bendice» que está compuesto en eneasílabos y el séptimo, «Cima de libertad», en alejandrinos) con cuatro formas distintas de distribución en la rima:
1)ABBA / ABBA / CDE / CDE («Te conocí cuando olvidé nombrarte»).
2)ABBA / ABBA / CDE / DCE («Me enamoró la muerte de manera»).
3)ABBA / BAAB / CDE / CDE («Libro mi corazón para la duda», «Rosas en el ocaso», «Órgano de otoño» y «Noviembre otra vez»).
4)ABBA / BAAB / CDC / DCD («Esta mañana», «Temo al mendigo que bendice», «Tu nombre», «Cima de libertad», «Árbol solo», «Ortigal oscuro», «Noche con mujer dormida en el paisaje, y no llegar» y «Me están llamando desde África»).
Sánchez Pascual ve en el uso magistral que hace Valhondo del soneto un modo de resurgir este poema denostado en el siglo XX: «Frente a esa inseguridad de modos y modas he aquí que Jesús Delgado Valhondo se ha presentado descaradamente con esos catorce magistrales sonetos. Sus abundantes encabalgamientos y el soneto eneasílabo ‘Temo al mendigo que bendice’ nos orientan de las posibilidades gratuitas que ofrece cualquier estrofa cuando quien la maneja sabe reducir toda imposición. Sonetos así son capaces de hacer resurgir la composición que con demasiada frivolidad se ha preterido»[118].
En la primera parte («Jesús Delgado») lo primero que llama la atención es la gran economía de medios con que el poeta construye su repaso autobiográfico: Las ideas muchas veces son expresadas a través de simples sustantivos («Vitrinas. Urnas. / […] / Voces. Palabras»[119]), adjetivos («Muy triste. Muy lejano»[120]), verbos aislados («Vivo. Muero. / Me acerco. Me distancio»[121]) o formando grupos sintácticos elementales («Nadie sabe quién soy. / Yo, tampoco. / Borrón amargo»[122]) que indican el afianzamiento de la poesía esencial en su lírica y una forma de recuperar su pasado a través de un lenguaje parecido al de su niñez.
No obstante, a pesar de la economía de medios, aparecen multitud de imágenes y recursos literarios pero como siempre engarzados de forma natural en la expresión directa y sentida, de tal forma que no da la impresión de que el poeta esté haciendo literatura, sino contando el repaso de su vida de una forma confidencial, amable y cercana; así consigue romper la monotonía y a la vez suscitar el interés del lector por su discurso.
Por este motivo resulta fácil localizar imágenes como «Paso páginas del libro de mi historia»[123], «Me recojo en mí mismo, / en Jesús Delgado»[124], «Me arrincono para verme distante»[125], «Estreno juventud»[126], «Contando no doy abasto / de aquí para allá»[127], «Un tremendo mundo roto / de espectáculos»[128], «Es una nube negra que se mueve / hacia un inagotable ocaso»[129], «La muchedumbre vaga sin remedio / tiene los instantes contados»[130]. Con tal derroche de creatividad, el poeta expone el cúmulo de intranquilidades que, ahora en un repaso retrospectivo de su vida, salen a la luz e invaden sus recuerdos de soledad, desorientación, falta de identidad y un estremecimiento que se convierte en conmovedor grito de angustia, cuando concibe el mundo como un museo de despojos («Voy al museo / cuento cadáveres y santos»[131]) o a la gente que encuentra en la calle como una alameda de árboles solos:
«En la calle me quedo retazos
de hechos, biografías,
Universos soñados.
Una levísima sonrisa,
un gesto, el tacto,
una alameda en el paisaje de la calle
que da al campo»[132].
Sin embargo en la primera parte de Ruiseñor … el poeta emplea determinados recursos sólo en los momentos que necesita apoyar su palabra con calculadas precisiones:
Metáforas para definir sutilmente apreciaciones de los sentidos: «Mi novia, primavera, / abril y mayo. / Sus cabellos son rubios, / sol hilado, / de oro / ensortijado»[133]. «El aire es espeso, / aceite gregoriano»[134]. «Yo, tampoco. / Borrón amargo»[135]. Y la imagen reiterativa que resume su soledad: «[Soy] un árbol solo / a veces, aislado»[136].
Anáforas con el fin de subrayar sus anhelos: «Otra manera de vivir, acaso / otra forma, / otro corazón soñado, / […] / Lo que siempre he visto. / Lo que nunca he andado»[137]. O una anáfora aliada con un polisíndeton para remarcar una acusación: «y ponen música alegre / y todo se queda temblando / de miedo, / de historia, / de sangre que han derramado»[138].
Símiles, que acumulados indican el paso fugaz del tiempo: «Transcurren días / como si fuesen años. / Pasan años como si fuesen siglos alados. / Como si fuesen fallidos entusiasmos»[139]. O el recuerdo desgarrador de la guerra civil: «Se lo llevará el alba / como a los fusilados, / como a los pájaros»[140].
Hipérboles, que denuncian su visión negativa de la existencia («Miles y miles de pájaros»[141]) o muestran cómo siente que la vida se le va de entre las manos: «Me muero a chorros»[142].
Y estructuras binarias en forma de asíndetos, que enmarcan un momento de sensualidad («-otoño, invierno- / […] / Tengo mujer. Tengo hijos. / Leo. Bebo vino. / Hago versos. Amo. / Cuentas y cuentos. / Me divierto. Me entristezco. / […] /Voy vengo de casa al trabajo. / Vivo. Muero. / Me acerco. Me distancio. / Juego. Me canso»[143] y terciarias («manos / blancas, finas, frías»[144]. «labios / rojos, dulces, frutales»[145]).
De todas formas predomina en la primera parte de Ruiseñor … el lenguaje directo, común y natural, aderezado como si de un suculento manjar se tratara con recursos estilísticos que llevan a escuchar su discurso con un interés creciente y a implicar al receptor que, también ruiseñor perdido en el mundo, siente como el poeta el tiempo que se le escapa y el pasado que se le aleja.
En los sonetos las imágenes y recursos literarios siguen la misma tónica de no ser utilizados más que en beneficio de la comprensión del texto, aunque ahora no son empleados de una forma tan práctica como en el poema «Jesús Delgado», sino que contribuyen a la creación de un mayor lirismo y por tanto de un contenido más sugerente aunque menos directo que el de la primera parte:
Imágenes que transmiten su desorientación: «Estar varado en la pasión me siento / oculto barco mar de mi castigo»[146]. «Y temo al tigre que demente / de yerba y sol se contradice»[147]. «Esperanza que nace enredadera»[148].
Metáforas que, aprovechando la poderosa creatividad del poeta, materializan conceptos difíciles de explicar: «fuiste calentura / de la imaginación […] / tu cintura, / callada vocación, cabalgadura»[149]. «Ala de vieja luz aquella tarde»[150]. «la muerte […] / triste misterio de melancolía»[151]. «Agua […], rayo negro»[152]. «Luz de la aurora / el retablo dorado de los álamos»[153].
Encabalgamientos que contribuyen a conseguir un lenguaje más lírico, dividiendo el sintagma formado por sustantivo + complemento del nombre en todas sus formas posibles desde el encabalgamiento suave («posa el ave / de la imagen palabra, …»[154]) al branquistiquio («y muere el cielo / del mar. …»[155]) y pasando por el encabalgamiento abrupto («los peldaños / de luz a luz, …»[156]).
Hay además otros encabalgamientos sirremáticos, que dividen el sintagma adjetivo + sustantivo o viceversa: «en una quieta / rama de luna y huertos, […] / […] en la llama como vino / tinto a la sombra»[157]. También se localiza el encabalgamiento oracional: «una azucena / que huele a ti»[158]. «y dice / que todo le es igual»[159].
No obstante el hecho de que únicamente se encuentre un símil («envidia […] / sostenida en la llama como vino / tinto»[160]) y una expresión popular («De balde nos la dan»[161]) hace pensar en el interés del poeta por apartarse de lo abstracto y situarse en la realidad bien por medio de expresiones plásticas («Una ventana / encierra en su interior una azucena / que huele a ti y a sol esta mañana»[162]. «Llevo mi cruz hecha de penas / y subo solo a mi calvario»[163]. «Dios abre sus párpados / deja mirada azul, escrutadora»[164]. «En el paisaje / busca misa luciérnaga en el suelo»[165]) o bien a través de personificaciones («Cierra la noche sombras», «Roto el cielo», «Tengo mudas palabras en las manos», «Olas rizan trigales con humanos / ayes»[166]; «me llevará el otoño hacia la muerte»[167], «los peldaños / […] / subiendo por mis años»[168]. «Me enamoró la muerte»[169]. «Muere el cielo del mar»[170]).
El libro va precedido de unas palabras introductorias del director de la colección Kylix, Juan María Robles Febré, con las que justifica este título y agradece al mecenas Bartolomé Gil Santacruz la ayuda económica que había aportado para que existiera esta Colección donde se editaba Ruiseñor … [171].
Posteriormente se observa que el libro está dividido en dos partes claramente diferenciadas:
1ª)La primera es un único poema de 251 versos que se exponen en forma autobiográfica, mezclan la modernidad (versos libres, narración – descripción) con la tradición (estribillo y rima asonante generalmente en los versos pares como la del romance, poema típico de la lírica popular), se estructuran en las distintas etapas vitales vividas por el poeta (infancia, adolescencia, juventud y madurez) y se agrupan en versículos, que terminan con el insistente: «Juego. Me canso».
2ª)La segunda parte está formada por catorce sonetos que suman 196 versos y son reflexiones también expuestas en forma autobiográfica (excepto los sonetos «Tu nombre» y «Noviembre otra vez» que están en segunda persona), tono culto y forma clásica escrita en endecasílabos, exceptuando dos ocasiones en que el poeta hace concesiones a un movimiento poético contemporáneo, el Modernismo: «Temo al mendigo que bendice», escrito en eneasílabos, y «Cima de libertad», en alejandrinos.
Los catorce sonetos tienen una estructuración de acuerdo con el significado: 1)Nostalgia de aquel tiempo pasado en el que sintió amor a Dios y amor humano (primer soneto). 2)Constatación de la imposibilidad de conseguirlo por el tiempo y la muerte (desde el segundo al undécimo soneto). 3)Decepción, desorientación y soledad (los tres últimos sonetos).
No obstante ambas partes, formalmente distintas, tienen un nexo significativo de unión: el poema «Jesús Delgado» se refiere a la vida pasada y los sonetos en cambio a la muerte próxima. Sin embargo, teniendo en cuenta que vida y muerte son dos conceptos íntima y tradicionalmente conexionados, también las dos partes de Ruiseñor… se relacionan. Además el poema «Jesús Delgado» termina con la idea de la muerte («Me muero a chorros, Jesús Delgado»), que está presente en los sonetos desde el mismo título que los agrupa.
Aparte, existe otro detalle unificador en torno al número catorce: el poema «Jesús Delgado» está dividido en catorce versículos claramente deslindados por el estribillo, y los sonetos son catorce igual que el número de versos de cada uno. Parece ser que Valhondo encontró en este número un significado cabalístico que se puede interpretar como un deseo de perfección formal y de coherencia interna del libro en conjunto, a través del cual quiso comunicar que, a pesar de encontrarse compuesto por dos partes formalmente distintas, su construcción responde a un plan meditado y que, a pesar de la edad y sus achaques espirituales, sigue dominando el pulso de su obra lírica.
Dice Pecellín sobre este asunto: «Catorce sonetos -número sin duda premeditado- constituyen la segunda parte. También aquí la añoranza, el ayer nostálgicamente evocado, la fiebre de la memoria, el dolor del olvido, los fantasmas de la edad, las rosas del ocaso, … constituyen temas recurrentes. Hay, pues, una separación más estructural que temática entre las dos mitades»[172].
Sin embargo, a pesar de sus relaciones significativas, ambas partes se distinguen por el tono contemporáneo y a la vez tradicional de la primera y el tono clásico de la segunda; por el ímpetu desgarrador, lúgubre y angustiado de la primera y el disciplinado, lírico y sugestivo de la segunda. No obstante estas diferencias, lejos de perjudicar al libro, le imprimen variedad y lo convierten en un sustancioso, diverso y humanísimo poemario.
Ruiseñor perdido en el lenguaje es el siguiente eslabón de esta etapa crepuscular que se ha denominado “poesía de la decepción” y a la vez un paso más en la evolución poética de Jesús Delgado Valhondo, que se caracteriza por la concisión de la poesía esencial de la primera parte y una vuelta al clasicismo de la poesía medida y controlada con la elegancia y la disciplina del soneto. Y también es un retorno a la expresión directa de sus primeros libros, es decir, a su voz más personal, sincera, sentida y humana.
Además Ruiseñor… supone una simbiosis entre la tradición y la modernidad pues, en su primera parte, es un poema narrativo-descriptivo de versos libres y a la vez rimados por medio de una leve asonancia, y con un estribillo como los de la lírica popular. En la segunda parte, los sonetos suponen una vuelta al clasicismo de la lírica culta, pero sus versos guardan la frescura del estilo personal de Valhondo, que intenta regresar a sus orígenes ahora que la vida se le escapa por las grietas del alma y su cuerpo se está convirtiendo en despojo, que es el alimento predilecto de la muerte acechante.
La mezcla de tradición, modernidad y clasicismo y la maestría en la estructuración del libro, que interrelaciona perfectamente dos partes distintas, es una muestra evidente de que el poeta ha llegado a un punto de su evolución desde el que domina todas las variantes de la técnica lírica y puede permitirse el lujo de mezclarlas a placer, sin que la humanidad del conjunto se resienta y además gane en altura lírica.
La confluencia de tradición (popular y culta) y renovación que se produce en Ruiseñor… es también un ejemplo fehaciente de la solera alcanzada por el poeta en este momento de su obra poética, pues esta unión perfecta de dos polos teóricamente contrapuestos sólo puede ser ligada por la maestría de una experiencia lírica como la que a estas alturas ha alcanzado Jesús Delgado Valhondo.
De tal forma que si ya se viene detectando desde Aurora. Amor. Domingo a Un árbol solo cómo pasó gradualmente desde su poesía personal a otra más adaptada a las tendencias líricas de la segunda mitad del siglo XX, ahora mezcla con una facilidad pasmosa la modernidad con la tradición, pero no para olvidar la primera sino para realizar una unión perfecta de ambas tendencias, demostrando que no son contrapuestas sino totalmente compatibles. Y esta simbiosis de ingeniería lírica (siempre sincera, porque Valhondo en ningún momento pierde el norte de sus sentimientos) sólo la puede conseguir un poeta que domina todos los recursos líricos como así lo ha sabido ver Ángel Campos: «[Los sonetos están] resueltos con la maestría de quien se sabe ya dueño de todos los recursos rítmicos del verso»[173].
La fidelidad de Jesús Delgado Valhondo a su obra poética, de cuyo sendero no se apartó en ningún momento, fue calificada por Ricardo Senabre de ejemplar, máxime si se tiene en cuenta que hasta el momento no habían logrado apartarlo ni los cantos de sirena que le llegaban desde Madrid ni premios ni honores: «Tu obra, en cambio, es ejemplar en muchos sentidos, y la has ido haciendo sin necesidad de corifeos y sin tener que buscarte apoyos interesados en los cenáculos madrileños»[174].
La vitalidad lírica de Valhondo, que incluso al final de su vida gozó de una frescura y una fuerza espiritual fuera de lo común, llevó a Manuel Pecellín a destacarla contundentemente asombrado por el ímpetu vital, siempre equilibrado y coherente, de este juvenil poeta septuagenario: «La capacidad creadora de su autor [se refiere a Delgado Valhondo y a Ruiseñor…], resulta asombrosa. No solamente sigue produciendo a un ritmo constante, sino que sus poemas son cada vez mejores. Cuando, en un futuro próximo, puedan consultarse sus ‘Obras Completas’ […] se percibirá la línea ascendente que proclamamos. La fuerza de Jesús, el ímpetu y la lozanía de un hombre con un asombroso temperamento, sus lecturas inagotables… mantienen abundantes kis [sic] veneros de la inspiración, a la que acompaña su trabajo vocacional de lima y podas, como mandan los cánones»[175].
También el mismo Pecellín supo intuir el significado trascendente de Ruiseñor perdido en el lenguaje cuando lo definió como un «ajuste de cuentas con su personal historia»[176], porque es otro discurso desgarrador que denuncia la imperfección del ser humano, su desorientación, el enigma de la existencia y la soledad en que el tiempo lo deja ante la muerte sin posibilidad de salvación.
Antonio Viudas Camarasa encuentra en Ruiseñor … una exposición sintetizada de la poesía de Valhondo: «[Ruiseñor …] tiene garra, experiencia vivida y arte. Creo que en ‘Jesús Delgado’ te has convertido en el mejor crítico de tu obra, jugando con el lenguaje das las claves poéticas de tu trabajo de años, siendo Un árbol solo que vive su tiempo (primavera, verano, otoño e invierno) con los demás, jugando, trabajando, luchando en la vida contra la muerte a quien no temes porque te sientes joven y no te importa abrazarla porque te ‘mueres a chorros’ desde niño y la vida es un pequeño espacio»[177].
Y, por último, Antonio Zoido resume todo ese cúmulo de virtudes, diversas y complementarias a la vez, con cinco adjetivos que engloban todas sus humanas contradicciones y grandezas y al mismo tiempo sintetizan el perfil de Jesús Delgado Valhondo en este momento de su etapa crepuscular: «Poeta desnudo, solitario, creyente, ambicioso y escéptico»[178].
LOS ANÓNIMOS DEL CORO (1988)
Los anónimos del coro es una metáfora del triste papel que el ser humano común se ve obligado a representar en el teatro de la vida, que el poeta ahora concibe como un coro formado por seres sin identidad donde cada individuo es sólo uno más en la masa de seres solitarios que pueblan el mundo. El hombre es un grano de arena en la playa de la historia, que teóricamente contribuye a formar con sus circunstancias personales, y sin embargo su trágica experiencia en la práctica sólo supone una insignificante contribución al discurrir temporal del mundo por sus imperfecciones, el tiempo y la muerte: «Los anónimos del coro son como los sacrificados, los que hacen la vida, la intrahistoria», aclaró Jesús Delgado Valhondo[179].
Los anónimos del coro es el fruto lírico del acentuamiento de la nostalgia por los deseos de recuperar el pasado que experimenta el poeta en esta época crepuscular de su vida cuando, más sensible que nunca, capta a la caída de la tarde el espíritu de sus antepasados deambulando entre las ruinas del teatro romano de Mérida, en un intento de reencontrarse con sus orígenes evadiéndose en el espacio y en el tiempo a una época ideal en el recuerdo.
El origen de Los anónimos del coro se sitúa en la estrecha relación que se estableció entre poeta y espacio histórico: «Yo al teatro romano de Mérida lo quiero muchísimo. He vivido muchos años cerca de él; iba por las mañanas al teatro, me sentaba entre las piedras y, como ‘Los anónimos del coro‘ observaba a los seres que andan por el teatro romano en las mañanas, hombres que llegaban a recoger el manto que se habían quedado hecho mármol en la estatua, estatuas que abrían sus ojos al día como despertando de un sueño…»[180]. El mismo poeta aclaró en otra ocasión que Los anónimos del coro «son recuerdos del pasado del teatro romano de Mérida traídos a la memoria en el presente»[181].
Los anónimos del coro fue un libro meditado en el lustro de 1960 a 1965 cuando Jesús Delgado Valhondo residió en su ciudad natal y las ruinas ejercieron en su alma sensible y trascendente una influencia emocional: «Cuando el hombre siente bajo sus pies y sobre su espíritu ruinas históricas, ha ganado en su sangre una vejez que le hace señor y dueño de un tiempo dorado y ‘siempre mejor’. […] Siente con toda intensidad una emoción histórica […] una evocación sublime. Un sentimiento religioso que le capacita para ver y escuchar el tiempo que se marchó»[182].
Esta atracción profunda hizo que siempre sintiera una gran preocupación por el uso inadecuado, que se hacía de estas ruinas repletas de vida y de historia: «Mérida enmarca su vida pasada y su vida actual en este teatro […] (Lo bueno y lo malo de esta ciudad se enmarca en su teatro romano). Por eso en algunas funciones tapan el escenario con luces o con toldos. Ruidos estridentes y lo que suele ser la ordinariez impera. La romanicidad emeritense, sus templos, sus acueductos, su puente, sus gentes, su historia. Lo que la distingue de los demás, su personalidad, no puede ser arrollada por un huracán extemporáneo. […] Si nos cargamos la historia, nos hemos cargado a Mérida. Así de claro»[183].
Pero no sólo la atracción y la preocupación de Valhondo por estas ruinas históricas lo llevaron a componer este libro, pues en Los anónimos del coro el teatro romano únicamente es el marco propicio donde capta la existencia de una frecuencia especial dentro de la realidad, sino la conciencia de que esa sinfonía familiarrealmente existía en cualquier parte donde hubieran vivido seres humanos reteniendo:
El tiempo que se halla grabado entre las piedras milenarias esperando que alguien encuentre el medio de rescatarlo y proyectarlo de nuevo: «Ruinas para ser meditadas en cada una de sus facetas, en cada una de sus muertes de diferente color […]. Viven las ruinas el hombre vencido, el viejo de sangre e historia, el artista y el poeta, el contemplativo y el introvertido»[184].
La personalidad espiritual e intransferible de cada ser humano, que impregna los lugares donde habita dejando en ellos su esencia anímica: «Cuando visitamos el despacho, de un escritor fallecido, parece como si el espíritu de aquel hombre estuviese allí. Donde día a día, jornada tras jornada, ha ido depositando la vida que se desprende de nosotros a cada instante»[185].
Y la herencia del pasado donde encontraba su origen, se reconocía y curaba sus intranquilidades en un tiempo lejano del que, eliminada la tristeza y el dolor, sólo le quedaban los buenos recuerdos de su existencia: «Las ruinas históricas conmueven -mueven y revuelven siglos-, es precisamente al que en su ser íntimo lleva clavado un misterioso clima en sazón. Siente con toda intensidad una emoción histórica muy difícil de catalogar. Una evocación sublime. Un sentimiento religioso que le capacita para ver y escuchar el tiempo que se marchó»[186].
Desde el comienzo de su obra lírica Valhondo trasmitió en varias ocasiones la conciencia de que existía una sobrerrealidad[187] reservada únicamente a los que gozan de una aguda sensibilidad que les permite captar esa melodía especial en el silencio de las ruinas: «Las ruinas tienen un concierto que el que no lo escucha no sabe lo que es. Una sinfonía especial»[188], decía muy seguro de no confundirse por haberla escuchado él mismo.
La prueba de que Los anónimos del coro tienen una génesis antigua la encontramos en el poema «El tonto del pozo» de La vara de avellano, donde el poeta está seguro de que el espíritu del muchacho ahogado, como el espíritu de Los anónimos del coro entre las ruinas, sigue en el pozo donde se ahogó:
Y ahí está, en el pozo,
por los siglos de los siglos del agua».
También se hallan rastros del origen de este libro en esta cita: «En los escombros suena una sinfonía familiar» y en estos versos de Un árbol solo donde el poeta con su aguda sensibilidad escucha esa huella sonora y advierte del error en que cae el ser humano al no atender esa voz del pasado:
«Escombros nos vigilan.
Muchos montones de escombros
sosteniendo borrosas agonías
donde andan carcajadas humanas,
carcajadas antiguas;
quejidos agresivos,
herrumbrosos. Nadie escucha a los escombros
las dolidas preguntas
de su soledad arropada
a cambio de buscarnos por sorpresas.
Nosotros somos escombros,
un fondo de ciudad y de los gestos,
esparcidos y convocando un mundo extraño y familiar».
Poco después en Inefable… vuelve a insistir en este tema: «Abres un libro y lees con emoción / donde te encuentras: / salón de espectadores, / trozos desparramados de niños / para arqueólogos ambiciosos». Lo mismo hace en Ruiseñor perdido en el lenguaje cuando metafóricamente concibe el mundo como un museo que recoge los despojos de los antepasados:
«Voy al museo
cuento cadáveres y santos.
[…]
Un tremendo mundo roto
de espectáculos.
Vitrinas. Urnas.
Misterios disecados.
Piedras dormidas.
Voces. Palabras.
Gritos colgados
de angustias,
de clavos».
Teniendo en cuenta que Jesús Delgado Valhondo publicó casi todos sus libros con un espacio temporal de tres a cinco años de media, sorprende la corta distancia temporal entre Ruiseñor…, publicado en febrero de 1987, y Los anónimos del coro, editado en la primavera de 1988. Ese año de intervalo entre uno y otro, hace pensar que la cuarta parte del libro fue terminada con precipitación y que tenía compuestas con anterioridad la primera y la segunda parte (las únicas que el poeta pensaba incluir en el libro).
Así por ejemplo Jesús Delgado Valhondo en el año 1983 aseguró tener un libro listo para publicar con el título de «La habitación del rato»: «indicó cómo había pensado que ‘Un árbol solo’ sería su último libro poético, pero está claro que me equivoqué -dijo- y con mucho, porque ahora estoy terminando otra obra ‘La habitación del rato’ y me he dado cuenta que no puedo parar»[189]. Sin duda era la denominación que Valhondo pensaba ponerle a la cuarta parte de Los anónimos del coro («Jaula de atardecer»), cuya razón se halla en un verso del poema «Fábula olvidada»:
«Miradas la encuentran
en la habitación del rato
para vivificarla vértigo
y esculpir su figura»[190].
«Jaula del atardecer» tiene su origen en aquella experiencia vivida por el poeta en 1959 cuando su hijo Fernando estuvo varios meses en el hospital militar de Badajoz y conoció la humanidad de las prostitutas que se conmovieron ante su dolor. Por tanto, al menos esta parte no fue concebida para incluirla en Los anónimos del coro. Quizás Valhondo intentará publicarla independientemente pero por su corta extensión no logró encontrar editor y lo dejó para una ocasión más propicia que se le presentó con Poesía, donde la adjuntó a otros grupos de poemas que tenía sueltos y los unificó bajo el mismo título.
Los anónimos del coro es un libro de poemas publicado entre las páginas 315 y 346 de Poesía, que se abre con la dedicatoria a dos personas muy estimadas por Valhondo: Fernando Lázaro Carreter y Ricardo Senabre, porque el primero lo alentaba considerándolo uno de los mejores poetas contemporáneos y el segundo por el magisterio orientador ejercido en él a través de los comentarios críticos que realizaba de su trayectoria lírica.
En la misma página aparecen dos citas: una de Antonio Machado y otra de Juan Ramón Jiménez, que tienen relación con la sobrerrealidad en la que se ha instalado Valhondo desde Un árbol solo. En la cita de Antonio Machado dice: «Estos chopos del río, que acompañan / con el sonido de sus hojas secas» y en la de Juan Ramón: «entre las quietas hojas amarillas, / a una música inmensa, / como un incendio de pesar sin fin»; el sonido que oye Machado y la música inmensa que escucha Juan Ramón, imperceptibles para el oído de una persona común, son sensaciones de la sobrerrealidad en que se instalan estos poetas.
Valhondo se acomoda en esta misma frecuencia desde el mismo título del libro (Los anónimos del coro) y de la primera parte («El otoño es un órgano que toca, solemnemente, Dios»), cuyos significados representan sendas lecturas de la realidad aparente, que coinciden en detectar un mensaje no captado por sensibilidades normales. El título del libro representa a seres desconocidos como supuestos personajes de una comedia griega que, situados en el coro y tapados con caretas, sólo son capaces de representar el dolor, el lamento y la pena colectiva. Y el título del primer poema advierte que el ritmo del mundo tocado por Dios sólo puede ser captado por espíritus cercanos a la tristeza y la melancolía, cuando se encuentran en el otoño de su existencia.
El poeta, a pesar de hallarse en la etapa crepuscular de su vida, ha acentuado su sensibilidad y se sitúa fácilmente en esa misma frecuencia donde consigue escuchar la melodía característica de las ruinas del teatro romano de Mérida: «Las ruinas son una sinfonía tremenda para el hombre que sabe escuchar. Cuando subía las escaleras para recoger la medalla todo aquello se me estaba viniendo encima, sobre todo porque una de las mejores cosas que me han pasado en la vida es nacer en Mérida, y me encontraba como en el vientre de una madre, como de regreso. Iba, no ya emocionado, porque era otro ser»[191].
El poeta inicia el libro situado en el mes de septiembre (comienzo del otoño), porque era la época ideal del año para captar con más nitidez la sobrerrealidad en el crepúsculo de la tarde, entre dos luces, arrastrado por una deseada nostalgia: «Pero todo se anula más adelante, llegando septiembre. Porque un atardecer de septiembre descubre el cronista, que intentaba ser el poeta de su vida temblando una inefable luz en el fondo de la escena. Allí, donde Mérida, mansión de historia, arde y es consumida lentamente por la caída de la tarde y el inicio del anochecer. Donde, allá en el horizonte, alguien vendimia rosas y nardos. […] En el fondo surge Mérida recién creada. Recién florecida de viejo aroma de bosque en la ciudad que escucha la historia del silencio en la escultura de piedra donde se posan los años a descansar. Y recordando vuelvo a vivir. Que yo también me quemo y surjo en el atardecer -amor y muerte- de cada día-«[192].
La primera parte de Los anónimos del coro comienza con un poema titulado «Desde antes», cuyos primeros versos explican el título del libro y aclaran quiénes son Los anónimos del coro:
«Alguien estuvo en este sitio
que ahora ocupo.
Noto su vacío suceso rodeándome.
Acaricio lo que todavía queda
del cuerpo del hombre de la historia»[193].
Ahora el poeta ya se encuentra en el teatro romano buscando esa sobrerrealidad donde la historia debía necesariamente estar guardada, esperando que una sensibilidad especial la captara. Por eso Valhondo dijo muy convencido que «cuando pase unos años alguien inventará una máquina que rescatará del tiempo al sermón de la montaña y a esta conversación que mantenemos ahora»[194], seguro de que la realidad es una película que sólo necesita rebobinarse y proyectarse porque no puede desaparecer por arte de magia. Mientras esa máquina se inventa el poeta, armado con el recurso de su hipersensibilidad, capta entre las piedras el espíritu de las personas que existieron y siguen habitando en aquel lugar:
«Acaricio lo que todavía queda
del cuerpo del hombre de la historia.
Tiene peculiar forma y manera de existir»[195].
Las sombras ahora no tienen connotaciones negativas, deambulan por el espacio abierto del teatro romano como seres vivos que se comunican y se mueven delante del poeta («Alguien / sigue ahí donde lo miras»[196]) que siente nostalgia por aquel mundo desaparecido de la realidad, pero vivo en el misterio de otra frecuencia mental que sólo el poeta es capaz de captar en un momento especial del día, el crepúsculo del atardecer («En el rincón inmenso del ocaso / -todo se vuelve rincón del momento- / queda el misterio»[197]) cuando, aprovechando ese intervalo en que la luz del día es oscurecida lentamente por las sombras de la noche, Los anónimos del coro vuelven a poblar los lugares que habitaron:
«Muchos vuelven en busca de sus bocas
[…]
Otros escudriñan notas que perdieron
[…]
Los amantes se arropan
con la capa rojiza de la estela
que va dejando el día»[198].
En el segundo grupo de versículos, que no tiene título[199], el poeta continúa con su visión en una época y en un mes concreto del año (otoño y septiembre) en que «Mérida es ideal»[200]: «La fantasía de septiembre / late en momento / de miel y sol de espuma». Es por tanto en este tiempo único situado en el inicio del otoño, donde se produce el prodigio para este visionario y místico trasgresor de la realidad, cuya conciencia trascendente es capaz de situarse en el concierto de las ruinas donde los seres comunes con una sensibilidad normal no ven más que piedras y destrucción.
El prodigio se inicia como en la leyenda de Bécquer [201] y todo se anima en ese atardecer que se va: «los dioses vuelven la cara / […] / caminan torsos lumínicos / […] / Polvos de cenizas se acumulan / […] / Bajan hasta el renunciamiento / las sagradas estampas del relámpago. / El crepúsculo proyecta su película. / Y el recodo ciñe un cielo que ha caído»[202]. La sobrerrealidad toma vida en la imaginación del poeta, que rebobina la historia de ese momento grabado en el espacio del lugar donde ocurrió y lo proyecta en estos versos, que materializan sus anhelos por rescatar una época enigmática y a la vez atractiva. Como cuando una persona cualquiera se asoma a una ventana intentando encontrar nuevos asombros que le hagan realidad sus deseos insatisfechos y su mente vaga por caminos inexplorados y horizontes sin límites.
La contemplación de una estatua en forma de fuente, adornada con flores en el jardín del teatro romano, le trae la paz aunque las sombras del crepúsculo lo hacen inquietarse cuando la sobrerrealidad se llena de sombras y anónimos del coro: «Todavía la estatua / continúa superficies floríferas. / […] / Y, de pronto, surgen / intrigas de presentimientos»[203]. Estos versos advierten el alto grado de surrealismo y de elucubraciones oníricas que contiene este poema, hecho con retazos de recuerdos a modo de flashes mentales que el poeta trae a su memoria por medio de imágenes vividas con anterioridad y mezcladas subconscientemente.
El siguiente versículo, «El túnel» que continúa en la misma línea de recuerdos, trata un hecho real cuyo protagonista fue el poeta: «Un día me metí por una alcantarilla, que acababan de descubrir en unas obras realizadas entre el teatro romano y la casa romana»[204]. Valhondo quiso entrar donde otros no se atrevieron, empujado por el deseo de respirar aquella atmósfera que había estado tapada dos siglos y por su sempiterna necesidad de hallar asombros que pudieran reportarle el encuentro gozoso con su pasado, como un modo de conocerse a sí mismo porque creía que el ser humano sin historia estaba incompleto:
«Entramos en nuestro menesteroso
y dramático misterio al contemplarnos.
Vagamos en un cauce que nos lleva
a la peregrina ambición, de día festivo,
que estrenar en fiesta inverosímil»[205].
Sin embargo, como siempre, sus deseos se ven frustrados por la imposibilidad de alcanzar aquello que busca esperando que algo nuevo lo asombre, lo esperance y le devuelva la ilusión perdida con el descubrimiento de algún enigma que le aclare al menos una de sus múltiples dudas vitales y le indique el camino para desentrañar las otras:
«Cuerpo comulgado, en su desnudo,
corriendo alcantarillas
para alcanzar anhelos que extendemos
a la misericordia de cualquiera
que vaya en busca de la luz
siempre lejos,
inalcanzable a nuestras manos»[206].
Pero el poeta llega a pensar que la imposibilidad de comprender quizás no se encuentre en las cosas («Todo está posiblemente en el mismo sitio»[207]), sino en nosotros mismos que vivimos de espaldas a la historia y al pasado, del que nos hemos alejado inconscientemente por seguir ciegos el progreso deshumanizado al que sólo le interesa el presente en su aspecto práctico y lucrativo, no espiritual: «Nosotros somos quienes nos alejamos.»[208].
Y, si imposible es encontrar la conexión con ese pasado que forma parte de nuestro ser, más difícil es conseguir alumbrar nuestra conciencia personal («la emoción / de encender la otra luz, / aquella que está consternada, / en nuestro propio cuerpo»[209]). De ahí que el poeta dude porque es incapaz de encontrar la luz que le ilumine siquiera el enigma de su propia conciencia y, de ahí también, la necesidad de convencerse de que cree para no caer en el abandono:
“Despertaré creyendo
y volveré a olvidarme que he creído.
Buscaré mil pretextos
para tener la fe en algo que me sostenga»[210]
Pero una quimera imposible convertirá su empeño en baldío: la esperanza de encontrar la paz («Cuando consiga desentrañar asuntos, / que me preocupan contemplándome»[211]) y, en un estado de meditación trascendente alejado de sus intranquilidades, escuchar la melodía del universo en la que se encuentra inmerso como una pieza perfecta de su divino engranaje. Sin embargo sus múltiples imperfecciones convertirán este anhelo en irrealizable:
«me sentaré a la orilla de la celebración
a escuchar el órgano del otoño
mientras el incienso
va dorando un retablo
de palabras antiguas»[212].
El poeta nunca verá cumplidos sus deseos porque jamás encontrará la paz anhelada por vivir constantemente en la duda a la que lo arrastra la cruda realidad: «La vida es tremenda. La duda es el principio de la fe. Vas a un cementerio y te dicen: ‘aquí está tu padre’, te lo dan envuelto en una bolsa de plástico; y te preguntas: ‘¿resurrección de la carne?’ ¿de qué carne? Tengo un hueso de la cueva de Maltravieso hecho piedra y pienso ¿cómo va a resucitar esto?»[213].
En el poema que sigue, «Palacio de sentidos», el poeta comunica su estremecimiento ante la contemplación de dos cambios: uno, el experimentado en su cuerpo por la influencia negativa del tiempo que se hace preocupante en los últimos años de su vida («Miro mi fotografía / y me echo a temblar / como si resucitase en invierno»[214]) y otro, ante los recuerdos de las vacilaciones que ha sufrido su personalidad por sentir emociones inconfesables o por aquellos momentos en que perdió el control («Mirando mi fotografía / me compadezco de satisfacciones / que laten detrás de todo odio»[215]), convirtiéndolo en un desconocido para los demás que ignoran su deseo de actuar de una forma distinta a como lo hace.
Esa dualidad entre lo que parece y lo que realmente es lo inquieta sobremanera, porque en su conciencia sufre una desorientación que lo lleva a no saber quién es ante el cúmulo de emociones contradictorias sentidas, que denomina «palacios de sentidos»:
«Nadie me conoce
ni siquiera el que sale
a entornar la puerta
de un desconcertante palacios de sentidos»[216].
Aunque a pesar de saberse pura contradicción, esta doble personalidad le sirve de pantalla protectora («Es lo mejor que puede sucederme»[217]), porque descubrir su otro yo y abrir su conciencia a los demás, es inútil («Lo otro es un vivir cambiando palabras / que, por temor a lo ignorado, / se repudian a sí mismas»[218]). Por eso, consciente de su soledad, se siente más seguro refugiado en su conciencia donde está más cerca de Dios del que se sabe parte («Me reconozco hombre solo / en el paseo, dentro de Dios»[219]), aunque sólo sea durante un momento en el que se detenga el tiempo:
«sólo un rato;
pero eterno»[220].
Pero cuando sale de ese momento eterno, ideal, desprovisto de preocupaciones, se topa con la sempiterna tristeza de la realidad que tras su esplendor guarda trampas, porque no muestra su verdadera cara («Es imposible la dulce / alma del candor de esta mañana. / Anida engaños de esperanzas»[221]). Así el poeta sufre esta realidad ambigua, porque su falta de identidad personal lo hace consciente de que no es uno sino un cúmulo de imágenes distintas de sí mismo en momentos diversos de su vida dependiendo de las circunstancias («No caigo en el recuerdo / de una imagen concreta / al volver de mis copias»[222]). Éste es el motivo de que el poeta no logre conocerse a sí mismo y por tanto tampoco consiga comprender a los demás ni a la realidad y se encuentre desorientado («A ciegas ando»[223]).
Por esta razón el poeta advierte que en su conciencia no es ese ser superficial sino otro, el que le hubiera gustado ser, si las circunstancias se lo hubieran permitido («Me reconozco otro, / quizá, vecino impenetrable, / novela embarazada de consuelos»[224]), o un ser trascendente, si hubiera seguido ahondando en el amor a Dios que sintió buena parte de su existencia:
«Amor lastimando formas
en réplica a una misteriosa
vivencia enternecida
encerrada en casa
durante mucho tiempo»[225].
Pero no es ni un ser ideal ni trascendente sino un desconocido, inseguro y desorientado, que se encuentra a merced de la muerte constantemente angustiado («Belleza muerta y sin aristas, / cuerpo resplandeciente, / donde me ahogo todos los días»[226]) porque no sabe adónde lo va a llevar:
«[…] para llevarme
no sé bien a qué sitio
donde todo está a punto
según dicen»[227].
En el «Dolor del jardín», el poema siguiente, la tristeza que le produce el día se acentúa («La tristeza se apoya / en la espalda del jardín»[228]) porque el poeta piensa que «todo jardín duele, no da alegría, es imposible allí la carcajada»[229] y su anhelo de buscar nuevos horizontes se disipa («Se desvanecen definiciones / de paisajes infinitos»[230]). Por este motivo todo en el jardín se puebla de angustia y de mendigantes anónimos del coro que suplican:
«Agobios de miradas llenan
la espesura arbórea del momento.
Tiemblan futuros frutos
reservados a huecos de unas manos
que piden limosnas de misericordias»[231].
Y la pregunta ¿quiénes son esos anónimos del coro? se queda sin respuesta porque es imposible contestar, al poeta ya no le quedan palabras («Nadie responde / porque faltan palabras»[232]). Y todo se estremece incluso el canto del jilguero, símbolo de la alegría y la libertad («Tiembla el canto del jilguero»[233]), porque la muerte ha aparecido con su trágico efecto:
«Se ha muerto un pájaro
porque alguien llora
entre las plumas del soplo del suspiro»[234].
También el título de la segunda parte, «Se funden siglos en un solo día», resulta muy significativo pues el poeta de nuevo vuelve a insistir en el paso del tiempo, cuya rapidez hace que se comprima la existencia en un momento.
El poema «¿Adónde?» se abre con las mismas palabras del título de esta parte, que se completa en el segundo verso con «y caben en un rato», es decir, con una mayor compresión sintética del tiempo porque aparentemente es mucho y sin embargo se resume en un solo día, en un insignificante momento para todos pues cuando llega la muerte la vida siempre resulta corta, independientemente de la edad que se tenga.
Pero que la muerte sea igual para todos no hace abandonar al poeta su preocupación ante ella, pues le sorprende que las personas a punto de morir afronten este paso tan dramático para él como si partieran a un lugar conocido («Hay quien dice: ‘Me voy’ «[235]) con una certidumbre que lo desorienta, y sin embargo él nunca tiene noticias de que lleguen a su destino («Y se va al mirarnos / con nosotros dentro / por un camino oscuro / y sin saber si llegan»[236]), y otros parten como si fuera un paso intrascendente:
«y quien se va con el que tiene
que dar un recado a la mujer del otro»[237].
Y esto hace dudar aún más al poeta porque, si la muerte forma parte de su propia esencia y es sólo una circunstancia natural como la misma vida («Estoy seguro de que la he visto antes / jugando entre la gente»[238]), no hay que temerla pues quizás aquí radique el valor de la vida y de la muerte: la primera haciendo posible que el ser humano llegue a la segunda y ésta, ayudándolo a pasar la puerta de la verdadera existencia («Es la esmeralda / que sacaron del abismo del espíritu / y se hizo pez en el armario / de la habitación del mar?»[239]). Sin embargo el hombre se deja llevar por las interpretaciones de quienes lo dominan, que dan una explicación de este paso acorde con sus intereses particulares pero que no sirve para orientarlo, y así «vagamos con noticias sensacionales» acuciado por el tiempo que lo arrastra hacia la muerte, concebida así no como esperanza sino como un paso amargo.
El poema «La escena» se refiere metafóricamente a la del teatro, pero en realidad trata de la escena en que se desarrolla la vida del poeta, donde continúa con su tremenda preocupación porque su sensibilidad lo hace sentir en exceso el paso del tiempo y el peso de la muerte, mientras los demás no entienden, inconscientes, sus hondas preocupaciones («Nadie respeta / mis desvelos ante el terremoto / de la desolación, / por donde yo paseo, entristecido, / los secretos del mundo»[240]), lo ponen en evidencia («me hacen desfilar / por delante del otro»[241]) y disfrutan de su tristeza, esperando que su tragedia personal se consume («ansiosas miradas de anónimos que esperan, / que la escena se convierta, / […] / en importante tragedia / de sueños asesinados»[242]), mientras que siente una inefable tristeza: «(¡Qué dolor padece mi alegría!)»[243].
Nada consigue callar las murmuraciones contra él («No importa que la noche venga / apagando luces y encendiendo emociones»[244]), mientras sigue muriéndose poco a poco («mientras continúo vaciándome a chorros»[245]) porque se encuentra acorralado en su preocupación que parece ser sólo suya. El poeta ante tal tensión se evade yendo:
«a beberme un vaso de vino
a la taberna del Apóstol»[246].
Entretanto la muchedumbre pasa desorientada como un río de llanto y su palabra vaga sin valor, incapaz de entender el momento de vida, ese instante en que «se funden siglos» sólo sentido por los antepasados («pero, que está ahí, en el sigilo / del otro que le escucha»[247]). Mientras, el poeta se hace un ser más solitario, refugiado en sus recuerdos, para desembocar en la estremecedora realidad de que hemos nacido para morir, haciendo cierta la idea que asegura ser una la cuna y la sepultura:
«Haciéndose de sí mismo
solitario refugio de recuerdos
[…]
hasta dar con el límite
escandaloso de su vida
en la mentira del tiempo
(Y del fin)»[248].
La tercera parte, titulada «La escalera de la palabra», preside un grupo de versículos que gira en torno a un tema preocupante para el poeta: el enigma de la palabra con el que ha luchado infructuosamente toda su vida para desentrañar ese significado justo que la palabra tan celosamente guarda en cada momento y conseguir la transmisión de sus sentimientos con la misma sutileza y exactitud que los captaba en su conciencia.
El título de esta parte indica que el poeta analiza todos los aspectos que intervienen en la configuración de la palabra, en una progresión inversa como si de una escalera se tratara, comenzando por el peldaño de arriba hasta llegar al más bajo, donde se encuentran las palabras más simples y primitivas, los pronombres personales.
Así la idea central se resume en el primer poema, «La vocación de la palabra», que se puede entender como “la llamada de la palabra”, esa atracción irresistible del concepto exacto que ahora en el crepúsculo de su vida, le muestra la imposibilidad de expresar con él ciertos sentimientos («Me asombran / las palabras llenas de nostalgias / que nunca conseguí pronunciar»[249]), porque se han perdido en el tiempo («Esto pasó la mar de vocaciones»[250]) o no sabe si es una imposibilidad del presente porque la vida se le ha pasado en un momento o es simplemente la necesidad de traer al momento actual recuerdos para rescatar el pasado:
«O estoy construyendo
una nueva vivienda
donde habitar futuros del pasado»[251].
En el resto de los poemas el poeta trata otros aspectos que le preocupan de la palabra o bien le resultan atrayentes por su misterio:
La capacidad de la palabra para crear ilusiones («Nos conformamos cada mañana / con la frase del verso»[252]) e inventar formas que nos acompañan y nos hacen sentirnos menos solos:
«Y nace la escultura
ocupando el lugar
inventado cada día,
donde antes estábamos
nosotros solamente»[253].
El misterio de la palabra, cuyo significado no se puede traducir, aunque el ser humano intente embellecerla representándola con un signo gráfico:
«Y simbolizamos con nombre impresionable
la ilegible imaginación
de la palabra»[254].
La dura realidad de un pasado perdido en el tiempo, cuya imposibilidad de rescatarlo descubre la palabra:
«Porque será terrible evocar
pasados varios siglos,
algo que aquí ocurrió
cuando vivíamos»[255].
-El dominio que sobre el poeta ejerce la palabra, obligándolo a ser contradictorio, desorientándolo o haciéndolo caer en un mutismo preocupante, que lo incapacita para expresar exactamente lo que necesita decir en cada momento:
«Me duele la voz cuando se apaga
secretamente en la garganta,
cuando se encierra en un silencio
que es imposible oír»[256].
La certeza de que hubo un momento, que se pierde en la memoria del tiempo, donde el ser humano sólo necesitó gestos para llegar directamente al corazón de los otros seres («Acaso la palabra muda. / O era antes. / Cuando no hacía falta / palabra alguna para deducirse»[257]) y, sin embargo, ahora el poeta no logra llegar a sus semejantes con la palabra. Por este motivo el poema «El sonido de la palabra» expresa la dificultad que entraña el uso enigmático de los conceptos[258].
Y, por último, el enigma de «Los pronombres personales» que materializan en seres concretos el valor más profundo y directo de la palabra. El yo es la soledad, el aislamiento y el desconcierto de encontrarse a sí mismo:
«Desconocido yo
en mí mismo encerrado
cadáver donde vivo
un presente que dudo
si existo solo siempre»[259].
El tú es abrirse a otro, vivir a su compás, notar su presencia y su silencio; en definitiva estar acompañado por la relación que se establece a través de la palabra:
«Frente a frente. Contento
hermano mío. TUYO
es voz que nos une
definitivamente»[260].
Él es el tercero en discordia, el anónimo a quien cargamos nuestros traumas:
«La culpa es siempre suya.
La novela y el humo»[261].
aquello que no conocemos, lo inesperado y lo ingrato: «El encuentro a la vuelta / de sorprendente esquina»[262].
La cuarta parte, titulada «Jaula de atardecer», es una humanísima reivindicación lírica de las mujeres que ejercen la prostitución, a las que el poeta dignifica en un ejemplo de comprensión humana. El poeta las concibe como unos seres plenos con su conciencia, sus problemas y sus anhelos como cualquier otro ser humano, y con un cuerpo que cumple una función social ayudando a calmar el deseo humano (una especie de dolor) con la entrega amorosa, ante la indiferencia o el desprecio de los demás que olvidan aquel pasaje cuando Cristo perdonó a la Magdalena, una prostituta arrepentida. El poeta recuerda este hecho encabezando el poema con la cita de San Lucas 7, 38: «Se puso detrás de El, junto a sus pies, llorando, y comenzó a bañar con lágrimas sus pies y los enjugaba con cabellos de su cabeza, y besaba sus pies y los ungía con el ungüento».
Esta reivindicación de Jesús Delgado Valhondo tiene un sentido socioespiritual, pues la prostituta a la vez que consuela el dolor del mundo con el placer sexual realiza una labor imprescindible relacionada con la caridad recíproca que se debe dar entre los humanos, porque se basa en la entrega y la autodestrucción de su cuerpo en un acto solidario sustituyendo la acción de Cristo que, desde el episodio de la Magdalena, ha dejado el encargo a las prostitutas para que hagan con los hombres necesitados de amor y comprensión lo mismo que Él hizo con la Magdalena, la prostituta por antonomasia, consolarla y compadecerla.
La prostituta como el loco, el tonto, la muchacha tempranamente muerta o la beata es una persona a la que Valhondo dedica especial atención en poemas donde se preocupa por los seres marginados. Así en el poema «Mujer de vida fácil», subtitulado «(Fábula con moraleja)», de La vara de avellano contiene el precedente de este largo poema de Los anónimos…, donde el poeta realiza una exposición del mundo espiritual de estas samaritanas del amor.
El origen de esta preocupación se encuentra enraizada en la misma esencia de Valhondo, que fue un ser humano preocupado por la situación marginal de estas mujeres: «Yo siempre he sentido un gran respeto por ellas», confesó sin ambages cuando trasmitió la atracción por estos seres indefensos de una forma sorprendente, pues su actitud es el resultado de una postura solidaria que adopta con estas mujeres a contracorriente enfrentándose a la ideología conservadora de la época, de tal forma que resultan insólitas estas palabras comprensivas sobre ellas, generalmente denigradas por todos.
Además la preocupación de Valhondo por las prostitutas tiene su origen en aquella experiencia de su vida, que lo lleva a descubrir y fortalecer la opinión positiva que tenía sobre ellas, cuando pasó aquella larga temporada de seis meses (septiembre de 1959 a febrero de 1960) junto al lecho de su hijo Fernando, convaleciente de una grave enfermedad, que lo mantuvo entre la vida y la muerte en el hospital militar de Badajoz.
Para un espíritu sensible como el suyo, la actitud humanísima de estos seres marginados que mercan con su cuerpo lo llevó a indagar en los entresijos de sus almas y descubrió que también eran personas con sentimientos, intranquilidades, ilusiones, anónimos del coro en definitiva. Además comprobó que sus semejantes («seres normales») se mostraban insolidarios, inhumanos y faltos de comprensión con ellas y sin embargo su oficio era un ejemplo de caridad para quien necesitaba no sólo saciar sus apetitos sexuales sino también compasión y consuelo, el mismo que humanamente recibió de ellas cuando se encontraba angustiado y solo con su problema.
Y esto es lo que cuenta el poeta en «Jaula del atardecer», título donde resume el sentimiento más angustioso que a su juicio sienten las prostitutas: estar prisioneras en esa espera inacabable del atardecer, cuando toman posiciones en sus lugares habituales para ejercer la venta de su cuerpo como respondiendo a un misterioso destino:
«La prostituta se sentó,
en una piedra a la orilla del camino,
a esperar.
No sabía lo que esperaba.
Ni a quién.
Ella siempre esperaba.
Designio de su manera de vivir»[263].
Y como si también en su sino estuviera escrito por un divino mandato la prostituta, que esperando sucumbe («(Se le notaba en la cara / que había estado muerta; / pero, ella, evitándose, lo ignoraba)»[264]), continúa soportando las miradas acusadoras de los demás («Espiaban miles de seres. / Acusada no sabía de qué, / desde dentro, desde fuera»[265]) y su indiferencia:
«Arropaba la niebla al desaliento.
Indiferente pasaba el hombre
sobre el santo y sobre la mujer»[266].
Mientras, en medio del desprecio general, la prostituta busca entre los recuerdos de su pasado y se encuentra inocente y pura («Recreábase niña y volvía, / milagrosamente, / a ser, blanca nieve del aire, / enajenada imagen de sí misma / en la enamorada angustia de su sitio»[267]) antes de ejercer la prostitución, que aceptó como tabla salvadora («Le dieron un pañuelo / para que limpiase sus lágrimas»[268]), y ella con su inmaculado espíritu repartió calor entre los necesitados de amor («Y fue nueva Verónica en los caminos / de hombres perseguidos, / de hombres indignos, / de hombres profanados, / de los de mala voluntad»[269]) y compasión humana («Ella los consolaba, / les enjugaba penas y agonías, / les daba de beber, / como samaritana»[270]), cumpliendo una voluntad divina:
«Nueva Magdalena.
La bíblica criatura
convocada por Dios
para la vida
de los suburbios de los hombres»[271].
Pero, a pesar de calmar el deseo y de contribuir decididamente a mitigar el dolor del mundo, las prostitutas sólo encuentran el abandono y la soledad, que en ellas se hace más patente y angustioso, porque también el tiempo las va minando («Y, luego, nadie. / Y, después, envejeciendo / era violeta que se apagaba, / debajo de la hierba, / a escondidas de Dios»[272]) y su cuerpo viejo termina sólo sirviendo como un simple medio de supervivencia para calmar a menesterosos («y Dios sin su alegría acostumbrada / era un hombre que regresaba / del trabajo / enriquecido de pobrezas»[273]). Es entonces cuando comienza a sentir patentemente la realidad de una vida dedicada a un oficio de miseria física y moral.
En esta situación, sin encantos corporales, la prostituta será más vulnerable que nunca a las miradas y reproches de los demás («Espiaban miles de seres. / Acusada no sabía de qué, / desde dentro, desde fuera. / Miles y miles»[274]), que no quieren saber nada de su pasado, de aquella niña que fue y de la que guarda en su interior, como si de un preciado tesoro se tratara, una imagen cálida para soportar su despreciado oficio.
El único sostén espiritual que le queda a la vieja prostituta es el recuerdo de Cristo, que un día muy lejano se compadeció de una mujer como ella. Ante el recuerdo de aquel hecho tan humano, la prostituta se esperanza por unos momentos pero enseguida desemboca en la dura realidad pues, a pesar de sus anhelos, la mujer prostituida se ve obligada a continuar con su oficio («Suplicada criatura. / Trasluciente»[275]) hasta que el tiempo termina por quitarle todo encanto físico y nadie requiere sus servicios («Limosna que nadie recogía. / Se fue haciendo muy tarde / para empezar de nuevo»[276]). Su juventud desaparece en la memoria del tiempo y la prostituta al final queda abandonada y sola:
«no hubo espacio para ella
y se quedó fuera de su casa»[277].
Este largo poema concluye con otros tres más cortos: «Fábula del recuerdo», «Fábula olvidada» y «En este pequeño cementerio de aldea», donde el poeta recoge el epílogo de la vida de la prostituta: su muerte anónima y su tumba olvidada en cualquier pequeño cementerio de un pueblecito perdido:
«(A Carmen le pusieron un clavel de tela.
A José una corona de crisantemos.
A la señora Rosa una dalia de papel.
Y a ella, una prostituta,
un manojo de olvidos amarillos»[278].
Éste es el final trágico de una mujer que a cambio de entregar su cuerpo y su vida («Daba más que tenía»[279]) para saciar apetitos, consolar y compadecer a los necesitados, recibe la indiferencia de los demás y termina en la soledad y el abandono de un anónimo cementerio:
«hasta llegar a confundirse
-ella también-
en el osario del amanecer
cuando la primavera y la caricia»[280].
«Jaula del atardecer», además de su sentido real, contiene una triple parábola: una, la entrega de las prostitutas se parece a la de Cristo que, después de darse a los demás, fue despreciado, escarnecido y murió solo en la cruz, olvidado por aquéllos a los que había consolado en vida. Otra, en un sentido más amplio, la vida de las prostitutas es una metáfora de la existencia humana, triste y desencantada, que termina irremisiblemente en la soledad más absoluta y en la muerte desconocida e intrahistórica de los seres comunes, es decir, de los anónimos del coro que todos somos. Y otra, inconscientemente el poeta en la parábola de la prostituta reflejó la idea de su propia existencia, dedicada a la búsqueda de la verdad (una forma de entrega a los demás) y, sin embargo al final de su vida, se ve abandonado por Dios a quien se había entregado y se encuentra solo ante la muerte.
En Los anónimos del coro, después de la vuelta a la tradición con el estribillo del poema «Jesús Delgado» y al clasicismo con los sonetos «Poemas de amor para la muerte» de Ruiseñor …, Valhondo se reinstala plenamente en el surrealismo, que venía siendo característico en esta etapa crepuscular de su obra poética desde Un árbol solo. En este sentido, el poeta rinde tributo a los más destacados surrealistas de la Generación del 27 como Lorca, Alberti y Dámaso Alonso. Del primero, en la creatividad y elegancia de las imágenes; del segundo, en el tono a veces desgarrador de los momentos de desencanto y del tercero, en esa forma lenta y misteriosa de discurrir el poema que en algún pasaje vuelve a remitir a «Mujer con alcuza» de Hijos de la ira, sobre todo en la cuarta parte («Jaula del atardecer»):
«Bajó el amanecer a verla.
Había envilecido su piel
y le cubría un purísimo azul
en jaula de alborada.
Liberándose nacía virginal.
Nuevos deseos.
Permanente ascensión»[281].
También se localizan referencias de la poesía narrativo-descriptiva, que adapta el poeta a su forma de decir desde Un árbol solo. En Los anónimos del coro las partes, excepto la tercera, están expuestas en una forma reflexiva que sigue el discurso, unas veces narrando lo que sucede y otras descubriendo el estado de ánimo del poeta o bien el de sus protagonistas:
«Despertaré creyendo
y volveré a olvidarme que he creído.
Buscaré mil pretextos
para tener la fe en algo que me sostenga»[282].
“Pasea meditando canciones y discursos.
Se pliega con mantos de aureolas,
al borde de la mañana,
rosales y cipreses»[283].
Además sorprendentemente se descubre un parecido con el estilo narrativo que Bécquer hizo característico en leyendas como «El miserere» en el poema sin título de la primera parte, desde «Arrancan del fondo» a «se realiza jardín amado en la ventana»[284]), cuando el espacio del teatro romano comienza a llenarse de anónimos del coro que, como espíritus enigmáticos, despiertan de su sueño mortal, igual que cuando los monjes templarios en la leyenda becqueriana salen de sus lechos mortuorios para entonar el miserere.
Se detecta también una influencia modernista en la melancolía que invade al poeta cuando se sitúa en un jardín en el segundo poema del libro: «Surtidor se proclama / el aire golpeado de retornos»[285]. La melancolía otoñal, los jardines inmaculados pero tristes y el crepúsculo que se lleva los colores del día son sensaciones típicamente modernistas, que el poeta siente en Los anónimos del coro.
Por unas declaraciones de Valhondo, se sabe que en la esencia de este libro existe un interés por la intrahistoria, que convirtieron en característica propia los escritores de la generación del 98 cuando dejaron de centrarse en el ser humano metafísico y se ocuparon y preocuparon por el hombre común, es decir, por el que realmente hace la historia y nunca sale en ella. Así Valhondo toma como protagonista de este libro a los seres anónimos, que no tienen nombre y se encuentran perdidos en la masa y sin embargo día a día ayudan con su propia vida a construir la historia.
Y, en la cuarta parte «Jaula del atardecer», se observa una influencia del naturalismo en la forma de ahondar en la cruda realidad del oficio más antiguo del mundo y al mismo tiempo de incidir en la soledad y el abandono dramático de una prostituta anónima, símbolo de todas las mujeres que venden su cuerpo.
Pero, a pesar de todo, la voz personal y el intimismo de Jesús Delgado Valhondo que como siempre se muestra especialmente sentido y humanísimo, convierte estos tributos a corrientes líricas contemporáneas en simples referencias o medios para exponer sus preocupaciones de una forma original, creativa y sorprendente como se puede deducir de la inaudita defensa de las prostitutas y de la crítica contra la indiferencia y la incomprensión social, o del intento como el que plantea en la tercera parte «La escalera de la palabra» por desentrañar el enigma del concepto o, en todo el libro, del sutil tratamiento de la sobrerrealidad cuyo misterio lo desconcierta o lo asombra imprimiendo sentido a su triste existencia.
Y es ahí en ese halo de misterio en el que indaga, donde se halla al poeta original y a su alto grado de dignidad humana y lírica porque, pudiendo vivir inconscientemente, busca y rebusca más allá de la realidad palpable para intentar explicarse y explicarnos el enigma que impregna todos los actos de nuestra vida, a pesar de que termine desconcertado, abandonado y solo como la prostituta.
En Los anónimos del coro, el estilo vuelve a ser el característico de Jesús Delgado Valhondo en esta penúltima etapa de su poética: lenguaje aparentemente sencillo, espontáneo y directo, pero elaborado hasta el punto de resultar en muchos momentos difícil de entender y a veces impenetrable porque, al profundizar en el mundo de la irrealidad, su lenguaje se acerca al automatismo de la poesía surrealista más libre.
El tono sigue siendo confidencial, implicador e intimista, de tal manera que Valhondo continúa comunicando a los demás sus preocupaciones y anhelos y descubriéndoles los rincones más recónditos de su espíritu preocupado por el misterio que impregna no sólo la realidad y la palabra sino también la vida de los seres intrahistóricos como los demás o marginados como las prostitutas. Esa misma preocupación sincera y honda es la que ha llevado a Ricardo Senabre a definir el libro con estas palabras sencillas pero significativas: «libro hermoso de verdad».
El vocabulario empleado continúa siendo el propio del lenguaje común hasta el punto de que llama la atención hallar la palabra más extraña de su obra poética, élitros286, teniendo en cuenta su léxico transparente. No obstante esta rareza léxica reafirma la idea de que para entender su poesía no es necesario usar el diccionario:
«Yo»
«Está en el escondite
la primera persona;
el hombre que solfea
la calle y la oficina,
el hombre donde muerdes
las flores del camino,
élitros de teléfono,
el libro que se cierra
aburrido el sueño»[286]
De cuando en cuando el poeta consciente de la impenetrabilidad de sus elucubraciones oníricas, da señales de que está situado en la realidad y continúa dominando el pulso de su lírica por medio de expresiones comunes, que rompen la impermeabilidad del discurso surrealista y tranquilizan al lector indicándole que se trata de una elaboración literaria:
«Esto pasó hace la mar de vocaciones»[287]
«Le dijo una compañera
que Cristo era muy guapo»[288].
La tensión lírica en algún momento decae porque el poeta ante tanto enigma se desentiende de toda traba formal y libremente expresa sus sentimientos dejándose llevar sólo por su corazón como sucede en «Palacio de sentidos», donde en el comienzo de la segunda parte de este poema su expresión pasa de lírica a prosaica:
«Es lo mejor que puede sucederme.
Lo otro es un vivir cambiando palabras
que, por temor a lo ignorado,
se repudian a sí mismas.
Me reconozco hombre solo».
No obstante todo el ritmo de Los anónimos del coro se encuentra velado por el enigma, que existe en la frontera de la realidad donde se sitúa el poeta, intentando buscar claves para resolver los misterios que le proporcionen nueva luz sobre el enigma de la vida, el ser humano, el mundo y para mantener la tensión en todo el poema:
«El paisaje abre sus páginas
por donde empezamos a leer
hace miles de años
el cuento de nunca acabar!»[289].
El rasgo más característico del estilo de Los anónimos del coro es el uso aparentemente indiscriminado de las formas verbales, típico de la lírica contemporánea que sigue los dictados cambiantes de la mente y no parece tener más explicación que el estado desconcertante en que se encuentra el poeta en esta etapa final de su vida y su poesía:
En la primera parte, el poeta en «Desde antes» se sitúa dentro del discurso del poema («ocupo … Noto … Acaricio …»), pero enseguida deja su lugar a los anónimos del coro, que invaden con su presencia («entran […] / los que perduran / de aquel entonces / en el fondo del sonido»[290]) el espacio del teatro romano de Mérida sigilosamente («Alguien estuvo … Tiene … abraza … Pasea … se pliega …»), para poco a poco convertirse en una multitud confusa de seres humanos y divinos («entran … Muchos vuelven en busca … otros escudriñan … Los amantes se arropan … Arrancan del fondo … Los dioses vuelven … Caminan torsos lumínicos …»).
En «El túnel» se produce un cambio de enfoque: el poeta vuelve a participar de la acción pero ahora utilizando la primera persona del plural de forma mayestática, con la que se refiere a él pero también implica a los demás en su desazón espiritual («Entramos … Vagamos … Quedamos …») para, en el tercer poema de esta parte, hacer personal sus anhelos futuros («Despertaré … Buscaré … me sentaré …») y sus temores sobre el paso del tiempo en «Palacio de sentidos» («Miro mi fotografía … me echo a temblar … me compadezco … Me reconozco … le quito el polvo al día … no sé bien en qué sitio …»). Por último, en «El dolor del jardín» vuelve al misterio que impregna todo, expresado con verbos en forma impersonal («Se desvanecen … Tiemblan … Se ha muerto …»).
En el poema «¿Adónde?» de la segunda parte, el uso de formas verbales es aún más variado: primera persona del singular («Estoy seguro …»), segunda persona del singular («Vas como si fueses …»), primera persona del plural («todos tenemos …»); formas impersonales («Se funden siglos en un solo día … Hay quien dice …»). Tal mezcla muestra el desconcierto del poeta ante el enigma de la fugacidad del tiempo y del destino del ser humano después de la muerte.
En «La escena», la desorientación del poeta, que aumenta sobremanera, se observa en el uso de la primera persona del singular en construcciones verbales interrogativas indirectas («No sé desde cuándo …»), negativas («Nunca encuentro la salida») y condicionales («Si pudiera correr la cortina»), para en el tercer poema de esta parte, convertirse en impersonales («Se manifiesta y se sucede … Se pasaba la mano por la cara …»). El poeta expresa con ello la angustia que lo invade representando el papel que le ha correspondido en el gran teatro del mundo, con el que se siente abrumado y solo.
En la tercera parte, «La escalera de la palabra», intercala la primera persona del singular («Amé … me asombra … Me duele … ocupe … Me suena … Me desconozco …»), la primera persona del plural («Nos conformamos … estábamos … descubrimos …»), la segunda persona del plural («Para que os encontréis convocados … cuando vivíamos …») y define las formas personales básicas (yo, tú, él), imprescindibles para identificarse el poeta y conceptuar a los demás.
Por último, la cuarta parte se encuentra escrita exclusivamente en tercera persona («Se sentó … No sabía … Ella siempre esperaba … seguía … arropaba … pregonaba … vivía …»), porque el poeta deja de ser protagonista directo para ponerse en el lugar de lo que le sucede y piensa una prostituta anónima desde la lejanía de la tercera persona, intentando producir un efecto distanciador para ser objetivo en su visión de las prostitutas y al mismo tiempo ponerse en el lugar de la gente común, con el fin de entender el desencanto que pueden sufrir las mujeres de la calle ante el desprecio de los otros.
No obstante a pesar de la variedad y el desconcierto aparente de las formas verbales (reflejo fiel de la desorientación espiritual del poeta) existe un elemento unificador de las cuatro partes del libro: el misterio. Este ingrediente enigmático aparece en el primer poema, va aumentando gradualmente a lo largo del poemario y se hace más patente en la cuarta parte («Jaula del atardecer»), que es la más enigmática porque en ella realidad y sobrerrealidad se confunden de tal manera que el lector no puede distinguir en qué parte de esa frontera se encuentra, hasta el final en que la realidad se aclara, el misterio se disuelve y la prostituta termina su vida en una pobre tumba de un perdido cementerio. Con este recurso el poeta intenta advertir que el final de la vida de un anónimo del coro (es decir, de uno cualquiera de nosotros) se encuentra en la muerte anónima y definitiva, porque será ignorado por la historia y su huella se perderá en el olvido del tiempo a pesar de haber contribuido a construirla con su dramática existencia.
El estilo de Los anónimos del coro, por tanto, es el propio de un ser humano convencido de que no hay esperanza posible, pues melancolía y desencanto son las dos notas predominantes que se pueden detectar a lo largo de sus poemas, aunque con una expresión libre de exabruptos porque el poeta ya sabe que es inútil la protesta o la desesperación. Por este motivo sustituye la actitud crítica e irónica, que solía adoptar ante la realidad, por una complicación del lenguaje a modo de advertencia de su desorientación y su incapacidad para desentrañar los misterios que dominan la realidad y a él con ella. Así se detecta una angustia soterrada en todas las partes del libro que va a aflorar en Huir, el siguiente y último poemario de su obra lírica.
Sin embargo, Valhondo consigue elevar a categoría universal temas que teóricamente son antilíricos (como sucede con el utilizado en la cuarta parte) y convertirlos en poéticos porque en este caso no se refiere a una prostituta en concreto sino a todas, y no solicita pena o caridad para ellas sino comprensión. Así su palabra cumple una función reivindicativa, altamente humana, al descubrir desde la sensibilidad el espíritu de estas mujeres despreciadas.
Los anónimos del coro está escrito en versículos, excepto los tres poemas agrupados bajo el título de «Los pronombres personales» («Yo», «Tú», «Él»), que están en heptasílabos (número igual a la cantidad de poemas de esta parte) y tienen catorce, once y catorce versos respectivamente. Por tanto el poeta tuvo interés en llamar la atención sobre el gran enigma que se le plantea cuando indaga en la palabra: desentrañar el misterio de los tres conceptos básicos de la comunicación; el que habla (yo), el que escucha (tú) y de quien se habla (él). El motivo es el intento de comenzar de nuevo desde los tres conceptos más elementales. Pero agotada su capacidad intelectual, enseguida se encuentra con la imposibilidad de definirlos.
La primera parte, «El otoño es un órgano que…» está formado generalmente por versos largos de hasta dieciséis sílabas. La parte tercera del poema «Palacios de sentidos» es el versículo con versos más cortos, que oscilan entre los tetrasílabos y dodecasílabos y una media entre los hexasílabos y octosílabos, precisamente cuando el poeta se encuentra más angustiado por el paso del tiempo y su tragedia personal le obliga a imprimir un ritmo más ágil a su reflexión a través de metros poco extensos.
La segunda parte, «Se funden siglos…», tiene versos algo más cortos (el más extenso es alejandrino), aunque la media se sitúa entre los heptasílabos y los eneasílabos como en el versículo de la parte anterior donde el poeta más angustiado imprime con ellos mayor agilidad al ritmo. Esto es debido a que en esta parte reflexiona sobre el paso del tiempo y su papel en la tragedia que la humanidad representa.
La tercera parte, «La escalera de la palabra», está formada generalmente por versos con una extensión media en torno a los heptasílabos, que anuncian la regularidad de los tres poemas titulados «Los pronombres personales» escritos en este metro. La razón de esta reducción versal se debe a que ahora el poeta se ha olvidado del tiempo, su gran preocupación y la base de su angustia, y se centra en la palabra sobre la que poetiza sin dramatismo envuelto en el misterio que lo hace ser más reflexivo y menos trágico. De ahí que, a pesar de ser versos generalmente cortos, el ritmo se calme y predomine la reflexión sobre la angustia.
Y, la cuarta parte «Jaula del atardecer», mezcla versos de distinta medida que equilibran la expresión unas veces siendo dulce con metros cortos («Le dijo una compañera / que Cristo era muy guapo / y que en su dulce mirada / cabía el mundo entero»), otras anhelante con versos de extensión media («llenaba vacíos de su tiempo / si miraba lugares donde estuvo») y otras angustiado con metros extensos («La frente de la niña que fue, sangraba / y a sus labios, playa y libido, / llegaba el sabor salino del mar»).
El uso del versículo, por tanto, en Jesús Delgado Valhondo no es simplemente un medio de adaptación a la modernidad, sino el canal necesario para expresar con libertad sus sentimientos, que ahora no salen de su interior como en sus primeros libros tan disciplinada y suavemente desde que su concepción de un mundo armónico se rompe cuando Dios no le responde. El versículo, que sin duda fue el mejor instrumento encontrado por Valhondo para expresar su desconcierto espiritual, supone una muestra de su capacidad de adaptación y evolución que lo llevó paulatinamente a abandonar los metros clásicos y tradicionales para afianzarse en una forma lírica totalmente nueva, donde la falta de métrica y rima regular debía suplirla con ritmo interior, verdad y sentimiento.
En Los anónimos del coro tampoco abusa el poeta de los recursos literarios. Una vez más estos medios se encuentran al servicio del contenido y de la expresión sincera, natural y altamente humana, característica en Valhondo desde siempre. Así se observa que el empleo de medios expresivos va encaminado a crear la atmósfera enigmática de ese mundo mental indeterminado, desde cuya atalaya se produce su visión reflexiva:
Uso de pronombres indefinidos como «alguien, muchos, otros», que sitúan en el anonimato a seres que pueblan el libro y, por su indefinición, llenan de figuras anónimas esa frecuencia situada en la sobrerrealidad donde se encuentra instalado el poeta.
Omisión total del pronombre en formas verbales como la tercera persona del singular («Tiene… Pasea… Se pliega…») y la primera persona del plural (entran… perduran…), que oculta a los protagonistas de la acción y la convierten en anónima y enigmática, contribuyendo de esta manera a la creación de una incertidumbre en el ambiente irreal en que se desarrolla todo el libro. A esto ayuda también la omisión del pronombre personal de primera persona («Noto… Acaricio…»), de tal manera que el poeta parece querer manifestarse claramente como un anónimo más.
Paradojas que con su ambigüedad contribuyen a aumentar ese halo misterioso que desconcierta: «que nunca supo subir hasta la vida de su muerte»[291]. «donde habitar futuros del pasado»[292]. «Extendiéndose aún más allá / como luz inexistente»[293].
Expresiones inquietantes que instalan al lector en las regiones de los sueños más desconcertantes: «Y, de pronto, surgen». «bajaron sombras en busca de cuerpos, / […] / sombras acosando insistentemente». «Acosadas palabras, balbucientes palabras». «No sé desde cuándo». «Nunca encuentro la salida». «La palabra queda sin proclamarse». «Sabe Dios cuándo». «dudo / si existo solo siempre». «No sabía lo que esperaba».
Imágenes sorprendentes y perturbadoras que lo sitúan en una frecuencia donde se encuentra desasosegado: «Muchos vuelven en busca de sus bocas». «mientras el incienso / va dorando un retablo / de palabras antiguas». «le quito el polvo al día / y se vuelve a empañar». «Se funden siglos en un día / y caben en un rato». «contemplamos brisas de amor / latiendo entre sus labios». «Descubrimos los besos / trémulos del silencio». «hacía encajes de bolillos / con las flores que le nacían / en la yema de los dedos».
Símiles, que tratan de explicar realidades comparándolas con misteriosas asociaciones mentales del poeta: «como una enredadera inagotable de creencias». «Tiembla el canto de un jilguero / como lámpara mágica». «Me reparten entre ellos / como si fuese un Cristo de juguete». «Me suena raramente la voz. / Como si otro pronunciase / lo que yo he aprendido». «Surge desde el fondo de las cosas / como flor silvestre».
Metáforas, que intentan explicar realidades pero que sin embargo introducen más en esa atmósfera cargada de misterios, desorientación y angustia: «húmedo mármol, la estatua. / Sudado y sucio / tronco de vida». «Surtidor se proclama / el aire golpeado de retornos». «Me reconozco otro, / quizá, vecino impenetrable, / novela embarazada de consuelos». «El cielo es puro y se hizo pie en el acuario / de la habitación del mar». «eternidad / colorines de rubor». «La muchedumbre es barro»
Personificaciones, que dan vida a conceptos inanimados y crean un mundo irreal que produce intranquilidad cuando éste se mueve y aquéllos actúan: «El paisaje abre sus páginas». «El crepúsculo proyecta su película». «El temblor del color / dora el tiempo». «El espacio se cierra / en su canción de luz». «Bajó el amanecer a verla». «Las paredes se pliegan en silencioso libro de oraciones» …
Anáforas, que muestran la angustia espiritual sentida por el poeta, cuya intranquilidad aumenta por el enigma de la sobrerrealidad en que se encuentra: «vida interior / de monje de clausura, / de material de vivencia». «o está ocurriendo / […] / o estoy construyendo». «Cuando la piedra cristalizaba … cuando la yerba … cuando el nombre …». «Y fue nueva Verónica en los caminos / de hombres perseguidos, / de hombres indignos, / de hombres profanados».
Encabalgamientos, que provocan pausas inquietantes: sirremático («Late en momento / de miel y sol de espuma». «Dulce rincón caliente / de amable compañía» …). Oracional («Con la capa rojiza de la estela / que va dejando el día»).
Frases entre paréntesis, que son el recurso más llamativo de Los anónimos del coro, pues aparecen de cuando en cuando a lo largo del poema como flashes mentales que advierten una vuelta a la realidad desde la posición mental del poeta situada en la irrealidad: «(En columnas caídas y anudadas de pies / las lagartijas del tiempo toman sol) / […] / (Luego, va, se esconde)». «(Me voy conmigo mismo / a beberme un vaso de vino / a la taberna del Apóstol)». «(Nadie le dijo que Cristo / jamás volverá a sentarse / en el salón de su casa)». La importancia que le da el poeta a estas frases encerradas entre paréntesis se resumen en la que aparece al final del último poema, cerrando el libro («(Al poeta le gustaría sumergirse / en un anochecer / confundido en el alba)») donde, ya en la realidad, expresa una vuelta a la sobrerrealidad que abandonó cuando quiso contar el fin, crudamente real, de la prostituta.
La estructuración de Los anónimos del coro resulta un tanto anárquica y desaliñada por dos motivos: uno porque es evidente que las cuatro partes al ser compuestas no fueron pensadas por el poeta para formar un libro unitario. Por eso, aunque todas tienen el nexo común del misterio que las invade, su contenido es distinto: la primera trata el tema que indica el título del libro. La segunda, el tiempo. La tercera, la palabra. Y la cuarta, las prostitutas; además se sabe que el origen de esta parte se sitúa muchos años atrás. Y, dos, se nota cierta precipitación en la composición de la estructura, que es poco simétrica y está incompleta[294]:
I parte: «El otoño es un órgano que toca, solemnemente, Dios» (título). Consta de cinco poemas:
1º)»Desde antes»: A su vez se estructura en dos partes. I) 21 versos. II) 11 versos.
2º)Sin título. Se divide en dos partes: I) 29 versos. II) 13 versos.
3º)»El túnel». Estructurado en tres partes: I) 22 versos. II) 10 versos. III) 11 versos.
4º)»Palacio de sentidos»: Dividida en tres partes: I) 13 versos. II) 10 versos. III) 39 versos.
5º)»El dolor del jardín»: Sin divisiones. 22 versos.
II parte: «Se funden siglos en un solo día» (Título). Formada por dos poemas:
1º)»¿A dónde?»: 25 versos, dedicados a Francisco Muñoz.
2º)»La escena»: Dividido en tres partes: I) 27 versos. II) 17 versos. III) 29 versos.
III parte: «La escalera de la palabra». Estructurada en siete poemas:
1º)»La vocación de la palabra»: 10 versos, dedicados a Fernando Pérez Marqués.
2º)»El volumen de la palabra»: 12 versos, sin dedicatoria.
3º)»El pensamiento de la palabra»: 19 versos, dedicados a J.A. Zambrano.
4º)»Palabras de ayer»: 11 versos, dedicados a Santiago Corchete.
5º)»La voz»: 18 versos, sin dedicatoria.
6º)»El sonido de la palabra»: 19 versos, sin dedicatoria.
7º)»Los pronombres personales»: Estructurado en tres poemas, sin dedicatoria: 1) «Yo»: 14 versos. 2) «Tú»: 11 versos. 3) «Él»: 14 versos. En estos tres poemillas se encuentra la única regularidad estructural del libro: Están escritos en heptasílabos y el número de versos es simétrico.
IV parte: «Jaula del atardecer», que se estructura en un poema sin título de 14 versículos más tres poemas con títulos: «Fábula del recuerdo», «Fábula olvidada» y «En este pequeño cementerio de aldea».
Como es posible comprobar, cada parte se distribuye de una forma distinta. Falta el título del segundo poema de la primera parte. Unos poemas tiene dedicatorias y otros no. Dos citas encabezan el libro y otra la cuarta parte, el resto no llevan. La cuarta parte está formada por un poema largo sin título y luego aparecen tres más que sí lo tienen; el segundo de estos poemas va numerado con el «II», pero el primero y el tercero no llevan numeración.
En resumen, no se encuentran motivos para pensar que el poeta tuviera una idea clara de estructurar este libro; más bien parece que las distintas partes las tenía sueltas e inéditas y las reunió para aprovechar la ocasión de publicarlas en Poesía bajo un título, Los anónimos del coro, que les diera la unidad que les faltaba. Quizás esto explique el descontrol de este libro que, en cuanto a la estructura, llama la atención en la obra poética de Jesús Delgado Valhondo que se caracteriza por su pulcra estructuración.
En Los anónimos del coro, Valhondo vuelve a retomar tanto en la forma como en el contenido el hilo de su línea discursiva surrealista, que venía siendo característico desde Un árbol solo, pero quedó momentáneamente interrumpida en la segunda parte de Ruiseñor … con «Poemas de amor para la muerte» de corte clásico, pues está compuesta con sonetos y giran en torno a un tema inserto en nuestra tradición lírica: la relación estrecha entre el amor y la muerte.
Pero en Los anónimos del coro reinicia la línea citada e incluso lo hace de una forma más segura porque, mientras en Un árbol solo, Inefable… y la primera parte de Ruiseñor …, el surrealismo se encuentra únicamente en el lenguaje que emplea y el poeta se sitúa normalmente en la realidad, Los anónimos del coro es un libro que discurre plenamente en la sobrerrealidad, con lo que Valhondo se instala en el espacio intemporal del mundo onírico donde ve la realidad desde otro prisma pero que no le soluciona sus preocupaciones sino que viene a acentuarlas, porque su indagación en ese mundo inconcreto lo lleva a constatar la certeza de la fugacidad del tiempo y la proximidad de la muerte.
El mejor ejemplo del grado evolutivo a que llega Valhondo en Los anónimos del coro es la naturalidad y el dominio que muestra tanto formal como significativamente en el manejo del versículo, el lenguaje y el tono surrealista como en sus libros de corte más tradicional, que se resiste a olvidar y recuerda con los tres poemas en heptasílabos, que llevan el título de «Los pronombres personales».
Esa facilidad para mezclar modernidad y tradición, sin que se resienta ni una ni otra, es la muestra más fidedigna de que es un poeta cuya madurez y seguridad no son accidentales sino resultado de una evolución meditada, que ha ido superando con una altura lírica, digna de elogio.
El perfil de Jesús Delgado Valhondo en estos momentos es el de un lírico totalmente maduro y dominador de su técnica o lo que es lo mismo de su poesía, pues pasa del clasicismo a la modernidad, de la tradición a la renovación, no sólo sin que se estremezca su obra poética, sino ganando en hondura y calidad, porque su contenido no sufre ninguna alteración y su voz sigue sonando a universal a pesar de los mencionados descuidos formales.
Además, como dice Robles Febré («¡Qué cofre el corazón de este poeta de donde saca sin cansancio aparente el poso de su experiencia, nunca ceniza, brasa siempre»[295]) su lírica gana en hondura, intensidad y categoría humana. Y esto resulta paradójico porque normalmente su humana sinceridad y su intimismo debían haberse resquebrajado ante tantas intranquilidades y fracasos, pero Valhondo renace de sus cenizas, toma nuevos bríos y se presenta intacto, salvando las distancias, con la misma frescura y sentimiento de siempre, incluso en el final de su extensa obra.
Los anónimos del coro es una muestra de que Jesús Delgado Valhondo fue un poeta incombustible, porque sus sentimientos eran sinceros y continuamente se renovaron en su espíritu y además porque fue un poeta digno de su condición humana y finita. De ahí que lo encontremos al final de su obra poética igual que al principio, humano, sentido, natural y verdadero.
[1] Palabras de agradecimiento de Jesús Delgado Valhondo en el acto de entrega de la medalla de Extremadura, Mérida, teatro romano, 1988.
[2] Antonio Zoido, «La poesía que edifica», Hoy (Badajoz), 21-9-87.
[3] Intervención de Jesús Delgado Valhondo en la Fiesta de la Poesía de la Escuela Permanente de Adultos, Mérida, salón de actos de Caja Badajoz, 24-3-92.
[4] Ángel Campos, «Más conocido que estudiado», en monográfico «Jesús Delgado Valhondo», Hoy (Badajoz), 28-11-93, p. 6.
[5] p. 21.
[6] p. 24.
[7] pp. 297-314.
[8] Carta de Ricardo Senabre a Jesús Delgado Valhondo, Cáceres, 20-5-84.
[9] Ángel Campos, «Más conocido que estudiado», en monográfico «Jesús Delgado Valhondo», Hoy (Badajoz), 28-11-93, p. 6.
[10] Con los que firmó sus primeros libros. Ahora omite también el segundo apellido por sonoro en un momento en que más que nunca desea aparecer como un hombre cualquiera. Este poema también sería editado en las pp. 43-54 de la 2ª Antología Kylix, Badajoz, Cuadernos poéticos Kylix, nº 41, 1986.
[11] Ángel Sánchez Pascual, «Delgado Valhondo, otra vez Ruiseñor«, Extremadura (Cáceres), 1-3-87.
[12] Esta idea nos la transmitió en su soneto «Amor más poderoso que la muerte».
[13] «Jesús Delgado», vv. 1-6.
[14] idem, vv. 9-10.
[15] idem, vv. 15-17.
[16] idem, v. 20.
[17] idem, vv. 27-28.
[18] Intervención de Jesús Delgado Valhondo en la Fiesta de la Poesía de la Escuela Permanente de Adultos, Mérida, salón de actos de la Caja Badajoz, 24-3-92.
[19] ibídem.
[20] «Jesús Delgado», vv. 35-47.
[21] «Jesús Delgado», vv. 51-54.
[22] idem, v. 55.
[23] idem, vv. 59-65.
[24] idem, vv. 66-67.
[25] idem, vv. 74-81.
[26] idem, vv. 84-97.
[27] idem, vv. 90-91.
[28] idem, vv.92-93.
[29] Camilo José Cela. Café de artistas y otros papeles volanderos, Barcelona, Primera plana, 1993, pp. 65-66.
[30] «Jesús Delgado», vv. 99-107.
[31] idem, vv. 111-127.
[32] idem, vv. 131-142.
[33] idem, vv. 145-148.
[34] idem, vv. 151-152.
[35] idem, vv. 158-166.
[36] idem, vv. 182-184.
[37] idem, vv. 191-196.
[38] idem, vv. 197-202.
[39] idem, vv. 222-249.
[40] Ángel Campos, «Más conocido que estudiado», en monográfico «Jesús Delgado Valhondo», Hoy (Badajoz), 28-11-93, p. 6.
[41] ibídem.
[42] Antonio Salguero Carvajal, “Conversaciones con Jesús Delgado Valhondo”, Badajoz, cassette nº 5, cara B, 1991-1993.
[43] Antonio Zoido, «La poesía que edifica», Hoy (Badajoz), 21-9-87.
[44] «Esta mañana», vv. 1-3.
[45] «Te conocí cuando olvidé nombrarte», vv. 7-8.
[46] idem, vv. 3-4.
[47] idem, v. 1.
[48] «Tu nombre», vv. 12-14.
[49] «Noche con mujer dormida en el paisaje. Y no llegar», v. 14.
[50] «Esta mañana», v. 3.
[51] «Temo al mendigo que bendice», vv. 5-7.
[52] idem, vv. 11-12.
[53] idem, vv. 13-14.
[54] «Libro mi corazón para la duda», vv. 13-14.
[55] idem, vv. 10-11.
[56] idem, vv. 5-8.
[57] idem, vv. 10-11.
[58] Estos versos se refieren a una imagen que apareció en La vara de avellano y posteriormente en Inefable … sobre el tiempo irrecuperable.
[59] «Cima de libertad», vv. 6-7.
[60] idem, vv. 7-8.
[61] idem, vv. 13-14.
[62] idem, vv. 9-12.
[63] «Me enamoró la muerte de manera», vv. 1-3.
[64] idem, vv. 8.
[65] idem, vv. 10-11.
[66] idem, vv. 12.
[67] idem, vv. 13-14. En estos versos se refiere a la nostalgia del recuerdo de Dios cuyas palabras en el pasado escuchaba como el rumor del mar lejano dentro de un caracol: «En el caracol, / al revés, sonaban / palabras de Dios», poema «Paisaje del sur» de Aurora. Amor. Domingo.
[68] «Ortigal oscuro», vv. 12-14.
[69] idem, vv. 9-11.
[70] idem, vv. 1-2.
[71] «Rosas en el ocaso», vv. 1-6.
[72] idem, vv. 12-14.
[73] «Órgano de otoño», vv. 12-14.
[74] «Noviembre otra vez», vv. 7-8.
[75] idem, vv. 13-14.
[76] «Árbol solo», vv. 3-4.
[77] idem, v. 8.
[78] idem, vv. 11-12.
[79] «Árbol solo», vv. 13-14.
[80] «Me están llamando desde África», vv. 1-2.
[81] idem, v. 9.
[82] idem, vv. 10-11.
[83] idem, v. 12.
[84] idem, vv. 13-14.
[85] Versos del soneto «Miré lo muros de la patria mía». Igual que al poeta barroco le influyó sobremanera la decadencia de su entorno, a Valhondo le afectó fuertemente la triste situación del suyo: Así «clamor de campo y ahogados los sentidos» se debe entender como la forma inconsciente que tiene el poeta de reflejar el efecto producido por el ambiente desencantado en que vive.
[86]Ángel Campos, «Más conocido que estudiado», en monográfico «Jesús Delgado Valhondo», Hoy (Badajoz), 28-11-93, p. 6.
[87] Del soneto «Me enamoró la muerte de manera». Esta forma verbal de infinitivo más pronombre recuerda a las que aparecen en la «Elegía a Ramón Sijé».
[88] «Cima de libertad», v. 5.
[89] «Noche con mujer dormida en el paisaje. Y no llegar», vv. 1-2.
[90] Antonio Zoido, «La poesía que edifica», Hoy (Badajoz), 21-9-87.
[91] idem.
[92] «Jesús Delgado», vv. 189-250.
[93] idem, vv. 72-229.
[94] idem, vv. 202-209.
[95]Ángel Campos, «Más conocido que estudiado», en monográfico «Jesús Delgado Valhondo», Hoy (Badajoz), 28-11-93, p. 6.
[96] «Jesús Delgado», vv. 1-2.
[97] idem, vv.9-14.
[98] idem, v. 247.
[99] idem, vv. 69-83. Estos versos recuerdan al poema «Crucificada sangre» de La vara de avellano, donde Valhondo mostró su capacidad de síntesis.
[100] «Jesús Delgado», v. 78.
[101] idem, vv. 1-32.
[102] idem, v. 30.
[103] idem, v. 57.
[104] idem, vv. 185-186.
[105] idem, v. 212
[106] idem, vv. 100-102.
[107] idem, vv. 109-122.
[108] idem, vv. 95-123.
[109] «Árbol solo», vv. 5-8.
[110] Carta de Manuel Villamor a Jesús Delgado Valhondo, Gredos, 16-2-88.
[111] Ángel Sánchez Pascual, «Delgado Valhondo, otra vez Ruiseñor«, Extremadura (Cáceres), 1-3-87.
[112] «Jesús Delgado», v. 29.
[113] idem, v. 128.
[114] idem, v. 182.
[115] idem, v. 237.
[116] idem, v. 247.
[117] Ángel Sánchez Pascual, «Delgado Valhondo, otra vez Ruiseñor«, Extremadura (Cáceres), 1-3-87.
[118] ibídem.
[119] «Jesús Delgado», vv. 121-124.
[120] idem, v. 22.
[121] idem, vv. 81-83.
[122] idem, vv. 239-241.
[123] idem, v. 11.
[124] idem, vv. 25-26.
[125] idem, v. 33.
[126] idem, v. 51.
[127] idem, vv. 100-102.
[128] idem, vv. 119-120.
[129] idem, vv. 163-164.
[130] idem, vv. 191-192.
[131] idem, vv. 84-85.
[132] idem, vv. 15-21.
[133] idem, vv. 35-40.
[134] idem, vv. 88-89.
[135] idem, vv. 240-241.
[136] idem, vv. 64-65.
[137] idem, vv. 2-8.
[138] idem, vv. 110-114.
[139] idem, vv. 145-148.
[140] idem, vv. 212-214.
[141] idem, vv. 174.
[142] idem, v. 247.
[143] idem, vv. 70-83.
[144] idem, v. 45.
[145] idem, v. 48.
[146] «Esta mañana», vv. 3-4.
[147] «Temo al mendigo que bendice», vv. 3-4.
[148] «Me enamoró la muerte de manera», v. 4.
[149] «Te conocí cuando olvidé nombrarte», vv. 2-7.
[150] «Libro mi corazón para la duda», v. 5.
[151] «Rosas de ocaso», vv. 5-6.
[152] «Cima de libertad», v. 3.
[153] «Órgano de otoño», vv. 1-2.
[154] «Noviembre otra vez», vv. 6-7.
[155] «Noche con mujer dormida…», vv. 6-7.
[156] «Árbol solo», vv. 2-3.
[157] «Noviembre otra vez», vv. 5-11.
[158] «Esta mañana», vv. 13-14.
[159] «Temo al mendigo que bendice», vv. 6-7.
[160] «Noviembre otra vez», vv. 9-11.
[161] «Esta mañana», v. 12.
[162] idem, vv. 12-14.
[163] «Temo al mendigo que bendice», vv. 13-14.
[164] «Órgano de otoño», vv. 3-4.
[165] «Noche con mujer dormida …», vv. 3-4.
[166] «Rosas en el ocaso», vv. 1-13.
[167] «Órgano de otoño», v. 14.
[168] «Árbol solo», vv. 2-3.
[169] «Me enamoró la muerte de manera», v. 1.
[170] «Noche con mujer dormida…», v. 6-7.
[171] Ruiseñor… fue el número 2 de la colección Kylix, que editó 41 números hasta diciembre de 1996 por los desvelos del activo sacerdote Juan María Robles Febré, a quien no se le ha reconocido debidamente su esfuerzo. Sirvan estas palabras de agradecimiento a él y a esas personas anónimas que calladamente hacen un inapreciable beneficio a la poesía, a los poetas y como consecuencia a los sentimientos más humanos.
[172] Manuel Pecellín, «Nuevo número de ‘Kylix’ dedicado a Delgado Valhondo», Hoy (Badajoz), 9-3-87.
[173]Ángel Campos, «Más conocido que estudiado», en monográfico «Jesús Delgado Valhondo», Hoy (Badajoz), 28-11-93, p. 6.
[174] Carta de Ricardo Senabre a Jesús Delgado Valhondo, Cáceres, 25-5-87.
[175] Manuel Pecellín, «Nuevo número de ‘Kylix’ dedicado a Delgado Valhondo», Hoy (Badajoz), 9-3-87.
[176] ibídem.
[177] Carta de Antonio Viudas Camarasa a Jesús Delgado Valhondo, Cáceres, 25-2-89.
[178] Antonio Zoido, «La poesía que edifica», Hoy (Badajoz), 21-9-87.
[179] Antonio Salguero Carvajal, “Conversaciones con Jesús Delgado Valhondo”, Badajoz, cassette nº 5, cara B, 1991-1993.
[180] Alfonso Cortés, «La duda es la creencia. Una conversación con Jesús Delgado Valhondo», monográfico «Jesús Delgado Valhondo», Hoy (Badajoz), 28-11-1993.
[181] Antonio Salguero Carvajal, “Conversaciones con Jesús Delgado Valhondo”, Badajoz, cassette nº 3, cara B, 1991-1993.
[182] Jesús Delgado Valhondo, «Ruinas», Hoy (Badajoz), 5-4-62.
[183] Jesús Delgado Valhondo, «El marco y el cuadro», Hoy (Badajoz), 30-7-93.
[184] Jesús Delgado Valhondo, «La ruina y la herida. Un templo se nos muere: San Benito de Alcántara», Extremadura (Cáceres), 5-10-49.
[185] Jesús Delgado Valhondo, «La vida en los muebles», Hoy (Badajoz), 18-12-60.
[186] Jesús Delgado Valhondo, «Ruinas», Hoy (Badajoz), 5-4-62.
[187] Se trata de otra realidad, más allá de lo cotidiano, que es alcanzada por el poeta sólo en sueños, pues despierto se encuentra atado «a su realidad temporal e histórica en la que existe y de la que le cuesta desasirse para ser» como dice Javier Blasco refiriéndose al ambiente emocional vivido por Juan Ramón en parte de su obra poética. En Antología poética, Madrid, Cátedra, 1993, p. 291.
[188] Intervención de Jesús Delgado Valhondo en la Fiesta de la Poesía de la Escuela Permanente de Adultos, Mérida, salón de actos de Caja Badajoz, 24-3-92.
[189] «Presentación de Inefable domingo de noviembre en Badajoz», Hoy (Badajoz), 19-3-83.
[190] «Fábula olvidada», vv. 47-50.
[191] Antonio Salguero Carvajal, “Conversaciones con Jesús Delgado Valhondo”, Badajoz, cassette nº 5, cara B, 1991-1993.
[192] Jesús Delgado Valhondo, «Atardecer en el teatro romano de Mérida», en «Monografías de teatro», comunicación de la XXXIX Edición del Festival de teatro clásico de Mérida, Universitas, junio 1993.
[193] «Desde antes», vv. 1-5.
[194]Antonio Salguero Carvajal, “Conversaciones con Jesús Delgado Valhondo”, Badajoz, cassette nº 3, cara B, 1991-1993.
[195] «Desde antes», vv. 4-6.
[196] idem, vv. 19-20.
[197] idem, vv. 29-31.
[198] idem, vv. 22-28. Estos versos Valhondo los explicó así: «Todas las tardes tienen amantes; los novios se besan en la tarde, el atardecer es el mejor momento para amar; es el mejor momento del día donde se encuentran amor y muerte, porque una de las frases más repetidas por los novios es ‘Me moriría por ti’ «.
[199] Aunque seguramente sí lo tuviera en el original y bien pudiera ser por su contenido el mismo que el del libro: «Los anónimos del coro».
[200] Antonio Salguero Carvajal, “Conversaciones con Jesús Delgado Valhondo”, Badajoz, cassette nº 5, cara B, 1991-1993.
[201] En «El miserere» el romero contempla cómo el templo de los templarios se reconstruye solo y sus antiguos moradores se levantan de sus tumbas.
[202] Poema sin título (p. 321), vv. 16-27.
[203] Poema sin título (p. 321), vv. 30-39. De estos versos Valhondo hizo el siguiente comentario: «Recuerdo una vez en el teatro romano [se refiere a un acto celebrado allí] los componentes de una coral estuvieron dos horas y media de pie, mientras los demás estaban sentados. Son los anónimos del coro, los sacrificados».
[204] Jesús Delgado Valhondo, «La ruina y la herida. Un templo se nos muere: San Benito de Alcántara», Extremadura (Cáceres), 5-10-49.
[205] «El túnel», vv. 9-13.
[206] idem, vv. 14-20.
[207] idem, v. 21.
[208] idem, vv. 22.
[209] idem, vv. 26-29.
[210] idem, vv. 33-36.
[211] idem, v. 37-38.
[212] idem, vv. 39-43.
[213] Alfonso Cortés, «La duda es la creencia. Una conversación con Jesús Delgado Valhondo». Monográfico «Jesús Delgado Valhondo», Hoy (Badajoz), 28-11-1993.
[214] «Palacio de sentidos», vv. 1-3.
[215] idem, vv. 7-9.
[216] idem, vv. 10-13.
[217] idem, v. 14.
[218] idem, vv. 15-17.
[219] idem, vv. 18-19.
[220] idem, vv. 22-23. Estos dos versos lo explicó Valhondo de esta manera: «La eternidad sólo existe en los ratos que recuerdas ¿Te acuerdas de aquel día inolvidable? te preguntan; pues ese día inolvidable es lo eterno». Antonio Salguero Carvajal, “Conversaciones con Jesús Delgado Valhondo”, Badajoz, cassette nº 3, cara B, 1991-1993.
[221] idem, vv. 26-28.
[222] idem, vv. 29-31.
[223] idem, v. 43.
[224] idem, vv. 44-46. El mismo poeta aclaró que se refería con estos versos a una vida de «novela rosa», donde la existencia es más grata y placentera sin preocupaciones trascendentales. Antonio Salguero Carvajal, “Conversaciones con Jesús Delgado Valhondo”, Badajoz, cassette nº 5, cara B, 1991-1993.
[225] idem, vv. 47-51.
[226] idem, vv. 52-54.
[227] idem, vv. 57-60.
[228] «El dolor del jardín», vv. 1-2.
[229] Antonio Salguero Carvajal, “Conversaciones con Jesús Delgado Valhondo”, Badajoz, cassette nº 3, cara B, 1991-1993.
[230] «El dolor del jardín», vv. 3-4.
[231] idem, vv. 7-11.
[232] idem, vv. 14-15. «A mí me faltan muchas veces palabras con todas las que tenemos en el diccionario», dijo el poeta.
[233] idem, v. 18.
[234] idem, vv. 20-22.
[235] «¿Adónde?», v. 7. Este verso es una transcripción de las palabras que le dijo Luis Álvarez Lencero antes de morir y le sorprendieron sobremanera, pues Valhondo entendió que sabía dónde iba. No es la única vez que recuerda estas palabras, pues volverá a citarlas en la nota que encabeza el poema «Cinco» de Huir: «‘Me voy’ me decía Luis Álvarez Lencero, antes de morir. Y se fue. ¿Dónde habrá ido?».
[236] «¿Adónde?», vv. 8-11.
[237] idem, vv. 12-13.
[238] idem, vv. 14-15.
[239] idem, vv. 16-19.
[240] «La escena», vv. 6-10.
[241] idem, vv. 17-18.
[242] idem, vv. 20-25.
[243] idem, v. 27.
[244] idem, vv. 28-29.
[245] idem, v. 32. Este verso nos recuerda aquél otro de Ruiseñor …: «me muero a chorros Jesús Delgado».
[246] idem, vv. 42-44.
[247] idem, vv. 55-56.
[248] idem, vv. 65-73.
[249] «La vocación de la palabra», vv. 1-3.
[250] idem, v. 5.
[251] idem, vv. 8-10.
[252] «El volumen de la palabra», vv. 5-6.
[253] idem, vv. 8-12.
[254] «El pensamiento de la palabra», vv. 17-19.
[255] «Palabras de ayer», vv. 8-11.
[256] «La voz», vv. 15-18.
[257] «El sonido de la palabra», vv. 7-10.
[258] Manuela Trenado interpreta este poema con un sentido más trascendente: «La palabra y el poema se encuentran en el mismo origen del universo, en la sinfonía de la naturaleza». En Aproximación a la poesía de Jesús Delgado Valhondo, Mérida, ERE, 1995.
[259] «Los pronombres personales (Yo)», vv. 10-14.
[260] «Los pronombres personales (Tú)”, vv. 22-25. Ya en Machado había aparecido la importancia del tú para el yo: «No es el yo fundamental / eso que busca el poeta, / sino el tú esencial». Poema XXXVI de Poesías completas, p. 295.
[261] «Los pronombres personales (Él)», vv. 34-35.
[262] idem, vv. 38-39.
[263] «Jaula de atardecer», vv. 1-7.
[264] idem, vv. 36-38.
[265] idem, vv. 47-49.
[266] idem, vv. 72-74.
[267] idem, vv. 67-71.
[268] idem, vv. 82-83.
[269] idem, vv. 84-88.
[270] idem, vv. 90-93.
[271] idem, vv. 97-101.
[272] idem, vv. 121-125.
[273] idem, vv. 130-133.
[274] idem, vv. 47-50.
[275] idem, vv. 157-158.
[276] idem, vv. 159-161.
[277] idem, vv. 177-178.
[278] «En este pequeño cementerio de aldea», vv. 10-14.
[279] «Fábula olvidada», v. 11.
[280] «En este pequeño cementerio de aldea», vv. 23-26.
[281] «Jaula de atardecer», vv. 60-66.
[282] «El túnel», vv. 33-36.
[283] «Desde antes», vv. 9-12.
[284] Poema sin título, vv. 1-29.
[285] idem, vv. 36-37.
286 «Cualquiera de las dos piezas córneas que cubren las alas de los coleópteros».
[286] «Los pronombres personales (Yo)», vv. 1-9.
[287] «La vocación de la palabra», v. 5.
[288] «Jaula de atardecer», vv. 134-135.
[289] Poema sin título, vv. 12-15.
[290] «Desde antes», vv. 16-19.
[291] «Desde antes», v 32.
[292] «La vocación de la palabra», v. 10.
[293] «Jaula de atardecer», vv. 56-57.
[294] Como Los anónimos del coro, muchos libros de Valhondo no tienen prólogo y por este motivo no debe sorprender que este libro no lo tenga, pero el hecho de que no esté bien estructurado lleva a sospechar que la falta del prólogo es una muestra de la precipitación con que lo estructuró y que quizás ni siquiera lo encargara para que de ese modo nadie intentara desvelar el misterio que impregna el libro y presentar al lector el enigma intacto con el fin de que lo sintiera igual que él lo experimentó.
[295] Juan María Robles Febré, «Jesús Delgado Valhondo. Jaula del atardecer», Calle mayor (La Rioja), 1988.
HUIR (1994)
Así definió Jesús Delgado Valhondo Huir: «Mi nuevo libro de poemas es como una despedida de la vida»[1] y nosotros añadiríamos de su ingratitud, de su inhumanidad, de su desencanto y de su tristeza porque, si consultamos el diccionario, la acepción de Huir muestra la necesidad de apartarse de algo ingrato y esto es lo que hace el poeta en este libro, alejarse conscientemente de la vida pues, al final de su larga existencia, se siente excesivamente vapuleado por las circunstancias, el tiempo y el silencio de Dios.
«El título es porque yo creo que todos vamos huyendo siempre de algo. La huida es casi una cosa obligatoria: el tiempo que va huyendo, la vida es una especie de huida. Baroja decía: ‘Se escribe para Huir de algo’…»[2]. Con estas palabras explicaba Jesús Delgado Valhondo la razón del título, donde recoge la sensación de que un fluir misterioso lo guiaba hacia un destino no menos enigmático respondiendo a una poderosa atracción, instalada en su conciencia por el ser superior que le dio la vida. Sin embargo tal vivencia le resulta contradictoria, porque teóricamente esa fuerza irresistible lo lleva hacia un final esperanzado (en el sentido cristiano de la existencia, es el comienzo de un nuevo principio, la vida eterna) y sin embargo en la práctica (después de tantos fracasos en su intento de llegar a Dios) siente que lo arrastra hacia la nada.
Huir es el testamento espiritual y lírico de Jesús Delgado Valhondo, que recoge la justificación de los motivos que lo empujan a Huir («Huyo para librarme / de este largo cansancio»[3]. «Huyo para esconderme. / […] / Huyo para perderme»[4]. «Huyo para escapar de lo que debo a la vida»[5]), el escepticismo que lo invade en los últimos momentos de su existencia y un adiós a la vida, al ser humano y al mundo: «Un libro que es una confesión y una despedida. Dieciséis poemas con el nombre de su numeración como dieciséis aldabonazos de testamento», dice Santiago Castelo en el prólogo.
Huir también es la síntesis del contenido de la obra poética de Jesús Delgado Valhondo y, por tanto, de su experiencia como ser humano y como espíritu, es decir, Huir es el relato pormenorizado de una vida durante la que Valhondo intentó conocerse y explicarse las razones sobre la imperfección física y moral del ser humano, de la fugacidad del tiempo, de la irreversibilidad de la muerte y de los enigmas de la existencia, pero ahora desde un punto de vista terminal. De ahí que Huir, como consecuencia, sea el resumen de su concepción desencantada y trágica de la vida y de la condición humana finita por la acción demoledora del tiempo y de la muerte y la indiferencia de un Dios distante y mudo ante el dolor y el sufrimiento humano.
Álvaro Valverde advierte con un detalle que Valhondo realizó un resumen de su poética en Huir de una forma meditada y consciente: «Dieciséis poemas (curiosa coincidencia numérica: tanto como libros publicados)»[6]. Es cierto, en Huir se encuentran las claves de su concepción desgarradora y trágica, que había venido vertiendo a lo largo de los libros de su lírica: el pasado y los recuerdos, que se pierden en la nebulosa del tiempo. La imagen del tren, que va abandonando a los seres humanos en tristes estaciones a merced de la muerte. El tiempo, que lo muda todo. La certeza de su destrucción integral como cuerpo y espíritu. La imperfección, la incertidumbre, la duda, la desorientación y la agresión constante, que sufre el hombre en su condición humana. El misterio, que impregna todo en la vida del ser humano desde que nace hasta que muere. La melancolía y la tristeza. Y, en definitiva, el fracaso de su búsqueda de Dios y, por tanto, de su existencia.
El origen más remoto de Huir, humana y espiritualmente, se encuentra en el mismo inicio de la existencia de Jesús Delgado Valhondo, cuando en su niñez sufre aquella grave enfermedad en una pierna y durante varios años se encuentra a las puertas de la muerte, comprobando su imperfección y su soledad. Es precisamente en ese momento cuando comienza a gestarse en su conciencia la necesidad de Huir de la ingrata realidad y despojarse así de la imperfección humana que soportaba tan patentemente. Después, este sentimiento de fragilidad se irá acentuando en su espíritu de tal manera que en repetidas ocasiones transmite esta sensación que, con el paso y el peso del tiempo, se convertirá en angustiosa.
En la práctica, Jesús Delgado Valhondo comienza su huida espiritual, cuando baja de la montaña (1957) solo y desorientado pero seguro de que no hay otra solución posible que la huida, porque Dios es el único que puede resolverle sus dudas vitales y, aunque lo ha tenido al alcance de la mano, no le ha contestado. Desde ese momento, será frecuente localizar en libros posteriores su preocupación por el tema de la huida. De ahí que poco después en 1961, tratando de frenar su precipitada y angustiosa fuga, escriba en un artículo lo siguiente: «Mucha angustia existencial se curaría poniendo a cada hombre en su sitio. A cada hombre en su centro. Para que desde su sitio vea al mundo, ni grande ni pequeño. Y no ande como huyendo»[7].
Después, en El secreto de los árboles, aparece la exposición de las razones que tiene para apartarse de la vida y el germen de Huir: en el mismo título del penúltimo poema, «Sé que estás esperándome», se descubre una seguridad rotunda en lo que afirma: al final de su vida está seguro de que Dios, a pesar de su falta de respuestas, no lo ha abandonado y lo espera:
“Sé que estás esperándome al final de mi nombre
con palabras que acusan y con mirar que ampara.
[…]
Sé que estás esperándome al volver esa esquina
a que vaya a tu lado y comience a llorar».
Y como un buen padre solícito, atento y compasivo, escucha los lamentos y razones de su hijo («Y verás qué terrible es la angustia que tengo, / la amargura que queda al perder la partida»), que tiene la justificación de que no ha podido actuar de otra manera a como lo ha hecho, obligado por las circunstancias que le han tocado vivir:
«Puede ser que hasta
[…]
me compadezcas pensando en mi fracaso
y darme la razón sobre la mucha carga
para llevarla solo»[8].
Por eso, al final de su vida, huirá al encuentro con Dios como siente que lo hacen las cosas que ama: «Amor y tierra de olvido / huyendo van a esconderse / tras las espaldas de Dios»[9]. No obstante, aunque esta idea supone una concepción llena de esperanza, El secreto de los árboles finaliza en un tremendo desencanto.
Posteriormente varias vacilaciones de su ánimo, localizadas antes de llegar a Huir, desmentirán la seguridad demostrada en estos dos poemas. Así en ¿Dónde ponemos los asombros? el poeta dice: «(Que no andamos, anda el camino. / Huimos para quedarnos). / Y nos parece que la vida / es un cuento hecho de encargo»[10], paradójica contradicción que expone la desorientación sufrida, cuando trataba de explicarse lo inexplicable.
Después en La vara de avellano se localiza un aumento de la preocupación por el tema de la huida, en el que insiste en varias ocasiones: «El cuerpo queda atrás / olvidado, / casa deshabitada / del alma de la huida»[11]. «Dijo un poeta: / ‘Cada vez que pasa el tren / me quiero ir a alguna parte’. / Se me han quedado estos versos / metidos en la huida, / en ese más allá en que dormimos, / en una lejanía de apariencias»[12]. Aunque, entre vacilaciones y dudas («¿Quién quedará en nosotros / si cobardes huimos?»[13]), hallamos algún resquicio de esperanza: «Ya sé que tú me esperas, como siempre»[14].
Más tarde en Un árbol solo el poeta entiende que la razón de Huir se halla en la soledad que conforma trágicamente el destino del ser humano. De ahí que su desamparo lo arrastre a crear un mecanismo de defensa que lo lleva a sentirse dios de sí mismo, pero sin olvidar que es tremendamente vulnerable y finito:
«Alto es el monte que debes subir, Jesús.
Un insondable abismo de hombre solo.
Ahí está el origen del vientre,
la madre del sustento,
regreso a horas que nunca fueron tiempo,
donde quemas memoria de un Dios
que eres tú mismo»[15].
En Inefable… el poeta siente el abandono en que se encuentra el ser humano en su huida, sin nadie que lo oriente por el camino acertado y que lo ampare del acoso de la muerte:
«La posada del día nos cobija,
limita nuestro cuerpo a tanta huida.
Somos objetos olvidados
en mágico desván de algún cadáver»[16].
Y, en Los anónimos del coro, consciente de que el trance es irreversible, advierte en su desconcierto que las personas que se van o huyen lo hacen de dos maneras: una, preocupantemente y otra como si se tratara de un paso natural, sin dramatismos:
«Hay quien dice: ‘Me voy’.
Y se va al mirarnos
con nosotros dentro
por un camino oscuro
y sin saber si llegan».
«Y quien se va con el que tiene
que dar un recado a la mujer del otro»[17].
Huir siguió un largo proceso de elaboración y maduración: el mismo poeta nos comentó en octubre de 1991 que el libro estaba terminado. Pero debió ser sólo en borrador por dos motivos: uno, porque nos recitó de viva voz el siguiente poema de Huir que no aparece en la versión definitiva, quizás por ser un poema poco limado y demasiado descriptivo:
«Su nombre hubo presencia
beata madrugada.
Huida, campanada,
rastrojo de clemencia.
Una estancia cerrada,
cárcel de la paciencia,
palabra de sentencia
en la ropa, mirada,
nadie puede acusarte
máscara de la infancia,
sonora de alegría
vas a cualquiera parte,
deshojando fragancia
de aquella rosa mía».
Otro, en septiembre de 1992, nos volvió a asegurar que acababa de terminar Huir. Pero tenemos noticias de que no dejó de limarlo hasta el último momento de su vida; de tal manera que el original utilizado por Ángel Campos para la edición de Huir todavía tenía alguna palabra tachada y la corrección correspondiente realizada por Valhondo.
El libro fue publicado póstumamente el día 23 de abril de 1994 (diez meses exactos después de la muerte del poeta) por la editorial pacense Del oeste ediciones, en su colección de poesía titulada «Los libros del oeste», que inició su andadura con este significativo libro de poemas. La edición la realizó cuidadosamente Ángel Campos, uno de los promotores de la citada editorial. La tirada fue de 1000 ejemplares.
Jaime Álvarez Buiza presentó el libro en el salón de actos del hotel Zurbarán de Badajoz el día 5 de mayo de 1994 y simultáneamente José Miguel Santiago Castelo, autor del prólogo, hacía lo mismo en Madrid. Un mes después, el 6 de junio de 1994, Huir fue presentado en Mérida, la ciudad natal del poeta, por el autor de esta tesis en el salón de plenos del ayuntamiento emeritense.
El prólogo de Santiago Castelo destaca la arrolladora personalidad humana de Jesús Delgado Valhondo y la importancia trascendental de Huir en su obra espiritual y lírica. Además Castelo llama la atención sobre la urgente necesidad de estudiar a fondo no sólo la poesía, sino también el resto de la obra literaria de Jesús Delgado Valhondo (libros de relatos, artículos periodísticos, pregones de Ferias y Semanas Santas, críticas de libros …) y su singular personalidad humana. Y termina coincidiendo con esta opinión rotunda de Ricardo Senabre: «La muerte no ha cortado nada: ha dilatado la figura de Jesús Delgado Valhondo, la ha proyectado hacia ese ámbito eterno e intemporal donde viven las grandes creaciones del espíritu».
Huir está dedicado a Carmen y Ángel Campos[18] que, como artífice de esta pulcra edición, persiguió un objetivo primordial: publicar el libro de Jesús Delgado Valhondo con extremo rigor y máximo cuidado, respetando a rajatabla el texto original, resolviendo las dudas a conciencia y presentándolo con exquisitez. Este esfuerzo ha obtenido sus frutos pues, examinado el libro, se llega a la conclusión de que es el resultado de un laborioso trabajo, que ha debido pasar por un estudio exhaustivo y paciente del texto original, un análisis detenido del papel, color y formato, para hacerlo agradable a la vista y a la lectura y una excelente impresión, producto del mimo del impresor que incluso se ha entretenido en detalles como el uso de la tinta azul (combinada con la negra del resto del libro) en la portada[19] y contraportada, hecho que recuerda el cuidado artesanal que convierte la impresión en arte y trae a nuestra memoria los extraordinarios trabajos de poetas-impresores como Manuel Altolaguirre y Emilio Prados.
Después de la dedicatoria aparecen los poemas del libro, cuyos títulos son números y terminan con el titulado «Y dieciséis», que significa el punto final no sólo de una obra poética, sino (y es lo más conmovedor y significativo para entender el libro) de una intensa vida que en aquel momento se apagaba.
Dos citas preceden a los poemas (una de Juan Ramón Jiménez y otra de José Bergamín), que serán la avanzadilla de las que aparecerán entre el título y el primer verso de la mitad de los poemas (ocho en concreto), que resultan muy indicativas para comprender el significado del título y del libro, pues exponen la idea de Huir de distinta forma e insistentemente como por ejemplo: «Todavía es tarde para Huir«, cita de Luis Landero[20], que encabeza el poema «Seis», y «Huye, que sólo el que huye, escapa», cita de Fray Luis de León, que aparece en el poema «Once».
Mezcladas con las citas aparecen notas en dos poemas, que muestran la preocupación del poeta por un misterio sin solución: el destino de las personas que mueren: » ‘Me voy’, me decía Luis Alvarez Lencero, antes de morir. Y se fue. ¿Dónde habrá ido?», se pregunta Valhondo en la nota del poema «Cinco». La insistencia en este tema señala que el poeta ahora, cuando se siente morir, no le preocupa la muerte sino el destino del ser humano después de esa despedida definitiva y sin retorno, como también se puede observar en la nota del poema «Tres»:
«Y ellos, ¿dónde están?
Los de la fotografía, claro,
¿dónde ríen, lloran, gozan, penan,
duelen, y comen y aman y juegan
y se cansan?
Los de la fotografía ¿Dónde han ido?»
.
El contenido de esta cita es una muestra del escepticismo que invade a Valhondo al final de su vida, una vez perdida la esperanza de encontrar a Dios (segunda parte de su obra poética), y deja de creer en el ser humano (tercera parte). Lógicamente en la cuarta parte expresa el escepticismo que siente sobre el ser humano y el mundo regido por Dios, pero enigmático y oculto a su pobre entendimiento.
Las citas y notas, por tanto, cumplen una función aclaradora porque a través de ellas se detecta que Jesús Delgado Valhondo en sus últimos años, abrumado por el misterio de la vida y de la muerte, sintió una urgente necesidad de Huir. Pero ¿por qué?
Para responder a esta pregunta es necesario advertir que la interpretación de Huir requiere: primero, tener muy en cuenta dos hechos: uno, es un libro de poemas que concibió como «una despedida de todo y de todos sin dolor ni rencores» con la tranquilidad de su limpia conciencia. Dos, que se trata de su testamento lírico-espiritual, escrito con la certidumbre del que se siente morir en un acto ejemplar de valentía ante la muerte a la que, enfrentándose cara a cara, no hizo concesión alguna[21].
Segundo, conocer determinados momentos de la trayectoria vital y lírica de su autor, pues Huir supone la despedida consciente de su vida terrena y la culminación de su extensa y trascendente obra poética, a lo largo de la que Valhondo dejó patente la angustia padecida durante toda su existencia, que desemboca a modo de resumen esencial en el epílogo de su rica vida espiritual y lírica, que es Huir.
El inicio del acercamiento al significado del libro lleva a comenzar con esta reflexión. En el mundo hay dos tipos de personas: uno, el de las que nacen, viven y mueren, sin más. Y otro, el de las personas que se preguntan para qué nacemos, qué sentido tiene la existencia humana y cuál es la razón de la muerte[22]. Pues bien a este segundo tipo de personas, que se caracterizan por tener una rica vida espiritual, perteneció Jesús Delgado Valhondo, un ser agónico, luchador y rebelde contra las agresiones espirituales que sufre el ser humano, cuyas razones, estaba seguro, celosamente las guardaba Dios. Para conocerlas el poeta había buscado a la divinidad de una forma angustiada, atormentado por su falta de respuestas y sus continuos abandonos, creando así en esa búsqueda desesperada de Dios la fuerza motriz de su poesía sentida, sincera y desgarradoramente humana.
El origen de Huir se encuentra en la etapa de su enfermedad infantil cuando conoció la tragedia que vive el ser humano, porque se encuentra indefenso ante el dolor y la muerte por sus propias imperfecciones y su soledad. Aunque, después recuperado, pasó una juventud con relativa tranquilidad que, dulcificada con el paso de los años, trató de recuperar siempre que la realidad lo abrumaba. No obstante una y otra vez se encontró con unas vivencias, a las que el tiempo había llevado tan lejos que le resultó imposible rescatarlas hasta el punto de que en Huir siente que ha caído definitivamente en el olvido y que de esta manera ha perdido con ellas su propia identidad:
«UNO»
Es mi vida asomada
a oscura luz de nido,
existencia de huido,
azahar de la nada
El recuerdo dormido
vuelve de madrugada
a la noche ganada
al dolor y al olvido.
Me busco y me confundo,
aurora de mi infancia
de la que soy perdido:
en el mar de tu mundo
creciendo la distancia
busco lo que no he sido.
No obstante en alguna ocasión aparece en su mente un leve y fugaz recuerdo de aquellas vivencias pasadas, que ahora se pierden en la memoria del tiempo dejándole una tristísima nostalgia por el tiempo ido, que se ha convertido en irrecuperable:
«TRES»
[…]
Desnudo otoño era
habitación de infancia
que asombro todavía.
Ay de aquella pantera
que vuelve a la fragancia
pasajera del día.
Después las circunstancias adversas de su etapa madura (la muerte prematura de seres muy queridos por él; el contacto cercano con el dolor y el sufrimiento de la gente, a través de su segunda profesión de practicante; la pobreza física y espiritual de la gente en la España de posguerra; las debilidades del ser humano por tener y no ser; los intereses individuales o partidistas, que no tenían en cuenta el sentir ni los problemas cotidianos de la gente común) provocaron que en su madurez fuera formándose una idea desencantada de la condición humana y de la vida, por su misterio tan celosamente guardado y su dolorosa ingratitud:
«DOCE»
La vida es […]
Una bruma de ocaso
que se bebe la tarde
lenta niebla su imagen
que intento desvelar.
«TRECE»
[…]
Me parece la vida
un desdichado encuentro,
tormenta entre los árboles
el hombre y sus espejos.
Estas razones explican que la vida de Jesús Delgado Valhondo fuera una huida angustiosa hacia adelante con el objetivo de buscar a Dios para que le explicara las razones de tanta imperfección humana y de tantas interrogantes vitales. De tal manera que sus elucubraciones líricas se convierten en una búsqueda constante del ser superior, que guardaba las claves del dolor humano. Y entre vacilaciones, angustias y dudas caminó dificultosamente por el empinado sendero de la vida subiendo una imaginaria montaña, esperanzado en que al final del camino en la cima Dios estuviera esperándolo para curar sus heridas y desgarros.
La ocasión de materializar su idea de la montaña se le presenta en 1956 cuando asiste al curso de verano en Santander. En este lugar sube a la montaña, animado. Ha llegado el momento; por fin podrá abrazar a la divinidad, sus intranquilidades se van a calmar de una vez por todas porque, en presencia de Dios, las imperfecciones del ser humano, del mundo y las suyas propias van a tomar sentido dentro de la divina concepción universal.
Pero la montaña le produce un tremendo terror, siente vértigo, la lluvia constante (el shiri-miri), la niebla y los precipicios lo hacen retroceder antes de alcanzar la cima y su decepción es total cuando comprueba que Dios no se ha dignado recibirlo, porque Aquél no es el Dios amable, padre cariñoso que esperaba lo recibiera con los brazos abiertos; Aquél era un Dios de tormenta distante en su trono, protegido y apartado conscientemente del ser humano por las fuerzas impresionantes de la montaña, como el Dios cruel de Moisés:
“CUATRO«
HUYE antes de que te guarde
la otra incertidumbre,
música de la lumbre
quemándose en la tarde.
Lejos queda la cumbre,
monte que alegre arde
en cielo rojo, alarde
de inmensa muchedumbre.
El poeta baja de la montaña y no volverá a recuperarse, pues ¿qué le quedaba entonces? Volver a sus orígenes, pero no puede, hay demasiados recuerdos dolorosos y nostalgias incurables. Lo intenta de nuevo, es imposible. Únicamente le queda caminar en la otra dirección, hacia adelante, pero desorientado, solo, sin esperanza, bamboleado y arrastrado por la vida y el tiempo irremisiblemente hacia la muerte, que se le presenta de esta manera como un trago amargo porque sin Dios no le quedaba nada, ni siquiera la esperanza en la vida eterna, soporte espiritual que hasta entonces lo había mantenido en el duro camino de la existencia:
«SIETE»
La vida es una huida,
busca nada ganada,
[…]
Hombre que solo soy
cuerpo de no sé dónde
olvidado y atrás.
Y como todos voy
a una luz que me esconde
para siempre jamás.
Ante esta dura realidad el poeta se angustia porque sin respuestas se hunde cada vez más en su abismo espiritual y se desespera, pues piensa que no puede ser cierta la decepción que está viviendo, pero ahí está la realidad para convencerlo de una verdad estremecedora: el hombre, teóricamente el ser más perfecto de la creación, es insignificante, frágil e imperfecto, y él también. El ser humano no tiene capacidad de crear un mundo mejor ni de encontrar razones a su condición mortal ni de explicar el misterio, que envuelve la existencia humana:
«SEIS»
NUNCA sabré quién soy
perdido en no sé dónde
que siempre está de más.
El triste del comboy [sic].
Si lo nombra responde
soy hombre nada más.
A cualquiera le doy
lo que tengo y ahonde
que poco encontrará.
Voy sin saber que voy
a un verso que me esconde
doloroso y detrás.
La vida, por tanto, sólo le ofrecía vivir por vivir, la decepción, la mediocridad de una existencia sin identidad personal, donde se veía obligado a cumplir el papel que le había tocado representar en la comedia universal de Dios, arrastrando la indignidad del derrotado, del sumiso que se limita a sobrevivir sin preguntar nada:
«CINCO»
[…]
No sabes lo que escondes
ni, luego, lo que harás.
Tú mismo te respondes,
cuando triste te vas.
Nunca jamás ahondes.
Nunca es siempre jamás[23].
El carácter comprometido de Jesús Delgado Valhondo con todo lo humano no soporta esta situación y se resiste a perder la dignidad de sentirse libre, independiente y dueño de sus actos. Por ese motivo se decepciona, pero al final se convence, tiene que aceptar la realidad le guste o no. Entonces siente una tremenda soledad porque, abandonado por Dios, se da cuenta de que tampoco encuentra consuelo en los otros pues el ser humano, aunque esté acompañado, siempre se encontrará solo; los demás no pueden ayudarlo, son otros solitarios, tan desorientados y abatidos como él, prisioneros de unas circunstancias que no son capaces de dominar, porque la existencia terrena es una pesadilla dolorosa, oscura y triste que se repite eternamente, en la que el hombre se encuentra atrapado sorteando la muerte hasta que antes o después lo alcance:
«DOS»
[…]
Libre yo, vagabundo,
jardín de mi memoria
que silencio me envolvía.
Crepúsculo. Me hundo.
No tengo escapatoria.
Sobre el alba llovía.
Por esta razón, Huir reúne el desencanto y el peso de la carga en que se había convertido su intensa y larga vida, hecha tragedia por el silencio de Dios que el poeta en su angustia magnifica entendiendo que es la tragedia del hombre universal, cuya incertidumbre lo arrastra a creer que la muerte tiene alguna razón y que existe una vida inacabable, pero la realidad lo invita a pensar lo contrario. De ahí que, a la pesada carga de intranquilidades que soporta, tenga que añadir otra más angustiosa aún, la duda:
«NUEVE«
[…]
Huyo de aquel que es ido.
No lo conozco bien.
Lo dejé suicidado
sin saber los porqués
en la encina del toro
un mañana de ayer.
Luz detrás de la vida
dime: ¿de mí qué fue?
Nadie contesta. Todos
dudan. Y yo también.
De ahí que Huir sea el resultado de una vida llena de espiritualidad, pero dolorosamente reflexiva e impregnada de la amargura del fracaso de su búsqueda y de su soledad; y también que se detecte la nostalgia de todo lo que dejó en el camino (personas, hechos, momentos, despojos), la melancolía producida por su insignificancia y su desorientación y la tristeza de sentirse arrastrado irremisiblemente hacia la nada:
«DIEZ«
[…]
Un aquel me desnuda,
el otro me suplanta.
Pero queda algo mío
que eternamente pasa
como el agua del río.
Uno más. No comprendo
en absoluto nada.
Ante esto Jesús Delgado Valhondo no podía tener más que una triste concepción de la naturaleza humana, porque la vida con sus adversidades consiguió que se sintiera indefenso ante los designios del cielo y de la tierra, cuya fuerza arrasadora y enigmático misterio no pudo controlar ni entender y únicamente le quedó una única solución: Huir:
«ONCE«
[…]
Huyo para escapar de lo que debo
a la vida que no fue ni acaso importa
que merezca la pena. Me moría.
No obstante resulta alentador encontrar entre tanta angustia que en su huida no vaya de vacío, pues el poeta en su espíritu lleva un humilde (aunque sustancioso) bagaje de la impresión emocional que siempre le produjo el paisaje, obra de Dios, al que por este motivo concibió como un medio de llegar a Él y lo llevó a contemplarlo reflexiva y ávidamente para hallar el camino directo a la divinidad que, aunque nunca la encontró, le dejó una huella imborrable.
También lleva en la huida su cuerpo (soporte físico de su espíritu), hecho que debe entenderse como una muestra de autoestima pues no se desprendió de él a pesar de su deficiencia física y su condición mortal. Y además carga en su bagaje la emoción de regresar a un lugar que intuye ya conocido, aunque lo encuentre velado por el misterio. De tal forma que el poeta en su huida transporta también algunos retazos de esperanza, con los que conforma los únicos versos positivos del libro:
«La emoción del paisaje me la llevo
y al hombre que me implanta y me soporta
y al milagro de huir donde volvía».
Sin embargo esta sensación gratificante es pasajera y el poeta se ve empujado a Huir, no sólo por los continuos fracasos en su búsqueda de Dios, sino también por los deseos imperantes de alejarse de los despojos de su derrota y de la decepción que le produce el ser humano, sus mezquinos intereses, su mediocridad, sus limitaciones y el fracaso de su etapa política, donde comprueba definitivamente que no puede haber esperanza alguna en el cielo ni en la tierra, y se encuentra irremisiblemente solo humana, espiritual y socialmente. Tal es el caos anímico, sentido por el poeta en su espíritu, que su desorientación lo arrastra a Huir no sabía bien de qué:
«QUINCE«
[…]
Sin darme cuenta huyo
de no sé qué, de algo.
Palabras del espejo
reflejaban fracaso
de vida y flor desnuda
de un tal Jesús Delgado.
Y es que Valhondo se vio arrastrado por esa fuerza misteriosa e incontenible, que lo empujaba irremisiblemente hasta la muerte y notaba que su naturaleza imperfecta era insuficiente para retenerla aunque, a veces los resquicios de esperanza que le quedaban, lo hacían soñar en que alguien debía estar esperándolo:
«CATORCE»
[…]
Mi barco de papel
navega bajo el puente,
abandonado sueño
soplado por la gente.
Me reflejo en el agua.
Me lleva la corriente.
El mar está esperando,
sed de agua, a que llegue.
Este convencimiento es el motivo de que huyera hacia adelante, hacia la única dirección posible, primero esperanzado para entregarse «a algo sublime como un hijo pequeño que va corriendo en busca de los brazos de su padre»[24] y después decepcionado pues la cruda realidad lo llevaba a apartarse de una existencia en blanco y negro sin encanto alguno, que sentía invadida por las sombras y el frío de la desolación:
«OCHO»
[…]
Duerme la piedra luz vacía,
la calle avanza hacia la puerta
y abre la página del día.
Río de sombras cruza la huerta,
mieles de menta y de avefría,
beso la seda de esquina incierta.
Pero ¿Huir …, adónde? A su origen, al lugar del que surgió y desde el que algo poderosamente lo atraía por medio de una voz que estaba muy arraigada en su misma esencia humana, como una llamada que lo reafirmaba en la idea de que huyera sin temor con la confianza de que alguien (Dios, la idea) lo esperaba, como si fuera necesario su llegada para cerrar el círculo de la ley de la vida que comienza con el nacimiento y tiene que terminar irremediablemente con la muerte.
Y Jesús Delgado Valhondo aunque duda responde a esa poderosa llamada y huye a reintegrarse al núcleo del que se desgajó sin dramatismos. De ahí que él tan temeroso siempre de la muerte la afrontara cuando le llegó con pasmosa tranquilidad y un desprecio rayano en la osadía, que le dio fuerzas para ignorarla hasta el punto de que no la nombra ni una sola vez en todo el libro[25]:
«Y DIECISÉIS»
Voy porque hay alguien
que me está esperando.
No sé quién es,
pero me está esperando.
¿Una interrogación?
No sé quién es,
pero me está esperando.
No sé quién es
ni lo que quiere,
pero me está esperando.
(¿En la ventana de la tarde?).
Sólo sé que me está esperando.
Y cuando llegue
me seguirá esperando.
Siempre me estará esperando.
Por eso voy,
porque me está esperando.[26]
La concepción dramática del hombre y de la existencia humana es, por tanto, la que Jesús Delgado Valhondo espiritualmente abrigará en su ánimo en los últimos años de su vida y de su poesía, y es la que expone sintetizadamente en Huir de una forma humanísima y conmovedora. Así lo supo captar en la presentación del libro Jaime Álvarez Buiza cuando dijo: «Huir es un libro estremecedor, que pesa 84 años, porque en él está resumida la vida de Jesús Delgado Valhondo» y Ángel Campos al definirlo como un «libro terriblemente angustioso». Santiago Castelo ya había recogido en el prólogo la misma sensación de haberse encontrado ante un libro «trémulo y estremecedor».
Y a modo de epílogo aparece después del último poema una despedida firmada por el poeta, donde cita a varias personas y unas circunstancias ligadas a ellas que de algún modo resumen los sentimientos más preocupantes y tiernos, que aparecen en Huir: la muerte, el amor filial, el fracaso de su etapa política, el misterio de la poesía, el componente divino del ser humano y una crítica a la apariencia y al oportunismo: «Al terminar este poemario, esta huida, yo quiero recordar a mi amigo el poeta y escritor José María Osuna, que se me murió casi sin darme cuenta; a Jaime Álvarez Buiza a quien, ni él sabe que lo quiero como a un hijo; a Ángel Sánchez Pascual que le pasó lo que a mí, quiso poetizar la política y lo echaron como a mí; a Pecellín a quien me hubiera gustado darle clases de lo que no sé de poesía, y a ese dios, más o menos pequeño, que somos cada uno de los hombres, y a don Nadie, que es un tío que siempre está en candelero y que a mí me hace mucha gracia y mucho bien»[27].
José María Barrena encuentra en Huir tres claras influencias: «Es fácil superponer, tras estos poemas [los de Huir], los versos de Bergamín, de Juan Ramón y las ‘obrecillas’ y el ‘vivir encubierto’ de Fray Luis. Frente a las falsas ‘luminarias’ y los laberintos del olvido, la palabra del madrileño del 27 es testigo interior de su sueño («voy huyendo de mi voz, huyendo de mi silencio; / huyendo de las palabras / vacías con que tropiezo»). Las formas de Huir de nuestro Nobel moguereño reflejan también una conciencia plena de creación (‘el cielo corre entre lo verde. / ¡Huir azul, el agua azul!’). Por último, el consejo del agustino en ‘Las Sirenas de Cherinto’ (‘huye; que sólo aquél que huye escapa’). Estas anotaciones líricas de los tres escritores sustentan las bases del poemario de Jesús Delgado»[28].
Es cierto, Bergamín, Juan Ramón y Fray Luis de León se encuentran patentes en los versos de Huir. Pero Barrera olvida mencionar una influencia, la de San Juan de la Cruz, que se nota con más nitidez que las citadas por él en versos como:
«Se perdió la partida
entre tanta alborada»[29].
«La vida es una huida
busca nada ganada,
corral, carne encelada,
secreto de la vida»[30].
Además la huida del amado (Dios) y la búsqueda desesperada que de Él realiza la amada (alma) en el «Cántico espiritual» del carmelita («¿Adónde te escondiste, / Amado y me dejaste con gemido? / Como el ciervo huiste / habiéndome herido; / salí tras ti clamando, y eras ido?»[31]) es idéntica a la que lleva a cabo Jesús Delgado Valhondo a lo largo de su obra poética y concluye en Huir con el deseo imperante y definitivo de ir al encuentro con Dios (el Amado): «Voy porque hay alguien / que me está esperando»[32]. Este anhelo irresistible no es otro que el que sintió el carmelita de huir al encuentro con el amado, que se había ido dejándolo abandonado y solo.
Por tanto la actitud de San Juan es la misma que adopta Valhondo; de ahí que esta etapa haya sido definida como mística: Huir no relata una huida hacia alguien o algo materialmente palpable, sino hacia la divinidad porque el poeta presiente su fin y experimenta una irresistible necesidad de hallar su principio que es Dios, lo mismo que la amada (alma) busca a su complemento, el amado (Dios), para experimentar el amor en plenitud (el conocimiento eterno).
Tampoco ahonda José María Barrera en una mayor presencia de Fray Luis de León en Huir, pues los siguientes versos del agustino encajan perfectamente en las razones por las que Valhondo huye:
“¡Qué descansada vida
la del que huye el mundanal ruido,
y sigue la escondida
senda por donde han ido
los pocos sabios que en el mundo han ido!»[33].
Fray Luis en estos versos más que a una huida material y física se refiere a una huida espiritual, pues la escondida senda no es otra que el misterioso camino hacia Dios y los sabios no son otros que los seres humanos, que consiguen hallar la gracia suficiente para llegar a la divinidad.
Por consiguiente la mayor influencia encontrada en Huir procede de la tradición mística que era muy conocida por Valhondo, cuya conciencia abrigó siempre ese deseo de la unión espiritual con Dios no sólo para evadirse de un mundo que le resultaba ingrato, sino también por el convencimiento de que el ser humano más que cuerpo es espíritu desgajado de la divinidad con la que por esta razón desea unirse.
De tal manera que Huir supone la descripción de la vía unitiva del proceso místico que el poeta sigue en la tercera y cuarta parte de su obra poética, seguro de que su existencia tocaba a su fin y le había llegado la hora de ir definitivamente a Dios, del que había surgido y al que, era consciente, debía retornar para recuperar esa parte eterna que dejó cuando tomó forma mortal y finita.
El estilo de Huir resulta sorprendente porque en su último libro Jesús Delgado Valhondo hace uso de toda la experiencia que había acumulado con el lenguaje. Así continúa siendo directo, sincero, sentido y natural y a la vez sugiere más que dice, insinúa, insiste, crea, sueña y recuerda con un lenguaje más cercano al surrealismo y a sus elucubraciones imaginarias que no obstante siempre se refieren a hechos, personas o cosas reales, que se incluyen en la experiencia de su espíritu y de su larga existencia.
También Huir es un compendio de su poesía esencial plagada de sintagmas cortos muy sugerentes; encabalgamientos que suspenden la acción dejando pausas muy pronunciadas; formas verbales empleadas libre y variadamente; metros y ritmos generalmente tradicionales que imprimen a la profundidad de la expresión agilidad y frescura, a pesar de la angustia y la desorientación sentida; fórmulas lingüísticas que implican en la angustia de su tragedia, porque nos hace ver que también es la nuestra:
«Libre yo, vagabundo,
[…]
Crepúsculo. Me hundo.
No tengo escapatoria.»[34].
«No sabes lo que escondes
ni, luego, lo que harás.
Tú mismo te respondes,
cuando triste te vas.
Nunca jamás ahondes.
Nunca es siempre jamás»[35].
«Uno más. No comprendo
en absoluto nada»[36].
«Me moría».
A pesar del momento trascendental que está viviendo en Huir, Valhondo consigue imprimir al lenguaje un alto grado de lirismo como muestra fehaciente de que no pierde el pulso de su palabra ni siquiera en los momentos de mayor dramatismo:
«jardín de mi memoria
que silencio envolvía.
[…]
Sobre el alba llovía»[37].
«En el alambre queda el trino
de golondrina sin farola.
Debo seguir al peregrino
que me cubrió de aureola»[38].
«Luz primera del alba.
Olivar sin su campo»[39].
«Seguía ella bailando.
Sombra y luz del pinar.
La contemplaba vuelo
fugaz del nuevo día»[40].
«Se me va de las manos
la cruz del universo
[…]
Oigo la sinfonía
de espacio prisionero»[41].
«dulce, amoroso sur,
nardo de luz creyente»[42].
Por otro lado el tono angustioso de Huir logra implicarnos aún más conforme avanza el libro en las vacilaciones del estado anímico desorientado, lleno de desencanto y derrotado del poeta, a través de un lenguaje inquietante, impreciso y enigmático:
«Nadie me dice dónde
llegué. Nadie sabía»[43].
«Nunca sabré quién soy
perdido en no sé dónde.
[…]
Voy sin saber que voy»[44].
«cuerpo de no sé dónde»[45].
«Nadie contesta. Todos
dudan. Y yo también»[46].
«No comprendo
en absoluto nada»[47].
«La busco entre mis años,
no consigo entenderlo.
No consigo entrañarme
en aquello que quiero»[48].
«Sin darme cuenta huyo
de no sé qué, de algo»[49].
«No sé quién es,
ni lo que quiere»[50].
Lógicamente, este estremecimiento desgarrador que supone Huir sufre la tensión propia de los momentos de angustia y de ahí que se encuentre en el libro algún descuido formal, aunque sólo sucede en contadas ocasiones como cuando dice «Busca nada ganada» («-ada / -ada») en el poema «Siete» o repite insistentemente «esperando» en el poema «Y dieciséis».
No obstante estos insignificantes deslices se justifican porque resulta muy humano que, en los momentos de mayor dramatismo, al poeta le interese más el contenido que la forma, pues está más atento a la importancia de lo que dice que a la forma de expresarlo. El mismo Valhondo confesó que en los momentos tensos se dejó llevar más por la emotividad que por el lirismo y, aunque era consciente de que esta última reiteración podía ser entendida como un descuido formal, no quiso cambiarla porque eso era exactamente lo que quería expresar.
También en Huir hay un aumento del componente lírico en el empleo de recursos que imprimen misterio, inseguridad, estremecimiento o un mayor enigma a lo que puede suceder y el poeta no conoce. Sin embargo este lirismo queda equilibrado por la realidad y las justificaciones que pone el poeta para explicar sus deseos imperantes de Huir, agobiado por sus preocupaciones existenciales.
Álvaro Valverde redondea con estas palabras la comprensión del estilo de Huir: «Precisamente a este estado de cosas [duda, desorientación…] remite al sobrio y dolido tono de voz que adopta el poeta en el libro; tono que no es otro que el que de forma natural destila la profunda tristeza que en el fondo allí alienta; tristeza que no dudaría en calificar de ‘depresiva'[…]. Y es que sin apenas nombrarla, circundando lo dicho y lo callado, la muerte planea sigilosa y determina cuanto al cabo acontece en el poema»[51]. José Miguel Santiago Castelo define el estilo de Huir con estos conceptos aparentemente contradictorios, pero que recogen las diversas posturas emocionales que confluyen en este libro terminal: «poeta misterioso y claro; meditador y religioso; silencioso y extrovertido»[52].
Cuando se comienza a analizar la métrica de Huir, lo primero que llama la atención es la vuelta de Valhondo a la medida, a la rima y a los moldes tradicionales y cultas, después de una larga época de olvido de la métrica regular que abarca la tercera parte de su obra poética desde Un árbol solo a Los anónimos del coro, si exceptuamos los «Poemas de amor para la muerte» de Ruiseñor… y «Los pronombres personales» de Los anónimos …
Los dieciséis poemas de Huir están escritos en heptasílabos (trece poemas), eneasílabos («Ocho»), endecasílabos («Once») y en pentasílabos, hexasílabos, heptasílabos, octosílabos y eneasílabos («Dieciséis»). La rima es consonante en los poemas cultos y asonante en los tradicionales. La distribución regular de metros y rimas dan como resultado estrofas (el poema «Seis» está escrito en tercerillas) y poemas conocidos: sonetillos («Uno», «Dos», «Tres», «Cuatro», «Cinco» y «Siete»); romancillos («Diez», «Trece», «Catorce» y «Quince»); soneto («Ocho») y romance («Nueve»). Llama la atención que primero aparezcan los sonetillos y después los romancillos y que los primeros vayan seguidos por un romance y los últimos precedidos por un soneto.
Sin embargo frente a esta voluntad estructuradora se localizan varias muestras de la independencia y rebeldía de Valhondo que no se deja encadenar totalmente por la métrica ni la rima. Así aparece también un poema de métrica regular pero con rima única en el último verso de cada estrofa («Doce») y un poema de métrica y rima variada con versos sueltos («Dieciséis»). Además en poemas con una distribución métrica y rítmica regular se hallan variantes con respecto al uso común de estrofas y poemas: los poemas «Cuatro» y «Seis» están compuestos con rima consonante y sin embargo tienen una rima asonante. En el poema «Ocho», escrito en eneasílabos, el último verso es decasílabo. Las tercerillas del poema «Seis» tienen rima abc cuando lo normal es que rimen el verso primero y tercero y el segundo quede suelto o se encadene con el primero y tercero de la tercerilla siguiente. En el poema «Nueve», que es un romance, hay una rima en la primera parte (a-o) y otra en la segunda (-é). En el poema «Diez» la última rima, que corresponde al penúltimo verso, pasa al último. O el poema «Quince» tiene rima consonante en los seis primeros versos y asonante en el resto.
Este análisis lleva a deducir que en Huir hay:
1) Preferencia por el verso de arte menor y sobre todo por el heptasílabo.
2) Predominio de los metros regulares.
3) Predilección por la rima consonante.
4) Empleo de poemas cultos (soneto) y populares (romance), pero con preferencia por sus variantes en arte menor (sonetillos y romancillos).
5) Mayor uso de formas tradicionales.
6) Mezcla de formas cultas (versos de arte mayor, rima consonante, soneto) y tradicionales (versos de arte menor, rima asonante, tercerillas, romance).
7) Empleo de versos sueltos que rompen levemente la regularidad.
8)Variantes propias de Valhondo que alteran la distribución conocida de la métrica y la rima.
Por tanto el aspecto formal de Huir destaca por su variedad, puesto que en él se dan cita las formas populares y cultas, la tradición y la renovación. Valhondo, tan desdeñoso en su etapa anterior por encorsertar sus versos en las cadenas de la rima y la métrica, ha querido en Huir moldear sus versos con la forma del soneto y del romance, los dos poemas más usados en la historia de la métrica.
El poeta busca el apoyo de la regularidad y dentro de ella de sus formas más ágiles para transmitir la verdad de su emoción y la clarividencia del que está preparándose para morir, consciente de que la emoción del momento crucial pudiera tergiversar su palabra si no la encauzaba disciplinadamente. Y al mismo tiempo no sólo quiere aparecer en el último libro de su obra poética como un poeta tradicional, sino también innovador y seguro del manejo de su palabra que, a pesar de circunscribirse al corsé de la métrica y la rima, conserva la frescura, el sentimiento y la naturalidad de la que hizo siempre gala.
No obstante Valhondo al mismo tiempo no quiso componer todo el libro regularmente como muestra de que, al final de su poesía y de su vida, no se había dejado doblegar y continuaba siendo independiente y libre en un aspecto que podía dominar. También las variaciones comentadas sin duda imprimen mayor variedad, evitan tonos reiterativos y el verso gana en frescura y agilidad mostrando que el poeta, a pesar del tenso momento que está viviendo, domina su técnica y su palabra.
Valhondo en Huir recurre a todos los medios que se ponen a su alcance para transmitir las intranquilidades espirituales que experimenta en la última fase de su vida terrena: «No puede existir un cuadro o una novela sin poesía. Siempre es necesario recurrir a una metáfora para contar historias», pensaba poco antes de morir[53]. Por esta razón en Huir, a pesar de su angustia y del momento crucial que vive, emplea abundantes medios líricos, consciente de que estaba expresándose en forma poética.
El primer detalle que destaca nada más leer el primer verso del libro es el comienzo abrupto y el hipérbaton, que introduce sin más dilación en el tema («Es mi vida …»[54]) y muestra de esta manera el intimismo que va a presidir el libro, el presente actualísimo en que se encuentra y la angustia que padece. Esta urgencia, por contar sus propias inquietudes, se van a localizar en todo el libro por medio de un recurso que convierte la acción presente en un tiempo más inmediato aún: la omisión del pronombre personal y el uso preferente de la primera persona, a través de la cual el poeta se convierte en protagonista y víctima («Busco … Me busco y me confundo … Beso … Huyo … Uso … me abriga … Me fundo … Tengo … Me construyo … me recluyo … Me diluyo … Me reflejo … Voy …»). Este recurso, aparte de imprimir mayor agilidad, aumenta la angustia implicando al lector desde el primer momento en lo que cuenta de tal manera que enseguida la siente como suya.
Otros recursos relacionados con el empleo de las formas verbales contribuyen a mantener la tensión emocional y a seguir las reflexiones del poeta sin distracciones:
Omisión del verbo, que hace más sugerente la expresión:
«Cuántas colmenas. Hueca voz de espanto.
[…]
Niño. Mujer extraña»[55].
Uso de la segunda persona del singular con la que implica en su angustia a personas próximas («Huye antes que te guarde»[56]) y de la tercera persona del singular con la que llega a personas más lejanas e incluso, a cosas que no por ello se libran de sentir cercana su angustia:
«beata que rezaba,
cuando se descalzaba
era madre
El tren se desgranaba
Desnudo otoño era»[57].
Empleo de formas impersonales, que se traducen en misterio, fracaso y soledad: «hizo estación celada»[58]. «Se perdió la partida»[59].
Uso de gerundios, que imprimen movimiento:
«en el mar de tu mundo
creciendo la distancia»[60].
«música de la lumbre
quemándose en la tarde»[61].
«Seguía ella bailando.
[…] siempre olvidando algo»[62].
«Historia de leyenda
en mí siempre creciendo».
[…]
Los dos en una pieza
interpretando el tiempo»[63].
«El mar está esperando»[64].
Uso de participios, que retienen por un momento la acción, la alargan y la cargan de sugerencia:
«abandonado sueño
soplado por la gente»[65].
Sin embargo se localizan dos recursos que destacan sobre los otros por la insistencia con que los usa:
Uno, las metáforas con las que trata de explicar sutilmente los conceptos más preocupantes:
«Es mi vida = existencia de huido, azahar de la nada», «[Yo] = aurora de la infancia»[66].
«Una circunferencia de sueños = la jornada = ropa sucia, apagada»[67].
«la otra incertidumbre = música de la lumbre», «la cumbre = monte que alegre arde», «la noche me esconde = ovillo de alfombra»[68].
«[Yo soy] = el triste del comboy»[69].
«La vida = una huida, busca nada ganada, / corral, carne encelada, / secreto de la vida»[70].
«el hombre = musical nota pálida»[71].
«pájaro y viento = Mi secreto llanto»[72].
«La vida = una página del libro de otra biblia»[73].
«La vida = desdichado encuentro, tormenta entre árboles», «la huida = situación del tiempo»[74].
«[Gotas de lluvia] = Los tallos de la lluvia», «dulce, amoroso sur = nardo de luz creyente», «El mar = sed de agua»[75].
Otro, los encabalgamientos sirremáticos y oracionales, que crean pausas marcadas suspendiendo la expresión y haciéndola más espiritual y mística:
«Una circunferencia
de sueños la jornada
[…]
jardín de mi memoria
que silencio envolvía»[76].
«habitación de infancia
que asombro todavía.
Ay de aquella pantera
que vuelve a la fragancia»[77].
«alarde
de inmensa muchedumbre
[…]
Nadie me dice dónde
llegué. Nadie sabía
que se murió mi alondra»[78].
«y ahonde
que poco encontrará»[79].
«querida requerida
que si odiada es amada»[80].
«En el alambre queda el trino
de golondrina sin farola.
Debo seguir al peregrino
que me cubrió de aureola»[81].
«Pero queda algo mío
que eternamente pasa»[82].
«otra biblia
que escribieron los hombres
[…]
Una bruma de ocaso
que se bebe la tarde,
lenta niebla su imagen
que intento desvelar.
[…]
olvidando algo
que se quedaba atrás»[83].
«Oigo la sinfonía
de espacio prisionero»[84].
«Mi vida ocupa el sitio
de pájaro enjaulado.
[…]
es beso
que se quedó sin labios»[85].
«Voy porque hay alguien
que me está esperando»[86].
A lo largo de Huir se detectan otros recursos que imprimen una mayor angustia como los polisíndetos:
«en un árbol de hiel y miel y canto
[…]
y al hombre que me implanta y me soporta
y al milagro»[87].
y las anáforas:
«de la vida apagada,
de la vida encendida,
querida requerida»[88].
«[…] me está esperando.
No sé quién es,
pero me está esperando.
[…]
No sé quién es
pero me está esperando.
No sé quién es
[…],
pero me está esperando.
[…]
[…]me está esperando.
[…]
me seguirá esperando
[…] me estará esperando.
[…]
[…] me está esperando»[89].
o destacan la sobrerrealidad donde se sitúa a veces el poeta como las personificaciones:
«El recuerdo dormido
vuelve de madrugada»[90].
«Duerme la piedra […]
la calle avanza […]
y abre la página del día.
Río de sombras cruza la huerta»[91].
«El viento sueña lejos»[92].
y los hipérbatos:
«Huye conmigo el día»[93].
o concibe la vida metafóricamente a través de un símil que la compara con el río:
«eternamente pasa
como el agua del río»[94].
o paradojas que muestran su incertidumbre ante el misterio de la vida y su destino:
«Voy sin saber que voy»[95].
«si odiada es amada»[96].
«Me fundo aroma con quien quiero tanto
y con quien quiero tanto me destruyo»[97].
«Un nadie siempre es alguien»[98].
Además destaca el uso singular de los signos de puntuación con los que hace personal y sentido determinados momentos de sincero desgarro:
«Luz detrás de la vida
dime: ¿de mí qué fue?
Nadie contesta. Todos
dudan. Y yo también»[99].
Y por último sorprende el uso insistente de citas y notas con las que consigue crear una opinión favorable a su decisión de Huir y una atmósfera cargada de angustia como la que él mismo sentía ante el enigma del destino del ser humano después de la muerte. Aparte de las ya citadas aparecen éstas:
Citas:
«Formas de Huir …» (J.R.J.)[100].
«La huida victoriosa» (José Bergamín)[101].
Notas:
«Huye el fuego, avanzando …»[102].
«Me dijo: ‘Te dejo, me voy a un ballet’ «[103].
«En la encina del monte / a mí mismo me espero»[104].
Con éste y los otros recursos comentados, Jesús Delgado Valhondo consigue convertir su angustia en universal y nuestra actitud apática en solidaria. Huir de esta manera no es la huida de un poeta sino de un hombre como nosotros. De ahí que este libro sea también la justificación y el relato de nuestra propia huida y por extensión de la que lleva a cabo el ser humano universal.
Con la estructuración en dieciséis poemas, como si se tratara de los últimos dieciséis pasos anteriores al momento culminante de entrar en la vida definitiva, Valhondo va desgranando en Huir su descripción espiritual desde su infancia al momento de la huida. A pesar de este planteamiento lineal, que parte del pasado más lejano y llega al presente más actual, no parece que haya estructurado conscientemente Huir en unas partes determinadas cuyos contenidos sean la continuación de la anterior. Pero la insistencia en preocupaciones determinadas descubre una triple división:
1ª)Poemas «Uno», «Dos» y «Tres»: Insiste con tristeza en la lejanía de su infancia y de sus recuerdos, que no logra recuperar y queda inmerso en la melancolía causada por la imposibilidad de rescatarlos.
2ª)Poemas «Cuatro» … «Quince»: En ellos se encuentra una gradación, que se corresponde con la evolución espiritual seguida después de su fracaso de la montaña («Cuatro»), que lo lleva al intento de resolver sin éxito el misterio del destino humano («Cinco») y como consecuencia a la falta de identidad («Seis»), la desorientación («Siete»), el desencanto («Ocho»), la duda («Nueve»), el enigma de la existencia («Diez») y la angustia vital («Once»), que lo hacen tener en la actualidad una triste concepción de la vida («Doce» y «Trece»), lo arrastran irremisiblemente a su final («Catorce») y a concebir su existencia como un fracaso («Quince»).
3ª)Poema «Dieciséis»: Su concepción trágica de la vida y del destino humano toma un giro inesperado, cuando el poeta se muestra esperanzado porque, aunque no sabe quién lo está esperando, está seguro de que lo espera.
Teniendo en cuenta este planteamiento, se puede afirmar que Huir tiene una estructuración cíclica que va desde que llega al mundo hasta que se despide de él y por tanto es un libro perfectamente estructurado. Por otra parte, Huir supone globalmente el cierre perfecto de toda su obra poética, porque es el punto y final de su estructuración coherente en la que el poeta resume toda su evolución espiritual en el momento de huir definitivamente.
Jesús Delgado Valhondo con Huir quiso despedirse de todos sin dolor ni rencores, descargando de culpas al ser humano y a sí mismo antes de escapar al encuentro de Dios, del que (era consciente) procedía y al que tendría que volver tarde o temprano para religarse a su origen divino, una vez despojado de sus ataduras mortales. Y así lo hizo, pues con Huir cierra una evolución perfecta: nació en Mérida, peregrinó por la tierra extremeña y descansó en el lugar donde había nacido. De su caminar dejó muestras palpables de su concepción vital en libros que son palabras destiladas de sus anhelos espirituales. El año cero, El secreto de los árboles, Un árbol solo, Ruiseñor perdido en el lenguaje… son pasos que anuncian sus deseos de ir hacia el encuentro definitivo con Dios (tantas veces aplazado), que ahora se acerca y cuenta en Huir.
Este libro además acumula toda la angustia sufrida durante tantos años de inquietudes espirituales y en él se concentra no sólo su fracaso vital, sino también su experiencia lírica que libro tras libro fue acumulando para en Huir ofrecer una muestra de poesía esencial, que conmueve y estremece como un grito de angustia, que surge de una larga experiencia poética y existencial.
Por eso acertó plenamente Jaime Álvarez Buiza cuando definió Huir como un libro que pesaba 84 años, edad que tenía el poeta cuando lo terminó de componer, y es que Huir pesa toda una vida de cansancio acumulado, de existencia intensa, sentida y angustiada. Huir es el ejemplo de una perfecta evolución formal y significativa con la que Valhondo cerró conscientemente una obra poética única por su extensión, su coherencia, su sincero sentimiento y su arrolladora humanidad.
Quizás resulte violento decir ahora, viendo su obra poética con la perspectiva que concede el hecho de estar concluida, que Jesús Delgado Valhondo evolucionó espiritualmente desde una postura creyente a otra escéptica, que atempera en el último momento con el poema «Y dieciséis».
Sin embargo, esta situación intermedia en la que se queda no debe dejar una idea descorazonadora de la humanidad y la poesía de Valhondo, porque sus reflexiones espirituales son propias de un profundo cristiano en su sentido más estricto, pues si religión etimológicamente significa “religarse”, es decir, volver a unirse con Dios es precisamente lo que intentó durante toda su vida. Y es humano que ante sus reiterados fracasos se debatiera en una angustiosa lucha espiritual entre la fe y la duda, pues no quería doblegarse ante la contradicción tan patente que suponía ser un ente humano dotado de razón y sin embargo no poder usarla porque la realidad se lo impedía. De ahí la angustia que sintió ante tal paradoja, porque atentaba contra su integridad humana y espiritual.
Esta lucha anímica que mantuvo constantemente sin duda lo dignificó, pues le hubiera resultado menos problemático creer sin más que cuestionarse las grandes interrogantes de la existencia humana buscando respuestas, recibiendo silencios e intentándolo otra vez. Y así toda una vida. Además, aunque sus inquietudes existenciales afectaron fuertemente a su espíritu, no alteraron en nada sus relaciones humanas y sociales, porque fue una persona accesible, campechana, bondadosa y vitalista. De esta verdad pueden dar fe, sin temor a caer en la subjetividad, las personas que lo tratamos, recibimos su apoyo, gozamos su compañía y nos beneficiamos de su amistad.
CONCLUSIONES
Después del amplio recorrido por la experiencia vital y lírica, los fundamentos de la poesía y el análisis detenido de la obra poética de Jesús Delgado Valhondo, la valoración global que realizamos de este singular poeta y de su poesía es altamente positiva por múltiples consideraciones.
En primer lugar, nuestro protagonista fue un ser común con una amplia experiencia en múltiples aspectos humanos, espirituales y líricos que unidos enriquecieron su formación de poeta. Primero, su temprano encuentro con el dolor y como consecuencia con la imperfección humana lo llevaron a adquirir naturalmente una fortaleza espiritual fuera de lo común, que basó en la superación de su deficiencia física y en la meditación sobre la existencia, comenzando por desentrañar los enigmas de su condición humana y anímica en un mundo deshumanizado, que no valoraba en su justa medida la dignidad ni la espiritualidad del hombre.
Después su avidez por la lectura y por conocer las posturas literarias y filosóficas de los grandes escritores y pensadores ante el mundo, le proporcionaron una base intelectual infrecuente en poetas de su época. De tal forma que su poesía fue adquiriendo una hondura tan sólida y meditada que da al lector la seguridad de encontrarse ante un ser humano preparado y predispuesto a la reflexión que necesita y exige el hecho poético.
Luego Jesús Delgado Valhondo redondeó estas cualidades con una hiperactividad propia del buceador en la conciencia y en la actitud del ser humano ante su entorno, queriendo saber y conocer, aportando ideas, ampliando relaciones, participando u organizando actividades o yendo más allá de donde exigía la percepción de un sueldo buscando nuevas formas docentes o intentando mitigar el dolor humano con una carga humana y sentimental, cuando a la medicina no le quedaba nada por hacer.
Y todo esto, Valhondo lo trasvasó a su poesía sencilla, directa, cercana y sentida con esa forma personalísima de reflejar a modo de diario espiritual sus variadas sensaciones, que se traducían en distintas y a veces contradictorias emociones provocadas por una existencia enigmática, que anulaba su raciocinio y velaba el mundo con un halo de misterio que incluso era incomprensible para una mente preparada como la suya.
De ahí que en la poesía de Jesús Delgado Valhondo se halle un hombre intrahistórico, que es protagonista de unas vivencias personales, sociales, intelectuales y culturales que conjuntamente conforman la base de una poesía singular cuya característica diferenciadora es ser la crónica de su existencia a modo de autobiografía íntima de su condición humana y al mismo tiempo de su naturaleza espiritual.
Esta afirmación explica que Jesús Delgado Valhondo viviera, física y espiritualmente, con pasión sus circunstancias personales (en buena medida desfavorables) y ese ímpetu lo convirtiera en un ser existencial comprometido hasta tal punto de que, en vez de limitarse a sobrevivir, se preocupó por reflexionar sobre la realidad y los múltiples aspectos que la formaban, comenzando por sí mismo como primer escalón para llegar al conocimiento de los demás, a su entorno y de ahí a la divinidad pasando por su obra, la naturaleza.
Además, Jesús Delgado Valhondo fue un producto de su tiempo, porque vivió con pasión el convulso devenir histórico de casi todo el siglo XX, cuando el mundo sufrió una profunda transformación física e ideológica y se trastocaron todos los planteamientos sociales, religiosos y culturales a un ritmo vertiginoso. Es decir, sus intranquilidades y vacilaciones en buena medida proceden del compromiso humano que mantuvo con sus circunstancias históricas.
Este detalle explica que se mostrara preocupado por la indefensión de los seres más desfavorecidos como el loco, la prostituta, el tonto o la beata ante la marginación que estas personas sufren en un mundo deshumanizado, que excluye a los incapacitados porque no engranan en la cadena productiva. Por otra parte, el progreso trajo aparejado un alejamiento del espíritu, pues incitó a tener materialmente más a cambio de ser espiritualmente menos; y esto conmovió a Valhondo, que vio en el desprecio por el espíritu una renuncia a la dignidad humana en cuanto que conciencia individual reniega de su independencia y su albedrío para perderse en la masa, donde el hombre deja de ser independiente y libre.
Paralelamente, el profundo replanteamiento científico que se produce en el siglo XX resquebraja también la solidez de la fe cristiana: todo se cuestiona siguiendo la máxima «nada es absoluto, todo es relativo» [la condición humana, el mundo, la relación con Dios]”). Esta indeterminación fue la que provoca buena parte de las frecuentes intranquilidades espirituales de Jesús Delgado Valhondo, que se convierte así en un ser comprometido, ejemplo de hombre cotidiano de su tiempo, y su lírica por simpatía, en una muestra fehacientemente humana del sentir espiritual de un hombre incardinado en la historia y en el vitalismo, que lo llevó como ser humano a indagar para obtener respuestas a sus múltiples interrogantes ante el cambio de las cosas. Es decir, la poesía de Jesús Delgado Valhondo adquiere un extraordinario valor, porque cuenta la evolución espiritual de un hombre cualquiera, que vive su existencia en los momentos cruciales de la convulsa historia contemporánea.
Además, el padecimiento de ciertas experiencias personales (que, si no fueron distintas de las que sufrieron otras personas, a él lo obligaron a plantearse prematuramente el sentido de la existencia) lo arrastraron a indagar en su condición imperfecta y provocaron en él una doble reacción. Por un lado lo convirtieron en una persona contradictoria (sensible y crítica, frágil e impetuosa, humilde e irónica, comprometida y escéptica) y, por otro, en un ser melancólico, triste, anhelante y angustiado necesitado de respuestas con las que dar un sentido digno a su imperfecta condición y paz a su conciencia espiritual. Y es aquí donde se puede hallar al Jesús Delgado Valhondo más humano y conmovedor, pues de esta manera se convierte sin proponérselo en modelo de dignidad humana en cuanto que no entiende y pregunta, no halla respuestas y se angustia, pero poco después se recupera y tiene la valentía de reiniciar el proceso preguntando de nuevo, obteniendo silencio y cayendo en el desencanto, para volver a insistir otra vez hasta el agotamiento más estremecedor.
Esta insistencia indoblegable hace posible asegurar que otro valor de la personalidad humana y lírica de Jesús Delgado Valhondo es el ejemplo práctico que transmite hasta el punto de poder trasvasar a nuestra propia existencia el reflejo exacto de esa búsqueda incansable de la dignidad humana que, agredida constantemente, termina por abatir y eliminar a la conciencia y agotar al espíritu convirtiéndonos en autómatas. Sin embargo este proceso no se produce en la persona y la poesía de Valhondo, que se mantiene a pesar de sus continuos vaivenes espirituales y emotivos en tan alto grado de fortaleza, que nunca doblega sus irreductibles deseos de hallar respuestas a través de la libertad de su conciencia sin renunciar a su singularidad humana y espiritual, aunque supiera de antemano que su lucha contra el tiempo y la muerte acabaría en derrota.
Estas afirmaciones explican que ni los hechos históricos que vivió ni los sucesos que le acaecieron fueron obstáculo para fortalecerse humana, espiritual e intelectualmente ni para participar activamente en la vida social y cultural de su tiempo. De ahí que Valhondo sea un claro ejemplo de persona común que sortea el devenir histórico y sus circunstancias personales con un compromiso humano que convierte en preeminente su imperfecta condición y la engrandece, porque se integra y es protagonista (a pesar de los inconvenientes) del ambiente humano e intelectual buscando de una manera impetuosa, comprometida y valiente respuestas a la enigmática condición humana y soluciones a un mundo misterioso, que lo hicieran más razonable y justo.
Además, su condición de ser humano consciente, de por sí muy sensible, se vio acentuada por su doble profesión de maestro y practicante, que lo mantuvieron muy próximo al atraso cultural y por tanto a la incapacidad intelectual del hombre común, que incomprensiblemente se veía sin recursos para salir de su miseria física y anímica, y a la imperfección humana, que se hizo en él insufrible pues el ambiente social y político obstaculizaba la formación cultural de los individuos y los mantenía en la ignorancia y a la vez el tiempo y la muerte le arrebataban irremisiblemente a aquellas personas que él trataba de salvar.
Esa angustia tan humana que provoca en Jesús Delgado Valhondo la preocupación sincera por sus limitaciones y por la de sus semejantes proporcionan a su poesía una carga emotiva verdaderamente sentida, que surge de unas circunstancias vividas al lado de sus seres queridos, su amigos y sus enfermos y nunca de elucubraciones teóricas o vivencias ajenas. Y es aquí donde radica el más alto valor de la poesía de Jesús Delgado Valhondo, su sinceridad, su sentimiento verdadero y su honradez como ser humano que escribe poesía. De tal forma que se puede parecer en algún momento a uno cualquiera de sus modelos, pero nunca en la autenticidad del contenido de su discurso y en la forma cálida y sentida de transmitir sus sentimientos.
Además, por esa carga humana que frecuentemente se hace emotiva, cercana y confidencial, Valhondo llega a implicar al lector en sus preocupaciones usando como medio una expresión natural, directa y elaborada., que logra convertir en lírica por medio de un insistente trabajo de lima y el uso de medios literarios que, lejos de desvirtuar su palabra, la acercan aún más al lector por su honda impetuosidad y sus claros deseos de comunicación y comunión con sus semejantes.
Estas características humanas, que Valhondo puso al servicio de la creación lírica, dieron como resultado una poesía personal sin pretensiones de grandeza, reflejo exacto de un ser humano común cuyo objetivo lírico no fue el lucimiento personal, sino la transmisión natural de unas intranquilidades que, por próximas y humanas, enseguida el lector siente como suyas a la vez que lo ayuda a entender una premisa fundamental del hecho poético: la poesía es más que un género literario un medio sugerente y creativo de comunión superior entre los seres humanos que, por su poder comunicativo, sirve para expresar o entender lo inefable cuando el mensaje se establece entre personas con sentimientos sinceros.
Y es aquí donde radica otra virtud de la poesía de Jesús Delgado Valhondo: su carácter docente y formativo, que en la forma notamos en ese deseo de estructurar sus libros para facilitar la comprensión del lector y en el significado advertimos en ese empeño por transmitirnos sus sentimientos de una forma directa y natural sin más recovecos que los interpuestos por el misterio de la realidad, que él expresa abiertamente sin ocultarlo en ningún momento, a través de vacilaciones propias de su imperfecta condición que no puede tomar otra actitud que la de ser voluble porque, a pesar de su empeño por entenderla, es humano y sus limitaciones se lo impiden. Es decir, como sucede a cada uno de nosotros.
Esta base emocional propia de un ser vivo que se siente parte de la realidad y la asume activamente comenzando por conocer su espíritu como medio de llegar al conocimiento de los demás o bien que indaga intelectualmente buscando respuestas a su desazón, incluso en la filosofía de los clásicos tanto profanos como cristianos, pasan a engrosar los valores de una poesía especialmente humana con fuertes soportes anímicos e intelectuales.
Y es que la poesía de Jesús Delgado Valhondo se basa en un seguro sostén espiritual, filosófico y cultural, de tal forma que en ella no encontraremos nada expuesto a la ligera, aunque haya espontaneidad (siempre meditada), sino una esencia reflexiva antes vivida en la práctica cotidiana con un hondo sentir anímico. De ahí que, aunque Valhondo se refiera al ser humano común, su tono trascendente transforma su palabra en lírica y su contenido en universal, porque su protagonista no es el hombre metafísico de la alta filosofía desvinculado de los problemas que le causan su conciencia individual y la influencia del entorno, sino el hombre cotidiano de la existencia real con sus cortas alegrías y sus múltiples pesares. Es decir, Valhondo toma como protagonista de su poesía al ser humano que soporta la vida sin más ayuda que su imperfección física y sus limitaciones intelectuales.
De ahí que el valor central de la poesía de Jesús Delgado Valhondo se encuentre en su dualidad humana y espiritual, que en él se hacen inseparables, pues Valhondo antes que poeta es hombre y a la vez que es hombre también es espíritu. Por este motivo su poesía se hace tan cercana cuando nos habla de sus propias experiencias de hombre común, de su intimidad como ser consciente de encontrarse en el mundo con sus limitaciones y anhelos, de ser vivo dotado de razón y por tanto de buceador de la realidad y del misterio que la envuelve como uno cualquiera de nosotros. Es decir, Jesús Delgado Valhondo desmitifica el hecho poético y lo convierte en un acto natural, que parte del mismo núcleo de la condición humana, los sentimientos, y de una realidad cierta, la existencia; los mismos sentires que todos experimentamos y la misma experiencia que todos sentimos.
Es decir, Jesús Delgado Valhondo fue un hombre cualquiera pero que no se limitó simplemente a vivir, sino que indagó en su propia esencia, en la del ser humano y en la de la naturaleza de la que era consciente formaba parte como un trozo desgajado de la divinidad para saber, desde que tempranamente comprueba la imperfección del ser humano y del mundo, los motivos de esa estremecedora realidad de la que formaba parte sin remisión.
Y es aquí donde aparece otro virtud de Valhondo que debemos valorar: su sensibilidad extraordinaria, su poderosa y humana capacidad de observación, reflexión y meditación, su empeño en ahondar en su espíritu y en su conciencia crítica, porque asume su condición pero no sin hacer uso de su raciocinio y su intelecto, buscando respuestas y reivindicando la dignidad que le correspondía como ser humano.
Jesús Delgado Valhondo tuvo esa virtud inconformista de no soportar sin más los vaivenes espirituales, que le provocaban continuamente su imperfección y una realidad enigmática en la que se encontraba perdido y solo. Ese inconformismo es una condición imprescindible en cualquier poeta que se precie, pues será la que lo lleve a la reflexión que es en definitiva la base del hecho poético. Y Jesús Delgado Valhondo reflexionó mucho, y de esa meditación surge su poesía que de este modo se convierte en un acto consciente y en un ejemplo de honradez y dignidad humana, espiritual y lírica.
Además, su poderosa creatividad descubre un magno esfuerzo, cuyo objetivo fue clarificar la realidad enigmática en la que se hallaba inmerso, exponiéndola a través de un lenguaje sencillo pero repleto de metáforas personales de una riqueza lírica inusitada, de encabalgamientos con un efecto tonal de múltiples registros, de anáforas indicativas de su angustia o de imágenes con las que deseaba traducirnos con ejemplos plásticos su concepción humana y espiritual del ser humano y del mundo. También formalmente utilizó múltiples recursos sintácticos como la supresión del pronombre personal, la variedad en el uso de verbos o la reiteración insistente de ideas para que sus preocupaciones nos llegaran de una manera directa, emotiva y sugerente, envuelta en un lirismo que fuera resultado de una labor constante con la palabra y con el verso y paralela a la que mantuvo con su conciencia en la soledad y el silencio. Por esta razón podemos afirmar que la base emocional de la poesía de Jesús Delgado Valhondo se asienta en su humanismo espiritual.
No obstante estas condiciones hubieran sido insuficientes sino les hubiera dado una forma lírica, pues antes de escribir su primer verso estas emociones ya se encontraban en su conciencia y seguramente las hubiéramos conocido a través de artículos y otros géneros en prosa. Pero en su mente bullía la necesidad de utilizar un medio adecuado a la transmisión de sentimientos más hondos y meditados, y lo encontró en la poesía.
Éste es el motivo por el que Valhondo dio forma lírica a esos sentimientos trascendentes, que en la prosa común le quedaban desvirtuados por no poder emplear un lenguaje más elevado y acorde con el hondo contenido que deseaba transmitir. No obstante el lirismo de su poesía siempre aparece como un mero soporte de su humana espiritualidad, pues los recursos poéticos están al servicio del contenido y nunca al embellecimiento gratuito. Éste es otro valor de la poesía de Valhondo porque, a pesar de la tendencia que inicia en la última parte de su obra poética hacia la esencialidad, su objetivo nunca fue conseguir una poesía pura que es donde desemboca la esencial, sino desproveerla de elementos superfluos para que su mensaje llegara a los lectores con más nitidez y la comunicación se estableciera sin obstáculos, pues su objetivo era la comunión de sentimientos que se hacía necesaria para conocerse y conocerlos.
Esa desnudez lírica es una muestra de la entrega incondicional de Jesús Delgado Valhondo a su trabajo lírico y a su objetivo de usar la poesía como un medio de desentrañar misterios y nunca de agrandarlos, cuando podía haber abandonado sus preocupaciones y evadirse en el puro acto estético que desprovee de contenido el mensaje lírico y se queda estancado en la creación formal, en la despreocupación humana y en el vacío espiritual.
La poesía de Jesús Delgado Valhondo, en cambio, es al mismo tiempo comunicación y comunión, creación y preocupación y además hondura humana y meditación anímica. No obstante este cúmulo de cualidades que, por sí solas hubieran bastado para calificar a su poesía de original y trascendente, Valhondo no las transmite de una forma deslavazada, pues constituyen en conjunto una poética en toda regla no sólo con unos fundamentos humanos, espirituales y líricos, sino también con una disposición coherente, fruto de su responsabilidad ante el trabajo poético y de su conciencia cierta de que debía responder a un acto comunicativo en el que es primordial la exposición ordenada no sólo como medio de contención sino también de conexión entre poeta y lector.
Así su poesía se encuentra estructurada en unas partes, que siguen linealmente un seguro y meditado camino desarrollando un tema trascendente, que evoluciona dependiendo del estado anímico experimentado por el poeta, de tal forma que su poesía tiene un comienzo esperanzado, que va ascendiendo a la búsqueda de Dios; llega a un cénit donde conmocionado conoce la enorme distancia a la que se encuentra la divinidad del ser humano y, a partir de ese momento, inicia una caída hacia la angustia y el desencanto hasta desembocar en su último libro, que es una despedida física y espiritual de la vida y del mundo y un epílogo de toda su poesía anterior. De tal forma que, en la poesía de Jesús Delgado Valhondo, todo es resultado de una detenida reflexión tanto formal como significativa.
Esta disciplina y esa poderosa voluntad de no salirse de su camino previamente marcado, aunque en su entorno se sucedieran distintas modas y tendencias, es otro valor de la poesía de Valhondo, porque muestra el férreo compromiso que aceptó consigo mismo y la fortaleza que debió mantener para cumplirlo, incluso en los momentos de mayor angustia y desamparo. Esto sin duda cumple una atractiva función en un momento en que los compromisos humanos son frecuentemente eludidos para atender al materialismo efímero.
La poesía de Jesús Delgado Valhondo acumula muchos y diversos méritos, porque es la voz del intimismo, la palabra extraída directamente de la conciencia como pensamientos personales dichos en alto, que están libres por tanto de la adulteración sufrida por los sentimientos en ese intermedio que va desde la mente a la elaboración, generalmente mediatizada por circunstancias personales e influencias del entorno. De ahí también la originalidad de su verso cálido y esencial, la facilidad de su lenguaje tierno y desgarrador y la atracción de su tono directo y sentido.
Respecto a Extremadura el valor más destacado de la poesía de Valhondo es su carácter originario porque, aunque no lo mencione directamente, se enraíza en un paisaje determinado, en el mismo del que surgió y al mismo que sabía iba a regresar para volverse tierra extremeña. El árbol solo, símbolo central de su obra poética, es la imagen del árbol extremeño perdido en la inmensidad de nuestra región; la naturaleza de los días radiantes y de los noviembres tristes y melancólicos, del paisaje atractivo y de la sed persistente es también la nuestra, y el mismo poeta es un ser que vive en su entorno sintiendo sus milenarias raíces históricas, anímicas y culturales.
De este modo la aptitud poética de Jesús Delgado Valhondo, ante su vida y su mundo que se localiza en Extremadura, es la mejor enseñanza para las nuevas generaciones de jóvenes extremeños, porque pueden aprender en su poesía la relación estrecha que existe entre ser humano y entorno y, en su postura humana y espiritual de no renunciar a su procedencia, el amor por su tierra que hoy como ayer sigue siendo desconocida física y espiritualmente para la mayoría de los que la habitan con el consiguiente perjuicio pues, como apuntó el mismo Valhondo en uno de sus artículos, «No se puede querer lo que no se conoce».
Y, por último, su extenso, variado y rico curriculum da una idea aún más acertada de la poderosa personalidad ante la que nos encontramos y como consecuencia nos lleva a destacar el valor personal, independiente y trascendental de una poesía, que hasta el momento había sido más mencionada que analizada por falta de un estudio detenido, que esperamos haya cubierto esta tesis.
[1] Ana G. Delgado «J.D.Valhondo: ‘Mi nuevo libro de poemas es como una despedida de la vida», Hoy (Badajoz), 12-3-93. Por estas fechas, el mismo Valhondo describió su estado emocional definiéndolo como «dolido y cansado de los hombres».
[2] Antonio Salguero Carvajal, “Conversaciones con Jesús Delgado Valhondo”, Badajoz, cassete nº 3, cara A, 1991-1993. También en su artículo «Huir» Valhondo habla sobre este concepto. El mismo título del libro es un infinitivo que alarga la idea de la huida como una acción que no acaba nunca, indicando que el ser humano siempre está huyendo.
[3] «Nueve», vv. [1-2]. Los números de las páginas de Huir aparecen entre corchetes y en las citas del resto del análisis del libro, porque el poeta no las numeró.
[4] «Diez», vv. [1-5].
[5] «Once», vv. [9-10].
[6] «Ana G. Delgado «J.D.Valhondo: ‘Mi nuevo libro de poemas es como una despedida de la vida», Hoy (Badajoz), 12-3-93. Álvaro Valverde destaca también el prólogo de Castelo: «Abre el volumen un bien medido prólogo de Santiago Castelo que mezcla adecuadamente lo anecdótico y sentimental con sutiles y sugerentes claves de lectura».
[7] Este texto que aparece en la solapa de Huir procede de «El sitio», artículo de Valhondo editado en el Hoy (Badajoz, 12-8-61). Fue proporcionado a Ángel Campos por el autor de esta tesis.
[8] «Sé que estás esperándome» de El secreto de los árboles, vv. 18-20.
[9] «Tierra y amor para el olvido», de El secreto de los árboles, vv. 38-40.
[10] «La cuerda del reloj» de ¿Dónde ponemos los asombros?, vv. 5-8.
[11] «El pinar» de La vara de avellano, vv. 22-25.
[12] «Viaje» de La vara de avellano, vv. 1-7.
[13] «Tarde de domingo» de La vara de avellano, vv. 13-14.
[14] «Mi hermano Juan» de La vara de avellano, v. 33.
[15] «Desnuda soledad» de Un árbol solo, vv. 43-49.
[16] «El vuelo busca cuerpo» de Inefable domingo de noviembre, vv. 740-743.
[17] «¿Adónde?» de Los anónimos del coro, vv. 7-13.
[18] De los poemas sólo aparece dedicado a Jaime Naranjo, amigo del poeta, el titulado «Siete».
[19] En la portada, debajo del título, aparece una cigarra tocando un violín en recuerdo de aquella otra que Jesús Delgado Valhondo usaba de distintivo.
[20] En Machado se hallan versos que tienen un parecido con esta frase: «Más el doctor no sabía / que hoy es siempre todavía». «del hoy que será mañana, / del ayer que es todavía». Poemas VII y XXXVIII de Poesías completas, pp. 295 y 323 respectivamente.
[21] «Pero ya, en los últimos meses, cuando los alifafes empezaron a sucederse, su actitud cambió. Se daba a sí mismo ánimos de vida, derrochaba afecto hacia los suyos, ordenaba papeles y pulió estos poemas», dice Santiago Castelo en el prólogo de Huir, explicando cómo Valhondo tan temeroso siempre de la muerte, en los últimos días de su vida sin embargo mostró una valentía inusitada y se preparó a morir con dignidad.
[22] Esta misma conciencia de su propia imperfección llevó a Machado a decir: «este yo vive y siente / dentro la carne mortal». Poema CXXVII «Poema de un día» de Poesías completas, p. 223.
[23] En Machado encontramos: «Hoy dista mucho de ayer. / ¡Ayer es Nunca jamás» (LVII «Consejos» de Poesías completas, p. 129). Sin embargo, en el poema LV «Hastío» (p. 128) dice: «Un día es como otro día; / hoy es lo mismo que ayer».
[24] Jesús Delgado Valhondo, Pregón de Semana Santa, Don Benito (Badajoz), 1973.
[25] Y también la afrontó con desenfado como se deduce de esta anécdota: «Su mujer Joaquina, rompe el silencio y le dice que puesto que este nuevo libro es la huida tendrá que escribir uno titulado la llegada. Ante esta sugerencia él afirma: ‘La llegada que la cuente San Pedro’ «. En Ana G. Delgado «J.D.Valhondo: ‘Mi nuevo libro de poemas es como una despedida de la vida», Hoy (Badajoz), 12-3-93.
[26] Las siguientes palabras de Juan Iglesias, uno de los creadores de Arcilla y pájaro, dirigidas por carta a Jesús Delgado Valhondo, coinciden con la actitud esperanzada (aunque en Valhondo con dosis de escepticismo) de los últimos momentos que vive el poeta en Huir: «A pesar de todo lo que exteriormente nos determina, pienso yo que al fondo queda algo inaccesible y mágico que nos salva. Incontrolable y dulce». Sobre el poema «Y dieciséis», el mismo Valhondo nos comentó en la conversación que con él mantuvimos en octubre de 1991: «a mí me emociona, pero creo que es muy malo, a veces nos encaprichamos con el hijo más tonto. Es un poema que no me he atrevido ni a corregir. Me está esperando… Me está esperando… Me está esperando… es una campanada. Lo podía corregir, pero no lo corrijo». En Antonio Salguero Carvajal, “Conversaciones con Jesús Delgado Valhondo”, Badajoz, cassette nº 1, cara A, 1991-1993.
[27] El tema de la apariencia y el oportunismo de algunas personas conocidas por Valhondo fue un asunto preocupante para él, porque rompían la armonía que buscaba en el ser humano y la relación con los otros. Aparte de tratarlo en determinados momentos de su poesía también lo tocó en varios de sus artículos periodísticos.
[28] José María Barrera, “Huir”, ABC (Madrid), 29-7-94, p. 8.
[29] «Cinco», p. [29].
[30] «Siete», p. [33].
[31] Primera estrofa del «Cántico espiritual» de San Juan de la Cruz.
[32] «Y dieciséis», p. [51]
[33] Primera lira de «Canción a la vida retirada» de Fray Luis de León.
[34] «Dos», p. [23].
[35] «Cinco», p. [29].
[36] «Diez», p. [39].
[37] «Dos», vv. 10-14.
[38] «Ocho», vv. 3-6.
[39] «Nueve», vv. 7-8.
[40] «Doce», vv. 15-18.
[41] «Trece», vv. 7-16.
[42] «Catorce», vv. 5-6.
[43] «Cuatro», vv. 12-13.
[44] «Seis», vv. 1-12.
[45] «Siete», v. 10.
[46] «Nueve», vv. 17-18.
[47] «Diez», vv. 14-15.
[48] «Trece», vv. 3-6.
[49] «Quince», vv. 11-12.
[50] «Y Dieciséis», vv. 8-9.
[51] Ana G. Delgado, «J.D.Valhondo: ‘Mi nuevo libro de poemas es como una despedida de la vida», Hoy (Badajoz), 12-3-93.
[52] Prólogo de Huir.
[53] Ana G. Delgado «J.D.Valhondo: ‘Mi nuevo libro de poemas es como una despedida de la vida», Hoy (Badajoz), 12-3-93.
[54] «Uno», v. 1.
[55] «Once», vv. 5-7.
[56] «Cuatro», v. 1.
[57] «Tres», vv. 2-9.
[58] «Dos», v. 5.
[59] «Cinco», v. 1.
[60] «Uno», vv. 12-13.
[61] «Cuatro», vv. 3-4.
[62] «Doce», vv. 15-19.
[63] «Trece», vv. 1-14.
[64] «Catorce», v. 13.
[65] «Catorce», vv. 9-10.
[66] «Uno», vv. 1-4 y 10.
[67] «Dos», vv. 1-3.
[68] «Cuatro», vv. 2-3, 5-6 y 10-11.
[69] «Seis», v. 4.
[70] «Siete», vv. 1-4.
[71] «Diez», vv. 7-8.
[72] «Once», v. 4.
[73] «Doce», vv. 1-2.
[74] «Trece», vv. 9-11 y 17-18.
[75] «Catorce», vv. 1, 5-6 y 13-14.
[76] «Dos», vv. 1-2 y 10-11.
[77] «Tres», vv. 10-13.
[78] «Cuatro», vv. 7-8 y 12-14.
[79] «Seis», vv. 8-9.
[80] «Siete», vv. 7-8.
[81] «Ocho», vv. 4-6.
[82] «Diez», vv. 11-12.
[83]«Doce», vv. 2-3, 5-8 y 19-20.
[84] «Trece», vv. 15-16.
[85] «Quince», vv. 3-4 y 7-8.
[86] «Y dieciséis», vv. 1-2.
[87] «Once», vv. 8 y 13-14.
[88] «Siete», vv. 5-7.
[89] «Y dieciséis», vv. 1-17.
[90] «Uno», vv. 5-6.
[91] «Ocho», vv. 9-12.
[92] «Quince», v. 5.
[93] «Cuatro», v. 9.
[94] «Diez», vv. 12-13.
[95] «Seis», v. 10.
[96] «Siete», v. 8.
[97] «Once», vv. 1-2.
[98] «Quince», v. 9.
[99] «Nueve», vv. 15-18.
[100] Del poema «Dos».
[101] Del poema «Nueve». Esta cita de Bergamín que el poeta utiliza en el quinto verso del poema se puede entender como un modo de vencer una realidad de la que el poeta logra escabullirse in extremis y, aunque se trata de una huida, él la considera una victoria pues por el momento logra eludir una realidad que desea atraparlo.
[102] Del poema «Cuatro».
[103] Del poema «Doce».